Castillo de Emergar, dos días después

—Maldita sea, ¿quién ha osado robarme a mis prisioneros? —voceó Dimas Deceus tirando su copa de vino al suelo.

Acababan de informarle de lo ocurrido con sus guerreros y sus prisioneros. Los primeros le daban igual, pero no así los segundos. La venta de los mismos era una gran fuente de ingresos para él.

—Mi señor —dijo Asgerdon—. Uno de nuestros enanos azules nos ha dicho que fueron esos cazarre…

—¡Los mataré! Malditos, ¡los cortaré en pedazos! —gritó Dimas levantándose furioso—. Los mataré a todos. Los despellejaré…

Conocía la existencia de aquel grupo desde hacía más de ocho meses. Lo que había empezado siendo un grupo de cinco había aumentado con los meses, y lo que al principio era una pequeña molestia se hacía día a día más dañina, más numerosa y difícil de atajar.

Dimas había intentado darles caza pero, gracias a su valentía y a su buena suerte, ellos siempre salían airosos de sus trampas. Eran fuertes, listos y rápidos, y nadie lo podía obviar, ni siquiera el propio Dimas, que veía cómo poco a poco sus guerreros mermaban y el grupo crecía.

Colérico, miró al descolorido guerrero que le había dado la noticia y siseó en su cara:

—Prepara mi caballo y un regimiento de guerreros. ¿Dónde está ese enano azul?

De un empujón, el guerrero sacó al asustado enano de detrás de sus piernas para ponerlo ante su señor.

—Enano, ¿sabes hacia adónde se dirigen?

El enano azul, tan descolorido por el miedo que casi parecía rosa, tragó el nudo que se le había formado en la garganta e indicó con voz temblorosa.

—Di… di… dijeron que… que iban hacia el Gran Pan… Pantano.

—¡¿El Gran Pantano?! —vociferó Dimas.

Siempre les perdían la pista cerca de aquel extraño lugar. Era un paraje peligroso, en el que nadie, absolutamente nadie, solía adentrarse, excepto ellos.

—Sí, mi… mi… se… señor. Oí a… a… a

—¿A quién oíste? —lo apremió Dimas—. Vamos, enano, habla y no me desesperes o te cortaré la lengua. Mi paciencia se ha agotado por hoy.

Cada vez más asustado, el pequeño ser cogió carrerilla para decir:

—Oí una conversación entre las mujeres y un tal Gaúl. Él dijo que iría a por provisiones a Villa Silencio y que después las dejaría en el Gran Pantano, en… en el interior del Túmulo y…

—¿En el interior del Túmulo? —Lo cortó con desconfianza Dimas.

—Oí a Gaúl decir que usaría la llave para abrir una grieta.

Eso lo explicaba todo, se dijo Dimas. La llave élfica, aquel tesoro que pocos poseían, los había ayudado a escapar siempre de él en el Gran Pantano. Y ahora acababa de descubrir que esa llave abría el interior del Túmulo.

Satisfecho por haber descubierto su secreto, el villano achinó los ojos y sonrió. Si apresaba al tal Gaúl, podría hacerse con la llave élfica y acabar con el grupo rápidamente.

—¿Cuándo oíste esa conversación?

—Justo antes de escapar de ellos la noche del asalto. Creo que Gaúl aún no habrá llegado a Villa Silencio y…

—Asgerdon —gritó Dimas—, partimos hacia Villa Silencio de inmediato. Apresaremos al tal Gaúl, nos haremos con la llave élfica y podremos presentarles batalla.

Al amanecer, y siguiendo las instrucciones de Lidia, Gaúl y sus guerreros llegaron al pueblo de Villa Silencio agotados tras pasar por el Túmulo. Necesitaban abastecerse de medicinas y comida antes de regresar.

Procurando no llamar mucho la atención, entraron en la tienda de un conocido. Allí comprarían todo cuanto necesitaban sin problemas. Pero al salir del pueblo los sorprendió una emboscada, y el valeroso Gaúl, junto con sus hombres, fue apresado por Dimas Deceus.

Con los pocos cuidados que recibió en esos días y su fortaleza, Fenton mejoró rápidamente. Era la primera vez desde su captura nueve meses atrás que ingería algo comestible, bebía agua limpia y dormía sin pasar frío y sin temor a que lo apalearan mientras lo hacía.

La herida de su costado sanaba a ojos vistas, y eso lo hizo sentirse bien. En esos días hubo momentos en los que, cuando hablaba con Risco, volvía a sentirse como el hombre que había sido, pero en cuanto veía a su mujer temblaba, agachaba la cabeza y recordaba que ya nunca más sería aquel que había sido en el pasado.

Muchos de los presos liberados buscaban al hombre de la capucha antes de regresar a sus hogares para despedirse de él. Fenton los había ayudado en múltiples ocasiones, y Lidia y el resto del grupo se percataron de que, en cierto modo, aquel hombre era un líder.

Los que continuaban en el grupo de Lidia se dirigían hacia el Gran Pantano, un lugar temido por todos. Al principio, los presos que los acompañaban se asustaron al saber hacia adónde iban. Sólo los locos se aventuraban a entrar en aquel paraje. Pero, tras explicarles que conocían el secreto de aquel lugar mágico y que no tenían nada que temer, no les quedó otra más que confiar en ellos.

En aquellos días, Bruno no volvió a acercarse a Lidia, lo que se convirtió en una tortura para ambos. Durante el día se alejaba todo lo que podía de ella, aunque por las noches siempre extendía su manta en un lugar donde pudiera ver la tienda donde ella dormía. Necesitaba saber que estaba bien.

Aimil, la amiga de su hermana fallecida, le hizo mucha compañía en esos días, mientras recordaban cosas del pasado que en ocasiones dolían o, por el contrario, les hacían sonreír.

Lidia, que los observaba desde la distancia, los oía reír, y eso la reconcomía por dentro. Sabía que aquella mujer no era del interés de Bruno, él se lo había dejado claro. Pero no tenerlo a su lado ni sentir su cariño de pronto se convirtió en un calvario.

Sin darse cuenta, durante aquellos nueve meses había despertado algo en su interior, y ahora añoraba sus bromas, sus besos, el tacto de su piel bajo las mantas y, en especial, su perpetua sonrisa y sus mimos.

Aquella madrugada, Lidia se despertó con frío. No sólo su corazón echaba en falta a Bruno. Congelada, salió de la tienda y se dirigió hacia la desierta fogata. Extendió las manos para calentarse y, cuando el calor comenzó a inundarla, suspiró aliviada.

Bruno, que la había visto salir de la tienda, la miró desde su manta. Observó cómo ella se sentaba sobre un tronco de madera al lado de la fogata y, levantando el mentón, comenzaba a mirar las estrellas. Sin poder evitarlo, sonrió.

A Lidia le gustaba inventar mundos paralelos mientras contemplaba el firmamento y, atraído como un imán, se levantó. Sin embargo, mientras caminaba hacia ella decidió que el romántico Bruno debía desaparecer para mostrar tan sólo al simpático y alocado guerrero.

Una vez llegó a su lado, se sentó y ambos se miraron en silencio durante un buen rato. Finalmente, él, al ver los labios azulados de Lidia, preguntó:

—¿Tienes frío?

Ella asintió. Y Bruno, tras quitarse la manta que llevaba enrollada al cuerpo, se la echó a ella por encima.

Al ver su caballeroso gesto, el semblante serio de Lidia se relajó y, cuando sus ojos se encontraron, musitó:

—Gracias.

Bruno extendió entonces las manos hacia la fogata.

—Mi padre me enseñó a tratar bien a las mujeres —explicó.

El silencio tomó de nuevo el lugar, hasta que Lidia volvió a mirar las estrellas y comenzó a hablar de ellas. Él la escuchó encantado, e incluso bromeó al respecto de ciertas cosas que ella decía.

Así permanecieron un buen rato, hasta que, de pronto, ambos vieron caer del cielo una estrella fugaz. Rápidamente se miraron y, como tantas otras ocasiones en las que habían visto caer una estrella, se besaron sin dudarlo. Fue un movimiento mecánico, algo que ninguno de los dos planeó. Cuando se separaron, con el sabor de ella aún en la boca, Bruno se apresuró a disculparse:

—Perdón, perdón… Ha sido la costumbre.

—Lo mismo digo —afirmó ella, pero deseosa de más murmuró—: Bruno…

Entonces, él la miró y ella se apresuró a deshacerse de las mantas que entorpecían sus movimientos y se sentó a horcajadas sobre él. Luego, tras frotar su nariz contra la suya, como había hecho cientos de veces en el pasado, lo besó. Bruno no la rechazó. Era lo que más deseaba y, pasándole las manos por la cintura, la acercó todo cuanto pudo a él.

Uno…, dos…, tres… Cientos de besos se regalaron a la luz de la fogata, sin importarles en lo más mínimo los numerosos ojos curiosos que los observaban desde sus mantas. Entre ellos, los de la enana Tharisa, que, mordiendo la manta que la tapaba, se tapó también la cabeza cuando no pudo más. No quería ver aquello que su corazón ansiaba y no conseguía.

—¿Qué haces? —preguntó Bruno extasiado.

Lidia, que se moría por que la llamara de nuevo fierecilla, murmuró:

—Te deseo.

Encantado por su dulzura, Bruno se levantó con ella en brazos y caminó en dirección a la tienda de Lidia. Una vez dentro, su deseo aumentó en intensidad y, cuando sus bocas se separaron para coger aire, ella lo miró a los ojos y murmuró:

—No te vayas. Quédate con nosotros. Te necesitamos.

Bruno se sorprendió al oírlo. Le gustaron sus palabras, pero quería oírlas en singular en vez de en plural. Necesitaba escuchar que ella y sólo ella lo necesitaba y, no dispuesto a dar su brazo a torcer, añadió:

—Eso no es cierto. Nunca me habéis necesitado. —Y, antes de que ella pudiera decir nada más, la bajó al suelo y preguntó—: ¿Tú me necesitas?

—Bruno…

—¿Me necesitas?

