8. Rechazo y éxito

Wallingford se mostró de acuerdo cuando Doris le expresó el deseo de que el niño o la niña que iba a tener conociera la mano de su padre. Esto significaba para Patrick que podía seguir viéndola. Quería a aquella mujer con una esperanza cada vez menor de que ella le correspondiera, mientras se daba la inquietante circunstancia de que ella amaba a la mano. Se la ponía sobre el vientre, donde percibía las persistentes patadas del nonato, y aunque a veces notaba que Wallingford se encogía de dolor, había dejado de considerar alarmantes las punzadas.

– En realidad no es tu mano -le recordó a Patrick la señora Clausen, aunque él no necesitaba que se lo recordaran-. Imagina cómo debe de ser para Otto… notar el movimiento de un hijo al que nunca verá. ¡Claro que le duele!

Pero el dolor era de Wallingford, ¿no? En su vida anterior, con Marilyn, Patrick podría haber respondido sarcásticamente («Ahora que lo planteas así, no me preocupa el dolor.») Pero con Doris… en fin, lo único que podía hacer era adorarla.

Por otro lado, ciertas cosas apoyaban con firmeza la argumentación de la señora Clausen. La mano no parecía pertenecer a Patrick, y jamás parecería suya. La mano izquierda de Otto no era demasiado grande, pero nos miramos mucho las manos, y es difícil acostumbrarse a ver la de otra persona en lugar de la nuestra. Había ocasiones en las que Wallingford contemplaba la mano con tanta atención como si fuese a hablar. No podía resistir la tentación de olerla, y aquél no era su olor. Por la manera en que la señora Clausen cerraba los ojos cuando ella olía la mano, sabía que el olor era el de Otto. Por suerte, Patrick tenía algunas distracciones. Durante el largo periodo de convalecencia y rehabilitación, confinado en la sala de redacción bostoniana a fin de estar cerca del doctor Zajac y el equipo médico de Boston, Patrick empezó a florecer desde el punto de vista profesional. (Tal vez «florecer» no sea el término más apropiado; digamos que la dirección de la cadena televisiva le permitió ampliar sus actividades hasta cierto punto.)

En el canal de noticias crearon un espacio finisemanal para él, que se emitía el sábado por la noche, después del noticiario. Esos complementos informativos de los noticiarios principales se emitían desde Boston. Si bien los productores seguían encargando a Wallingford todas las noticias de sucesos extravagantes, le permitieron presentarlas y resumirlas con una nueva y sorprendente dignidad, tanto por parte del presentador como de la cadena. Nadie en Boston y Nueva York, ni Patrick ni siquiera Dick, podía explicárselo.

Patrick Wallingford actuaba ante las cámaras como si la mano de Otto Clausen fuese realmente suya, con una simpatía antes ausente tanto del canal de las calamidades como de su propia manera de informar. Era como si hubiera recibido de Otto Clausen algo más que una mano.

Por supuesto, entre los reporteros serios, es decir, los periodistas que retransmitían las noticias puras y duras con profundidad y en su contexto, la mera idea de un complemento a lo que pasaba por noticias en la cadena de los desastres era risible. En las noticias auténticas aparecían refugiados cuyas madres y tías habían sido violadas delante de ellos, aunque ni las mujeres ni los niños solían admitir tal cosa. En las noticias auténticas los padres y tíos de aquellos niños refugiados habían sido asesinados, aunque tampoco esto lo admitían con facilidad. Había también noticias de médicos y enfermeras abatidos a tiros, ex profeso, de modo que los niños refugiados carecieran de cuidados médicos. Pero el llamado canal de noticias internacionales no informaba de semejantes historias de maldad premeditada, ni tampoco Patrick Wallingford recibía jamás el encargo de informar de tales sucesos sobre el terreno.

Lo que sus superiores esperaban de él era que encontrara una dignidad y una simpatía inverosímiles hacia las víctimas de accidentes francamente estúpidos, como el suyo propio. Si había algo que pudiera considerarse un pensamiento tras esa versión aguada de las noticias, era un pensamiento tan pequeño que se reducía a esto: incluso en lo horrendo hay o debería haber algo moralmente edificante, siempre que lo horrendo sea lo bastante idiota.

