Capítulo 20

Solomillo de cerdo gratinado y patatas al horno. Y un Rioja del ochenta y nueve que le había costado 172 coronas, un dineral.

Total, podría haber servido el agua del fondo del vaso de los cepillos de dientes. Y, francamente, lo cierto era que la posibilidad se le había ocurrido.

Durante la cena no se dijeron ni una sola palabra, la comunicación indispensable se realizó a través de Axel. Le habían dejado encender las velas de la mesa y ahora, sentado en su silla ergonómica y adaptable, creía que estaban celebrando una pequeña fiesta familiar. Igual que lo hacían cada viernes. El pobre no tenía ni la más mínima idea de que las pequeñas fiestas familiares de aquella casa se habían acabado para siempre, ni de que el hombre que le había privado de ellas estaba sentado a su derecha, despachando la comida a toda velocidad a fin de poder huir de nuevo a su estudio.

Henrik la miró fugazmente, se puso en pie y cogió su plato.

– ¿Has terminado?

Ella asintió.

Con la otra mano, él levantó la fuente refractaria con el solomillo y se dirigió al fregadero.

Ella se quedó sentada. Se asombró por un momento de que él no se hubiera quemado, ya que la fuente apenas había tenido tiempo de enfriarse.

En silencio y con eficacia, él empezó a quitar la mesa, a enjuagar los platos y a colocarlos en el lavavajillas.

La cena familiar había terminado.

Había durado siete minutos.

– Axel, Bolihompa [4] está a punto de empezar. Ven que te pondré la tele.

Axel bajó de su silla y desapareció en dirección a la sala de estar.

Ella se quedó sentada con su copa de vino, pues él había olvidado quitársela de las manos mientras retiraba los platos. Quedaba más de media botella: él apenas se había mojado los labios.

La primera vez que sonó el teléfono eran las 23:45 horas. Axel se había dormido delante del televisor hacia las ocho y Eva le había llevado en brazos a la cama de matrimonio. El resto de la velada la había pasado ella sola en el sofá, sentada allí con la mirada absorta en las imágenes móviles de la pantalla. Cuando sonó el teléfono, Henrik acababa de abandonar el baluarte de su estudio y se hallaba en el baño. Fue ella quien llegó primero al aparato.

– ¿Sí? Soy Eva.

No se oyó ningún sonido.

– ¿Sí, diga?

Alguien, en el otro extremo de la línea, colgó.

Ella se quedó inmóvil, con el auricular en la oreja, sintiendo que le crecía la ira. ¡Esa maldita furcia! No podía dejarlos en paz ni siquiera un viernes por la noche, cuando él estaba con su familia.

Le oyó tirar de la cadena al mismo tiempo que la puerta del baño se abría y, al instante, él apareció en el umbral.

– ¿Quién era?

Ella colgó e hizo cuanto pudo para dar la impresión de que le daba igual. Hojeó un folleto de propaganda del supermercado Konsum Verde que estaba sobre la encimera.

– No lo sé, han colgado.

Una sombra de inquietud cruzó el semblante de él.

Y luego desapareció en su estudio de nuevo. La puerta apenas acababa de cerrarse cuando una nueva señal interrumpió el silencio.

También esta vez fue ella la más rápida.

– ¿Sí?

El clic de nuevo. Y una nueva señal en cuanto el auricular tocó la horquilla. Esta vez no dijo nada: permaneció callada escuchando la respiración de alguien.

Entonces, de repente le llegaron unas palabras.

– ¿Oiga?

– Sí, soy Eva.

– Hola, soy Annika Ekberg.

La mamá de Jakob.

– La mamá de Jakob, del parvulario. Perdonad que llame tan tarde. ¿No os habréis acostado aún, espero?

– No pasa nada.

– Sólo quería preguntaros algo. No os lo vais a creer. Åsa, la mamá de Simon, ya sabes, acaba de llamar y dice que Lasse, su marido, ha recibido un mensaje muy extraño de Linda Persson, la maestra de párvulos.

– ¿Un correo muy extraño?

– Por decirlo de algún modo. Es una declaración de amor.

– ¿Qué?

– Eso.

– ¿Al padre de Simon?

– Sí, y hay más. Hemos comprobado nuestro correo y nosotros también la hemos recibido.

– ¿Una carta de amor?

