XI [121]

El hombre descendió por los empinados peldaños de piedra hasta el lugar donde la muerte aguardaba. Era una cámara subterránea iluminada por lámparas de aceite que constaba de un pequeño vestíbulo y un pasillo central horadado de celdas. Pero el olor que trasminaba no era el de la muerte, sino el del instante previo: la agonía. La diferencia entre ambos efluvios quizá fuera muy sutil, pensó el hombre, pero cualquier perro podría percibirla. Además, le parecía lógico que hediera así, ya que se trataba de la cárcel donde los condenados a la pena capital esperaban el cumplimiento de la sentencia.

Permanecía intocable desde los tiempos de Solón, como si las sucesivas autoridades hubieran temido acercarse a ella para remozarla de alguna forma. En el vestíbulo, los porteros solían jugarse a los dados las guardias nocturnas y soltaban juramentos con las tiradas más importantes -«¡El perro, Eumolpo! ¡Debes pagar, por Zeus!»-. [122] Más allá, breves escaleras conducían a la densa tiniebla de las celdas, donde los reos languidecían contando el tiempo que les quedaba antes de la llegada de las tinieblas definitivas. Aunque estos habitáculos carecían, como es lógico suponer, de las más elementales comodidades, se habían hecho notables excepciones en algunos casos: Sócrates, por ejemplo, que estuvo encerrado en el penúltimo de la derecha -algunos porteros afirman que en el último de la izquierda-, poseía un camastro, una lámpara, una pequeña mesa y varias sillas que siempre estaban ocupadas por las numerosas visitas que recibía. «Pero ello fue debido», explican los porteros, «a que pasó mucho tiempo antes de que la sentencia se cumpliera, pues el final de su juicio coincidió con los Días Sagrados, cuando el barco de peregrinos viaja a Delos y las ejecuciones se prohíben, ya se sabe… Pero él no se quejaba por la demora, qué va… ¡Tenía una paciencia, el pobre…!». Sea como fuere, tales casos no eran frecuentes. Y, desde luego, no se había hecho ninguna excepción con el único condenado que acechaba en aquel momento la hora fatídica: iba a ser ejecutado ese mismo día.

El portero de turno era un joven esclavo melio llamado Anfio. El hombre pensó, no por primera vez, que Anfio hubiera podido ser apuesto, pues su cuerpo era esbelto y sus maneras mucho más educadas que las de otros de su condición, pero que algún travieso dios, o quizá diosa, al tirar de las traillas de su ojo izquierdo al nacer, había convertido su rostro -donde la barba nacía por islotes debido a una curiosa tina- en un enigma inquietante. ¿Con qué ojo miraba Anfio en realidad? ¿Con el derecho? ¿Con el izquierdo? Al hombre le molestaba preguntárselo a sí mismo cada vez que lo contemplaba.

Se saludaron. El hombre dijo: «¿Cómo está?». Anfio respondió: «No se queja; creo que charla con los dioses, porque a veces lo oigo hablar a solas». El hombre -que era un servidor de los Once llamado Tríptemes- anunció: «Voy a verlo». Anfio dijo: «¿Qué es eso que llevas ahí, Tríptemes?». El hombre mostró la pequeña crátera sellada. «Cuando lo encerramos, nos pidió que le consiguiéramos un poco de vino de Lesbos.» «Espera, Tríptemes», dijo Anfio, «ya sabes que está prohibido que los condenados reciban nada del exterior». El hombre, suspirando, repuso: «Vamos, Anfio, dedícate a tu trabajo y deja que yo me dedique al mío. ¿Qué temes? ¿Que se emborrache el día de su muerte?». Rieron. El hombre prosiguió: «Y si se emborracha, mejor. Caerá dando tumbos al precipicio del báratro, y pensará que regresa de un symposio en casa de algún amigo y que ha tropezado al caminar por la calle… ¡Oh, por Atenea ojizarca, qué calles más malas tiene la Ciudad!». Rieron aún más fuerte. Anfio se sonrojó, como avergonzado de haberse mostrado tan suspicaz. «Pasa, Tríptemes, y entrégale el vino, pero que no lo sepan los amos.» «No lo sabrán.»

