IX

Como los delitos que se le imputaban a Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, eran de sangre -de «carne», como pretendían algunos-, el juicio se celebró en el Areópago, el tribunal de la colina de Ares, una de las instituciones más venerables de la Ciudad. Sobre sus mármoles se habían cocinado las fastuosas decisiones del gobierno en otros tiempos, pero, tras las reformas de Solón y Clístenes, su poder se había visto reducido a una simple magistratura encargada de juzgar los homicidios voluntarios, que sólo ofrecía a sus clientes condenas de muerte, pérdidas de derechos y ostracismos. No había ateniense, pues, que se deleitara observando las gradas blancas, las severas columnas y el alto podio de los arcontes situado frente a un pebetero redondo como un plato donde espumaban olorosas hierbas en honor de Atenea, cuyo aroma -afirmaban los entendidos- recordaba vagamente el de la carne humana asada. Sin embargo, en ocasiones, se celebraba un pequeño festín a costa de algún acusado notable.

El juicio de Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, había despertado gran expectación, más por la nobleza de las víctimas y la sordidez de los crímenes que por él mismo, pues Menecmo no pasaba de ser uno de los muchos herederos de Fidias y Praxíteles que se ganaban la vida vendiendo sus obras, como quien vende carne, a mecenas aristocráticos.

Pronto, tras el anuncio estridente del heraldo, no quedó ni un solo espacio libre en las históricas gradas: metecos y atenienses pertenecientes al gremio de escultores y ceramistas, así como poetas y militares, componían la mayoría del hambriento público, pero no faltaban los simples ciudadanos curiosos.

Los ojos se hicieron grandes como bandejas y hubo murmullos de aprobación cuando los soldados presentaron al acusado, atado por las muñecas, magro de carnes pero recio y consistente. Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, erguía el torso y levantaba mucho la cabeza, aderezada de mechones de cabello gris, como si en vez de una condena fuera a recibir un honor militar. Escuchó con calma la jugosa lista de las acusaciones y, acogiéndose a la ley, guardó silencio cuando el arconte orador lo requirió para rectificar lo que creyera oportuno en los cargos que se le imputaban. ¿Hablarás, Menecmo? Nada: ni un sí, ni un no. Seguía irguiendo el pecho con el terco orgullo de un faisán. ¿Se declararía inocente? ¿Culpable? ¿Ocultaba un terrible secreto que pensaba revelar al final?

Desfilaron los testigos: sus vecinos sazonaron el preámbulo hablando de los jóvenes, por lo general vagabundos o esclavos, que frecuentaban su taller so pretexto de posar como modelos para sus obras. Se comentaron sus aficiones nocturnas: los gritos picantes, los gruñidos golosos, el agridulce olor de las orgías, la media docena diaria de efebos desnudos y blancos como pastelillos de nata. Muchos estómagos se contrajeron al escuchar tales declaraciones. Varios poetas afirmaron después que Menecmo era buen ciudadano y mejor autor, y que se esforzaba afanosamente por recuperar la antigua receta del teatro ateniense, pero como eran artistas tan insípidos como aquel al que pretendían ensalzar, los arcontes hicieron caso omiso de sus testimonios.

Le tocó el turno a la casquería de los crímenes: se acentuaron los ribetes sangrientos, la carne retazada, la delicuescencia de las vísceras, la crudeza inane de los cuerpos. Habló el capitán de la guardia de frontera que había encontrado a Trámaco; opinaron los astínomos que hallaron a Eunío y Antiso; las preguntas aparejaron una guarnición de despojos; la fantasía adobó un cadáver con tarazones de piernas, rostros, manos, lenguas, lomos y vientres. Por fin, al mediodía, bajo los tostadores dominios de los corceles del Sol, la oscura silueta de Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte, subió las escalinatas del podio. El silencio era sincero: todos esperaban con devoradora impaciencia lo que suponían que sería el principal testimonio de la acusación. Diágoras, hijo de Jámpsaco, del demo de Medonte, no los defraudó: fue firme en sus respuestas, impecable en la clara pronunciación de las frases, honrado en la exposición de los hechos, prudente a la hora de juzgarlos, con cierto regusto amargo al final, un poco duro en algún punto, pero en general satisfactorio. Al hablar, no miró hacia las gradas, donde Platón y algunos de sus colegas se sentaban, sino hacia el podio de los arcontes, a pesar de que éstos no parecían prestar la más mínima atención a sus palabras, como si ya tuvieran segura la sentencia y su declaración fuera considerada un mero aperitivo.

