Seis

Era un mal día para alejarse de Buenos Aires. También era un mal día para que Reina se quedara allí, electrizada por la atmósfera mística que las radios invocaban a todas horas, somos la sal de Dios, somos la mirada de Dios, el avemaría de la gracia plena que mueve el sol y las demás estrellas. Era además un mal día para estar inmóvil, con el alma suspendida en lo que sucedía trescientos cincuenta kilómetros al oeste, dentro del santo monasterio de Los Toldos, y malo para moverse a cualquier parte, afrontando las calles que Reina imaginaba cortadas por las eternas manifestaciones de maestros mal pagados, jubilados en la miseria, estudiantes sin clases. En qué abismos ha caído el pobre país, cómo va a levantarse de esta postración sin fin.?Podrá ayudar en algo lo que yo escriba?, se dijo Reina. ¿Ayuda en algo mostrar las llagas? Creo que de nada sirve, que nada ayuda, todos vamos a morir clamando al vacío en este desierto de sordos.

Sin embargo, cuando se aventuró en el auto con chofer que le había asignado el doctor Camargo para viajar a Los Toldos, una sola turbulencia le nubló el paso: la Ella de diez camiones que avanzaba amodorrada desde el Obelisco hasta la Plaza de Mayo, dejando caer unos bocinazos tuberculosos. El resto era silencio: la terca mudez de la ciudad infinita. A las puertas de las iglesias vio, eso sí, aglomeraciones de peregrinos que se desplazaban pegados a los muros con largos velones encendidos. Oyó algunos apagados coros de ultratumba, Cristianos venid, y luego el chofer le señaló con incredulidad la fila interminable que marchaba por la avenida Maipú hacia el norte, ávida por mirar aunque fuera de lejos una rama del limonero sagrado.

Tardaron menos de media hora en llegar al acceso Oeste, y otro tanto en alcanzar la ruta 7, desde donde se desviarían por un camino provincial hacia la Azotea de Carranza. AI mediodía ya estaban en pleno campo. El cielo de julio era delgado, casi líquido, y destilaba un calor africano: las estaciones en la pampa jamás obedecen a su ritmo natural y están acostumbradas a hacer lo que les da la gana. Cruzaron campos donde el trigo, aún verde, apenas asomaba la cabeza, y otras tierras a medio arar y roturar, pero después del río Salado todo era sequedad y torbellinos de polvo. Las vacas se movían con paciencia de santas en esa aridez amarilla y las escuálidas casas que se divisaban desde la ruta estaban vacías, a merced del viento desorientado.

Se perdieron al entrar en Los Toldos, a las tres de la tarde. Con el sol clavado en el centro del cielo, todas las construcciones se vetan iguales: los almacenes y los zaguanes se repetían, idénticos; en ninguna esquina encontraban el nombre de las calles, y en las dos casas donde se detuvieron a preguntar les respondió un silencio de muerte. Las ciudades cambian más rápido que las personas, se dijo Reina. Me ha sucedido que entré a un cine en Buenos Aires y salí de la misma función a otro cine de México, pero esa ciudad no ha cambiado en décadas. Es un laberinto sin dibujo: el peor de los laberintos. A eso de las tres y veinte el chofer condujo hacia atrás por la misma calle que los había llevado otras veces a un paredón sin salida, y la inversión del movimiento les permitió oír un altoparlante remoto que difundía hacia el oeste una melodía perdida en el tiempo, La chica de la boutique, cantada por Heleno. Con cierta vergüenza, Reina se acordaba de haberse contoneado al compás de ese horror en alguna fiesta de la adolescencia temprana, pero ahora le hacía gracia que fuera la brújula gracias a la cual llegaron de pronto a la plaza central, con la estatua ecuestre del Libertador alzándose sobre la copa de algunos árboles moribundos. Las puertas de la iglesia estaban abiertas de par en par. Seis hombres vestidos con los hábitos púrpuras de los jueves santos salieron en procesión llevando en hombros a Cristo crucificado. Detrás, precedidas por un cura que agitaba el incensario con delicadeza para no ensuciar sus encajes litúrgicos, se arrastraba un coro de viejas chillonas cantando ellas también Cristianos venid, en tenaz competencia con el altoparlante que repetía La chica de la boutique. En el café contiguo a la iglesia les indicaron cómo volver a la ruta provincial y desviarse hacia la Azotea de Carranza. Las cuatro menos cuarto ya, dijo Reina. Y a las siete son los rezos de Vísperas.

Cuando divisaron la estancia de la dama benefactora era corno si tampoco hubieran llegado a parte alguna. Los caseros los esperaban con la tranquera abierta v, montados en unos caballos enclenques, los orientaron a través de una doble fila de álamos hasta el casco, que estaba también hundido en el polvo. Nos han cortado el agua, anunciaron los caseros. Hemos llenado la tina con los baldes del pozo, por si la señora gusta refrescarse. El aire estaba quieto en los cuartos, que se mantenían a oscuras porque es la luz la que trae el calor -decían los caseros-, la luz del día y las moscas por la noche. Reina sintió que el aire de la casa jamás había salido de allí, que era anterior a su nacimiento y que tal vez seguiría impasible después de su muerte. No le parecía un buen presagio ese aire lleno de sabiduría y de memorias, que había visto y oído tantas cosas, ni los sillones cubiertos por fundas empolvadas como sudarios, ni el piso de baldosas donde el eco de sus tacos dejaba una sombra sonora, un borborigmo peor que el de La chica de la boutique.

De todos modos, a las seis menos diez va estaba lista, no bañada sino refrescada en la tina, perfumada con el Chloé de Lagerfeld que llevaba siempre en la cartera por si acaso, vestida como una dama de otro siglo, con mantilla y larga pollera negra y una blusa negra de encaje que permitía adivinar, de todos modos, las pecas del pecho. En la mesita franciscana del cuarto que los caseros habían arreglado para ella, cuidándose de no ventilarlo, junto a la cama de tres plazas protegida por un mosquitero espeso, que prometía una noche de asfixia claustrofóbica, Reina se dio tiempo para anotar algunas de las ideas que incorporaría mis tarde al artículo de fondo. Notó que su lenguaje estaba fuera de quicio, que destilaba indignación por el desparpajo con que el presidente y el capellán de Olivos estaban engañando a la gente, pero también se sintió capaz de dominar esa furia a la hora de escribir. Cuanto más neutral fuera su relato, cuanto mayor distancia pusiera entre ella y los hechos, tanto más le creerían, se dijo. Yo no soy la realidad, pero tampoco habrá ninguna realidad hasta que no la escriba. ¿No es eso lo que quiere el doctor Camargo?

Esperaba su llamada. Llegó, a las seis exactas. Quería repasar con Reina punto por punto lo que estaba por hacer. Si fracasás, le dijo, vamos a salir mañana con la primera página en blanco. La voz crepitaba en el celular, se entretejía con la estática.