«Mira con el ojo derecho, ahora estoy seguro», pensó mientras cogía una de las antorchas y se disponía a descender hacia la oscuridad de las celdas. [123]


Descendemos del cielo junto al belísono séquito de los rayos y, en las plumas de un golpe de viento, nos apartamos de la geometría de los templos en dirección al elegante barrio del Escambónidai. Bajo nuestros pies divisamos una quebrada línea gris que atraviesa el suburbio de un lado a otro: es la calle principal. Sí, la mancha que ahora se desplaza por ella a prudente velocidad hacia uno de los jardines particulares es un hombre, tan ínfimo se ve desde esta altura. Un esclavo, a juzgar por el manto. Joven, a juzgar por su agilidad. Otro hombre lo aguarda bajo los árboles. A pesar del cobijo de las ramas, su manto muestra el lustre de las ropas empapadas. La lluvia arrecia. Nuestra mirada también. Nos abatimos sobre el rostro del hombre que aguarda: grande, grasiento, con pulcra barbita plateada y ojos grises donde las pupilas destacan como fíbulas de ébano. Su impaciencia es evidente: mira hacia un lado, hacia otro; por fin, advierte al esclavo y su expresión se torna más ansiosa. ¿Cuáles son sus pensamientos en este instante?… ¡Ah, pero dentro de su cabeza no podemos descender!… Percutimos en la enredadera de sus cabellos grises, y ahí se acaba todo para nosotros, pobres gotas de agua. [124]

– ¡Amo! ¡Amo! -gritó el joven esclavo-. ¡He ido a casa de Diágoras, como me ordenaste, pero no he hallado a nadie!

– ¿Estás seguro?

– ¡Seguro, amo! ¡He llamado varias veces a su puerta!

– Bien, pues te diré lo que debes hacer ahora: entra en mi casa y aguárdame hasta el mediodía. Si no regreso para entonces, avisa a los servidores de los Once. Diles que mi esclava pretendió asesinarme esta noche, y que hube de defenderme: si saben que hay un cadáver por medio actuarán con más rapidez. Entrégales también este papiro, rogándoles que sus jerarcas lo lean, y jura por el honor de tu amo que un peligro de considerable importancia se cierne sobre la paz de la Ciudad; no es del todo cierto, según creo, pero si logras infundirles algún temor obedecerán tus instrucciones al punto. ¿Lo has entendido?

El esclavo asintió, sobresaltado.

– ¡Sí, amo, y así lo haré! Pero ¿adonde vas? ¡Me da escalofríos oírte!

– Haz lo que te he dicho -alzó la voz Heracles, pues la lluvia era cada vez más fuerte-. Regresaré al mediodía, si todo va bien.

– ¡Oh amo, cuídate! ¡Esta tormenta parece llena de funestos presagios!

– Si cumples puntualmente mis órdenes, nada habrás de temer.

Heracles se alejó, descendiendo por la calle en pendiente hacia el abismo mortecino de la Ciudad. [125]


Los dedos muertos de la lluvia habían despertado a Diágoras muy temprano: palparon las paredes del dormitorio, arañaron los ventanucos, llamaron infatigables a su puerta. Se levantó del lecho y se vistió con rapidez. Usó el manto a modo de capucha y salió.

El Kolytos, su barrio, estaba muerto; algunos comercios, incluso, habían cerrado, como si fuera día de fiesta. Por las vías más transitadas apenas deambulaban uno o dos individuos, pero en las oscuras callejuelas la lluvia gobernaba a solas. Diágoras pensó que debía apresurarse si quería ver a Menecmo aquella mañana. En realidad, tenía la impresión de que la premura sería imprescindible si quería ver a alguien, quienquiera que fuese, en algún lugar, pues toda Atenas parecía haberse convertido, a sus ojos, en un pluvioso cementerio.

Descendió por la irregular pendiente de una calle hasta llegar a una pequeña plaza de la que partía otra calle cuesta abajo. Advirtió entonces la sombra de un anciano al amparo de una cornisa, aguardando sin duda a que el temporal amainase, pero le sorprendió su rostro demacrado en violento contraste con la penumbra que orlaba sus párpados. Luego, las mejillas de un esclavo que cargaba con dos ánforas se le antojaron demasiado pálidas. Y una hetaira le sonrió como un perro famélico desde una esquina, pero el albayalde derretido de su cara le recordó la erosión de las mortajas. «¡Por el dios de la bondad, sólo hago ver rostros de cadáveres desde que he salido!», pensó. «Quizás es que la lluvia es una forma de presentimiento; o quizá se deba a que el color de la vida en nuestras mejillas se diluye con el agua.» [126]

Sumido en tales cavilaciones, observó que dos siluetas encapuchadas se acercaban desde una calle lateral. «He aquí, por Zeus, otro par de espíritus.»

Las siluetas se detuvieron frente a él, y una de ellas le dijo, con voz amable:

– Oh Diágoras de Medonte, acompáñanos de inmediato, pues va a suceder algo terrible.