A la hora en que el hambre empieza a inquietar las carnes, el arconte rey decidió que el tribunal ya contaba con suficientes testimonios. Sus límpidos ojos azules se volvieron hacia el acusado con la cortés indiferencia de un caballo.

– Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio: este tribunal te concede el derecho a defenderte, si así lo deseas.

Y de repente, el solemne redondel del Areópago, con sus columnas, su oloroso pebetero y su podio, se concretó en un solo punto hacia el que convergieron las glotonas miradas del público: el rostro poco hecho del escultor, sus carnes oscuras surcadas por los cortes de la trinchante madurez, sus ojos adornados de parpadeos y su cabeza espolvoreada de cabellos grises.

En un silencio ansioso, como de libación previa a un banquete, Menecmo, hijo de Lacos, del demo de Carisio, abrió la boca lentamente y deslizó la punta de la lengua por los resecos labios.

Y sonrió. [91]


Era la boca de una mujer: sus dientes, la quemazón de su aliento. Él sabía que la boca podía morder, o comer, o devorar, pero lo que más le importaba en aquel momento no era eso, sino el corazón palpitante que aferraba la mano desconocida. No le preocupaba el lento rastreo de los labios de la hembra (pues hembra era, mucho más que mujer), el tibio recorrido de la dentadura por su piel, ya que, en parte (sólo en parte), tales caricias le resultaban agradables. Pero el corazón… la carne batiente y húmeda que oprimían los fuertes dedos… Era necesario averiguar qué se extendía más allá, a quién pertenecía la espesa sombra que acechaba en el contorno de su visión. Porque el brazo no flotaba en el aire, y ahora lo sabía: el brazo era la prolongación de una figura que se desvelaba y ocultaba como el cuerpo de la luna durante las noches mensuales. Ahora… un poco… ya casi podía distinguir el hombro completo, el… Un soldado, lejano, ordenaba, o decía, o aclaraba algo. Su voz le resultaba familiar, pero no podía escuchar bien sus palabras. ¡Y eran tan importantes! Otro detalle le molestaba: volar producía cierta presión en el pecho; era necesario recordar tal hallazgo con vistas a futuras investigaciones. Una presión, sí, y también algún poso de placer en las zonas más sensibles. Volar era agradable, a pesar de la boca, de los débiles mordiscos, de la distensión de la carne…

Se despertó; vio la sombra a horcajadas sobre él y la apartó con brusquedad, con un furioso gesto de sus brazos. Recordó que, para determinadas tradiciones, la pesadilla es un monstruo con cabeza de yegua y cuerpo de mujer que apoya sus glúteos desnudos sobre el pecho del durmiente y le susurra palabras amargas antes de devorarlo. Hubo una confusión de mantas y carne tensa, piernas entrelazadas y gemidos. ¡Aquella oscuridad! ¡Oh, aquella oscuridad!…

– No, no, calma.

– ¿Qué?… ¿Quién?…

– Calma. Era un sueño.

– ¿Hagesíkora?

– No, no…

Tembló. Reconoció su propio cuerpo boca arriba sobre lo que era su propia cama en lo que no dejaba de ser (ahora podía comprobarlo) su propio dormitorio. Todo estaba en orden, pues, salvo aquella carne caliente y desnuda que se agitaba junto a él como un potro fuerte y nervioso. De modo que el razonamiento encendió un cabo de vela en su cabeza y, bostezando, inició el nuevo día, no sin cierto sobresalto.

– ¿Yasintra? -dedujo.

– Sí.

Heracles se incorporó tensando con esfuerzo los flejes de su vientre, como si acabara de comer, y se frotó los ojos.

