6. Las condiciones

Tanto en el Press-Gazette como en The News-Chronicle de Green Bay, la acción de Otto Clausen posterior al partido, la de pegarse un tiro, fue relegada al rincón de las trivialidades en la cobertura informativa de la Super Bowl. Un comentarista deportivo de Wisconsin cometió la torpeza de decir: «Muchos hinchas de los Packers probablemente pensaron en suicidarse tras la Super Bowl del domingo, pero Otto Clausen, de Green Bay, apretó de veras el gatillo». Sin embargo, incluso los periodistas con menos tacto y más insensibilidad que informaron de la muerte de Otto no la consideraron seriamente como un suicidio.

Cuando Patrick Wallingford tuvo noticia por primera vez de lo ocurrido a Otto Clausen (vio el minuto y medio de información ofrecido por su propio canal en una habitación de hotel en Ciudad de México) se preguntó vagamente por qué razón Dick, el detestado jefe de redacción, no le había enviado para que entrevistará, a la viuda, pues era la clase de trabajo que normalmente le asignaban.

La cadena especializada en noticias había enviado a Stubby Farell, su veterano reportero deportivo, que había estado en la Super Bowl de San Diego, para que informara del suceso. Stubby había estado muchas veces en Green Bay, y Patrick Wallingford jamás había visto una Super Bowl en televisión.

Cuando Wallingford vio la noticia el domingo por la mañana, se disponía ya a abandonar el hotel e ir al aeropuerto para regresar a Nueva York. Apenas reparó en que el conductor del camión de reparto había dejado viuda.

– No hemos podido encontrar a la señora Clausen para que comentara lo ocurrido -dijo el veterano reportero deportivo.

Mientras tomaba rápidamente el café, Wallingford pensó que si él hubiera recibido el encargo de informar sobre el suceso, Dick le habría obligado a dar con la señora Clausen. A pesar de las prisas, se le había grabado en la mente la imagen del camión en el aparcamiento casi vacío, la ligera nieve cubriendo el vehículo abandonado como una mortaja de gasa, una imagen que había contemplado durante diez segundos.

– Donde terminó la fiesta para este hincha de los Packers -dijo Stubby, y la vulgaridad del comentario hizo que Patrick torciera el gesto.

Estaba a punto de salir cuando sonó el teléfono de la habitación. Pensó en no hacer caso, pues temía llegar con demasiado retraso al aeropuerto, pero respondió. Era el doctor Zajac, que le llamaba desde Massachusetts.

– Hoy es su día de suerte, señor Wallingford -le dijo el cirujano.

Mientras aguardaba para subir al avión de Boston, Wallingford se vio a sí mismo en el noticiario, vio lo que había quedado de su reportaje sobre el suceso que había cubierto informativamente en México. El domingo de la Super Bowl no todos los mexicanos se habían dedicado a ver el partido.

La familia y los amigos del renombrado tragasables José Guerrero estaban reunidos en el hospital de María Magdalena para rezar por su restablecimiento, pues durante una actuación en un hotel turístico de Acapulco, Guerrero había tropezado en el escenario y, al caer, se había perforado el hígado con un sable. Puesto que las hemorragias por herida de arma blanca en el hígado son muy lentas habían corrido el riesgo de llevarle en avión desde Acapulco a Ciudad de México, donde se encontraba ahora en manos de un especialista. Más de cien amigos y familiares se habían reunido en la pequeña clínica, que estaba rodeada por varios centenares más de personas que hacían votos por el restablecimiento del personaje.

Wallingford tenía la sensación de que los había entrevistado a todos, pero ahora, cuando estaba a punto de volar rumbo a Boston, donde iba a recibir una mano izquierda nueva, se alegraba de que su reportaje de tres minutos hubiera sido reducido a uno y medio. Estaba impaciente por ver el nuevo pase del informe de Stubby Farell; esta vez prestaría más atención.

El doctor Zajac le había dicho que Otto Clausen era zurdo, pero ¿qué quería decir exactamente con eso? Wallingford era diestro. Hasta su infausto encuentro con el león, siempre había sostenido el micrófono en la mano izquierda, de modo que pudiera estrechar con la derecha las manos que le tendían. Ahora que sólo tenía una mano con la que sostener el micrófono, había prescindido casi por completo de estrechar manos.