– Exactamente la misma que la que recibieron ellos. Supongo que está destinada a Kjelle y no a mí, pero eso no consta. Kjelle está cabreadísimo. El correo da a entender que tienen un lío amoroso.

– Es increíble.

– Ya. No sé qué vamos a hacer.

– ¿No puede tratarse de un error?

– No lo sé. Está enviado desde su propia dirección de correo electrónico en el trabajo. Es posible que quisiera enviárselo a otra persona, pero parece un desliz demasiado torpe. Y si se trata de una broma no se puede decir que sea divertida.

Y tanto que sí.

– Ni que lo digas.

– Sólo quería saber si a Henrik también le ha llegado uno.

De pronto se sintió tremendamente despejada.

– Espera un poco que se lo pregunto. No, por cierto, tengo que colgar para que podamos conectarnos. Te llamo dentro de un rato.

– Vale.

Colgó. Esto quería hacerlo a solas sin tener a la madre de Jakob en la línea. Una sutil alegría iluminó su oscuridad interior mientras caminaba hacia la puerta y la abría sin llamar. La bola de nieve había empezado a rodar. Dónde querría ella que se detuviera era algo que no sabía y, por algún motivo, le era completamente indiferente. No quedaba ya nada en pie. La finalidad era hacer daño. Castigar.

Él se encontraba delante del escritorio con las manos sobre las rodillas y la vista perdida hacia delante. El ordenador estaba en reposo y unos círculos de colores serpenteaban por la pantalla. Él giró levemente la cabeza al oírla entrar. Pero no la miró.

– ¿Quién era?

– Annika Ekberg. La mamá de Jakob, el compañero de Axel del parvulario. ¿Hace mucho que has mirado tu correo?

– ¿Por qué?

– No te lo vas a creer. Tanto el papá de Jakob como el de Simon han recibido correos de amor de Linda, la maestra de párvulos.

Incluso estando de espaldas fue evidente que hubo una reacción.

Pasaron un par de segundos más hasta que él giró la cabeza y la miró. Pero fue una mirada fugaz, que rebotó tímidamente en sus ojos y luego se clavó de nuevo en la pantalla del ordenador. Tal vez la otra le hubiera contagiado su timidez.

– Vaya. ¿Y qué decía?

El arte de mentir nunca había sido su fuerte. ¿Acaso no se oía a sí mismo? ¿No oía que toda esa forzada impasibilidad era un insulto a su inteligencia?

– No sé. Querían que comprobaras si tú has recibido algo.

Ella se acercó y se colocó junto a él, plenamente consciente de que, de aquel modo, él se vería obligado a mostrarle los remitentes de todos sus correos recientes.

Él reaccionó con rapidez.

– Acabo de mirar. No he recibido nada.

– Míralo otra vez.

– ¿Para qué?

– Por si lo has recibido entre tanto.

– Pero si me he conectado hace cinco minutos y lo he mirado.

Ahora mostraba irritación. Irritación y miedo. Realmente delicioso.

– Hace cinco minutos yo hablaba por teléfono. ¿Cómo ibas a poder mirarlo entonces?

Él suspiró hondo. La postura de su cuerpo manifestaba a las claras lo fastidiosa que la encontraba.

– Pues quizá fueran ocho minutos. Desgraciadamente, no lo he cronometrado.

– ¿Por qué no quieres mirar?

– ¡Pero joder, te estoy diciendo que lo acabo de mirar!

Qué tono tan aburrido. Tan asustado y tan fácil de hacer salir de tus casillas. «Piensa en lo mucho mejor que te encontrarías si dieras la cara y confesaras la verdad, cobarde de mierda.»

– Dame el teléfono.

– ¿A quién vas a llamar?

– A Annika.

Él le pasó el teléfono inalámbrico y ella echó una ojeada a la lista de teléfonos del tablero de anuncios. Annika contestó tras el primer tono.

– Hola, soy Eva.

– ¿Cómo ha ido?

– Nada, dice que no ha recibido nada. El auricular quedó en silencio.

Henrik estaba como paralizado, observando fijamente los anillos de la serpiente.

Por su parte, ella sopesaba cuál sería su próxima jugada. Luego sonrió para sus adentros, hincó la vista en la nuca del marido y empezó a hablar. Le clavó cada sílaba en el cogote, como proyectiles.