– ¿Qué haces aquí?

No obtuvo respuesta. La sintió removerse a su lado, cálida y húmeda como si su carne exudara jugos. El lecho se hundió en varios puntos; él percibió el movimiento y se tambaleó. De inmediato se escucharon golpes amortiguados y la inequívoca palmada de unos pies descalzos contra el suelo.

– ¿Adónde vas? -preguntó.

– ¿No quieres que encienda una luz?

Percibió los arañazos del pedernal al ser frotado. «Ya sabe dónde dejo la lámpara todas las noches y en qué lugar puede encontrar yesca», pensó, anotando este dato en algún lugar de su copiosa biblioteca mental. El cuerpo de ella apareció poco después ante sus ojos, la mitad de la carne untada de miel por la luz de la lámpara. Heracles vaciló antes de definir su estado como «desnudez». En realidad, jamás había visto a una mujer tan desnuda: sin maquillaje, sin joyas, sin la protección de un peinado, despojada incluso de la frágil -pero efectiva- túnica del pudor. Desnuda por completo. Cruda, se le antojó pensar, como un simple trozo de carne arrojado al suelo.

– Perdóname, te lo suplico -dijo Yasintra. En su voz de muchacho él no pudo percibir ni el más leve asomo de preocupación ante la posibilidad de que no la perdonara-. Te escuché gemir desde mi habitación. Parecías estar sufriendo. Quise despertarte.

– Fue un sueño -dijo Heracles-. Una pesadilla que tengo desde hace poco tiempo.

– Los dioses suelen hablarnos a través de los sueños que se repiten.

– Yo no creo en eso. Es ilógico. Los sueños carecen de explicación: son imágenes que fabricamos al azar.

Ella no replicó nada.

Heracles pensó en llamar a Pónsica, pero recordó que su esclava le había pedido permiso la noche anterior para asistir en Eleusis a una reunión fraternal de devotos de los Sagrados Misterios. Así pues, se hallaba solo en la casa con la hetaira.

– ¿Quieres lavarte? -dijo ella-. ¿Traigo una escudilla?

– No.

Entonces, casi sin transición, Yasintra preguntó:

– ¿Quién es Hagesíkora?

Al pronto Heracles la miró sin comprender. Después dijo:

– ¿Mencioné ese nombre en sueños?

– Sí. Y a una tal Etis. Creíste que yo era ambas.

– Hagesíkora era mi esposa -dijo Heracles-. Enfermó y murió hace tiempo. No tuvimos hijos.

Hizo una pausa y agregó, en el mismo tono didáctico, como si le explicara a la muchacha una aburrida lección:

– Etis es una vieja amiga… Es curioso que las haya mencionado a las dos. Pero ya te he dicho que, en mi opinión, los sueños no significan nada.

Hubo una pausa. La lámpara, iluminando a la muchacha desde abajo, disfrazaba su desnudez: un trémulo arnés negro rodeaba los pechos y el pubis; finas correas ceñían los labios, las cejas y los párpados. Por un instante, Heracles la estudió con afán, deseando descubrir qué podían ocultar sus formas además de sangre y músculos. ¡Qué diferente de su llorada Hagesíkora era aquella hetaira!

Yasintra dijo:

– Si no quieres nada más, me voy.

– ¿Falta mucho para que amanezca? -preguntó él.

– No. El color de la noche es gris.

«El color de la noche es gris», pensó Heracles. «Una observación digna de esta criatura.»

– Deja, entonces, la luz encendida -le indicó.

– Bien. Que los dioses te concedan descanso.

Él pensó: «Ayer me dijo: Te debo un favor. Pero ¿por qué pretende obligarme a que acepte esta clase de pago? ¿Realmente sentí su boca sobre…? ¿O quizá formaba parte del sueño?».

– Yasintra.

– Qué.

No advirtió siquiera el más leve rastro de ansia o de esperanza en aquella voz, y eso -¡oh devorador orgullo de los hombres!- le dolió. Y le dolió que le doliera. Ella, simplemente, se había detenido y girado el cuello, volviendo su rostro hacia él para mostrarle su desnuda mirada mientras sonaba: «Qué».