¿Qué sentiría al ser diestro y tener la mano izquierda de un zurdo? ¿No había sido ese aspecto una función cerebral de Clausen? Sin duda la predeterminación a ser zurdo no estaba en la mano. En la cabeza de Patrick se acumulaban muchos interrogantes que deseaba formularle al doctor Zajac.

Lo único que el médico le había dicho por teléfono era que las autoridades médicas de Wisconsin habían actuado con suficiente rapidez para preservar la mano, gracias a «la decisión inmediata de la señora Clausen». El doctor Zajac había mascullado estas palabras; normalmente hablaba claro, pero se había pasado en vela la mayor parte de la noche, cuidando de la perra que vomitaba, y luego, con la entusiasta ayuda de Rudy, había tratado de analizar la sustancia de aspecto peculiar que contenían los vómitos y que había enfermado a Medea. Rudy opinaba que la cinta adhesiva parcialmente digerida parecía los restos de una gaviota. «En ese caso -se dijo Zajac-, el ave llevaba muerta largo tiempo y su carne era viscosa cuando el animal la comió.» Pero el padre de mente analítica y su hijo no sabrían con precisión qué era lo que Medea había comido hasta que el lunes telefoneó el operario de DogWatch para preguntar cómo funcionaba la barrera invisible y pedir disculpas por haberse dejado olvidado un rollo de cinta adhesiva.

– El último trabajo que hice el viernes fue el suyo -dijo el operario, como si fuese un detective-. Debí de olvidarme la cinta en su casa. ¿No la habrán visto por ahí?

– En cierto modo sí, la hemos visto -fue todo lo que el doctor Zajac pudo decirle.

El médico todavía se estaba recuperando tras haber visto a Irma por la mañana, recién salida de la ducha. La joven estaba desnuda y se secaba la cabeza en la cocina. El lunes, a primera hora de la mañana, había vuelto tras pasar fuera el fin de semana y, después de correr un rato, se había duchado. Estaba desnuda en la cocina porque había supuesto que no había nadie más en la casa, pero no debe olvidarse que, de todos modos, quería que Zajac la viese desnuda.

Normalmente, a aquella hora de la mañana del lunes el doctor Zajac ya había llevado a Rudy a casa de su madre, a tiempo para que Hildred le acompañara al colegio. Pero en aquella ocasión Zajac y Rudy se habían quedado dormidos, debido a la noche en vela por culpa de Medea. Cuando la ex mujer del doctor Zajac le telefoneó para acusarle de que había raptado a Rudy, el hombre entró tambaleándose en la cocina para hacer café. Hildred siguió gritando después de que Rudy se pusiera al aparato.

Irma no vio al doctor Zajac, pero él sí que la vio… todo excepto la cabeza, oculta en su mayor parte porque se la estaba secando con la toalla. «¡Magníficos músculos gemelos!», pensó el cirujano mientras se retiraba.

Luego observó que no podía hablar con Irma, excepto tartamudeando de una manera desacostumbrada. Hablando a trompicones, trató de darle las gracias por la idea de la crema de cacahuete, pero ella no pudo entenderle. (Tampoco la joven vio a Rudy) Y mientras el doctor Zajac llevaba al chico a casa de su airada madre, observó la existencia de un espíritu de camaradería entre él y su hijito: la madre de Rudy les había gritado a los dos.

Zajac estaba eufórico cuando se puso en contacto telefónico con Wallingford en México, y le emocionaba algo más que el hecho de que la mano izquierda de Otto Clausen estuviera disponible de repente: había pasado un magnífico fin de semana con su hijo. No es que la visión de Irma desnuda no hubiera sido excitante, aunque era propio de Zajac que se fijara en sus músculos abductores. ¿Eran sólo los gemelos de Irma los causantes de su tartamudeo? Así pues, la «decisión inmediata» de la señora Clausen y otras formalidades similares fueron todo lo que el cirujano especializado en las extremidades superiores que pronto sería famoso logró decirle a Patrick Wallingford por teléfono.

