Montaña del Arapeo

Amanecía.

La luz del nuevo día caló a través de la tela de la tienda donde Lidia dormía y alcanzó sus párpados. Al sentir la luz, la guerrera se dio media vuelta deseosa de seguir durmiendo. Tenía sueño, mucho sueño, y quería dormir. En busca de calor, enroscó sus piernas en el cuerpo tibio que encontró a su lado y, al sentir que la abrazaban, abrió los ojos y oyó:

—Buenos días, fierecilla. Hoy estás más hermosa que ayer y…

Pero él no pudo terminar la frase. Como si tuviera un muelle en las piernas, Lidia lo empujó con tal fuerza que Bruno cambió su expresión amorosa por un ceño fruncido y siseó mientras se levantaba:

—A ti no hay quien te entienda, mujer.

—No pretendo que me entiendas —gruñó ella.

Bruno Pezzia no se sorprendió por aquella respuesta. Si algo tenía claro era el carácter endiablado de la guerrera, y no sólo cuando se levantaba por las mañanas.

¡Mujeres! ¿Quién las entendía?…

Su relación en aquellos meses había pasado de estar todo el día riñendo a algo más intenso y apasionado. Lidia se lo había permitido, y él había aceptado encantado. Sin embargo, en ocasiones como aquélla, tras haber pasado una bonita noche juntos bajo las mantas, donde sus cuerpos se habían encontrado para darse placer, se le hacía más difícil su reacción.

Bruno se levantó del suelo y cogió su manta para doblarla.

—Lidia, escucha, yo… —empezó a decir.

—No. No te escucho —lo interrumpió ella—. Te lo he dicho mil veces. Lo que ocurra entre nosotros ¡ocurre!, pero luego ¡olvídalo!

Bruno frunció el ceño. ¿Cómo podía ser tan dulce en determinados momentos y tan arisca en otros? No obstante, sin darse por vencido, pidió:

—De acuerdo, ¡olvidado! Pero escúchame, sabes lo que siento por ti y…

—No empieces, Bruno.

Acercándose a ella para tenerla más cerca, le rodeó la cintura con un brazo e insistió:

—Intento ser paciente contigo pero, créeme, si olvidara lo que hay entre nosotros como tú me dices, lo pasarías mal. Afortunadamente, tengo bastante éxito entre las mujeres y…

Al oír eso, Lidia resopló.

—¡Serás creído!

Sin soltarla, Bruno prosiguió:

—No puedes besarme como me besas ni entregarte como te entregas a mí bajo las estrellas y luego, al amanecer, alejarte como si tuviera la peste y pedirme que me olvide de lo ocurrido.

Lidia parpadeó con suspicacia. Su romanticismo, aquel romanticismo al que él la estaba acostumbrando, la hizo sonreír. Sin embargo, se contuvo.

—Vamos a ver, Bruno —dijo—. Simplemente lo pasamos bien en ciertos momentos. Ya sabes que no busco amor eterno, ni nada por el estilo. Por tanto, recoge tu manta, cierra la boca y asume que no eres tan especial para mí como tú crees.

Aquellas palabras cada día lo molestaban más. ¿Por qué se empeñaba en recordarle que él no era especial? ¿Por qué ella no sentía la locura de sentimientos que lo asaltaban a él cuando la miraba, cuando la tocaba, cuando la besaba? ¿Por qué?

Finalmente, tras soltar un bufido de frustración, recogió su manta, la arrojó a un lado y, sin mirar a Lidia, salió de la tienda y se alejó. Cada día estaba más harto de aquel trato, y algún día se lo haría pagar.

La joven salió a su vez de la tienda y sonrió. Con el paso de los meses, Bruno se había convertido en una persona tremendamente especial para ella. La hacía sonreír cuando no lo esperaba, estaba siempre pendiente de hacerle la vida más fácil y, aunque eso le gustaba, no estaba dispuesta a dejarse embaucar por asuntos del corazón. No quería sufrir.

Sin quitarle el ojo de encima y divertida por cómo el guapo guerrero caminaba con paso firme, comenzó a enrollar su manta.

—Al final se cansará de tus desplantes y ni te mirará —oyó entonces que alguien decía.

Lidia se volvió con el ceño fruncido. Penelope estaba sentada sobre una gran roca, limpiando su espada.

—Quizá sea lo que quiero —espetó Lidia—. Odio cuando me mira con esa cara de… de… de tonto.

—¿Estás segura? —murmuró la joven.

—Sí.

—¿No te importaría que le sonriera a otra como te sonríe a ti?

—No.

—¿Ni que besara o regalara palabras tiernas a otras?

—No.

—¿Tampoco te importaría que le hiciera apasionadamente el amor a otra mujer bajo las estrellas?

Oír todo aquello no le estaba agradando, pero Lidia contestó sin inmutarse:

—Por supuesto que no.

Penelope suspiró. En los meses que llevaba con Lidia, había podido ver lo terrenal que era ella para sus cosas y, sonriendo, se mofó:

—Permíteme dudarlo.

Molesta por la ridícula sonrisa con la que la muchacha la escudriñaba, la guerrera dobló su manta en dos y entró en la tienda para dejarla. Se retiró el pelo de la cara con furia. Pensar en lo que Penelope había dicho la ponía enferma. Pero ella era Lidia, la cazadora de recompensas, y su fortaleza debía poder con todo.

Segundos después, cuando volvió a salir, miró a aquella amiga a la que tanto quería y le espetó antes de irse a lavar a un pequeño riachuelo:

—Pues no lo dudes ni un segundo.

Con gesto divertido, Penelope la siguió con la mirada hasta que desapareció tras unos arbustos. Todo lo que tenía de experta guerrera lo tenía también de cabezota.

Conmovida por la bonita y particular relación de aquellos dos, recordó el cortejo que había mantenido años atrás con su marido. Su festejo con Fenton había sido más tradicional. Paseaban, hablaban y apenas se rozaban; sólo había habido un par de besos apasionados antes del matrimonio, aunque, tras la boda, había disfrutado todas las noches de la pasión bajo las sábanas.

Bruno y Lidia no habían pasado por el altar, como había hecho ella, y dudaba que lo hicieran. Su situación era diferente, pero no le cabía la menor duda de que, aunque Lidia lo negara, estaba tan cegada por Bruno como él por ella.

Hacía ya más de nueve meses desde que se había unido a aquel pintoresco grupo, y cada día que pasaba estaba más feliz de pertenecer a él. Los dos primeros meses había buscado desesperadamente a su amado Fenton junto a sus nuevos amigos. Había intentado localizarlo, saber de él, liberarlo… Pero todo había sido inútil.

Y, al tercer mes, el mundo se le vino abajo cuando, tras el ataque de Las Cañadas, se encontró con un viejo amigo de su marido, Samuel Le Fol, que le comunicó antes de morir desangrado que Fenton había perecido días antes a manos de uno de los hombres de Dimas Deceus y había sido arrojado a una fosa común.

Saber aquella noticia la hizo caer en una desesperación sin fin. Penelope quiso morir. Quiso desaparecer de este horrible mundo. Quiso dejar de respirar. Pero, gracias a Lidia, Gaúl, Risco, Bruno y Dracela, que se ocuparon de ella día y noche, con el paso de los días consiguió remontar su pena y aceptar que debía vivir, aun sin su esposo.

Apenas hablaba, ni comía, ni cooperaba en nada. Sólo se dedicaba a seguirlos allá donde fueran como una alma en pena y a permanecer oculta mientras ellos luchaban, con la esperanza de que una espada envenenada se cruzara en su camino para al fin poder reunirse con su amado Fenton. Con su amor.

Pasó un tiempo y un día, sin saber por qué, al oír la respiración cansada de Bruno en pleno combate para liberar a unos rehenes, una extraña fuerza levantó a Penelope de donde estaba, y acto seguido cogió la espada de un caído y se unió a la lucha.

Mientras combatía con torpeza, pensó con rabia en la tristeza que Lidia debía de haber sentido al descubrir a sus padres y a su hermana muertos. En la desesperación de Gaúl, al ver a su amada asesinada, y en la rabia y el desasosiego que debía de haber vivido Bruno al ver la vida truncada de su hermana; en la furia de Risco al saber que sus padres nunca más lo besarían…

Ella no era la única que había perdido a un ser querido.

Ella no era la única que había vivido una tragedia.