¿Qué importaba, pues, que la cadena de noticias no le enviara nunca a Yugoslavia? ¿Qué era lo que el hermano del portero que se confundía le había dicho a Vlad, Vlade o Lewis? («Mira, tienes un empleo, ¿no es cierto?») Pues bien, Wallingford tenía un empleo, ¿no era cierto?

Y la mayor parte de los domingos estaba libre para volar a Green Bay. Cuando empezó la temporada de fútbol americano, la señora Clausen estaba embarazada de ocho meses. Era la primera vez, que ella recordara, que se perdía un partido en el estadio Lambeau. Doris bromeaba diciendo que no quería sentir las contracciones del parto cuando estuviera en la línea de las cuarenta yardas… no si el partido era bueno. (Lo que quería decir era que nadie le habría prestado la menor atención.) Así pues, veía el partido en compañía de Wallingford por la televisión. Era absurdo, pero él volaba a Green Bay sólo para mirar la tele.

Pero un partido de los Packers en Green Bay; incluso televisado, constituía el periodo más largo durante el cual la señora Clausen acariciaba la mano o permitía a ésta que la tocara; y mientras ella estaba absorta en la contemplación del partido, él podía contemplarla de la misma manera. La miraba como si memorizase su perfil o su modo de morderse el labio inferior cuando se producía un tercero y largo. (Doris tuvo que explicarle que un tercero y largo era cuando Brett Favre, el defensa de Green Bay, corría más peligro de que le quitaran el balón o de sufrir una intercepción.)

En ocasiones hacía daño a Wallingford sin proponérselo. Cuando le quitaban el balón a Favre o cuando le interceptaban, peor aún, cada vez que el otro equipo marcaba, la señora Clausen apretaba con fuerza la mano de su difunto marido.

– ¡Aaaaaay! -gritaba Wallingford, exagerando desvergonzadamente el dolor que sentía.

Ella besaba la mano, incluso la humedecía con sus lágrimas. Sólo por eso valía la pena aguantar el dolor, que era muy diferente de las punzadas debidas a las patadas del nonato. Aquellos alfilerazos eran de otro mundo.

Así pues, esforzadamente, Wallingford volaba a Green Bay casi todas las semanas. Nunca encontró un hotel de su agrado, pero Doris no le permitía alojarse en la casa que compartiera con Otto. En el curso de esos viajes, Patrick conoció a otros miembros de la familia Clausen… Otto tenía una familia muy numerosa y unida. La mayoría de ellos demostraban su afecto hacia la mano de Otto sin ningún recato. El padre y los hermanos contuvieron los sollozos, pero la madre, una mujer muy corpulenta, dio rienda suelta a las lágrimas, y la única hermana soltera se llevó la mano al pecho un momento antes de desmayarse. Wallingford había desviado la vista, por lo que no la vio caer. Él mismo se culpaba de que la hermana se hubiera mellado un diente al chocar con una mesa baja, y lo cierto es que no era una mujer de sonrisa encantadora.

Los Clausen formaban un clan cuyo alegre talante de gentes aficionadas al aire libre contrastaba fuertemente con la reserva de Wallingford, y sin embargo éste sintió una extraña atracción hacia ellos. Tenían la lealtad y la exuberancia de quienes están abonados a la temporada deportiva, y todos se habían casado con personas de talante y aspecto similar a los de la familia Clausen. Uno no podía distinguir a los parientes consanguíneos de los políticos, con excepción de Doris, que era un caso aparte.

Patrick veía lo amables que los Clausen eran con ella, y cómo la protegían. La habían aceptado, aunque era claramente diferente; la querían como si fuese una de ellos. En la televisión, las familias parecidas a los Clausen provocaban náusea, pero no sucedía así con ellos.

Wallingford había viajado a Appleton para conocer a los padres de Doris, quienes también querían ver la mano de vez en cuando. Fue el padre quien facilitó a Wallingford más información sobre el trabajo de Doris. Tenía aquel empleo desde que se graduó en el instituto. Ella llevaba más tiempo vendiendo entradas en el estadio de los Packers de Green Bay del que él llevaba dedicado al periodismo. La organización de los Packers había ayudado mucho a la señora Clausen, incluso le habían costeado los estudios universitarios.

– Doris puede conseguirle entradas, ¿sabe? -le dijo el padre a Patrick-. Y por estos pagos es de lo más difícil encontrar entradas.

