Capítulo 3

Jodie lo tenía todo planeado cuando aparcó frente a la casa de Kurt a la mañana siguiente. Se mostraría fría, tranquila y profesional; toda eficiencia y competencia, pero manteniendo las distancias.

Mientras caminaba hacia la puerta conjuraba sus emociones para que permaneciesen dormidas. Su amiga Shelley, que también trabajaba en Industrias Allman, la tendría al corriente del trabajo de la oficina, así que se recogió el pelo rubio en un moño, se vistió con unos pantalones y una camisa blanca y ocultó sus ojos oscuros tras unas gafas de sol. Impersonal y profesional.

La puerta verde se abrió antes de que pudiera llamar y en ella apareció Kurt, con una enorme sonrisa y casi desnudo. Llevaba el pecho al descubierto y tenía los bíceps hinchados por el esfuerzo de usar las muletas. Los pantalones cortos del pijama se ajustaban a sus caderas perfectamente esculpidas, y ante la visión de tanta carne masculina, ella no pudo más que dar un paso atrás y quedarse sin aliento.

– ¿Estás bien? -preguntó él, con la luz de la mañana reflejada en sus ojos verdes.

– Claro que sí -replicó ella, recuperando rápidamente el equilibrio emocional-. Pero me preocupa que puedas pillar un catarro así, llevando tan poca ropa.

– No te preocupes, estoy fuerte como una roca -le aseguró Kurt.

Aquello estaba clarísimo.

– ¿Te has dejado la bata en algún lado?

– Me estorba con las muletas -levantó una ceja-. ¿Quieres decir que te molesta que no esté completamente vestido?

Ella arrugó el ceño.

– He sido fisioterapeuta durante los últimos cinco años; estoy acostumbrada a ver el cuerpo humano.

La flagrante mentira casi hizo que enrojeciera, pero logró contenerse. Los cuerpos normales no la afectaban, pero aquél la ponía algo nerviosa… Esperaba que él no se diera cuenta.

– Puesto que no parece que estés listo para trabajar, creo que volveré a la oficina y vendré más tarde -se giró e intentó que la amenaza surtiera efecto. Una imprecación la detuvo.

– Deja de hacer teatro, Jodie -dijo él con impaciencia-. Tenemos mucho que hacer y no podemos perder el tiempo.

– ¿De verdad? -al mirarlo no pudo evitar el apreciar como el sol brillaba sobre su bronceada piel.

– Entra y empecemos de una vez.

– ¿Qué te ronda por la cabeza? -preguntó ella, sin fiarse.

– Jodie, Jodie -dijo, con una sonrisa capaz de fundir el hielo de los polos-. Tienes que aprender a confiar en mí.

– La confianza es algo que se gana -le recordó.

– Muy bien, señorita rayo de sol. Hoy quería ir a los viñedos, pero puesto que yo no puedo conducir, tendrás que hacerlo tú por mí.

– ¿A los viñedos? -se sorprendió ella-. ¿Para qué?

– Estoy trabajando en los conceptos de la nueva campaña publicitaria. Quiero ver qué podemos hacer. Hacer fotos y buscar ideas.

Ella se quitó las gafas, lo miró y volvió a preguntarse en qué estaría pensando.

– ¿Mi padre sabe que pensabas ir? -preguntó.

Su expresión se tornó extraña y luego volvió a la normalidad.

– ¿Por qué? ¿Crees que debería pedirle permiso? -respondió.

Ella dudó, pensando justamente eso, pero consciente por su tono de que no le gustaría la respuesta. Ir y volver hasta allí les llevaría todo el día. En realidad no tenía ningún asunto pendiente que no pudiera retrasar un día más, así que, pensando que si él iba, ella no debía dejarlo solo, accedió.

– De acuerdo, pero… ¿y tu hija? -dijo, al fijarse en los juguetes que estaban por el suelo.

– Aún está con mi madre. La ha traído antes para que pudiera verla y darle un par de besos -sonrió-. Y, por supuesto, mi madre también tenía que darme su sermón de cada día -añadió, más para sí mismo, y su sonrisa desapareció.

– A tu familia le gusta tan poco como a mí que trabajes en Industrias Allman, ¿verdad?

Sus ojos verdes se tornaron opacos y ella no pudo interpretar ninguna reacción, pero no necesitaba confirmación. Los McLaughlin seguían despreciando a los Allman, y Jodie no necesitaba saber más.