– Menecmo ha sido arrestado por el asesinato de otro efebo. Hoy es el juicio en el Areópago. Ya no tienes nada que temer de él -y añadió, tras una pausa-: Pensé que te gustaría saberlo.

– Sí -dijo ella.

Y la puerta, al cerrarse cuando salió, chirrió con el mismo ruido: «Sí».


Permaneció toda la mañana en la cama. Por la tarde se levantó, se vistió, devoró una fuente completa de higos dulces y decidió salir a dar un paseo. Ni siquiera se preocupó por saber si Yasintra continuaba en el pequeño cuarto de invitados que le había destinado, o, por el contrario, se había marchado ya sin despedirse de él: la puerta estaba cerrada, y, de cualquier modo, a Heracles no le importaba dejarla sola en la casa, pues no la tenía por ladrona ni, en realidad, por mala mujer. Encaminó tranquilamente sus pasos hacia el ágora, y, ya en la plaza, encontró a varios hombres a quienes conocía y a muchos otros desconocidos. Prefirió preguntarles a estos últimos.

– ¿El juicio contra el escultor? -dijo un individuo de piel tostada y rostro de sátiro espiando ninfas-. Por Zeus, ¿es que no lo sabes? ¡No se habla de otra cosa en toda la Ciudad!

Heracles se encogió de hombros, como si pidiera excusas por su ignorancia. El hombre añadió, mostrando enormes dientes:

– Ha sido condenado al báratro. Se confesó culpable.

– ¿Se confesó culpable? -repitió Heracles.

– Así es.

– ¿De todos los crímenes?

– Sí. Tal como lo acusaba el noble Diágoras: del asesinato de los tres adolescentes y del viejo pedagogo. Y lo dijo delante de todos, sonriendo: «¡Soy culpable!», o algo parecido. ¡La gente estaba asombrada de su desfachatez, y no en vano!… -el rostro faunesco se oscureció aún más mientras el hombre añadía-: ¡Por Apolo, que el báratro es poco para ese infame! ¡Por una vez estoy de acuerdo con lo que quieren las mujeres!

– ¿Qué quieren las mujeres?

– Una delegación de esposas de los prítanos le ha pedido al arconte que Menecmo sea torturado antes de morir…

– Carne. Quieren carne -dijo el hombre con el que había estado hablando el fauno antes de que Heracles los interrumpiera: robusto, de anchos hombros y baja estatura, ligeramente condimentado de cabellos rubios en la cabeza y en la barba. [92]

El fauno asintió y volvió a mostrar sus caballunos dientes.

– ¡Yo las complacería, aunque sólo fuera por esta vez!… ¡Esos efebos inocentes!… ¿No te parece que…? -se volvió hacia Heracles, pero encontró un espacio vacío.

El Descifrador se alejaba, esquivando con torpeza a la gente que parloteaba en la plaza. Se hallaba aturdido, casi mareado, como si hubiera estado soñando durante largo tiempo y hubiera despertado en una ciudad desconocida. Pero el auriga de su cerebro aún mantenía tensas las riendas en la veloz carrera de sus pensamientos. ¿Qué ocurría? Algo empezaba a ser ilógico. O algo no había sido lógico nunca, y era ahora cuando el error se hacía evidente…

Pensó en Menecmo. Lo vio golpear a Trámaco en el bosque hasta dejarlo muerto o inconsciente, abandonándolo después a las devoradoras fieras. Lo vio asesinar a Eunío y, por prudencia o temor, destrozar y disfrazar su cadáver para ocultar el crimen. Lo vio mutilar salvajemente a Antiso y, no contento con esto, al esclavo Eumarco, a quien seguramente había sorprendido espiándolos. Lo vio en el juicio, sonriente, declarándose culpable de todos los asesinatos: aquí estoy, soy yo, Menecmo de Carisio, y debo deciros que he hecho lo imposible para que no me atraparais, pero ahora… ¡qué importa! Soy culpable. He matado a Trámaco, Eunío, Antiso y a Eumarco, he huido y después me he entregado. Condenadme. Soy culpable.

