Ocho

Camargo sobrevivió tres años a la tragedia que le cambió la vida. Fue una lástima que no pudiera leer las dos inspiradas columnas que le dedicó Enzo Maestro. Era un texto sin una palabra de más, a la izquierda de la primera página, con un título que a él le habría gustado: Duelo: El Diario llora la pérdida / de su ex director G. M Camargo. Aun cuando ya no hacía falta, el texto acataba los deseos del difunto. Deslizaba sólo una vez, como de paso, el nombre de sus documentos civiles, Gregorio Magno Pontífice, e ignoraba casi todos los detalles íntimos de su biografía, desde el abandono de la madre en plena infancia hasta el divorcio de Brenda y la tardía reconciliación. Con generosidad, Maestro convertía al padre en «un pionero de nuestra radiotelefonía» y resumía el ostracismo del gran periodista en un par de líneas sobrias: «Poco antes de caer enfermo, Camargo había recorrido el mundo con asombro, como si fuera otra vez un redactor joven. Los artículos que envió desde las grandes capitales europeas, desde Katmandú, los templos de Angkor Wat y las ruinas de Chichén Itzá son ahora clásicos argentinos. Su viuda, Brenda, se propone reunirlos en un volumen, junto con la última colaboración que, ya retirado, envió a El Diario y que reproducimos para solaz de nuestros lectores».

La edición llevaba una escueta franja de luto y desplegaba en las páginas centrales doce fotografías de Camargo, seleccionadas con esmero por Maestro. Dos de ellas habían sido tomadas entre los geranios de la casa de San Isidro, junto a la esposa y a las hijas mellizas. Se lo veía feliz, desafiante, como un director de orquesta que acaba de verificar la sumisión de los instrumentos. En seis de las otras acompañaba a estadistas, hombres de negocios, premios Nobel de Literatura, aunque en verdad parecía que fueran ellos quienes lo acompañaban a él, contemplándolo con ojos devotos. Maestro había elegido con deleite una imagen de Camargo al lado de Carlos Salinas de Gortari, ya al final de su mandato, en la que el periodista observaba, con el labio inferior más inclinado que nunca por el desdén, al mínimo y calvo presidente. La página estaba dominada por una fotografía a cuatro columnas que mostraba a Camargo en su despacho de El Diario, rodeado por el estado mayor de editores, antes de una de las reuniones de la tarde. Maestro extendía una mano protectora sobre el sillón del jefe mientras ocultaba el pulgar de la otra bajo el chaleco. En las restantes, el difunto posaba ante la Gran Muralla, ante el edificio del Instituto de Seguro de Accidentes de Trabajo, en la calle Na Poriof de Praga, donde Franz Kafka trabajó desde 1908 hasta que se jubiló en 1922, y ante el Museo de Arte Moderno de San Pablo, acompañado por su amigo Antonio Marcos Pimenta Neves, poco antes de que éste sucumbiera también a una pasión desdichada.

Al pie de las dos páginas se reproducía en un recuadro el único artículo que Camargo había escrito en primera persona. Era también el Ultimo de su larga carrera. Ese verano había sido testigo, por azar, de un incidente en el que se encarnizó la prensa de escándalo de América Latina y, aunque hacía ya tiempo que la adversidad lo había forzado a dejar la dirección de El Diario, se sintió obligado a enviar su testimonio. Leal hasta cuando ya no era preciso, Enzo Maestro -el sucesor- le concedió un espacio de privilegio, aunque hizo notar a sus editores cómo la edad y la desgracia habían mellado la pluma de un estilista modelo.


Un testigo ocular relata la tragedia

de Villa del Mar


Cada vez va más gente a Viña del Mar en verano. Desde agosto ya no hay casas por alquilar cerca de la playa y de diciembre a marzo se agota la capacidad de los hoteles. Mi esposa Brenda tuvo la fortuna de conseguir por unos pocos dólares la mansión amarilla que se alza en el extremo norte del balneario, desdeñada por ser refugio de aparecidos que espantan a los inquilinos. En 1976, un general del ejército chileno que descubrió allí a su joven esposa en pleno pecado de lujuria, vengó la ofensa matando con su pistola reglamentaria a los adúlteras y envenenando a sus tres hijos con jarabe de arsénico antes de pegarse él mismo un tiro en el corazón.

Una de las más firmes tradiciones de Viña del Mar asegura que todos los días, a las diez de la noche -la hora aproximada en que se cometieron los crímenes-, fluye de las almas de aquellos difuntos un llanto puntual Durante las semanas que pasé allí sin embargo, sólo oí el fragor del mar.

Las puestas de sol en ese balneario chileno, que gozan de justa fama, alcanzan su máximo esplendor en la pequeña bahía que se abre justo frente a la casa amarilla. Gente de Santiago y Valparaíso acude los fines de semana a contemplar ese portento, que Brenda y yo teníamos a nuestro alcance en el balcón de la casa. No recuerdo por qué decidimos bajar a la orilla del mar el domingo 23 de febrero de 2003, cuando más infernal era la romería de visitantes. Nuestra hija Diana se había marchado a Buenos Aires, los dos nos sentíamos solos y melancólicos y, aun sin decirlo, estábamos sedientos de compañía En la playa corría un aire cálido y transparente. Los turistas, con pañuelos atados a la cabeza y cestas de picnic, se habían tendido entre las rocas inmóviles coma lagartos. El graznido de las gaviotas desentonaba con la calma sin fin. A eso de las seis y media, cuando el sol iniciaba su caída, un avión pasó frente a nosotros a una velocidad tan inverosímil que el rugido de las turbinas nos llegó cuando ya se había perdido de vista. Al cabo de un rato volvió, y era como si flotara. Volaba a trescientos o cuatrocientos metros sobre el mar y cortaba el globo del sol con perfectas líneas horizontales. Era un Cessna Citation para cuatro pasajeros, pero luego se supo que la única persona a bordo era el piloto enloquecido.

A medida que el sol se adentraba con mayor decisión en el mar, el avión daba vueltas cada vez más bajas. Al final parecía que las turbinas, bramando bajo la altiva cola en forma de ballena, casi en el extremo del fuselaje, iban a rozar la superficie del mar. Brenda me tomó las manos, con la cara bañada en lágrimas.

– No pasa nada -le dije-. Ese hombre sólo está tratando de llamar la atención.

– No te das cuenta – dijo de ella- Quiere matarse.

Las intuiciones de Brenda siempre han sido certeras. El sol estaba por perderse en la última curva del mar, y un par de mujeres, levantándose de sus refugios en las rocas de la orilla, chillaron de excitación.

– ¿Qué hace ahora? ¡Está elevándose como un cohete!

Todo sucedió en un instante imposible, en el que tal vez nadie respiró. El avión irguió su nariz de delfín hacia el cielo sin nubes, en un ángulo casi recto y, cuando parecía ya que se estaba alejando, se lanzó en picada sobre el mar. Debía tener los motores apagados porque nadie recordó el menor ruido antes de la vasta explosión que incendió la bahía, sólo un silbido rayando la solemnidad del sol que se apagaba. Se clavó en el mar, hubo una luz aterradora y, de pronto, llegó la noche.

Brenda me soltó la mano y corrió hacia el agua, como si pudiera salvar algo de aquel naufragio. Lo que recordaré para siempre no será el Cessna hundiéndose como un cazador a la búsqueda de invisibles peces, sino fragmentos sin sentido de la tarde: las piernas varicosas de una mujer que se arrodillaba, las luces de neón de un bar que se encendió a lo lejos en la costa, la sirena de una ambulancia inútil, una botella de cerveza que flotaba en las aguas de la orilla, y Brenda entre las olas, con las ropas empapadas, extendiendo las manos hacia el sol en agonía.


Todos los noticieros exhibieron imágenes del rescate. En un mar sin viento, bajo la luna radiante, los buzos recuperaron los restos del avión antes de la medianoche. No les fue tan fácil encontrar el cadáver del piloto, que apareció flotando a la madrugada del lunes, treinta kilómetros mar adentro, sin nada que lo identificara.


Se sabía, sin embargo, que el difunto había sido presidente de la República Argentina. Su segunda esposa, una chilena que alcanzó fama como cantante y actriz de telenovelas a comienzos de los noventa, ha decidido abandonarlo semanas antes, refugiándose en la mansión victoriana que también está frente a la bahía, junto a la casa que estábamos alquilando. Ignorábamos que alguien viviera allí. Aunque no es nuestra costumbre ocuparnos de los vecinos, nos llamó la atención la ausencia completa de actividad jamás vimos entrar o salir un auto ni oímos sonido alguno.

Según el comando de Carabineros de Viña del Mar, el ex presidente no dejó cartas que justifiquen el suicidio. Pensaba, tal vez, que un acto tan estrepitoso se explicaba por sí mismo, o que el abandono de la esposa no requería de palabras.