– Es la falta de aire -dijo Reina-. Acá no hay atmósfera. No llegan las señales de los satélites. Sólo hay polvo y una luz blanca en la que todo se pierde.

– ¿Cómo? -preguntó Camargo.

– No voy a fracasar -dijo Reina, caminando hacia la galería exterior.

– Yo no estaría tan seguro. La gente que enviamos ahí sigue con las manos vacías. Nadie puede acercarse a la entrada de esa fortaleza. La dama benefactora llamó al abad y le anunció que vas al oficio de Vísperas. Me hizo prometer que no vas a preguntarle nada a nadie, que si abrís la boca sólo va a ser para rezar. Tiene pendiente un préstamo para maquinarias agrícolas y no quiere pleitos con el gobierno. Si me lo hubiera dicho antes, no te había mandado.

– No se preocupe, doctor. Sé lo que voy a hacer. Ya llamé al abad para avisarle que estaré ahí a las siete menos cuarto. Uno de los monjes me va a esperar a la entrada. Necesitan mi cédula de identidad y la cana de presentación. Después de que verifiquen todo, van a guiarme hasta uno de los reclinatorios de la familia protectora.

– No vas a tener problemas. Sé que te van a dejar entrar -dijo Camargo-. Lo que no sé es qué podés hacer cuando estés adentro.

– ¿No creía usted que el presidente iba a mirarme las piernas? Empiece a desilusionarse desde ahora. Llevo una pollera de monja. Estoy sin maquillaje. Pocas veces me he sentido menos atractiva en la vida. Cuanto más imagina uno cómo van a suceder las cosas, más diferentes son. Voy a llamarlo a las ocho, doctor, cuando todo haya terminado. ¿Hubo alguna reacción del Vaticano?

– Ya es tarde ahí. El Papa se ha retirado para la cena. Hablamos con el vocero, pero no hizo comentarios. Quieren estudiar el caso.

– Deséeme suerte, entonces.

El chofer que le había asignado Camargo supuso que podría orientarse sin ayuda en aquellas soledades de polvo. La arrogancia lo perdió. Dos veces se internó en caminos bloqueados y en uno de los regresos estuvo a punto de caer en un pantano. Reina llegó al monasterio con diez minutos de atraso. Desde la lejanía, oyó que los monjes habían empezado a cantar el Magnificar. La capilla era simple, sin ornamentos, pero se alzaba en lo alto de una loma casi invisible: esa elevación en la nada de llanura parecía una respiración de Dios. Fue lo que le dijo el monje que acudió a recibirla: «Desde acá se oye el aliento de Dios», a lo que ella respondió con la única frase que sabía en latín: «Deuspro nobis». Entró a los rezos de Vísperas con la cabeza baja. Ocupó uno de los reclinatorios de la izquierda, porque el presidente estaba solo en el de la derecha, y respondió a su ligera inclinación con otra que fingía pudor, recelo, virtud, todo a un tiempo. Después, cada vez que se ponía de pie ose arrodillaba, siguiendo las cadencias de la liturgia, aprovechaba para observarlo. Estaba vestido con uno de esos trajes de seda lustrosos que resumían su idea de lo que debía ser la elegancia, y una camisa de color mostaza, sin corbata. El fastidio de la oración le acentuaba las ojeras. Iban por el segundo salmo y aún faltaban la epístola y el Salve Regina. El presidente debía de estar rogando en silencio que el tormento eclesiástico se acabara de una vez para volver a la soledad de su celda y entretenerse con los game boys electrónicos que siempre llevaba en el equipaje.

Reina sabía lo que iba a hacer. Lo había planificado desde mucho antes de hablar con Camargo, pero no quería decírselo. Sabía qué hacer pero no cómo. Identificó al abad, que estaba sentado en el escaño más alto de la fila derecha, apoyando la cabeza en un respaldo alto del que surgía una paloma de madera erizada de rayos. Cuando terminara el Salve Regina, pensaba arrodillarse ante él y besarle las manos. Le entregaría un sobre con una nota. Había prometido no pronunciar una sola palabra, pero si era preciso le diría: «Vengo de parte de la dama protectora». Ninguna falsía. La nota era breve, elemental. Cada palabra debía mantener en vilo la atención del abad: «El presidente no pudo haber visto a Nuestro Señor Jesucristo. Al recibirlo en esta santa casa, usted se conviene en cómplice de la impostura. Relea la Primera Epístola a los Tesalonicenses, capitulo 4, versículos 1518. Fíjese en el capítulo 24 del Evangelio según san Mateo, repase el Libra de la Revelación. Recuerde que Cristo sólo puede volver a la Tierra cubierto de gloria y anunciado por los arcángeles el Día del Juicio Final. Este no es el Juicio Final. El presidente está abusando de su buena fe y va a dejar en ridículo a la Orden de San Benito». Firmaba: «Reina Remis, enviada de la dama protectora)).

Había imaginado la escena una y otra vez, pero nunca en el orden en que sucedió. Las últimas notas del Salve Regina se desperezaron en el órgano. El abad se levantó con una sonrisa satisfecha y caminó hacia el presidente con la mano extendida. Cuatro de los monjes retiraron de uno de los camarines la efigie de la virgen negra y la dejaron sobre las andas de procesión. Desde donde la observaba Reina, la virgen parecía una niña de cinco años con un muñeco en brazos, aunque su aspecto era temible, por no decir siniestro: el cuerpo estaba protegido de pies a cabeza por unas pilas de puercoespín.

Cuando los demás personajes empezaron a moverse, Reina se sintió parte de un ballet mal ensayado: los edecanes militares y el sudoroso Enzo Maestro, que vestía un traje negro de pompas fúnebres, guiaban al presidente hacia el abad, enarbolando pendones benedictinos, mientras los monjes se alineaban junto a los reclinatorios de la dama benefactora. Un cortejo de monaguillos salió de la sacristía y apagó las velas del altar. El fotógrafo del gobierno emergió de algún escondite situado detrás de los escaños e iluminó la escena con una veloz sucesión de flashes. Nadie prestaba la menor atención a Reina. Si no hago algo, se dijo, el abad se irá y no podré alcanzarlo.

El espíritu santo de la improvisación la iluminó en ese instante. Salió del reclinatorio no hacia la derecha, donde habría tropezado con los monjes, sino hacia el lado opuesto. Caminó velozmente tras los escaños, llegó al altar y, luego de una veloz reverencia a la imagen de san Benito, se arrodilló ante el abad. Supo que sería imprescindible decirle: «Le traigo este mensaje de la dama protectora», insinuando que el sobre contenía dinero. Fue aún mejor lo que le dictó el instinto: «Bendígame, padre. Vine a traer estas palabras de allá arriba». «¿Usted es la prima de Europa?», preguntó el abad. Reina no tuvo tiempo de contestar. Al advertir que sucedía algo fuera de su control, Maestro se abalanzó, tratando de arrebatar el mensaje: «¿Me permite, monseñor, me permite?». «De ninguna manera», se defendió el fraile, sepultando el sobre en uno de los pliegues de su hábito: «En este templo es sagrado todo lo que nos envía nuestra madrina».

