Saltando por encima de pedruscos afilados, Lidia, una cazarrecompensas fuerte y de piernas musculosas, corría dispuesta a dejarse la vida por alcanzar al hombre que habían ido a buscar. Dracela, su dragón alado, pasó volando a escasos metros por encima de ella.

—¡Yo iré por la derecha! —gritó Lidia—. Le cortaré el paso allí.

—De acuerdo —asintió Gaúl, su compañero.

Sin quitarle ojo, Lidia observó cómo aquel al que perseguían sabía lo que se hacía, pero al vislumbrar sangre en su costado supo que estaba herido. Eso la hizo sonreír. Aquella herida sangrante significaba que sería suyo.

Con la espada en una mano y la daga en la otra, llegó a lo alto de una roca al final del camino y se abalanzó sin miedo sobre su presa, un individuo llamado Bruno Pezzia.

Días antes, Lidia y Gaúl habían desembarcado de la goleta Rizalpilla en el puerto de Perla, tras surcar el mar de Banks y conseguir rescatar a la hija de un terrateniente de Londan. La recompensa que dicho terrateniente les había prometido por recuperar a su hija sana y salva, que había sido raptada por un comerciante egipcio en Feire, les ofrecía la oportunidad de continuar con su particular misión: encontrar a Dimas Deceus y vengar las muertes de sus familiares más queridos.

Pero el hermano del terrateniente les encomendó un nuevo encargo, al que no pudieron negarse. Debían encontrar a un ladrón llamado Bruno Pezzia, que se les había escapado pocos días antes. Y ése era precisamente el hombre que estaba ahora inconsciente en el suelo, con sangre en el costado, y al que Lidia amordazaba ya con maestría.

—Buen trabajo, jefa —sonrió Gaúl al llegar a su altura.

—Gracias —asintió ella—. Pero ha sido Dracela quien ha derribado al ladrón, no yo.

Gaúl miró al hombre que yacía inmóvil en el suelo y, al agacharse, vio que era joven y que, por los golpes en su rostro y la sangre en su costado, parecía haber sufrido una violenta tortura. Al ver cómo su compañero miraba al individuo, Lidia le espetó:

—Si quieres curar su costado, ¡cúralo!, pero no quiero oír ni un solo comentario. No me interesa cómo se hizo esos moratones, ni cómo se partió el labio. Cobraremos la recompensa y fin del asunto.

—Parece un tipo gallardo —murmuró Dracela con su voz profunda y adragonada—. Creo que las mujeres de tu especie lo considerarían un hombre apuesto y agradable de mirar.

Gaúl y la dragona se miraron y sonrieron.

—Me da igual lo que piensen las mujeres —bufó Lidia—. Para mí, este hombre es una simple mercancía. —Y, mirando a la dragona, añadió tras atarle al hombre las manos a la espalda—: Dracela, si tanto te gusta, disfrútalo antes de que lo entreguemos a su dueño.

—Un resoplido mío y lo carbonizo —se mofó la dragona—. Mejor no.

Diez minutos después, Gaúl cargó al individuo sobre uno de los caballos y todos se dirigieron hacia el camino del Sauce cansados del viaje. Harían noche cerca del arroyo.

Amanecía. El bosque despertaba de la quietud de la noche. Los pájaros comenzaban a trinar y los conejos corrían de un lado para otro en busca de comida para sus crías. El sol anaranjado iluminó sin piedad el rostro de Lidia, que intentaba descansar enroscada en su manta junto a una enorme roca.

—Maldita sea, ¿por qué no puedo dormir un poco más? —protestó dándose media vuelta mientras se tapaba la cara con la manta.

Si algo llevaba mal la joven era la falta de sueño. La inquietud no la dejaba descansar. Años atrás, una mañana en que había salido a cazar a lomos de su caballo Zorba, el malvado Dimas Deceus había entrado en su casa y había matado despiadadamente a sus padres y a su hermana Cora por el impago de una deuda.

Lidia nunca olvidaría lo que había sentido al regresar y encontrarse con la macabra escena. Miedo, dolor… Eso había sido al principio. Pero con el paso del tiempo esos sentimientos fueron reemplazados por la rabia y la furia.

A partir de ese día, Gaúl, el triste novio de su hermana fallecida, y ella misma juraron encontrar a Dimas Deceus y matarlo sin compasión. El tiempo los había convertido en dos reputados cazadores de recompensas, y aunque a la joven era la venganza la que la mantenía viva, esa misma venganza la estaba consumiendo. No podía descansar, y eso la iba minando día tras día.

Harta de dar vueltas e incapaz de conciliar el sueño, Lidia decidió dar su supuesto descanso por finalizado.

—Buenos días —la saludó Gaúl mientras preparaba con un poco de harina una especie de gachas sobre la fogata.

—Lo serán para ti —replicó ella con su habitual mal humor.

Gaúl sonrió al oírla. Desde que habían emprendido aquella aventura juntos, no había habido ni un solo día en que Lidia hubiera sonreído al levantarse. Apenas si lo hacía nunca, y eso lo entristecía en cierto modo.

Conocía a la joven de toda la vida. Aún recordaba a la muchacha alegre y dicharachera que había sido, a pesar de su innata brutalidad, cuando peleaba con Chenfu, un vecino chino que la había adiestrado en el arte de la lucha.

Aquello, tan propio de hombres, era algo que sus padres, Tedor y Monia, siempre le habían recriminado en vida. Si continuaba comportándose así, como una muchacha excesivamente ruda, nunca encontraría un hombre que quisiera desposarse con ella. Gaúl recordaba cómo Lidia sonreía al oírlos… Por aquel entonces, siempre sonreía.

—Ven a desayunar —insistió él—. Las gachas están preparadas, te vendrán bien.

Con el ceño fruncido, la joven terminó de ajustarse su cota de cuero liviana y de colocarse varias de sus preciadas armas en torno a la cintura.

—¿Dónde está Dracela? —preguntó tras colgarse su carcaj con flechas a la espalda.

Gaúl la miró con sus ojos azules, ladeó la cabeza y sonrió.

—Quería visitar a un amigo en el Pequeño Río —explicó.

Un movimiento a su derecha hizo entonces que Lidia se volviera y desenvainara la espada. Quien se movía era su prisionero, Bruno Pezzia, y por sus pintas no debía de haber pasado una buena noche.

—Por favor, un poco de agua —carraspeó con los labios casi pegados.

Gaúl se le acercó y, sin soltarlo, le dio un poco de agua que él bebió con desesperación.

—Gracias —agradeció con dificultad.

Preocupado por los vidriosos ojos del hombre, Gaúl le retiró de la frente la maraña sucia de pelo claro y, tras tocársela con una mano, dijo:

—Este hombre no está bien. Arde de fiebre.

Lidia volvió la cabeza y luego se ajustó su espada a la cintura.

—Déjalo, no lo toques —murmuró—. Intentaremos que no muera antes de llegar a su destino. Si lo llevamos muerto, sólo nos pagarán la mitad por él.

Al oír eso, y a pesar del dolor que sentía, el tipo sonrió:

—Tal vez la muerte sea un dulce regalo.

Lidia lo oyó pero no lo miró. No quería implicarse emocionalmente con nadie.

Gaúl, que siempre había sido un hombre de buen corazón, sacó unos polvos de la pequeña bolsa que llevaba sujeta a la cintura. Los echó en el agua y, tras cocerlos, se acercó de nuevo al individuo con un cuenco.

—Bebe esto, Bruno. Te sanará.

Al oír que aquél lo llamaba por su nombre, el prisionero lo miró, bebió lo que le ofrecía y segundos después cayó en un profundo sueño.

Lidia, que ya estaba recogiendo sus mantas, observó a su amigo.

—Estás desperdiciando la medicina —gruñó.

Su compañero no respondió. En ocasiones, la muchacha podía ser excesivamente insensible con la gente. Sin hablar, Gaúl se dirigió entonces hacia un pequeño riachuelo para lavar el cazo.

Una vez a solas con su prisionero, Lidia se acercó a él. Se agachó y contempló su rostro. Sin lugar a dudas, a aquel hombre le habían dado una buena paliza. Con un dedo le abrió un ojo y vio que tenía unos bonitos ojos azules, muy acordes con su pelo pajizo.

Lo observó durante unos minutos hasta que oyó que su amigo regresaba y, en un susurro, murmuró antes de alejarse:

—Siento tener que entregarte, pero es mi trabajo.

Cuando Gaúl volvió, se encontró a Lidia comiendo junto al fuego. Se sentó con ella y ambos se enfrascaron en una animada charla, hasta que un buen rato después oyeron que una voz preguntaba tras ellos:

—¿Quién os mandó a buscarme?

Al volverse, vieron que el prisionero había despertado.

—Un mercader de Londan —repuso Gaúl mientras Lidia levantaba la vista al cielo en busca de Dracela.

—¿Sebástian Shol?

—El mismo —asintió él. Sentía curiosidad por saber su versión, así que le preguntó—: ¿Qué fue lo que le hiciste para que ese hombre pague tan buena recompensa por ti?.

Bruno, que se encontraba bastante mejor después de tomar lo que fuera que aquél le hubiese dado, consiguió sentarse.

—Aún no le he hecho nada —repuso—, pero sabe que en cuanto lo tenga delante lo haré.

—Dijo que le habías robado —apostilló Lidia.