Al día siguiente de las exequias, que congregaron a los presidentes de Argentina, Chile y Venezuela, asistí a la lectura del testamento, depositado en la sucursal del Banco de Santander. Se había previsto que la ceremonia fuera estrictamente privada y tuve que movilizar todas mis influencias para que nos permitieran entrar a Brenda y a mí. Fue una precaución vana, porque los enviados de televisión de quince países forzaron el frágil cordón de seguridad e invadieron el salón Embajador del hotel donde estábamos reunidos los abogados, un trío de escribanos, la primera esposa del difunto con su único hijo y sus nueve hermanos, además de un número escaso de testigos. Como el presidente suicida seguía aún casado con la actriz de telenovelas, se descontaba que esa mujer irla a reclamar al menos la mitad de los bienes. No estaba allí, sin embargo. La representaba su padre, un hombre pálido, delgado, que fumaba con avidez un cigarrillo tras otro.

Los escribanos se resistieron a leer el testamento hasta que se despejara el salón Embajador, pero los móviles de la televisión estaban decididos a que los actos póstumos del ex presidente fueran tan poco solemnes como habían sido los de su vida. El suegro fumador quería marcharse de una vez, por lo que el jefe de los escribanos, acatando esa urgencia, abrió el sobre lacrado que contenía el documento. La sombra vertiginosa del suicida se posó por un instante sobre nosotros y, en vez de infundirnos pavor, nos preparó para una revelación alevosa. La tuvimos. Con una voz de impropia monotonía, el escribano anunció que la fortuna del ex presidente ascendía a trescientos ochenta y nueve millones seiscientos veintiséis mil dólares en propiedades, depósitos en bancos europeos y caribeños, acciones de la bolsa, bonos al portador y empresas confiadas a testaferros, en vez de los modestos dos millones ochocientos mil dólares que había declarado como único capital al dejar el gobierno. «Yo sabia, yo sabía», se oyó decir a la primera esposa. «Muria como vivió, engañándonos a todos.»

Al escándalo de la declaración se sumaba la desvergüenza, porque casi todos los bienes estaban en manos de terceros, registrados en codicilos secretos que los escribanos debían ejecutar por separado con cada uno de los albaceas. El difunto admitía que su fortuna real era enorme, pero los herederos legítimos no podrían reclamarla porque estaba en manos inaccesibles. Asignaba al hijo un millón y medio y otro tanto a la segunda esposa. El resto se dividía en donaciones para clubes de fútbol, fondos para la creación de un circuito automovilístico de Fórmula Uno, la compra de un canal de cable dedicado a los deportes que debía llevar su nombre, y un legado especial para que se construyera, en la montaña más alta de su provincia natal, un monumento con su efigie, similar a los de Washington y Jefferson en el monte Rushmore. Como el suicidio, esas decisiones póstumas eran un dedo del medio alzado contra la opinión del mundo.

Borges escribió -o dijo- que la obra más importante de un hombre es la imagen que deja de sí mismo en la memoria de los otros. Al difunto, sin embargo, no le interesaba dejar una imagen. Quería imponerla, tatuarla. Más que la idea que la posteridad tendría de él, lo desvelaba la desconfianza que él sentía por la memoria de la posteridad.


G. M. Camargo, El Diario de Buenos Aires,

28 de febrero de 2003


Reina llegó a la estación de ómnibus poco después de mediodía. Un olor a fritangas y carne asada impregnaba las calles. En los zaguanes y desfiladeros que separaban las bisuterías regenteadas por viejos judíos de las tiendas coreanas donde se vendía ropa de marcas falsas, yacían tropillas de mendigos. Una chiquita de tres o cuatro años, desfigurada por costras y cicatrices, se desprendió de la vigilancia de la madre y se aferró a los tobillos de Reina, pidiéndole una moneda. De entre las mesas y frazadas tendidas en la vereda por peruanos que ofrecían tanto hierbas naturales como teléfonos celulares de contrabando, surgió también un coro de chicos implorantes. Espantada por el olor a mierda y orines y por el horror a la sarna y los piojos, Reina tomó un puñado de monedas, lo dejó caer sobre los mendigos, salió corriendo. Siempre había sido aprensiva. Se lavaba las manos a cada rato. Las llagas ajenas le daban espanto, y no entendía historias como las de Evita Perón, que había besado a los sifilíticos y a los leprosos para demostrar que compartía los sufrimientos del pueblo. Ella no podía soportar siquiera la vista de una víctima de muermo, como las que se veían a veces en las caballerizas.

En la esquina de La Perla del Once aún quedaban ejemplares de El Diario. En la primera página estaba el artículo sobre el oficio de Vísperas dominando las columnas superiores, a la derecha. El editor nocturno había subrayado su firma, Reina Remis, ilustrándola con una foro en la que se veía más joven, casi adolescente, resignada a una sonrisa que delataba sus encías. Sólo Camargo, llamando por el celular desde la Azotea de Carranza, podía haber dado la orden de que destacaran su nombre y la convirtieran, por ese simple pase de magia, en la periodista del momento. Sin embargo, esta inesperada fama no se debe a lo que ha sucedido entre los dos, se dijo Reina. Me la debo a mí, a la destreza con que deshice la farsa del presidente penitente. No estaba arrepentida de la intimidad con Camargo, para nada. Ella también había descubierto placeres de los que no se creía capaz, pero ahora pensaba que esos sentimientos siempre se apagan la misma noche en que se encienden y que lo mejor sería tratar al director de El Diario como si lo estuviera viendo por primera vez. Jamás pedirla nada, no quería nada. A la gloria fugaz del primer artículo seguirían otras, estaba segura, porque su ambición la llevaría ahora a cualquier parte, ella misma era un viento que subiría a cualquier cielo, pero no de la mano de Camargo sino arrastrada por los ángeles de su propia inteligencia, como en el sueño de Jacob.

Parada frente a La Perla del Once, sintió que la gente clavaba la mirada en ella y la reconocía por la foto publicada en la tapa de El Diario. Tuvo ganas de releer su crónica del monasterio bebiendo un capuchino en una de las ilustres mesas de La Perla, donde ochenta años atrás Borges había aprendido las lecciones de idealismo de Macedonio Fernández, para quien no había materia duradera detrás de las apariencias del mundo ni un yo que percibiera las apariencias. Allí mismo solían citarse los Montoneros a comienzos de los años setenta, desafiando a los escuadrones de la muerte, para escribir sus gacetillas de prensa clandestina, y algunos músicos de rock habían imaginado junto a la ventana las primeras letras de escarnio contra la dictadura. Nada de todo eso queda en pie, se dijo Reina al descubrir una mesa de formica libre pero aún sucia de medialunas y diarios cortados en tiritas. Los que gastaban la mañana eran desocupados ojerosos, que volvían de formar filas inútiles antes del amanecer en las escasas oficinas con vacantes, o padres de familia en busca de alguien que les ofreciera una changa para pagar el almuerzo, cualquier cosa, desde gestiones en la aduana a buscar botones raros en las mercedas. Lo que más abundaba, sin embargo, eran los mendigos. Se colaban bajo las sillas como los gatos, a la caza de algún mendrugo suelto, esquivando la cólera de los mozos. También aquella Perla del Once se había convertido en la capital de la desdicha -capitale de la douleur, diría Paul Eluard-, en un país que se cata a pedazos. Las mesas en las que Xul Solar había inventado un castellano práctico, pero impronunciable e ilegible, sólo registraban ahora historias de menesterosos. Ni siquiera eran las mismas mesas: la noble madera había sido reemplazada por viles caballetes de plástico y aluminio, que se ladeaban fatalmente por más soportes que se pusieran bajo las patas. El capuchino que le llevaron a Reina estaba frío y las moscas se posaban sobre las páginas del diario con terquedad de lectoras. Prefirió marcharse cuando iba por el tercer párrafo de su articulo y había echado apenas una ojeada a los balbuceos de Insiarte, relegados a la página siete.

Era la hora de llegar a la redacción pero prefirió tomar la tarde con calma. Desenchufó el teléfono de su casa-el contestador registraba sólo dos llamadas de la madre preguntándole dónde había ido-, se desvistió, hizo flexiones ante el espejo del dormitorio y se dio un baño caliente, de inmersión, a la máxima temperatura que toleraba su cuerpo. Salió adormilada, envuelta en dos toallas, y al tenderse sobre la cama se quedó dormida.

Cuando despertó eran más de las siete. La oscuridad de julio se abatía sobre la ciudad húmeda y las escuálidas luces de la calle Humberto Primo catan muertas al enfrentarse con la neblina.

Se vistió a las apuradas y, mientras esperaba un taxi, se pintó los labios y se alisó el pelo, que el sueño había enredado y erizado. Pocas veces se había sentido tan hinchada, tan fea. Estaba segura de que, al llegar al diario, el jefe de personal, Sicardi, la llamaría para reprenderla y avergonzarla delante de los otras redactores, como era su costumbre. Aliviada, no lo vio caminar por los pasillos. Encontró en cambio una carta sobre su escritorio en la que Sicardi le informaba que los editores, durante la reunión de la tarde, habían decidido promoverla a jefa de un área que no existía hasta entonces, Investigaciones Especiales, y que se le duplicaría el sueldo con efecto retroactivo al 1° de julio. Para que la instruyeran sobre sus nuevas obligaciones debía presentarse a la brevedad en la oficina del doctor Camargo.