Reina le agradeció con una sonrisa y se dispuso a seguir la procesión. El monje que la había recibido a la entrada le hizo señas de que se retirara, ya que había terminado el rezo de las Vísperas, pero ella fingió que no lo veía. Era un hombre menudo, casi un enano, con la cabeza hundida entre los hombros. Si negaba parecía asentir, y al revés. Sus ademanes se podían interpretar de cualquier modo. El abad retrocedió hacia el altar y abrió el sobre con una larga uña del meñique. Cree que es un cheque, se dijo Reina: el dinero con el que la benefactora y la prima boluda de Europa contribuyen a la mayor gloria de Dios. Lo vio leer la carta con interés, fruncir el ceño y llevarse las manos a la frente. «¡Dios me perdone!», dijo el abad con una voz aguda, que todos pudieron oír. «¡Herejía! ¡Dios nos perdone!»

No le hizo falta ver más. Puso con suavidad la mano sobre el hombro del fraile enano y le señaló el auto del diario, que la esperaba a la entrada: «Ya es hora de que me vaya, ¿no? ¿O nos quedamos a ver qué pasa?». El fraile la miró con unos ojillos redondos y duros, desfigurados por una vida de paciencia, y le respondió en voz baja: Agnus Dei, miserere nobis».

«Ya nadie habla de las visiones místicas»: Camargo la llamó por teléfono a las ocho de la noche y le dio la noticia. «Ahora el presidente se ha entregado a la penitencia.» Reina estaba terminando su crónica y había escrito un borrador del párrafo final, pero necesitaba confirmarlo con el diario: La visión de Olivos fue una alucinación o un engaño: es imposible decirlo. Lo único seguro es que no fue verdadera. Al advenir que podía caer en pecado mortal por ser involuntario cómplice de ese error, el abad del monasterio de Los Toldos le pidió al presidente que abandonara su celda en menos de una hora. Los hechos sucedieron a las siete y media de la tarde, en la capilla. Un testigo presencial que se negó a dar su nombre oyó al abad gritar la palabra herejía, mientras se postraba ante el altar mayor, implorando el perdón de Dios.

La última imagen era falsa pero no inverosímil. Se la leyó a Camargo y entendió que la aprobaba con entusiasmo. Las crepitaciones del teléfono eran infernales.

– Estoy yendo para allá -le oyó decir-. Ya he pasado Luján, voy a llegar en un par de horas.

– ¿Ocurre algo? -preguntó Reina.

– Siempre ocurre algo. Te lo voy a contar cuando esté ahí.

La voz desapareció. Ella había pensado en dejarse caer dentro del agua helada de la tina, después del punto final a su crónica implacable, que repetía los argumentos teológicos de la carta al abad. Quería salir aún húmeda del baño, envuelta en un par de toallas, y tenderse atontada e inútil en la inmensa cama con mosquitero. Bastaba sentir la cama a sus espaldas, en el cuarto asfixiante que la oscuridad ni las baldosas del piso conseguían refrescar, para darse cuenta de que nadie había tenido allí jamás imaginaciones o sueños, sólo sopores ciegos como los que ella deseaba ahora para sí. La intromisión de Camargo le deshacía lo que aún quedaba de la noche. ¿Un par de horas, había dicho? Cuando salió del cuarto, ya los caseros de la Azotea de Carranza estaban sobre aviso. Tenían orden de arreglar el dormitorio mayor y poner la mesa para doce comensales. Camargo no vendría solo. El ser debía pesarle tanto que no soportaba su propia compañía ni por un segundo. Iba a llegar con un séquito, entonces: los editores, tal vez las secretarias para ir recogiendo las palabras que él dejaba caer cuando se movía, los celulares, los choferes, los faxes.

Estoy confundida, se dijo Reina, sin presentir cuantas veces iba a repetir esa noche la misma letanía. La confundían el polvo, el calor creciente, que en vez de amenguar con la calda del sol parecía haber esperado la oscuridad para desatar toda su furia, y ella misma no sabía si en su adentro había también polvo, curiosidad e ignorancia de cuáles eran los verdaderos límites de su vida. Apenas llevaba un mes en El Diario, y había considerado aquel trabajo como una bendición en la que iría superando una prueba tras otra durante muchas semanas, hasta que algún editor reparara en ella y proclamara su talento, o hasta que alguna noticia extraordinaria se le cruzara en el camino -una noticia como la de ese día en el convento, por ejemplo- y le permitiera sentir que lo había dado todo, que la escritura le salta de las entrañas. Quería llegar a un punto en que, leyéndose a sí misma, se dijera: esto soy yo, sólo hasta acá llega mi cuerpo porque así está hecho, con estos sentimientos e indignaciones y sollozos y justicias. Esto que acabo de escribir soy yo, se dijo, repitiendo sin querer a Camargo, ¿pero quién soy yo? Estoy confundida, y ahora Camargo viene a confundirme más. Apenas llevo un mes en el diario y ya hablo con el director como silo conociera de toda la vida.

Le había bajado tanto la presión que la sangre se le volvió hielo. Si no bebía un brandy se le aflojarían las piernas. Hay un par de bares en la ciudad, le informaron los caseros, pero nunca hemos visto allí a mujeres solas. Va a ser mejor que mi marido la acompañe y la espere en la calle, decidió la esposa. Con esta cerrazón de la noche, usted y el chofer pueden volver a perderse. No hay más de veinte minutos hasta esos boliches, ida y vuelta.

Antes de poner los pies en el primer bar supo que jamás había entrado allí una mujer. Lo supo al ver la hilera de mesas junto a la pared de ladrillos sin revocar, agrietados y mugrientos, el humo espeso que debía de llevar años inmóvil en el cielo raso, y el corrillo de jugadores de naipes en la penumbra, con arrugas hondas como las de la tierra que seguía deshaciéndose fuera. Lo supo porque hasta el olor de una mujer era hostil para aquellos hombres, que habían dejado a las esposas en sus casas y llevaban ya dos o tres horas bebiendo y fingiendo que no estaban en ningún tiempo ni lugar. Unas pocas lámparas de veinticinco vatios despedían una luz muerta, filtrada por las cagadas de las moscas. En un nicho que se abría a la mitad de aquella cueva de murciélagos, un cantinero rengo sacaba y ponía las botellas en los estantes con tanta negligencia que había restos de alcoholes derramados por todas partes.