Le bloqueaban el paso. A través de la tiniebla de sus capuchas, Diágoras podía entrever la blancura de sendos rostros misteriosamente parecidos.

– ¿Cómo es que me conocéis? -preguntó-. ¿Quiénes sois?

Los encapuchados se miraron entre sí.

– Somos… eso tan terrible que va a suceder si no nos acompañas -dijo el otro.

Diágoras comprendió de repente que sus ojos lo habían engañado esta vez: la blancura de aquellos rostros era falsa.

Llevaban máscaras.


«Quizá su poder se extienda hasta el arconte rey», pensaba Heracles, alarmado. «A fin de cuentas, cualquiera puede pertenecer a ellos…» Pero, un instante después, con más calma, razonaba: «Por pura lógica, si han llegado hasta esa altura, deberían sentirse más seguros, pero, en cambio, les aterroriza ser descubiertos». Y concluía: «Quizá sean poderosos como dioses, pero les arredra la justicia de los hombres». Volvió a golpear la puerta con insistencia. El niño esclavo apareció en la oscuridad del umbral.

– Otra vez tú -sonrió-. Buena cosa es que nos visites tanto. Tus visitas significan recompensas.

Heracles ya tenía preparados los dos óbolos.

– Esta casa es tenebrosa, y sin un guía como yo podrías perderte -comentó el niño, conduciendo a Heracles por los oscuros corredores-. ¿Sabes lo que dice Ifímaco, el viejo esclavo amigo mío?

– ¿Qué dice?

El pequeño guía se detuvo y bajó la voz.

– Que aquí se perdió alguien hace mucho tiempo y murió sin hallar la salida. Y a veces, de noche, te lo encuentras caminando por los pasillos, más blanco y frío que el mármol de Calcidia, y te pregunta con mucha cortesía por dónde se sale.

– ¿Tú lo has visto alguna vez?

– No, pero Ifímaco dice que sí lo ha visto.

Reanudaron la marcha mientras Heracles replicaba:

– Pues no te lo creas hasta que no lo veas por ti mismo. Todo lo que no se ve, es cuestión de opiniones.

– La verdad es que finjo asustarme cuando me lo cuenta -observó el niño alegremente-, porque a Ifímaco le agrada que me asuste. Pero en realidad no me da miedo. Y si un día me encontrara con el muerto, le diría: «¡La salida, por la segunda a la derecha!».

Heracles rió de buena gana.

– Haces bien en no tener miedo. Ya eres casi un efebo.

– Sí, ya lo soy -admitió el niño con orgullo.

Se cruzaron con el hombre erizado de gusanos que venía en dirección contraria. El hombre no los miró al pasar, porque sus cuencas se hallaban desahuciadas. Siguió caminando en silencio, llevando consigo la fetidez de mil días de cementerio. [127] Cuando llegaron al cenáculo, el niño dijo:

– Bueno, aguarda aquí. Avisaré al ama.

– Te lo agradezco.

Se separaron con un gesto de divertida complicidad, y Heracles pensó de repente que, con el mismo gesto, se estaba despidiendo para siempre, no sólo del niño sino de aquella lóbrega casa y de todos sus habitantes, aun de sus propios recuerdos. Era como si el mundo hubiese muerto y él fuera el único que lo supiera. Sin embargo, por alguna extraña razón, nada le entristecía más que abandonar al niño: ni siquiera sus recuerdos, tenues o duraderos, valiosos o rutiles, le parecían más importantes que aquella hermosa e inteligente criatura, aquel diminuto hombrecito del que -váyase a saber por qué misterioso azar o graciosa y perpetua coincidencia- seguía sin conocer el nombre.

La presencia de Etis se hizo notar, como siempre, por su voz.

– Demasiadas visitas en poco tiempo, Heracles Póntor, para tratarse de simple cortesía.

Heracles, que no la había visto llegar, se inclinó ante ella a modo de saludo, y repuso:

– No es cortesía. Te prometí que regresaría para contarte lo que averiguara sobre lo ocurrido con tu hijo.

Tras una brevísima pausa, Etis hizo un gesto hacia las esclavas, que abandonaron el cenáculo en silencio, y, con la misma dignidad con que acostumbraba a expresarlo todo, le indicó a Heracles uno de los divanes y se reclinó en el otro. Estaba… ¿Elegante? ¿Hermosa? Heracles no supo adjetivarla. Le pareció que gran parte de aquella madura belleza consistía en el suave toque de albayalde en las mejillas, la tintura de los ojos, el destello de los broches y brazaletes y la armonía del oscuro peplo. Pero, desprovistos de ayuda, su semblante adusto y sus formas sinuosas seguirían conservando todo su poder… o quizás obtendrían uno nuevo.