Muy pocas veces Reina sentía miedo. Su vida se instalaba siempre en el presente, donde sólo sucedía lo conocido, pero ahora estaba desasosegada por el minuto siguiente. No quería volver a ver a Camargo, no sabía qué hacer ni qué decirle. Otra vez, como la noche anterior, se le confundían los sentimientos, pero ya no por el deseo o la curiosidad de un cuerpo imprevisible sino porque no sabia qué hacer con la importancia que de pronto había ganado. Era ambiciosa, claro que sí, pero la vida que imaginaba para sí era otra. Quería escribir poemas, algún largo ensayo arqueológico sobre los tiempos de Jesús, cuentos en los que sucedieran pocas cosas como en los de Isaac Babel y nada fuera asombroso como en los de Raymond Carver: que la recordaran por eso, no por las centellas que el diario echaba a volar cada día para que otras centellas las apagaran al día siguiente. Investigaciones Especiales. ¿Qué tendría Camargo en la cabeza? Suspiró y marcó el teléfono interno de la dirección.

Toda la tarde el jefe había estado pensando en ella: eso fue lo primero que le dijo. Ordenó que le sirvieran café, apagó los televisores que transmitían la querella judicial de un funcionario de las aduanas contra un ex ministro que lo había acusado de corrupción, y la miró con extrañeza, como si reconociera a una mujer que estaba atrás en su vida y había perdido, o a una vida que había perdido. Toda la tarde he estado pensando en vos, repitió.

– Yo no pensé nada. Me quedé dormida.

– Los editores te ascendieron, Remis. Dijeron: ¿no estaba rondando por ahí la idea de crear un área de investigaciones? ¿Por qué no se la damos a esta chica?

– Qué bien. No escribo más sobre Cultura, entonces.

– Vas a escribir sobre lo que quieras. Ahora tengo que seguir la historia del contrabando de armas. Un emisario del gobierno ha vendido armas clandestinas a Bosnia, Croacia, Serbia, uno de esos países. Tal vez entregaron misiles a Irak.

– No puedo ir tan lejos sola. Necesito ayuda. No sé nada de eso.

– Yo tampoco. Nadie sabe. Todos estamos aprendiendo. ¿Por qué te fuiste temprano de Los Toldos?

– La nota había terminado. Ya no tenía nada que hacer ahí. Y si está hablando de algo más personal, doctor, no me fui. No me voy de lugares a los que todavía no he llegado.

– Hay frases que no se pueden dejar en el aire. Eso fue lo que vos misma me dijiste, ¿te acordás? También a los cuerpos les pasan cosas que no se quedan en el aire.

Reina dejó la taza de café sobre el plato antes de llevársela a los labios. Hizo una pausa, como si buscara dentro de sí el aire que no encontraba fuera.

– No quiero perder mi trabajo en el diario, doctor -dijo, con un tono resignado-. Y si me enredo en una historia de la que no sabría cómo salir, lo voy a perder. Lamento lo que empezamos. No lo voy a seguir.

– Lo lamentás.

– Lamento el presente, no el pasado.

Camargo inclinó el asiento hacia atrás y apoyó la nuca en la palma de las manos. Después de esos movimientos ponía siempre los pies sobre el escritorio, pero esta vez no lo hizo.

– En la vida todo va y viene, Reina. Cada vez que te sucede una felicidad, debés esperar una desdicha. Y al revés: no hay desgracia, aparte de la muerte, que no se arregle con alguna felicidad. Esta mañana me desperté con la ilusión de verte. No estabas. A pesar de eso, respiré con alegría el polvo del campo, tomé café, fui a ver unas colmenas. Cuando venta para Buenos Aires, mi mujer me llamó por el celular desde Traverse City, en Michigan, cerca de los lagos. Tengo hijas mellizas, ¿sabés?: trece años. La abuela vive cerca de ahí, en el lago Torch, y las mandó llamar porque le dio un infarto y creyó que iba a morir. Contra todos los vaticinios, ha sobrevivido. Pero a una de las mellizas, Ángela, le descubrieron una leucemia. Hacía ya tiempo que se quejaba de cansancio y dolor de huesos. Ayer por la mañana, me dijo Brenda -mi mujer se llama Brenda-, Ángela estaba jugando con unos pájaros que la vieja tiene sueltos en el granero. Dos zorzales aletearon, rozándola en los brazos, y en seguida estuvo llena de hematomas, derrames. La llevaron al hospital de Traverse City y le hicieron análisis de sangre y de médula. El patólogo dio la alarma esta mañana: leucemia mieloblástica. Aunque se salve, aunque entre en remisión -como se dice-, la pobre Ángela va a tener toda la vida esa espada sobre la cabeza.

– Vaya a verla, doctor. ¿Qué espera?

– Ahora no puedo, Reina. Has visto cómo está el país, ¿No? Sería un irresponsable si me fuera. Y podría suceder que se hayan equivocado con los análisis. Que le hayan atribuido a mi hija los resultados de otro enfermo. A veces pasa.

¿Creta en verdad Camargo lo que estaba diciendo? Reina volvió a desconcertarse. No sabía si consolarlo, si tomarle las manos, decirle: «Váyase, doctor, vaya. Haga lo que tiene que hacer», o echarle en cara la falta de sentimientos, la negación idiota de la realidad. Una hija, pensó. Quién sabe en cuántas novelas había leído que nada es tan desgarrador como la muerte de un hijo. Y Camargo le hablaba de la situación política. A lo mejor se daba cuenta y no quería sufrir, pobrecito. A lo mejor prefería irse de sí mismo antes que sufrir.

– Ojalá tenga razón, doctor -le dijo-. Ojalá el diagnóstico sea un error.

Pensó que debía de estar muy mal en el fondo, porque vio que la cara se le convertía en una nuez llena de arrugas. Habría seguido demacrándose si él, llevando la mano a la barbilla, no le hubiera devuelto la compostura. El Purgatorio, se dijo Reina. Fui elegida para esto, per lui campare; y no hay otro camino. Se le encogía el corazón. Ángela, Ángela, si fueras mi melliza te salvarías.

– No me dejés solo, Reina.

La voz le salía de muy adentro, de unas honduras que ella no había visto ni adivinado. A veces le daban ganas de ponerle la cabeza sobre la falda y acariciarlo.

– No -dijo-. No voy a dejarte solo.

La necrología que escribió Enzo Maestro para El Diario no mencionaba a Reina Remis ni los tres años que ella y Camargo vivieron sin separarse casi, yendo de un lado a otro del mundo. Reina estuvo ahí todo el tiempo, en el centro de esa vida, y sigue siendo raro que los demás vean la historia de amor que los unió como si nadie la hubiera vivido y los personajes se hubieran retirado de ella, dejando sólo la historia. Ahora se sabe que la minuciosa investigación de Remis sobre el contrabando de armas también quedó en la nada, a pesar de las pruebas que ella y Camargo recogieron en los bancos de Zurich y en los archivos de las cancillerías balcánicas. El presidente penitente fue amenazado con la cárcel por el gobierno que lo sucedió, pero salvó el pellejo con facilidad. Todos los que debían juzgarlo habían sido nombrados por él, y estaban ansiosos por devolverle el favor. No tardaron en descubrir errores en los sumarios y con esa excusa invalidaron los procesos. También al nuevo gobierno le convenía que estuviera libre, para dividir a los opositores. La impunidad persistió. El parlamento siguió aprobando leyes que saqueaban el país hasta convertirlo sólo en un nombre vacío: el mismo desierto inútil que había sido cuatro siglos antes.

Nada hay más atroz en una historia de amor que la certeza de que terminará algún día. A Reina la atormentaba la idea de que hubiera un fin aun cuando ni siquiera estaba segura de que la historia fuera de amor. Deseo, ambición, amistad, compañía: no se trataba de eso. Si hubiera sido sólo alguno de esos estados del alma no habría tenido miedo de perder a Camargo. Pero era más y era también menos: un sentimiento para el que no había nombre ni medida. De pronto le parecía que, sin Camargo, su vida iba a hundirse en la oscuridad: que había dejado su propio cuerpo en alguna parte y se había quedado sólo con su sombra. Ya lo que había empezado no podía sino terminar, y entonces, cuando llegara el fin, ¿cómo recobraría el cuerpo? In my beginning is my end, decía. Now the light falls, y todavía estoy acá o allá, en el principio de mi fin, con el cuerpo en menguante.

Ahora, dos o tres veces por semana se quedaba a dormir en San Isidro, junto a la galería de geranios. Camargo no se había tomado la molestia de mover los retratos y las lencerías de lugar, de manera que Reina se acostaba de cara a un pasado donde las mellizas tocaban la viola y la esposa la saludaba en vestido de fiesta desde fotografías en marcos de plata. Aunque Brenda ya no viviría más allí, su ropa interior y sus vestidos de verano estaban todavía alineados en los armarios, y junto al dormitorio seguía intacto el pequeño gabinete donde se refugiaba a leer y a escribir cartas, entre paisajes del lago Torch y fotografías de la madre junto a nubes de pájaros.