Tras la derrota en la XXXII Super Bowl contra el equipo de Denver, la temporada de fútbol americano en Green Bay había sido dura. Como de un modo tan conmovedor le dijera Doris a Otto el último día de vida de aquel hombre infortunado: «No hay ninguna garantía de que volvamos a participar en la Super Bowl».

Los Packers no pasarían de ser un equipo comodín en la temporada de 1998, y perderían el primer partido de desempate con el equipo de San Francisco. «Otto creía que teníamos el número de la suerte», comentó Doris. Pero por entonces tenía un bebé del que ocuparse y era más filosófica acerca de los fracasos de Green Bay de lo que había sido cuando vivía Otto.

El bebé, un varón que pesó cuatro kilos y medio al nacer, tardó tanto en llegar que los médicos quisieron provocar el parto, pero la señora Clausen se negó en redondo. Era partidaria de dejar que la naturaleza siguiera su curso. Wallingford no pudo estar presente en el parto, y el bebé tenía casi un mes cuando Patrick pudo por fin ausentarse de Boston. No debería haber viajado el Día de Acción de Gracias, pues su vuelo sufrió retraso y llegó tarde a Green Bay. Aun así, llegó a tiempo de ver el cuarto periodo del partido entre los Vikings de Minnesota y los Cowboys de Dallas. (Doris observó que era un buen augurio, pues Otto había detestado a los Cowboys.) Debido tal vez a que la madre de Doris estaba con ella, para ayudarla a cuidar de Otto hijo, la señora Clausen se sintió lo bastante relajada para invitarle a casa.

Patrick se esforzó por olvidar los detalles de la casa, las numerosas fotos de Otto adulto, por ejemplo. No le sorprendió ver que Otto y Doris habían sido novios… Doris ya le había hablado de ello, pero las fotos de la boda eran más de lo que él podía soportar. No sólo se traslucía en aquellas imágenes el placer del momento, sino también la felicidad prevista, sus firmes expectativas del futuro compartido y del hijo que tendrían.

¿Y qué había en el lugar donde habían sido tomadas las fotos que llamaba tanto la atención de Wallingford? No era ni Appleton ni Green Bay. ¡Era la casa. del lago, claro! El viejo embarcadero, la desierta extensión de agua oscura, los pinos oscuros y perennes.

Había también una foto del piso en el cobertizo para botes, cuando lo estaban construyendo, y los bañadores mojados de Otto y Doris secándose al sol en el embarcadero. Sin duda el agua había lamido los botes que se mecían allá abajo, y, sobre todo después de una tormenta, el oleaje debía de haber roto en el embarcadero. Patrick lo había oído muchas veces.

Wallingford reconoció en las fotografías el origen del sueño recurrente que no era del todo suyo. Y por debajo de ese sueño subyacía siempre el otro, el que le había inspirado la píldora de la presciencia, el más tórrido de los sueños eróticos causado por el analgésico indio innominado y ahora prohibido. Mientras miraba las fotografías, Wallingford empezó a darse cuenta de que no era la pérdida de la mano, «impropia de un hombre», lo que había vuelto a su ex mujer contra él de una manera concluyente, sino que, al negarse a tener hijos, ya la había perdido. Patrick comprendía que la demanda de paternidad, aunque las pruebas hubieran demostrado que la acusación era falsa, había sido la píldora más amarga de las que había tragado Marilyn. Ella había querido tener un hijo. ¿Cómo era posible que él hubiera subestimado la intensidad de ese anhelo? Ahora, mientras sostenía en brazos al pequeño Otto, Wallingford se preguntaba por los motivos de su rechazo. ¡Tener a su propio hijo en brazos!

Se echó a llorar. Doris y su madre lloraron con él. Entonces se serenó, porque el equipo del canal de noticias internacionales estaba allí. Aunque no era el reportero asignado a aquel suceso, Wallingford podría haber previsto todas las tomas.

– Haz un primer plano de la mano, quizás el bebé con la mano -oyó decir a uno de sus colegas-. Que salgan la madre, la mano y el bebé juntos.

Y luego, en un aparte con el cámara y en tono brusco:

– ¡No me importa si la cabeza de Pat está en el cuadro, lo único que importa es que esté la mano!

En el avión, de regreso a Boston, Wallingford recordó lo feliz que parecía Doris. Aunque no solía rezar, esa vez lo hizo por la salud del pequeño Otto. No había previsto que un trasplante de mano le volvería tan emotivo, pero sabía que no era sólo por la mano.