Ella lo miró: con aquel pijama y barba de un día nadie podía negar que era un hombre de lo más atractivo. Tan atractivo que el corazón se le aceleró al verlo y empezó a pensar en sábanas de seda, besos interminables y caricias masculinas sobre la piel desnuda.

Oh, oh… mejor no seguir por ese camino. Tendría que borrar esos pensamientos de su cabeza cuanto antes.

Después se dio cuenta de algo que le hizo pensar en otra cosa. Él sentía dolor. Podía verlo en sus muecas al tratar de moverse y eso le hizo compadecerse de él. Pobre… tal vez pudiera hacer algo para que se sintiera más cómodo y aliviado…

– Hay otro asunto para el que necesito tu ayuda -pidió él-. Quiero ducharme.

Suficiente. Jodie apretó los labios y miró a través de él, intentando contener el aluvión de protestas que se le venían a la mente. Intentó mantener la cabeza fría.

– En serio, lo necesito -dijo con un buen humor que casi parecía forzado-. Me pica la cabeza. También me vendría bien un buen enjabonado -levantó las cejas y la miró-. Podrías hacer eso por mí.

¿Y por qué no una pedicura y una limpieza de cutis? No tenía sentido compadecerse de él. Apretando los dientes, Jodie lo miró a los ojos.

– No me importa ayudarte a meterte en la ducha -le dijo con cuidado-, mientras no te quites la ropa.

– Creía que no te asustaba la desnudez -dijo él, con tono de broma.

– No me asusta la desnudez, pero no toleraré esas familiaridades. Y tu idea de compartir ducha es una familiaridad de las intolerables.

– ¿Así que sigues sin fiarte de mí? -preguntó él, divertido.

– ¿En qué momento te has dado cuenta de eso?

– Espera. No es eso. Lo que pasa que no te fías de ti misma, ¿verdad?

Ella deseó echar a reír o lanzarle algo a su bella cabeza, pero en su lugar, su cara se encendió.

– Lo sabía -siguió él, bajando los párpados-. Sabes que eres tan apasionada que tu instinto te traicionaría y acabarías…

– Saliendo por la puerta -dijo ella, con la cabeza bien alta-. Mira cómo me marcho.

– Espera, Jodie -dijo él, riendo al agarrarla del brazo para evitar que cumpliera su amenaza-. Estaba bromeando. Te prometo que seré bueno. No te marches. Te necesito de verdad.

Esa frase le gustó. Podía soltar una carcajada y marcharse; desde luego se lo tenía bien merecido. Estuvo tentada de dejarlo allí y marcharse en serio. Pero como Kurt casi esperaba eso de ella, decidió sorprenderlo y apelar a su experiencia en ese tipo de cosas para que todo fuera bien mientras lo ayudaba.

– De acuerdo -dijo, entrando en la casa-. Te ayudaré a ducharte. La limpieza es una virtud.

– Genial -respondió él, girando con dificultad sobre las muletas-. Te lo agradezco.

Ella observó su pijama. El tejido era tan fino que dejaba poco a la imaginación. A pesar de su experiencia, su pulso se aceleró un punto.

– Con una condición -declaró con firmeza-. No te quitarás el pijama.

– Eso me va a complicar la tarea de lavarme -dijo él, disgustado.

Jodie se arriesgó a mirarlo a la cara.

– Creía que eras de los que se reían ante la adversidad -sonrió-. Sólo hay que hacer unos arreglos.

– ¿Arreglos?

Ella no se detuvo a discutir el tema. Salió al patio trasero a buscar un par de sillas de plástico y las metió en casa.

– ¿Dónde está el baño? -preguntó animada.

El seguía donde lo había dejado con una expresión indescifrable.

– ¿Qué estás haciendo?

– Los arreglos -le dijo-. ¿El baño?

Él señaló el camino y la siguió, para mirar cómo ponía una silla dentro de la ducha y la otra fuera.

– Ya está -exclamó, triunfante-. Ahora veamos tu pierna.

No tardó mucho en envolver toda la pierna en plástico. Después enrolló las perneras del pijama y las sujetó muy arriba. Aquello era lo duro; sus dedos trabajaban en contacto con su piel, muy cerca de las zonas prohibidas y deseadas, que parecían arder. Le costó una barbaridad mantener sus emociones a raya.