Reina avanzó hacia el mostrador y pidió un brandy. Lo que le sirvieron, sin embargo, fue ginebra. En las mesas del fondo, donde apenas llegaba la luz, tres periodistas de Buenos Aires discutían sin prestar la menor atención a los vapores del encierro ni a la inesperada presencia de la colega. A dos de ellos, que trabajaban para El Diario, se los había cruzado más de una vez en el ascensor y ninguno había respondido a su saludo. No pudo reconocer al tercero de los hombres. Tenía una radio pegada a la oreja y repetía con ademanes nerviosos lo que debía de estar oyendo. A intervalos caprichosos, movía el dial, y hablaba con un tono que, desde lejos, parecía afiebrado, incrédulo, mientras los redactores de El Diario tomaban notas en una libreta.

Caminó hacia el fondo sintiendo la hostilidad a medida que avanzaba: a cada paso, el aire se retiraba y sólo quedaba la hostilidad. Quería saber qué estaba pasando y no tenía demasiado tiempo para averiguarlo. Dos horas, le había dicho Camargo. Quedaba menos de hora y media.

Fuera de aquel grupo de forasteros, en el bar parecía no existir la realidad. Los seres que vivían en el pueblo eran impermeables al tiempo y quizá también a la memoria. El tiempo pasaba por allí y les dejaba su marca, pero ellos no la sentían. El tiempo era como el polvo, que se movía de izquierda a derecha en súbitos remolinos grisáceos. Caía sin cesar, y ya nadie se daba cuenta.

– Insiarte, Durán -dijo Reina, cuando llegó a la mesa del fondo.

El que se llamaba Insiarte le hizo señas de que se callara, pero Durán preguntó:

– Remis. Qué haces acá. Llegás tarde. Ya ha pasado todo lo que tenía que pasar.

Estaban sin afeitar. Olían a frituras, a cigarrillos y a eructos de cerveza. Daban la impresión de no haberse bañado ni lavado. A lo mejor llevaban la ropa del día anterior. El tercer hombre dijo:

– No entiendo. Radio Diez lo ha visto en Jáchal, en la cabaña del guardaparque. Los de Mitre repiten que se ha refugiado acá, en La Unión.

– Lo de Radio Diez tiene que ser trucho. No puede haber llegado a Jáchal tan rápido. Son casi mil kilómetros.

– Están por hacerle una entrevista, eso dicen. No puede ser trucho.

– Qué hago acá yo, entonces -dijo Insiarte-. ¿Me voy para Jáchal, me voy para La Unión? Lo mejor es que llame a Camargo por el celular.

– No podes molestar a Camargo por una boludez así -dijo Durán-. Si te puso al mando de esta nota fue para que vos tomes las decisiones.

– Me puso al mando -siguió Insiarte-. Por eso me dio el celular.

Podría avisarles que Camargo viene para acá, se dijo Reina. Ya habrá pasado Carmen de Areco. Andará por la llanura sintiendo la rareza de la quietud, porque en lo liso todo parece estar siempre inmóvil salvo el cielo: las estrellas, las nubes, el arco sin luz del horizonte van desplazándose como ovejas obedientes mientras lo que hay en la Tierra siente que no avanza hacia ninguna parte, sólo salta de una oscuridad a otra oscuridad. Pero si digo lo que sé, me acosarán con preguntas que no quiero contestar. Ya van a tener todas las respuestas en el diario de mañana.

– No hay señal en el teléfono -dijo Insiarte-. Eso es raro. ¿Cómo no va a tener señal si estamos en una emergencia?

– Atiende el celular cuando quiere -dijo Durán-, para que nadie sepa de dónde viene ni adónde va.

– Yo también quisiera oír la radio -dijo Reina-. ¿Puedo saber qué pasa?

El tercer hombre no la miró ni estiró una mano para saludarla. No se movió. Dejó el aparato de radio sobre la mesa y dijo:

– Oí lo que se te dé la gana. A mí ya me cansaron. Cuanto más oigas, menos vas a entender.

El comienzo de la historia era el mismo para todos los noticieros, pero los detalles se abrían después en un rizoma laberíntico. Decían que el presidente había puesto fin a su retiro benedictino a eso de las ocho menos cuarto de la noche y desde las ocho había empezado una huelga de hambre.

Lo raro era la confusión sobre el lugar. A dos de los enviados especiales, el presidente les había pedido que lo acompañaran a la estancia La Unión, situada a tres kilómetros de Los Toldos, donde, luego de arrodillarse ante las ruinas del catre donde Evita Perón naciera casi ochenta años atrás, se tendió sobre una bolsa de dormir y bebió un vaso de agua. Los enviados le oyeron decir con un hilo de voz: «Penitencia, penitencian. Les pareció que sollozaba, pero nunca lo supieron con certeza: una repentina escolta militar en uniforme de fajina los alejó del sitio con malos modales.

Otras emisoras aseguraban que el presidente se había retirado del convento benedictino después de la plegaria de Sextas, hacia la una de la tarde, con tantas precauciones de seguridad que un doble -el mismo doble que lo sustituía repartiendo bendiciones y promesas en las provincias remotas- había asistido al oficio de Vísperas. Según esas versiones, había viajado en el avión de un amigo desde un campo cercano a Los Toldos hasta Jáchal, en San Juan. Una vez allí, el presidente había empezado a comportarse de un modo extraño. Ordenó que no lo siguieran. Pidió prestado el auto de un senador y nadie sabe cómo, a eso de las cuatro de la tarde, llegó a la cabaña del guardián del Valle de la Luna. Iba vestido con un hábito blanco, de beduino, la cabeza cubierta por una capucha de monje y sandalias franciscanas. El guardián contó por la radio, con una voz sin entresijos de mentira, que había tratado de detenerlo mientras el presidente iba y venía por las depresiones del valle, rezando como un poseído bajo el sol enloquecedor. Uno de los móviles de la televisión de San Juan había llegado hasta las vallas tendidas por el ejército y mostraba al presidente desde lejos, trepando por los riscos. A falta de acción, las cámaras insistían en describir la intensidad religiosa de las rocas, en cuyas formas estaba inscripta la historia del mundo: hongos, lámparas, cavernas por las que asomaban lenguas de piedra negra, aves siamesas, parejas copulando, naves cilíndricas abandonadas después de los viajes de Dios.

Otro de los enviados especiales había visto al presidente en Guaminí, sentado sobre una roca junto a las ruinas de la zanja que Adolfo Alsina había ordenado cavar en 1875 para detener las invasiones del cacique Namuncurá, y que desde entonces no cesaba de abrirse paso hacia el centro de la Tierra. Miles de animales habían caído en la grieta de trescientos kilómetros de largo y de una profundidad que la erosión de los suelos volvía insondable. En la penumbra, los vahos de podredumbre eran fosforescentes y atraían a las hormigas y a los escarabajos, pero no había ser humano que los resistiera. El presidente estaba allí, sin embargo, en situación de ayuno y penitencia. «¿Liendo?», decía el enviado a Guaminí. «¿Me grabás, Liendo?» «Te recepciono perfectamente», respondió el tal Liendo. «Voy a ponerte al primer mandatario en el aire. Aquí lo tengo, en exclusiva, desde el sur de la provincia de Buenos Aires.» La transmisión era impecable hasta ese momento, pero apenas Liendo dijo: «Muy buenas tardes, señor», los graznidos de la estática irrumpieron en la sintonía y no permitieron oír.