El doctor Zajac le había advertido de que toda disminución de su lentamente adquirida destreza podía ser la señal de una reacción de rechazo. Estas reacciones también podían darse en la piel, y esto había sorprendido a Patrick. Siempre había sabido que su propio sistema inmune podía destruir la nueva mano, pero ¿por qué la piel? Parecía haber muchas funciones internas más importantes susceptibles de deterioro. «La piel es muy cabrona», le había dicho el doctor Zajac.

Sin duda ese lenguaje se debía a la influencia de Irma. Ésta y Zajac, a quien ella llamaba Nicky, tenían la costumbre de alquilar vídeos que luego contemplaban desde la cama, por la noche. Pero estar en la cama conducía a otras cosas (Irma estaba embarazada, por ejemplo), y en el último vídeo que habían visto muchos de los personajes se llamaban unos a otros cabrones.

Patrick no tardaría en comprobar lo muy cabrona que, en efecto, podía ser la piel. El primer lunes de enero, poco después de la derrota de los Packers a manos del equipo de San Francisco, Wallingford voló a Green Bay. La ciudad estaba sumida en la tristeza, el vestíbulo del hotel parecía una funeraria. Entró en su habitación, se duchó y afeitó. Cuando telefoneó a Doris, la madre de ésta se puso al aparato y le dijo que tanto Doris como el bebé estaban haciendo la siesta; le diría a Doris, cuando se despertase, que le llamara al hotel. Patrick fue lo bastante considerado para pedirle que diera al padre sus condolencias por la derrota de su equipo.

Wallingford sesteaba todavía, y soñaba con la casita del lago, cuando la señora Clausen se presentó en su habitación del hotel, sin haberle llamado previamente. Su madre estaba al cuidado del niño. Había ido en coche y, poco después, llevaría a Patrick a casa para que viera al pequeño Otto. Wallingford no sabía qué significado tenía eso. ¿Acaso Doris buscaba un momento para estar a solas con él? ¿Quería tener algún contacto, aunque sólo fuese con la mano, y no deseaba que su madre lo viera? Pero cuando Patrick le tocó la cara con la palma de la mano izquierda, por descontado, la señora Clausen la apartó con brusquedad. Y cuando él pensó en tocarle los pechos, se dio cuenta de que ella había visto su intención y la idea le repugnaba.

Doris ni siquiera se quitó el abrigo. Había ido al hotel sin ningún motivo oculto. Debía de tener ganas de pasear en coche, eso era todo.

Esta vez, cuando Wallingford vio al bebé, el pequeño Otto pareció reconocerle. Aunque eso era altamente improbable, desazonó todavía más a Patrick, y regresó a Boston con una premonición inquietante. No sólo Doris no había querido tener ningún contacto con la mano, ¡sino que apenas la había mirado! ¿Acaso el pequeño Otto se había convertido en el único receptor de su afecto y atención?

Wallingford se sintió inquieto durante varios días, reflexionando en las señales que la señora Clausen podía estar enviándole. Le había dicho que, cuando el pequeño Otto creciera, quizá le gustaría ver y asir la mano de su padre de vez en cuando. ¿A qué edad se refería? ¿Cuando fuese mucho mayor? ¿Qué significaba «de vez en cuando»? ¿Intentaba Doris decirle a Patrick que se proponía verle menos? La reciente frialdad de la mujer hacia la mano le había causado a Wallingford el peor insomnio desde los dolores que siguieron a la intervención quirúrgica. Algo iba mal.

Ahora, cuando Wallingford soñaba con el lago sentía frío, un frío como el que uno siente cuando lleva un bañador húmedo tras la puesta del sol. Cierto que ésa era una de las sensaciones que experimentó durante el sueño inducido por el analgésico indio, pero en esta nueva versión el bañador húmedo no conducía a la relación sexual. No conducía a ninguna parte. Lo único que Patrick sentía era frío, un frío nórdico.