Lo que el doctor Zajac no le dijo fue que la viuda de Otto Clausen había mostrado un interés desacostumbrado por la mano del donante. La señora Clausen no sólo había acompañado el cadáver de su marido desde Green Bay a Milwaukee, donde (además de extraerle la mayor parte de sus órganos) le cortaron a Otto la mano izquierda, sino que también insistió en acompañar la mano, que estaba en un recipiente con hielo, en el vuelo desde Milwaukee a Boston.

Naturalmente, Wallingford no tenía la menor idea de que en Boston se encontraría con algo más que su nueva mano: también iba a conocer a la viuda de su nueva mano.

Esta novedad no causó tanto malestar al doctor Zajac y los demás miembros del equipo bostoniano como otra petición de la señora Clausen, más insólita pero no menos impulsiva. Sí, la cesión de la mano se haría con ciertas condiciones, y el doctor Zajac acababa de saberlas. Probablemente habría sido más juicioso no haber informado a Patrick de las nuevas exigencias.

En Schatzman, Gingeleskie, Mengerink y Asociados todos confiaban en que, a su debido tiempo, Wallingford podría simpatizar con las ideas que la viuda había tenido, al parecer, en el último momento. No daba la impresión de ser una mujer que se anduviera con rodeos, y había pedido el derecho a visitar la mano después del trasplante.

¿Cómo podría negarse el reportero manco?

– Supongo que sólo quiere verla -sugirió el doctor Zajac, en el consultorio de éste en Boston.

– ¿Sólo verla? -inquirió Patrick. Hubo una pausa desconcertante-. Espero que no pretenda tocarla… tomarla entre las suyas y esas cosas.

– ¡Nadie puede tocarla! -respondió el doctor Zajac en un tono protector-. No podrán hacerlo durante mucho tiempo después de la operación.

– ¿Pero se refiere ella a una sola visita? ¿A dos? ¿Durante un año?

Zajac se encogió de hombros.

– Indefinidamente… tales son sus condiciones.

– ¿Está chiflada? -preguntó Patrick-. ¿Es una morbosa, está trastornada por el dolor, enloquecida?

– Eso ya lo comprobará usted -respondió el doctor Zajac-. Quiere verle.

– ¿Antes de la intervención?

– Sí, ahora. Eso forma parte de su petición. Necesita estar segura de que desea que usted reciba la mano.

– ¡Pero tenía entendido que era su marido quien deseaba que la recibiera! -exclamó Wallingford-. ¡Era su mano!

– Mire… lo único que puedo decirle es que la viuda tiene la sartén por el mango -dijo el doctor Zajac-. ¿Ha tenido que vérselas alguna vez con un experto en ética médica?

(La señora Clausen también se había apresurado a ponerse en contacto con un experto en ética médica.)

– Pero ¿por qué quiere verme? -quiso saber Patrick-. Quiero decir antes de que me trasplante usted la mano.

Ese aspecto de la petición, así como el derecho de visita, le parecían al doctor Zajac algo que sólo se le podía haber ocurrido a un experto en ética médica. Zajac no confiaba en esa clase de expertos, y creía que deberían mantenerse al margen de la cirugía experimental. Siempre estaban entrometiéndose, haciendo lo que podían para que la cirugía fuese «más humana».

Los expertos en ética médica aducían que las manos no eran necesarias para vivir, que los fármacos para combatir el rechazo creaban más riesgos y era necesario tomarlos de por vida. Argumentaban que los primeros receptores debían ser personas que habían perdido ambas manos. Al fin y al cabo, los pacientes con ambas manos amputadas tenían más que ganar que los mancos de una sola mano.

Inexplicablemente, a los expertos en ética médica les encantó la solicitud de la señora Clausen, no sólo el inquietante derecho de visita, sino también que insistiera en conocer a Patrick Wallingford y decidir si le gustaba antes de permitir la operación. (No es posible ser «más humano».)

– Sólo quiere ver si usted es… -intentó explicarle Zajac.

