Capítulo 1

En algún momento aquel hombre tendría que marcharse. Jodie Allman le dedicó su mirada más desagradable a Kurt McLaughlin, director del departamento de marketing de Industrias Allman mientras él seguía hablando tranquilamente con Mabel Norton. Hacía tiempo que había pasado la hora de salida de la oficina y Mabel, con el bolso al hombro, se disponía a regresar a casa. Kurt no miró ni una vez hacia donde estaba Jodie mientras hablaba con la directora del Servicio de Atención al Cliente, pero ella sabía que él sabía que lo estaba mirando, esperando instrucciones.

– Uno… dos… tres -susurraba para sí misma mientras daba golpecitos impacientes con el pie en el suelo. Contar hasta diez era una forma muy primitiva pero también efectiva para controlar su temperamento. Probablemente fuera el momento de buscar un sistema algo más sofisticado, como encontrar el modo de conseguir al hombre de su vida.-No es tan complicado -se dijo por millonésima vez aquella semana, colocándose un mechón de pelo rubio detrás de la oreja en un gesto de impaciencia-. Mi padre es el dueño de esta empresa. ¿Por qué no puedo hacer que lo despida?

Pero, claro estaba, ni lo había intentado. La idea de ver a Kurt recibir un tirón de orejas era muy reconfortante, pero sabía que verlo salir de la oficina cargando con una caja de efectos personales, implicaría las miradas asesinas hacia ella y llorosas hacia él de un montón de mujeres de la oficina, y eso era otra cosa muy distinta. Jodie no era tan dura e independiente como le gustaba demostrar.

Lo más frustrante era que ella parecía ser la única en darse cuenta de cómo era realmente Kurt McLaughlin. Ni siquiera su familia se tomaba en serio la amenaza que suponía. Todos los trabajadores de la empresa lo adoraban. Medía casi dos metros de estatura, tenía un cuerpo hecho a medida de las fantasías de cualquier mujer y era tan atractivo que todas las mujeres se volvían para mirarlo cuando se cruzaban con él. Su pelo castaño siempre parecía un poco revuelto por el viento y aquellos ojos verdes parecían mirar a una mujer más allá de su cuerpo y penetrar hasta su alma, y esos encantos bastaban para que las mujeres se derritieran ante él sin pararse a pensar en lo que estaría tramando.

Ella había vuelto a la ciudad hacía unas pocas semanas, pero desde que empezó a trabajar para él, se dio cuenta de cuál era su juego. Estaba claro.

De repente, se dio cuenta de que la estaba mirando, aunque seguía hablando con Mabel, y para su asombro, empezó a llamarla con el dedo. ¡Con el dedo!

Era la gota que colmaba el vaso. Ella no iba a ir corriendo hacia él como si fuera un perrito faldero, ni pensaba esperarlo mucho más. Hacía rato que había pasado la hora de salida del trabajo y ellos tres debían de ser las únicas personas en el edificio. Tras lanzarle una última mirada heladora, se giró y echó a andar hacia el ascensor para ir a su despacho a recoger sus cosas.

– ¡Espera!

Tardó un momento en darse cuenta de que iba tras ella. Apretó una y otra vez el botón de cierre automático de puertas y estas empezaron a moverse, pero él fue más rápido: se coló en el ascensor y apretó el botón de parada. Ella, terca, volvió a apretar el de cierre de puertas, y él le dedicó una amplia sonrisa cuando las puertas comenzaron a abrirse, pero después se cerraron, se abrieron y por fin se cerraron con un desagradable chirrido. Su sonrisa se esfumó.

– Oh, oh -dijo él, mirándola.

El ascensor subió unos cuatro metros y después se paró quejándose ruidosamente.

– Oh, oh -repitió ella, de acuerdo con él por primera vez.