Entonces, no mucho después de su visita a Green Bay, una mañana se despertó muy temprano en un estado febril, y pensó que tenía la gripe. Entonces se examinó la mano izquierda en el espejo del baño. (Había adiestrado a la mano para cepillarse los dientes; su fisioterapeuta le había dicho que era un buen ejercicio.) La mano tenía un color verdoso. La nueva tonalidad comenzaba a unos cinco centímetros por encima de la muñeca y se oscurecía en las puntas de los dedos. Era el color verde musgo de un lago bajo un cielo encapotado. Era el color de los abetos desde cierta distancia, o envueltos por la niebla; era el verde oscuro de los pinos que ennegrecían el agua al reflejarse en ella. Wallingford estaba a cuarenta de fiebre.

Pensó en llamar a la señora Clausen antes que al doctor Zajac, pero había una hora de diferencia horaria entre Boston y Green Bay, y no quería despertar a la madre o al bebé. Cuando telefoneó a Zajac, el cirujano le dijo que le vería en el hospital.

– Ya le dije que la piel es una cabrona -añadió.

– ¡Pero han pasado once meses, casi un año! -exclamó Wallingford-. ¡Puedo atarme los cordones de los zapatos! ¡Puedo conducir! ¡Casi puedo recoger del suelo una moneda de veinticinco centavos! ¡Incluso casi he podido recoger una de diez!

– Se encuentra usted en unas aguas desconocidas -replicó Zajac. La noche anterior el médico e Irma habían visto un vídeo con ese lamentable título, Aguas desconocidas-. Lo único que sabemos es que todavía está en el orden del cincuenta por ciento de probabilidad.

– ¿Probabilidad de qué? -le preguntó Patrick.

– De aceptación o rechazo, colega -dijo Zajac. Ahora Irma se dirigía a Medea llamándola «colega».

Tenían que amputar la mano antes de que la señora Clausen llegara a Boston, con su madre y el pequeño. El doctor Zajac tuvo que decirle a la señora Clausen que no podría ver la mano por última vez, pues se había vuelto muy fea. Wallingford reposaba en su cama de hospital, sintiéndose bastante cómodo, cuando Doris le visitó. Notaba cierto dolor, pero en modo alguno comparable al que experimentó después de la implantación. No lamentaba la pérdida, una vez más, de la mano… lo que temía era la pérdida de la señora Clausen.

– De todos modos puedes ir a verme, a mí y al pequeño Otto -le tranquilizó ella-. Nos gustaría que nos visitaras de vez en cuando. ¡Has intentado que viviera la mano de Otto! Has hecho lo que has podido, Patrick, y estoy orgullosa de ti.

Esta vez, ella no prestó la menor atención al voluminoso vendaje, tan grande que parecía como si aún hubiera una mano debajo. A Wallingford le agradaba que la señora Clausen le tomara la mano derecha y la retuviera sobre el corazón, aunque fuese brevemente, pero al mismo tiempo sufría por la certeza casi absoluta de que Doris no se llevaría de nuevo al pecho la mano que a él le quedaba.

– Soy yo quien está orgulloso de ti… de lo que has hecho -le dijo Wallingford, y ella se echó a llorar.

– Con tu ayuda -susurró Doris, ruborizándose, y le soltó la mano.

– Te quiero, Doris -le dijo Patrick.

– Pero no es posible -replicó ella sin acritud-. No puedes quererme.

El doctor Zajac no podía explicar las causas del súbito rechazo, es decir, no tenía nada que decir más allá de lo estrictamente patológico.

Wallingford sólo podía conjeturar lo que había sucedido. ¿Acaso la mano había percibido que el afecto de la señora Clausen se había desplazado de ella al niño? Tal vez Otto supo que su mano le daría a Doris el hijo que tanto se esforzaron por tener, pero ¿hasta qué punto lo había sabido la mano? Probablemente no lo sabía en absoluto.

Lo cierto es que a Wallingford le bastó poco tiempo para aceptar el resultado final del trasplante. Al fin y al cabo, conocía el divorcio… ya había sido rechazado con anterioridad.

Tanto física como psicológicamente, perder su propia mano había sido más duro que perder la de Otto. Sin duda la señora Clausen había contribuido a que Patrick nunca hubiera podido sentir como suya la mano de Otto. (Sólo podemos conjeturar lo que un experto en ética médica habría pensado de eso.)