Reina sólo era feliz cuando viajaban juntos. En los hoteles, nada pertenecía a nadie y podía sentir que en la realidad porosa, inasible, su existencia no era inferior a las otras existencias. Una vez, en Washington, donde se quedaron tres semanas para narrar la desventurada pasión de Monica Lewinsky por Bill Clinton, ella insistió en que Camargo viajara a Chicago un día, un solo día, para ver a Ángela, que había sobrevivido al primer ciclo de la quimioterapia. Ya en esa época la relación entre los dos era pública y Brenda había entablado demanda de divorcio, no por el adulterio -como dijo por teléfono- sino porque era un padre indiferente, que pasaba meses sin ver a las hijas. Camargo se negó a viajar. Ángela está mejor, dijo, y mi presencia la puede alterar. La que se está muriendo, en cambio, es la abuela, y no tengo estómago para afrontar las escenas de dolor de Brenda, no soporto la idea de que se aferre a mí y llore sobre mi hombro. Reina no quería que las mellizas la culparan alguna vez por la ausencia del padre y le repitió a Camargo que pensara en Ángela, en sus desesperados reclamos de amor cuando hablaba por teléfono. Estaban solos en la habitación del hotel, cerca de Georgetown, vestidos ya para comer en la casa de un editor del Washington Post, y de pronto sobrevino uno de los bruscos cambios de humor de Camargo a los que Reina no conseguía acostumbrarse. Tomó asiento en un sofá junto a la cama mientras ella terminaba de maquillarse y empezó a balbucear frases sin sentido. A Reina le pareció que estaba discutiendo consigo mismo las alternativas de un vuelo a Chicago, porque en el monólogo había alusiones a horas, líneas aéreas, conexiones de trenes y nombres de hoteles desconocidos. No le estaba prestando atención. La tomó de sorpresa cuando lo vio ponerse de pie, rojo de cólera, y decirle casi a los gritos:

– ¿Entonces es verdad? Querés quedarte sola en Washington para salir con tu amiguito, ¿no? ¿Desde cuándo me lo estás ocultando, puta?

Tenía el ánimo tan ofuscado, tan descompuesto, que Reina se preparó para recibir una bofetada.

– No -dijo-. Sólo pensé que Ángela te necesitaba…

– Estoy harto, harto de que me mientas. Me doy vuelta y mentís. Te reís a mis espaldas, ¿te crees que no lo sé? A mí me cuentan todo.

– Camargo, Camargo, ¿de dónde has sacado eso?

Sintió ganas de arrancarse el vestido y echarse en la cama a llorar. O marcharse y dejar que la noche se cayera a pedazos. Pero tenia que mirarlo a la cara para detener su ira o, al menos, para unir la imagen de esa ira con la de aquel hombre al que había amado hasta hacía sólo un instante, aunque amar quizá no era la palabra.

– ¿Hay otro, no es cieno? Decímelo, no tengás miedo. Perdono cualquier cosa menos la mentira.

Daba la impresión de que se había tranquilizado, pero ella veía la oscura lava de adentro, el rencor que le salta por los poros. No tengo otra vida que la que tengo con él, se dijo Reina, pero si se lo explico de ese modo sólo voy a enfurecerlo más. ¿Un amigo acá -repetía sollozando-, un amigo? ¿Qué amigo voy a tener si apenas sé hablar inglés? Era cierto. En las comidas con los editores de Foreign Affairs o los asistentes del fiscal Kenneth W. Starr callaba con tanta elegancia que nadie se daba cuenta de que el diálogo fluía sin que ella entendiera una palabra. Sólo una vez se equivocó cuando la madre de Monica Lewinsky le preguntó si era justo que una felatio sin importancia, idéntica a la que millones de mortales repetían a diario, condenara a su hija a una vida de calamidad y encierro. Reina contestó Thank you con una diáfana sonrisa, y tuvo la suerte de que todos la interpretaran como una frase de consuelo. Ya estaba por recordarle a Camargo su ignorancia del inglés, cuando se le ocurrió un argumento mejor:

– ¿Cómo crees siquiera que puedo pensar en otro? De todos los hombres que he conocido, ninguno te llega a los talones.

A Camargo se le iluminó la cara, pero no respondió una sola palabra. Se puso otra vez el saco, que había arrojado sobre el sofá, y dijo:

– Terminó de arreglarte que vamos a llegar tarde.

En el automóvil que los llevaba a una lujosa casa de Bethesda, al norte de la capital, Reina se enteró de que su enamorado le vigilaba hasta el olor de los excrementos. No vayas a descuidarte nunca porque yo sé todo lo que haces, le dijo. Sé con quiénes hablas por teléfono, conozco hasta la última palabra de las cartas que escribís, puedo repetir la lista de los libros que has leído en los últimos dos meses y las anotaciones que has dejado en los márgenes, cuáles son los resultados de tus análisis de sangre y de tus mamografías, qué secretos míos has contado a otros redactores. Hay tres hijos de puta que te mandan emails con insinuaciones sexuales sin que vos les hayas parado el carro. Uno de los tres está en Washington, ¿eh?, tanteó. ¿Por qué no me avisaste? ¿Por qué me tengo que enterar por terceros de tus levantes clandestinos?

– ¿En Washington? Primera noticia -atinó a decir ella-. Ya que lo averiguás todo, andá a Chicago. También desde ahí me podés seguir los pasos.

– No. Si salís de joda no tengo más remedio que volarte la cabeza. Un hombre como yo tendría que pasarse la vida en cana por el capricho de una mina como vos. Inconcebible, ¿no?

– Te dije que no quería empezar esta historia para que no nos hiriéramos. No hay nadie en mi vida, Camargo, nadie. sería mejor que tampoco estuvieras vos.

Reina trató de no pensar en nada durante la comida, pero una desazón oscura la devoraba por dentro. Junto a Camargo había recorrido medio mundo, desde la galería de los Uffizi en Florencia, donde se besaron ante el Nacimiento de Venus de Botticelli restaurado con amarillos y verdes que les parecieron demasiado estrepitosos para una obra que ya tenía más de quinientos años, hasta los templos musicales de Kioto, donde se situaban a cien metros uno del otro para oír cómo la más sigilosa de las pisadas resonaba en cada extremo. Durante esos largos meses había sido casi feliz. Tal vez habría llegado a amarlo -lo que ella entendía por amor y había sentido sólo una vez, en la adolescencia, cuando dejó al músico de rock que la desvirgó en brazos de una rival invencible, la cocaína-, si Camargo no la hubiera sometido a cambios de humor que la descolocaban, asaltos de pasión demencial y luego semanas de indomable indiferencia, sin que aun en los momentos de mayor intimidad y entrega él le prometiera nada ni ella tampoco pidiera: casi no hablaban del porvenir. Mañana era, para ellos, literalmente el día de mañana. Sin embargo, Reina había ido acostumbrándose a su compañía, a las errancias de su sexualidad; disfrutaba de su conversación sentenciosa y de sus modales anticuados. Ahora, en Washington, lo desconocía. No imaginaba cuál ignorada llaga de sus sentimientos podía haber tocado por imprudencia. La comida le resultó tan insoportable que, al despedirse, equivocó el único saludo que sabía decir en inglés: «nice to meet you, Bob». Camargo, siempre feroz con esos deslices, se mostró por una vez indulgente. Cuando regresaban al hotel, le pasó las manos sobre los hombros y le dijo:

– Me gustaría que en Buenos Aires vayamos a visitar a mi padre, Reina. Ya ha pasado los noventa y no creo que le quede mucha vida.

Pero una vez que las parejas empiezan a desbarrancarse no hay manera de retroceder, aunque sea sólo uno el que está cayendo. Al diálogo infortunado de la noche siguió la noticia fatal de la mañana siguiente. Ángela llamó a su padre por el celular y le anunció que la abuela había muerto de la peor manera posible. Dos semanas atrás -con[ó-, el médico le había permitido abandonar el hospital y volver al caserón del lago Torch. Para no dejarla sola, a Brenda se le ocurrió pasar algunos días allí con las mellizas. La noche anterior habían ofrecido a los vecinos una fiesta pantagruélica, en la que todos se hartaron de truchas, tilapias, pollos al ajo y vinos del valle Napa. A medianoche se acostaron tan extenuadas que dejaron abiertas las puertas del granero y olvidaron cubrir las jaulas de los zorzales. La abuela, que tenía el sueño frágil de un recién nacido, se levantó antes del amanecer y descubrió un estropicio de plumas ensangrentadas y pájaros sin cabeza entre las parvas de comida. Ángela contó que sólo mucho más tarde los tramperos del lago Torch reconstruyeron lo que había sucedido. Durante la noche, dijeron, la casa y el granero fueron invadidos por animales depredadores: acaso bandas de gatos salvajes que anidaban en el bosque o esa comadreja asesina que en Estados Unidos se llama opossum y que hace estragos en las huertas. El terror debió de paralizar la garganta de los pájaros y la matanza sucedió en silencio. Pero no lo sabían cuando la abuela apareció como un fantasma en el cuarto de las mellizas y se desplomó sobre la cama de Ángela, segada por el relámpago de dos infartos consecutivos.