Sorprendido, Bruno aclaró con gesto sombrío al tiempo que se retiraba el pelo del rostro:

—En mi vida he robado nada, y menos a un miserable como él. Me teme porque sabe que lo voy a matar. Ese gusano…

—Gaúl, no me interesa escuchar a esta escoria —lo cortó la guerrera—. Vamos, debemos levantar el campamento.

Al oír eso, Bruno la miró. Alta. Morena. Pelo corto y actitud chulesca, nada propia de las jóvenes a las que él estaba acostumbrado; sin duda había perdido la feminidad por el camino.

Sin embargo, sonrió y murmuró con humor:

—Qué mujer tan dulce y agradable. ¿Es siempre así?

Gaúl lo miró divertido y respondió mientras su amiga se alejaba:

—Puede ser peor, te lo aseguro.

—No me digas… ¡Qué maravilla!

—Descansa hasta que partamos —apostilló Gaúl.

El comentario consiguió arrancarle una sonrisa al hombre, que, acto seguido, cerró los ojos para descansar. Lo necesitaba.

Una vez Gaúl llegó junto a Lidia, ella lo miró a los ojos.

—¿Dé que hablabas con ese ladrón? —inquirió.

—Según él, nunca ha robado y…

—No me cuentes milongas, no me interesa.

—Pero si me has preguntado tú… —rio su amigo.

Ella asintió molesta porque él tuviera la razón.

—Lo sé. Pero acabo de decidir que no me interesa saber nada de él. Quiero seguir viéndolo como una mercancía y ya está.

Conocedor de sus frecuentes cambios de humor, Gaúl guardó silencio. Si había algo que había aprendido tras años juntos era precisamente a callar.

Un par de minutos después, mientras hablaban sobre su viaje, oyeron los gritos de una mujer. Ambos se levantaron de un salto, asieron con fuerza las empuñaduras de sus espadas y, con sigilo, se dirigieron al lugar del que provenían los lamentos.

Una vez junto al caudaloso arroyo, semiocultos entre los gigantescos sauces llorones, observaron durante unos segundos a una mujer de largos cabellos rubios que, de rodillas en el suelo, lloraba con desesperación mientras cuatro enanos verdes, pelones y malolientes reían y la miraban con ojos lascivos.

Lidia y Gaúl cruzaron una mirada y se entendieron sin hablar.

Instantes después, él salió desarmado de entre los árboles y, para atraer la atención de los pequeños seres, exclamó con voz chillona:

—¡Oh, Dios mío, enanos verdes!

Cuando lo oyeron, los enanos se volvieron y se carcajearon al ver al humano que caía tembloroso de bruces al intentar huir. Rápidamente, éstos corrieron con sus cortas piernas hacia él, olvidándose así de la joven. En ese momento, Lidia apareció junto a la mujer y la empujó para esconderla tras los árboles.

—Quítale todo lo que tenga de valor —dijo uno de los enanos.

—Dame ese anillo que llevas —gruñó el más pestilente.

—¡¿El anillo?! —preguntó Gaúl viendo cómo Lidia se las apañaba con la mujer—. Oh, no… Es un recuerdo de mi padre y le tengo mucho cariño.

—Arráncale el dedo o córtale la mano —dijo otro de los enanos mientras sonreía con su boca mellada.

—¿La mano? ¡¿Mi preciosa mano?! —replicó Gaúl tapándose la boca.

Los enanos, divertidos y envalentonados al ver cómo temblaba el hombre, se disponían a golpearlo con una de sus pequeñas espadas cuando de pronto Gaúl dio una voltereta en el aire y, después de coger su espada, se levantó con una sonrisa desconcertante y dijo con voz profunda:

—¿Que preferís: huir o morir?

Sorprendidos por la rapidez de sus movimientos, los enanos se separaron dispuestos a luchar. Pero entonces oyeron otra voz a sus espaldas:

—Cortémoslos en pedacitos, tardaremos poco.

Segundos después, los cuatro enanos corrían con desesperación escabulléndose entre los árboles mientras Gaúl reía a mandíbula batiente y Lidia observaba a la mujer de cabellos claros que los miraba asustada.

Una vez la tranquilidad llegó de nuevo al bosque, Gaúl enfundó su espada y se acercó a aquélla.

—¿Estás bien?

La temblorosa joven asintió y murmuró secándose las lágrimas:

—Sí…, gracias por vuestra ayuda, caballeros.

Ante ella tenía a dos extraños, dos guerreros de aspecto fiero armados hasta los dientes con espadas, dagas y arcos. Pero, cuando se fijó mejor, descubrió sorprendida que el hombre de pelo negro y corto con unas acentuadas ojeras era en realidad ¡una mujer!

Al ver el espanto de la hermosa joven, Gaúl se acercó a ella. Si había algo que no podía soportar en este mundo era ver a una mujer llorar. Por ello, y con delicadeza, la ayudó a levantarse, clavó sus verdes ojos en ella y murmuró:

—Tranquila. No tienes nada que temer. Nosotros nunca te haríamos daño. Ella es Lidia Álamo y…

De pronto, la mujer abrió descomunalmente los ojos y, alejándose de él y sin dejarlo terminar, preguntó a la alta mujer de pelo negro y actitud guerrera:

—¿Eres Lidia, la cazadora de recompensas?

La mujer de interminables piernas y ojos oscuros asintió.

Gaúl dio un paso atrás. Ya estaba acostumbrado a ese tipo de reacción por parte de la gente al saber que su amiga era la famosa cazarrecompensas.

—Regresaré al campamento para recoger las cosas —declaró.

Y, dicho esto, se marchó dejando a solas a las dos mujeres.

Sin perder un segundo, la mujer de cabellos claros se acercó a Lidia.

—Mi nombre es Penelope Barmey. Vivo a las afueras de la ciudad de Villa Silencio y estoy desesperada. Hace días llegó a mis oídos que mi esposo Fenton, que marchó hacia el norte, ha caído preso y… —Pero no pudo continuar. Las lágrimas inundaron su rostro y comenzó a llorar de nuevo.

Lidia odiaba los llantos. Esa demostración de debilidad, que ella se había negado tras la muerte de su familia, la sacaba de sus casillas. No obstante, al ver la desesperación de la mujer, suspiró, le levantó el mentón con una mano y le preguntó directamente:

—¿A qué fue tu marido al norte?

Secándose las lágrimas con su ajada túnica amarillenta, Penelope murmuró:

—Fenton fue en busca de trabajo. Las deudas nos ahogan, y él pensó que podría ganar algo de dinero. Pero los guerreros de Dimas Deceus…

—¿Dimas Deceus? —la interrumpió Lidia.

—Sí…

Al oír ese nombre se le puso la carne de gallina. Aquél era el hombre que ella buscaba por haber matado a su familia. Llevaba años tras él pero, siempre que parecía tenerlo a tiro, se le escabullía en el último momento.

Al ver que la mujer guerrera la observaba con detenimiento, Penelope continuó:

—No tengo dinero, ni mucho que ofreceros, pero si me ayudáis a encontrar a mi marido prometo…

Pero Lidia apenas si la escuchó. Tenía prisa. Quería entregar cuanto antes a su prisionero al mercader de Londan para poder continuar con lo que no la dejaba descansar. Así pues, dio media vuelta y, olvidándose de la desamparada mujer, comenzó a andar en dirección a su improvisado campamento.

Comprendía las penas de aquella mujer, pero ella tenía que solventar las suyas propias. Al ver que se alejaba sin escucharla, Penelope fue tras ella y la agarró del brazo.

—¿Me ayudarás? —preguntó.

Molesta por su insistencia, Lidia se soltó y gruñó secamente:

—No.

Clavando en ella su mirada triste y desamparada, Penelope declaró entonces entre susurros:

—Hace días, en mi camino me encontré con un monje. Me regaló una llave élfica, y…

Al oír eso, Lidia le prestó atención en el acto. Sabía perfectamente a lo que se refería.

—¿Tienes una llave élfica? —inquirió.

Penelope asintió.

—Sí…, y si me ayudas a encontrar y liberar a mi marido, prometo que te la entregaré.

Lidia sabía que el hecho de que le entregara la llave no servía para nada. Las llaves élficas sólo funcionaban en manos de sus dueños, pero rápidamente reconsideró la idea.

Desviarse de su camino con el prisionero Bruno Pezzia para atender otro encargo no era algo que le agradara pero, sin saber por qué, le preguntó a la triste mujer:

—Y ¿dices que a tu marido se lo llevaron los guerreros de Dimas Deceus?

—Sí…

Conocedora del poder de aquella llave, la guerrera pensó en los beneficios que ésta podría proporcionarles. Y, sin dar tiempo a reaccionar a la mujer, estiró la mano y le arrancó del cuello un colgante de oro fino.

—De acuerdo —dijo a continuación—. Te ayudaré a encontrar a tu marido, pero de momento cojo a cuenta este colgante y…

—Pero… pero ese colgante me lo regaló mi esposo el día de nuestra boda para que no lo olvidara… —balbuceó Penelope conmocionada.

—¡Perfecto! Así no olvidarás la promesa que me hiciste a mí —asintió Lidia al tiempo que echaba a andar hacia el campamento—. Te devolveré el colgante el día que libere a tu marido. Viajarás con nosotros pero nunca, recuerda, nunca hagas preguntas, ni me cuestiones, ni toques absolutamente nada de lo que llevo en las alforjas de mi caballo, ¿entendido?

Penelope asintió. La cazarrecompensas era su única ayuda, y se agarró a ella con rotundidad. Tras decir esto, Lidia siguió andando y la joven agarró su caballo pardo y fue tras ella en silencio. Quería encontrar a su marido.