El corazón de Lidia quería gritar que sí, pero su obstinación no se lo permitía. Decirle a Bruno lo que deseaba oír sería su fin y, tras cerrar los ojos dolorida porque el bonito momento de pasión había acabado, declaró:

—Te necesito para que me ayudes a llevar al grupo a la Gran Cascada.

La expresión de él le hizo saber a Lidia lo mucho que le había dolido su respuesta. Sin embargo, Bruno sonrió de pronto y soltó una carcajada sarcástica.

—De acuerdo —dijo—. Asumo que entre nosotros nunca habrá nada más que una bonita amistad. Te ayudaré a llevar al grupo hasta allí y luego desapareceré de tu vida. ¿Te parece bien?

La joven se quedó boquiabierta ante esa actitud fría y tan poco propia de él. Entonces, Bruno volvió a sonreírle, le tendió la mano y, guiñándole un ojo, dijo:

—Venga, bonita. Estréchala.

«¿Bonita? ¿Ya no soy su fierecilla?», pensó Lidia.

Como una autómata, le tendió la mano y, sin un ápice de calidez, él se la apretó. A continuación, giró sobre sus talones y se dispuso a salir de la tienda.

—¿Adónde irás una vez lleguemos a nuestro destino? —preguntó ella para retenerlo.

—A Latam. Tengo un asunto pendiente con cierto mercader.

Al saber que Bruno regresaría a por el hombre que había matado a su hermana, Lidia se apresuró a replicar:

—Es peligroso. Si vas solo, te…

—Sé cuidarme —la cortó él.

De pronto, un sentimiento de culpa por lo mal que siempre lo había tratado se enredó entonces en el corazón de la guerrera, que, mirándolo, declaró:

—Siento todo lo ocurrido. De verdad, yo…

Sin dejarla terminar, Bruno le puso un dedo en la boca y sonrió.

—Todos somos reemplazables —repuso—. Y, ¿sabes?, tienes razón. Lo nuestro no puede ser. Como amigos, somos buenos, pero tú y yo como pareja dejaríamos mucho que desear, ¿no crees?

Bloqueada, Lidia sólo pudo asentir.

—Creo que, después de Latam, regresaré a mi hogar —prosiguió Bruno con su jovialidad habitual—. Aimil me ha dicho que la granja de mis padres continúa intacta. Por suerte, nadie la ha hecho suya y, una vez allí, espero poder comenzar una nueva vida e integrarme con mis antiguos vecinos, que, si mal no recuerdo, tenían alguna que otra preciosa hija.

Lidia parpadeó. ¿Adónde habían ido la pasión y el romanticismo de hacía un rato? Pero, cuando se disponía a hablar, Bruno se acercó a ella y, tras besarla en la mejilla, añadió:

—Jefa, pensaré siempre en ti cuando mire las estrellas.

A continuación, le guiñó un ojo, dio media vuelta y salió de la tienda dejándola desconcertada.

Con paso decidido y sin mirar atrás, caminó hasta el fuego, cogió su manta y regresó al lugar de donde no debería haberse levantado.

Mientras tanto Lidia, en el interior de su tienda, donde nadie la veía, lloró por primera vez en muchos… muchos años.

A la mañana siguiente, cuando despertó, el campamento ya estaba en marcha. Salió de la tienda y vio que Bruno atusaba a su caballo. Tras haber pasado la noche pensando en él, decidió acercarse para hablar y aclarar sus sentimientos, pero entonces una joven llamada Milda se aproximó a él y le sonrió.

Ambos estuvieron charlando durante varios minutos y, cuando Milda se giró para marcharse, Bruno le dio un descarado azote en el trasero que hizo reír a la muchacha a carcajadas.

Al verlo, Lidia cerró los puños con fuerza y, acto seguido, se volvió y caminó hacia el arroyo hecha una furia. El agua la despejaría.

Consciente de lo sucedido, Bruno sonrió y siguió cepillando a su caballo.

No muy lejos de él, Risco observaba con disimulo al hombre encapuchado tanto como éste observaba tras su capucha a la hermosa Penelope.

El enano estaba prácticamente convencido de que aquél era quien él imaginaba, pero no sabía cómo preguntárselo sin hacer que saliera huyendo y lo perdieran para siempre.

Bruno, que estaba cerca, al ver cómo Risco observaba al encapuchado, siguió la mirada de éste y se percató de que el hombre no perdía detalle de todo cuanto hacía Penelope, que se movía de un lado otro por el campamento. ¿Qué estaba ocurriendo allí?

Una vez terminó con su caballo, se acercó a Risco e intentó sonsacarle información de aquél, pero el enano no soltó prenda. Sin embargo, cuando lo vio palidecer supo que algo ocurría.

Esa tarde, Bruno decidió hablar con algunos de los presos liberados sobre el encapuchado solitario y, atando cabos finalmente, intuyó lo que Risco ocultaba. Ninguno de los presos sabía su nombre pero, tras hablar con Risco y ver su reacción, supo que el hombre se llamaba Fenton, y no Freman, como él decía. ¡Eran Fenton Barmey, el marido de Penelope!

Durante horas dudó si contarle la verdad a Penelope. Sin embargo, la angustia con que el hombre se alejaba cada vez que ella se acercaba lo hizo intuir lo avergonzado que se sentía por su aspecto, y eso lo hizo callar. Debía pensar cómo abordar el tema, y lo haría con cautela.

Esa noche, tras llegar al camino de Vindela, Lidia ordenó parar. La gente estaba cansada y no debían continuar. Tras mirar a su jefa, Dracela se alejó volando. Debía encontrar un lugar confortable donde dormir.

Más tarde, mientras cenaba junto a Penelope, observó con disimulo cómo Bruno se divertía rodeado de mujeres, entre las cuales estaba Tharisa.

Penelope, al ver hacia dónde miraba su amiga, bebió un poco de caldo y dijo:

—¿Puedo preguntarte algo?

—Claro —repuso Lidia.

Penelope sonrió y ella, al intuir el asunto del que quería hablar, murmuró:

—Es libre de hacer lo que quiera.

—Siempre lo ha sido —matizó Penelope.

Lidia la miró.

—Bruno es un hombre de ley —explicó su amiga—, como lo era mi amado Fenton. No hacían falta reglas ni compromisos entre nosotros para saber que, si estábamos juntos, era porque ambos queríamos. Y en el caso de Bruno así ha sido, a pesar de los cientos de desplantes que le has hecho, incluso cuando estuvimos en el pueblo de Barbileo.

Al pensar en aquello, Lidia sonrió.

—La verdad es que cuando estuvimos allí Bruno no lo pasó nada bien —dijo.

—No, no lo pasó bien. El tal Maruel, que tanto te agasajaba, no le gustaba un pelo. Sólo había que ver lo enfadado que estaba aquellos días para darse cuenta de que sufría por tu amor.

—¿Amor? —inquirió Lidia.

Su amiga asintió y, recordando a su marido, añadió:

—Cuando amas a alguien, tu corazón se detiene cuando no estás con él. Cuando amas a alguien no soportas que el ser amado les regale sonrisas a otras que sólo deberían ser para ti. Cuando amas a alguien sólo quieres estar todo el rato con esa persona y, si ves que otra se acerca a él de una forma inapropiada, los celos te carcomen por dentro y…

—¿Crees que Bruno me amaba?

Penelope asintió sin dudarlo.

—Sí, Lidia. Claro que Bruno te amaba y, sin duda, aún te ama, pero se ha alejado de ti cansado de tus desplantes. Tú nunca quisiste ver en él algo más que a un hombre que te hacía sonreír, que te ayudaba en los ataques y al que en ocasiones permitías dormir bajo tu manta. Pero Bruno es mucho más que eso. Además de caballeroso y apuesto, es un hombre atento, cariñoso y en absoluto egoísta. Te da lo que tiene sin esperar nada a cambio, y a ti, entre otras muchas cosas, te dio su tiempo a la espera de que supieras entenderlo y aceptarlo a su lado.

Con recelo, Lidia observó entonces como él se levantaba y se marchaba con la joven Fany en dirección al arroyo.

—Mucho no me amaría cuando ya está sonriéndole a otra —siseó.

Penelope soltó una risotada y, mirando a su amiga, musitó:

—Es un joven muy apuesto, y ha decidido comenzar a vivir sin ti. ¿No era eso lo que querías?

Tras perder de vista a aquellos por la arboleda, Lidia dejó el tazón sobre una piedra, se levantó malhumorada y replicó:

—Por supuesto que era lo que quería. Me voy a dormir. Buenas noches.

—Que descanses, Lidia —sonrió Penelope con tristeza al ver que su amiga se alejaba.

Durante un buen rato, Penelope permaneció a solas sentada ante la fogata. Estaba sumida en sus propios pensamientos, sin percatarse de que el encapuchado que parecía dormir más allá no le quitaba ojo y sonreía con deleite cada vez que la veía sonreír a ella.

Al día siguiente, el grupo reemprendió la marcha. Sin embargo, tuvieron que parar a media mañana, puesto que comenzó a caer una fuerte tromba de agua que apenas si les dejaba ver el camino. Rápidamente, se refugiaron entre unas grandes piedras, y Bruno ordenó sujetar unas lonas que les proporcionasen cobijo entre éstas. Luego mandó prender una gran fogata, puesto que estaban helados de frío.

Cuando Lidia bajó de su caballo y comprobó que todos estaban cooperando sin que ella lo hubiera ordenado, miró a Bruno y asintió. Él le sonrió a su vez.

Durante horas no paró de llover, y Bruno, como siempre rodeado de mujeres y niños, se dedicó a contar historias para hacerles el rato más agradable.

Al anochecer, cuando la lluvia cesó, Lidia decidió salir a dar un paseo. Nunca le había gustado permanecer tanto tiempo recluida en un mismo sitio y, tras informar a Penelope, se alejó. Caminó durante un buen rato, hasta que encontró un gran árbol y se sentó en su lado seco. Inevitablemente pensó en Bruno. Las sabias palabras que Penelope le había dicho la noche anterior le habían hecho ver lo estúpida y fría que había sido con él. Y, como su amiga había asegurado, ver que ahora les sonreía a otras le partía el corazón.