Por todo ello, aquel día, una nueva y dura Penelope resurgió de su interior. Decidió continuar adelante con su vida, como Fenton habría deseado, e intentar recordar lo menos posible un pasado que nunca regresaría.

Ayudaría a todo aquel que la necesitara, como la habían ayudado a ella, y sobre todo dejaría de ser un lastre para el grupo y se uniría a la lucha de encontrar a Dimas Deceus, aquel malnacido que tanto daño había causado.

Todo el grupo se unió para instruirla en el combate. Lidia le enseñó a empuñar una espada, Bruno a esquivar golpes, Gaúl a caer y a levantarse del suelo con celeridad, y Risco a rastrear. En aquellos meses, había pasado de ser una simple mujer de su casa a convertirse en una guerrera a la que respetar.

Los días pasaron y el agotamiento era cada vez más latente. Necesitaban recobrar fuerzas para continuar con su lucha y, gracias a la llave élfica que Penelope portaba, los cinco, junto a la dragona, traspasaron sin peligro las defensas druidas de Boslo, y aquel mundo mágico e imposible de visitar para el resto de los humanos los acogió sin hacer preguntas.

Durante los días que estuvieron allí aprendieron la sabiduría ya olvidada de muchos de los maestros Melieros, y Penelope, la más torpe e inexperta de todos, se llenó de fuerza, coraje y valor.

Muchos fueron los atardeces en que la nueva Penelope paseó con el maestro Thor Kile, el hombre que en su mundo le había regalado la llave élfica tras ayudarlo desinteresadamente. No había nada más sabio que escuchar y aprender de un maestro como aquél, que poseía un gran conocimiento del saber.

El día que abandonaron las defensas druidas, Thor Kile, el gran maestro Meliero, entregó a cada uno de ellos, excepto a Penelope, que ya la tenía, una llave élfica en señal de su confianza. Así podrían traspasar las defensas druidas y usar la magia que la llave les proporcionaba en el Gran Pantano siempre que lo necesitaran.

El maestro Thor miró a Penelope y susurró:

—En tu camino encontrarás lo que sueñas. No será fácil el recorrido, pero la finalidad del mismo será tu gran recompensa.

Ella sonrió y asintió, comprendiendo que, tarde o temprano, la paz llegaría a su pueblo y, en especial, a su magullado corazón.

El agotado grupo, que un día había llegado a aquel lugar mágico, regresó a su mundo con fuerza, serenidad y, sobre todo, con unión tras abandonar la seguridad de los druidas.

Días después, gentes del mundo de La Piedra Alaya se les unieron, lo que los convirtió en un gran grupo de ataque contra Dimas Deceus. Todos tenían un mismo fin: acabar con su terrible injusticia y recuperar la paz.

Regresando de sus pensamientos, Penelope miró a su derecha. Allí, Gaúl recogía sus mantas del suelo mientras, más allá, varias personas preparaban en un enorme caldero unas gachas para desayunar.

En ese momento una sombra proveniente del cielo la hizo mirar hacia lo alto y sonrió al ver llegar a Dracela, la dragona alada tan temida por el enemigo pero tan querida por su gente.

Tras sobrevolar a sus amigos, que vitorearon al verla, la dragona se posó en el suelo y, mirando a la joven que limpiaba su espada sobre una piedra, la saludó.

—Buenos días, Penelope. ¿Has dormido bien?

La joven asintió.

—Sí. Todo lo bien que el frío me ha dejado.

Gaúl se acercó hasta el fuego y, tras llenar dos cazos de gachas, caminó hacia ellas y le entregó un cazo a Penelope.

—Yo he desayunado dos jabalís y un tierno cordero —dijo la dragona al verlos comer.

—Te cuidas que da gusto —sonrió Gaúl.

—Sí, amigo —rio Dracela—. Reconozco que hoy he tenido una buena caza. Por cierto, ¿dónde está la jefa?

—Lavándose en el riachuelo —informó Penelope.

Los dos humanos y la dragona charlaron animadamente durante un rato, hasta que de pronto los tres se fijaron en que Bruno Pezzia pasaba ante ellos con el entrecejo fruncido.

—¿Qué le ocurre a nuestro rompecorazones? —preguntó la dragona.

Gaúl, que se había percatado de lo ocurrido, sonrió, y Penelope murmuró sin querer ahondar en el tema:

—Lo de siempre.

Dracela asintió con la cabeza.

—No he conocido a otro hombre con tanta paciencia.

—Porque está enamorado —declaró Penelope—. Si no lo estuviera, te aseguro que la paciencia ya se le habría agotado.

Gaúl asintió. El pobre Bruno se iba a volver loco con Lidia. Hasta él había dejado de entenderla.

—Si yo fuera él —dijo—, ya habría perdido la paciencia y miraría a otra mujer, aunque sólo fuera para jorobarla.

La dragona soltó una carcajada que retumbó a su alrededor y, bajando la voz para que nadie más la oyera, murmuró:

—Sería interesante que lo hiciera para comprobar la reacción de nuestra cabezota guerrera.

—Ya lo creo —se mofó Gaúl riendo con ganas.

Bruno, que tenía un oído muy fino, se llenó un cazo con gachas y caminó hasta el lugar donde se encontraban sus amigos.

—Os estoy oyendo, y me preguntaba si os sería muy difícil hablar de vuestras propias vidas y dejar en paz las de los demás. ¿Qué os parece la sugerencia?

Gaúl, animado, se disponía a contestar cuando vio por el rabillo del ojo llegar a la enana Tharisa, el amor secreto de Risco. Una rechoncha y azulada mujercita que, tras ser encontrada medio muerta por Bruno en uno de sus viajes por el riachuelo del Doncel y revivirla, bebía los vientos por su salvador. El guapo Pezzia, como ella lo llamaba.

Como era de esperar, tras la azulada enana caminaba Risco. El pobre se desvivía por ella, pero no conseguía atraer su atención. Tharisa sólo tenía ojos para su Pezzia.

—Buenos días, guapo Pezzia —pestañeó la enana—. Ha sido verte y parece que el sol reluce con más ganas, felicidad y optimismo.

—Buenos días, Tharisa —la saludó él aún ceñudo mientras clavaba la mirada en sus amigos para que no se rieran.

Risco suspiró al oír las dulces palabras de la enana. Por más que se estiraba para parecer más alto y se atusaba, no conseguía atraer la atención de su amada. Se moría por oír cómo le dirigía una palabra bonita.

—¿Qué te pasa, guapo Pezzia? Te noto alterado, furioso, irritable y con pocas ganas de sonreír —insistió la pequeña, deseosa de conversación.

Dracela, que observaba la escena junto a sus amigos, apoyó la cabeza sobre una de sus patas y respondió reprimiendo una sonrisa:

—Creo que, simplemente, hoy Bruno tiene el día nublado.

Al oír eso, el aludido se volvió hacia la dragona.

—El día nublado lo tiene una que yo me sé —siseó tajante—. Qué mujer más incómoda y difícil… A veces la cogería por el cuello y no sé qué le haría.

—Lo que tienes que hacer es darle a probar de su propia medicina —apuntó Penelope—. Un poco de indiferencia y sonrisitas a otras féminas seguro que le darán que pensar.

Todos la miraron sorprendidos. ¿Cómo podía sugerir eso la dulce Penelope?

Y, soltando una risotada, la joven cuchicheó:

—Si yo fuera tú, lo haría, Bruno.

El apuesto guerrero, sabedor de que Penelope nunca daba malos consejos, repuso:

—Quizá algún día lo haga.

—Hazle saber que ya no crees que ella sea tu destino —susurró Penelope.

—Cada día dudo más que ella sea mi destino —declaró Bruno.

—Ay, guapo Pezzia —tercio la enana—, si abrieras los ojos y miraras a tu alrededor, te aseguro que encontrarías a más de una mujer que se muere por tus huesos.

—No lo dudo —se mofó Risco.

Bruno sonrió. Tharisa era un encanto de chica, pero no era su tipo y, tras agacharse para quedar a su altura, susurró:

—El problema, preciosa, es que me gustan las cosas difíciles y…

—Bruno…, Bruno…

Todos levantaron entonces la mirada y vieron a dos preciosas jóvenes de bellos ojos castaños que caminaban hacia ellos. Eran Neirea y a Sandala, las hijas del mercader Goster der Moor, dos jóvenes preciosas que siempre estaban dispuestas a agradar a Bruno.