Al llegar al campamento, Gaúl escuchó lo que Lidia le contaba. La llave élfica de la mujer les vendría muy bien para ocultarse en el Gran Pantano, un lugar al que nadie accedía, pues las almas errantes de los caídos los seducían y los mataban.

Penelope, perdida entre aquellos dos desconocidos y al ver a otro hombre tendido en el suelo con sangre en el costado, se acercó rápidamente a él. Pero, tras comprobar que su herida ya había sido curada, se sentó a su lado a esperar.

Durante un buen rato Gaúl y Lidia hablaron de los pros y los contras de desviarse de su ruta. Al final, ambos llegaron a la misma conclusión: poseer la ayuda de una llave élfica merecía la pena el retraso en la entrega de Bruno Pezzia.

Aquella tarde, tras caminar durante horas, acamparon lejos del enorme bosque que se cernía ante ellos.

—Bordearemos el bosque de las Serpientes —dijo Lidia mirando el mapa.

—No lo dudes. Yo no vuelvo a entrar allí ni loco —convino Gaúl.

Aún recordaba la vez que se metieron en él y estuvieron a punto de ser aniquilados por aquellos asquerosos bichos.

—Podemos llegar al valle Oscuro dentro de tres días si cogemos este camino —señaló Lidia—. Liberar al marido de Penelope nos llevará menos de una semana. ¿Qué te parece?

—¡Perfecto! —asintió su amigo.

Bruno Pezzia, que se había ido reponiendo en el transcurso de la jornada gracias a la medicina que Gaúl le había dado y a los cuidados de la dulce mujer que ahora los acompañaba, escuchaba a distancia la conversación.

Sin poder evitarlo, observó a Penelope y le recordó a su hermana fallecida. La fragilidad de aquélla lo hizo compadecerse de la joven, más aún cuando vio cómo las lágrimas surcaban su rostro sin contención alguna. Sentándose muy erguido contra el árbol al que estaba atado, dijo para atraer la atención de sus captores:

—Conozco varias cuevas que comienzan en el faro y terminan en…

—Cierra el pico o te corto la lengua —gruñó Lidia sin mirarlo.

—Uuuhhh…, ¡qué miedo! —murmuró él.

Al ver que Lidia apretaba los puños, su amigo le pidió tranquilidad con la mirada.

—Vamos a ver, fierecilla… —espetó Bruno a continuación.

—Mi nombre es Lidia —lo corrigió ella furiosa.

Bruno suspiró entonces con resignación.

—Precioso nombre, fierecilla… —dijo en tono peleón. Al ver que la joven blasfemaba, continuó—: Estoy ofreciéndome a ayudaros, ¿es que no me escuchas?

Tras soltar la daga que tenía en la mano, Lidia se levantó, dio varias zancadas para llegar junto a él y le propinó un puntapié en el brazo.

—He dicho que te calles —siseó—. ¿Me escuchas tú a mí?

—¡Serás bruta! —gruñó molesto Bruno.

Sonriendo con maldad, la muchacha se agachó para estar a su altura y, clavando sus impresionantes ojos negros sobre él, declaró muy cerca de su rostro:

—Hasta el momento sólo te he acariciado, así que ¡cállate, si no quieres que verdaderamente te arañe!

Bruno sonrió divertido y cruzó una mirada con Gaúl, que le pidió calma. Sin embargo, él no podía callarse y, a pesar de saber que tenía las de perder con aquella fiera, murmuró mientras recorría su cuerpo con una mirada lasciva:

—Si me arañas mientras te hago el amor, estaré encantado de recibir tus zarpazos, fierecilla.

El puñetazo que Lidia le soltó hizo que la cara de Bruno se volviera violentamente hacia la derecha. Ningún hombre había osado hablarle nunca así, y no iba a ser ése el primero.

Gaúl miró hacia otro lado intentando ocultar su sonrisa, y Penelope, al ver aquello, intentó mediar, pero Lidia se volvió hacia ella y la apuntó con un dedo.

—Será mejor que te calles, ¿entendido? —le espetó.

La joven asintió temerosa. No quería problemas, y se sentó mientras observaba a la cazarrecompensas regresar junto a su compañero Gaúl y sentarse junto a él. Tras recobrarse del puñetazo que la morena le había dado, Bruno volvió a sonreír con descaro.

—Sólo quería ayudaros —insistió—. Conozco el terreno y sé que varias cuevas atajan al menos un día de camino entre el bosque de las Serpientes y el valle Oscuro. Pero como veo que no os interesa, cerraré el pico.

Gaúl y Lidia se miraron.

Ambos sabían de la existencia de la cueva de la Pena y de la cueva de la Duda, pero nunca las habían encontrado. Por ello, Lidia suspiró y luego se volvió para enfrentarse a los claros ojos de su prisionero.

—¿Cómo sé que no estás intentando engañarnos? —inquirió.

Al ver que ella lo miraba por primera vez a los ojos en busca de preguntas, Bruno sonrió y dijo para desconcierto de todos:

—Ahora soy yo el que no quiere hablar.

Lidia se levantó de nuevo en el acto dispuesta a sacarle la información a golpes, pero Gaúl la sujetó y la hizo sentar. Debían dejar las cosas como estaban y descansar.

A la mañana siguiente, el humor de la guerrera no había mejorado.

Sin mediar palabra, Bruno subió al caballo pardo de Penelope ayudado por Gaúl. De pronto vio una mancha oscura que planeaba en el cielo sobre sus cabezas y se tiró de la montura junto a la joven.

—¡A cubierto! ¡Dragones! —exclamó.

Lidia miró entonces al cielo y reconoció en la panza del susodicho dragón la marca de Dracela. Su dragona. Así pues, continuó metiendo sus enseres en las alforjas sin inmutarse.

Al ver que aquella incauta no se ponía a resguardo, Bruno se levantó con las manos atadas, corrió hacia ella y se le abalanzó para protegerla. Dos segundos después, ambos estaban rodando por el suelo.

—Maldita sea, ¿por qué me has empujado, idiota? —gritó Lidia mientras intentaba zafarse de él a patadas.

Gaúl, que había presenciado la escena divertido, ayudó a Penelope a levantarse y le pidió silencio al comprobar que el prisionero se encogía al ver la sombra de la dragona sobrevolar de nuevo sus cabezas.

—Te estoy salvando la vida, maldita gruñona, ¿es que no lo ves? —se quejó Bruno mientras la aplastaba con su cuerpo y reptaba hasta llegar bajo el caballo de la joven.

—¿Salvándome? ¿De qué me estás salvando, si puede saberse?

Mirando entre las patas del animal al cielo, él murmuró:

—He avistado un dragón sobre nosotros e intento que no te mate, ¿te parece poco?

Sorprendida por su acción, Lidia sonrió sin poder evitarlo. Y su tímida sonrisa no le pasó inadvertida a Gaúl.

—Ese dragón es… —empezó a decir ella.

Pero Bruno, al ver que el enorme bicho volvía a pasar sobre ellos, le tapó la boca con la suya propia y susurró contra sus labios:

—Calla, no hables.

Durante unos segundos, Lidia y Bruno permanecieron con los labios pegados. Esa intimidad se tornó dulzona y caliente y, cuando él comenzó a sonreír, Lidia se liberó de su abrazo de una patada y, tras rodar por el suelo para alejarse de él, le espetó mientras se levantaba:

—Que sea la última vez que haces algo parecido, o te juro que… que…

Poniéndose a su vez en pie, Bruno miró al cielo y, al verlo despejado, preguntó:

—¿O qué?

Lidia desenvainó entonces su espada, se la puso en la garganta y siseó:

—O te juro que te mato. ¿Entendido?

La boca de Bruno se secó al instante al percatarse de que el dragón que segundos antes volaba sobre sus cabezas caminaba hacia ellos con tranquilidad sin que la joven se diera cuenta.

Gaúl, que observaba la escena, cruzó una mirada con su amiga y la informó de lo que ella ya imaginaba. Sin retirar su espada del cuello de Bruno, la joven declaró:

—Te presento a Dracela, mi dragona. Ella me ayudó a capturarte y, si vuelves a propasarte conmigo, te aseguro que también me ayudará a deshacerme de ti, ¿verdad, Dracela?

La criatura alada, de color violeta y escamas afiladas, se detuvo a escasos metros de ellos y, enseñándole los enormes dientes, acercó su cabeza hasta Bruno y afirmó con voz ronca:

—Será un honor carbonizarlo o arrancarle la cabeza, jefa…

El apuesto guerrero, al oír las carcajadas de todos, incluidas las de la dragona, se sintió ridículo y humillado. Le habían tomado el pelo.

Bruno había intentado proteger a Lidia de un peligro, y ella no había sabido darle a ese detalle su valor. Por eso, cuando ella retiró la espada de su garganta, regresó hasta el caballo de Penelope sin decir nada y, agarrándose como pudo, montó encima. Segundos después, Gaúl ayudó a Penelope a acomodarse delante de él y todos prosiguieron viaje.

Durante horas, un sol de justicia los abrasó a pesar de que Dracela intentaba volar sobre ellos para proporcionarles algo de sombra. Pero la dragona también necesitaba refrescarse, y el sol parecía estar en su contra.

En un par de ocasiones, las miradas de Bruno y de Lidia se encontraron y, aunque rápidamente ella retiró la suya, él intuyó que en su fuero interno se había despertado una curiosidad que el día anterior no existía, y eso le gustó.