Tras permanecer varios minutos a solas, sin saber que Bruno la había seguido para ver adónde iba y que había estado observándola todo el tiempo, Lidia se levantó y decidió tomar el camino de regreso, instante que él aprovechó para esfumarse rápidamente.

La joven anduvo un rato cabizbaja hasta que de pronto oyó que alguien silbaba una canción. Prestó atención y reconoció la melodía. Con sigilo, se acercó al lugar del que provenía la música y se quedó muy sorprendida al divisar a Bruno apoyado en el tronco de un árbol, mirando las estrellas mientras silbaba.

El corazón se le desbocó al verlo y, ansiosa por estar a su lado, caminó hacia él.

—Hola.

Cuando se volvió, Bruno la saludó con una sonrisa forzada:

—Hola, jefa. ¿Qué haces por aquí?

Aunque dolida por su frialdad, Lidia respondió:

—He salido a dar un paseo. ¿Y tú?

Él no respondió. La miró con picardía y sonrió. Eso hizo que ella se pusiera en alerta pero, al ver que Bruno volvía a apoyarse en el árbol como si esperara algo o a alguien, preguntó:

—¿Qué te hace estar tan pensativo?

Con una cautivadora sonrisa que a Lidia le encogió las entrañas, el guerrero murmuró:

—Asuntos personales. Pero, tranquila, nada que ver contigo.

Lidia sonrió. Si alguien era capaz de hacerla sonreír, ése era él.

—Seguro que pensabas en tus futuras vecinas de sonrisas provocadoras —se mofó—, o mejor, en esa enana azul que te persigue allá donde estés y te llama guapo Pezzia.

Bruno sonrió con sorna.

—¿Estás celosa? —inquirió.

Dando un paso atrás, ella levantó una ceja y respondió levantando el mentón:

—Nunca. Ya lo sabes. No soy como otros.

Bruno soltó entonces una carcajada de frustración al recordar algo.

—Si con otros te refieres a mí, te aseguro que es agua pasada. Para mí no fue agradable ver como tú y el tonto de Maruel de Brene y Montoroso reíais y cuchicheabais aquella noche ante el fuego.

—Él prefiere que lo llamen Maruel de Brene. Aunque a mí me gusta más llamarlo simplemente… Maruel —sonrió Lidia.

A Bruno se le contrajeron las entrañas a causa de los celos, pero como un maestro del disimulo afirmó sonriendo:

—¿Sabes, bonita? Creo que tú y ese tal Maruel hacéis una buena pareja. Plantéaselo la próxima vez que lo veas. Estoy seguro de que a él le encantará tener algo contigo.

«Odio que me llames bonita», pensó ella y, desconcertada por aquello, lo miró cuando se oyó una voz de una mujer que decía:

—Bruno…, Bruno Pezzia, ¿dónde estás, gallardo guerrero?

Lidia se puso tensa en el acto. ¿Por eso estaba allí?

Se volvió hacia el lado derecho y entonces pudo ver a la joven Milda, de dulce mirada y cuerpo tentador, que se acercaba a ellos.

Sorprendido por ver allí a la muchacha, Bruno miró a Lidia y decidió darle de su propia medicina.

—Te rogaría que te marcharas —susurró para que la otra no lo oyera—. Tengo una cita con la preciosa Milda.

Furiosa, Lidia le soltó entonces un puñetazo que él detuvo con maestría y, en tono severo, le espetó:

—Espero que lo pases muy bien con ella.

—No lo dudes, bonita —le aseguró Bruno.

A continuación, levantando un pie del suelo, Lidia lo pisó con fuerza y lo amenazó con mirada retadora:

—Si vuelves a acercarte a mí, te juro que te mataré, como tenía que haberte matado cuando me topé contigo hace nueve meses.

Soportando con aplomo el dolor que ella le infligía, él le enseñó los dientes y, con un rápido movimiento, la inmovilizó, la levantó del suelo y la acorraló contra el tronco del viejo árbol, justo en el mismo instante en que Milda daba media vuelta y echaba a andar en otra dirección.

Cuando la otra joven se hubo alejado lo suficiente, Bruno soltó a la guerrera y siseó muerto de dolor:

—¿Qué narices quieres de mí? ¿No me quieres a tu lado pero te encela que esté con otras? —Y, sin dejar que contestara, prosiguió—: Hemos acabado algo que nunca existió entre nosotros porque tú así lo has querido. Asúmelo: no eres la única mujer en el mundo. Y déjame decirte que antes eras especial pero, ahora, simplemente eres una más a la que no tengo que dar explicaciones de mi vida.

Lidia estaba deseando gritar a causa de la furia que sentía pero, en vez de eso, se abalanzó sobre él y lo besó. Incrédulo, Bruno disfrutó de aquella locura pero, cuando vio que iba a perder los papeles, la alejó de su cuerpo y siseó:

—No.

—Bruno…

Con gesto chulesco, él se retiró y se mofó.

—Demandas mis besos como los demandan el resto de las mujeres.

—Yo no soy como ellas —replicó Lidia deseosa de estrangularlo.

—Desde luego que no. Al menos ellas son siempre dulces y cariñosas.

Echando humo por las orejas, la guerrera lo miró.

—No quiero saber cómo son las demás —respondió.

—¿Ah, no?… —se mofó él.

—No.

Durante unos segundos que parecieron eternos, ambos se miraron a los ojos y finalmente Bruno preguntó:

—Y ¿por qué siento que estás celosa cuando no hay nada entre nosotros?

Lidia no respondió. La rabia y la frustración no se lo permitieron.

—Te encelas porque, aunque nunca lo vas reconocer, sientes algo por mí —continuó diciendo él—. Te joroba saber que ya no eres mi fierecilla, ni la única mujer a la que abrazaré. Te consumen los celos al imaginar que voy a besar, a tocar y a disfrutar otros cuerpos, y…

De nuevo Lidia se abalanzó sobre él. Esta vez, Bruno relajó la tensión de sus brazos y, cuando sintió que ella se apretaba contra su cuerpo en demanda de más intensidad, estalló la locura en cada poro de su piel. Conocía a Lidia y sabía lo que le estaba exigiendo sin palabras.

—No… —murmuró contra su boca.

Ella paseó entonces su húmeda lengua por los tibios labios de él y musitó:

—Te deseo…

—No…

—Te… te necesito…

Con el corazón desbocado por sus palabras, Bruno la miró. Era consciente de que estaban al raso, de que Milda andaba merodeando por allí y de que el campamento estaba cerca, por lo que, en silencio, la hizo caminar hasta una cueva que había visto al pasar. Al entrar, ambos se miraron y él preguntó:

—¿Puedes repetir lo último que has dicho?

Temblando como una hoja, Lidia lo miró y repitió sin dilación:

—Te necesito…

Enloquecido al oír las palabras que nunca había esperado oír, la empujó suavemente hasta que ella apoyó la espalda contra una pared y la besó hasta robarle el aliento. La sentía temblar bajo sus manos, y no precisamente de frío.

Tras el beso, Bruno aflojó la sujeción y ella comenzó a desnudarse sin dejar de mirarlo.

Él la imitó y, una vez estuvieron totalmente desnudos, con la respiración agitada, la cogió entre sus brazos y posó su trasero en el saliente de una piedra. A continuación separó sus muslos y, sin dejar de mirarla a los ojos, la penetró despacio y con suavidad mientras ella se arqueaba al recibirlo y gemía de placer.

Arrebatado y excitado, sin hablar, Bruno le hizo el amor, hasta que, tras una fuerte embestida, ella chilló de placer y él musitó:

—Eso es, bonita, disfruta…

Al oír eso, Lidia entornó los ojos, lo sujetó para inmovilizarlo y susurró:

—No me gusta que me llames bonita

—¿Ah, no? —jadeó sintiendo la necesidad de hundirse de nuevo en ella.

Lidia negó con la cabeza.

—Pues dime, listilla, ¿cómo quieres que te llame? —preguntó él acercando su boca a la suya.

La joven lo miró confusa. Pero al sentir el mágico roce de su piel contra la de él, murmuró con decisión:

Fierecilla. —Y, con un seco movimiento de la pelvis, se clavó en él y ambos gritaron y se arquearon de placer.

Encantado con aquella matización, Bruno sonrió y volvió a tomar las riendas de la situación. Acercó de nuevo sus labios a los de ella y, mientras se hundía en su interior acelerando el ritmo, preguntó jadeante:

—¿Tú eres mi fierecilla?

—Sí —repuso ella con la respiración entrecortada—. Soy tu fierecilla y tú eres mío. Sólo mío.

A cada segundo más encantado por cómo se estaba desarrollando la situación, Bruno se disponía a decir algo cuando Lidia se apretó más contra él para sentirlo más dentro de ella y murmuró:

—No voy a permitir que te alejes de mí porque te quiero y te necesito. He sido una tonta, y yo…

Bruno no la dejó seguir hablando. No hacía falta. Tomó su boca para reclamar hasta su último suspiro y, tras penetrarla más profundamente, replicó:

—Sí, fierecilla. Así es como debe ser.

Si alguien la conocía era él y, aunque Lidia era una gran guerrera a ojos de todos, en la intimidad era posesiva, pasional, ardiente, y no podía negar que se derretía con su contacto. Su liderazgo, su ímpetu y su frialdad se aplacaban cuando Bruno la hacía suya, y entonces, sólo entonces, era cuando Lidia se sentía completamente mujer.

Dos horas después, tras haber disfrutado de una pasión desmedida entre ellos, donde el mundo había dejado de existir para disfrutar tan sólo de sus cuerpos y sus besos, ambos se vistieron.

—No te irás de mi lado, ¿verdad? —preguntó Lidia mientras se colgaba la espada al cinto.

Encantado con el giro de los acontecimientos, él la besó y murmuró:

—Nunca.