Gaúl, que se había percatado del gesto de enfado de la pequeña Tharisa al verlas, cuchicheó:

—Esto se pone interesante.

—Yo diría que peligroso —se mofó la dragona.

—Te secundo, Dracela…, te secundo —suspiró Risco al comprobar cómo la enana arrugaba la nariz.

Tharisa, al ver a aquellas dos acercarse contoneando las caderas hacia el objeto de su deseo, resopló pero no se movió del sitio. Bruno cambió su gesto rudo por otro más alegre, y la enana, durante un tiempo que se le hizo eterno, fue testigo de cómo aquellas dos atontadas se mesaban los cabellos para hablar con su hombre. Cuando vio que una de ellas le acariciaba el brazo con la yema de los dedos, ya no pudo soportarlo más. Con disimulo, se metió las manos en el minúsculo bolsillo de su falda plisada y, tras soplar unos polvos de color berenjena en dirección a Bruno, éste dijo para horror de las muchachas:

—¿Qué os ocurre hoy, que estáis tan feas, espantosas y ajadas?

—¡¿Cómo?! —exclamaron ellas molestas.

La carcajada de la dragona no se hizo esperar cuando Bruno agarró a Tharisa para sentarla sobre sus piernas y dijo:

—Chicas…, chicas…, chicas. Si al menos tuvierais la belleza de mi preciosa Tharisa, me resultaría más fácil miraros, pero siento deciros que ninguna de vosotras posee su fresca hermosura.

Las muchachas se miraron incrédulas. Pero ¿qué decía aquel loco?

Compararlas con aquella enana azul, bajita, culona, de ojos saltones y pelo de rata era el peor insulto que unas bellezas como ellas podían consentir. Y, ofendidas, dieron media vuelta y se alejaron ante las carcajadas de todos y la sonrisa malvada de Tharisa.

Entonces, de pronto, Bruno estornudó y se encontró con la enana sentada sobre sus piernas y a las jóvenes que se alejaban de él.

—Tharisa, ¿qué has hecho? —preguntó al intuir lo ocurrido.

—Nada, guapo Pezzia —suspiró ella oliendo su perfume varonil.

Él, sin embargo, no la creyó. No era la primera vez que se la jugaba, e insistió.

—Tharisa, estoy esperando.

La enana se retiró con un dedo los cuatro pelos que le caían sobre la frente y susurró encantada por su cercanía:

—Esas grotescas, fachosas y antiestéticas deslenguadas se han molestado porque has dicho que la mujer más bella, hermosa, linda, sublime y agraciada del campamento soy yo.

Bruno la miró. La enana pestañeó y él siseó mientras oía reír al resto:

—¿Yo he dicho eso?

—Oh, sí…, mi guapo Pezzia, ¡lo has dicho! —Aplaudió encantada Tharisa.

Molesto por los hechizos que en ocasiones la enana le lanzaba, Bruno suspiró. Debería enfadarse con ella, pero lo cierto era que no podía. Tharisa era un encanto de mujer, fuera de la especie que fuese.

Consciente de lo que pensaba, Risco se sentó a su lado.

—Amigo Bruno —le advirtió—, debes estar más alerta o una fea y culona, además de entrometida y azulada, enana… será tu perdición.

—Oh, sí…, lo presiento —corroboró Penelope.

—¿Me acabas de llamar fea y culona? —terció Tharisa.

Risco negó con la cabeza.

—Yo no he pronunciado tu nombre, Tharisa —replicó—, y en este campamento hay muchas enanas azules como tú.

La colleja que la pequeña Tharisa le dio a Risco resonó compacta y contundente.

En ese instante, Gaúl vio llegar corriendo a Lidia y se puso en alerta.

Sin necesidad de que la joven guerrera dijera nada, todos intuyeron por su gesto que algo ocurría. Rápidamente se arremolinaron a su alrededor y ella cruzó una rápida mirada con Bruno.

—Acabo de ver acercarse por el bosque de las Brumas una gran caravana de gente —declaró Lidia—. Pero están todavía muy lejos y no he podido distinguir si es la que esperamos. Dracela, necesito que vueles escondida entre las nubes y me digas de quiénes se trata.

—A tus órdenes, jefa.

Sin tiempo que perder, la dragona echó a volar y desapareció de su vista. Lidia se mesó el pelo y, tras ordenar a algunas mujeres que apagaran los fuegos rápidamente, miró a Gaúl y a Bruno.

No se sorprendió de ver a Tharisa con ellos. Desde que Bruno la había encontrado malherida meses antes, aquella enana se había convertido en su sombra. Al ver que Lidia la miraba, Tharisa levantó el mentón e instantes después se marchó seguida por Risco.

—¿Qué le ocurre? —preguntó Lidia.

Gaúl, aún divertido por lo ocurrido, murmuró:

—Eres su máxima rival, ¡entiéndelo!

Lidia sonrió y Bruno sentenció mirándola con gesto serio:

—Quizá ya no lo sea.

La guerrera sonrió con sorna y él se alejó en dirección a un grupo que hablaba junto a la arboleda.

—Vaya…, vaya… Parece que el guapo Pezzia está enfadado —se mofó Gaúl.

Lidia no contestó. En ese instante, lo único que le importaba era saber si aquélla era la caravana de prisioneros de Dimas Deceus, que viajaba hacia Trastian para su venta.

Aun así, molesta, cogió el cazo de gachas que Penelope le tendía y se apoyó en una piedra para comer. Poco después vio a la joven Irida, que se acercaba al grupo de más allá, y más concretamente a Bruno. Durante varios segundos, Lidia los observó hablar, y se percató de cómo la joven pestañeaba. Sonrió.

—Veo que te hace gracia —cuchicheó Penelope.

Lidia asintió y siguió comiendo.

—Sonrío porque las mujeres despliegan sus encantos ante Bruno y él ni se inmuta —repuso.

Pero, nada más decir eso, observó cómo él estiraba el cuello y fijaba la vista al frente. Con curiosidad, Lidia siguió su mirada y vio que desembocaba en una guapa mujer morena que cargaba con un cubo de agua a la que nunca antes había visto.

—Es Aimil —explicó Penelope—. Se ha unido al grupo la pasada madrugada.

Lidia asintió y, al ver que Bruno caminaba hacia ella y, acto seguido, ambos se abrazaban emocionados, se quedó sin respiración. ¿Quién era aquella mujer?

Los observó durante algunos minutos. Ambos se tocaban el rostro, el cuello, los hombros, y se abrazaban una y otra vez. Sin lugar a dudas, se conocían. Pero ¿de qué?

Sin soltarla, Bruno cogió el cubo de agua que minutos antes ella llevaba y se alejó tras abrazarla con cariño y darle un tierno beso en la coronilla.

Por primera vez en mucho tiempo, Lidia se quedó sin palabras. Aquella efusividad la había dejado sin saber qué pensar, y Penelope, tan sorprendida como ella por lo que había visto, afirmó tras guiñarle un ojo a un estupefacto Gaúl:

—Menos mal que a ti lo que haga Bruno te da igual, ¿verdad?

Sin ganas de comer más gachas, Lidia dejó el cazo sobre la piedra.

—Por supuesto —replicó mientras perdía de vista a Bruno.

Gaúl se disponía a decir algo en ese momento cuando la sombra de Dracela apareció e instantes después, tras posarse con delicadeza, informó con su voz ronca:

—Es la caravana que esperábamos.

—¿Seguro? —preguntó Gaúl acomodándose el cinto.

—Sí —asintió la dragona—. Los guerreros de Dimas son inconfundibles.

—¿Has podido ver cuántos son?

—He contado tres carretas de presos y unos diez guerreros a los lados de ambas. También he visto varios enanos azules portando mantas y enseres. En total serán una treintena de guerreros y unos diez enanos.

—No son muchos —asintió Penelope tocándose el colgante que su marido le regaló.

Sin perder tiempo, Lidia ordenó que todos se reunieran y los informó de quiénes y cuántos eran los que llegaban. Luego decidieron urdir un plan entre todos.

—Podremos con ellos —dijo Penelope, animada ante la inminente lucha.

—No lo dudes, preciosa —sonrió Bruno, que volvía a abrazar a la morena.

Su respuesta hizo que la enana Tharisa mirara a Penelope y a la morena como a dos nuevas rivales. ¡Aquello era un sinvivir!