Yo tampoco entiendo lo que pasa, se dijo Reina, dejando la radio sobre la mesa. O la realidad es sólo una ilusión de los sentidos o el periodismo crea la realidad. Sin saber por qué le vinieron a la memoria tres versos de un soneto de Góngora: El sueño, autor de representaciones, / en su teatro sobre el viento armado /sombras suele vestir de bulto bello. Pero estas historias no eran sueños. En aquel tiempo la gente las tomaba en serio y nadie advertía lo inverosímiles que eran. Ahora se sabe que el presidente penitente no fue a ninguno de los sitios donde lo vieron: a las ocho se escabullo de su celda y, desde un campo cerca de Junín, regresó a Olivos en un helicóptero del gobierno. A la mañana siguiente jugó dos horas de tenis, como si nada hubiera pasado.

Reina no pensaba en la complejidad de ese cuadro sino en lo tarde que se había hecho. Las nueve y media ya. El casero y el chofer estaban esperando fuera, en el relente. Y Camargo quizás había llegado a Membrillar y avanzaba a ciegas por una retícula de lagunas y canales. Al dejar sobre el mostrador la plata de la ginebra, Reina no pudo evitar que Duran apretara su mano contra la madera y le dijera con la voz saturada de aguardiente: «Es temprano para dormir, nena. ¿Por qué te vas? Es temprano para dormir pero no es tarde para otras cositas,,. Ella lo apartó con un desprecio que le subió de las vísceras: «No es tarde para que te bañés, Durán. Olés a mierda. Y aunque te bañés, vas a oler a mierda toda tu vida». No hizo caso de las miradas voraces y rencorosas de los otros hombres ni del siseo de Durán a sus espaldas: «Puta. ¿Vieron qué lengua la de esta puta?».

En el auto, mientras la oprimían la llanura y la noche, sintió que nada de lo que había pasado durante aquel largo día le importaba. No le importaba la crónica que había escrito sobre los sucesos del convento, porque eso ya era pasado y olvido. Lo único que le importaba era, quizá -su vida era una repetición de quizás-, el interés con que había imaginado el viaje de Camargo por la ruta en tinieblas, siguiéndolo desde Luján al manicomio de Open Door y a los maizales de Chacabuco, imaginando lo que decía y lo que pensaba, pero, sobre todo, sintiendo el desplazamiento de su cuerpo a través de las lucecitas perdidas del camino.

Eran más de las diez cuando Camargo la llamó desde Los Toldos. Su chofer no sabía dónde estaban. «Hemos parado frente a una farmacia», dijo. «Al cartel de la entrada le faltan letras. A ver. Creo que se llama Santísimo Socorro. Preguntale al casero si sabe cómo salir de acá.» «Santísimo Socorro, la farmacia», repitió ella. El casero la interrumpió: «Se han ido para otro lado. Están con las direcciones enredadas. Dígale que no se muevan. Que me esperen».

Sobre la mesa tendida con doce cubiertos cata un incesante polvo diminuto. La casera se lamentó de que la llanura fuera tan lisa, con un cielo de estrellas opacas que no permitían orientarse, y que en el pueblo nadie respondiera a las preguntas de la gente perdida. «He visto pasar por acá cinco o seis veces a un mismo camión, sin rumbo», dijo. «Sí, es difícil llegar a alguna parte», dijo Reina. «Míreme a mí», siguió la casera. «También es difícil irse.»

Tal vez la mesa se quedaría así para siempre y pronto el mantel de encaje se pondría amarillo. El tiempo se había detenido, como en la casa que tenía Miss Havisham en Grandes esperanzas.

Y ella, Reina, ¿llevaría también un vestido de novia que la soledad iría deshaciendo? Al menos, seguía con la misma pollera negra y la blusa de volados del oficio de Vísperas. Dios, y esa cara de muerta. Durán debía haber pensado que estaba haciéndole un favor al proponerle «otras cositas». Tenía que correr a cambiarse de ropa. ¿Dónde habría un espejo en esa casa?

Acababa de encontrar uno cuando, a las diez y media de la noche, Camargo llegó a la Azotea de Carranza con un ímpetu de diez de la mañana. Era un hombre taciturno y reservado, pero esa noche estaba resplandeciente, como si hubiera viajado hacia su propia juventud. El chofer principal de El Diario lo seguía, ceremonioso, con una enorme bandeja de comida y dos botellas de cabernet francés.

– ¡Remis! -llamó con energía, apenas traspuso la puerta-. ¡Reina Remis! ¡Vení a celebrar! ¡El presidente mandó al carajo las visiones místicas!

Ella salió de la penumbra del dormitorio y se acercó, recelosa. Esperaba la invasión de los editores y las secretarias. Temía ver otra vez a Durán.

– Dónde están los otros? -preguntó.

Camargo se desentendió. Ordenó a la amedrentada casera que guiara al chofer hacia la cocina y pusiera en fuentes de servir el gazpacho, el pavo frío y la ensalada rusa que había traído de Buenos Aires.

– ¿Qué otros? -dijo después, con sincera sorpresa.

Y entonces se volvió hacia Reina. Ella tenia la cara recién lavada y toda su belleza simple a la intemperie. Se había puesto el vestido suelto de flores bordadas que se compra en los mercados populares de México y parecía una aparición beatífica de otro siglo. Seguía confundida. La confusión se le había enredado en el ánimo como una tela de araña.

– La casera tendió la mesa para doce -insistió ella.

– Está sorda. Nunca dije doce. Dije dos. Reina se quedó de pie. No sabía de qué necesitaba defenderse pero se defendió:

– No como ensaladas rusas. Me hacen mal las papas y las mayonesas.

– Tampoco te gusta el gazpacho y el pavo tiene gusto a mierda -dijo Camargo-. Todas las mujeres que conozco tienen algún prurito con la comida.

– No sé cómo son las otras mujeres. Yo soy cuidadosa con lo que me meto en el cuerpo.