Camargo repitió la historia con medias palabras secas y distantes, disimulando el sollozo de perro que tenía atascado en la garganta. Después se quedó mirando por la ventana el tránsito sin sonidos de la calle M, temeroso de que Reina hablara porque, si lo hacia, se le iban a desprender todas las lágrimas que jamás había llorado. Estuvieron en silencio más de una hora, mientras se alzaba el sol transparente de la mañana, hasta que él se volvió y le dijo con el tono pausado de siempre:

– Ya no hay por qué seguir acá ni un solo día. Me da lo mismo que crucifiquen a Clinton o que lo salven. Me estoy pudriendo en esta ciudad sin alma.

Ella le contestó lo que él quería que dijera:

– También yo estoy cansada de viajar.

El último esfuerzo que hizo por reparar el daño de la noche anterior terminó, sin embargo, por arruinarlo todo.

– Ya no te sientas mal, amor -dijo-. No quiero verte sufrir.

Camargo era invulnerable a los ataques porque sabía cómo devolverlos, y toleraba airoso el desamor de los otros, la indiferencia y el rencor que había aprendido cuando era chico. Pero la sola idea de inspirar lástima le hervía la sangre.

– ,Sufrir? ¿Cómo podes ser tan estúpida para creer que sufro por la muerte de esa vieja? No, Reina. Lo que me inquieta es el dolor de Ángela. Me inquieta que tenga una recaída y no me quede más remedio que correr a la cabecera de su cama.

Ella se acercó para abrazarlo diciéndole “Me parecía, me parecía…”. Apenas tuvo tiempo de ver los ojos de Camargo trastornados por la ira y de adivinar lo que estaba por suceder, sin que pudiera evitarlo. El la golpeó con una energía de buey, y cuando ella se recuperó, en el piso, los labios estaban sangrando.

No se volvieron a hablar durante las horas que aún les quedaban en Washington y se dijeron

apenas lo indispensable en el avión que los llevó de regreso. Reina creyó que la relación volverla a su cauce cuando entraran en la rutina de Buenos Aires, pero ya nada fue como antes. Camargo no le pidió perdón, y se comportaba como si fuera ella la que estaba en falta. En el diario, sin embargo, la trataba con una cortesía casi artificial. Jamás empezaba las reuniones de editores sin que ella estuviera presente y tomaba nota en un cuaderno de todas sus observaciones, aunque nunca las usara.

Asignó a Reina dos ayudantes para que investigara el crimen de un estanciero y su esposa durante las inundaciones del río Salado. Los culpables parecían ser tres miembros de la familia Guthrie, unos puesteros pelirrojos, de cara aindiada, que descendían de escoceses. Se los acusaba de haber crucificado a los patrones con vigas arrancadas del techo de un granero. Reina había descubierto cerca de los cadáveres un ejemplar ruinoso del evangelio según Marcos, y en su artículo, comparó el asesinato con otro cometido por una familia de nombre parecido, Gutre, en 1928. Esta primera historia había sido ligeramente modificada por Jorge Luis Borges e incluida en uno de sus libros de cuentos, El informe de Brodie. Reina exhumó los detalles del crimen original, en el que los crucificados eran también dos -un estudiante de medicina y su primo hermano-, y lamentó que Borges empobreciera la realidad al acentuar la semejanza con el sacrificio del Gólgota. Debían de haberlo influido los informes periodísticos de la época, que aludían a Jesucristo y al buen ladrón, tal como hicieron los diarios de fines de 1999. Más sagaz, Reina advirtió que los Guthrie eran iletrados, como los Gutre, y conocían una tradición rural de las Highlands, según la cual Jesús murió en la cruz de Jerusalén al mismo exacto tiempo que Simón, su hermano gemelo, era martirizado en la cruz de Damasco.

El relato aumentó las ventas de El Diario y desató un sinfín de polémicas entre los lectores. Otra vez Sicardi llamó a Reina para anunciarle que le duplicaban el sueldo: la empresa quería disuadir así a las radios y canales de televisión que seguían tentándola con ofertas fastuosas. Habían pasado apenas dos años desde el incidente en el monasterio de Los Toldos y ya era una de las diez personas mejor pagadas de la redacción. El Diario (o Camargo, daba igual) le había asignado un equipo propio, que incluía al resignado Insiarte y a otros dos cronistas impacientes por alcanzar la misma gloria rápida de la jefa. Reina se aficionó a dar órdenes. Jamás había pensado que ese ejercicio pudiera ser tan placentero, y lo perfeccionaba volviéndose cada día más implacable y exigente. Adoptó la costumbre de poner los pies sobre el escritorio y reclinar el asiento hacia atrás, como Camargo, sosteniendo la nuca con las manos. Algunos pensaban que era una parodia, pero Reina lo hacía sin pensar, creyendo que ese gesto desaliñado indicaba un cierto poder, de la misma manera que había fumado cigarrillos a los quince años para sentirse adulta.

Pasaron el invierno y el comienzo de la primavera sin que ella regresara a la casa de los geranios, en San Isidro. No la extrañaba, y tampoco extrañaba la vida infeliz que había compartido con Camargo, pero a la vez la perturbaba la soledad de sus dos cuartos en la calle Humberto Primo, donde había ido acumulando ropa, libros, computadoras y equipos de música con los que tropezaba a cada paso. Decidió al fin alquilar un departamento más amplio, en un barrio menos bohemio y apartado que San Telmo. Fue a ver covachas oscuras, con ventanas que daban a patios internos de ventilación y cocinas con escamas de grasa centenaria, por las que se pedían depósitos altísimos porque los inquilinos se quedaban cuatro, seis meses sin pagar, y luego resistían el desalojo.

Una mañana se le ocurrió que tal vez fuera mejor comprar algo. Buenos Aires estaba llena de balcones con letreros de venta, los préstamos hipotecarios eran fáciles para las personas de ingresos fijos y, si no encontraba un departamento nuevo a su gusto, podría reformar algún otro, abriendo ventanas y derribando paredes. Necesitaba cartas de El Diario para empezar los trámites y cuando se las pidió a Sicardi intuyó que había dado un paso fatal: Camargo lo sabría al instante. Durante meses se había mantenido lejos de él. Ahora, la interrogaría. Lo que para otros eran azares simples de la vida para ella podían volverse puertas del infierno.

No se equivocó. Después de la reunión de editores de la tarde, el director le pidió que se quedara en su despacho un momento más. Repitió punto por punto el ritual con el que la había recibido al volver de la Azotea de Carranza: ordenó que nadie lo molestara, ofreció café y apagó los televisores del despacho, en los que un momento antes se había visto al viejo George Bush descender de un avión privado en el aeropuerto militar de la ciudad, mientras el presidente penitente, en los últimos días de su mandato, lo saludaba enarbolando un palo de golf.

– No puedo dejar de pensar en vos, Reina -le dijo.

– ¿Por qué? ¿Ya no tenés a quien golpear?

Quería ser cínica y brutal, aunque a él nada le hacía daño. Tampoco esta vez cambió su expresión de niño desconcertado.

– Ah, Reina, Reina, qué rencorosa sos. Aquel día, en Washington… ¿Tenemos que hablar de ese día? Me enceguecí, me volví otro. Puedo soportar lo que sea pero no soporto que me tengan lástima.

– No era lástima, Camargo. Sólo quería abrazarte.

– Ya sé. Si conocieras mi vida sabrías por qué me pongo a la defensiva.

– Deberías habérmela contado antes de golpearme.

En algún lugar tengo que poner todo ese rencor, se dijo Camargo. En algún lugar, algún día. Ella no ha permitido que la domen, y ya tiene más de treinta y dos años.

– Estuviste sola todos estos meses, amp;o?: metida de cabeza en el trabajo.

– Lo sabrás mejor que yo. ¿O has dejado de vigilarme?

– Te estás convirtiendo en una gran periodista, Reina.

– Supongo que no me hiciste quedar después de la reunión para decirme eso. Ya me lo dijo Sicardi, gracias. Hago mi trabajo. Esto es todo lo que tengo y a lo mejor también es todo lo que soy.

– Te llamé para decirte que voy a contratar a Enzo Maestro. Sos la primera que lo sabe.

¿Maestro? Es un hijo de puta, un buchón de este gobierno podrido. ¿Lo

vas a contratar después de todo lo que nos jodió?

– El gobierno está podrido, él no. Tiene el defecto de la lealtad, y lo exagera. Le lamía los zapatos al presidente. Ahora va a lamer los míos.

– Vos sabrás lo que haces. Lo único que quiero es que no se meta conmigo.

– Va a coordinar a todos los editores, Reina. Es un buen tipo. Tenés la mala costumbre de juzgar a la gente antes de conocerla.

– Como te parezca. Voy a pensar adónde me puedo ir cuando también este diario empiece a corromperse. ¿Eso es todo?