Todos hablaban entre sí, y Lidia esperó a que Bruno se posicionara a su lado como siempre, pero en esta ocasión no lo hizo. Eso la molestó, pero calló. Se lo veía muy concentrado en la morena.

—Por la distancia que hay desde aquí hasta Trastian, sin lugar a dudas harán noche en el camino —dijo Dracela, que hablaba con Gaúl.

—¡Perfecto! —asintió Lidia. Y, al ver que Bruno seguía alejado del grupo, decidió llamar su atención gritando—: Bruno Pezzia, ¿podemos contar contigo?

Él la miró y, con una sonrisa más amplia que la de noches antes, afirmó:

—Por supuesto. Contad conmigo como siempre.

Dicho esto, continuó hablando con la morena.

Cinco minutos después Lidia caminó hasta él molesta.

—Perdona —le espetó—. No quiero molestar, pero ¿serías tan amable de acercarte hasta donde estamos todos para poder concretar el plan de acción?

Bruno sonrió. Miró a la morena y, tras guiñarle un ojo, le dijo:

—Cuando termine iré a buscarte para charlar, ¿vale?

—De acuerdo —sonrió ella, y se marchó.

Una vez la joven estuvo lo suficientemente lejos, Lidia miró al hombre que hasta el momento siempre le había sonreído tan sólo a ella.

—¿Qué tienes tú que charlar con ésa? —inquirió.

Sorprendido y atónito por su gesto, Bruno la miró, luego miró a Penelope, que sonreía, y acercándose a Lidia susurró:

—Lo que quiera. No olvides que lo que ocurre entre nosotros ¡ocurre! Después hay que olvidarlo todo, ¿no es así?

Lidia notó como si tuviera fuego en las entrañas. Jamás había sentido celos de nadie, y no quería tenerlos ahora de aquella morena. Cuadró la mandíbula, alzó el mentón con soberbia y dijo:

—Vamos, regresemos con los demás. Nos están esperando.

Cuando se dio la vuelta, Bruno levantó la vista al cielo y sonrió.

Durante horas hablaron sobre cómo proceder y, una vez todo quedó claro, Lidia, que era quien llevaba la voz de mando en el campamento, afirmó:

—De acuerdo. Una vez acampen, visualizaremos sus posiciones y los atacaremos al anochecer.

Todos asintieron. Era lo mejor.

Tharisa, que una vez comenzada la reunión se había unido a ella junto a su Pezzia, preguntó mirando a la guerrera:

—¿Utilizarás el brebaje que preparé?

Lidia la miró. Por primera vez había sentido lo que la enana azul sentía al ver a Bruno con ella.

—Por supuesto —respondió con empatía—. Debemos echar tu brebaje en su cena y esperar a que haga efecto. Después, atacaremos.

Encantada de sentirse parte del grupo de acción, Tharisa saltó, y Bruno la levantó del suelo para abrazarla.

—Bien…, bien… —exclamó—. Bien por mi preciosa Tharisa.

Emocionada, alterada, estupefacta e impresionada, la enana asintió y, cuando Bruno la dejó de nuevo en el suelo, declaró:

—Os demostraré lo efectivo que es y lo buena que soy preparando brebajes.

De nuevo se abrió debate. Ahora sólo faltaba decidir quién se infiltraba en el campamento enemigo para echar el brebaje en la cocina.

Risco, que quería impresionar a Tharisa para que se fijara en él como hacía con el guapo Pezzia, se ofreció voluntario.

—Yo me introduciré en su campamento para echar el brebaje de Tharisa en la comida —dijo. Todos lo miraron, puesto que Risco no destacaba por su braveza—. Dracela ha dicho que ha visto a varios de mi especie entre ellos —prosiguió él—, y estoy seguro de que nadie reparará en un enano más.

—Buena idea, amigo —asintió Bruno chocando la mano con él.

—Sí. Es una idea prodigiosa, extraordinaria, sensacional —afirmó Tharisa de buen humor.

—De acuerdo —asintió Lidia con seriedad—. Esperemos a que sea noche cerrada. Después conseguiremos que Dimas Deceus rabie.

Todos sonrieron y levantaron sus espadas satisfechos. Era un buen plan.

Cuando la reunión hubo acabado, Lidia vio cómo Bruno se alejaba de ella.

—Tú te lo has buscado, querida —murmuró Dracela.

La guerrera, furiosa, no contestó. En vez de ello, dio media vuelta y caminó en sentido contrario.

Durante horas, Lidia esperó la llegada de Bruno, pero él no apareció. Sin lugar a dudas, se había tomado al pie de la letra aquello de ¡olvidar!

Después de la comida, mientras estaba sentada con Penelope bajo un árbol, vio pasear a la pareja por el campamento. La morena parecía divertida con lo que él le contaba y, sólo con ver el gesto de Bruno, supo que disfrutaba de la compañía de aquélla.

Penelope, viendo hacia adónde miraba su amiga, se disponía a decir algo cuando Lidia murmuró:

—Ni se te ocurra decirlo; sé muy bien lo que piensas. —Se levantó de un salto y añadió—: Voy a descansar un rato. Esta noche será larga.

Acto seguido, la cazarrecompensas se levantó y, tras dirigirle una sonrisa a Penelope, fue hasta su tienda y extendió su manta en el suelo. Se desnudó quedándose sólo vestida con una camisola, se tumbó y cerró los ojos.

Necesitaba descansar, pero las imágenes de Bruno y de aquella morena sonriendo la estaban atormentado. Se dio media vuelta para un lado, después para el otro y, cuando estaba a punto de estallar a causa del nerviosismo, la puerta de la tienda se abrió y apareció Bruno.

Ambos se miraron durante unos instantes pero ninguno de ellos habló. Al final, él caminó con paso decidido hacia su manta y la cogió. Lidia lo miró, la agarró y le preguntó sentándose:

—¿Adónde llevas tu manta?

—A donde me dé la gana —replicó él con gesto serio.

Todavía más desconcertada que antes, ella insistió:

—¿Te vas con la morena?… ¿Cómo se llamaba?

—Aimil —respondió él.

—Chico…, ha sido verla y se te ha iluminado la cara y la sonrisa. ¿A qué se deben tantos besos y abrazos?

El silencio se instaló de nuevo entre ellos hasta que Bruno preguntó:

—¿Te supone algún problema que me vaya de tu lado?

—Absolutamente ninguno —aseguró ella—. En todo caso, gano más espacio para dormir.

Bruno asintió al percibir su frialdad.

Sin duda podía marcharse cuando quisiera. Entre ellos nunca había habido normas, ni promesas, especialmente porque Lidia nunca las había querido.

Ella soltó entonces la manta y siseó:

—Si tu manta sale de mi tienda, ni tú ni ella volveréis a entrar.

Bruno la miró boquiabierto por su desafío. Finalmente asintió.

—Muy bien, jefa —dijo—. No hay ningún problema. Pero antes de que mi manta y yo salgamos de esta tienda, te voy a decir tres cositas.

Lidia se puso entonces en pie, levantó el mentón y siseó:

—Tú dirás.

Enfadado con la situación, puesto que había ido allí para hacer las paces con ella, él le espetó:

—La primera. No voy a mendigar ni tus besos, ni tus abrazos. Si tú, como mujer, no me necesitas, asumido está, y buscaré quien me necesite.

—Muy bien —afirmó Lidia con chulería—. ¿Cuál es la segunda cosa?

A cada instante más enfadado, Bruno clavó sus ojos azules en ella y añadió sin pensar:

—Una vez acabemos esta contienda, cogeré mi caballo y mis escasas pertenencias y me iré. No creas que te necesito para subsistir.

—¿Y la tercera? —preguntó la guerrera con el corazón encogido y un hilo de voz.

Dispuesto a ser sincero con ella, Bruno replicó:

—La tercera: Aimil era la mejor amiga de Aldena y, por tanto, es como una hermana para mí. Reencontrarme con ella ha sido como volver a ver a mi hermana.

Eso lo cambiaba todo, pensó Lidia. ¿Cómo había sido tan tonta? Pero, cuando fue a moverse para acercarse a él, el guerrero dio un paso atrás.

—No —dijo—. Ahora soy yo el que no quiere nada de ti.

Sin más, Bruno dio media vuelta y salió de la tienda dejando a la joven sin saber qué hacer o qué decir. La sensación de pérdida que sintió en ese instante fue terriblemente dolorosa pero, cuando las lágrimas estaban a punto de derramarse de sus ojos, la puerta de la tienda se abrió y Bruno entró de nuevo.