Con cautela, rodearon el bosque de las Serpientes. Sabían que como se acercaran a él la salvaje arboleda los atraparía y tendrían problemas. Agotado por el viaje, Bruno se fijó en que el desvío para el faro estaba cercano y, azuzando el caballo pardo de Penelope hasta ponerlo a la par que el de la valerosa guerrera, la informó:

—Las cuevas de la Duda y de la Pena están cerca. ¿Queréis mi ayuda o no?

Lidia miró entonces a Gaúl, que asintió, y se disponía a responder cuando de pronto un enano azul apareció ante ellos agotado y sudoroso.

—¿Qué ocurre? —preguntó la guerrera al ver la piel deslucida del enano.

Éste se detuvo en seco y gritó horrorizado antes de que una flecha pasara silbando por su lado.

—¡Troles tufosos!

Sin perder un segundo, todos dirigieron sus caballos hacia un pequeño montículo que les serviría de escudo y, tras desmontar, Bruno dijo acercándose a la morena:

—Suéltame las manos.

—No.

—Por el amor de Dios…, con ellas atadas no podré ayudar.

—¿Te crees que soy tonta? —replicó Lidia.

De repente, una docena de troles tufosos aparecieron de la nada, a cuál más sucio, pegajoso y feo.

—¿Crees que es momento para pensar si yo te creo tonta o no? —replicó Bruno.

—Vuelve con Penelope y déjame en paz —bufó ella.

Desesperado por verse atado y limitado en sus movimientos, el prisionero se abalanzó entonces sobre la joven guerrera y le siseó en la cara:

—Esos troles tufosos son carnívoros y muy peligrosos. La única manera de matarlos es clavándoles algo entre los ojos.

Con un certero tiro, Lidia incrustó una flecha entre los ojos de una de las criaturas.

—¿Te parece un buen tiro?

—Perfecto —asintió Bruno, pero al ver aparecer a más bichos de aquéllos se impacientó—. Desátame las manos de una vez, maldita cabezota, y terminaremos con estos asquerosos en un santiamén.

Con rapidez, Lidia volvió a cargar su arco y, sin contestar, comenzó a lanzar junto a Gaúl flechas contra las malolientes criaturas. Pero, tras aquellos primeros, aparecieron otra media docena y, tras ésta, otra, y la cosa comenzó a complicarse.

Bruno, que ya le había pedido repetidas veces a Lidia que lo soltara sin que ella le hiciera caso, reparó en que Penelope llevaba una pequeña daga al cinto.

—Suéltame si no quieres que todos muramos aquí y ahora —la apremió. Al ver que la joven lo miraba con ojos dudosos, insistió—: Por favor, confía en mí.

Tres segundos después, cuando los troles se abalanzaron sobre ellos, Lidia tiró el arco y, sacando su espada larga de la cintura, comenzó una encarnizada lucha con varios de ellos, a los que fue clavando con la otra mano su pequeña daga entre los ojos.

Al ver a Bruno liberado correr hacia él, Gaúl no lo dudó ni por un segundo, le lanzó una de sus espadas y comprobó cómo el otro comenzaba a luchar con fiereza y, en menos de lo que imaginaban, se vieron rodeados de un centenar de troles muertos.

Cuando comprobó que no aparecía ninguno más, Lidia se miró el brazo. La habían herido y debía curarse, pero al ver a Bruno preguntó molesta:

—¿Quién te ha desatado?

Él no respondió sino que, en vez de ello, mirándole la herida, preguntó:

—¿Estás bien?

Sin el menor gesto de dolor, Lidia asintió y aclaró con una sonrisa helada:

—Por supuesto que estoy bien, ¿acaso lo dudas?

Bruno cruzó entonces una mirada con Gaúl.

—No —murmuró—. No lo dudo. Pero hay que curarte.

—Luego —gruño ella.

Pero Bruno, que era aún más cabezota que la guerrera, y aun a riesgo de recibir un espadazo, la sujetó e insistió:

—Ahora.

Sus miradas volvieron a encontrarse en ese instante.

—Eres una muchacha muy hermosa para pretender ser tan dura —declaró él bajando la voz.

Boquiabierta porque la viera como una chica guapa y no como una guerrera, Lidia se disponía a replicar cuando Bruno afirmó:

—Si te hubiera conocido en otras circunstancias, ten por seguro que habría estado encantado de cortejarte.

Ella lo observó sin habla. Le gustara o no reconocerlo, aquellos ojos, aquellos labios y aquella sonrisa descarada y seductora la atraían como un imán y, consciente de cómo su corazón se aceleraba al escucharlo teniéndolo tan cerca, murmuró:

—Aléjate de mí.

Bruno asintió y sonrió al ver cómo lo miraba ella.

—Cúrate y, en cuanto acabes, proseguiremos nuestro camino —declaró.

Sin miramientos, la guerrera se curó la fea herida y, cuando terminó, Bruno dijo montándose a lomos del caballo con Penelope:

—Vayamos hacia la cueva. El hedor de estos pestilentes bichos atraerá rápidamente a otros de su raza. La humedad de la cueva desvanecerá nuestro rastro.

Por extraño que pudiera parecer, Lidia no dijo nada y obedeció sin más. Al ver que su prisionero no había intentado escapar al estar libre de sus ataduras, montó a su vez sin mediar palabra y, tras una rauda y rápida galopada, todos, incluidos el enano azul y la dragona, entraron en la cueva oscura.

Una vez en el interior, Bruno desmontó y miró a Lidia ignorando su entrecejo fruncido.

—Aquí hay dos caminos que desembocan en el mismo lugar.

—¿Adónde llevan esos caminos? —preguntó Gaúl.

—A un templo abandonado situado al oeste del bosque de las Serpientes. Cerca de dicho templo pasa una senda y…

—Sabemos a qué senda te refieres —lo interrumpió Lidia mientras Penelope le ajustaba con delicadeza el apósito de la herida del brazo.

Bruno la miró con intensidad, y de inmediato ella notó que la sangre le hervía en las venas. Entonces él reparó en que la sangre le chorreaba de nuevo por el brazo.

—Vuelves a sangrar —dijo acercándose.

Ella se miró y suspiró:

—No es nada.

—Lidia, es mejor que te cambies la cura —murmuró la dragona al ver la sangre.

—No hace falta, Dracela. No seas pesada —protestó ella.

Pero Bruno, que no estaba dispuesto a que la sangre continuara manando de su brazo, se acercó más a ella y con voz íntima susurró:

—Me preocupas cuando te pones tan testaruda.

Esas simples palabras, su cercanía y la intensidad con que la miraba consiguieron que el estómago de la dura guerrera se deshiciera y, antes de que pudiera decir nada, él la agarró de la mano.

—Siéntate —le ordenó.

Gaúl y Dracela se miraron sorprendidos y sonrieron. Ningún hombre había conseguido pasar de la nada al todo con Lidia como lo estaba haciendo ése.

Consciente de cómo aquel hombre podía con su voluntad guerrera, ella se dispuso a protestar, pero él insistió con mimo.

—Lo sé. Tú sola sabes cuidarte muy bien y no me necesitas. Pero no sólo a mí me preocupa que estés herida, ¿no es así? —Todos asintieron, y Bruno prosiguió feliz de sentirse respaldado—: Venga, sé buena y permite que Penelope te cure en condiciones.

—¿Quién te crees que eres para mandarme? —protestó ella.

El hombre de ojos claros sonrió.

—Sin que sirva de precedente, estoy de acuerdo con él —terció la dragona.

—Gracias, Dracela —murmuró Bruno de buen humor—. Además de lista, eres preciosa.

La criatura alada pestañeó ante la cara de asombro de Lidia.

—Para ser de tu especie, ¡eres muy galante! —repuso.

Lidia arrugó el entrecejo y puso los ojos en blanco al distinguir la mirada divertida de Gaúl ante su tonteo. No soportaba que nadie la tratara como a una niña y, cuando fue a protestar, aquel presuntuoso al que apenas conocía y que para ella era tan sólo mercancía que entregar dijo poniéndole un dedo sobre los labios:

—Vamos, fierecilla… Danos el gusto.

—No me llames así —siseó ella.

Bruno sonrió.

—Deja de protestar, cúrate y, cuando dejes de sangrar, proseguiremos nuestro camino.

Por mucho que la jorobara sabía que debía de hacerlo. El olor de la sangre atraería no sólo a los troles, sino también a cientos de bestias y, resoplando, se puso manos a la obra.

Una vez Penelope acabó de curarla, Lidia se puso en pie.

—Una vez salgamos del templo Abandonado —indicó Bruno—, tendremos ante nosotros una gran llanura hasta llegar al valle Oscuro. Ahora únicamente queda elegir qué camino queréis tomar, si el de la cueva de la Pena o el de la cueva de la Duda.

—Oh…, complicada decisión —replicó Dracela.

Desconcertada como nunca en su vida, y no sólo por estar en aquella tesitura, Lidia miró a Gaúl, que, encogiéndose de hombros, le dio a entender que le daba igual. Ninguno de los dos había recorrido nunca aquellas cuevas.

Penelope y Bruno los observaron mientras esperaban su contestación. Finalmente fue Lidia quien habló.

—Tú, que has cruzado ambas cuevas, ¿cuál nos aconsejas? —Él sonrió y, al hacerlo de aquella manera que le quitó hasta el hipo, ella se puso nerviosa y añadió en un siseo—: Espera…, espera…, espera. ¿Por qué debemos confiar en ti?

