Capítulo VII EL JARDINERO MORIGERADO

LA CALLE de la Cadena es corta y no me fue difícil averiguar el domicilio específico del antiguo jardinero del colegio, a quien todo el vecindario parecía conocer y apreciar. En el curso de mis pesquisas averigüé también que el individuo en cuestión, habiendo enviudado tiempo atrás, vivía solo y, por añadidura, muy escaso de medios. En temporada taurina ganaba su sustento recogiendo boñigas en la Monumental, que vendía luego a los agricultores del Prat; en los meses de invierno subsistía prácticamente de la caridad ajena. Don Cagomelo Purga me recibió con extrema amabilidad. Su vivienda era un cuartito destartalado donde se amontonaban un camastro, una mesilla de noche sepultada bajo una pila de revistas amarillentas, una mesa, dos sillas, un armario sin puerta y un fogoncillo eléctrico en el que hervía una cacerola. Pregunté por el inodoro, porque precisaba orinar, y me señaló el ventanuco.

– Por deferencia a los viandantes -me dijo-, cuando vea que le va a salir, grite: ¡agua va! Y procure que las últimas gotas caigan fuera, porque el ácido úrico corroe las baldosas y no tengo yo edad de andar fregando a todas horas. Si la ventana le resulta alta, coja una silla. Yo antes meaba a pie firme, pero con los años me he ido encogiendo. Años atrás teníamos un bacín de loza muy cómico, con un ojo y esta leyenda: te veo. A mi llorada esposa, que en paz descanse, le daba mucha risa cada vez que lo usaba. Cuando dios la llamó a su lado, insistí en que la enterrasen con el bacín. Era el único regalo que pude hacerle en treinta años de matrimonio y me habría parecido una infidelidad seguir usándolo en su ausencia. Con la ventana me arreglo. Para hacer mayores es un poco incómodo, claro, pero la práctica lo facilita todo, ¿no cree usted?

Aborrecido como aborrezco la petulancia, me cayó bien la llaneza del antiguo jardinero y marido, el cual, mientras yo desahogaba la vejiga, volvió a la tarea que mi llegada había interrumpido. Cuando me reuní con él junto a la mesa, vi que estaba ensamblando con ayuda de un tubito de pegamento Imedio los fragmentos de su dentadura postiza.

– Se me rompió ayer contra el reclinatorio de la iglesia -me explicó-. Castigo del cielo: me había dormido durante la visita al santísimo. ¿Es usted piadoso?

– No tengo otra cualidad que mi acendrada devoción -dije.

– Ni hay mejor credencial en este mundo ni en el otro. ¿En qué puedo servirle?

– Le hablaré sin rodeos. Tengo entendido que fue usted jardinero del colegio de las madres lazaristas de San Gervasio.

– La época más feliz de mi vida, sí señor. Cuando yo llegué, lo que hoy es el jardín era una selva agreste. Yo lo convertí, con la ayuda de dios, en un vergel.

– El más bonito que he visto en mi vida. ¿Por qué estaba tan descuidado el jardín?

– La propiedad había estado abandonada muchos años. ¿Puedo ofrecerle algo de beber, señor…?

– Sugrañes. Fervoroso Sugrañes, para servir a dios y a usted. ¿No tendrá por casualidad una Pepsi-Cola?

– Oh, no. Mi peculio no me permite estos lujos. Puedo darle del grifo, o si gusta, un poco del caldito de acelgas que me estaba haciendo.

– Se lo agradezco, pero acabo de almorzar -mentí para no privarle de su parca colación-. ¿Qué era el colegio antes de ser colegio?

– Ya se lo he dicho: nada. Un caserón abandonado.

– ¿Y antes?

– No lo sé. Nunca tuve curiosidad por saberlo. ¿Es usted agente de la propiedad?

Por su pregunta comprendí que aquel producto marginal de nuestra fiesta brava estaba medio ciego.

– Hábleme de su trabajo en el colegio. ¿Decía usted que le pagaban bien?

– No, qué va. Dije que fueron los años más felices, pero no me refería al aspecto crematístico. Las monjas me pagaban por debajo del sueldo mínimo y nunca me afiliaron a la seguridad social ni al montepío de jardineros. Fui feliz porque me gustaba el trabajo y porque me permitían asistir a la capilla cuando no estaban las niñas.

– ¿No tenía ningún contacto con las niñas?

– Sí, ya lo creo. Durante los recreos tenía que andar vigilando que no me estropearan las flores. Eran unos diablillos: robaban ácidos del laboratorio y los echaban en los parterres. También ocultaban vidrios entre las hierbas para que me cortara las manos. Unos diablillos, ya le digo.

– Le gustan las criaturas, ¿verdad?

– Mucho. Son una bendición del señor.

– Pero usted no tiene hijos.

– Nunca hicimos uso del matrimonio, mi esposa y yo. A la antigua usanza. Hoy en día la gente se casa por hacer cochinadas. No, no debería decir eso: no juzguéis y no seréis juzgados. Y bien sabe dios que a veces nos fue difícil resistir la tentación. Imagínese usted: treinta años durmiendo juntos en ese camastro tan estrecho. El altísimo nos dio fortaleza. Cuando las pasiones estaban a punto de vencernos, yo le pegaba a mi esposa con el cinturón y ella me daba a mí con la plancha en la cabeza.

– ¿Por qué dejó usted el empleo? En el colegio, quiero decir.

– Las monjas decidieron jubilarme. Yo me sentía bien de salud y en plenitud de mis fuerzas, y aún me siento así, gracias a dios, pero no me consultaron. Un día me llamó la madre superiora y me dijo: Cagomelo, acabas de jubilarte, que sea para bien. Y me dieron una hora para recoger mis cosas y marcharme.