Antiso y Yasintra acusaban a Menecmo… ¡Pero incluso el propio Menecmo entregaba a Menecmo a la muerte! Se había vuelto loco, sin duda… No obstante, si era así, había enloquecido recientemente. No se comportó como un loco cuando tomó la precaución de citar a Trámaco en el bosque, lejos de la Ciudad. No se comportó como un loco cuando improvisó un aparente «suicidio» para Eunío. En ambos casos se había conducido con suma astucia, cual un adversario digno de la inteligencia de un Descifrador, pero ahora… ¡Ahora parecía que ya nada le importaba! ¿Por qué?

Algo fallaba en su minuciosa teoría. Y ese algo era… todo. El prodigioso edificio de razonamientos, la estructura de sus deducciones, el armonioso armazón de causas y efectos… Estaba equivocado, lo había estado desde el principio, y lo que más lo atormentaba era la seguridad de haber deducido bien, de no haber descuidado ningún detalle importante, de haber rastreado todos y cada uno de los indicios del enigma… ¡Y ahí residía el origen de la angustia que lo devoraba! Si había razonado bien, ¿por qué estaba equivocado? ¿Sería cierto que, tal como afirmaba su cliente Diágoras, existían verdades irracionales?

Aquel último pensamiento lo intrigó mucho más que los anteriores. Se detuvo y alzó la vista hacia la geométrica cima de la Acrópolis, brillante y blanca bajo la luz de la tarde. Observó el prodigio del Partenón, la esbelta y precisa anatomía de su mármol, la hermosa exactitud de sus formas, el tributo de todo un pueblo a las leyes de la lógica. ¿Sería posible la existencia de verdades opuestas a aquella concisa y definitiva belleza? ¿Verdades con luz propia, irregulares, deformes, absurdas? ¿Verdades oscuras como cavernas, súbitas como relámpagos, irreductibles como caballos salvajes? ¿Verdades que los ojos no podían descifrar, que no eran palabras escritas ni imágenes, incapaces de ser comprendidas, expresadas, traducidas, siquiera intuidas, salvo mediante el sueño o la locura? Un vértigo frío se apoderó de él; tambaleóse en mitad de la plaza sumido en una increíble sensación de extrañeza, como el hombre que de repente descubre que ha dejado de entender el lenguaje vernáculo. Por un terrible momento se sintió condenado a un exilio íntimo. Entonces volvió a recuperar las riendas de su ánimo, el sudor se secó sobre su piel, los latidos de su corazón amainaron y toda su integridad de griego regresó al molde de su persona: era, otra vez, Heracles Póntor, el Descifrador de Enigmas.

Un tumulto en la plaza le llamó la atención. Varios hombres gritaban al unísono, pero refrenaron sus voces cuando uno de ellos, subido a unas piedras, proclamó:

– ¡El arconte ayudará a los campesinos si la Asamblea no lo hace!

– ¿Qué sucede? -preguntó Heracles al individuo que tenía más cerca, un viejo vestido con ropas grises mezcladas con pieles que olía a caballo y cuyo descuidado aspecto se remataba con un ojo blancuzco y la ausencia irregular de varios dientes.

– ¿Qué sucede? -le espetó el viejo-. ¡Que si el arconte no protege a los campesinos del Ática, nadie lo hará!

– ¡El pueblo ateniense, desde luego que no! -intervino otro de no muy distinta estampa, aunque más joven.

– ¡Campesinos muertos por los lobos! -añadió el primero, clavando en Heracles su único ojo sano-. ¡Ya son cuatro en esta luna!… ¡Y los soldados no hacen nada!… ¡Hemos venido a la Ciudad para hablar con el arconte y pedirle protección!

– Uno era mi amigo… -dijo un tercer sujeto, flaco, devorado por la sarna-. Se llamaba Mopsis. ¡Yo encontré su cuerpo!… ¡Los lobos le comieron el corazón!