—Porque en este instante soy vuestra única opción —respondió él.

—¿Opción? ¿Tú eres nuestra opción? —exclamó Lidia.

—Sí, fierecilla. Así es, aunque te retuerza un poco las tripas reconocerlo.

Su seguridad…

Su arrogancia…

Su contención…

Todo ello enojó aún más a Lidia y, llevándose las manos a la cabeza, gritó:

—¿Qué hago dejando mi vida y la de mi gente en manos de mi mercancía?

—Mira, me habían llamado de todo excepto ¡mercancía! —Se mofó Bruno apoyándose en la pared.

Furiosa por el autocontrol de aquel hombre, la guerrera se acercó a él a grandes zancadas.

—Te crees muy gracioso, ¿verdad? —le espetó.

Él la miró y, tras pasear con lujuria su mirada por aquel cuerpo que tanto llamaba su atención, afirmó en tono bajo para que sólo ella lo oyera:

—A cada segundo que pasa, me pareces más bonita e interesante.

Lidia no daba crédito a sus oídos.

—¡Tú eres tonto! —Le soltó.

Bruno sonrió y, acercándose un poco a ella para hacerle ver que no lo intimidaba, respondió:

—Si sigues comportándote de este modo, al final voy a tener que besarte.

—Atrévete y te arrancaré la lengua de un mordisco —le escupió ella boquiabierta por su descaro.

—Hummm…, no me tientes o yo te arrancaré a ti otra cosa.

Incrédula. Ésa era la palabra, ¡incrédula!

Aquel tipo era osado, atrevido, imprudente y desvergonzado. Y, cuando iba a largarle cuatro frescas para ponerlo en su lugar, él se apartó de ella y caminó en dirección a Penelope.

—¿Estás segura de que tu esposo está en el valle Oscuro? —Al ver que aquélla no contestaba, insistió—: Te lo pregunto porque ya pocos prisioneros quedan allí.

—Las últimas informaciones que oí fueron ésas —susurró Penelope retorciéndose las manos—, pero yo…

Al ver la desesperación en el rostro de la joven, Bruno la consoló. Odiaba ver sufrir a una mujer. Y, tras pasarle la mano con delicadeza y cariño por la mejilla, dijo, consiguiendo así que algo en el pecho de Lidia se desbocara y sintiera un extraño calor en sus entrañas:

—No te preocupes, seguro que lo encontraremos. Te lo prometo, Penelope, y yo siempre cumplo mis promesas.

El enano azul, que hasta el momento había permanecido en silencio, intervino al oírlos hablar:

—¿Qué y a quiénes buscáis?

Penelope volvió a relatar entonces lo ocurrido con su esposo.

—Mis padres estaban retenidos allí —declaró el enano para sorpresa de todos—, quizá esté con ellos.

—¡Oh, Dios mío! —Sollozó la joven.

Al ver que temblaba, Lidia se acercó a ella mientras el enano decía:

—Lo último que sé es que todos los que estaban en valle Oscuro fueron trasladados al castillo Merino. Allí me dirigía yo.

—Y ¿tú por qué estás aquí solo? —Quiso saber Gaúl.

El hombrecillo murmuró entonces con pesar:

—Unos ogros me asustaron, salí huyendo en dirección opuesta a mis padres y eso fue lo que me salvó de caer en manos de los guerreros de Dimas Deceus.

—¿Cómo te llamas? —preguntó Dracela.

—Risco Mancuerda.

Conmovida por saber que la familia del enano azul había corrido la misma suerte que su marido, Penelope se emocionó y Bruno la abrazó.

Rápidamente, Gaúl dio un paso adelante y miró a Lidia.

—Jefa, tú dirás.

Con la boca seca por lo que aquel hombre llamado Bruno le hacía sentir, ella carraspeó y, acercándose a su detenido con una cuerda para atarle las manos de nuevo, le indicó:

—Guíanos por la cueva de la Pena.

Sin embargo, él dio un paso hacia atrás para separarse de ella y de Penelope y afirmó alto y claro:

—No iré atado.

Lidia lo miró desafiante.

—Irás atado y punto.

Mirándola directamente a los ojos, Bruno se agachó entonces para estar a su altura y murmuró en voz muy baja:

—Sólo me dejaré atar por ti el día que te tenga desnuda en mi cama. Nada más.

—¡Uyyy! —Se mofó Dracela.

El bofetón que Lidia le soltó retumbó por toda la cueva.

—Vuelve a decir algo parecido y te aseguro que no te ato, sino que te mato —juró y, furiosa, se alejó de él para hablar con Gaúl.

La dragona, viendo que Bruno sonreía, murmuró divertida:

—No seas tan truhan y descarado con la jefa, y recuerda: tengo un oído muy fino.

Bruno sonrió y, al ver que Lidia y Gaúl lo observaban, declaró:

—Si me atáis las manos, no os guiaré. La cueva de la Pena es peligrosa y, una vez entremos en ella, una extraña angustia os atenazará el corazón. Sólo alguien que haya pasado antes por ella está inmunizado y podrá arrancaros de la tristeza a la que os sumirá o moriréis en el interior.

—Y justó has de ser tú, ¿verdad? —Se mofó Lidia.

—Por supuesto, fierecilla —respondió él, con lo que se ganó una de sus miradas aniquiladoras. Luego prosiguió con rotundidad—: Además, si apareciese algún atacante, no quiero estar en desventaja. Debéis entenderlo.

Gaúl y Lidia cruzaron una mirada. Al cabo, ella resopló.

—De acuerdo —dijo de mala gana—, pero ándate con ojo. Si descubro que nos engañas o haces algo incorrecto, juro que te mataré.

—¿En serio? ¿De verdad estarías dispuesta a cobrar tan sólo la mitad de la recompensa por tu mercancía? —bromeó él al recordar lo que ella había dicho días antes—. Mira que si muero pierdo valor, fierecilla.

Tras dar un puntapié en el suelo y agarrar la daga de su cintura con fuerza, Lidia resopló y caminó en dirección a Dracela. Necesitaba alejarse de aquel idiota engreído o le arrancaría la lengua. Cuando pasó junto a la dragona, ésta murmuró con una tonta sonrisa:

—Vaya, vaya, jefa… Por fin alguien que no te teme.

Al oír eso, la guerrera se paró en seco y, clavando su furiosa mirada en su fiel dragona, siseó:

—¿Qué tal si cierras esa bocaza?

Dracela asintió y no dijo más. Bastante tenía con reír para sus adentros.

Un rato después se sumergieron en la cueva de la Pena y, nada más poner un pie en su interior, todos sintieron una profunda tristeza. Miles de recuerdos, de sentimientos y sensaciones colapsaron sus corazones y, a pesar de que nadie dijo nada, el abatimiento los asaltó.

Gaúl recordó a su preciosa y delicada novia Cora, y lo mucho que la había querido. Lidia pensó en sus maravillosos padres y en su increíble hermana y se emocionó. Penelope evocó a su cariñoso marido Fenton. Dracela a su madre, y el enano a su familia.

Todos, a excepción de Bruno, recordaron a sus seres perdidos, y la angustia en ciertos momentos se tornó tan abrumadora que, si no hubiera sido porque él, conocedor de lo que aquella cueva provocaba, los sacó de sus recuerdos, habrían terminado muertos de melancolía en cualquier rincón.

Conmovido, Bruno se fijó en Lidia. En su padecimiento al recordar a sus padres y a su hermana y en su sonrisa cuando ella creía que hablaba con ellos. El grito desgarrador por algo ocurrido en su pasado, que regresaba para atormentarla, hizo que la estrechara contra sí y ella lo abrazó angustiada en busca de cobijo.

Durante unos instantes, sin percatarse de que estaba en sus brazos, la guerrera se apretó contra él. Bruno pudo oler su piel, su pelo, rozar con un dedo su suave mejilla, y ella se tranquilizó cuando éste la besó en la cabeza y la acunó con mimo.

Cuando por fin alcanzaron la salida de la cueva, Bruno se ocupó de sentarlos a todos en el suelo y aguardó a que sus recuerdos tristes se desvanecieran. Se tranquilizó cuando sus rostros comenzaron a normalizarse y las lágrimas desaparecieron.

—¿Dónde estamos? —preguntó Lidia cuando tomó conciencia de que habían conseguido atravesar la cueva.

Al ver que su mirada desafiante regresaba a ella, Bruno sonrió.

—En una bodega subterránea del templo Abandonado.

Dracela, que, durante su paso por la cueva de la Pena, había perdido su color, abrió sus alas y preguntó:

—¿Qué ha pasado?

Sin querer contar todo lo que había oído, Bruno preguntó a su vez:

—¿Estáis todos bien?

Los demás asintieron. Entonces, Gaúl lo agarró por el hombro.

—Gracias —declaró.

Bruno sonrió y, sin mirar a Lidia, que estaba a su lado, murmuró:

—No hay que darlas.

Después de tomar resuello salieron de aquel lugar y, una vez vieron que nadie transitaba por aquella senda, montaron de nuevo en sus caballos y, ocultos por la oscuridad de la noche, cabalgaron a través de una enorme llanura mientras Dracela volaba sobre ellos.

Sin descanso, prosiguieron su camino hasta que vieron unas pequeñas luces añiles resplandecer a lo lejos. Pronto oyeron el sonido del viento entre las copas de los árboles y supieron que estaban cerca del valle Oscuro. Se les puso la carne de gallina. Pero nadie paró.