– No -dijo él. Encendió, nervioso, los televisores, donde se vieron ráfagas del juego de golf entre el presidente penitente y el viejo Bush, y los apagó al instante. No, repitió.

– ¿Qué, entonces? -Una vez me prometiste que me acompañarías a ver a mi padre. Tengo que ir mañana. No quiero estar solo.

– Tu padre. ¿Vas a manipularme ahora con tus sentimientos filiales? -el tono de Reina era implacable-. ¿Y tu hija? ¿Fuiste a visitarla alguna vez?

– Está mejor, Reina. Parece que la enfermedad se ha retirado o ha remitido, no sé cómo se dice. La vi el mes pasado, cuando pasé por Chicago. Habría querido que las dos vengan y se queden conmigo, Ángela y Diana. No quieren o no pueden. Van a la escuela allá. Están felices en un mundo que no es el mío.

– Brenda ha de ser una buena madre.

– Tal vez. Ya salió la sentencia del divorcio, ate lo dijo Sicardi? Brenda se quedó con todo el dinero que yo tenía en los Estados Unidos, los bonos al portador, los plazos fijos. Sólo me ha dejado la casa de San Isidro. Para qué quiero un lugar tan grande.

– Podrías mudarte. Yo estoy por mudarme. -Ya sé. Sicardi me cuenta todo.

– Otro delator. Hay tantos cerca tuyo que van a terminar tragándote. Buchones.

– No lo hizo con mala intención. Lo hizo porque sabe que te puedo conseguir un departamento nuevo por la mitad de lo que te costaría uno más chico y más viejo.

– Sí, pero yo te debería un favor. Y no quiero.

– El diario te debe favores a vos. El diario haría los arreglos.

– El diario o vos: es lo mismo. No, gracias.

– Pensalo, Reina. Nadie re va a pedir nada a cambio.

Los años le han caído encima, se dijo ella. La desgracia y la soledad o las tormentas que lo afligen por dentro y de las que él no sabe cómo defenderse, todo eso lo envejece. Pero yo no puedo hacer nada, nadie puede. Lleva ya tanto tiempo haciéndose mal que no sabe cómo detenerse. El mal no va a separarse de él, y es insaciable.

– ¿A qué hora es, entonces, el encuentro con tu padre? -concedió Reina.

– Puedo ir a las nueve o a las diez. Está despierto desde que amanece. ¿Paso a buscarte?

– No. Decime dónde. Voy por mi cuenta.

Era un edificio presuntuoso y sucio detrás de lo que había sido alguna vez el Mercado de Abasto. La calle estaba sombreada por árboles espesos y a la vez raquíticos: ejemplares que aún guardaban memoria de su antigua fortaleza y que sin embargo estaban al borde de la ruina y el fin. Así era todo alrededor: casas de altas verjas y patios con muros de hiedra y mujeres que lavaban la vereda, y bares con olor a cerveza fermentada donde alguien había cantado tangos alguna vez, hasta que todo había decaído y terminado. Se alzaba un sol candente, blanco, y sin embargo la calle estaba en penumbra, coma si el sol la desdeñara.

Lo vio desde la esquina, esperándola junto a la entrada. Estaba con un traje claro y una corbata violeta, que tal vez fuera brillante pero que el lugar desteñía. También de lejos exhalaba fuerza e imperio, aunque el índice de la mano derecha rascara siempre una ceja, pensativo, y él mismo pareciera estar en otra parte, lejos de allí, tal vez en el punto donde ella estaba ahora, con un vestido demasiado ligero y sandalias: casi desnuda.

– Subamos -dijo Camargo-. El piso es el octavo.

Tenía las llaves de la entrada y un pesado manojo de otras llaves.

– ¿Está solo? -preguntó Reina.

– Cómo se te ocurre. Tiene más de noventa años, ¿no te dije? Lo cuida una enfermera. Lo lava, lo limpia, le da de comer. Sicardi viene a cada rato para que no le falte nada.

– ¿Y por qué no venís vos? Es tu padre.

– Sicardi o yo da lo mismo. A veces me reconoce, a veces no.

La enfermera era enorme, casi tan alta como la puerta, y no le interesaba ocultar que era infeliz allí, en esa prisión sin palabras. El televisor estaba encendido frente al anciano, pero él no lo vela. Ocupaba las manos en pasar arena o pedregullo a una caja de madera, que agitaba a ratos, produciendo un sonido que tal vez a él le evocara una tormenta, pero que sólo parecía eso: el siseo de la arena. De vez en cuando alzaba la caja y se miraba en el espejo que cubría la pared, a la izquierda. Le sonreía a su imagen, quizá la saludaba, y luego vertía el pedregullo o la arena en otra caja. A Reina le pareció que Camargo calculaba mal su edad: debía de tener más de cien años. El cuerpo se le había encogido tanto que, cuando la enfermera le acariciaba la cabeza, lo borraba como si tuviera una goma en las manos. Era un viejo apacible, inofensivo, y cuidarlo no podía dar otro trabajo que alimentarlo y mantenerlo limpio. Ni siquiera había que ocuparse de que se muriera, porque eso tal vez no iba a suceder nunca. De pronto la mirada del padre se cruzó con la de Reina. Una vez que se posaron en ella, los globitos duros, acerados, ya no dejaron de observarla: eran ojos nublados por cataratas y unos párpados flojos y pesados, pero el anciano no estaba sirviéndose de ellos sino de un sentido para el cual los ojos eran sólo mediadores. Con la luz de la memoria veía los labios finos y pequeños de Reina, la nariz erguida hacia una punta redonda y gruesa, la barbilla enhiesta y desafiante. Parecía reconocer los tobillos gruesos y los pechos mínimos que, bajo el vestido ligero, de algodón, se mecían con ondulaciones de medusa. Aun a esa edad imposible podía sentir cómo irradiaba Reina una libertad de gata, una indiferencia que la ponía lejos de todo alcance.

El anciano dejó a un lado las cajas de madera y la encaró, con una voz que no parecía salir de aquel cuerpo mínimo sino del recuerdo que ese cuerpo tenía de su juventud perdida.

– ¿A qué has venido, perra? -le dijo-. ¿A reírte de mí?

– No, señor, cómo dice eso -contestó ella, turbada-. Vine con su hijo, a verlo.

– Mi hijo no puede haberte traído. Hace rato que no quiere saber nada de vos. Ves que andás siempre con mentiras, siempre fingiendo?

En el tono del viejo no había razón ni designio: sólo un odio invencible, como el olor de la cerveza rancia en los bares de afuera. Camargo se puso de cuclillas ante él y lo tomó de las manos.

– Soy yo, papá. Yo la traje.

El viejo retiró las manos con vigor y lo miró de arriba abajo. Estaba lleno de ira, de desprecio. Vaya a saber desde cuándo venía guardando esos sentimientos.

– ¿Quién te conoce a vos, eh? Debés ser una mierda, como ella.

– Papá, papá -insistió Camargo.

Nadie hubiera dicho que al viejo le quedaban fuerzas, pero en aquel momento parecía dispuesto a levantarse y a noquear a un peso pesado en el ring. Un viento impetuoso y ciego soplaba dentro de él: un viento que arrastraba los silencios, las desesperaciones, el desamor de todos los años que había perdido. Ya no le prestaba atención a Camargo. Todo el ser que le quedaba se había concentrado en Reina.

– Has venido a humillarme en mi propia casa -le dijo-. Esperaste a que me volviera inválido y viejo, ano? ¡Esperaste tanto para traer a tu amante.'

– Se equivoca, señor. Se confunde dijo Reina.

– ¿Yo? ¿Cómo voy a confundirme si pasé la vida esperando que este momento llegara?

Perdía el aliento y de su pecho salía un coro de silbidos. La enfermera preparó una inyección calmante e hizo señas de que todo había terminado. Era mejor dejar al viejo en paz.

– Vamos a irnos, papá -dijo Camargo-. Me alegra verte bien. Me alegra que te cuiden.

– Perra, perra -siguió el anciano-. ¿Y ahora por qué no te pusiste los guantes del hospital, eh? ¿Ya no te da asco tocarme?

– No llevo guantes, señor. Véame. No vengo del hospital -trató de convencerlo Reina mientras Camargo la tomaba por el brazo y la arrastraba hacia el ascensor.

Fue como si la marea de lo no vivido se retirara de las playas que había cubierto durante años y el pasado apareciera ante Camargo liso y nítido: la desmemoria a que lo condenaron las fotos quemadas por el padre y el nombre prohibido de la otra, la que se había ido, todo eso regresaba, como regresan siempre los dolores que no queremos sufrir. Se dio cuenta de que durante anos había equivocado la búsqueda, yendo detrás de una madre que debía repetir su propia imagen, una forma errante cuyos ademanes y voz estaba seguro de reconocer, sin saber -pero ahora el padre acababa de decírselo- que perdemos la vida buscando lo que ya hemos encontrado.

– Estás pálido -le dijo Reina, ya en la calle.-Estoy bien -dijo él.

– ¿Por qué estás bien? No podes estar bien después de lo que ha pasado.

– Siempre es así. A veces me reconoce, a veces no; ya te lo dije.