Wallingford se tomó este nuevo agravio como un insulto y un atrevimiento; se sintió simultáneamente ofendido y desafiado. ¿Era un hombre simpático y agradable? Él mismo no lo sabía. Confiaba en que sí lo era, pero ¿cuántos de nosotros lo sabemos realmente?

En cuanto al doctor Zajac, él mismo sabía que no era especialmente simpático y agradable. Esperaba con cauto optimismo que Rudy le quisiera y, desde luego, sabía que amaba a su hijito. Pero el cirujano especializado en intervenciones de la mano no se hacía ilusiones en cuanto a su simpatía. Excepto con su hijo, el doctor Zajac nunca había sido muy amable.

Con una punzada, Zajac recordó su breve atisbo de los gemelos de Irma. ¡Debía de pasarse el día entero haciendo ejercicio!

– Ahora le dejaré a solas con la señora Clausen -dijo el doctor Zajac a Patrick, al tiempo que hacía el gesto, tan impropio de él, de ponerle una mano en el hombro.

– ¿Voy a estar a solas con ella? -inquirió Patrick.

Quería más tiempo para prepararse, para probar expresiones de amabilidad. Pero sólo necesitó un segundo para imaginar la mano de Otto; tal vez el hielo se estaba fundiendo.

– Bien, de acuerdo-dijo Patrick.

Como si estuviera coreografiado, el doctor Zajac y la señora Clausen cambiaron de lugar en el consultorio. Apenas acababa de decir «de acuerdo» cuando Wallingford se vio a solas con la flamante viuda. Al verla sintió un repentino escalofrío… algo que más adelante le parecería la sensación de zambullirse en las frías aguas de un lago.

No se olvide que la señora Clausen tenía la gripe. La noche del domingo de la Super Bowl, cuando se levantó penosamente de la cama, aún tenía fiebre. Se puso ropa interior limpia y los tejanos que estaban en la silla al lado de la cama, así como la sudadera de color verde desvaído (el verde de Green Bay) con el nombre del equipo en letras doradas. Se había vestido así cuando empezó a sentirse mal. También se puso su vieja parka.

La sudadera de la señora Clausen era muy vieja, la tenía desde los primeros tiempos de sus visitas con Otto a la que ella llamaba la casa de campo. La prenda tenía el color de los abetos y los pinos blancos en la otra orilla del lago cuando se ponía el sol. Ciertas noches, en el dormitorio que habían construido en el cobertizo de los botes, había usado la sudadera como una funda de almohada, porque allí la ropa sólo podía lavarse en el lago.

Incluso ahora, cuando estaba en el consultorio del doctor Zajac con los brazos cruzados sobre el pecho (como si tuviera frío u ocultara a Patrick Wallingford cualquier impresión que él pudiera formarse de sus senos), la señora Clausen casi podía oler la pinaza y percibía la presencia de Otto tan intensamente como si estuviera con ella en el consultorio de Zajac.

El cirujano tenía toda una galería de fotos de famosos, y resulta sorprendente que ni Patrick ni la señora Clausen prestaran mucha atención a las paredes circundantes. Aunque al principio no se habían mirado directamente a los ojos, ahora estaban demasiado empeñados en examinarse con detenimiento el uno al otro.

Allá, en Wisconsin, la nieve mojó las zapatillas deportivas de la señora Clausen, y a Wallingford, que le miraba fijamente los pies, aún le parecían mojadas.

La señora Clausen se quitó la parka y se sentó al lado de Patrick. Wallingford tuvo la impresión de que, al hablar, se dirigía a su mano superviviente.

– A Otto le impresionó muchísimo lo de su mano… me refiero a la otra -empezó a decirle, sin desviar los ojos de la mano que le quedaba. Patrick Wallingford la escuchaba disimulando la incredulidad del periodista veterano que normalmente sabe cuándo un entrevistado miente, como lo hacía ahora la señora Clausen-. Pero si he de serle sincera -siguió diciendo la viuda-, procuré no pensar en ello, y cuando mostraron la escena de los leones que le devoraban, me resultó muy difícil mirar. Todavía me enferma pensar en ello.