Sonriendo, salieron entonces de la cueva y, cuando llegaron a los alrededores del campamento, Bruno decidió ponerla a prueba y se soltó de su mano con celeridad. Era lo mismo que ella le había hecho durante todos aquellos meses. Al ver su gesto, Lidia volvió a agarrarlo de la mano y, mirándolo a los ojos, siseó:

—Si me sueltas otra vez, ¡te mato!

Divertido y encantado por ver que la cosa iba en serio, Bruno insistió:

—Todos nos verán.

Ella asintió y, tras darle un beso en los labios que a él le supo a gloria, afirmó:

—Eso quiero. Que todos nos vean para que sepan que eres mío de una vez por todas. Ah…, y que no te vea yo tontear con alguna o te juro que lo pagarás caro.

—Aplícate el cuento, fierecilla —repuso él al oírla.

Con seguridad, llegaron caminando de la mano hasta las rocas donde habían alzado el campamento, y cientos de ojos los observaron. Penelope, que en ese momento estaba con una niña en brazos, sonrió al verlos. No cabía duda de que entre aquellos dos había triunfado el amor.

—Ella es tu destino, Bruno Pezzia —dijo.

Al verlos, Tharisa se hizo chiquitita… chiquita, más aún de lo que era, y suspiró de decepción. Sin embargo, Risco se apresuró a llevarle un bollito de miel que ella comió con sumo gusto.

Cuando ya todos habían visto a la pareja de la mano y habían asumido lo que aquello significaba, unos enanos azules corrieron hacia Lidia. La necesitaban para solucionar un problema. Sin dudarlo, Bruno la soltó y, tras darle un rápido beso en los labios, dijo caminando en otra dirección:

—Anda…, ve y continúa comportándote ante todos como la implacable guerrera que eres.

El comentario hizo sonreír a Lidia, que le guiñó un ojo y se alejó. Sin duda había encontrado al hombre de su vida.

Pero la quietud y el sosiego de la noche duraron poco.

Dracela advirtió a Lidia de la presencia de guerreros de Dimas en las inmediaciones del campamento y, tras recogerlo todo rápidamente, reemprendieron la marcha para llegar cuanto antes a las vastas tierras del Gran Pantano.

No muy lejos de Penelope, Fenton observaba cómo ésta ayudaba a todo el que lo necesitaba y ordenaba a otros auxiliar a unas mujeres. Nunca habría imaginado que en el interior de aquella mujercita dulce a la que le gustaba cocinar y tejer hubiera una guerrera como la que ahora admiraba.

Al amanecer llegaron a las lindes del Gran Pantano. Allí, todo era oscuro, siniestro y silencioso. En aquella parte del pantano, la vida era inexistente, y las nuevas incorporaciones al grupo miraban a su alrededor con horror, seguros de que no saldrían con vida de aquel lugar. Tomando el mando para tranquilizar a las gentes, Bruno les mostró su llave élfica. Todos sabían que quien se atrevía a adentrarse en aquellos parajes no salía vivo, pero el guerrero les aclaró que sólo los que hubieran sido tocados por aquella llave tenían acceso al lugar sin correr ningún peligro. Por ello, Lidia, Penelope y él, uno a uno, fueron pasando la llave entre aquellas gentes para que nada pudiera sucederles.

Una vez acabaron, los animaron a proseguir la marcha y les indicaron dónde debían pisar y dónde no, y la comitiva continuó lenta y pausadamente su camino. Con unos ojos como platos, aquéllos vieron que no les pasaba nada. El Gran Pantano los dejaba seguir su camino y, al llegar ante una enorme piedra oscura, Lidia miró a la dragona y dijo:

—Continúa hasta la cascada del Gran Pantano por donde tú bien sabes, Dracela, y aléjate de aquí. Gaúl estará allí. Dile que llegaremos al alba, una vez hayan descansado los heridos.

La dragona asintió y desapareció rápidamente en el cielo.

Lidia, más tranquila al ver partir a Dracela, miró a Bruno, que le sonrió, y a Penelope. Instantes después, esta última sacó su llave élfica y, tras susurrar unas palabras que sólo ellos entendieron, se abrió una grieta en la enorme piedra gris llamada Túmulo.

Asustados, muchos se miraron y Bruno, al ver el desconcierto en sus miradas, se apresuró a tranquilizarlos:

—Calmaos, amigos. El Túmulo nos protegerá. Entraremos todos por la grieta y…

—Moriremos, ¡es una locura! —vociferó un hombre.

Alarmada por saber que debían entrar por aquella grieta, la gente comenzó a protestar.

—En este momento sólo hay dos opciones: vivir o morir —anunció Lidia a gritos—. Si entráis en el Túmulo, salvaréis vuestras vidas. Pero si queréis morir a manos de Dimas, quedaos aquí.

Sin dudarlo, Lidia caminó entonces en dirección a la grieta y, antes de desaparecer, añadió:

—Yo entraré en primer lugar; quien quiera que me siga. Pasados dos minutos, volveré a cerrar la grieta. Vosotros decidís.

Y, dicho esto, desapareció por detrás de la piedra. Penelope la siguió y, tras ella, Bruno, Tharisa, Risco y todos los que ya habían entrado allí alguna vez.

Al ver dudar a la gente que había estado presa con él, Fenton declaró:

—Yo también entraré. Ellos nos han traído hasta aquí, y no quiero volver a caer en las garras de Dimas Deceus.

Sin dudarlo, entró y, finalmente, el resto entraron detrás de él.

Por una seña de Bruno, Lidia supo que ya no quedaba nadie fuera. Miró a Penelope y ésta, murmurando las mismas palabras que había pronunciado momentos antes, hizo que la grieta se cerrara.

Pero entonces, cuando notaron que el suelo temblaba bajo sus pies y se vieron sumidos en la oscuridad más absoluta, la gente comenzó a gritar asustada. Se los había tragado la tierra. Sin embargo, pocos segundos después Lidia encendió una antorcha, y Bruno otra, y también Penelope, y la cueva quedó iluminada y todos comenzaron a tranquilizarse.

Fenton, sorprendido por lo que había visto hacer a su esposa, se sentó en el suelo abstraído. ¿Qué había ocurrido allí? ¿Desde cuándo su mujer hacía esas cosas?

Y entonces fue cuando la vio sentada no muy lejos de donde él se encontraba, a su derecha.

¿Qué hacía Penelope sentada tan cerca?

La joven, ajena a su mirada, sacó una botellita de una pequeña bolsa y bebió de ella. Como si estuviera hechizado, Fenton observó la dulce línea de su cuello. Su piel era suave y su tacto increíble. Quiso recorrerla con las yemas de sus callosos dedos y besar aquellos labios húmedos y tentadores. Pero no. No debía pensarlo siquiera.

—Noto tu respiración algo acelerada, Freman —dijo entonces alguien a su izquierda.

Volviéndose para ver quién le hablaba, se encontró con el sonriente rostro de Bruno Pezzia. Si algo le había llamado la atención del guerrero era su constante buen humor y su buena predisposición para todo. Siempre sonreía, algo que él en escasas ocasiones hacía.

Fenton trató de recomponerse y, oculto en la oscuridad de su capucha, respondió en un susurro:

—El camino ha sido largo y duro de recorrer.

—¿Te ocurre algo en la voz? —Se mofó Bruno.

Molesto por su pregunta, Fenton miró a Penelope, que estaba hablando con una mujer no muy lejos de él.

—Me duele un poco la garganta. Sólo eso.

Bruno suspiró. Sin duda el hombre no lo estaba pasando nada bien y, cada vez más convencido del padecimiento que cargaba sobre sus hombros, preguntó:

—¿Tu herida está mejor?

—Sí —asintió Fenton—. Gracias a Risco y a su milagroso ungüento, la herida sana por momentos.

—¿Sabes? Ese ungüento lo prepara Penelope. ¿Sabes quién es?

Fenton se apresuró a negar con la cabeza.

—Es ella —indicó Bruno, señalándola—. Una maravillosa y encantadora mujer que ha sufrido por amor más de lo que a mí me habría gustado.

Fenton no dijo nada y él añadió:

—Ella y sus medicinas poseen unos poderes curativos increíbles. ¿Te lo ha dicho Risco?

—No —respondió el otro con un hilo de voz—. Pero bueno es saberlo.

En ese momento, la susodicha se levantó y se dirigió hacia el fondo de la cueva. Lidia parecía buscar algo y fue en su ayuda. Los dos hombres la siguieron con la mirada y Bruno preguntó:

—Penelope es una mujer muy guapa, ¿verdad?

—Sí. Mucho —asintió Fenton con pesar.

Y, tras un breve silencio en el que éste se recreó en la increíble belleza de su mujer, Bruno añadió:

—La conocí hace nueve meses. Ella buscaba desesperadamente a su marido Fenton Barmey y, aunque le prometí que lo encontraría, nunca hemos sido capaces de encontrarlo. Por cierto, ¿no habrás oído hablar de él por casualidad?

Incómodo con la conversación, Fenton se movió y respondió:

—No. Nunca he oído ese nombre.

—¿Seguro?

—Sí. Seguro.

—Es una pena —asintió Bruno viendo como aquél apretaba tanto las manos que los nudillos se le ponían blancos—. Ella aún lo ama con todo su corazón, y estoy convencido de que daría lo poco que tiene con tal de encontrarlo esté como esté. —Fenton no habló y Bruno cuchicheó bajando la voz—: Por desgracia, las últimas noticias que tuvimos de él fue que murió a manos de Dimas Deceus.

—Pobre hombre —musitó entonces Fenton—. Descanse en paz.

Bruno asintió pero, dispuesto a hacerle ver que él sabía quién era en realidad, añadió:

—Me he percatado de que muchos de tus compañeros te tienen cariño y te miran a la espera de hacer lo que tú digas. ¿Llevas mucho tiempo preso?

—Podría decirte que toda una vida —suspiró el otro aliviado al ver que cambiaba de tema.

—¿Dónde te apresaron?

Rápidamente Fenton buscó un lugar lo más alejado de la realidad.

—En Piedramorelas —repuso.