– ¿Ni siquiera te han ofrecido mis esclavos un manto seco? -dijo ella-. Haré que los azoten.

– No importa. Quería verte cuanto antes.

– Gran interés tienes en contarme lo que sabes.

– Así es.

Desvió la vista de la oscura mirada de Etis. La oyó decir:

– Habla, pues.

Contemplando sus propias manos regordetas entrelazadas sobre el diván, Heracles dijo:

– La última vez que estuve aquí, mencioné que Trámaco tenía un problema. No me equivocaba: lo tenía. Naturalmente, a su edad cualquier cosa puede convertirse en un problema. Las almas de los jóvenes son de arcilla, y nosotros las moldeamos a nuestro antojo. Pero nunca se hallan a salvo de contradicciones, de dudas… Necesitan una educación vigorosa…

– Trámaco la tuvo.

– No me cabe la menor duda, pero era demasiado joven.

– Era un hombre.

– No, Etis: hubiera podido llegar a serlo, pero la Parca no le concedió tal oportunidad. Aún era un niño cuando murió.

Hubo un silencio. Heracles se atusó lentamente la plateada barba. Después dijo:

– Y quizás ése fue su problema: que nadie le dejó llegar a ser hombre.

– Comprendo -Etis lanzó un breve suspiro-. Habías de ese escultor… Menecmo. Sé todo lo que sucedió entre ellos, aunque, por fortuna, no me obligaron a asistir al juicio. Bien. Trámaco pudo elegir, y lo eligió a él. Es una cuestión de responsabilidad, ¿no?

– Puede ser -admitió Heracles.

– Además, estoy segura de que nunca tuvo miedo.

– ¿Tú crees? -Heracles alzó las cejas-. No sé. Quizá disimulaba su terror frente a ti, para que tú no sufrieras por su causa…

– ¿Qué quieres decir?

El no contestó. Siguió hablando sin mirar a Etis, como si divagara a solas.

– Aunque… ¿quién sabe? Puede que su terror no te resultara tan desconocido. Cuando Meragro murió, tuviste que soportar mucha soledad, ¿no es cierto? La onerosa carga de dos hijos sin educar, viviendo en una ciudad que os había cerrado las puertas, en esta oscura casa… Porque tu casa es muy oscura, Etis. Los esclavos dicen que en ella habitan los espectros… Me pregunto cuántos espectros habéis visto tus hijos y tú durante todos estos años… ¿Cuánta soledad es necesaria? ¿Cuánta oscuridad se precisa para que los seres se transformen?… En el pasado, todo era distinto…

Con inesperada suavidad, Etis lo interrumpió:

– Tú no recuerdas el pasado, Heracles.

– No de forma voluntaria, lo admito, pero te equivocas si crees que el pasado no ha significado nada para mí…

Bajó el tono de voz y prosiguió, con idéntica frialdad, como si razonara consigo mismo:

– El pasado tenía tus formas. Ahora lo sé, y puedo decírtelo. El pasado me sonreía con tu rostro de adolescente. Durante mucho tiempo, mi pasado fue tu sonrisa… Tampoco de forma voluntaria, es cierto, pero las cosas son como son, y quizá haya llegado el momento de admitirlas, de reconocerlas…, quiero decir, de reconocérmelas a mí mismo, aunque ni tú ni yo podamos hacer nada al respecto…

Hablaba en rápidos murmullos, con los ojos bajos, sin concederle una tregua al silencio.

– Pero ahora… ahora te contemplo y no logro saber qué queda de ese pasado en tu semblante… Y no creas que me importa. Ya te lo he dicho: las cosas son como los dioses quieren, de nada sirve lamentarse. Además, yo soy un hombre poco dado a emocionarme, ya lo sabes… Pero de repente he descubierto que no estoy a salvo de las emociones, aunque sean breves e infrecuentes… Y eso es todo.

Hizo una pausa y tragó saliva. Un levísimo fantasma de rubor teñía sus carnosas mejillas. «Se estará preguntando a qué ha venido esta declaración», pensó. Entonces, elevando un poco más la voz, continuó, en tono intrascendente:

– No obstante, me gustaría saber algo antes de marcharme… Es muy importante para mí, Etis. No se trata de nada relacionado con mi trabajo como Descifrador, te lo aseguro; es una cuestión puramente personal…

– ¿Qué es lo que quieres saber?