Ahora, cuando Wallingford intentaba soñar con la casita del lago, allí no había nada, ni el olor de la pinaza, que al principio le había costado imaginar pero al que ya se había acostumbrado, ni el golpeteo del agua ni los gritos de los somorgujos. Es cierto que, como dicen, uno puede experimentar dolor en un miembro amputado mucho después de que el miembro haya desaparecido, pero eso no sorprendió lo más mínimo a Patrick Wallingford. Los dedos de la mano izquierda de Otto, que tocaban a la señora Clausen con tanta ligereza, carecían de sensación. Sin embargo, Patrick había sentido realmente el contacto de Doris al tocarla con la mano trasplantada. En sueños, cuando se llevaba el muñón vendado a la cara, Wallingford creía notar aún el olor del sexo de la señora Clausen en los dedos inexistentes.

– ¿Ha desaparecido el dolor? -le preguntaba ella.

Ahora el dolor no se iba, parecía ser tan permanente como la falta de la mano izquierda.

Patrick Wallingford seguía en el hospital el 24 de enero de 1999, cuando en Louisville, ciudad de Kentucky, se llevó a cabo el primer trasplante de mano con éxito en Estados Unidos. El receptor, Matthew David Scout, era un hombre de Nueva Jersey que había perdido la mano izquierda en un accidente con fuegos artificiales, trece años antes de la operación. Según The New York Times, «de repente estuvo disponible la mano de un donante».

Un experto en ética médica (dada su experiencia, a Zajac no le extrañó la intervención de esos caballeros) dijo que el trasplante de mano realizado en Louisville era «un experimento justificable». No tuvo nada de extraordinario que otros expertos en ética médica se mostraran en desacuerdo. («La mano no es esencial para la vida», como publicó el Times.)

El jefe del equipo quirúrgico que llevó a cabo la intervención en Louisville hizo la observación, hoy consabida, sobre la mano trasplantada de que sólo había «un cincuenta por ciento de probabilidad de que sobreviva un año, y más allá de ese plazo la verdad es que no lo sabemos».

Los directivos de la cadena de noticias de Wallingford, sabedores de que Patrick aún estaba convaleciente en un hospital de Boston, entrevistaron a un portavoz de Schatzman, Gingeleskie, Mengerink, Zajac y Asociados. Zajac pensó que el llamado portavoz debía de ser Mengerink, porque su informe, aunque correcto, demostraba una insensibilidad característica a la reciente pérdida sufrida por Wallingford. El informe decía: «Los experimentos con animales han revelado que las reacciones de rechazo no suelen producirse antes de siete días tras la intervención, y que el 90 por ciento de las reacciones tienen lugar en los tres primeros meses», lo cual significaba que, en el caso de Patrick, la reacción de rechazo estaba desincronizada con respecto a las de los animales.

Pero ese informe no ofendió a Wallingford. Deseaba sinceramente buena suerte a Matthew David Scott. Sin duda podría haber sentido más afinidad con la persona que fue objeto del primer trasplante de mano en el mundo, porque, al igual que el suyo, fracasó. Sucedió en Ecuador, en 1964, y al cabo de dos semanas el receptor rechazó la mano del donante. «En aquel entonces sólo existía una imperfecta terapia antirrechazo», señaló el Times. (En 1964 no existían los fármacos inmunosupresores que hoy se utilizan normativamente en los trasplantes de corazón, hígado y riñón.)

Cuando le dieron de alta en el hospital, Patrick Wallingford regresó enseguida a Nueva York, donde le sonrió el éxito profesional. Le encargaron presentar las noticias de la noche, y su popularidad aumentó de una manera vertiginosa. En otro tiempo había sido un comentarista más bien burlón acerca de la clase de calamidad que le había acontecido; hasta entonces se había comportado como si la muerte, la pérdida, la aflicción grotescas suscitaran menos solidaridad por el simple hecho de que eran grotescas. Ahora sabía que lo grotesco era corriente, y por lo tanto en absoluto grotesco. Todo era muerte, pérdida, aflicción… por estúpido que fuese. De alguna manera, como presentador, transmitía esa idea, y así hacía que, hasta cierto punto, los telespectadores se sintieran mejor acerca de lo que sin ninguna duda era malo.