Continuaron su camino y antes de que amaneciera llegaron a las inmediaciones del castillo Merino.

Semiocultos, comprobaron que un ogro y dos humanos de aspecto fiero y vestidos de cuero oscuro vigilaban la puerta y los alrededores. Visto aquello, se retiraron a un lugar más seguro.

—He contado tres vigilantes en el exterior y varios en las almenas —dijo Dracela.

—¿Cómo podremos pasar? —preguntó Bruno mientras Lidia comenzaba a dibujar con un palo en el suelo.

—Sólo hay una manera —respondió ella. Y, dirigiéndose a Penelope, añadió—: Tú y yo iremos hasta la puerta contoneando las caderas para que se les haga la boca agua.

—Oh, no… —susurró asustada la joven.

Lidia, que no se percató del gesto de sorpresa de Bruno, insistió:

—Es la única solución, Penelope. En cuanto esos idiotas vean a dos mujeres solas, bajarán la guardia. ¡No falla! Los hombres son así de simples.

Bruno iba a decir algo en defensa de la raza masculina, pero Gaúl se le adelantó.

—Necesitamos más monturas para poder huir. —Y, señalando las cuadras, indicó—: Dadnos unos minutos antes de ir hacia ellos. Bruno y yo nos haremos con varios caballos. Los llevaremos junto a los nuestros para que la huida sea más ligera.

—¡Buena idea! —asintió Lidia, quien había cogido una amplia falda de la bolsa de su caballo y se la ponía dejándose bajo ella su espada—. Cuando estéis donde los caballos, hazme una señal y nosotras entraremos en acción.

—De acuerdo —convino su amigo.

—Cuando desaparezcamos tras aquel muro —prosiguió ella—, avanzad y matad al ogro que custodia el portón. Para ese momento creo que Penelope y yo ya habremos acabado con los dos hombres y habremos regresado. —Lidia se volvió entonces para mirar a su dragona y continúo—: Dracela, quiero que vueles y con tu aliento de fuego carbonices a los que están en las almenas para que nosotros entremos en el patio de armas. Risco, tú ayúdalos a entrar en las mazmorras. Una vez allí, liberaremos a los detenidos y saldremos por el mismo lugar por donde hemos entrado. Cogeremos los caballos y cabalgaremos en dirección a Villa Silencio.

—Estoy impresionado por tu rapidez para urdir un plan —se mofó Bruno al oírla.

Sin muchas ganas de sonreír, Lidia lo miró.

—¿Se te ocurre algo mejor, listillo? Porque, si es así, adelante, todos deseamos escuchar tu maravillosa idea.

Bruno agarró entonces a Lidia del brazo y, con una media sonrisa, inquirió:

—¿Para todo eres igual de loca y arriesgada?

—Sí —contestó ella con descaro.

—Mmmm…, me gusta.

Y tras tirar de ella, la besó en los labios para sorpresa de todos.

Por primera vez en la vida, Lidia se sentía vencida. Notar los carnosos y tibios labios del hombre se le antojó delicioso y delirante al mismo tiempo y, sin poder rechazarlos, los tomó y los disfrutó durante unos segundos, hasta que él la apartó y sonrió al ver su gesto desconcertado.

—Ten cuidado, fierecilla —le advirtió.

Sin darle tiempo a decir o hacer nada, Bruno se levantó junto con un sonriente Gaúl y ambos se alejaron hacia las caballerizas en busca de las monturas. Las mujeres se quedaron a solas.

—¿Estás bien? —preguntó Penelope al verla todavía boquiabierta.

Confundida por lo que aquel beso le había hecho sentir, Lidia asintió.

—Sí…, sí…, es sólo que…

—Es sólo que el de tu especie te agrada, ¿verdad? —Se mofó Dracela.

Con una extraña sonrisa, Penelope miró a la desconcertada cazarrecompensas y declaró:

—Debo decirte que hacéis una bonita pareja, Bruno y tú. Deberías darle una oportunidad. Se lo ve interesado por ti.

En ese instante, Lidia reaccionó. ¿«Oportunidad»? ¿«Interesado»?

Y, tomando las riendas de su cuerpo, miró atrás y, al encontrarse con la mirada de aquel que la había besado, sonrió y dijo:

—Si ese guaperas se cree que no voy a cobrar la recompensa por él, ¡va listo!

—Pero, Lidia, él…

—No, Dracela —cortó la guerrera—. No digas nada más.

Penelope le sonrió a la dragona y, cuando fue a añadir algo, Lidia le ordenó callar. Debían estar atentas a la señal de los dos hombres. Instantes después, mediante un sonido animal Gaúl le indicó que los caballos ya estaban en su poder y que el plan debía comenzar.

—¿Estás preparada, Penelope?

—Nooo…

Lidia la miró y, consciente de que la necesitaba para que el plan funcionara, preguntó:

—¿Quieres o no quieres rescatar a tu marido?

—Sí, pero…

—No hay peros que valgan. Si quieres recuperar a tu marido, colócate a mi lado e intenta seducir a esos idiotas como lo voy a hacer yo.

Penelope suspiró. No quedaba más remedio y, tras ponerse en pie, comenzó a caminar siguiendo a Lidia.

Tal y como había pronosticado minutos antes la guerrera, los dos hombres que custodiaban la fortaleza junto al ogro, al ver aparecer a dos mujeres bellas y solas se olvidaron de sus obligaciones.

—Alto ahí. ¿Quiénes sois? —preguntó el más alto al verlas mientras recorría su cuerpo con mirada lasciva.

Aunque se sentía como paralizada, Penelope intentaba guardar las apariencias. No estaba en absoluto acostumbrada a que la mirasen de ese modo. Lidia, en cambio, dio un paso al frente y, pasándose provocadoramente la mano primero por la curvatura del cuello y luego por sus pechos, murmuró con voz sensual:

—Nuestros nombres son Melva y Aeilin, y…

—Bonitos nombres, los vuestros —asintió el guerrero más bajito mientras observaba con actitud pecaminosa el fino talle de Penelope y su dulce boca.

Al ver la cara de susto de su compañera, Lidia le pidió calma con la mirada y, contoneándose como había visto hacer a las mujeres que ofrecían sus favores en las mancebías a cambio de unas monedas, dijo con descaro:

—Mi hermana y yo vamos solas de camino hacia Bonow, y queríamos saber si podríais proporcionarnos comida y descanso.

Los guerreros se miraron con picardía. Dos mujeres bellas y solas en medio de aquel lugar sólo podía significar una cosa para ellos: diversión. Tras ordenar al ogro que se quedara en la puerta vigilando, los tipos dejaron sus lanzas apoyadas en el muro de la fortaleza. A continuación, el más alto se acercó a las muchachas en actitud fanfarrona y murmuró echando su aliento pestilente a la escultural morena de pelo corto:

—En la cabaña en la que nos alojamos tenemos comida para vosotras.

—Oh, ¡qué amables! Y ¿dónde está esa cabaña? —preguntó Lidia con una sensual sonrisa mientras pensaba «Habéis picado, idiotas».

El guerrero rio mirando a su compañero.

—Tras la fortaleza —indicó—. Si nos acompañáis, os proporcionaremos comida y descanso…, si os apetece.

—¡Qué maravillosa idea! —murmuró Lidia pasándole cariñosamente el dedo por la barbilla al hombre, que rápidamente la tomó de la cintura.

Penelope, que hasta el momento había permanecido en silencio, quiso correr en dirección opuesta al ver aquello. Ir con esos dos a su cabaña era una locura. Pero al ver que Lidia comenzaba a caminar hacia el lateral de la fortaleza, decidió seguirla. No la abandonaría.

Cuando doblaron la esquina, la luz de las antorchas desapareció y a Penelope se le puso la carne de gallina al notar la callosa mano del guerrero deslizarse por su cintura. No obstante, respiró hondo y siguió andando tras su compañera y el otro hombre, que reían a carcajadas.

—Eres muy bonita, ¿lo sabías? —Carraspeó el guerrero cerca de su cuello.

Cuando la joven señora Barmey se disponía a contestar, una rápida mirada de Lidia le indicó que estuviera atenta. Penelope se llevó entonces la mano al cinto y tocó su daga. Con delicadeza, la desenfundó y, cuando vio a Lidia empujar al guerrero con ganas contra la pared de la fortaleza, ella hizo lo mismo.

Como era de esperar, los hombres reaccionaron con premura, pero la cazarrecompensas fue más rápida y hundió sin piedad la daga que sacó de su cinto en el estómago de su acompañante.

El hombre que iba con Penelope desenvainó entonces su espada y la blandió delante de él.

—Malditas mujerzuelas —espetó sorprendido—, ¿qué hacéis?

Con rapidez, Lidia extrajo su daga del cuerpo inerte del primer guerrero y, tras limpiarla con la camisa de aquél, siseó con gesto fiero mientras se levantaba la falda para sacar la espada.

—Yo que tú soltaría el arma si no quieres morir.

Pero el guerrero no estaba dispuesto a acatar aquella orden y embistió rápidamente. Los aceros chocaron entre sí y saltaron chispas. La arremetida hizo sonreír a Lidia, a quien la lucha le gustaba tanto como a Penelope tejer.

El hombre, furioso, volvió al ataque y, sorprendido por la joven de pelo negro, se defendió de un espadazo horizontal que lo hizo tambalearse.

—Baja tu espada o morirás. Te falta velocidad.