El silencio hizo presa del ascensor mientras los dos miraban al panel de control esperando alguna señal de vida. Después, Kurt empezó a apretar un botón tras otro sin que hubiera ningún cambio en su situación. Alarmada, Jodie dio un paso adelante y lo imitó, pero los botones parecían estar desconectados.

– Mira lo que has hecho -dijo Kurt con expresión sombría-. Nos hemos quedado atrapados.

– ¿Lo que he hecho? -respondió ella, lanzándole una mirada de odio-. Fuiste tú el que se coló en el ascensor y lo paró.

– Tenía que hacerlo. Intentabas escaparte.

– ¿Escaparme? -respiró profundamente para contener la respuesta que deseaba darle.

«Calma. Tienes que permanecer tranquila. Al fin y al cabo, es tu jefe».

– Llevaba siglos esperándote mientras hablabas con Mabel Norton como si estuvieseis tratando el asunto más importante del día.

– Lo era. Era lo más importante del mundo en mi escala de valores -su expresión se dulcificó-. Buscaba consejo para encontrar una guardería para Katy.

– Oh -ella hizo una mueca, sabiendo lo mucho que quería a su hijita.

– Me está costando encontrar a alguien que la cuide durante el día. ¿No conocerás a nadie que esté buscando un trabajo como canguro?

Ella dio un paso atrás, levantando las manos.

– Lo siento. No sé nada de bebés y de nadie que quiera cuidarlos.

– Sí, ya me di cuenta de que no te gustaban mucho los niños desde el principio -dijo él con aspereza.

Eso la sorprendió. No sabía qué había hecho para darle esa impresión, y algo en el modo en que la miraba hizo que se sintiera incómoda. Pero era cierto, se sentía incómoda con los bebés.

Pero ése no era el mayor de sus problemas en aquel momento. Estaban atrapados en un viejo ascensor de un edificio que debía haber sido demolido hacía años, pero que había sido catalogado como edificio histórico de la ciudad de Chivaree, en un condado ganadero del estado de Texas. Algo así no debía ocurrirle a nadie.

Pero esas cosas ocurrían. Todo había sido un poco chocante desde que había vuelto a su ciudad después de diez años, y había encontrado a un McLaughlin en un puesto imposible para alguien de su apellido en Industrias Allman. Y después se había enterado de que tendría que trabajar para él. Aquello había sido demasiado.

Había crecido considerando a los McLaughlin como el enemigo, los ricachones elitistas que vivían en lo alto de la colina y miraban desde arriba a los Allman y a los de su «clase», como solían decir. Ciertos hechos ocurridos en el pasado habían envenenado las relaciones entre los dos clanes y probablemente permanecieran así para siempre.

Durante su niñez, los Allman habían mirado hasta el último penique que gastaban mientras los McLaughlin compraban toda la ciudad. Su familia había tenido que apurar los límites de la ley en ocasiones, lo que había provocado rumores de que eran amigos del dinero rápido, y eso había hecho crecer su resentimiento.

Y ahora, como por arte de magia, las tornas habían cambiado. El padre de Jodie, Jesse Allman, había conseguido sacar adelante uno de sus negocios, para sorpresa incluso de sus propios hijos. De hecho, su bodega de vinos había crecido tanto que era la empresa con más empleados de la ciudad. La gente ya no lo insultaba a la cara, pero los prejuicios no desaparecían tan rápidamente. Ella tenía muy claro lo que pensaba la gente de Chivaree de su familia. Y creía tener claro cuáles eran los planes de Kurt McLaughlin desde que lo había encontrado ocupando cómodamente un puesto de gestión en la empresa de su padre. ¿No había nadie más que él para ese puesto? Se giró y lo vio intentando hablar por el comunicador del ascensor, buscando ayuda.

– ¿Hola? Estamos atrapados en el ascensor.

Ambos escucharon un rato en silencio, pero nadie respondió. Él se volvió para mirarla.

– No hay nadie en la sala de control -dijo con el ceño fruncido.