Tras aquella pregunta, Bruno no desistió y le hizo mil más. Fenton, rápido en contestaciones, las salvaba todas. Hasta que el otro no pudo más y, al ver que no había nadie a su alrededor, se acercó más para que sólo él pudiera oírlo y murmuró:

—Sé que eres Fenton Barmey, el marido de Penelope. A mí no me engañas.

Al oír eso, el encapuchado se quedó sin respiración. Las manos le temblaban y, con el corazón en un puño, se revolvió en el sitio y siseó:

—Te equivocas. Mi nombre es Freman.

Bruno suspiró.

—Trato de entender por qué te ocultas así de ella —insistió Bruno—. Tarde o temprano, Penelope te descubrirá. Es una mujer muy lista y observadora, y se dará cuenta de que el hombre esquivo que se oculta tras esa capucha eres tú. Su marido.

Ofuscado, Fenton se retiró un poco la oscura tela para dejar al descubierto su rostro y siseó con rabia:

—¡Soy un monstruo! ¿Es que no lo ves?

Bruno, que por primera vez pudo ver con claridad la cicatriz que le cruzaba el rostro, negó con la cabeza y repuso:

—Estás equivocado, amigo. No eres un monstruo.

—Pero ¿tú me has visto?

El guerrero asintió y, sin intimidarse por su fiera mirada, afirmó:

—Sí. Y eres Fenton Barmey.

—Ya no soy él…, no lo soy —musitó el hombre horrorizado al haber sido descubierto.

Acto seguido, se dispuso a levantarse, pero Bruno no lo dejó. Lo sujetó con fuerza y murmuró:

—Penelope te quiere y seguiría viéndote como la persona que siempre has sido para ella. ¿Por qué lo dudas? ¿Acaso no conoces a tu mujer? —Y, al ver como aquél volvía a taparse el rostro con premura, añadió—: Sólo necesitas un poco de seguridad en ti mismo para darte cuenta de ello y, sobre todo, que aceptes el hecho de que ella es tu destino.

Pero Fenton no pudo responder.

En ese momento, Tharisa, la enana azul que había estado esquivando a Bruno desde que lo había visto aparecer de la mano de Lidia, se acercó hasta él, pestañeó con coquetería y le entregó un bol de madera diciendo:

—Es sopita. Estoy segura de que te vendrá muy bien.

Bruno la miró y cogió el bol con una candorosa sonrisa.

—Gracias, Tharisa. Eres un encanto.

—Oh, guapo Pezzia, ¡no me digas eso, que me pongo tontorrona!

El aludido sonrió y, tras guiñarle un ojo, dijo:

—Si no te importa, Tharisa, le daré la sopa a Freman, seguro que a él le sienta mejor que a mí.

—¡No! ¡Ni hablar! —gritó la enana de pronto.

—¡¿No?! —repitió Bruno sorprendido y a la vez molesto.

Al darse cuenta de su contestación, Tharisa se retiró dos de sus cuatro pelos de la frente y, de nuevo con voz melodiosa tras mirar al hombre encapuchado, aclaró:

—Esta sopita es para ti, guapo Pezzia. Ahora mismo traeré otra para él.

Pero Fenton levantó una mano en el aire y replicó:

—No te molestes en traerla. No tengo apetito.

Tharisa sonrió y, mirando al objeto de su deseo, lo animó:

—Entonces, guapo Pezzia, ¡bebe tu sopita!

Bruno, que deseaba seguir hablando con Fenton, optó por beberse la sopa para que la enana se marchara y los dejara. Olía muy bien. Se acercó el bol a la boca y entonces, de pronto, alguien lo empujó y la sopa se derramó sobre él.

—¡Noooooooooooo! —gruñó Tharisa al ver aquello.

—¡Por Dios, cómo me he puesto! —se quejó Bruno poniéndose en pie.

—Uyyy, lo siento —se disculpó Risco, que lo había empujado a propósito.

Debía evitar que aquél bebiera el brebaje de la enana. No le cabía la menor duda de que ella buscaba algo más que un simple agradecimiento, y seguro que en la «sopita» había algún extraño condimento.

Al ver lo que Risco acababa de hacer, Tharisa clavó sus ojos saltones en él.

—¡Torpe! —Le soltó—. Enano torpe, burro, pánfilo, borrico y mendrugo, ¿has visto lo que has hecho?

Sentándose de nuevo, Bruno oyó a Risco responder:

—Sí, enana fea. Y por eso he pedido disculpas.

Abriendo los ojos desmesuradamente, Tharisa comenzó a dar saltos para darle un capón en la coronilla y, cuando por fin lo consiguió, le espetó:

—¿Me acabas de llamar fea?

Risco suspiró y asintió.

—Sí. Fea…, grotesca…, antiestética… Feota. Porque eso es lo que eres, ¡fea! Más fea que mi deforme dedo pequeño del pie, que ya es decir.

Al oír eso, Fenton y Bruno se miraron. La situación era de lo más cómica. Ver a aquella enana azul culona y bajita darle de capones a Risco mientras éste la llamaba fea habría hecho reír a cualquiera, y finalmente no pudieron evitarlo.

Sin embargo, la sonrisa se les cortó cuando Lidia con gesto serio, junto a Penelope, se acercó hasta ellos y en un tono que a Bruno le cortó el aliento declaró:

—Gaúl no ha pasado por aquí. Algo ha ocurrido. Lo sé…, lo presiento.

—Tranquilízate, Lidia, por favor —pidió Penelope al notarla perder su temple, mientras Fenton se ocultaba aún más bajo su capucha.

—¿Cómo me voy a tranquilizar?

Bruno se levantó, se puso a su lado y, cogiéndole las manos, le pidió:

—Mírame. —Como ella no obedecía, él insistió—: Fierecilla, ¡mírame!

Cuando por fin lo hizo, el guerrero la miró a los ojos y se perdió en sus oscuras pupilas.

—Tranquilízate —dijo—. Si no regresa, saldremos en su busca.

Inquieta, pero aún cogida de su mano, Lidia insistió:

—Quedamos en que traería los víveres tras pasar por Villa Silencio y luego nos esperaría en la Gran Cascada. Pero… pero aquí no hay nada. ¿Cómo puede ser? Él partió antes que nosotros y, si mis cálculos no fallan, ya debería haber pasado por aquí.

Bruno era consciente del cariño que la joven le tenía a Gaúl, por lo que se dispuso a tranquilizarla de nuevo, pero ella, soltándose de sus manos, siguió diciendo:

—Ha pasado algo. Lo sé. Lo intuyo. Y juro por lo más sagrado que mataré al desgraciado que se haya atrevido a ponerle una mano encima a Gaúl. ¡Lo juro!

Sin más, Lidia se alejó caminando furibunda mientras los demás la observaban.

Gaúl era la única persona de su pasado que aún seguía con vida, y Lidia no deseaba pensar en continuar su lucha sin él. Lo quería como a un hermano. Adoraba a aquel hombre por encima de muchas cosas, y sólo de pensar en no volver a verlo se le rompía el corazón.

Penelope la observó alejarse. Quiso ir tras ella, pero Bruno la detuvo y la colocó junto al hombre encapuchado.

—De acuerdo, ve tú —dijo la joven al ver que el guerrero iba tras su amiga—. Pero cuidado con las palabras que empleas.

—Tranquila, lo tendré —asintió Bruno dirigiéndose ya hacia el lugar donde una furiosa Lidia se mesaba su oscuro cabello.

Tharisa, que había observado lo ocurrido, al ver cómo su amorcito caminaba hacia aquélla, se enceló y, dando saltitos, se acercó hasta él.

—Quizá sería bueno que no la molestaras —dijo cogiéndolo de la mano—. Ella…

—Tharisa —siseó Bruno con gesto tosco—, ella es la mujer que amo y por la que daría mi vida. El corazón se me rompe si la veo sufrir, ¿es tan difícil de entender?

Esa revelación tan sincera y directa liberó de pronto el corazón de la joven enana. Su color azul se aclaró y, aliviada al oírlo, murmuró:

—Ve entonces, Bruno.

Conmovido por cómo Tharisa se aclaraba, Risco la cogió entonces por los hombros, la miró a los ojos y la besó para sellar de nuevo su corazón. Era su oportunidad de mostrarse como el hombre que era, y nadie iba a quitársela.

Cuando Bruno llegó junto a su amada, la asió por la cintura, la acercó hasta él y la abrazó. Le habló con dulzura al oído para tranquilizarla ante la mirada de todos, y finalmente Lidia, aquella guerrera implacable, lo miró y apoyándose en él se tranquilizó.

Penelope, conmovida por lo que observaba desde el otro lado de la cueva, se sentó junto al hombre encapuchado que hasta el momento había permanecido inmóvil y en silencio y murmuró:

—Ella es su destino y, a pesar del horror que vivimos todos los días, me agrada ver que dos corazones que se necesitan se encuentran finalmente.

Fenton no dijo nada. Aquellas palabras tan bonitas y duras a la vez lo removían por dentro y le dolían. Al ver que no hablaba, Penelope lo miró e, interesándose por él, preguntó:

—¿Cómo te llamas?

—Freman —respondió modulando la voz.

Tras un tenso silencio, ella insistió:

—¿Por qué te ocultas tras esa capucha?

Aquella pregunta lo pilló tan de sorpresa que él sólo pudo responder:

—Motivos personales.

Sin sorprenderse por su respuesta, ella observó con detenimientos sus sucias y ajadas manos y dijo:

—En cierto modo, te entiendo. Todos tenemos motivos personales para hacer lo que hacemos.

—¿Me entiendes?

—Sí —asintió Penelope con seguridad mirando a Lidia—. La vida no es fácil, pero hay que saber sobrellevarla. Todos los que estamos aquí hemos perdido a seres queridos. Seres amados e irremplazables, pero hay que seguir viviendo. Lo cobarde en un mundo como el nuestro es dejarte llevar por la indiferencia y el hastío. Lo valeroso es luchar para vencer los miedos y las inseguridades.

Fenton sonrió. Había sido él quien, en el pasado, cuando se sentía fuerte y poderoso, le había dicho aquellas mismas palabras.