Ambos se miraron a los ojos unos segundos, hasta que él se acercó a ella, la cogió entre sus brazos y la besó. Desesperada, Lidia lo abrazó. Había vuelto. Eso era lo único que importaba.

Enloquecido, el guerrero metió las manos por debajo de su camisola y se la quitó. Los pechos lozanos de la joven, que Bruno adoraba, se movieron ante él y jadeó.

Ardiente de deseo, Lidia se arrodilló y luego se tumbó. Desnuda ante él, extendió sus manos a la espera de que su hombre se las cogiera. Poniéndose de rodillas, Bruno le cogió las manos y la abrazó fuertemente con cariño.

Al sentirlo encima de ella, la joven gimió, mientras él la envolvía entre sus brazos con la ternura habitual. Durante varios minutos únicamente se besaron, el deseo por poseerse aumentando más y más a cada instante.

Lidia era tentadora y deseaba lo mismo que él, por ello, Bruno se desabrochó el pantalón con rapidez, sacó su duro miembro y, aceptando la invitación de ella, la penetró. La hizo suya, al principio lentamente, pero su propio goce y los jadeos de la joven guerrera lo hicieron acelerar. Sentir el desenfreno de ella lo volvió loco de pasión y, mirándola a los ojos, la poseyó de forma animal hasta que ambos alcanzaron el clímax.

Cuando el deseo desenfrenado hubo terminado, Bruno la miró. Lidia tenía los labios hinchados por sus fogosos besos, y volvió a besarla. Le encantaba su dulce sabor, la deseaba y la quería tanto que le resultaría duro alejarse de ella, pero lo haría. Debía hacerlo.

Mimosa por tenerlo junto a él, la muchacha se relajó. Lo besó hasta que el aliento se le cortó y, cuando ese beso apasionado acabó, Bruno se incorporó, se limpió y se puso en pie para abrocharse los pantalones.

—Ahora, como siempre me pides, ¡olvidaré lo ocurrido! —espetó con frialdad.

Dicho esto, giró sobre sus talones y se marchó dejando a Lidia totalmente desconcertada.

La noche llegó. El frío los atenazó y la lluvia los empapó.

Tras acampar y levantar varias tiendas, los guerreros de Dimas incitaron al cocinero a que preparase en una gran olla una especie de caldo que les calentara el cuerpo. Lo necesitaban. Estaban muertos de frío y agotamiento, y no se percataron de la docena de ojos que los observaban en la oscuridad.

Una vez Lidia y los demás acordaron lo que iban a hacer, se desplegaron por el bosque. Al ver a Bruno, la guerrera se dirigió hacia él como siempre hacía antes de un ataque. Él, en cambio, no le dio su habitual beso de buena suerte, sino que simplemente la miró y dijo:

—Ten cuidado.

Ella asintió y lo observó alejarse. Sin duda debería hacer algo para resolver aquello, pero de momento debía seguir con el plan, y corrió junto a Penelope a su posición.

Los guerreros de Dimas reían y hablaban, y no se percataron de que un enano azul se infiltraba entre ellos caminando con seguridad.

Risco observó todo a su alrededor. Varios enanos como él corrían de un lugar para otro portando lonas y enseres y, para no levantar sospechas, él sólo tuvo que coger una lona más. Su fino olfato lo condujo hasta el lugar donde el cocinero preparaba la cena para los guerreros pero, cuando apenas le quedaban unos pasos para llegar hasta él y cumplir su cometido, unas fuertes manos lo agarraron por el cuello.

—Tú, enano apestoso —dijo una voz de hombre—. Mueve esas ridículas patitas que tienes y tráeme rápidamente unas mantas secas, si no quieres que te arranque tu azulada piel a tiras.

Risco lo miró y deseó asestarle un puñetazo a aquel tipo que lo trataba con tanto desprecio, pero antes de que pudiera responder, el otro lo lanzó contra el suelo y gritó:

—¿Quién te ha dado permiso para mirarme?

Lo siguiente que notó fue una fuerte patada en el estómago, y el pobre Risco se encogió en dos. Quiso respirar, pero el golpe había sido tan brutal que incluso coger aire le resultaba imposible.

—Enano de mierda. Qué asco me das —gritó el salvaje guerrero.

Y, cuando se preparaba para patearle la cabeza y Risco fue consciente de que iba a morir bajo el pisotón de aquél, una voz profunda dijo a su izquierda para llamar la atención del agresor:

—Es vergonzoso ver cómo un supuesto guerrero maltrata a un enano sólo por creerse superior. Sácame a mí de aquí y pelea conmigo. Estoy seguro de que serías tú el que mordería el polvo.

Desde su posición en el suelo, Risco miró al hombre que acababa de salvarle la vida. La oscuridad no le permitía ver con claridad su rostro, pero supo que se trataba de un prisionero. El guerrero rápidamente se olvidó del enano. ¿Quién osaba a hablarle así? Y, con toda su furia, se encaminó hacia la carreta mientras gritaba descompuesto empuñando su espada:

—¡Cállate, monstruo!

—¿Monstruo? —exclamó el prisionero—. ¿Quién es más monstruo aquí de los dos?

El guerrero, cada vez más enfadado, se detuvo frente a la carreta y comenzó a vociferar.

—¡No te mato ahora mismo porque para mi señor Dimas eres mercancía que vender! ¡De lo contrario, te sacaba de la jaula y te cortaba tu apestosa cabeza!

El gruñido angustioso del prisionero fue lo suficientemente poderoso como para envenenar aún más al guerrero, que metió las manos rápidamente entre las maderas, agarró al hombre y, dándole un golpe brutal contra los barrotes de la carreta, lo hizo sangrar como a un cerdo ante el horror de Risco.

—Allá adonde vayas serás tratado como lo que eres, ¡un monstruo deforme! —gritó el guerrero soltándolo.

Sin tiempo que perder, Risco se levantó del suelo y huyó lo más rápido que pudo. Le habría gustado auxiliar a aquel que lo había ayudado, más tarde regresaría, pero ahora era necesario seguir con el plan.

Sorteando a varios enanos que se afanaban en levantar unos toldos para que los guerreros no se mojaran, Risco llegó hasta donde el cocinero estaba preparando el rancho.

—Eh, tú…, enano asqueroso —lo llamó el cocinero.

Rápidamente Risco se acercó a él. Ésa era su oportunidad.

—Tráeme de esa caja el pan duro para echarle a la sopa. ¡Pero ya!

Sin tiempo que perder, el enano localizó la caja. Tras mirar a ambos lados y ver que nadie lo observaba, sacó con disimulo el brebaje que llevaba consigo y lo vertió sobre el pan. Después se lo llevó al cocinero, que, sin mirarlo, lo echó en el caldero.

Una vez cumplida su misión, el enano azul caminó con disimulo por el campamento hasta desaparecer tras un árbol que lo ocultó lo suficiente para luego huir rápidamente de allí. Ahora sólo había que esperar.

Cuando la calma parecía reinar en el campamento de Dimas, Lidia y su gente los rodearon. Como anteriormente había hecho Risco, el enano volvió a moverse por el campamento para comprobar que el brebaje había hecho efecto. Ver cómo todos aquellos guerreros se movían con torpeza y lentitud lo hizo sonreír.

Dio un silbido y, pocos segundos después, Lidia y los suyos atacaron y se hicieron con el campamento en un santiamén. Los guerreros estaban torpes y resultó fácil acabar con la treintena. Sólo alguno que no había tomado la sopa les presentó batalla, pero le fue inútil. La ferocidad de los otros pudo con él.

—Así da gusto —dijo Bruno mientras metía las espadas de aquéllos en un gran saco.

—Ha sido el enfrentamiento más sencillo que hemos mantenido hasta ahora —sonrió Penelope mientras recogía los arcos para meterlos en otro saco.

Más tarde, las armas incautadas se repartirían entre su gente.

—Creo que hemos encontrado un buen aliado en el brebaje que preparó la bella Tharisa —rio Gaúl, y con picardía añadió—: Guapo Pezzia, deberías regalarle un besito…

—Calla y no la líes más —se mofó Penelope al ver cómo lo miraba Bruno.

Una vez acabaron de recoger las armas, Penelope comprendió que algo grave había pasado entre Lidia y él. No se habían acercado el uno al otro tras acabar la contienda y eso era raro. Muy raro. En especial, por Bruno, que siempre se preocupaba porque ella estuviera bien.