– Está claro -respondió Jodie, intentando no pensar en que tal vez ellos dos fueran las dos únicas personas en el edificio. Mabel Norton ya debía de haber salido al aparcamiento y el resto de trabajadores se habían marchado hacía tiempo. Su única esperanza era comunicarse con el mundo exterior.

– ¿Hay alguna alarma?

– ¿Una alarma? Claro -alargó la mano y tiró de la manivela. No ocurrió nada.

– Tal vez no hayas tirado lo suficientemente fuerte -dijo ella, empezando a estar realmente asustada-. Vuelve a intentarlo y dale un buen tirón.

El volvió a intentarlo con más fuerza y se giró hacia ella con el tirador en la mano.

– Vaya -dijo.

Jodie se mordió el labio y contuvo un comentario muy justificado, teniendo en cuenta la situación.

– Muy bien -dijo, esquivando su mirada-. Puesto que ninguno de los dos tiene el móvil a mano, supongo que tendremos que esperar.

– ¿Esperar? -repitió Kurt, pasándose una mano por el pelo castaño y mirándola como si ella supiera la respuesta-. ¿Esperar a qué?

– A que alguien se dé cuenta de que hemos desaparecido.

Él se volvió, impaciente, y después la miró a los ojos.

– Todo el mundo se ha ido a casa -dijo con un gruñido, como si se acabara de dar cuenta de ello. Ella tragó saliva. Tenía razón. Tal vez tuvieran que pasar allí mucho tiempo, y eso no le gustaba nada-. Estaremos atrapados hasta que alguien intente usar el ascensor y vea que no funciona -dedujo él acertadamente-. Estamos solos tú y yo, pequeña.

Aquella situación no se le había pasado nunca por la cabeza. Alargó la mano para sujetarse en la barandilla lateral y mantener el equilibrio. El aire empezaba a parecerle más escaso, y los hombros de Kurt cada vez más anchos, llenando la cabina del ascensor. Además, con aquellas botas de cowboy, él parecía aún más alto de lo habitual.

– Ésta es tu peor pesadilla, ¿verdad? -preguntó él casi divertido, como si le hubiera leído el pensamiento, otro más de sus talentos ocultos.

– No sé de qué me estás hablando -contestó Jodie, concentrándose en leer la placa de inspección del ascensor. El documento, que parecía oficial, decía que el ascensor estaba en perfectas condiciones. Mentira.

– ¿No? -se echó a reír.

Ella lo miró y se arrepintió casi al instante.

– ¿Acaso te estás divirtiendo con esta situación? -preguntó.

Kurt consideró la cuestión un segundo, con una ceja levantada.

– La respuesta no es tan fácil como crees -dijo él-. Las circunstancias pueden ser un factor decisivo. Si me hubiera quedado encerrado con Willy en el cuarto del material, él habría sacado una baraja de cartas del bolsillo y habríamos jugado hasta perder la noción del tiempo. Si hubiera sido con Bob, de contabilidad, me habría contado una de esas fascinantes historias de cuando estaba en el ejército y Tiana, de marketing, me habría hecho una demostración de danza del vientre. Está yendo a clases.

Jodie hizo un ruido de impaciencia, deseando que no siguiera por ese camino.

– Ya, pero no estás con ninguna de esas maravillosas e interesantes personas, sino conmigo.

– Sí. Contigo -sus dientes brillaron en una amplia e impúdica sonrisa mientras la recorría de arriba abajo con la mirada, lo que le hizo desear no llevar aquel ajustado jersey azul y la falda de ante bien ceñida. Él la retó-. ¿Y a ti qué se te da bien?

Jodie deseó largarse de allí; imposible, teniendo en cuenta la situación. En su lugar, decidió aparentar estar aburrida con la situación.

– Nada, supongo -dijo ella, con cierto tono sarcástico.