Kurt no decía nada, y como ella no le veía la cara, no podía adivinar lo que estaba pensando. Por su parte, ella intentaba no pensar en nada en absoluto. La práctica como fisioterapeuta vino en su ayuda y pronto lo tuvo sentado en la silla de la ducha, con la pierna escayolada descansando sobre la otra silla. Después probó el agua y le pasó el jabón.

– Ya está -dijo ella, con el típico tono animado e impersonal-. Llámame cuando estés listo para que te saque de ahí.

Cuando hubo salido del baño, se derrumbó contra una pared. Qué mañana.

Su alivio desapareció cuando se dio cuenta de que Kurt no había abierto la boca en todo el proceso. ¿Qué estaría pensando? Frunció el ceño. A pesar de mantener la mirada impenetrable, a veces dejaba ver un resquicio de emoción en sus ojos. Tendría que estar atenta, ya que no se fiaba de él.

La primera vez que Jodie recordaba haberse fijado en Kurt McLaughlin fue a los catorce años, en un rodeo. Ya entonces había sentido emociones contradictorias con él. Se suponía que tenía que odiarlo, porque era un McLaughlin y había ganado a sus hermanos, que eran los favoritos, en el rodeo.

Había montado aquel enorme toro rojo como si hubiera nacido sobre él. Ella recordaba haberse sentido ultrajada y a la vez culpable por la admiración que había sentido al verlo tan calmado, controlando la situación. Sus hormonas juveniles se habían alborotado al apreciar su sonrisa despreocupada y lo bien que le sentaban los vaqueros.

Entonces le había parecido demasiado mayor para ella y, además, era un McLaughlin, pero la imagen de él como el vencedor sobre el toro había permanecido en su memoria mucho tiempo.

Y ahora aquel hombre estaba sentado a su lado en el coche, mientras ella conducía por la desierta carretera hacia el viñedo. No había sido fácil meter la pierna enyesada en el coche, pero por fin lo consiguieron y después ella vio como él tomaba unos analgésicos. La expresión de sus labios le decía que las pastillas aún no habían hecho efecto y ella deseó poder hacer algo para aliviar su dolor.

– ¿Estás bien?

Él no levantó la vista, pero asintió, lo que demostraba que no estaba nada bien.

Su mente voló de nuevo al día del rodeo. Ella y su amiga Shelley estaban en las gradas, conscientes de que los hombres se fijaban en ellas por primera vez, lo cual las tenía un poco asustadas y muy nerviosas. Ella recordaba incluso que llevaba unos pantalones muy cortos blancos y un top rojo que la hacían sentir mujer por primera vez. Y ver ganar a Kurt había acrecentado ese sentimiento. Cuando bajó del toro vencedor y se giró para saludar a la multitud, ella habría jurado que la había mirado. Había esbozado una media sonrisa y ella había pensado que se la estaba dedicando a ella.

Pero aquello sólo duró unos segundos. Tal vez incluso lo soñara. Un instante después, los primos de Kurt corrieron a su lado y la gente se preparó para la pelea que estallaría entre los McLaughlin y los Allman, como de costumbre, en cuestión de segundos. Aquellas peleas siempre se resolvían del mismo modo, porque los chicos McLaughlin doblaban en número a los Allman, y Jodie solía ver a sus hermanos volver a casa con los ojos morados y los labios partidos.

– ¿Hacia dónde vamos exactamente? -preguntó ella, mirándolo de reojo-. ¿Hacia los campos Allman?

– Sí. Los que posee la compañía.

– ¿Qué tal van los viñedos?

– No tan bien como nos gustaría -admitió él-. Seguimos dependiendo de la producción de otros viticultores en un ochenta por ciento.

El negocio había empezado desde abajo, con Jesse cultivando el pequeño trozo de tierra que los Allman poseían desde los años veinte. Pero con mucho trabajo, su padre había conseguido crear una gran empresa. Ahora tenían contratos con viñedos de todo el condado y embotellaban varias marcas de vino.

Kurt continuó hablando de los negocios de la empresa y ella se alegró al ver que estaba mejor, pero al ver que conocía tantos datos, no pudo evitar pensar que para ser del departamento de marketing, le interesaban demasiado los números.

– Toma la carretera que sale del próximo desvío -le indicó él-. Nos llevará hasta Casa Azul.

– ¿El viñedo de mi padre? -preguntó ella sonriendo.

– Sí -dijo él, estudiando su rostro con detenimiento-. Supongo que pasarías mucho tiempo allí de niña.

– Demasiado -dijo, recordando las tardes de vendimia en otoño, cuando Industrias Allman era sólo un sueño en la cabeza de su padre-. ¿Vive alguien en la casa del guarda?