– A mí también -replicó Wallingford. Ahora no creía que estuviera mintiendo.

No es fácil decir gran cosa sobre una mujer vestida con una sudadera, pero parecía bastante compacta. El cabello castaño oscuro necesitaba un lavado, pero Patrick percibió que estaba ante una persona en general limpia que mantenía un aspecto pulcro.

La luz del fluorescente en el techo incidía con demasiada dureza en su rostro. No llevaba maquillaje, ni siquiera rojo de labios, y tenía el labio inferior seco y cuarteado, quizá porque se lo mordía. La cruda luz exageraba la oscuridad de los semicírculos bajo los ojos marrones, y las patas de gallo en las comisuras indicaban que tenía más o menos la edad de Patrick. (Wallingford era sólo algo más joven que Otto Clausen, quien a su vez había sido sólo algo mayor que su esposa.)

– Supongo que me toma por loca -le dijo la señora Clausen.

– ¡No, en absoluto! No puedo imaginar cómo debe de sentirse, aparte de la tristeza, claro.

En realidad, parecía extenuada por las emociones, como tantas mujeres a las que había entrevistado, la más reciente de ellas la esposa del tragasables en Ciudad de México, hasta el punto de que Patrick tuvo la sensación de que ya la conocía.

La señora Clausen le sorprendió al asentir y a continuación señalarle el regazo.

– ¿Me permite verla? -le preguntó.

Siguió una pausa incómoda, durante la cual a Wallingford se le detuvo la respiración.

– Su mano… por favor, la que le ha quedado.

Él le tendió la mano derecha, como si la acabaran de trasplantar. Ella pareció que iba a tocársela pero se contuvo, y la mano extendida de Patrick pareció inerte.

– Es un poco pequeña -comentó-. La de Otto es mayor.

Él retiró la mano, sintiéndose indigno.

– Otto lloró cuando usted perdió la otra mano. ¡Se echó a llorar!

Sabemos, claro, que Otto tuvo ganas de vomitar. Fue la señora Clausen quien lloró, pero se las arregló para hacer creer a Wallingford que las lágrimas de su compasivo marido todavía le maravillaban. (Y eso que era un periodista veterano que sabía cuándo alguien mentía. Wallingford se creyó a pies juntillas el relato del llanto de Otto que le hacía la señora Clausen.)

– Le quería usted mucho -dijo Patrick-. Es evidente.

La viuda se mordió el labio inferior y asintió con vehemencia, las lágrimas agolpándose en sus ojos.

– Queríamos tener un hijo, lo intentábamos una y otra vez, pero no hubo manera, no sé por qué.

Ella inclinó la cabeza, se cubrió el rostro con la parka y sollozó en silencio. Aunque de un tono menos desvaído, la parka era del mismo color que la sudadera verde de Green Bay con el logotipo de los Packers (el casco dorado con la ge blanca) en la espalda.

– Para mí siempre será la mano de Otto -le dijo la señora Clausen, en un tono inesperadamente alto, bajando la parka. Por primera vez le miró a los ojos; parecía como si hubiera cambiado de idea acerca de algo-. ¿Qué edad tiene usted, de todos modos? -le preguntó. Tal vez por haberle visto sólo en la televisión había esperado que fuese mayor o más joven.

– Tengo treinta y cuatro años -respondió Wallingford, a la defensiva.

– Exactamente mi edad -dijo la mujer, y Patrick vio que sus labios trazaban una leve sonrisa, como si, a pesar de su dolor o debido a él, estuviera realmente loca-. No seré un incordio después de la operación -siguió diciéndole-. Pero ver su mano… después, palparla… en fin, eso no le molestará mucho, ¿verdad? Si usted me respeta, yo le respetaré.

– ¡Desde luego! -replicó Patrick, pero no se percataba de lo que estaba a punto de sobrevenir.

– Todavía quiero tener un hijo de Otto.

Wallingford seguía sin comprender.

– ¿Quiere decir que podría estar embarazada? -replicó-. ¿Por qué no me lo había dicho? ¡Es estupendo! ¿Cuándo lo sabrá con certeza?