– De todos modos opino que debemos dejar que Linda se explique. Me cuesta mucho creer que fuera su intención enviar esos mensajes, pero la noticia va a correr como la pólvora. Opino que iniciemos una cadena telefónica y acordemos una reunión en la escuela para el domingo por la noche. Puedo encargarme de ello, si quieres.

Oyó que la mamá de Jakob suspiraba en el otro extremo de la línea.

– No me gustaría estar en su pellejo en esa reunión.

Tú lo has dicho, menudo pellejo está hecha esa tía.

– A mí tampoco. Te lo juro. Pero ¿qué podemos hacer, si no? De ese modo, al menos, tendrá la oportunidad de explicarse.

Henrik seguía como paralizado cuando ella hubo terminado la conversación.

Tenía el cuello lleno de las manchas rojas que le habían dejado los dardos, que habían dado en el blanco.

Esa noche ella se durmió enseguida. Por supuesto que el cansancio se había cobrado lo suyo, pero también era cierto que volvía a sentirse segura. Tenía pleno control. Nada podía afectarla. No quedaba ya nada que devastar.

A pesar de todo el empeño que ella había puesto durante los últimos años, el plan A se había ido al infierno. Se imponía el plan B. Era cuestión de repensarlo todo un poco. Que él consiguiera aniquilarla sólo dependía de ella, sería su propia elección. Jamás le daría ese gusto. Por el contrario, ella se encargaría de que él pagara por su engaño, tanto económica como emocionalmente. Sería ella quien le aniquilara a él, y luego, cuando él por fin se percatase de la jugada, sería demasiado tarde. A partir de entonces, que se las apañara.

Solo.


* * *

La despertó el sonido del teléfono. Automáticamente, su mirada buscó la radio despertador. ¿Quién diablos llamaba a la gente decente a las 6:07 horas de la mañana de un sábado? ¿Acaso aquella tipa carecía del más mínimo sentido común?

Se estiró para alcanzar el inalámbrico y contestó antes, incluso, de que sonara la segunda señal.

– ¿Diga?

Henrik se volvió de lado dándole la espalda y siguió durmiendo.

Alguien le respiraba al oído.

– ¿Sí, diga?

Ninguna respuesta.

Apartó el nórdico de un manotazo, se levantó y salió del dormitorio. Cuando llegó al estudio, cerró la puerta.

– ¿Querías algo? En ese caso sería estupendo que lo dijeras ahora, al fin y al cabo estamos despiertos gracias a ti.

Se hizo un silencio total, pero la oía en el otro extremo.

Había tantas cosas que le habría gustado decir. Tantas palabras que parecían desgañitarse en lo más profundo, que pugnaban por salir. Sin embargo, tenía que contenerse, no revelar lo que sabía, porque entonces perdería su ventaja. El plan B se destruiría.

– ¡Vete a la mierda!

Colgó.


* * *

Resultó imposible volverse a dormir. Se tapó con el nórdico de nuevo y se quedó un rato mirando el techo. Junto a ella, Axel cambió de postura y su cuerpecito caliente se le arrimó. Ella se acostó de lado y contempló su bello y apacible rostro. La súbita presión sobre el pecho la cogió desprevenida. Tomó unas bocanadas de aire para intentar aliviar el dolor, pero el aire no se dejaba retener. Presionaba por salir de nuevo como si no soportara verse encerrado en su cuerpo.

Se volvió nuevamente de espaldas, pero el dolor aumentaba, le llegaba hasta el brazo izquierdo y la obligó a retorcer la boca en una mueca. No llores, ¡serénate de una vez! Piensa en algo, intenta concentrarte en alguna cosa.

En su casa. Metro a metro repasó la casa entera donde había vivido su infancia, recordó cada escalón, el chirrido de cada tabla. La sensación del pomo redondo de la puerta principal en la mano; el sonido de las tranquilizadoras voces de sus padres que, a la hora de dormir, se colaban por debajo de la puerta y llegaban hasta su dormitorio; el vetusto interruptor de baquelita del antiguo cuarto de la criada que retrocedía sólo si no le dabas dos vueltas.

Pero lo siguiente que pensó la dejó anonadada: su hijo, de mayor, nunca podría mitigar la angustia recordando la seguridad del hogar de su infancia. Todo su empeño en intentar reconstruir una copia de su hogar para él no había servido de nada.

Axel a duras penas recordaría que hubo un tiempo en que eran una familia unida.

No había perdón para aquel fracaso. El castigo sería eterno. Pero no iba a soportarlo sola.

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