Cuando él apoyó su cuerpo musculoso contra la pared, Jodie no pudo evitar que su mirada se posara en los muslos bien torneados que dejaban adivinar sus pantalones.

– Vamos, Jodie -dijo él-. No te infravalores. A mí me parece que tienes algo muy divertido.

Aquello la dejó helada y lo miró, dispuesta a rebatir cualquier cosa que él dijera.

– ¿De qué estás hablando?

– Vamos, es como si fuera 1904 y acabara de robar la yegua favorita de tu padre. Parece que llevas el peso de la rivalidad McLaughlin-Allman sobre tus hombros.

Ella se estiró. Estaba entrando en su territorio.

– La rivalidad McLaughlin-Allman es un hecho -lo corrigió con frialdad-. Y no sé por qué dices que es importante para mí.

– Porque lo es -dijo él, moviéndose incómodo y mirándola con dureza-. Pero la mayoría de la gente ya ha olvidado todo eso.

– Eso es lo que tú crees -el problema era que sabía que él podía estar en lo cierto. Ella parecía ser la única en recordar aquella disputa. ¿Qué había pasado? Antes aquello era el punto central de la vida de la ciudad.

– Ya veo -dijo él-. Por eso me tratas como si tuvieras que vigilar la cubertería de plata cuando ando cerca. No puedes superar esas viejas peleas.

Ella dejó de fingir.

– Ninguno de nosotros puede -contestó, testaruda.

– Eso no es cierto. Mírame a mí.

No quería mirarlo. Sabía que si lo miraba se podría meter en líos, pero al final acabó haciéndolo.

Y por primera vez lo vio del mismo modo que los otros, no como un oponente de una antigua batalla, sino como un hombre con una sonrisa verdaderamente atractiva y una presencia radiante de masculinidad. Su cuerpo reaccionó de un modo tan intenso que su corazón se lanzó a la carrera y un escalofrío la recorrió de arriba abajo. Cuando sus ojos se encontraron, tuvo la inquietante sensación de que él podía ver el fondo de su corazón y de su alma.

– ¿Así que crees que tú lo has cambiado todo? -dijo ella, deseando que no se notara el temblor de su voz.

– No -él sacudió la cabeza-. Yo no he cambiado nada. En realidad, ha sido tu padre.

– Al contratarte, quieres decir.

– Claro. Supongo que te imaginas que la gente no lo alababa precisamente entonces.

Y dijo aquellas palabras como si admirase realmente a Jesse Allman por haber cruzado la línea.

Jodie lo miró consternada. ¿Acaso pensaba que su padre lo había contratado por la bondad de su viejo corazón? ¿Podía estar tan despistado?

No, no era eso. Él no era estúpido, pero ella tampoco. Sabía desde el principio que Kurt tenía sus propios planes, y si no, ¿por qué iba a estar trabajando en Industrias Allman, robándole el corazón a todo aquél con el que se cruzaba? Él podía hacer como si no recordara el pasado, pero ella lo tenía muy claro. Conocía a los McLaughlin: había sido un McLaughlin el que estuvo a punto de arruinarle la vida, pero eso era otra historia.

En cualquier caso, sabiendo cómo eran los hombres McLaughlin, tenía muy claro que tenía que alejarse de la influencia de Kurt. Dio un paso hasta el centro del ascensor, puso los brazos en jarras y miró a su alrededor.

– Ya está bien. Lo que tenemos que hacer es concentrarnos en ver qué haremos para salir de aquí.

Él la miró con pereza.

– ¿Salir de aquí? Muy bien. ¿Tienes alguna idea?

– A ver… -miró las paredes y el techo y vio algo interesante-. ¿Eso de ahí arriba no es una trampilla? Tal vez podamos abrirla. ¿Por qué no subes y echas un vistazo?

Ella lo miró, expectante y él le devolvió una mirada sorprendida, aún apoyado contra la pared del ascensor, como si no tuviera intención de cambiar de postura.

– ¿Yo?