En los labios de la mujer apareció de nuevo aquella sonrisa leve y demente. Patrick no había visto que ella se había quitado las zapatillas deportivas. Entonces corrió la cremallera de los tejanos y se los bajó, junto con las bragas, pero titubeó antes de quitarse la sudadera.

El hecho de que no hubiera visto nunca a una mujer desnudarse así, es decir, primero las prendas inferiores, dejando las de arriba-para el final, desarmó todavía más a Patrick. La señora Clausen le parecía sexualmente inexperta en un grado embarazoso. Entonces oyó su voz: algo había cambiado en ella, y no sólo su volumen. Le sorprendió notarse el pene erecto, no porque la señora Clausen estuviera medio desnuda, sino por su nuevo tono de voz.

– No hay otra ocasión -le dijo ella-. Si voy a tener un hijo de Otto, ya debería estar embarazada. Después de la operación, usted no estará en forma para hacer esto. Estará en el hospital, tomando un montón de medicinas, tendrá dolores…

– ¡Señora Clausen! -exclamó Patrick. Se apresuró a levantarse… y con la misma rapidez se sentó. Hasta que intentó ponerse en pie, no se había percatado de la turgencia bajo su bragueta. Era tan obvia como lo que dijo a continuación-: Sería mi hijo, no el de su marido, ¿no es cierto?

Pero ella ya se había quitado la sudadera. Aunque se había dejado puesto el sujetador, él pudo ver de todos modos que sus pechos eran más interesantes de lo que había imaginado. En el ombligo destellaba algo, y el piercing corporal también resultaba un detalle inesperado. Patrick no miró el adorno de cerca, pues temía que tuviera algo que ver con los Packers de Green Bay.

– Su mano es lo más cercano a él que tengo a mi alcance -dijo la señora Clausen con una determinación inquebrantable.

El brío de su voluntad podría haberse tomado fácilmente por deseo. Pero lo que surtía efecto, lo realmente irresistible, era su voz.

La mujer retuvo a Wallingford en la silla de respaldo recto. Se arrodilló para desabrocharle el cinturón y entonces le bajó los pantalones. Cuando Patrick se inclinó hacia delante, para impedir que le quitara los calzoncillos, ella ya se los había quitado. Antes de que él pudiera levantarse, o incluso sentarse en una posición erguida, la señora Clausen se había puesto a horcajadas sobre el regazo del periodista. Sus senos le rozaron la cara. Se movía con tal rapidez, que a él le pasó por alto el momento en que se quitó el sujetador.

– ¡Aún no tengo su mano! -protestó Wallingford, pero ¿cuándo había dicho él que no?

– Respéteme, por favor -le rogó ella en un susurro. ¡Y qué susurro!

Las nalgas pequeñas y firmes de la mujer eran cálidas y suaves contra sus muslos, y el atisbo del adminículo en el ombligo, todavía más que el atractivo de los senos, le había procurado al instante lo que parecía una erección encima de la que ya tenía. Notaba las lágrimas que le humedecían el cuello mientras ella le guiaba a su interior.

No era su mano derecha la que ella aferraba con la suya y acercaba a sus senos, sino el muñón. Le murmuró algo parecido a: «¿Qué iba a hacer ahora, de todos modos? Nada tan importante como esto, ¿verdad?». Y entonces le preguntó: «¿No quiere hacerme un hijo?».

– La respeto, señora Clausen -tartamudeó él, pero abandonó toda esperanza de resistirse. Era evidente para los dos que ya había cedido.

– Llámame Doris, por favor -le dijo la señora Clausen, entre lágrimas.

– ¿Doris?

– Respétame, respétame -le pidió ella entre sollozos-. Es todo lo que te pido.

– Sí, te respeto… Doris.

Su única mano le había encontrado instintivamente la región lumbar, como si hubiera dormido a su lado cada noche durante años e incluso en la oscuridad pudiera tocarle con precisión la parte de su cuerpo que deseaba asir. En aquel momento podría haber jurado que la mujer tenía el cabello húmedo, húmedo y frío, como si hubiera estado nadando.