Heracles se llevó una mano a los labios como si de repente hubiese notado un fuerte dolor en la boca. Tras una pausa, aún sin mirar a Etis, dijo:

– Antes debo explicarte algo. Desde que comencé a investigar la muerte de Trámaco, un sueño espantoso ha estado inquietando mis noches: veía una mano aferrando un corazón recién arrancado y un soldado a lo lejos diciendo algo que no podía escuchar. Nunca le he dado mucha importancia a los sueños, pues siempre me han parecido absurdos, irracionales, opuestos a las leyes de la lógica, pero éste en concreto me ha hecho pensar que… En fin, debo reconocer que la Verdad, a veces, escoge extrañas formas de manifestarse. Porque este sueño me advertía de un pormenor que yo había olvidado, una nimiedad que, sin duda, mi mente se había negado a recordar durante todo este tiempo…

Se pasó la lengua por los resecos labios y prosiguió:

– La noche en que trajeron el cadáver de Trámaco, el capitán de la guardia fronteriza aseguró que sólo te había dicho que tu hijo había muerto, sin ofrecerte detalles… Ésas eran las palabras que pronunciaba, una y otra vez, el soldado de mi sueño: «Sólo le hemos dicho que su hijo ha muerto». Después, cuando te visité para darte el pésame, dijiste algo parecido a: «Los dioses sonrieron cuando arrancaron y devoraron el corazón de mi hijo». Ahora bien: a Trámaco, en efecto, le habían arrancado el corazón, Aschilos acababa de comprobarlo en el cadáver… Pero tú, Etis, ¿cómo lo sabías?

Por primera vez, Heracles alzó la vista hacia el inexpresivo rostro de la mujer. Prosiguió, sin ninguna clase de emoción, como si estuviese a punto de morir:

– Una simple frase, sin más… Sólo palabras. Razonablemente, no hay ningún motivo para pensar que signifiquen otra cosa que un lamento, una metáfora, una exageración del lenguaje… Pero no es mi razón: es el sueño. El sueño es lo que me dice que esa frase fue un error, ¿verdad?… Deseabas engañarme con tus falsos gritos de dolor, con tus imprecaciones contra los dioses, y cometiste un error. Y tu simple frase quedó guardada dentro de mí como una semilla, y germinó después en un sueño horrible… El sueño me decía la verdad, pero yo no lograba averiguar a quién pertenecía la mano que aferraba el corazón, esa mano que me hacía temblar y gemir todas las noches, esa mano tan delgada, Etis…

Por un instante su voz se quebró. Hizo una pausa. Volvió a bajar los ojos y dijo, con calma:

– Lo demás ha sido sencillo: tú afirmabas ser devota de los Sagrados Misterios, igual que tu hijo, y que Antiso, Eunío y Menecmo… igual que la esclava que intentó asesinarme esta noche… Pero esos Sagrados Misterios no son los de Eleusis, ¿no es cierto? -alzó rápidamente la mano, como si temiera una respuesta-. ¡Oh, me da igual, te lo juro! No deseo inmiscuirme en tus creencias religiosas… Ya te he dicho que sólo he venido a saber una cosa, y después me marcharé…

Contempló fijamente el rostro de la mujer. Con suavidad, casi con ternura, añadió:

– Dime, Etis, pues mi alma se angustia con esta duda… Si es cierto, tal como creo, que eres de ellos, dime… ¿Te limitaste a mirar, o acaso…? -volvió a alzar la mano con rapidez, como para indicarle que no debía contestar aún, pese a que ella no había hecho un solo gesto, no había movido los labios, ni parpadeado, ni dado a entender de ninguna otra forma que fuera a hablar. En tono de súplica añadió-: Por los dioses, Etis, respóndeme que no le hiciste daño a tu propio hijo… Si es preciso, miénteme, por favor. Dime: «No, Heracles, no participé». Tan sólo eso. No es difícil mentir con palabras. Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

– No participé, Heracles, te lo aseguro… -afirmó Etis, conmovida-. Hubiera sido incapaz de hacerle daño a mi propio hijo.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada… [128]

– Necesito otra frase tuya para aliviar la angustia que me provocaste con la primera. Te juro por Zeus que no me importará saber cuál de las dos es la Verdad. Respóndeme que no participaste, y tienes mi palabra de que saldré por esa puerta y no volveré a molestarte…

Hubo un breve silencio.

– Yo fui la primera que clavó las uñas en su pecho -dijo Etis con voz átona.

Heracles fue a replicar algo, pero le pareció extraño que las palabras, bien formadas en su mente, no afloraran a sus labios. Parpadeó, confuso y sorprendido por aquella inesperada afonía. La voz de ella le llegó tenue y terrible como un recuerdo doloroso.