—Ya os dije que esa pequeña, rechoncha y fea enana azul tiene toda la pinta de ser una buena bruja —rio Risco.

De pronto, una colleja con la mano abierta de la susodicha cayó sobre la pequeña cabeza del enano y lo hizo maldecir.

Gaúl, Penelope y Bruno sonrieron con humor al presenciar la escena.

—Has sido un valeroso y esforzado enano, ¡pero no vuelvas a hablarme en tu vida! —espetó Tharisa.

—Vamos, no seas tan dura con él —terció Bruno—. Gracias a él y también a ti, hemos conseguido nuestro propósito. Los dos formáis un buen equipo.

Risco se estiró al sentirse importante, y la enana pestañeó mirando a su amado Pezzia.

—El problema será volver a encontrar la esencia dulce —murmuró ella—. Gasté toda la que tenía para este trabajo y ya no tengo más.

—No te preocupes. Encontraremos el modo de conseguirla —señaló Penelope cargando arcos.

—Tú sólo dinos dónde tenemos que ir a por ella e iremos, ¿verdad, Bruno? —Sonrió Gaúl.

Al oírlo, el guerrero sonrió pero no contestó, lo que extrañó a su amigo.

Pestañeando, Tharisa se acercó entonces hasta el gallardo Pezzia y, tras ponerse de puntillas para parecer más alta, murmuró con voz sensual, lo que hizo sonreír a Penelope:

—La esencia dulce sólo crece en las noches de luna llena bajo los robles de más de trescientos años. —Bruno se agachó para oírla mejor y, tras retirarse los cuatro pelos que le caían sobre la frente con coquetería, la enana prosiguió—: Para hacerse con ella hay que seguir tres cuidadosos pasos, guapo Pezzia.

—Qué interesante —asintió Bruno—. Y ¿qué pasos son ésos?

Consciente de que había conseguido toda la atención de su enamorado, y en especial su cercanía, Tharisa dio un paso más hacia él y susurró:

—El primero, localizar el roble. El segundo, esperar a que llegue la noche de luna llena, y el tercero, al sentirla brotar arrancarla antes de que la flor se vuelva violeta.

—Ningún problema, Tharisa. Así lo haremos —asintió Gaúl.

De pronto, una extraña lluvia dorada cayó sobre la cara de Bruno.

—Tharisa —señaló él—, ¿te han dicho alguna vez que tienes unos ojos preciosos y un cabello muy sedoso?

Entonces, Gaúl y Penelope lo miraron sorprendidos. ¿A qué venía eso de unos ojos preciosos y un cabello sedoso cuando la enana tenía los ojos saltones y cuatro pelos mal puestos?

—Oh…, oh… Eso no ha estado bien —susurró Risco al ver lo que aquélla acababa de hacer.

—No…, nada bien —convino Gaúl mientras miraba a su amigo, que sonreía como un bobo.

—Y se va a poner peor —murmuró Penelope al ver acercarse a Lidia.

La enana, al oír aquel piropo del hombre que ocupaba gran parte de sus sueños, suspiró y, acercándose más a él, murmuró con voz sensual:

—Guapo Pezzia, ¿me darías un beso?… Sólo un beso.

Durante varios segundos, Tharisa y el apuesto guerrero se miraron a los ojos. Gaúl arrugó la frente con gesto horrorizado. El beso era inminente, hasta que de pronto Bruno notó un golpe en la espalda que lo hizo caer de bruces. Eso lo despertó. ¿Qué hacía en el suelo?

Molesto por aquel empujón, se volvió dispuesto a luchar, pero se encontró con el gesto ceñudo de Lidia, que le dijo en tono serio:

—¿Serías tan amable, guapo Pezzia, de ir a liberar a los prisioneros y dejar de hacer el tonto?

Al intuir lo ocurrido, Bruno miró a la enana. Ésta, sin embargo, se encogió de hombros, levantó sus manitas azuladas en el aire y murmuró:

—Yo no he hecho nada.

Bruno resopló. Las jugarretas de Tharisa cada día eran más continuas y, sin ganas de protestar, ni de sonreír, dio media vuelta y se marchó dispuesto a cumplir su cometido.

Todos miraron entonces a la jefa. ¿Por qué había sido tan bruta con Bruno?

Pero Lidia, despechada por todo lo ocurrido en las últimas horas, clavó su mirada en la pequeña enana, que la observaba con gesto confundido, e indicó:

—Los juegos sucios no me gustan. Ándate con ojo. —Luego, volviéndose hacia Penelope y Gaúl, añadió—: Quiero hablar con vosotros.

Sin saber si reír o no ante la escena que acababan de presenciar, ambos se miraron con ironía y la siguieron. Mejor no comentar nada. Cuando estaban algo alejados del grupo, Lidia reparó en la expresión de guasa de sus amigos.

—El primero que diga una tontería respecto a lo que ha pasado entre esa enana azul y el idiota del guapo Pezzia se las verá conmigo, ¿entendido? —les espetó.

Gaúl y Penelope asintieron. Pero, para desesperación de Lidia, la risa de Dracela resonó entonces desde arriba. Por ello, Penelope se apresuró a responder:

—Ni un comentario. Lo prometemos.

Tras recomponerse y ver caminar a Bruno hacia los prisioneros, Lidia informó a sus compañeros:

—Bruno abandona el grupo esta noche.

—¿Cómo? —preguntaron los otros dos al unísono.

Conteniendo las tropecientas mil emociones que la embargaban, Lidia cogió aire.

—Ha ocurrido algo entre nosotros y se marcha. Punto y final.

—Y ¿cómo lo permites? —inquirió Penelope mirando al hombre que tanto la había ayudado y que tanto cariño le daba.

—Deberías hablar con él —dijo a su vez Gaúl.

—No —replicó Lidia.

—Necesitamos a Bruno —insistió su amigo—. No puede marcharse. Todos juntos somos…

—Él lo ha decidido así —lo cortó Lidia—. Y no. No voy a suplicarle que se quede. Antes de conocerlo luchaba sin él, y seguiré haciéndolo cuando él ya no esté.

Penelope y Gaúl se miraron sin dar crédito.

—Hay prisioneros que están muy mal, y eso hará que nuestro regreso a la cascada del Gran Pantano sea más lento —dijo Lidia, resuelta a cambiar de tema—. Por ello he pensado que uno de vosotros dos se adelante con varios hombres. Deberá pasar por el Túmulo, ver lo que nos hace falta y luego cabalgar hasta Villa Silencio para aprovisionarnos.

—Iré yo —se ofreció Gaúl mirando a Bruno. ¿Cómo se iba a marchar?—. Penelope puede ayudarte más con esa gente enferma que yo.

—Tiene razón —asintió la joven—. Yo ayudaré con los heridos.

—Me llevaré media docena de hombres y haré lo que dices —prosiguió Gaúl—. Cuando llegue al Túmulo, abriré una grieta con la llave élfica y vendré a buscaros cuando regrese de Villa Silencio.

—No —corrigió Lidia—. Es mejor que, una vez dejéis las provisiones en el Túmulo, os dirijáis a la cascada del Gran Pantano y nos esperéis allí.

Gaúl la miró y asintió. Sin perder tiempo, éste llamó a varios hombres.

—Ten cuidado, ¿oído? —dijo Lidia mirándolo a los ojos.

—Tranquila, jefa, lo tendré —sonrió él—. ¿Acaso lo dudas?

Con una tímida sonrisa, su amiga asintió sin ser consciente de que un enano azul, ajeno a los del campamento, los había escuchado y se escabullía sin ser visto. Instantes después, Lidia caminó junto a Penelope en dirección al lugar donde se encontraban unos hombres heridos. Había que ayudarlos.

Montado sobre su caballo, Gaúl dio instrucciones a varios hombres, y antes de marchar buscó a Bruno. Lo encontró dándole de beber a uno de los prisioneros.

—Quiero hablar contigo —le dijo.

Bruno asintió. Terminó de darle agua al hombre y caminó hacia él. Cuando llegó a su altura, Gaúl se bajó del caballo y preguntó:

—¿Qué es eso de que te vas?

Su buen amigo lo miró. Después miró hacia el lugar donde estaba Lidia y respondió:

—Creo que ha llegado el momento de hacerlo, Gaúl.

—¿Por qué?