– ¿Y por qué no? -preguntó ella con impaciencia-. ¿No lo hacen los hombres en las películas?

Él levantó la mirada hacia la supuesta salida, que estaba casi un metro por encima de su cabeza, y asintió.

– Claro. En las películas -la miró fríamente-. ¿Y cómo supones que voy a llegar hasta ahí? ¿Crees que tengo alas o zapatos con ventosas en los bolsillos para subir por la pared?

Jodie se pasó la lengua por los labios y frunció el ceño.

– No lo sé. ¿Qué hacen los hombres de las películas?

– Podría probar a subirme a tus hombros -sugirió él, encogiéndose de hombros-. No veo otra solución.

Ella no se molestó en sacudir la cabeza, aunque se sintió tentada.

– Tiene que haber una manera -masculló.

Él volvió a mirar la pequeña trampilla.

– Y una vez ahí arriba, quién sabe si habrá un complicado cableado listo para freír en el sitio al aventurero confiado -se volvió y la miró divertido-. ¿Y si pruebo a subirte a ti hasta la trampilla? Tal vez tú puedas subirte y ver qué se puede hacer.

– ¿Te has vuelto loco?

Él se encogió de hombros como si su respuesta lo hubiera decepcionado.

– Le das a una mujer una oportunidad para convertirse en heroína, y mira lo que hace.

– Lo que necesitamos aquí no es un héroe, sino un poco de eficacia.

– ¡Ay! Supongo que consideras eso como un golpe bajo.

– No. Tal vez una indirecta -se encogió de hombros. Las peleas verbales no les iban a sacar de esa situación-. Ya sé que subir ahí arriba probablemente no sea factible, pero es muy frustrante verse aquí atrapado. ¿No se te ocurre nada?

Sus ojos verdes brillaban de un modo que ella no pudo interpretar, pero habló calmado.

– Creo que lo mejor es sacar la parte buena de cada situación -dijo-. Así que me parece que esta es una buena oportunidad para conocernos más.

– ¡Conocernos más! -exclamó ella-. No necesito conocerte más. Te conozco de toda la vida.

– No es cierto -repuso él, sacudiendo la cabeza-. Sabías de mi existencia, pero no me conocías, ni yo a ti -le sonrió-. Hemos sido como dos barcos cruzándose en la noche, que saben de la existencia del otro pero no prestan atención a su presencia. Tenemos que conocernos un poco más íntimamente.

Algo en el modo en que pronunció esas palabras hizo que ella diera un rápido paso atrás. Una vez segura en la esquina del ascensor, lo miró preguntándose si eso sería parte de su plan, el intentar subyugarla del modo en que lo había hecho con el resto de trabajadores.

– No creo que necesitemos conocernos más. Tenemos una buena y fría relación profesional. Y lo mejor será dejarlo ahí.

– ¿Eso es lo que crees que tenemos? -preguntó él inocentemente-. A mí me parecía que lo nuestro se resumía en que yo era el jefe y tú la subordinada recalcitrante que siempre dudaba de sus decisiones.

La definición era bastante acertada, pensó ella, pero levantó la barbilla, como retándolo.

– ¿Y te supone algún problema?

– No -rió él-. No es ningún problema. Tal vez una distracción, pero no un problema -su expresión cambió-. Y supongo que eso te da la ilusión de que mantienes candente la llama de la reyerta de nuestras familias, ¿no? -ella no respondería a eso, y él lo sabía, así que cambió de tema-. Así que, dime Jodie, ¿Por qué volviste?

Cuando alguien volvía a Chivaree, siempre acababa escuchando esa pregunta. La gente se sorprendía de que después de haber salido de aquella polvorienta ciudad, alguien volviese a ella. Decidió ser franca.

– Volví porque Matt apareció un día en mi casa y me dijo que tenía que hacerlo.

Matt era su hermano mayor, unos pocos años mayor que Kurt.