– No me importa que no seas capaz de entenderlo. ¿Qué puedes entender tú, Heracles Póntor? Has obedecido las leyes desde que naciste. ¿Qué sabes de la libertad, de los instintos, de la… rabia? ¿Cómo dijiste? ¿«Tuviste que soportar mucha soledad»? ¿Qué sabes tú de mi soledad?… Para ti, «soledad» es una palabra más. Para mí ha sido una opresión en el pecho, la huida del sueño y el descanso… ¿Qué sabes tú?

«No tiene derecho, además, a maltratarme», pensó Heracles.

– Tú y yo nos amábamos -prosiguió Etis-, pero te humillaste cuando tu padre te ordenó, o te aconsejó, si prefieres, casarte con Hagesíkora. Ella era más… ¿cómo decirlo? ¿Apropiada? Procedía de una noble familia de aristócratas. Y si ésa era la voluntad de tu padre, ¿acaso ibas a desobedecer? No hubiera sido virtuoso ni legal… Las Leyes, la Virtud… ¡He aquí los nombres de las cabezas del perro que custodia este reino de los muertos que es Atenas: Ley, Virtud, Razón, Justicia…! ¿Te sorprende saber que algunos no aceptemos seguir agonizando en esta hermosa tumba?… -su oscura mirada pareció perderse en algún punto de la habitación mientras proseguía-: Mi esposo, tu amigo de juventud, quería transformar políticamente nuestra absurda forma de vida. Opinaba que los espartanos, al menos, no eran hipócritas: hacían la guerra y no les molestaba reconocerlo, incluso presumían de ella. Colaboró con la tiranía de los Treinta, en efecto, pero ése no fue su gran error. Su error consistió en confiar más en los demás que en sí mismo… hasta que la mayoría de «los demás» lo condenó a muerte en la Asamblea… -apretó los labios en una rígida mueca-. Aunque quizá cometiera otro error más grave: creer que todo esto, este reino de difuntos inteligentes, de cadáveres que piensan y dialogan, podía transformarse con un simple cambio político -su risa sonó hueca, vacía-. ¡Lo mismo cree el ingenuo de Platón!… ¡Pero muchos hemos aprendido que no se puede cambiar nada si primero no cambiamos nosotros!… ¡Sí, Heracles Póntor: me siento orgullosa de la fe que profeso! Para mentes como la tuya, una religión que rinde homenaje a los dioses más antiguos mediante el despedazamiento ritual de los adeptos es absurda, ya lo sé, y no voy a pretender convencerte de lo contrario… Pero ¿hay alguna religión que no sea absurda?… ¡Sócrates, el gran racionalista, las denostaba todas, y por eso lo condenasteis!… ¡Tiempos vendrán, sin embargo, en que devorar a alguien a quien amas sea considerado un acto piadoso!…, ¡Pues qué!… ¡Ni tú ni yo lo veremos, pero nuestros sacerdotes aseguran que, en el futuro, se fundarán religiones que adorarán a dioses torturados y destrozados!… ¿Quién sabe?… ¡Quizá, incluso, el acto más sagrado de adoración consista en devorar a los dioses!… [129]

Heracles pensó que aquella nueva actitud de ella lo ayudaba: su inexpresividad anterior, su aparente indiferencia, eran como plomo fundido para su ánimo; pero aquel despertar de su furia le permitía enfrentar el problema desde cierta distancia. Dijo, con calma:

– Quieres decir, Etis, devorar a los dioses de la misma forma que tú devoraste el corazón de tu hijo, ¿no? ¿Eso es lo que has querido decir, Etis?…

Ella no contestó.

De repente, de forma totalmente inesperada, el Descifrador sintió la abrupta llegada de un vómito a su boca. Y de manera igualmente brusca supo, un instante después, que no eran sino palabras. Pero las expulsó como un vómito, perdiendo por un instante su rígida compostura:

– ¿¿Todo eso que me has dicho te hizo hurgar en su corazón mientras él te miraba, agonizante??… ¿¿Qué sentías cuando mutilabas a tu hijo, Etis??…

– Placer -dijo ella.