– Le pagarían una buena indemnización.

– Ni un duro. Me regalaron un cuadro del santo padre fundador y una suscripción gratuita por un año a la revista del colegio: Rosas para María.

Señaló un cuadro que colgaba sobre el camastro, en el que se veía a un caballero vestido de rojo cuyo rostro guardaba un sorprendente parecido con Luis Mariano. De la cabeza del santo salían rayos de luz. En la mesilla de noche se amontonaban las revistas en las que ya había yo reparado al entrar.

– Las hojeo antes de dormir. Traen jaculatorias y ejemplos del mes de mayo. ¿Le gustaría leerlas?

– En otra ocasión me encantaría. ¿Es verdad que poco antes de su jubilación hubo un extraño incidente en el colegio? Se murió una niña o algo por el estilo.

– ¿Morirse? ¡No lo permita la inmaculada concepción! Desapareció unos días, pero el ángel de la guarda la devolvió sana y salva.

– ¿Conocía usted a la niña?

– ¿A Isabelita? ¡Claro! Era un diablillo.

– ¿Isabelita Sugrañes un diablillo?

– Isabelita Peraplana. Sugrañes es usted, si no recuerdo mal.

– Tengo una sobrina que se llama así: Isabelita como su madre y Sugrañes como su padre y como yo. A veces me armo un lío. Hábleme de ella.

– ¿De Isabelita Peraplana? ¿Qué le voy a contar? Era la más bonita de su curso, la más, ¿cómo le diría?…, virginal. La preferida de las madres, el ejemplo que todas debían seguir. Muy aplicada y muy devota.

– Pero también era un diablillo.

– ¿Isabelita? No, ella no. La otra la incitaba y ella le seguía el juego, de puro inocente.

– ¿Qué otra?

– Mercedes.

– ¿Mercedes Sugrañes?

– No, tampoco. Mercedes Negrer se llamaba. Eran uña y carne, ¡y tan distintas! ¿Dispone usted de un momento? Le enseñaré las fotos.

– ¿Tiene usted fotos de las niñas?

– Claro: en las revistas.

Fue a la mesilla de noche y regresó cargado de revistas.

– Busque usted la de abril del 71. Mi vista no es lo que fue.

Encontré la revista que me indicaba y fui pasando las hojas hasta dar con la sección titulada: Flores de nuestro Jardín. Cada foto ocupaba media página y encuadraba un curso entero, retratado en la escalinata de entrada a la capilla, de forma que las cabezas de las niñas iban sobresaliendo de hilera en hilera.

– Busque a las de quinto. ¿Las ha encontrado? Permítame.

Acercó tanto la revista a la cara que temí que se sacara un ojo. Cuando la separó, había babas adheridas al papel.

– Ésta es Isabelita: la rubia de la última fila. Y la de su lado es Mercedes Negrer. La de la izquierda. La de la izquierda de la foto, no la de su izquierda de usted. ¿Las localiza?

Por alguna razón que no pude precisar entonces, la foto del quinto curso me produjo una vaga sensación de tristeza. Recordé fugazmente las fotos de Usa, la de carnes geológicas, la que se paseaba por nuestra recortada costa exhibiendo sus encantos y emitiendo generalidades sobre nuestra fatigada raza.

– Sí, una niña preciosa, en efecto. Veo que tenía usted buen gusto -dije.

Procuré retener en la memoria los rasgos de Isabel Peraplana, devolví la revista al montón y dije con fingida ignorancia:

– ¿Por qué me ha enseñado la foto de quinto curso? Yo no tengo estudios, pero creo que en aquella época el bachillerato constaba no de cinco, sino de seis cursos.

– Cree usted bien: seis y el preu, que se hacía en el instituto. Isabelita no acabó el bachillerato.

– ¿Por qué? ¿No era muy aplicada?

– Sí lo era, la que más. La verdad, no sé lo que pasó. Yo salí del colegio, como le contaba antes, ese mismo año y no volví a saber más de las niñas. Durante un tiempo esperé que alguna viniera a visitarme, pero ninguna lo hizo.

– ¿Cómo sabe usted, entonces, que Isabelita dejó los estudios?

– Porque ya no aparece su foto en la revista de abril del año siguiente, que recibí gracias a la suscripción con que las monjas me habían obsequiado.

– ¿Me permite comprobarlo por mí mismo?

– Tenga la bondad.

Busqué y encontré la revista de abril del 72 y en ella la foto de sexto. Isabelita no estaba, pero eso lo sabía yo ya, porque me lo había dicho la madre superiora en el manicomio. Lo que yo indagaba era otra cosa y mis sospechas se confirmaron. Mercedes Negrer también había desaparecido del retrato. Aunque seguía viéndolo todo muy confuso, las piezas del rompecabezas empezaban a encajar. Rehice el montón de revistas y me levanté, dispuesto a despedirme del hospitalario jardinero, a quien agradecí mucho sus atenciones.

– Estoy para servirle -dijo él-. Sólo hay una cosa que quisiera preguntarle, si no es molestia.

– Usted dirá.

– ¿A qué ha venido?

– Me consta que ha quedado vacante la plaza de jardinero en el colegio. Pensé que podría interesarle, si aún se ve con ánimos. Si es así, preséntese dentro de un par de días y no diga que va de mi parte: problemas sindicales.

– Con Franco vivíamos mejor -murmuró el anciano jardinero.

– Y usted que lo diga -corroboré yo.

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