Ambos se miraron y Bruno susurró:

—Sabes perfectamente lo que siento por ella, y no puedo continuar así.

Su amigo asintió. Lo entendía perfectamente, pero insistió:

—Ella es así: arisca, indomable, malhumorada, autoritaria… ¿Acaso no te has dado cuenta todavía?

Bruno negó con la cabeza.

—Sí —repuso—. Ella es todo lo que has dicho, pero también es dulce, suave, bondadosa y cariñosa. Le gusta sonreír, mirar la luna, contar las estrellas. Mi cercanía con ella me ha hecho ver muchas más cosas de ella que nadie ha visto, y odio cuando se empeña en ser simplemente arisca.

—Pero Bruno…

—No, Gaúl. Se acabó. Una cosa es que ante la gente quiera mostrar su lado duro y terco. Eso lo entiendo, y se lo respeto porque es parte del liderazgo. Pero otra muy diferente es que conmigo sea igual, incluso en la intimidad.

—Ella es tu destino, amigo.

Con tristeza, Bruno lo miró entonces y musitó:

—Pero yo no soy el suyo.

Conmovido por lo que su mirada le transmitía, su amigo insistió:

—Piénsalo, Bruno. ¡Piénsalo!

—Está más que pensado, amigo —suspiró él.

—¿Qué sería lo que te haría cambiar de opinión? —preguntó Gaúl entonces, consciente de la atracción que sentían el uno por el otro.

Bruno lo miró. Meneó la cabeza y respondió:

—Que ella admitiera lo que siente por mí de una santa vez. Que me dijera que me necesita y me dejara ser parte de su vida.

Gaúl suspiró. Bruno estaba dolido y Lidia era una mujer complicada. ¿Sería capaz de decir todo aquello? Sin querer meter más el dedo en la llaga, le pidió a su amigo:

—He de partir y me gustaría que las acompañaras en mi ausencia hasta la Gran Cascada. Una vez llegues allí, si quieres marcharte, ¡hazlo!, pero, por favor, ve con ellas hasta allí. Permite que pueda despedirme de ti y no las dejes solas con toda esta gente.

Tras pensarlo durante unos segundos, Bruno asintió. Sin duda, lo que su amigo decía era lo mejor para ellas.

—Gracias, Bruno —dijo finalmente Gaúl sonriendo y extendiendo su mano para chocarla con la suya.

Dicho esto, montó en su caballo y, tras un movimiento de la cabeza, se lanzó al galope con varios hombres y desapareció en la oscuridad de la noche.

Risco y Tharisa, que por su condición de enanos tenían el oído muy desarrollado, se miraron tras escuchar la conversación de los dos hombres y ver partir a Gaúl. El gesto de la enana lo decía todo. Su Pezzia. Su guapo Pezzia iba a marcharse. ¿Qué iba a ser de ella? Y, con determinación, pensó en evitarlo.

Pero Risco leyó lo que iba a hacer en sus ojos saltones.

—Si vuelvo a ver que utilizas tus polvos mágicos para encantar a Bruno, lo diré —la amenazó.

—Oh…, por favor, Risco…, no seas pesado.

—Lo haré, Tharisa —aseguró él—. ¿Acaso no te has dado cuenta de que él no te mira con los mismos ojos?

La enana sonrió y, observando sus uñas oscuras, murmuró:

—No…, no me he dado cuenta de nada y…

—Pero vamos a verrrrrrrr —insistió Risco, molesto por la cabezonería de aquélla—. Pero ¿es que aún no te has dado cuenta de que él es un guerrero y tú una enana azul? Somos dos razas diferentes, ¿no lo ves?

—El amor lo puede todo —replicó ella.

—Al final sufrirás, Tharisa. Él nunca sentirá nada por ti. Su corazón ya está ocupado, y sabes perfectamente por quién.

Molesta, Tharisa miró con recelo a Lidia, que ayudaba a un preso a salir de la carreta, y siseó con voz áspera:

—Mira, enano entrometido —dijo señalándolo con un dedo—. Él me encontró, me revivió, me salvó, me cuidó, y mi corazón se enamoró de él sin yo pedirlo. No puedo ir en contra de eso.

—Lo sé —murmuró Risco, consciente.

Sin saberlo, cuando Bruno le había hecho el boca a boca para salvarla el día que la encontró, había sellado también su corazón. Y sólo había un modo de que Tharisa se liberara.

—Risco —insistió ella—, ya sabes que sólo hay algo que me hará desistir en mi empeño, y es que él me aclare directamente su amor por la mujer que ama. Él día que eso ocurra, mi corazón se liberará de su embrujo, mientras tanto… seguiré persiguiendo su amor.

Y, dicho esto, Tharisa levantó el mentón y se alejó muy digna. Al no poder revelar el secreto del encantamiento, Risco resopló con el corazón encogido.

Sin tiempo que perder, Penelope daba órdenes directas a su gente. Los presos recién liberados los necesitaban. Lidia se encargó junto a varios hombres de hacer desaparecer a los guerreros muertos, mientras que Bruno liberaba al resto de los prisioneros ayudado por Risco.

En un par de ocasiones, Lidia y Bruno se miraron. En sus ojos había infinidad de reproches, pero ninguno dijo nada. Una vez hubieron terminado de asistir a los heridos más graves, coincidieron al ir a quemar una de las infestas carretas.

—He hablado con Gaúl —dijo Bruno—. Me ha pedido que os acompañe hasta la Gran Cascada. ¿Te parece bien?

Lidia no dijo nada, pero asintió. Sin embargo, su corazón palpitó más deprisa al saber que él no se marcharía esa noche ni tampoco las siguientes.

Bruno se alejó entonces. No quería permanecer mucho tiempo a su lado o la besaría.

Por su parte, cuando Risco llegó a la carreta del fondo recordó que en aquélla estaba el hombre que lo había salvado del guerrero que había estado a punto de matarlo. Sin tiempo que perder, y ayudado por otros enanos azules, se subió carretal carromato y retiró la madera que atrancaba la puerta para liberar a los presos.

Despacio, todos fueron saliendo de ella, y Risco se fijó en el hombre que bajó el último. Era él. Se lo veía desnutrido, sucio y enfermo. No obstante, su altura y la anchura de sus hombros le indicaban que en el pasado había sido un hombre robusto y vigoroso.

Con cuidado de no asustarlo, se acercó a él, que se ocultaba entre las sombras, y dijo:

—Quería darte las gracias por lo que has hecho antes por mí. Te debo una, amigo.

Al oír su voz, el hombre se volvió rápidamente para mirarlo. La luz de la luna se reflejó entonces en su rostro, y Risco se encogió. Ahora entendía por qué el guerrero de Dimas lo había llamado monstruo. El enano se sintió conmovido al ver sus ojos cansados y enfermizos y la terrible cicatriz que cruzaba el lado derecho del rostro del hombre.

—De nada —susurró éste.

—Si no hubiera sido por ti, ese guerrero habría acabado con mi vida.

Con una cansada sonrisa, el hombre suspiró y, aún encorvado, respondió:

—Ahora tú me has salvado a mí. Estamos en paz. No me debes nada, amigo.

Inquieto, Risco lo observó andar con pesar. El hombre se sentó lentamente sobre una de las rocas. El dolor en su costado era terrible, y apenas si podía disimularlo. Se ladeaba hacia la derecha y respiraba agitado.

—¿Estás bien? —le preguntó el enano.

Una vez cogió aire para responder, el prisionero murmuró:

—Es sólo una herida. Pero ahora que estoy libre, estoy seguro de que…

—Risco, ¿me echas una mano? —pidió entonces Penelope.

Al oír aquella dulce voz, el hombre se quedó sin aliento y no pudo terminar la frase. No. No podía ser. Ella no podía estar allí.

Despacio, Fenton volvió la cabeza y la sangre se le heló en las venas al verla. Al reconocerla.

A pocos metros de él, Penelope, su Penelope, su adorada esposa, ayudaba a un hombre malherido a caminar junto a Risco. Incapaz de apartar la vista de ella, la observó dar órdenes con una espada en la mano. La boca se le secó aún más. Estaba preciosa, cautivadora, poderosa, sensual y mágica. La mujercita que había dejado se había convertido en toda una mujer. En una guerrera.

Durante unos instantes pensó en llamarla, en decirle que él era Fenton… Lo deseó. Lo ansió, pero no debía. Él ya no era el gallardo y apuesto hombre que había conocido. Ahora era un animal deforme y desfigurado.