Por alguna razón, aquella simple respuesta no incomodó a Heracles Póntor. «Lo ha reconocido», pensó, más tranquilo. «Ah, bien… ¡Ha sido capaz de reconocerlo!» Incluso se permitió recobrar la calma, aunque su creciente inquietud lo obligó a levantarse del diván. Etis también lo hizo, pero con delicadeza, como si deseara indicarle que la visita había terminado. En la habitación se encontraban ahora -cuándo habían entrado, Heracles no podía decirlo- Elea y varias esclavas. Todo aquello parecía una especie de cónclave familiar. Elea se acercó a su madre y la abrazó cariñosamente, como si quisiera demostrar con aquel gesto que la apoyaba hasta el final. Dirigiéndose siempre a Heracles, Etis dijo:

– Lo que hemos hecho es difícil de comprender, ya lo sé. Pero quizá pueda explicártelo de esta forma: Elea y yo amábamos a Trámaco más que a nuestra propia vida, pues él era el único hombre que nos quedaba. Y precisamente por ese motivo, debido al amor que le profesábamos, nos alegramos tanto cuando resultó elegido para el sacrificio ritual, pues constituía el mayor deseo de Trámaco… y ¿qué otra alegría podía esperar una pobre viuda como yo, sino complacer el mayor deseo de su único hijo varón? -hizo una pausa y sus ojos destellaron de júbilo. Cuando prosiguió, lo hizo en voz muy baja, tierna, casi musical, como si pretendiera acunar a un recién nacido-: Al llegar el momento, lo amamos más que nunca… Te juro, Heracles, que jamás me he sentido más madre que entonces, cuando… cuando hundí mis dedos en él… Fue, para mí, un misterio tan hermoso como dar a luz -y añadió, como si acabara de contar un secreto muy íntimo y decidiera continuar con la conversación normal-: Sé que no eres capaz de entenderlo, porque no es algo que la razón pueda comprender… Debes sentirlo, Heracles. Sentirlo como lo sentimos nosotras… Tienes que hacer un esfuerzo por sentirlo… -de repente, su tono se hizo implorante-: ¡Deja de pensar por un momento y entrégate a la sensación!

– ¿A cuál? -replicó Heracles-. ¿A la que os procura el bebedizo que tomáis?

Etis sonrió.

– Sí, el kyon. Veo que lo sabes todo. En realidad, nunca dudé de tus facultades: estaba segura de que terminarías por descubrirnos. Bebemos kyon, en efecto, pero el kyon no es magia: simplemente nos convierte en lo que somos. Dejamos de razonar y nos transformamos en cuerpos que gozan y sienten. Cuerpos a los que no les importa morir o ser mutilados, que se entregan al sacrificio con la alegría con la que un niño recibe un juguete…


Caía. Era consciente a medias de que caía.

El descenso no podía ser más accidentado, ya que su cuerpo mantenía una caprichosa obsesión por la línea vertical, pero las piedras desparramadas por la ladera del báratro -el precipicio cercano a la Acrópolis donde se arrojaba a los condenados a muerte- formaban un terreno oblicuo cuyo aspecto semejaba el interior de una crátera. Dentro de muy poco, su cuerpo y aquellas piedras habrían de encontrarse: eso sucedería ya, mientras lo pensaba. Se golpearía y rodaría, sin duda, para volver a golpearse. Sus manos no iban a poder ayudarle: las tenía atadas a la espalda. Quizá se golpeara muchas veces antes de llegar al fondo, repleto de piedras pálidas como cadáveres. Pero ¿qué importaba todo eso si experimentaba la sensación del sacrificio? Un buen amigo, Tríptemes, servidor de los Once y sectario como él, le había llevado a la prisión un poco de kyon, tal como se había acordado tiempo atrás, y la bebida sagrada lo confortaba en aquel momento. El era el sacrificio y moriría por sus hermanos. Se había convertido en la víctima del holocausto, el buey de la hecatombe. Podía verlo: su vida derramándose por la tierra, y, en apropiada simetría, su hermandad, la secreta cofradía de hombres y mujeres libres a la que pertenecía, extendiéndose por la Hélade y acogiendo nuevos adeptos… ¡Aquella felicidad lo hacía sonreír!

El primer golpe quebró su brazo derecho como el tallo de un lirio y destrozó la mitad de su rostro. Siguió cayendo. Al llegar al fondo, sus pequeños pechos se aplastaron contras las piedras, la bella sonrisa comenzó a entumirse en su rostro de muchacha, el lindo peinado rubio se disipó como un tesoro y toda su preciosa figurita adoptó aires de muñeca rota. [130]


– ¿Por qué no te unes a nosotros, Heracles? -en la voz de Etis flotaba un ansia apenas contenida-. ¡No conoces la inmensa felicidad que otorga la liberación de tus instintos! Dejas de tener miedo, de preocuparte, de sufrir… Te conviertes en un dios.