Esas palabras tocaron en lo más hondo al soldado. Él era un hombre, ella sólo una mujer. Y, siseando con furia, murmuró:

—¡Nunca! Y menos ante una mujer.

Lidia volvió a sonreír y, moviéndose con seguridad, replicó al tiempo que asestaba un espadazo bajo en diagonal:

—Nunca vuelvas a poner en duda la fuerza ni el poder de una mujer. Te puede sorprender.

Los aceros chocaron de nuevo. Lidia manejaba la espada con precisión. Durante unos minutos, ambos pelearon con crudeza embistiendo y rechazando enérgicamente los golpes del contrincante. Se atacaban con determinación, dispuestos a no aceptar la derrota. Era vivir o morir.

Penelope, que observaba el combate con el corazón en un puño, se encogió al ver a su compañera de viaje tropezar con la falda que llevaba y caer de espaldas al suelo. El soldado sonrió entonces con maldad. Su triunfo estaba cerca.

Al ver que el tipo se disponía a atacar a la mujer que la estaba ayudando a encontrar a su marido, Penelope sacó su daga del cinto y, tras abalanzarse sobre él, le rebanó el cuello sin piedad. El guerrero cayó paralizado en el acto y murió desangrado.

Lidia, sorprendida, se levantó del suelo y se quitó con celeridad la incómoda falda.

—Has hecho bien —dijo al ver el gesto de horror de Penelope—. Era él o nosotras. Has hecho bien, no lo dudes nunca.

La joven asintió, tragando con dificultad. Nunca había matado a nadie, y la sensación no le gustó. Pero la adrenalina del momento y el hecho de pensar en liberar a su marido la habían movido a actuar.

—Penelope, ¿estás bien?

—Sí…, sí…

Convencida de que aquello no había sido fácil para ella, Lidia la agarró de la mano para infundirle ánimos.

—Gracias por lo que has hecho —declaró mirándola a los ojos—. Te lo agradeceré toda la vida, pero ahora debemos ir a por tu marido.

La joven señora Barmey asintió y sonrió. Fenton estaba cerca y debía liberarlo.

De pronto, el estrépito que se oyó en el interior del castillo les hizo saber que Dracela había entrado en acción. Mirando hacia el oscuro cielo divisaron a la dragona sobrevolar el lugar, mientras con su potente aliento chamuscaba a los vigías.

Doblaron la esquina a la carrera y vieron al ogro muerto en el suelo. Eso significaba que Gaúl, Bruno y Risco ya habían entrado en la fortaleza. Sin descanso, ni miedo, entraron en busca de sus amigos, a los que vieron luchando con ferocidad con los hombres que allí estaban.

Lidia hizo a un lado a Penelope y, lanzando mandobles de rápida sucesión, acabó con la vida de dos ogros. El desconcierto hizo que el caos se apoderara del lugar y, cuando terminaron con los escasos ogros y humanos que les presentaron batalla, llegaron hasta las mazmorras guiados por Risco. Era un lugar pestilente, donde las ratas corrían a sus anchas y la suciedad era negra y corrosiva.

Lidia comenzó a buscar las llaves para abrir las celdas entre los cuerpos muertos que estaban tendidos en el suelo. Entonces notó que alguien la agarraba del brazo y, al levantar la vista, vio a Bruno, que le preguntaba:

—¿Estás bien?

—Claro, ¿no me ves? —replicó.

Bruno sonrió y le entregó unas llaves.

—¿Buscas esto, fierecilla? —dijo sacándola de quicio.

Lidia se las arrebató de las manos en el acto.

—Mal momento para jugar, amiguito —siseó.

Sin perder un segundo, abrieron las celdas y sacaron a los presos por la misma puerta por la que habían entrado. El caos era tremendo, y a su paso hubo que rematar a algunos guerreros que parecían reponerse. Una vez el nutrido grupo estuvo fuera, todos corrieron hacia los caballos. Bruno distribuyó los animales y rápidamente partieron al galope, mientras Risco lloraba desconsolado tras saber por otro enano que sus padres habían muerto.

Penelope estaba histérica. Intentaba encontrar a su esposo entre aquellas personas, pero le era imposible. Todos estaban sucios, harapientos, y el galope de los caballos no le facilitaba la tarea.

Después de varias horas de cabalgada por el camino Libby, la comitiva llegó a las inmediaciones del castillo de St. Louis y se detuvo. Uno a uno, Penelope los miró. ¿Dónde estaba su marido?

Poco a poco, los presos liberados partieron agradecidos para sus hogares y, cuando todos se hubieron ido, Penelope lloró desesperada. Fenton no estaba entre ellos.

Bruno la abrazó al verla desconsolada, susurrándole al oído que se tranquilizara, asegurándole que encontrarían a su marido. Pero Penelope no lo escuchaba. Pensar que a Fenton le hubiera pasado algo le retorcía las entrañas y apenas si le permitía respirar.

Horas después, cuando lograron que la pobre mujer y Risco se tumbaran a descansar, Lidia los observó. El horror y la pena que veía en sus ojos eran los mismos que ella había sentido cuando había perdido a sus padres y a su hermana. Entendía su lamento. Entendía su desesperación, pero sabía que deberían pasar ese duelo para poder continuar adelante.

Después de hablar con Gaúl y Dracela, Bruno vio a Lidia sentada, apoyada en una gran roca, y se acercó a ella. Ella lo miró y él pudo ver reflejado el cansancio en sus ojos.

—¿Puedo sentarme a tu lado?

Lidia suspiró. Sabía que, dijera lo que dijese, terminaría haciendo lo que le diera la gana.

—Mientras te estés calladito, haz lo que quieras —repuso con apatía.

Bruno esbozó entonces una sonrisa socarrona y se sentó a su lado. Apoyó la espalda en la enorme piedra y, después de unos segundos de silencio, preguntó:

—¿Por qué?

Lidia resopló. Durante unos instantes calló, pero la curiosidad pudo más que ella.

—¿Por qué, qué? —replicó.

Conseguido su propósito de que fuera ella la que preguntara, Bruno respondió:

—¿Por qué eres tan dura contigo misma y por qué eres tan fría con los demás?

Ella cerró los ojos. No pensaba responder a su pregunta, pero él insistió.

—A mí no me engañas, fierecilla. Sé que dentro de ti hay un precioso corazoncito que desea que lo amen y lo mimen. Además, creo que…

—Te he dicho que te estuvieras calladito —lo cortó Lidia.

Bruno sonrió por la dureza de su tono.

—Mírame —musitó sin darse por vencido.

Ella se resistió. No pensaba mirarlo. Pero sus ojos la traicionaron y, cuando sin querer conectaron con los preciosos ojos azules de él, éste dijo:

—Eres una gran guerrera, de eso no me cabe la menor duda, pero también sé que eres una mujer dulce y tierna que se esconde tras una dura coraza para evitar que le hagan más daño del que ya le han hecho, ¿me equivoco?

Lidia no contestó y, cuando él enredó los dedos de su mano con los de ella, al sentir la calidez de su piel y el cobijo que le ofrecía, dulcificó su expresión. Consciente de ese gesto, Bruno sonrió, y entonces Lidia lo sorprendió. Acercó su boca a la de él y, tras pasar los labios por encima de los suyos, sacó la lengua y los resiguió con ella.

Excitado con ese simple gesto, Bruno jadeó. Ni en sus mejores sueños habría imaginado que ella hiciera eso, y menos que, con una agilidad increíble, se moviera hasta quedar sentada a horcajadas sobre él.

Con delicadeza, la joven acarició entonces el rostro de él con la punta de la nariz, mientras sus manos volaban a su cuello y a su pelo. Cerró los ojos para disfrutar de aquella intimidad tan maravillosa, mientras las manos de Bruno se posaban en su cintura y, lentamente, subían por su espalda.

Cuando los abrió de nuevo a escasos milímetros de su rostro, Lidia sonrió y, tras darle un morboso mordisquito en el labio inferior, volvió a acercar sus labios a los de él, pero en esta ocasión abiertos y dispuestos.

Sus respiraciones aún agitadas se acompasaron. Ambos se deseaban. Ambos se tentaban y, cuando Bruno no pudo más, dio el paso y la besó. Introdujo su húmeda lengua en la boca de ella y, dispuesto a disfrutarla, la asoló, mientras Lidia se apretaba contra él y abría la boca para recibirlo con pasión.

Un beso…, dos besos…, tres…

Cada beso era más acalorado que el anterior. Más ardiente. Más pasional. Y, cuando la joven sintió la dura excitación de Bruno apretándose contra ella, jadeó y volvió de golpe a la realidad.

—Soy una guerrera, no una damisela en apuros —dijo poniéndose bruscamente en pie—. No vuelvas a besarme o te aseguro que lo lamentarás.

Y, dicho esto, dio media vuelta y se alejó, dejando a Bruno confundido y excitado, aunque gratamente sorprendido con lo ocurrido.

Horas después, cuando todos hubieron descansado, continuaron hasta llegar a Villa Silencio, una ciudad dedicada especialmente a la agricultura, el cultivo de cereal y árboles frutales donde la gente más variopinta intentaba vivir en paz.

Allí se encontraron con varios de los hombres liberados el día anterior, y éstos los informaron de que habían oído a los guerreros de Dimas Deceus hablar sobre los presos que tenían en un lugar llamado El Picual.