Los tres hombres siguieron gritándole, como si consideraran a Heracles culpable de sus desgracias, pero él ya había dejado de oírlos.

Algo -una idea- muy leve había empezado a tomar forma en su interior.

Y de repente la Verdad pareció revelársele por fin. Y el horror lo invadió. [93]


Un poco antes del crepúsculo, Diágoras optó por marcharse a la Academia. Aunque las clases habían sido suspendidas, sentía la necesidad de refugiarse en la exacta tranquilidad de su querida escuela con el fin de apaciguar el ánimo, y también porque sabía que, si permanecía en la Ciudad, se convertiría en blanco de muchas preguntas y no pocos comentarios ociosos, y eso era lo que menos deseaba en aquel momento. Nada más emprender el camino se alegró de su decisión, pues ya el simple hecho de salir de Atenas le procuró un inmediato beneficio. La tarde era excelente, el calor se amortiguaba con el ocaso invernal y los pájaros le regalaban sus canciones sin exigir que se detuviera a escucharlos. Al llegar al bosque, llenó su pecho de aire y logró sonreír… a pesar de todo.

No podía apartar sus pensamientos de la dura prueba a la que acababa de verse sometido. El público se había mostrado clemente con su declaración, pero ¿qué opinarían Platón y sus compañeros? No les había preguntado. En realidad, apenas si había hablado con ellos al finalizar el juicio: se había retirado con rapidez, sin atreverse siquiera a interrogar sus miradas. ¿Para qué iba a hacerlo? En el fondo, ya sabía lo que pensaban. Había desempeñado mal su oficio de maestro. Había permitido que tres jóvenes potros perdieran las riendas y se desbocaran. Por si fuera poco, había contratado por su cuenta a un Descifrador y ocultado celosamente los hallazgos de la investigación. Es más: ¡había mentido! Se había atrevido a dañar gravemente el honor de una familia para proteger a la Academia. ¡Oh, por Zeus! ¿Cómo había sido posible esto? ¿Qué le había llevado, en realidad, a afirmar descaradamente que el pobre Eunío se había mutilado a sí mismo? El recuerdo de aquella ardiente calumnia devoraba su tranquilidad.

Se detuvo al llegar al blanco pórtico con el doble nicho y los rostros desconocidos. «Nadie pase que no sepa Geometría», rezaba la leyenda escrita en piedra. «Nadie pase que no ame la Verdad», pensó Diágoras, atormentado. «Nadie pase que sea capaz de mentir vilmente y perjudicar a otros con sus mentiras.» ¿Se atrevería a entrar o retrocedería? ¿Era digno de cruzar aquel umbral? Una líquida tibieza inició el descenso por su mejilla enrojecida. Cerró los ojos y apretó los dientes con furia, como el caballo muerde el freno dominado por el auriga. «No, no soy digno», pensó.

De repente oyó que alguien lo llamaba:

– ¡Diágoras, espera!

Era Platón, que se acercaba al pórtico. Al parecer, había venido detrás de él todo el camino. El director de la escuela avanzó a grandes trancos y envolvió los hombros de Diágoras con uno de sus robustos brazos. Cruzaron juntos el pórtico y penetraron en el jardín. Entre los olivos, una yegua azabache y dos docenas de moscas esmeraldas se disputaban repugnantes trozos de carne. [94]

– ¿Ha terminado el juicio? -preguntó Platón de inmediato.

Diágoras pensó que se burlaba.

– Tú estabas entre el público, y sabes que sí -dijo.

Platón rió por lo bajo, aunque en aquel cuerpo inmenso la carcajada sonó normal.

– No me refiero al juicio de Menecmo sino al de Diágoras. ¿Ha terminado ya?

Diágoras comprendió, y alabó, la perspicaz metáfora. Intentó sonreír y repuso:

– Creo que sí, Platón, y sospecho que los jueces se inclinan a condenar al acusado.

– No deben ser tan duros los jueces. Hiciste lo que creías que era correcto, que es todo lo que un hombre sabio puede pretender hacer.