Pero lo que Wallingford era capaz de hacer ante una cámara, no podía repetirlo en lo que llamamos vida real. Esto era muy evidente con Mary X… Patrick había fracasado por completo en su intento de hacer que se sintiera un poco mejor. La joven había vivido un áspero divorcio, sin comprender que los divorcios raramente son de otra manera. Mary seguía sin hijos y, aunque era la más inteligente de las periodistas con las que Wallingford volvía a trabajar en la sala de redacción, no era tan agradable como en el pasado. Siempre estaba nerviosa, y en sus ojos, donde antes Wallingford sólo observara franqueza y una aguda vulnerabilidad, lo que veía ahora era desasosiego, impaciencia y astucia, cualidades que las demás mujeres de la sala de redacción tenían a espuertas. A Wallingford le entristecía ver a Mary descendiendo al nivel de las otras… o madurando hasta alcanzarlo, como sin duda dirían ellas.

De todos modos, Wallingford quería que fuesen amigos, eso era sinceramente lo único que deseaba. A tal fin, una vez a la semana iba a cenar con ella. Pero Mary siempre bebía más de la cuenta y, cuando bebía, su conversación durante la cena giraba de nuevo en torno al tema que Wallingford trataba de evitar, a saber, sus motivos para no acostarse con ella.

– ¿Tan poco atractiva soy para ti? -solía preguntarle.

– Nada de eso, Mary. Eres una chica muy guapa.

– Sí, claro.

– Por favor, Mary…

– No te pido que te cases conmigo -le decía Mary-. Sólo que pasemos un fin de semana juntos en alguna parte… ¡Una noche no es mucho pedir, creo yo! ¡Vamos, inténtalo! Hasta podría ser que te interesara pasar más de una noche.

– Por favor, Mary…

– No me vengas con ésas, Pat. ¡Te tirabas a todo el mundo! ¿Cómo crees que me siento al ver que no quieres acostarte conmigo?

– Quiero que seamos amigos, Mary, buenos amigos.

– Muy bien, ya que me obligas, te lo diré sin pelos en la lengua. Quiero que me dejes embarazada. Quiero tener un hijo, y contigo saldría un bebé guapísimo. Quiero tu esperma, Pat, así de claro. Quiero tu simiente.

Podemos imaginar que Wallingford era un poco reacio a dejarse convencer por esta proposición. No es que no supiera lo que Mary pretendía, sino que no estaba seguro de que quisiera pasar por eso de nuevo. Sin embargo, en cierto sentido, Mary tenía razón: el hijo de Wallingford sería guapísimo. Ya tenía una prueba de ello.

Tuvo la tentación de decirle a Mary la verdad: que había sido padre, que quería mucho al pequeño y también amaba a Doris Clausen, la viuda del camionero. Pero por muy buena chica que pareciese Mary, lo cierto era que trabajaba en la sala de redacción de Nueva York, y que era periodista. Wallingford habría estado loco si le hubiera dicho la verdad.

– ¿Por qué no recurres a un banco de esperma? -le preguntó Patrick una noche-. Si de veras estás empeñada en tener un hijo mío, consideraría seriamente la posibilidad de hacer una donación a uno de esos bancos.

– ¡Eres un desgraciado! -gritó Mary-. No soportas la idea de acostarte conmigo, ¿verdad? joder, Pat, ¿es que necesitas las dos manos para que se te levante? ¿Qué te pasa? ¿O se trata de mí?

Arranques como aquél ponían fin a sus encuentros semanales para cenar juntos, por lo menos durante una temporada. Aquella noche inquietante, cuando regresaban de cenar y el taxi se detuvo primero ante el edificio donde vivía Mary, ella bajó sin darle siquiera las buenas noches.

Wallingford, que estaba comprensiblemente aturdido, le dio al taxista una dirección errónea. Cuando se dio cuenta, el taxi ya se había ido y Patrick estaba ante su antigua vivienda, en la calle Sesenta y dos, donde había vivido con Marilyn. No podía hacer más que caminar media manzana hasta Park Avenue y parar otro taxi, pues estaba demasiado cansado para recorrer a pie las veintitantas manzanas hasta su casa. Pero el por tero que se confundía le reconoció y salió corriendo a su encuentro antes de que Patrick pudiera alejarse.

– ¡Señor Wallingford! -exclamó sorprendido Vlad, Vlade o Lewis.

– Soy Paul O'Neill -replicó Patrick, alarmado, y le tendió su única mano-. Bateo y lanzo con la izquierda… ¿recuerda?

– ¡Ah, señor Wallingford, Paul O'Neill no le llega a la suela de los zapatos! -dijo el portero-. ¡Me encanta su nuevo programa! Su entrevista al niño sin piernas… ya sabe, el que se cayó o le empujaron al foso donde estaba el oso polar.