– A mí me pareció que estaba perdido pero lúcido. Me confundió con otra, eso fue todo. No te veía a vos, pero estaba viendo algo que era verdadero.

– Vos no eras verdadera. No eras otra.-Para tu padre sí, en ese momento. -¿En ese momento? No, nunca. No puede distinguir una persona de un micrófono.-Claro que sabe. Las personas somos para los demás no como somos sino como nos quieren ver.

– Vaya a saber de quién hablaba -dijo Camargo-. No sé quién pudo haberlo herido así.

– Sabes, sabes -lo acosó ella-. No querés acordarte.

– No sé. Y tal vez no quiero acordarme.

Reina no debía haber sentido ternura en ese momento, pero la ternura no es una decisión que se pueda tomar sino una ola que se mueve por dentro sin que nadie la llame. Meses después se daría cuenta de que estaba cometiendo un error, pero en ese momento sólo pensaba en él y en su pasado triste: un pasado que no conocía entonces y que Camargo nunca le revelaría. Fue tal vez por eso que aceptó ir esa noche a la casa de los geranios, en San Isidro, olvidando que, apenas él se sintiera seguro de su amor, volvería a menospreciarla. No era correcto hablar del amor de Reina, porque no se trataba de eso, como ya se ha dicho: lo que ella sentía era apego y, muy en lo hondo, temor de su cólera. Entrar en el espacio de Camargo significaba ser vigilada, asediada, y también vulnerada por sus cambios de humor. Pero no sabía cómo apartarse de él una vez que cata bajo su influencia: era un imán de alcance infinito, o una herida que nunca cicatrizaba.

Empezó a pasar dos o tres noches a la semana en San Isidro. Le gustaba levantarse al amanecer y caminar sobre el césped de la casa hasta una glorieta desde la que se veían los veleros tempranos del río y la mansa niebla destrenzándose de la corriente. Reina sentía entonces que el ser de antes se le evaporaba y no sabía si este nuevo ser que ahora entraba en ella podía ser feliz alguna vez, con Camargo pesándole como una sombra. Su vida de antes había sido gris y ésta también lo era, aunque de otro modo: en la vida de antes corría y corría sin poder avanzar, y en la de ahora avanzaba sin poder correr. Le parecía que un invencible aro de hierro la asía de los tobillos, mientras el viento se la llevaba de un lado a otro. En noviembre Camargo y ella volvieron a viajar juntos, a Venecia y a Paris, donde se tomaron fotos y jugaron en los hoteles a ser padre e hija. Celebraron la llegada del 2000 en un crucero a los glaciares del sur de Chile, y desde la cubierta, abrazados, contemplaron la gloria de los fuegos artificiales en la bahía de Puerto Montt después de haberse extasiado, en el televisor del barco, con las réplicas iluminadas de los globos Montgolfier que volaron sobre la torre Eiffel de Paris y los muros de fuego que se deshicieron en Berlín a un lado y otro de la puerta de Brandeburgo. Esa noche se hablaron por primera vez en una lengua que sólo tenía significado para los dos. Reina había empezado a estudiar la gramática canaanita e inventaba frases a partir de los sonidos que le dictaban sus deseos. Estaban ya borrachos o más bien colocados -como decía Reina- y se desnudaron en la cabina para que el nuevo siglo los bañara con la luz de felicidad y desconcierto que tiene todo lo que empieza. Ella le acarició las piernas y le dijo, de pronto: «Maná pussa astiy». «¿Maná pussa?», preguntó Camargo. ¿Qué es pussa?» Ella le mintió: «Quiero tocar tu animalito. Pussa significa animalito». La expresión en arameo es más dulce, significa «es mi hijo», pero a ella le dio vergüenza confesar que el animalito le parecía pequeño y en estado de perpetua necesidad. «Bringueame la plusidra, entonces», siguió Camargo, besándola. Ella lo apartó: «Eso no vale. Es glíglico, el horrendo invento de Cortázar. Si nos hablamos, que sea en mi lengua, maru legrabas, con sintaxis, con núcleos: voz de seres humanos,.»Si es así, te fuqueo, Queenie, musaraño ta coquina.» «Así es mejor, urduno», suspiró ella.

A veces, en la redacción, se comunicaban a través de esos intríngulis para que las secretarias y los editores no entendieran lo que estaban diciéndose. «¿Flineamos a la Caleta?», le preguntó Camargo a fines de enero, cuando la invitó a Washington, donde un informante iba a explicarle la estrategia confidencial que el Fondo Monetario pensaba aplicar en la Argentina para cobrar una deuda de catástrofe. «¿Vrané?», quiso saber ella. «Camargo», dijo Camargo, porque esa palabra también significaba mañana.

Se alojaron en el mismo hotel de la calle M que tan malos recuerdos les traía. Reina creyó que iba a suceder otro desastre cuando oyó que les asignaban un cuarto idéntico en el mismo piso, pero Camargo la sentó en los sillones del vestíbulo apenas la camarera los dejó solos y le dijo que, aunque él no tuviera los veinte años menos que habría querido, ya era hora de que ella aceptara la fatalidad de que se casarían tarde o temprano. Durante todo el viaje la trató con una delicadeza tan extrema que parecía de mentira. La llevó a ver un programa doble de películas viejas que daban en un cine de la avenida Pennsylvania, le compró un collar de esmeraldas en la joyería de Georgetown a la que Grace Kelly le había encomendado la diadema de su casamiento, le prometió felicidad eterna ante las caídas de agua de la National Gallery y no quiso aprobar dos de los títulos principales del diario antes de que ella diera también su parecer. A Reina la conmovió tanto esa voluntad de enmienda que no se atrevió a decirle «Tendrías que ir a verla hoy mismo» cuando Brenda volvió a llamarlo por teléfono para decirle que Ángela sufría una hemorragia interna en pleno cuarto ciclo de la quimioterapia. Estaban sólo a dos horas de Chicago y esa mañana había no menos de cuatro vuelos desde los aeropuertos de la capital. «No puedo, Brenda», le oyó decir. «No te das cuenta que no puedo?» Al colgar, se volvió hacia Reina y le pidió, con cara inocente, que se abrigara bien porque iban a pasar la tarde en el zoológico.

A ella no le quedaba tiempo sino para las investigaciones del diario y para Camargo. No sólo fue perdiendo las pocas amigas que había tenido -ninguna soportaba los malos humores de él ni su extraña certeza de que el mundo estaba siempre debiéndole algo-¿ la urgencia con que vivía hizo que también se perdiera a sí misma. Hacia fines del verano descubrió que sus modales eran idénticos a los de Camargo: sólo le faltaba pasearse por la redacción a las diez de la mañana perfumada con su agua de colonia. Se quejaba de los asistentes y esperaba que Insiarte le diera la espalda para imitar su andar patizambo.

Eran semanas apacibles en Buenos Aires, y Reina se aburría. El presidente penitente había dejado el poder, después de un vano intento por hacerse reelegir, y el sucesor era un hombre previsible, que se movía sin brújula por los laberintos del poder, al que los periodistas le adivinaban las respuestas antes de hacerle las preguntas. El equipo de Investigaciones Especiales alcanzó un par de éxitos al descubrir que la anterior ministro de Medio Ambiente contrabandeaba nutrias a las peleterías japonesas y que su padre estaba vendiendo tierras en la Patagonia para que se usaran como basureros nucleares.

Para escapar del marasmo, viajó sola a Madrid en busca de datos sobre la quiebra de una compañía de aviación. Camargo se le apareció de sorpresa una noche en el hotel Palace, cuando ya estaba dormida, y al día siguiente la llevó a ver las salas de Dalí en el museo Reina Sofía, a pasear por el parque del Retiro y a comprarse un abrigo en El Corte Inglés. Esa noche se esfumó tan sigilosamente como había llegado. Desde un avión que iba a Londres la llamó para disculparse por haberla dejado plantada a la hora de la cena.

De pronto, Reina empezó a sentir unas enloquecedoras punzadas en la cabeza cada vez que iba a pasar la noche en la casa de geranios. Pensaba que sería el polen, o el olor a podredumbre que llegaba del río, o el vapor sulfúrico que despedían las cagadas de pájaros en el jardín. Ni una sola vez se le ocurrió que podía ser el tedio de las horas hipnóticas que pasaba junto a Camargo ante el televisor de la casa, y el desgano que se le escurría por todo el cuerpo cuando iban a la cama. No podía decir que lo amaba menos, porque sus sentimientos seguían sin tener forma ni medida; sólo se atrevía a decir -sólo a veces, sólo así misma-que cuando estaba lejos no lo extrañaba y cuando lo tenía cerca no concebía el modo de separarse.

Una tarde, Enzo Maestro llamó a la puerta de vidrio que ahora establecía una frontera entre la redacción y el escritorio de Reina. Ella estudiaba las fotos de la gran mezquita de la Roca en Jerusalén, publicadas por la revista National Geographic, y se había detenido en dos inscripciones desafiantes, tomadas del Corán, que eran una carta de batalla contra el cristianismo: Alabado sea Dios, que no concibió hijo alguno y tampoco tiene igual; Allah es Dios, el Eterno: no fue engendrado ni tiene par.