—¿Tú has luchado por vencer tus miedos? —preguntó.

Retirándose con cuidado un mechón rubio del rostro, Penelope asintió.

—He pasado de ser una muchacha inexperta a la que todo le daba miedo a convertirme en una mujer fuerte y luchadora. Perder al hombre que amaré mientras viva ha sido lo más duro que he tenido que soportar. No poder encontrarlo y ayudarlo casi me consume en la desesperación. Y aunque, cuando me enteré de que había muerto, parte de mí murió con él, una extraña fuerza me hizo continuar con mi vida. Creo que la fuerza me la manda él, allá donde esté.

—Lamento lo que dices —murmuró Fenton sin mirarla.

Penelope asintió. Ella también lo lamentaba, y musitó:

—Estoy segura de que, si existe un mañana y él aún sigue amándome tanto como yo lo amo a él, volveremos a encontrarnos.

Al oír eso, Fenton se sintió profundamente conmovido.

Aquella que hablaba de él con tanto amor, su mujer, aún lo quería y ansiaba su regreso. Pero, en vez de ser valiente y enfrentarse al miedo de ser rechazado por su aspecto, simplemente se levantó y, tras una inaudible disculpa, se alejó.

Penelope suspiró y lo siguió con la mirada. Luego se levantó para acercarse a Bruno y a Lidia. Había que encontrar a Gaúl.

No muy lejos del Túmulo, Dimas Deceus, el malvado hombre que se creía el dueño del mundo, cabalgaba a lomos de su impresionante caballo. Tener en su poder a Gaúl, la mano derecha de Lidia, la cazarrecompensas, era una de las mayores satisfacciones que su oscura vida le había proporcionado en los últimos tiempos.

Después de torturar y matar a dos de los hombres que había apresado junto a Gaúl, y con la llave élfica en su poder, se encaminó hacia el Túmulo.

Entrar en el Gran Pantano fue una dura decisión. Sabía que, una vez allí, muchos de sus guerreros causarían baja, pero eso no le importó. Quería apresar y matar a aquellos que durante los últimos meses habían frustrado sus planes con los prisioneros.

Como bien había previsto, muchos de sus guerreros perdieron la vida al internarse en aquel paraje, pero su ejército era numeroso y no le importó. Incansablemente se fue acercando hasta el Túmulo y, una vez llegó ante la enorme piedra oscura, hizo llevar a Gaúl hasta él.

Éste, al que habían apaleado sus salvajes guerreros, fue llevado ante él. Sus hombres lo arrojaron a los pies de su tenebroso caballo y, tras desmontar, Dimas se agachó, lo cogió del pelo para que lo mirara y gritó mientras se sacaba un pequeño puñal de su cinto:

—El enano dijo que tus amigos vendrían hacia aquí, ¿dónde están?

Agotado y apenas sin fuerzas, Gaúl lo miró y, dispuesto a morir antes de delatarlos, repuso:

—No lo sé. Se habrán marchado. No lo sé.

La punta del puñal se clavó entonces en la parte baja de su espalda y ascendió rasgando su carne. Gaúl gritó de dolor. Dimas era un torturador y disfrutaba haciéndolo.

Una vez retiró el puñal de su espalda y la sangre corría por ella, siseó:

—Sé que, gracias a la llave élfica, puedes abrir una grieta en el Túmulo, ¿no es así?

Aquello sorprendió a Gaúl. ¿Cómo lo sabía? Sin embargo, no respondió.

—¡Hazlo ahora mismo o mataré a otro de tus hombres! —vociferó Dimas y, cogiendo al bueno de Mauled, que sangraba como él, añadió—: Mataré a este hombre ante ti y tras él morirán todos los demás.

—Noooo —jadeó Gaúl horrorizado.

Complacido por su reacción, Dimas insistió:

—Y, si aun así no haces lo que te pido, juro por la memoria de mi madre que te sacaré primero un ojo, después el otro, y posteriormente te iré arrancando todas y cada una de las partes de tu cuerpo, infligiéndote el mayor dolor que se le puede causar a un desgraciado como tú. Morirás…, pero antes tendrás que soportar una terrible agonía que yo disfrutaré.

Gaúl lo miró con inquina. Después observó a Mauled, y éste le hizo saber con una mirada que estaba preparado para morir. El corazón de Gaúl se desbocó. Lo que le hicieran a él no le importaba. Moriría gallardamente por su causa. Pero no sabía si podría soportar ver cómo mataban cruelmente a sus hombres ante él.

—¡Escoria! —aulló con las pocas fuerzas que le quedaban—. Eres un malnacido al que espero que tras mi muerte le hagan pagar todo el mal que ha ocasionado con tanta crueldad.

Pero Gaúl ya no pudo decir más, puesto que Dimas le cruzó la cara de un puñetazo. Con la sangre chorreándole por la boca, escupió y, sin un ápice de piedad, el villano lo cogió por el pelo y tiró de su cabeza hacia atrás.

—Abre la grieta o ese hombre morirá —rugió.

De nuevo, su mirada se encontró con la de Mauled y éste asintió. A pesar de su aturdimiento, Gaúl intentó pensar con rapidez.

Si comenzaba a decir las palabras mágicas, la tierra del Túmulo se movería y eso haría sospechar a Lidia y al resto de sus amigos. Si ellos entendían su mensaje, saldrían rápidamente de allí y se internarían de nuevo en el Gran Pantano hasta llegar a la Gran Cascada.

Aquella cascada era un lugar seguro para ellos, pero no para los hombres de Dimas, que irían directamente al infierno. Era su única oportunidad. Necesitaba hacer aquello si no quería ver cómo abrían en canal a Mauled.

Así pues, tomando entre sus ensangrentadas manos la llave élfica que Dimas Deceus le tendía, comenzó a murmurar muy lentamente las mágicas palabras, mientras rezaba porque sus amigos entendieran su mensaje.

En el interior del Túmulo, Lidia ya estaba más tranquila.

Las palabras de Bruno, su cariño y su insistencia al asegurarle que encontrarían a Gaúl le hicieron ver, sentir y entender que así sería. Ni ella, ni sus amigos lo abandonarían.

Pero la tranquilidad le duró poco. De pronto, la tierra del Túmulo comenzó a temblar y la gente gritó asustada. Lidia, Penelope y Bruno se miraron. Aquello sólo ocurría utilizando la magia de una llave élfica, y Gaúl era el único que podía tener una. Su rostro se iluminó. Su amigo estaba vivo. Estaba allí.

Durante varios segundos esperaron a que una grieta se abriera en la piedra, pero tan pronto una pequeña rendija amenazaba con abrirse, comenzaba a cerrarse de nuevo.

¿Qué ocurría?

Después de tres veces, mientras la gente gritaba asustada a su alrededor, los tres intuyeron que algo iba mal. Gaúl, al igual que ellos, era capaz de abrir la grieta en el Túmulo sin ningún problema. ¿Por qué no lo hacía entonces?

—Esto no me gusta —susurró Bruno al ver cómo la tierra se sacudía de nuevo.

Penelope estuvo de acuerdo con él, y Lidia tocó su llave y dijo:

—Yo abriré la grieta.

—No —replicó Bruno sorprendiéndolas a ambas—. Espera. Quizá lo esté haciendo adrede.

Lidia lo miró con gesto serio.

—Algo le ocurre a Gaúl —afirmó Penelope—. Él sabe abrir la grieta tan bien como nosotros.

Angustiada al intuir que algo iba mal, Lidia se acercó hasta la pequeña rendija que llegaba hasta el suelo, aguzó la vista y, al ver algo en una décima de segundo, se le heló el corazón.

Al otro lado de la grieta, a escasos metros de ella, estaba Dimas Deceus con su ejército y, ante todos ellos, un ensangrentado Gaúl con la llave élfica en la mano.

—¡Nooooooo!

—¿Qué ocurre? —preguntó Bruno acercándose.

—No puede ser —gimió Lidia mirándolo.

Al siguiente movimiento de tierra, Bruno se colocó en el mismo sitio donde momentos antes se había situado la guerrera y, al contactar con la mirada de Gaúl y entender lo que aquél le estaba queriendo decir, maldijo y se volvió hacia las dos mujeres.

—Nos está avisando y dando tiempo para huir —declaró Bruno—. Saquemos a esta gente de aquí y llevémosla al refugio de la Gran Cascada. Después regresaremos a por él.

Temblorosa por ver el rostro ensangrentado de Gaúl, —Lidia murmuró— Id vosotros. Yo me quedaré aquí y lucharé con Dimas.

—Ni lo sueñes, cielo —aclaró Bruno mirándola.

La guerrera protestó al oírlo.

—Hay que sacar a esta gente de aquí.

Bruno era consciente de que tenía razón, pero no era capaz de marcharse, por lo que replicó:

—Lo sé. Pero o vienes tú o yo de aquí no me muevo. Y, te guste o no, lo mejor es salir y llevarlos a nuestro terreno. ¡Piénsalo!

Penelope, que acababa de ver lo que sus amigos habían visto ante un nuevo temblor de la tierra, se volvió hacia ellos.

—Lidia —terció—, lo más inteligente es hacer lo que dice Bruno. En el pantano podremos manejarnos bien y, al llegar a la Gran Cascada, todos estaremos a salvo. Conocemos el terreno y Gaúl lo sabe. La única manera de ayudarlo a él y al resto de los hombres es salir de aquí y meter al ejército de Dimas en el pantano de nuevo.

—Pero ellos…

—Es lo que están pidiendo —sentenció Bruno—. Gaúl y el resto de los hombres están dando su vida por nosotros y, si lo que quieres es ayudarlos, debemos salir de aquí para intentarlo.

Nerviosa, Lidia comenzó a caminar de un lado a otro del tembloroso Túmulo. Penelope la agarró entonces del brazo.

—Haznos caso, Lidia. Es lo mejor. Hazlo por ellos, no por ti.

Finalmente, con el corazón encogido, la joven asintió. Sabía que Gaúl quería que hiciera aquello y que era la mejor opción. Pero ver a su amigo golpeado y ensangrentado podía con su razón.