– Lo sé, Vlade -dijo Patrick.

– Me llamo Lewis -repuso Vlad-. Como le decía, lo pasé en grande con esa entrevista. Y aquella pobre mujer… la jodieron bien al darle los resultados del… el frotis… su hermana… ¡Es increíble!

– También a mí me costó creerlo -admitió Wallingford-. La prueba de Papanicolau es muy precisa, pero si le dan a una mujer el resultado de otra…

– Su esposa está con alguien -le dijo solapadamente el portero-. Quiero decir que esta noche tiene compañía.

– Es mi ex esposa -le recordó Patrick.

– Casi todas las noches está sola.

– Puede hacer lo que quiera con su vida.

– Sí, ya lo sé -replicó el portero-. ¡Usted sólo la ayuda a mantenerse!

– No tengo ninguna queja de su manera de vivir -puntualizó Patrick-. Ahora yo vivo en el norte, en la calle Ochenta y tres Este.

– No se preocupe, señor Wallingford -le dijo el portero-. ¡No se lo diré a nadie!

En cuanto a la mano que le faltaba, Patrick se complacía en agitar el muñón ante la cámara, y también demostraba alegremente sus repetidos fracasos con una variedad de prótesis.

– Vean esto, sólo con un poco más de habilidad sería capaz de dominar este artilugio -solía decir Wallingford-. El otro día vi a un hombre que le cortaba las uñas a su perro con uno de estos cacharros, y era un perro juguetón, que no paraba quieto.

Pero los resultados eran predecibles: Patrick se derramaba el café en el regazo, o se enredaba la prótesis con el cable y hacía saltar el pequeño micrófono de la solapa.

Al final volvía a mostrar el muñón, sin ningún elemento artificial.

– Les ha hablado Patrick Wallingford, del canal de noticias internacionales. Buenas noches, Doris -añadía siempre, agitando el muñón-. Buenas noches, mi pequeño Otto.

Patrick tardó largo tiempo en salir con mujeres al ritmo en que lo hacía antes. Después de intentarlo, se sintió decepcionado, pues el ritmo era o bien demasiado rápido o bien demasiado lento. Se sentía desfasado, y dejó de salir con mujeres. En ocasiones, cuando viajaba, conocía a alguna y dejaba que le persuadiera para hacer el amor con ella, pero ahora que era presentador y no reportero, viajaba bastante menos. Además, uno no podía llamar «salir» a dejarse persuadir para hacer el amor. Como era propio de él, Wallingford no lo habría llamado de ninguna manera.

Por lo menos no había nada comparable a la expectación que había sentido cuando la señora Clausen se ponía de lado, dándole la espalda, y le tomaba la mano (¿o era la de Otto?), colocándosela primero en el costado y luego en el abdomen, donde el nonato esperaba para darle patadas. Nada podía igualar aquellas sensaciones, o el sabor de su nuca, o el olor de su cabello.

Patrick Wallingford había perdido la mano izquierda en dos ocasiones, pero había ganado un alma, y lo que se la había proporcionado era el hecho de amar a la señora Clausen y de haberla perdido. Era el anhelo que tenía de ella y el deseo de que fuese feliz; era también haber recuperado la mano izquierda y haberla perdido de nuevo; era el deseo de que su hijo fuese el hijo de Otto Clausen, casi tanto como Doris lo había deseado; era amar, incluso sin ser correspondido, al pequeño Otto Clausen y a su madre. Y era tanto el dolor que Patrick sentía en el alma, que resultaba visible incluso en la televisión… Ya no era posible que nadie le tomara por Paul O'Neill, ni siquiera el portero de las confusiones.

Seguía siendo el hombre del león, pero algo en él se había alzado por encima de esa imagen de su mutilación; seguía siendo el hombre de los desastres, pero presentaba las noticias de la noche con una nueva autoridad. Había llegado a dominar el aspecto que antes practicaba en los bares a la hora del cóctel, cuando sentía lástima de sí mismo. Aquel aspecto seguía diciendo: «apiadaos de mí», pero ahora su tristeza parecía accesible.

Sin embargo, a Wallingford no le impresionaban los progresos de su alma. Puede que los demás lo observaran, pero ¿qué importaba? Al fin y al cabo, no estaba al lado de Doris Clausen.

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