Durante algunas semanas Reina había sentido el ingreso de Enzo a El Diario como un agravio personal. No podía perdonar sus años de servidumbre a un gobernante corrupto ni su celo policial en el monasterio de Los Toldos. Aunque Camargo lo defendiera por su lealtad, a ella le parecía que un cómplice es tan repugnante como el criminal que lo alquila. Reconocía, sin embargo, que desde la llegada de Maestro, se respiraba en El Diario un aire más vivo, más-cómo decirlo?-atlético. En la primera página aparecían de vez en cuando relatos sobre pueblos que desaparecían bajo las aguas o sobre partos de mujeres en los basurales: era más osado que Camargo y, para su sorpresa, más sensible también a las desgracias de la gente.

– ¿Conocés la mezquita, Reina? -le preguntó.

– Nunca estuve en Jerusalén -dijo ella, melancólica-. Siempre quise.

– Es la primera construcción islámica fuera de Arabia. Los ejércitos del Profeta ocuparon Jerusalén cinco años después de su muerte, pero la mezquita esperó media siglo. El califa Abú al Malik ordenó que fuera una declaración de guerra contra Jesucristo. Dios no engendró ningún hijo, se lee en la cúpula. ¿Creés eso?

– Si hay un solo Dios no puede haber un hijo -dijo ella.

– Tal vez haya una hija, ¿no?

– Sería lo mismo.

– La historia, sin embargo, está llena de hijos de Dios.

– Soberbios, fanáticos. El extremo mayor de la soberbia es creerse hijo de Dios.

– En alguna parte he leído eso.

– Fue en un informe de Inteligencia del Estado, estoy segura. Me revisaron el departamento de arriba abajo, me robaron papeles, plata en efectivo, calzones. Yo había escrito esa frase. Ahí la leíste, entre mis despojos.

– Deberías escribirla otra vez.

– Ya lo hice. No habrás venido por eso, ¿no?

– No. He venido a salvarte de la nada. Es verano, el gobierno sigue dormido, este país es un desierto. ¿Has oído hablar de la zona de despeje, en Colombia?

– Soy periodista, se supone. He oído. Un territorio del tamaño de Suiza, gobernado por guerrilleros.

– Uno de mis amigos edita un semanario en Bogotá. Le han ofrecido una entrevista con los dos jefes de la guerrilla, Tirofijo y el Mono Jojoy, pero no quieren dársela a él solo. Le piden que haya además diarios de Venezuela y de la Argentina, vaya a saber por qué. Si estás de acuerdo, podríamos mandar a Insiarte.

– Es demasiado hueso para que se lo coma un perro tan chico. Preferiría ir yo.

– Me lo imaginaba. Es peligroso.

– No tengo nada que perder.

– Camargo se va a negar -dijo Maestro, socarrón.

¿Le anunciás vos que me voy de viaje? ¿O preferís que lo haga yo?

Reina salió hacia Bogotá dos días más tarde y al tercero Llegó a San Vicente del Caguán, la polvorienta aldea desde la que se abrían los senderos de la guerrilla. Jamás había visitado un lugar tan inhóspito ni creía que existiera otro igual en el mundo. El aire denso olía a cloaca y lo cruzaban nubes de moscas gordas e inquietas. Caía un sol tan incandescente que sólo por milagro la sangre no entraba en ebullición. La primera noche, en el hotel donde Reina y sus compañeros se alojaban por designio de los guerrilleros, ella sudó tanto que se levantó antes del amanecer a exprimir las sábanas empapadas. No podía dormir más y salió a tomar el fresco al porche de la entrada. Germán, el editor bogotano, estaba allí meciéndose en una hamaca y fumando con serenidad, como silo hiciera dormido. Apenas la vio, le ofreció un sitio a su lado para que se tendiera. Reina lo hizo sin vacilar. Sentía una confianza instintiva en él, la certeza súbita de que el mundo podía empezar y acabar en su cuerpo anguloso, de huesos demasiado grandes y unos ojos tan azules que casi se podía ver lo que había al otro lado. Era una hora de silencio unánime en la aldea, porque ya el último borracho se había desmayado en la última taberna, y Germán le enseñó a distinguir los sonidos de la selva cercana, donde los monos aullaban como lobos y los papagayos reían como hienas. Esa tarde, mientras esperaban al guía que iba a llevarlos al campamento de Tirofijo, bailaron los vallenatos del Dúo de Dos en un salón de fiestas que se llamaba La Perdición, y salieron a beber cerveza con un enano de circo que le ofreció a Reina sus dientes de oro por una sola noche de amor. Después, ella y Germán caminaron hacia el hotel por la calle principal, donde los vendedores de arepas y frutas tropicales estaban recogiendo sus tiendas entre perros que se perseguían para fornicar y de pronto quedaban inválidos y lastimeros, pegados por las ventosas del coito. Al toparse con el río Caguán se dieron cuenta de que habían equivocado el camino y desandaron unas cuadras tomados de la mano con naturalidad, como si fueran amigos de muchos años, aunque Reina sintió que Germán se estremecía cada vez que los dedos cambiaban de posición y que el roce de las palmas, aun sudadas y pringosas, tenía una intensidad sexual que antes jamás había sentido.

Un enviado de los guerrilleros estaba esperándolos en el bar del hotel. Les explicó que Tirofijo o el Mono Jojoy o ambos no iban a llegar a tiempo al campamento y que sería mejor emprender el viaje durante el día en vez de arriesgarse a las emboscadas de las noches. Los trasladarían con los ojos vendados, pero podrían quitarse las vendas al cabo de una hora, cuando ya no tuvieran modo de orientarse en el laberinto de la selva. No podrían llevar cámaras fotográficas ni teléfonos celulares ni, por supuesto, nada que se pareciera a un arma. Reina había viajado con la consigna de llamar a Camargo dos veces al día. Habló con él por última vez para avisarle que su aparato iba a estar apagado y no sabía por cuánto tiempo.

– Si es así no quiero que vayas -le dijo Camargo. Su tono era pausado, como siempre, pero ella sabía descubrir los cambios de humor aun en las frases más breves. Esta vez hablaba en serio: le prohibía que diera un paso más.

– Si pego la vuelta ahora se pudre todo -porfió Reina-. Pidieron tres periodistas. No van a recibir a dos.

– Fue una mala idea de Maestro.

– Tal vez, pero ya estoy acá.

– Me pagás con una mala noticia la buena sorpresa que iba a darte.

– ¿Buena? dijo ella, indiferente. Algo, esa tarde, la había dejado más allá de toda sorpresa y de toda curiosidad. Su deseo cabía entero en ese pueblucho horrendo. Ahora estaba allí y no quería irse por ningún motivo.

– Sí -dijo Camargo-. Sicardi te consiguió un departamento de tres ambientes, a estrenar, y acaba de firmar el boleto de compra en tu nombre. Tenés que pagar sólo quince mil dólares, en cuotas. Es mejor de lo que pensabas, ¿no?

– Ni siquiera lo he visto.

– Está en una torre nueva, en la calle Reconquista. Podés ir al diario caminando.

– No me importaría si estuviera más lejos -dijo con un tono de falsa ingenuidad, para que Camargo no descubriera el sentido de lo que decía-. No me importaría que estuviera en otro mundo.

Cortó y volvió a salir al porche. Se quedó mirando el cielo bien dibujado, transparente, y las casas monótonas de alrededor, con sus paredes grasientas y sus techos de palma. Sin darse cuenta, se puso a llorar, no por la tristeza de lo que veía sino por ella misma, por el vacío de sus últimos años, en los que no había amor ni belleza sino tan sólo el afán de ser alguien. Un día iba a subir a su nube sólo para quedarse allí, sola, y mirar hacia abajo preguntándose ¿qué hice de mi vida, qué ciega mierda hice de mi vida?

Germán encendió un cigarrillo en el otro extremo del porche y le sonrió, con una mezcla de compasión y complicidad. Ella lo miró como si estuviera dentro de él y pudiera oír las destilaciones de su pensamiento. Lo oyó como si en la realidad no hubiera otro sonido que el de ese pensamiento. Cuando él la abrazó preguntándole «Jodo está bien?» y la besó en la boca con una fiebre invasora, ella lo dejó hacer. Dejó que la llevara a su cuarto y la desvistiera y la tocara. Era todo tan natural, tan fácil, que por un momento le extrañó que aquel cuerpo fuera el de ella y no el de otra, porque había dejado que su cuerpo se fuera y no imaginó que, al volver, iba a pertenecerle tanto. Hicieron el amor sobre una cama que crujía sin que les importaran los vapores calcinados de la noche, el asedio de las moscas ni nada de lo que sucedía en el mundo. Durmieron una hora y volvieron a sentir la urgencia de penetrarse y lamerse, y así habrían seguido sin darse tregua si a las seis de la mañana el gula guerrillero no los hubiera llamado para decirles que el Mono Jojoy y Tirofijo estaban esperándolos en el abismo de la selva.

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