No obstante, comportándose como la guerrera que era, respiró hondo y gritó volviéndose hacia las docenas de ojos asustados que la observaban:

—Escuchadme todos. Dimas Deceus está al otro lado de la puerta con su ejército y Gaúl, junto a algunos de nuestros hombres, también. La tierra está temblando porque Gaúl nos está avisando de que debemos salir de aquí y regresar al Gran Pantano hasta encontrar la Gran Cascada.

Los allí presentes comenzaron a chillar de nuevo desconcertados. Lidia prosiguió:

—Sé que teméis el Gran Pantano. Sabéis que es un lugar duro, plagado de inseguridades y peligros. Y, creedme, es cierto. Pero las llaves élficas nos protegerán. Seguid nuestras instrucciones como lo habéis hecho antes y no ocurrirá nada. Sin embargo, en esta ocasión os pido más colaboración. Esta parte del pantano es la peor: debéis taparos los ojos con un trozo de tela para que la visión no os traicione y os convirtáis en piedra. Después os cogeréis de las manos y no os soltaréis los unos de los otros bajo ningún concepto.

—¿Y vosotros? —preguntó Tharisa, preocupada junto a Risco.

—Las llaves élficas nos protegerán. No nos pasará nada —prosiguió Bruno—. Debéis tranquilizaros y confiar en nosotros. Y, sobre todo, recordad que debéis seguid caminando pase lo que pase y oigáis lo que oigáis, y nunca os destapéis los ojos. ¿Lo habéis entendido?

El enano Risco, poseedor de una llave élfica, miró a la Tharisa y, estirándose, dijo:

—Tomaré tu mano y no te soltaré. Confía en mí, preciosa.

Ella sonrió, con el corazón de nuevo blindado, ahora por él.

—De acuerdo, guapo Mancuerda —Susurró pestañeando.

Al oír eso, Bruno sonrió y, tras cruzar una mirada con Risco, ordenó:

—Vamos. Cubríos todos los ojos.

Atemorizados, todos comenzaron a arrancarse rápidamente trozos de tela de sus harapientas ropas para vendarse los ojos.

—Ven, enana bonita —repitió Risco mirando a Tharisa, que, ahora con su corazón liberado del amor que había sentido por el guapo Pezzia, miraba al enano con ojitos brillantes—. Yo taparé tus preciosos ojos. Y, no te asustes, te agarraré con fuerza y nunca, en ningún momento, te soltaré.

Tharisa sonrió, aunque estaba tan asustada que apenas si podía pronunciar palabra.

—Yo no necesito cubrirme los ojos —dijo de pronto el hombre encapuchado.

Bruno lo miró.

—Has de hacerlo o morirás —repuso.

—Lo dudo —murmuró el otro.

Penelope insistió:

—No es momento para tonterías. ¿Te tapas los ojos tú o te los tapo yo?

Fenton blasfemó y Bruno se encogió de hombros.

—Tú eliges, amigo —dijo.

Al final, Fenton dio su brazo a torcer y, tras coger un trozo de tela que Bruno le entregaba, se vendó los ojos. No le quedaba otra si no quería que Penelope lo hiciera.

Mientras todos se cubrían los ojos, Lidia observaba fijamente la grieta que una y otra vez intentaba abrirse ante ellos. Su mirada y la de Gaúl conectaron de nuevo, y ella le hizo saber lo que iban a hacer.

Por primera vez en aquel odioso día, Gaúl sonrió al entender el mensaje de su amiga. No importaban los latigazos que el tal Dimas le diera en la espalda. Había conseguido su propósito y se sintió feliz por ello.

Una vez Penelope comprobó que todos se habían tapado los ojos con las telas, avisó a Bruno y a Lidia y, con una facilidad pasmosa, abrieron una grieta en la parte de atrás del Túmulo.

Con celeridad, Bruno guio a las gentes a través de ella y, justo cuando salía el último y la rendija se cerraba de nuevo, Gaúl la abría por su lado para Dimas Deceus.

El silencio del Gran Pantano los envolvió entonces. Sólo se oían sus respiraciones aceleradas, pero los dantescos sucesos de aquel mágico lugar no se hicieron esperar.

De pronto, tentadores cantos de sirena llegaron a los oídos de los hombres intentando atraerlos para hacerse con sus almas, y pequeñas voces de niños pidiendo ayuda consumieron las entrañas de las mujeres.

Ruidos fieros, de lucha, angustia y agonía los asustaban, pero todos continuaron su camino sin soltarse de las manos. Podían oír pero no ver, lo que les facilitaba el camino. Si en algún momento alguno se soltaba de la mano de otro, las almas perdidas del pantano o sus miserias los agarrarían y tirarían de ellos hasta acabar con su vida.

Fenton iba cogido de la mano de Tharisa. De pronto, la enana tropezó. Sin poder evitarlo, las manos de ambos se soltaron y, justo cuando el hombre iba a quitarse la venda de los ojos, dispuesto a defenderse de los cientos de voces e insultos que oía a su alrededor, la mano suave de una mujer lo agarró.

—Sigue tu camino —dijo ésta—. Yo sigo aquí —y volvió a juntar la mano de la enana con la de él.

Fenton se paralizó. Había tocado las manos de su amada Penelope. Su tacto, su suavidad hicieron que su corazón palpitara como hacía mucho que no sentía y, al volver a tener la mano de la pequeña enana en la suya, la agarró con fuerza y continuó su camino. Debía seguir. Por él. Por ella. Por toda aquella gente.

Lidia silbó entonces y al instante vio aparecer a Dracela.

—Estoy aquí, jefa —dijo la dragona.

Dracela, cuánto me alegro de verte —sonrió ella emocionada.

La dragona, ajena a todo lo que estaba ocurriendo, murmuró:

—Tengo malas noticias. Ni Gaúl ni los guerreros están en el refugio del…

—Lo sé —asintió Lidia con pesar. Y, sin tiempo que perder, agregó—. Risco abre la comitiva. Entre los dos, guiad a esta gente hasta la Gran Cascada y esperadnos allí. Dimas y su ejército están en el interior del Túmulo y tienen a Gaúl y a nuestros hombres.

—Oh, Dios mío —balbuceó Dracela preocupada.

—Penelope, Bruno y yo nos quedaremos aquí —prosiguió Lidia—. Gaúl abrirá una grieta para que salgan al Gran Pantano de nuevo, y entonces, sin duda, Dimas y sus hombres morirán.

—De acuerdo —asintió la dragona. En el acto, se volvió y gritó con su voz rotunda—: Continuemos, amigos, ya queda poco.

Fenton, que había oído la conversación entre la cazarrecompensas y la dragona, se inquietó. ¿Cómo dejar a su mujer? Por ello, no lo dudó, e intentando soltarse de la mano de la enana, declaró:

—Yo os acompañaré. Sé luchar, y mi ayuda os será de utilidad.

Al oír al hombre encapuchado que apenas si había abierto la boca en aquellos días, Lidia lo tomó rápidamente de la mano y repuso:

—Me alegra saber que quieres ayudarnos, pero la crueldad del Gran Pantano podrá contigo. Más que una ayuda, serás un estorbo. Sigue con el resto…, será lo mejor.

Sin embargo, el hombre no estaba dispuesto a darse por vencido y, apretándole la mano, murmuró mientras se quitaba la venda de los ojos y veía a su alrededor cientos de almas incandescentes flotar junto a todos los que llevaban los ojos tapados:

—Soy un guerrero y nunca rehuiré la lucha.

Lidia lo miró y él afirmó juntando la mano de la enana con la del hombre que estaba a su lado:

—Nunca he sido un cobarde y ahora no lo seré. Confía en mí.

Al ver que Fenton se había soltado de la mano de Tharisa, Bruno corrió hacia él cuando lo oyó decir:

—Dudo mucho que el Gran Pantano pueda encarnizarse más conmigo. Dimas Deceus me ha arruinado la existencia. Me ha robado todo lo que fui. Ha conseguido que desee morir cada instante del día, y ahora yo sólo deseo verlo morir a él, aunque sea lo último que vea en mi miserable vida.

Lidia se dispuso a replicar:

—Pero…

—No —la cortó él—. No tengo por lo que vivir. Déjame ayudaros y moriré feliz.

Conmovida por la crueldad y la sinceridad de sus palabras, la guerrera apretó la mano del encapuchado.

—Al menos —repuso—, y ya que no veo tu rostro, si vas a luchar a mi lado me gustaría saber cuál es tu nombre.

—Su nombre es… —comenzó a decir Bruno, que lo había oído todo.

—Freman… —lo interrumpió él—. Mi nombre es Freman.

Penelope llegó entonces hasta ellos y, al ver al encapuchado con sus dos amigos, inquirió:

—¿Qué hace él aquí?

Pero ninguno pudo responder, ya que de pronto una luz proveniente del Túmulo les hizo saber que Gaúl iba a abrir la grieta para salir.

Sin tiempo que perder, los dos hombres y las dos mujeres se ocultaron tras unos enormes árboles del Gran Pantano. Enseguida vieron a Dimas Deceus aparecer por la grieta junto a sus guerreros.

Tras avisar a Mauled y a los suyos de que cerraran los ojos, Gaúl selló de nuevo la grieta. Entonces, al ver el Túmulo cerrado, Dimas miró al guerrero y, tirando de él, siseó:

—Dame esa llave si no quieres que te arranque la cabeza.

Seguro de que ahora todo jugaba a su favor, Gaúl lo retó:

—Quítamela si puedes.

De pronto se oyó un grito desgarrador. Uno de los soldados de Dimas era rodeado por cientos de almas incandescentes de color verde y, antes de que nadie pudiera reaccionar, el hombre se convirtió en piedra e instantes después se deshizo ante ellos.

Los guerreros, asustados, comenzaron a chillar cuando vieron que de las aguas pantanosas salían miles de almas errantes que los rodeaban sin piedad.