Camargo soltó la carcajada. Era más bien una especie de rebuzno que avanzaba a empellones, como si le diera vergüenza reír y luego esa vergüenza dejara de importarle. De pie, al lado de la mesa, acariciando una carpeta con papeles, se internó en un largo discurso sobre las encrucijadas que lo habían desorientado en Los Toldos. A eso de las seis, contó, ya se sabía en Buenos Aires que el presidente no aguantaba más las liturgias benedictinas y quería marcharse de allí esa misma noche. Lo retenía sólo el teatro de viento que Enzo Maestro había montado con la visión de Jesucristo en la copa del limonero. Sentía urgencia por salir de allí, jugar al golf, respirar aire laico. Maestro le hizo prometer que se quedaría hasta el oficio de Vísperas. Después, podría refugiarse en la estancia La Unión, donde simularía una huelga de hambre. Allí se acostaría en un catre y se dejaría tomar un par de fotos, pero enseguida estaría lejos de la vigilancia de los periodistas, con libertad para montar a caballo y mirar televisión. En ese momento decidí que no quedaba nada por hacer en Buenos Aires, dijo Camargo. El ojo de la tempestad se había desplazado hacia acá. Armé una primera página con las fotos de Juan Manuel Facundo depositando los siete millones en el banco de Singapur y dejé dos columnas abiertas para tu historia. Sabía que el abad iba a reaccionar pero jamás imaginé que iba a enojarse tanto. A las ocho y diez me leyeron un comunicado del monasterio en el que se invocan instrucciones directas del Vaticano. Repiten más o menos lo que vos le dijiste al abad en tu carta, aunque con más diplomacia: que Cristo no puede volver a la Tierra hasta el Juicio Final y que las visiones del presidente son tal vez reales para él pero no para la Iglesia católica de Roma. Después de eso, la ficción de la huelga de hambre ya era ridícula. Yo estaba a mitad de camino, entre Carmen de Areco y Chacabuco. No tenía nada que hacer en el diario. Entonces pensé que lo mejor era celebrar la derrota de la bestia con la autora de la hazaña y volver mañana temprano a la redacción. Vamos a viajar en el mismo auto a Buenos Aires, ¿está bien? Ya le dije a tu chofer que se fuera.

Reina quería prestar atención pero el verboteo de Camargo, acelerado y torrencial, no dejaba lugar para la atención de nadie. La casera sirvió el gazpacho sin que él se diera cuenta. La escena era ridícula. Los dos estaban de pie ante la mesa servida, con el vino de noventa dólares recién abierto. Hasta que ella dijo:

– Doctor, son más de las once. Si no nos sentarnos a la mesa me voy a desmayar de cansancio.

Sólo entonces él dejó de dar vueltas sobre sí mismo. Durante un largo minuto estuvieron en silencio, sin mirarse, demorando el vino en los cuencos de la lengua. Luego, ella le contó los episodios de la capilla. Le halagaba que un hombre como Camargo, inalcanzable para la gente, hubiera avanzado tantos kilómetros a través de la nada sólo para acompañarla a morder el polvo de aquella comida tardía. A veces, le parecía que la inteligencia de él se fugaba hacia otra parte y en la enorme sala quedaban sólo sus manos distraídas. Pero cuando regresaba al lugar, en las rápidas ráfagas de sus regresos, la hacía sentir el centro del mundo.

– ¿Cómo se te dio por aprender tanto sobre el mesías? -le preguntó-. Las mujeres nunca piensan en esas cosas.

– ¿De veras quiere saberlo? Entonces no vuelva a decir ‹das mujeres» ni tampoco diga «esas cosas». Hay hombres interesados en tejer y bordar. A mí me interesa la teología.

– Si, no entiendo cómo llegaste a eso. Siento curiosidad.

La casera trajo el pavo frío y un par de tomates cortados por la mitad. El gazpacho estaba intacto.

– Hice todo el bachillerato en un colegio de monjas. Todo, salvo el final. En el último año, hacia setiembre u octubre, ya estaban definidos los promedios y yo me aburría. Pasaba el tiempo leyendo cualquier cosa que me cayera en las manos.

En esos meses leí casi todos los cuentos de Cortázar, dos novelas horribles de Barbara Cartland, los poemas completos de Benedetti que me habían regalado para mi cumpleaños, las antimemorias de Malraux, y también leí los cuatro evangelios, de punta a punta. Fíjese qué mescolanza. Los evangelios eran una asignatura pendiente que me quedaba de las misas de los domingos, donde los curas los explicaban en una dirección y yo los entendía en otra. Veía sinsentidos donde nadie más los veía, aunque en esa época a los sinsentidos yo los llamaba misterios. Teníamos clases de religión con la hermana superiora y allí cometí un error fatal. El día anterior había estado distrayéndome con la genealogía de Jesús que está al comienzo del Evangelio de san Mateo y cuando la monja dijo que, de acuerdo con las sagradas escrituras, el mesías debía descender en línea directa del rey David, uno de esos sinsentidos me saltó a la mente. Según san Mateo, Abraham es el padre de Isaac, y éste es padre de Jacob. La sucesión familiar llega en línea recta al rey David. Después hay otros veintidós varones que se van transmitiendo el sagrado linaje masculino hasta un punto que todavía recuerdo de memoria: «Nathan engendró a Jacob, y Jacob engendró a José, el esposo de María, de la que nació Jesús, llamado Cristo». Levanté la mano, sin pensar en lo que estaba por decir. «Profesora: David es antepasado de José, ¿verdad?» «Así es como debe ser», respondió ella, impaciente. «2Cómo es posible entonces», dije, «que Jesús descienda de David si es hijo de Maria, no de José?». La monja alzó los ojos al techo y suspiró: «La fe sigue caminos que no conocemos, Reina. No hay que discutir ni averiguar. Hay que aceptar». En ese momento tendría que haberme sentado con cara de sumisión. Pero seguí de pie y dije: «En el evangelio está clarísimo, hermana. O Jesús era hijo de José y la virgen no era virgen, o Jesús no era el mesías». Esa blasfemia la sacó de quicio. Me dejaron encerrada en la dirección hasta que mi padre fue a buscarme. La superiora creía que me había vuelto loca. Si quiere seguir en este colegio, dijo, tiene que copiar mil veces en el cuaderno la frase «Nuestro Señor Jesucristo es el mesías hijo de una virgen inmaculada y descendiente directo del rey David». Pasé la tarde llorando mientras escribía mi penitencia. La habré copiado cuarenta, cincuenta veces, hasta que me di cuenta que era una injusticia atroz y no quise seguir adelante. Preferí que me expulsaran. Mi padre me golpeó, mi madre fue a la iglesia a rezar por la salvación de mi alma, pero no di el brazo a torcer. Tuve que estudiar el quinto año libre, en mi casa.

– Te cegó la oscuridad, porque era demasiado visible -dijo Camargo.

– Me gusta esa idea pero no la entiendo.

– La hermana superiora creyó que estabas viendo el infierno, como en el primer libro de Paraíso perdido:… y aún de esas llamas no salía luz, sino más bien oscuridad visible.

Cerró los ojos y repitió los versos en un inglés que parecía dicho por el propio John Milton. El polvo seguía dando vueltas por la llanura y se infiltraba en la casa con tenacidad de perro.