Hizo una pausa y suavizó el tono de voz para añadir:

– Podríamos… ¿quién sabe?… comenzar de nuevo… tú y yo…

Heracles no dijo nada. Los observó. No sólo a Etis: a todos, uno por uno. Eran seis personas: dos viejos esclavos (quizás uno de ellos fuera Ifímaco), dos jóvenes esclavas, Etis y Elea. Le tranquilizó comprobar que el niño no se encontraba entre ellos. Se detuvo en el pálido rostro de la hija de Etis y le dijo:

– Sufriste, ¿verdad, Elea? Aquellos gritos que dabas no eran fingidos, como el dolor de tu madre…

La joven no dijo nada. Miraba a Heracles con semblante inexpresivo, como Etis. En aquel momento, él se percató del enorme parecido físico que existía entre ambas. Prosiguió, imperturbable:

– No, no fingiste. Tu dolor era real. Cuando la droga dejó de hacerte efecto, recordaste, ¿no es cierto?… Y no pudiste soportarlo.

La muchacha pareció ir a responder algo, pero Etis intervino con rapidez.

– Elea es muy joven y le cuesta entender ciertas cosas. Ahora es feliz.

Las contempló a las dos, madre e hija: sus rostros eran como muros blancos, parecían desprovistos de emoción e inteligencia. Miró a su alrededor: lo mismo ocurría con los esclavos. Razonó que sería inútil intentar abrir una brecha en aquel impávido adobe de miradas que no parpadeaban. «Ésta es la fe religiosa», se dijo: «Borra del rostro la inquietud de las dudas, como les ocurre a los necios». Se aclaró la garganta y preguntó:

– ¿Y por qué tuvo que ser Trámaco?

– Le llegó su turno -dijo Etis-. Lo mismo ocurrirá conmigo, y con Elea…

– Y con los campesinos del Ática -replicó Heracles.

La expresión de Etis, por un instante, semejó la de una madre que reuniera paciencia para explicarle algo muy fácil a su hijo pequeño.

– Nuestras víctimas siempre son voluntarias, Heracles. A los campesinos les damos la oportunidad de beber kyon, y ellos pueden aceptar o no. Pero la mayoría acepta -y añadió, con débil sonrisa-: Nadie vive feliz gobernado sólo por sus pensamientos…

Heracles replicó:

– No te olvides, Etis, de que yo iba a ser una víctima involuntaria…

– Tú nos habías descubierto, y eso no podíamos permitirlo. La hermandad debe seguir siendo secreta. ¿No hicisteis vosotros lo mismo con mi esposo cuando pensasteis que la estabilidad de vuestra maravillosa democracia peligraba con individuos como él?… Pero queremos darte esta última oportunidad. Únete a nuestro grupo, Heracles… -y de repente añadió, como suplicándole-: ¡Sé feliz por una vez en tu vida!

El Descifrador respiró hondo. Supuso que ya estaba todo dicho, y que ellos, ahora, aguardaban alguna clase de respuesta por su parte. De modo que, con firme y sosegada voz, comenzó:

– No quiero ser descuartizado. Ésa no es mi forma de ser feliz. Pero te diré, Etis, lo que pienso hacer, y podéis comunicárselo a vuestro líder, sea quien fuere. Voy a llevaros ante el arconte. A todos. Voy a hacer justicia. Sois una secta ilegal. Habéis asesinado a varios ciudadanos atenienses y a muchos campesinos áticos que nada tienen que ver con vuestras absurdas creencias… Vais a ser condenados y torturados hasta morir. Esta es mi forma de ser feliz.

Volvió a recorrer, una a una, las pétreas miradas que lo contemplaban. Se detuvo en los oscuros ojos de Etis y añadió:

– A fin de cuentas, como tú dijiste, es una cuestión de responsabilidad, ¿no?

Tras un silencio, ella dijo:

– ¿Crees que la muerte o la tortura nos asustan? No has entendido nada, Heracles. Hemos descubierto una felicidad que va más allá de la razón… ¿Qué nos importan tus amenazas? Si es preciso, moriremos sonriendo… y tú no comprenderás nunca por qué.

Heracles se hallaba de espaldas a la salida del cenáculo. De improviso, una nueva voz, densa y poderosa pero con un punto de burla, como si no se tomara en serio a sí misma, se dejó oír en toda la habitación procedente de aquella salida:

– ¡Hemos sido descubiertos! A manos del arconte ha llegado un papiro donde se habla de nosotros y se menciona tu nombre, Etis. Nuestro buen amigo tomó sus precauciones antes de venir a verte…

Heracles se volvió para contemplar el rostro de un perro deforme. El perro iba en los brazos de un hombre inmenso.

– Preguntabas hace un momento por nuestro líder, ¿no, Heracles? -dijo Etis.

Y en ese momento, Heracles sintió el fuerte golpe en la cabeza. [131]

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