Meses después, a muchos kilómetros de distancia

Frío.

Dolor.

Soledad.

Desasosiego.

Todas esas sensaciones y alguna más sentía Fenton Barmey en ese momento.

Aún recordaba la fallida huida que él y otros presos habían intentado una semana antes. En aquella desorganizada locura, la gran mayoría de ellos habían muerto desangrados por los brutales hombres de Dimas Deceus. A él lo habían lastimado en el costado, y muchos de los que habían resultado heridos morían con el paso de los días a causa de la sed o la desnutrición.

Habían transcurrido casi nueve meses desde que lo interceptaron en el norte y lo separaron de su preciosa Penelope, y Fenton se moría de angustia al pensar en ella.

¿Sería cierto lo que había oído? ¿Estaría bien?

A diferencia de otras mujeres, Penelope era dulce, tierna y tranquila. Le encantaba coser, cocinar, mimarlo, y era incapaz de levantar la voz por nada. Nunca se enfadaba, siempre sonreía, y pensar en el sufrimiento que su ausencia le estaría provocando, junto con el no saber de ella, lo estaba volviendo loco de preocupación.

La destartalada carreta que se dirigía hacia Trastian, donde Fenton iba encadenado junto a otros prisioneros para ser vendidos posteriormente y enviados al mundo nuevo, traqueteaba todo el tiempo, y la herida de su costado no paraba de supurar.

Con cuidado, la destapó y frunció el ceño al ver la mancha oscura que se estaba formando a su alrededor. Infección. Aquellos malditos guerreros que lo atormentaban todos los días no lograrían matarlo, pero aquella infección, si no la detenía a tiempo, lo haría y pronto.

Sin fuerzas, se recostó en los tablones de la carreta y cerró los ojos. Como siempre, miles de recuerdos acudieron a su mente. Recuerdos bonitos, alegres y llenos de vida. Recuerdos de otros tiempos que le hacían recordar el hombre que había sido. Pensó en sus padres y en su bondad, en sus hermanos y su complicidad, pero inevitablemente su mente se centró en recordar a su preciosa y dulce Penelope. En sus ojos cuando lo observaba, en su sonrisa cuando le sonreía, en su boca cuando le decía «Te quiero», en el tacto de sus manos cuando le acariciaba el rostro o en la entrega de su cuerpo cuando le hacía el amor. Todo. Absolutamente todo regresaba a su mente.

Pero no. No debía hacerlo. No debía castigarse más. Tenía que alejar aquellos pensamientos de él, porque aquello era el pasado. Él ya no era la persona que Penelope había conocido; era un monstruo desfigurado y sucio, y se avergonzaba sólo de pensar que pudiera verlo en su actual estado.

Él guerrero joven, divertido, gallarlo y lleno de vitalidad que Penelope conoció había desaparecido. Se había esfumado como su sonrisa, y Fenton dudaba que algún día volviera a verlo.

Los nueve meses que llevaba prisionero de un lado para otro habían hecho mella en él, convirtiéndolo en un ser hosco, desconfiado y repleto de cicatrices. La más grande, la que envolvía su corazón. Aunque la más visible era la que le habían infligido con una espada y le había desfigurado el lado derecho del rostro. Su fortaleza le permitió curarse, pero sus ojos se llenaron de odio y la rabia se instaló en su mirada.

Durante aquellos tortuosos meses, había conocido a muchas personas allá donde había estado cautivo. Tristes hombres y mujeres con historias desgarradoras que, por desgracia, acababan aún peor.

Un mes antes, había oído hablar a uno de aquellos presos sobre una cazarrecompensas que buscaba a un tal Fenton Barmey. Eso llamó su atención, y más cuando oyó que aquélla iba acompañada por un dragón, dos hombres, un enano azul y una bonita mujer llamada Penelope.

¿Sería su esposa? Y, en caso de que lo fuera, ¿cómo había llegado hasta ellos y qué hacía buscándolo?

La mujer con la que él se había casado era femenina e incapaz de empuñar un arma. ¿Tanto había podido cambiar en aquellos meses? Pero Fenton se respondió rápidamente a sí mismo: sí. Al igual que él había cambiado por las circunstancias, ella podría haberlo hecho también.

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