– Es horrible-dijo Reina-. Acá se puede tomar toda el agua del mundo y la garganta sigue seca. No me extrañaría que la gente tuviera el paladar lleno de grietas.

– Eso es todo lo que sabés, Remis? ¿También la idea de la Parusfa te vino de aquellos evangelios que leíste a los quince, dieciséis años?

– Diecisiete. No, claro que no. Me sentí humillada por lo que había pasado en el colegio. Decidí que iba a volver algún día a esa clase de religión para echarle en cara a la hermana superiora toda su ignorancia. Me dediqué a leer como una poseída. Descubrí los evangelios apócrifos en una edición española publicada en el peor momento del régimen de Franco, con todos los imprimatur y nihil obstat que usted se puede imaginar. Allí fui a dar con las Narraciones sobre la infancia del Señor escritas por Tomás Israelita en el siglo. Leí ese libro con curiosidad, porque los evangelios canónicos omiten todo lo que pasa entre el nacimiento y los doce años de Jesús. El niño que se describe ahí es iracundo y vengativo. Cierta vez, cuando atravesaba un pueblo, alguien pasó corriendo y lo empujó desde atrás, sin querer. Jesús se enfureció y le dijo: «Ahora vas a quedarte duro para siempre». Y así fue. Le hizo lo mismo al hijito de un escriba que le rompió una cesta de mimbre. La situación se volvió tan grave que san José, en el capítulo 14 de esas Narraciones, tiene que pedirle a Maria que no deje salir a Jesús de la casa, porque todos los que se enojan con él mueren al instante. Leí muchas historias como ésas, escritas por hombres piadosos a los que se acusaba de herejes. Aprendí que en tiempos de Jesús hubo otros magos y profetas como él, que se alzaron contra el poder de Roma y contra la hipocresía de los sacerdotes judíos. No lo quiero abrumar, doctor Camargo. Fíjese qué hora es. Usted termine su té. Yo me voy a dormir.

La casera recogió los platos y el zumbido del polvo se fue apagando a medida que la noche ocupaba más y más el lugar de todas las cosas. A través de las ventanas se veta el movimiento lejano de lámparas que iban y venían. Los peones, pensó Reina.

– Son los indios -dijo la casera-. Están buscando sobras de comida. Es mejor que mi marido no los vea, porque les dispara con el rifle, como a los zorros, yen una noche baja a dos o tres.

Camargo observaba el aire, apartado de sí mismo. Se le había borrado el entusiasmo o quizá su ánimo estaba mudando, como una larva, hacia un entusiasmo distinto.

– No es posible que baje a dos o tres -dijo Reina-. Será un modo de hablar, ¿no? Algo no verdadero.

– No hagas caso de lo que dice. Usted habla por hablar, ¿no es cierto?

– ¿Es así? ¿Habla por hablar? -dijo Reina.

La casera no contestó. Entró en la cocina y separó los huesos del pavo de la carne que no habían comido los visitantes. Luego echó los huesos a los perros.

– Reina -dijo Camargo.

– Qué -respondió ella, sin pensar. Nunca la había llamado así, por su nombre.

– Me casaría con vos si tuviera veinte años menos. O si vos tuvieras diez años más.

Ella le sonrió, compasiva. Al sonreír, alzaba tanto el labia superior que la franja de las encías quedaba a la vista. Aquélla era una noche de malos entendidos, de palabras que no significaban lo que decían.

– ¿Cómo se le ocurre eso, doctor? Si es un cumplido, es rarísimo.

– No es un cumplido. Te lo digo en serio. Me casaría con vos pero no puedo. Tengo el doble de tu edad.

– El doble o la mitad de mi edad daría lo mismo. No puede porque no puede. Está solo, está lejos. Cuando uno está solo y lejos dice cualquier cosa.

– No he dicho cualquier cosa. He dicho que no puedo. Estoy casado, soy infeliz, pero ése no es el motivo, porque eso es lo que te dila cualquier hombre en mi lugar. No puedo porque nos parecemos demasiado. Nos haríamos mal.

Reina sintió que las palabras iban cayendo con alivio una al lado de otra, en un orden que tal vez tenía siglos pero que para ella era nuevo. Le pareció que esas palabras encajaban, después de haberse buscado durante mucho tiempo.

– No sé qué decir. Estoy confundida. Todo me confunde.

Camargo se levantó de la mesa con la taza de té y dio unos pasos hacia la cocina. Luego se volvió, dejó la taza sobre la mesa y puso una mano sobre los hombros de Reina.

– No tenés que decir nada. No tenés que pensar nada. Soy yo el que ha dicho todo.

Ella se apartó de la mano y lo miró a los ojos.

– Hay frases que se quedan, que no se pueden dejar en el aire. Alguien dice alga, y ese algo nos cambia, aunque no queramos.

– Tal vez lo dije sin pensar.

– Nadie habla sin pensar. Todo lo que decimos tiene un sentido, y no hay por qué dejarlo caer.

– Nos parecemos, Reina. ¿Ves lo que pasa? Pensamos igual, casi con las mismas palabras. Así empiezan los cortocircuitos.

– Si usted no fuera mi jefe, yo podría permitirme el lujo de un cortocircuito. Pero tengo la lengua atada. Me gusta lo que hago, ¿sabe? Me gusta escribir. Me costó mucho trabajo entrar en el Mario y el día en que lo conseguí pasé una hora bailando sola en el anfiteatro del parque Lezama. Pisé tanta caca de perros que tuve que tirar los zapatos a la basura, pero fui más feliz que nunca en la vida. No puedo perder eso, doctor Camargo. No puedo tener cortocircuitos con el editor de Cultura ni con el prosecretario general ni mucho menos con usted, que está en la punta de la pirámide.

– Tenés razón. Pero yo no te dije que tuviéramos una de esas historias que se olvidan antes de que sucedan. Dije que me habría casado con vos. Es distinto.

– También dijo que no puede. Y eso es lo más distinto.

A él le pareció mentira que estuvieran hablándose así, dejándose ir, con una soltura que jamás había sentido en la relación con ninguna otra persona, ni siquiera sus hijas. Le sorprendió que aquella muchachita de nada lo pusiera a temblar como un adolescente. Ella, a su vez, no entendía qué estaba pasando aquella noche. La confundía retroceder y la confundía avanzar. No le gustaba alejarse tanto de sí misma. Por momentos veía a Camargo tal como era: un señor mayor, que caminaba encorvado, con una voz demasiado pensativa y un torso de matrona, redondeado por los años. Nunca nadie así había entrado en sus sueños. Y sin embargo, todo lo que él decía la tocaba y la helaba como un ácido. Todo lo que él decía le cortaba el aliento y entraba en su pasado.

– Voy a dormir -dijo Reina-. Creí que este día no iba a terminar nunca.