Avergonzado por su aspecto y consciente de que debía desaparecer de allí, se ocultó bajo su costrosa y sucia capa y se puso la capucha. Instantes después oyó unos pies que correteaban hacia él y supo que era de nuevo el enano.

—Te agradezco tu ayuda —declaró Fenton con el corazón dolorido—, pero ahora he de irme.

—Pero si apenas puedes caminar. ¿Adónde vas? —protestó Risco.

Oculto entre sus andrajos, Fenton mintió:

—He de encontrar a mis hombres y liberarlos, seguro que muchos aún están bajo el mando de Dimas y…

No obstante, al levantarse, el dolor lo dobló en dos y tuvo que volver a sentarse. Rápidamente Risco, sin pedir permiso, metió sus manos bajo la capa y destapó la fea herida del costado.

—Esto no tiene buena pinta —musitó.

—Lo sé —afirmó Fenton con un hilo de voz.

Consciente de la mancha negra que rodeaba la herida, el enano añadió:

—Deben curarte de inmediato. Espera un segundo, llamaré a…

—¡No! No necesito que nadie me cure.

Risco lo miró. ¿Qué le ocurría? Pero con prudencia insistió:

—Esta herida está muy mal. Si no se hace nada, la infección te matará.

«Morir», pensó el otro con amargura.

Eso era lo que Fenton le había pedido a su dios durante aquellos terribles meses. Morir. Pero aquel dios al que tantas veces había acudido en sus oraciones no se había apiadado de él. Por ello, tapándose de nuevo la herida, miró al enano de ojos saltones y repitió:

—Yo me cuidaré. Sé hacerlo.

—Estás malherido, ¿no lo ves?

—He dicho que yo me cuidaré —replicó Fenton al ver a Penelope cada vez más cerca.

Risco, que a cabezón no lo ganaba nadie, insistió:

—Necesitas cuidados. Necesitas descansar unos días para coger fuerzas. ¿Acaso no te das cuenta?

Pero de lo único de lo que Fenton se daba cuenta era de que Penelope estaba cada vez más cerca, a tan sólo unos pasos de él, y eso lo tenía aterrorizado. Por ello, mirando al enano con gesto duro, siseó con desesperación:

—No quiero que ninguna mujer me ponga la mano encima. No me fío de ellas, ¿lo entiendes?

Risco sonrió. Por supuesto que no lo entendía. Y menos al pensar en la buena de Penelope. Sin embargo, quería ayudar a aquel hombre.

—Yo te cuidaré, tranquilo. Le pediré a Penelope que me dé algo con lo que poder sanarte y…

—Risco, ¿necesitas ayuda? —dijo de pronto la dulce voz de la joven junto a ellos.

Oculto tras sus sucios ropajes, Fenton cerró los ojos. Sólo tenía que levantar la cabeza para poder mirar de frente a la mujer que noche tras noche lo había visitado en sueños, pero no pudo. La vergüenza que sentía a causa de su aspecto, de no ser el mismo que ella había conocido, no se lo permitió.

Al ver que el hombre se encogía, Risco la miró repuso:

—Tranquila, Penelope, sólo necesito un poco de mejunje de alboriqueleca para sanar una fea herida que este hombre tiene en el costado. Si me lo das, yo mismo se lo pondré.

—No te preocupes, Risco, puedo hacerlo yo —insistió ella acercándose un paso más.

El hombre se movió, y el enano, consciente de su angustia, señaló con premura:

—Esa mujer necesita urgentemente de tus atenciones, Penelope. Tiene una fea herida en la cabeza, y me quedaría más tranquilo si se la curaras tú.

La joven miró a la mujer y, conmovida por su gesto, sacó algo de una pequeña bolsa que llevaba atada a la cintura y dijo sin prestar atención al hombre que se ocultaba de ella:

—Toma, Risco. Cuando acabes con el mejunje me lo traes —y, sin perder un segundo más, se alejó.

Cuando quedaron de nuevo a solas, Fenton respiró aliviado. Miró al enano y murmuró con un hilo de voz:

—Gracias.

Risco asintió con la cabeza e instantes después observó con curiosidad como aquel hombre seguía con la mirada a Penelope. ¿La conocería?

—¿Cómo te llamas?

El prisionero lo miró y, tras unos segundos, respondió:

—Fe… Freman. Freman Ruskmen.

El enano asintió. Sin duda mentía, pero tendiéndole la mano a modo de saludo dijo:

—Yo soy Risco Mancuerda. Y estaré aquí para todo lo que necesites.

El hombre sonrió entonces por primera vez.

Con cuidado, Risco le destapó el costado. La herida era realmente fea, y frunció el ceño. Sin tiempo que perder, sacó de la bolsa de su cintura una pequeña botella de agua con la que limpió la herida. El hombre se encogió dolorido y, tras echarle la alboriqueleca sobre la herida, el enano la tapó con un paño seco y limpio.

—Esto debe de dolerte mucho, ¿verdad? —preguntó.

Fenton, que bajo su capucha observaba a Penelope sonreír y curar a la mujer, respondió con la voz cargada de emoción:

—Hay otras cosas que duelen más.

En ese instante, Bruno Pezzia se acercó a ellos. Ver a un hombre encapuchado en plena noche lo hizo desconfiar.

—¿Todo bien por aquí? —le preguntó a Risco.

—Sí. Todo perfecto —asintió el hombrecillo azul y, al ver cómo su amigo lo mirada, explicó—: Tiene una fea herida en el costado. Penelope me ha dejado un poco de alboriqueleca y lo estoy curando yo. Bruno, te presento a Freman.

El guerrero se agachó para estar a la altura del hombre que estaba sentado en la piedra y, ofreciéndole su mano, declaró:

—Encantado, Freman.

—Lo mismo digo, Bruno.

Al moverse para saludar, la luz de la luna traicionera volvió a reflejarse en el rostro de aquél, y Bruno pudo distinguir su rostro. Nada más ver la gran cicatriz en su cara comprendió por qué se ocultaba. Eso lo conmovió y, poniéndole una mano en su huesudo hombro, susurró:

—No te preocupes por nada, dentro de pocos días tu herida sanará y, si lo deseas, podrás regresar a tu hogar.

Hogar.

Él ya no tenía hogar.

Sin embargo, Fenton no estaba dispuesto a revelar nada acerca de él y su mísera vida, por lo que asintió, se levantó y se apartó de ellos. Quería estar solo. Necesitaba alejarse de Penelope.

Risco y Bruno lo miraron mientras se marchaba.

Por su porte, sin duda aquel hombre debía de haber sido un gran guerrero, pero la tristeza de sus ojos y la vergüenza por mostrar su rostro los conmovió. Mientras lo seguían con la mirada, Penelope se acercó hasta ellos y preguntó:

—¿Terminaste tu cura, Risco?

El enano asintió y le devolvió el ungüento.

—Pobre hombre —señaló Bruno—. En su mirada y en su cuerpo lleva las marcas de duras batallas. Debe de haber sufrido muchísimo.

Tras guardarse en su bolsa lo que el enano le daba, Penelope suspiró. Miró al hombre que observaban alejarse y murmuró:

—Pobrecillo.

Eran muchos los que sufrían a diario la maldad de Dimas, y sólo esperaba que un día todo aquello acabara. Instantes después, los tres dieron media vuelta y caminaron de regreso hacia el lugar donde estaba Lidia hablando con algunos de los liberados.

Sin embargo, de pronto, el hombre que se alejaba tosió, y Penelope se detuvo y se volvió para mirarlo. Aquella tos seca… Pero no. No podía ser. Por ello, continuó andando con Risco y Bruno, pero el hombre volvió a toser y Penelope se paró de nuevo y lo observó con detenimiento.

—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno al ver cómo su amiga observaba al prisionero.

Era una tontería lo que pensaba. Una ilusión. Un sueño… Por eso, —replicó— Nada. Esa tos seca me ha recordado a alguien.

—¿A quién? —preguntó Risco con curiosidad.

Con los ojos vidriosos por el recuerdo, Penelope apretó el paso para alejarse de aquel que tosía y respondió:

—A mi marido Fenton.

Risco asintió y siguió andando con ellos. Sin embargo, en ese instante supo que tendría que hablar con aquel hombre. ¿Sería Fenton, el desaparecido y amado marido de Penelope?

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