Penelope, Bruno y Fenton, espada en mano, fueron enfrentándose a los guerreros que corrían aterrados hacia ellos. Aunque se merecían morir lentamente, la crueldad no iba con ellos, por lo que clavaban su espada en ellos en cuanto éstos se cruzaban en su camino.

Dimas Deceus miró entonces con horror a Gaúl.

—¿Qué has hecho, bastardo? —rugió—. ¡¿Qué has hecho?!

—¡Ni más ni menos que darte tu merecido! —gritó Lidia.

Al oír su voz, Gaúl la buscó con la mirada y renqueó hacia ella. Una vez se reencontraron, se fundieron en un sentido abrazo.

—¿Estás bien? —preguntó ella preocupada.

Gaúl asintió sin apenas fuerzas. Se encontraba mal. Fatal, de hecho. Pero había salvado su vida y la de sus hombres.

—He estado mejor, jefa, no te voy a engañar —se apresuró a responder—. Pero ahora debemos tapar con algo los ojos de Mauled y de los demás antes de que la tentación haga que los abran.

Sin embargo, Bruno y Penelope, ayudados por el hombre encapuchado, ya se estaban ocupando de ello. Una vez tuvieron todos los ojos vendados, Penelope los agarró de la mano y los llevó hasta un árbol.

—Mauled —dijo—, no os mováis de aquí hasta que regresemos, ¿de acuerdo?

—Aquí estaremos, Penelope. Confiamos en vosotros.

Lidia y Bruno llevaron hasta el árbol a Gaúl. Apenas si podía andar, y Penelope, al volverse, vio cómo varias almas incandescentes acechaban al hombre encapuchado y tiraban de él mientras éste se encogía con brusquedad. Sus miedos, sus frustraciones, sus vivencias se enzarzaban con él, y eso podía matarlo. Sin tiempo que perder, agarró al hombre de la mano y le espetó:

—Sé que no quieres que te toque, ni que te cure, ni que te vea, pero esta vez te lo digo en serio: o te tapas los ojos tú o te los tapo yo. Tú decides.

Tembloroso y agotado por las visiones rocambolescas que aquellos espíritus le habían mostrado de su pasado y sus miserias, Fenton murmuró con voz ajada:

—Yo… yo… me los taparé.

Ella asintió y, tras entregarle un trozo de tela, él mismo se vendó los ojos. A continuación, Penelope agarró su mano con fuerza y lo condujo hasta el lugar donde estaba el grupo. Al llegar, observó horrorizada el feo golpe que Gaúl tenía en la cabeza y que Bruno le curaba como podía.

A cada instante más furiosa por todo el mal que aquel villano había causado a las personas que quería, Lidia declaró:

—Dimas debe morir.

Penelope asintió con gesto fiero y, mirando a un agotado Gaúl, dijo sacándose la espada del cinto:

—Por fin podré vengar el sufrimiento de mi marido y otras muchas personas inocentes.

Fenton se disponía a replicar, pero Gaúl se le adelantó:

—He de vengar a mi amor.

Lidia lo miró y, tras cruzar una mirada con Bruno, dijo:

—Nosotras nos ocuparemos de él. —Y mirando a Gaúl sentenció—: Tranquilo, vengaré a mi hermana por ti. Te lo prometo.

Las dos mujeres se miraron decididas y, seguidas de cerca por Bruno, se dirigieron hacia el lugar donde estaba aquel malvado.

Dimas Deceus era atormentado por miles de almas mientras se retorcía y gritaba como un loco con los ojos fuera de sus orbitas. Su maldad, aquella maldad que durante años había hecho sufrir a tanta gente, por fin se había vuelto contra él, y la venganza estaba asegurada.

Una venganza que lo mataría sin necesidad de que Lidia o Penelope movieran un dedo. Pero no. Ansiaban acabar con su vida como él había hecho con sus seres queridos, y lo harían.

Durante unos instantes lo vieron sufrir, hasta que Lidia gritó antes de clavar su espada en su cuerpo cuatro veces seguidas:

—¡Esto es por mi madre, por mi padre y por mi hermana! ¡Y ésta es por Gaúl! Acabaste con la vida de su amada y ahora nosotras ponemos fina a la tuya. —Dimas gritó y Lidia siseó—: Deseo que te pudras en el infierno, maldito hijo de perra, y espero que mi vida se llene de paz ahora que sé que tú has desaparecido de ella y de la de todo el mundo.

El cuerpo de Dimas cayó hacia un lado. Entonces Penelope, deseosa de que llegara su turno, se acercó hasta él y, tras levantar el mentón y la espada, gritó con voz temblorosa apuntando directamente a su corazón:

—¡Con esto vengo a mi amado marido Fenton Barmey! Me lo arrebataste de mi lado y…

De pronto, una fuerte mano sujetó la suya con fuerza. Cuando se giró, Penelope vio que la sujetaba el hombre encapuchado y, antes de que pudiera siquiera protestar, él se retiró la capucha y, ante la expresión de sorpresa de ella, dijo:

—No lo hagas, cariño; déjame a mí.

Penelope parpadeó. ¿Estaba viendo visiones a causa del Gran Pantano? Pero al ser consciente de que no, de que aquél era el hombre que le había robado el sueño todas las noches, sólo pudo susurrar:

—Fenton…

Sin tiempo que perder, el aludido, al que la fuerza de su esposa le había hecho recordar que él era Fenton Barmey, el gran guerrero, clavó su espada en el pecho de Dimas Deceus y siseó:

—Nada de lo que me hayas hecho a mí puede compararse con el sufrimiento que le has hecho vivir a mi mujer. Muere, maldito hijo de perra. Muere y viviremos en paz.

El alarido atronador de las miles de almas a las que Dimas había quitado la vida resonó entonces en el Gran Pantano cuando Fenton le hincó la espada en el corazón.

El cuerpo del villano comenzó a retorcerse con un sufrimiento terrible delante de ellos pero, a diferencia de los otros guerreros, no se consumió. Las almas de los miles de caídos se lo llevaban al mundo oscuro para encargarse de que sufriera eternamente.

Cuando la quietud llegó de nuevo al paraje sólo se oyó el resuello de todos ellos. Lo vivido no había sido agradable, pero había sido necesario para encontrar la paz que necesitaban y asegurar un futuro al mundo en el que vivían.

Aún conmocionada por lo que había descubierto, Penelope, sin poder apartar la mirada del hombre al que amaba y al que había buscado incansablemente, pestañeó y musitó:

—Fenton…

Él asintió pero, horrorizado al ver cómo ella lo miraba, volvió a ocultarse tras la capucha.

Lidia y Bruno observaban en silencio a su amiga, que temblaba.

Penelope lo entendió todo en el acto, comprendió por qué su esposo se había ocultado de ella todo aquel tiempo. Fenton se avergonzaba de su rostro.

Durante varios segundos nadie se movió, hasta que Penelope dio un paso hacia él, levantó las manos y volvió a retirar su capucha para mirarlo.

Ante ella tenía al hombre que amaba, al que deseaba, y al que había buscado incansablemente durante meses. Y lo mejor era que ¡estaba vivo! Por ello, sonriendo como llevaba tiempo sin hacerlo, declaró con un hilo de voz y los ojos llenos de lágrimas:

—Cariño…, pensé que nunca volvería a verte.

Fenton, conmovido, no se apartó, y ella acercó entonces sus labios a la cicatriz de su rostro, que terminaba en la comisura de su boca, y la besó. Al sentir sus dulces labios sobre su piel, el hombre se echó a temblar. Ni en sus mejores sueños habría imaginado ser recibido así.

—Sabía que nunca me dejarías —añadió Penelope—, y has de saber que tampoco yo lo haría nunca.

Él la miró. Apenas podía creer que aquella lo retuviera entre sus brazos y, cuando instintivamente se puso una mano sobre su cicatriz, ella se la retiró y dijo con los ojos llenos de ternura y amor:

—Te quiero, Fenton. Sólo tú eres el amor de mi vida.

Durante varios minutos ambos se miraron, mientras ella lo besaba, lo mimaba y le susurraba cuánto lo amaba y lo necesitaba. Sus palabras, las dulces palabras de Penelope, eran el bálsamo que él necesitaba para volver a tener la seguridad que siempre había tenido en sí mismo. Ella seguía viéndolo como a su marido, como el hombre apuesto y valiente que había conocido. No le importaba su apariencia, sólo lo quería a él, y finalmente eso derribó sus defensas y Fenton la abrazó.

Bruno sonrió y, posando una mano sobre el huesudo hombro de aquel hombre, murmuró:

—Ella es tu destino, amigo. Te dije que nada haría más feliz a Penelope que tenerte de nuevo junto a ella.

Fenton, emocionado, asintió.

Apenas tenía fuerzas para hablar, pero tenerla entre sus brazos en ese momento era lo mejor que le había ocurrido en la vida.

Emocionada y liberada de la carga que había llevado durante años por la muerte de su familia, Lidia se alejó de Penelope y de su recién recuperado marido y agarró con fuerza de la mano a Bruno para llevarlo hacia el lugar donde estaban Gaúl y el resto de los hombres.

—¿Sabías que era Fenton? —le preguntó.

—Sí.

Asombrada, insistió:

—¿Lo sabías y no me lo habías dicho?

Bruno Pezzia, feliz porque todo hubiera acabado finalmente y Dimas hubiera recibido su merecido, sonrió y cuchicheó apretándole la mano:

—Fierecilla…, aún te queda mucho por aprender sobre mí.

Lidia rio. Sin duda Bruno la había vuelto a sorprender. Y, tras darle un rápido beso en los labios que a ambos los hizo sonreír, se volvió de nuevo hacia Penelope y Fenton, que se besaban.

—Venga, tortolitos —los apremió—. Salgamos del aquí y vayamos a la Gran Cascada a dar la buena nueva a los demás. Creo que por primera vez en muchos años todos tenemos muchas cosas que celebrar.

Penelope y Fenton se miraron y asintieron. El mundo en el que vivían seguía plagado de villanos a los que seguramente tendrían que enfrentarse en un futuro. Pero ellos se habían reencontrado, y lucharían porque nadie volviera a separarlos jamás.

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