– Pero oculté demasiado tiempo lo que sabía… y Antiso pagó las consecuencias. Y la familia de Eunío jamás me perdonará haber mancillado con calumnias la areté, la virtud, de su hijo…

Platón entrecerró sus grandes ojos grises y dijo:

– Un mal, a veces, trae consigo un bien útil y provechoso, Diágoras. Estoy convencido de que Menecmo no hubiera sido descubierto de no haber cometido este último y horrendo crimen… Por otra parte, Eunío y su familia han recuperado toda la areté, e incluso han alcanzado más a los ojos de la gente, pues ahora sabemos que nuestro alumno no fue culpable sino sólo víctima.

Hizo una pausa e hinchó el pecho como si se dispusiera a gritar. Contemplando el despejado cielo dorado del ocaso, añadió:

– Sin embargo, está bien que escuches las quejas de tu alma, Diágoras, pues, al fin y al cabo, ocultaste verdades y mentiste. Ambas acciones se han revelado beneficiosas en sus consecuencias, pero no debemos olvidar que son malas en sí mismas, intrínsecamente.

– Lo sé, Platón. Por eso ya no me considero adecuado para seguir buscando la Virtud en este sagrado lugar.

– Al contrario: ahora puedes buscarla mejor que cualquiera de nosotros, pues conoces nuevos caminos para llegar a ella. El error es una forma de sabiduría, Diágoras. Las decisiones incorrectas son graves maestros que enseñan a las que aún no hemos tomado. Advertir sobre lo que no se debe hacer es más importante que aconsejar parcamente lo correcto: ¿y quién puede aprender mejor lo que no se debe hacer sino aquel que, habiéndolo hecho, ha degustado ya los amargos frutos de las consecuencias?

Diágoras se detuvo y atesoró en sus pulmones el aire perfumado del jardín. Se sentía más tranquilo, menos culpable, pues las palabras del fundador de la Academia obraban a modo de ungüentos que aliviaban sus dolorosas heridas. La yegua, a dos pasos de él, pareció sonreírle con su prieta dentadura mientras destrozaba carniceramente los bocados.

Sin saber por qué, recordó de repente la estremecedora sonrisa que había curvado los labios de Menecmo al declararse culpable en el juicio. [95]

Y por pura curiosidad, y también por el deseo de cambiar de tema, preguntó:

– ¿Qué puede impulsar a los hombres a actuar como Menecmo, Platón? ¿Qué es lo que nos rebaja al nivel de las bestias?

La yegua resopló mientras atacaba los últimos trozos sanguinolentos.

– Las pasiones nos aturden -dijo Platón tras meditar un instante-. La virtud es un esfuerzo que, a la larga, resulta placentero y útil, pero las pasiones son el deseo inmediato: nos ciegan, nos impiden razonar… Aquellos que, como Menecmo, se dejan arrastrar por los placeres instantáneos no comprenden que la virtud es un goce mucho más duradero y beneficioso. El mal es ignorancia: pura y simple ignorancia. Si todos conociéramos las ventajas de la virtud y supiéramos razonar a tiempo, nadie elegiría voluntariamente el mal.

La yegua volvió a resoplar, hisopando sangre por los dientes. Parecía carcajearse con sus rojizos belfos.

Diágoras comentó, pensativo:

– A veces pienso, Platón, que el mal se burla de nosotros. A veces pierdo la esperanza, y termino creyendo que la maldad nos derrotará, que se reirá de nuestros afanes, que nos aguardará al final y pronunciará la última palabra…

Huiii, huiii, dijo la yegua.

– ¿Qué ha sido ese ruido? -preguntó Platón.

– Allí -señaló Diágoras-: Un mirlo. [96]

Huiii, huiii, dijo el mirlo de nuevo, y remontó el vuelo.


Aún intercambió Diágoras algunas palabras más con Platón. Después se despidieron como amigos. Platón se dirigió a su modesta vivienda cerca del gimnasio y Diágoras al edificio de la escuela. Se sentía satisfecho e inquieto, como siempre que hablaba con Platón. Ardía en deseos de poner en práctica todo lo que creía haber aprendido. Pensaba que, al día siguiente, la vida comenzaría de nuevo. Aquella experiencia le enseñaría a no descuidar la educación de un discípulo, a no callar cuando fuera necesario hablar, a servir de confidente, sí, pero también de maestro y consejero… ¡Trámaco, Eunío y Antiso habían sido tres graves errores que él no volvería a cometer!