Al oír eso y ver el desconcierto y la tristeza de nuevo instalados en los ojos de Penelope, Bruno maldijo en silencio y, acercándose a ella, dijo con voz grave:

—Te prometí que lo encontraría y lo encontraré.

Lidia lo oyó y, emocionada, sintió un extraño aleteo en el corazón. Después de todo, quizá Bruno no fuera tan mala persona como había imaginado…

Cuando el nutrido grupo se dispersó y sólo quedaron Gaúl, Lidia, Penelope, Risco y Bruno, la dragona Dracela se alejó volando para no asustar a los transeúntes y el resto decidieron ir a la posada más cercana a comer. Estaban exhaustos.

Al entrar, Lidia chocó con un tipo malhumorado de avanzada edad. Rápidamente Penelope la informó de que aquél era Thyran Deceus, el hermano del asesino que buscaban y que había matado a su familia.

Lidia se puso tensa de inmediato al oír ese nombre, y Bruno, al ver cómo lo miraba, la agarró de la mano con fuerza.

—Tranquila, fierecilla. Tranquila —murmuró.

A continuación hizo que se sentara a la mesa y le pidió tranquilidad con la mirada. Si le hacía algo a aquel individuo en la posada, los guerreros de Deceus que allí hubiera se les echarían encima.

Mientras comían cerdo asado y bebían cerveza entró en la posada un hombre joven. Bruno sonrió al verlo: era su amigo Semual Pich. Tras saludarse con afecto y saber que estaba allí porque había ido a comprar varios caballos, lo invitó a sentarse con ellos.

Durante un buen rato, todo el grupo mantuvo una interesante conversación con el recién llegado y, aprovechando un instante en que Gaúl distrajo a Bruno, Lidia le preguntó a Semual por la situación de Bruno, y éste se lo contó. Cuando supo la verdad de por qué buscaban a Bruno, la joven guerrera lo entendió todo y suspiró.

Por desgracia, el infesto mercader que los había contratado había raptado y matado a la joven hermana de Bruno, Aldena, simplemente por diversión. Saber aquello, que él nunca había contado y que ocultaba tras su perpetua sonrisa, la emocionó. Sin duda Bruno era mucho más fuerte de lo que había imaginado, y en cuanto pudiera ella misma lo ayudaría a matar a aquel maldito mercader.

Poco después, Semual se marchó y Lidia observó que Thyran Deceus se levantaba y salía de la posada. Sin dudarlo, salió tras él.

Bruno se levantó a su vez y, segundos después, todos estaban fuera del local.

Con cautela siguieron a Thyran hasta su casa y, al ver que aquél tenía una tienda de venta de plantas medicinales, encontraron la excusa perfecta para abordarlo.

Al entrar en la tienda, Thyran los miró. Pensó que sin duda eran forasteros y los atendió con amabilidad. Mientras Bruno hablaba animadamente con Thyran sobre bálsamos para el reumatismo, Lidia observaba al viejo de piel curtida y elegantes faldones de seda verde. Su voz era amable, pero sus ojos de cobarde lo delataban. Y cuando la poca paciencia que poseía la joven se quebró, saltó sobre el mostrador y, poniéndole la daga en el cuello, le espetó:

—Busco a tu hermano Dimas. ¿Dónde está?

Sorprendido, el cobarde de Thyran confesó que su hermano, aquel sucio y rastrero asesino, se encontraba en el castillo de Emergar, guarecido por su gran ejército.

Cuando hubieron terminado con el interrogatorio, Penelope, que hasta el momento se había mantenido en un discreto segundo plano, con una sangre fría que dejó a todos atónitos, se acercó al viejo Thyran y, tras sacarse la daga que llevaba al cinto, se la clavó en medio de la mano.

—Mi marido es Fenton Barmey —siseó—. Por tu bien, más vale que cuando llegue donde has dicho lo encuentre con vida; de lo contrario, regresaré y yo misma te mataré con esta daga.

El hombre balbuceó tembloroso. Apenas se le entendía, y finalmente, para que callara, Bruno le dio un puñetazo y este cayó desmayado.

Tras atar al viejo a una silla y ver que la herida provocada por la daga de Penelope era más superficial que otra cosa, los cinco salieron con el mismo sigilo con el que habían entrado y se encaminaron hacia otra tienda, donde compraron los víveres necesarios para su próximo viaje.

De madrugada, tras partir de Villa Silencio montados en sus caballos, con Dracela volando sobre sus cabezas, llegaron al monte Coulis. Una vez allí, desmontaron y Bruno miró a Lidia.

—¿Debo pensar que confías en mí y que das por perdida la recompensa que ofrece el mercader de Londan? —preguntó.

Ella lo miró entonces de hito en hito y, sin mediar palabra, lo besó delante de todos.

Gaúl y Penelope sonrieron al tiempo que Dracela murmuraba divertida:

—Vuestra especie es muy… rara.

Aturdido por aquel beso inesperado, Bruno ni siquiera se movió y, cuando Lidia terminó, se alejó de él en silencio y una tímida sonrisa en los labios.

—Vaya… —murmuró él observándola.

Lo que Bruno no sabía era que la noche anterior su amigo Semual le había contado la verdad sobre su historia. Él no era un ladrón, sino un guerrero que, como ella, sólo intentaba vengar la muerte injustificada de su hermana Aldena. El mercader de Londan les había mentido para que lo encontraran y, tras hablarlo con Gaúl a solas, habían decidido rechazar ese encargo. Bruno merecía ser libre y vivir para vengar a su hermana.

El guerrero vio entonces cómo Lidia, tras dejar una de sus alforjas en el suelo, se volvía y caminaba de nuevo hacia él.

—Ya no eres nuestro prisionero —declaró la joven dejándolo pasmado—, y quiero que sepas que tu lucha es nuestra lucha. Si quieres, puedes cabalgar con nosotros hacia El Picual en busca del marido de Penelope y después a por Dimas Deceus. Pero también entenderé que prefieras regresar a Londan para vengar la muerte de tu hermana Aldena.

Boquiabierto porque supiera el nombre de su hermana y por el beso que le había dado minutos antes, Bruno se disponía a responder, pero Lidia dio entonces media vuelta y se encaminó hacia Penelope, que miraba con atención hacia el monte Coulis.

Al ver el desconcierto del guerrero tras lo ocurrido, Gaúl se le acercó, le propinó un codazo para llamar su atención y susurró en tono de mofa:

—Esto es inaudito. La jefa, rechazando un encargo, ¡increíble!

Dracela, que estaba tumbada en un lateral del camino y había observado la escena, murmuró mientras el enano Risco le limpiaba una uña:

—Tienes suerte, Bruno Pezzia, mucha suerte…

Él sonrió. Sin duda regresaría a Londan para vengar la muerte de su hermana, pero eso sería después de encontrar al marido de Penelope. Lo que al principio había sido un golpe de mala suerte había resultado ser todo lo contrario y, mirando a Lidia, aquella morena de modales no muy femeninos, replicó con socarronería:

—¿Sabéis? Creo que le gusto.

—Ten cuidado con ella —se mofó Gaúl—. El que avisa no es traidor.

—Quizá ella es tu destino —afirmó Risco mirándolo.

—En el fondo, esa fierecilla está loquita por mí —aseguró Bruno.

—Oh…, qué vanidoso —se guaseó la dragona mientras Gaúl y Risco se carcajeaban.

Bruno se estiró y, clavando la mirada en la cazarrecompensas que con su rudeza le estaba robando el corazón día tras día, murmuró:

—Sin duda éste va a ser el viaje más interesante de mi vida.

Gaúl y Dracela sonrieron. Era cierto, el viaje prometía.

No muy lejos de aquellos que bromeaban, Penelope observaba el cielo estrellado cuando notó que una mano se posaba en su hombro. Al volverse se encontró con Lidia, y ambas sonrieron.

Después de un silencio muy significativo, Lidia extendió una mano y Penelope vio sorprendida que la guerrera le ofrecía el colgante que le había arrancado del cuello el día que se conocieron; aquella maravilla de fino oro grabada con una «F» que su adorado Fenton le había regalado el día de su boda.

Las lágrimas afloraron a sus ojos y Penelope los cerró con fuerza mientras Lidia decía:

—Esto es tuyo, y sólo tú debes llevarlo.

La joven abrió los ojos, cogió el colgante que tanto significaba para ella y se lo llevó a los labios para besarlo.

Lidia, cuyas emociones parecían haber encontrado una puerta de escape tras conocer a Bruno, moduló la voz para no emocionarse y declaró:

—Buscaremos a tu marido en El Picual o donde sea y lo liberaremos. Y no porque desee que estés conmigo por la llave élfica, sino porque te aprecio, eres mi amiga y quiero que seas feliz.

Al oír su escueta pero clarísima declaración de amistad, Penelope la abrazó y Lidia sonrió feliz. La cercanía de las personas que habían llegado últimamente a su vida había conseguido que el hielo que rodeaba su congelado corazón comenzara a derretirse.

Además de su inseparable amigo Gaúl y de su maravillosa dragona Dracela, ahora en su vida estaba Penelope, una candorosa mujer a la que quería como a una hermana, un enano azul que sonreía sin parar y un apuesto y valeroso guerrero llamado Bruno Pezzia, que, con sus continuos retos, su paciencia y su manera de besarla había logrado abrirse paso hasta su corazón.

Esa madrugada, cinco jinetes y un dragón volador viajaron por el camino de la Piedra en dirección a El Picual. Debían encontrar a Fenton Barmey y no pararían hasta localizarlo.

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