– ¿Que tenías que hacerlo? -repitió él sorprendido-. ¿E hiciste lo que te pedía sin protestar? -sacudió la cabeza-. Tendré que preguntarle cuál es su secreto.

– Primero me planteó la situación -dijo ella, levantando la barbilla.

– Ya entiendo -asintió él-. Volviste a Chivaree, y cuando entraste en la empresa te enteraste de que trabajarías para mí, al menos durante un tiempo.

– Sí.

– Ese debió ser uno de tus peores días.

Jodie lo miró con frialdad, molesta por el modo en que se reía de ella a cada instante.

– ¿Por qué no me dejas tranquila? No es algo permanente. Dentro de aproximadamente un mes me trasladarán de departamento -su padre había tenido la brillante idea de que probara cada área de negocio para conocer a fondo toda la empresa-. Puedo soportarlo.

– ¿En serio? -parecía escéptico-. Todos los indicios muestran que odias cada precioso segundo que pasamos juntos.

– Pues no es así -dijo, mordiéndose la lengua. Si no tenía cuidado, aquella discusión podía subir de tono. Tomó aliento y decidió cambiar de tema-. Pero tú te marchaste de la ciudad antes que yo. ¿Por qué volviste?

Ella ya había escuchado su coartada: cuando su esposa murió y él se tuvo que hacer cargo de su hija, volvió al lugar donde su extensa familia podía ayudarlo a sacarla adelante. Pero ella tenía sus dudas, sobre todo al ver que estaba buscando canguro.

No, McLaughlin tenía un plan y ella creía saber cuál era. También estaba convencida de que éste implicaba arruinar el negocio de los Allman, según el modelo establecido hacía años por sus abuelos. Se suponía que los McLaughlin eran los ganadores y los Allman mordían el polvo de la derrota.

– De acuerdo, te diré por qué volví -dijo él, lentamente, volviéndose hacia la pared-. Aunque no te lo creas, volví porque me gusta esta vieja ciudad.

– ¿Qué?

Chivaree no era una de esas ciudades pequeñas y adorables que describen las canciones; aunque las cosas habían mejorado últimamente, seguía siendo un sitio ventoso y polvoriento olvidado por todos. La gente se marchaba de allí tan pronto como conseguía reunir suficiente dinero para emprender la marcha.

Jodie había oído que él había pasado bastantes años en Nueva York, pero aún conservaba parte del dulce acento texano. Muy sutil, pero demostraba que la ciudad no lo había conquistado por completo.

– Es cierto -continuó él con voz grave-. Y cuando mi mundo empezó a derrumbarse bajo mis pies, la única solución que me vino a la cabeza fue volver a Chivaree, volver a casa.

«Volver a casa a curarme», parecía decir su voz.

Por un momento, ella lo creyó. Parecía realmente sincero, y su rostro parecía emocionado, con un cierto tono de un dolor muy profundo. Por un segundo… pero era muy listo. Estaba dándole la historia que más la emocionaría. Estaba jugando con su fibra sensible de un modo muy inquietante. Tenía que salir de allí antes de empezar a creerse todo aquello.

Él se había girado de nuevo hacia ella, y se estaba quitando la corbata y desabrochando los botones de la camisa. Jodie, horrorizada, pudo ver unos centímetros de piel morena y algo de vello.

– ¿Soy yo? -dijo con voz grave y dejando caer los párpados- ¿O empieza a hacer calor aquí.

Ella sintió que su pulso se aceleraba. Primero le había puesto una trampa emocional, y después, la física, lista para verla caer en ella. Y su cuerpo traidor se comportaba como un cachorro hambriento de caricias, a pesar de que ella era consciente del modo en que la estaba abordando.

Se apartó todo lo que pudo de él y cambió de tema.

– No tengo calor -dijo con un énfasis que a él no pudo pasarle desapercibido-. Pero estoy hambrienta. Quiero comer -añadió. Sus ojos la miraban maliciosos-. En serio. Estaba muy ocupada y no he comido a mediodía.