Al penetrar en la fresca oscuridad del vestíbulo, oyó un ruido procedente de la biblioteca. Frunció el ceño.

La biblioteca de la Academia era una sala de amplias ventanas a la que se accedía a través de un breve pasillo a la derecha de la entrada principal. En aquel momento la puerta se hallaba abierta, lo cual era extraño, pues se suponía que las clases habían sido suspendidas y los alumnos no tenían por costumbre dedicar los días de fiesta a consultar textos. Pero, quizás, algún mentor…

Con ánimo confiado, se acercó y asomó la cabeza por el umbral.

Por las ventanas sin postigos penetraban las sobras de luz del banquete del ocaso. Las primeras mesas se hallaban vacías, las siguientes también, y al fondo… Al fondo descubrió una mesa atiborrada de papiros, pero nadie ocupaba la silla. Y las estanterías donde se guardaban celosamente los textos filosóficos (entre ellos, más de una copia de los Diálogos de Platón), así como obras poéticas y dramáticas, no parecían haber sido alteradas. «Un momento, las de la esquina izquierda…»

Había un hombre de espaldas en aquella esquina. Estaba agachado buscando en la zona inferior, por eso Diágoras no lo había visto antes. El hombre se incorporó bruscamente con un papiro entre sus manos, y Diágoras no necesitó ver su rostro para reconocerlo.

– ¡Heracles!

El Descifrador dio media vuelta con inusitada rapidez, como un caballo fustigado por el látigo.

– ¡Ah, eres tú, Diágoras!… Cuando me invitaste a la Academia conocí a un par de esclavos que hoy me han facilitado la entrada a la biblioteca. No te enfades con ellos… ni conmigo, por supuesto…

El filósofo pensó al pronto que se hallaba enfermo, tal era la palidez extrema que desangraba su semblante.

– Pero ¿qué…?

– Por la sagrada égida de Zeus -lo interrumpió Heracles, trémulo-: Nos enfrentamos a un mal poderoso y extraño, Diágoras; a un mal que, como los abismos del Ponto, no parece tener fondo y se oscurece más conforme más nos hundimos en él. ¡Nos han engañado!

Hablaba muy rápido, sin parar de hacer cosas, como dicen que hablan los aurigas con sus caballos durante las carreras: desenrollaba papiros, los volvía a enrollar, los guardaba de nuevo en el anaquel… Sus gruesas manos y su voz temblaban al mismo tiempo. Prosiguió, en tono airado:

– Nos han usado, Diágoras, a ti y a mí, para representar una horrible farsa. ¡Una comedia lenea, pero con final trágico!

– ¿De qué hablas?

– De Menecmo, y de la muerte de Trámaco, y de los lobos del Licabeto… ¡De eso hablo!

– ¿Qué quieres decir? ¿Menecmo es inocente acaso?

– ¡Oh no, no: es culpable, más culpable que un deseo pernicioso! Pero… pero…

Se detuvo, llevándose el puño a la boca. Añadió:

– Te lo explicaré todo a su debido tiempo. Esta noche debo ir a cierto sitio… Me gustaría que me acompañaras, pero te prevengo: ¡lo que veremos allí no resultará muy agradable!

– Iré -replicó Diágoras-, así se trate de cruzar el Estigia, si crees que con ello descubriremos el origen de ese engaño del que hablas. Dime tan sólo esto: se trata de Menecmo, ¿verdad?… Sonreía cuando confesó su culpa… ¡y eso significa, sin duda, que pretende escapar!

– No -repuso Heracles-. Menecmo sonreía cuando confesó su culpa porque no pretende escapar.

Y, ante la expresión de asombro de Diágoras, agregó:

– ¡Es por eso que hemos sido engañados! [97]

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