– Sí. Podría no terminar nunca.

Ya en el dormitorio, mientras se libraba de los incómodos zapatos de monja y plegaba sobre una silla el vestido mexicano, oyó a Camargo discutir con la casera por la aspereza de las sábanas, por el olor a encierro y por la espesura del mosquitero. «Si alguien se ha llevado el aire de esta casa lo tendría que devolver», dijo él cuando Reina, con el camisón ya puesto, se cepillaba a ciegas el largo pelo oscuro. Estaban en cuartos contiguos, separados por muros de medio metro, pero la delgada madera de las puertas, en vez de amortiguar los sonidos, los encendía y refinaba la acústica.

Apagó la luz a la una de la mañana pero no consiguió dormir. Dos o tres veces la sobresaltó el celular de Camargo. Lo oyó dar órdenes sobre el tamaño de las fotos, mover algunos títulos de lugar, discutir las torpezas de un párrafo. Hablaba con tono firme, pero en voz tan baja que las sílabas se le confundían. A ratos, las ventanas se iluminaban con relámpagos y la humedad crecía como si estuviera viva y no tuviera intenciones de retirarse.

Había empezado a relajarse y a entrar en ese limbo donde los sentidos pierden pie cuando Camargo Llamó a la puerta. Sedan las dos, tal vez las dos y media. Por un momento no supo si era una voz del día siguiente o de la semana pasada.

– Reina, tuve que retirar tu artículo de la primera página. ¿Estás durmiendo, Reina? Tu artículo no va.

El latigazo de la frase la despejó.

– ¿Por qué, doctor? Ya voy. Tengo que ponerme algo.

En su cabeza se instaló de pronto la idea de fracaso y se dio cuenta de que a nada le temía tanto como a eso: no al fracaso con sus padres, porque ésa es una fatalidad de la que ningún ser humano escapa, ni al fracaso con Camargo, que tal vez podría ser reparado, sino con ella misma, con la imagen invencible que tenía de sí y que de pronto se venía abajo. ¿En qué se habría equivocado? Tanteó la llave de la luz: no servía. Por suerte, una lámpara a kerosén estaba encendida y aún titilaba, con la mecha agonizante. Se puso el vestido mexicano sobre el camisón y, al ir hacia la puerta, sintió un ligero vértigo, la sensación de que apenas viera a Camargo caería al vacío.

El rezumaba humedad y malicia. Acababa de salir de la ducha y olía al mismo perfume suave y recóndito que lo seguía por todas partes. Llevaba en la mano la carpeta de papeles que había traído de Buenos Aires.

– Estás muy linda, Reina -dijo. Las palabras tropezaron unas con otras, como si no fuera eso lo que quería decir.

– Qué pasó con mi artículo? ¿Está ahí?

Reina señaló la carpeta.

– Nada. No pasó nada. Sólo quería conversar un momento con vos y no sabía cómo despertarte.

¿Quiere decir que sale tal como se lo mandé, en la primera página?

– Sale sin cambios, sí. No ha pasado nada. ¿Puedo entrar un momento?

Ella se apartó del paso y él, al avanzar, le tomó la mano. Ella no se la quitó.

– Estoy confundida -dijo.

– Todos estamos confundidos.

Camargo cerró la puerta y la abrazó. Reina sintió que el cuerpo enorme y temible en el que estaba dejándose caer despertaba en ella un deseo que no había imaginado. Sintió que todas las certezas se desplazaban de su quicio, y que Camargo no era ya Camargo ni ella tampoco era ella. Un abrazo bastaba para que dos personas fueran de repente otras. Él le tomó la cara entre las manos y la besó. Sus labios eran cálidos y la apartaban del mundo. Las lenguas se buscaron y se acariciaron, y una marea ciega los arrastró hacia el ningún lugar donde querían estar. Reina no se detuvo a pensar en todo lo que ganaba y lo que perdía en aquel instante. Sólo se dejó llevar, porque él le pareció un niño indefenso y ella tenía ganas de protegerlo.

A Camargo le extrañó que ella no estuviera en la cama cuando despertó. Por la sucia luz de invierno que entraba por la ventana dedujo que serian más de las siete. El horizonte era una raya gris y el calor seguía allí, contrariando las estaciones. No estaban las ropas de Reina ni su bolso de viaje ni la computadora portátil en la que había escrito el artículo sobre la herejía. Incrédulo, empezó a vestirse. No le incomodaba tanto que se hubiera marchado sin dejar siquiera una nota sino que lo hubiera espiado, tal vez, mientras dormía. Debía ser propio de las mujeres como ella: espiarlo, tener todo bajo control. Lo habría visto con la boca desencajada, las piernas desnudas y varicosas, el abdomen blando y desvalido. Lo habría sorprendido en estado de indefensión y se habría llevado esa imagen consigo, sin darle tiempo a él para corregirla. Salió a la galería en busca de la casera y la encontró cubierta por tules de mosquitero, cargando un cuenco lleno de miel. La mujer se quitó los tules en señal de respeto. Tenía los cachetes arrebatados, partidos por la sequedad.

– ¿Usted también se va ya, señor? -dijo-. Hay café caliente y bollos. Debería probar los bollos con esta miel. No hay flores, pero las abejas siguen trabajando. La semana que viene nos van a traer reinas nuevas. Tendría que venir a verlas, señor. Las reinas cantan, ¿sabía eso? Cuando cantan, todo lo que usted ve acá se pone amarillo, vaya a saber por qué.

Camargo no respondió. Tanta locuacidad le molestaba. No quería tratos con la gente inferior, ni menos esas muestras de confianza. ¿Habría visto alga la casera? ¿Lo habría oído?

– ¿D6nde está el chofer? -preguntó. Tendría que tener el auto ya listo aquí, esperando.

– Se fue a llevar a la señora a la terminal -dijo la mujer-. A lo mejor volvió a perderse.

– Sírvame café. Sin miel, sin bollos. Sólo tomo café por la mañana.

Se había ido en ómnibus, entonces. ¿Por qué hada esas cosas? Quizá porque él la había dejado en medio de la calle cuando salieron a comer. Era vengativa, una mierda. Sin embargo, seguía pensando en ella. Zumbaba en su imaginación y no se iba. Echaría al chofer cuando volvieran a Buenos Aires. Y con Reina, ¿qué hada.? Un par de abejas se acercó al cuenco de miel que la casera había dejado sobre un banco, en la galería. A lo mejor no ha vuelto al diario, pensó. A lo mejor está yéndose a cualquier otra parte. Pero algún día tiene que detenerse. Algún día va a llegar a un sitio y va a quedarse para saber qué hacer. Y cuando llegue, voy a estar esperándola. Puede sentirse todo lo libre que quiera. Puede sentirse libre todo el tiempo porque, vaya donde vaya, me pertenece.

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