Naturalmente, pensaría él después, ella debía de haber sabido que estaba en periodo fértil; una mujer que intenta una y otra vez quedar embarazada, seguramente lo sabe. Doris Clausen también debía de saber que su dificultad para quedar en estado se había debido exclusivamente a Otto.

– ¿Eres amable? -le susurraba la señora Clausen, al tiempo que movía sin cesar las caderas contra la presión hacia debajo de la mano de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?

Aunque habían advertido a Patrick de que era eso lo que ella quería saber, nunca habría esperado que ella se lo preguntara directamente, como tampoco habría previsto un encuentro sexual con ella. En términos estrictos de experiencia erótica, hacer el amor con Doris Clausen era un acto más cargado de anhelo y deseo que cualquier otra de las relaciones sexuales que Wallingford había tenido hasta entonces. No contaba el sueño erótico inducido por la cápsula azul cobalto que le dieron en Junagadh, pero aquel analgésico extraordinario ya no estaba a la venta, ni siquiera en la India, y nunca se le podría considerar en la misma categoría que el sexo real.

En cuanto al sexo real, el encuentro de Patrick con la viuda de Otto Clausen, por singular y breve que fuese, superó con mucho el fin de semana que pasara en Kyoto con Evelyn Arbuthnot. Hacer el amor con la señora Clausen incluso eclipsó la tumultuosa relación de Wallingford con la alta y rubia técnico de sonido que presenció el ataque del león en Junagadh.

Aquella infortunada muchacha alemana, que vivía en Hamburgo, todavía estaba sometida a terapia debido a los leones, aunque Wallingford sospechaba que se había traumatizado más al perder el sentido y despertar luego en una de las carretillas cargadas de carne que al ver la mano izquierda del pobre Patrick arrancada de cuajo por un león.

– ¿Eres amable? -repitió Doris, sus lágrimas humedeciendo el rostro de Patrick-. ¿Eres un buen hombre?

Cada vez era más profunda su penetración en aquel cuerpo menudo y fuerte, de modo que Wallingford apenas se oyó a sí mismo al responder. Seguramente el doctor Zajac, así como otros miembros del equipo quirúrgico reunidos en la sala de espera, debían de haber oído los gritos quejumbrosos de Patrick.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Soy amable! ¡Soy un buen hombre! -gimió Wallingford.

– ¿Es eso una promesa? -le preguntó Doris en un susurro. De nuevo aquel susurro… ¡irresistible!

Una vez más Wallingford le respondió en un tono tan alto que el doctor Zajac y sus colegas pudieron oírle.

– ¡Sí! ¡Sí! ¡Lo prometo! ¡De veras!

Poco después llamaron a la puerta del consultorio de Zajac, cuando desde hacía un rato reinaba el silencio.

– ¿Están ustedes bien? -preguntó el jefe del equipo bostoniano.

Al principio Zajac pensó que el aspecto de los dos era correcto. Patrick Wallingford volvía a estar vestido y seguía sentado en la silla de respaldo recto. La señora Clausen, totalmente vestida, yacía boca arriba sobre la alfombra de la habitación. Tenía enlazados los dedos detrás de la cabeza, y los pies elevados descansaban en el asiento de la silla vacía al lado de Wallingford.

– Tengo problemas de espalda le explicó Doris.

Eso era falso, por supuesto. Aquélla era una postura recomendada en varios de los numerosos libros que ella había leído sobre la manera de quedar embarazada. «La gravedad», fue lo único que le dijo a Patrick, a modo de explicación, mientras él le sonreía encantado.

El doctor Zajac, que percibía el olor a sexo en la estancia, se dijo que ambos estaban locos. Un experto en ética médica quizá no habría aprobado aquel nuevo acontecimiento, pero Zajac era un cirujano de la mano y su equipo quirúrgico estaba deseando comenzar.

– Bien, si han hablado de todo lo necesario y se sienten lo bastante cómodos -les dijo el doctor Zajac, mirando primero a la señora Clausen, que parecía muy cómoda, y luego a Patrick Wallingford, cuyo asombroso aspecto era el de un hombre borracho o drogado-, ¿qué me dicen? ¿Tenemos luz verde?