– Sí, el capataz. Creo que es un viejo amigo tuyo: Manny Cruz.

– ¡Manny! -rió suavemente. Manny había sido un buen amigo de Rafe y uno de los pocos chicos del pueblo siempre dispuesto a ayudar a los Allman en las peleas contra los McLaughlin-. Qué buen tipo. Me alegrará volver a verlo.

– Se casó con Pam Kramer. Creo que ahora tienen dos hijos.

– Manny y Pam -dijo, casi para sí-. El tiempo vuela.

Sus pensamientos se ensombrecieron. Lo cierto era que la mayoría de sus viejos amigos estaban ya casados o tenían hijos. Una parte de ella odiaba que las cosas cambiaran.

– Esto me encanta -dijo Kurt, sorprendiéndola-. Mira ese cielo. ¿Hay algún cielo así en algún otro sitio? ¿Llega la vista tan lejos? -se volvió para sonreírle, colocándose bien el sombrero sobre la cabeza-. Por eso volví. Texas es mi hogar.

Ella sentía lo mismo, aunque no hubiera vivido en ningún otro sitio. En Texas había sitio para respirar, lo cual no le venía mal en aquel momento, al ver la sonrisa que le dedicaba él.

Por fin, tras una colina surgieron los viñedos, verdes sobre el fondo dorado.

– Estos pertenecen a los Newcomb -le explicó Kurt-. La propiedad Allman empieza tras ese campo de algodón.

Fascinante. La propiedad había crecido mucho desde el tiempo en que ella y sus hermanos tenían que trabajar en la recogida de la uva. Una vez más se preguntó por qué Kurt se tomaba tanto interés por aquellas cosas.

– Ve despacio -dijo él, sacando su cámara-. Quiero hacer algunas fotos.

– ¿Quieres que pare?

– Aún no. Ya te avisaré.

Él se inclinó sobre la ventanilla abierta haciendo fotos cuando ella iba más despacio.

– ¿Dijiste que estabas trabajando en una campaña?

– Sí -respondió Kurt.

Esperó a que él continuase, pero no le dio más información. Frunció el ceño y lo miró tomar fotos a las filas de viñas, preguntándose qué tendría en la cabeza. Fuera lo que fuera, no parecía dispuesto a compartirlo.

– Entra por ese camino de tierra y aparca cuando puedas. Quiero ver esas viñas de cerca.

Ella hizo lo que le pedía, apagó el motor y lo miró.

– ¿En serio quieres hacer esto? -preguntó, pensando en lo que les había costado hacerlo entrar en el coche-. Te cansarás pronto de arrastrar la pierna por este pedregal.

– Estoy bien -le dijo-. Tengo que ver una cosa.

Ella lo ayudó a salir y esa vez le costó menos. Parecía que empezaba a saber cómo moverse, o tal vez estuviera pensando en otras cosas y sintiera menos el dolor.

Las muletas se hundían en la tierra, pero a él no parecía importarle. Ella lo siguió, con cuidado para que no se le metiera tierra en los zapatos.

– ¿No te parece una vista impresionante? -preguntó Kurt.

Ella lo miró y volvió a preguntarse qué estaría pensando y cómo averiguarlo.

Después la guió hasta una viña que no parecía tan sana como las demás, se apoyó en la muleta para agacharse y cortó unas hojas para estudiarlas.

– ¿Qué les pasa? -preguntó ella.

– Hay algo que no va bien -respondió, sacudiendo la cabeza-. Las viñas no prosperan del modo en que deberían. Tenemos que averiguar qué está pasando.

– ¿Por qué no dejas que los agricultores o Manny se ocupen de esto? Pensaba que habíamos venido a hacer fotos.

– Y eso vamos a hacer pero, si no te importa, recoge algunas hojas al azar y guárdalas por separado. Quiero que las estudien.

– ¿Cómo las voy a separar? -preguntó ella.

– ¿No tienes bolsillos?

– Claro -dijo, y empezó a llenarlos de hojas hasta que el ruido de un coche acercándose la distrajo-. Parece que viene alguien.

Un todoterreno rojo se acercaba por el camino y los dos se quedaron mirándolo. Jodie frunció el ceño; algo en el modo en que avanzaba la hizo sentirse insegura y se acercó más a Kurt, buscando su protección de forma instintiva.

De repente, el ruido inconfundible de un disparo estalló en el aire.

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