– Veamos… -dijo él, hundiendo la mano en el bolsillo de sus pantalones de sastre-. Mira lo que he encontrado. Una cajita de caramelos de menta.

– Oh -ella miró los caramelos deseosa. Realmente tenía hambre, y también la boca seca.

– Ten -dijo él, después de haber tomado uno. Ella dudó, pero el hambre le hizo superar sus inhibiciones.

– Gracias -dijo, tomando un caramelo y esperando a que el azúcar hiciera efecto.

– ¿Ves? -casi susurró él-. Estoy dispuesto incluso a compartir mi última cena contigo.

Ella empezó a decir algo que estaba destinado a hacerle caer de espaldas, pero en su lugar, al tomar aire, se atragantó con el caramelo. En lugar de ponerlo en su sitio, no podía dejar de toser.

– Espera -el hombre de acción le dio un par de golpes en la espalda, pero al ver que no funcionaba del todo, la rodeó con sus brazos para presionarle en la boca del estómago.

– ¡No! -protestó tosiendo antes de que él procediese-. ¡Espera, estoy bien!

Él se detuvo, pero por alguna razón, sus brazos no se movieron de la cintura de Jodie.

– ¿Estás segura? -dijo en voz baja y tan cerca de su cara que pudo sentir el calor de su aliento.

– Sí, estoy segura -contestó, intentando apartarse sin que él la soltara-. ¡Kurt, suéltame!

Ella giró la cabeza y sus miradas se encontraron. Entonces ocurrió algo mágico. No fue sólo el que ella viera las manchas doradas que salpicaban sus ojos verdes, ni la electricidad que sentía allí donde él la tocaba. De repente se vio inundada por un sentimiento de deseo tan profundo y desgarrador que la dejó sin aliento. Deseaba que la besaran. Deseaba que Kurt McLaughlin la besara.

– Oh -dijo ella como hipnotizada, con los ojos fijos en su boca. Inclinó la cabeza y separó los labios, invadida por el deseo. Por un momento estuvo segura de que ocurriría.

Y entonces él se apartó, dejándola casi sin equilibrio, como si le hubieran vaciado un jarro de agua fría sobre la cabeza. Se sentía como una idiota.

Al menos él no se rió de ella. Se retiró el puño de la camisa y miró la hora.

– ¡Maldición! Se está haciendo muy tarde. Llego tarde a recoger a Katy. Será mejor que busque ayuda para salir de aquí.

Ella intentó mantenerse en pie apoyándose en la barandilla. ¿De qué estaba hablando?

– ¿Ayuda? -preguntó, aún sin aliento y avergonzada-. ¿Qué estás diciendo?

Él se llevó la mano al cinturón y, con la boca abierta, Jodie vio que tenía un teléfono móvil.

Sacudió la cabeza antes de dejar escapar un sonido de ultraje.

– ¿Quieres decir que has tenido eso todo el tiempo ahí? -gritó-. ¿Por qué no lo dijiste cuando te lo pregunté?

– No me preguntaste si lo tenía. Simplemente asumiste que no lo llevaba conmigo -murmuró él, empezando a marcar-. ¿Jasper? Perdona por la molestia, pero hemos tenido un problema en la oficina y tengo que pedirte que vuelvas por aquí y me ayudes a salir del ascensor.

Asesinato. Ésa era la palabra que le venía una y otra vez a la cabeza. Algo rápido e indoloro, y no habría ningún jurado en el mundo que fuera a condenarla por algo tan justificado. Con un gruñido, apretó los puños. Si al principio había desconfiado de él, ahora tenía aún más razones para hacerlo.

Estaba claro que ése era su plan. Cuando abrió los ojos se encontró con una enorme sonrisa complacida en su cara. ¡Había que darle su merecido a aquel hombre!

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