– ¡Por mí no hay ningún problema! -dijo Doris Clausen alzando la voz, como si llamara a alguien a través de una extensión de agua.

– Estoy de acuerdo en todo -replicó Patrick-. Supongo que tenemos la luz verde.

El grado de satisfacción sexual en el semblante de Wallingford recordó algo al doctor Zajac. ¿Dónde había visto él con anterioridad aquella expresión? Ah, sí, fue en Bombay, donde realizó una serie de intervenciones sumamente delicadas en las manos de varios niños, ante un selecto público de cirujanos pediátricos. Zajac recordaba especialmente bien uno de los procedimientos quirúrgicos que tenían allí. La paciente era una niña de tres años que había metido la mano en los engranajes de una máquina agrícola y se la había destrozado.

Zajac estaba sentado con el anestesista indio cuando la pequeña empezó a despertarse. Los niños siempre tienen frío, a menudo están desorientados y normalmente asustados cuando despiertan de la anestesia general. En ocasiones sienten náuseas. El doctor Zajac recordaba que se excusó para no ver a la desdichada niña. Le echaría un vistazo a la mano, desde luego, pero más adelante, cuando ella se sintiera mejor.

– Espere… tiene usted que ver esto -le dijo a Zajac el anestesista indio-. Mírela un momento.

El rostro inocente de la niña tenía la expresión de una mujer sexualmente satisfecha. El doctor Zajac estaba escandalizado. (La triste verdad era que, personalmente, nunca hasta entonces había visto el rostro de una mujer tan sexualmente satisfecha.)

– Por Dios, hombre le dijo Zajac al anestesista-, ¿qué le ha dado?

– Le he puesto algo adicional en el gotero… ¡poca cosa, no crea! -replicó el indio.

– ¿Pero qué es? ¿Cómo se llama?

– No puedo decírselo. No se puede conseguir en su país, y nunca se podrá. Aquí también lo van a retirar del mercado. El Ministerio de Sanidad va a prohibirlo.

– Espero que así sea -observó el doctor Zajac, y abandonó bruscamente la sala de reanimación.

Pero la pequeña no había sufrido ningún dolor, y más adelante, cuando Zajac le examinó la mano, vio que estaba bien y que la niña descansaba cómodamente.

– ¿Qué tal el dolor? -le preguntó.

Una enfermera tuvo que hacer de intérprete.

– Dice que todo va bien, no siente ningún dolor -tradujo la enfermera. Los balbuceos de la niña continuaban.

– ¿Qué dice ahora? -le preguntó el doctor Zajac, y la enfermera se mostró de repente tímida o azorada.

– Ojalá no pusieran ese analgésico en la anestesia -comentó la enfermera. La pequeña parecía relatar una larga historia.

– ¿Qué le está diciendo? -quiso saber Zajac.

– Está contando el sueño que tuvo -respondió, evasivamente, la enfermera-. Cree que ha visto su futuro. Será muy feliz y tendrá muchos hijos. Demasiados, en mi opinión.

En presencia de Zajac, la pequeña se limitaba a sonreír. Para ser una niña de tres años, había algo inapropiadamente seductor en sus ojos.

Ahora, en el consultorio bostoniano del doctor Zajac, Patrick Wallingford sonreía de la misma manera. «¡Qué coincidencia tan tonta!», se dijo el doctor Zajac, mientras contemplaba la expresión de embriaguez sexual de Wallingford.

«La paciente del tigre», llamó a aquella chiquilla de Bombay, porque había explicado a los médicos y las enfermeras que, cuando metió la mano en la máquina agrícola, los engranajes le rugieron como un tigre.

Tonto o no, había algo en el aspecto de Wallingford que daba que pensar al doctor Zajac. «El paciente del león», como Zajac llamaba desde hacía tiempo a Patrick Wallingford, necesitaba posiblemente algo más que una nueva mano izquierda. Lo que el doctor Zajac desconocía era que Wallingford había encontrado por fin lo que necesitaba… había encontrado a Doris Clausen.

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