La primavera había acabado y empezaba el verano cuando en la luz gris me arrastré fuera del Capulus, pero aun así el tiempo nunca era cálido en las tierras altas salvo cuando el sol se acercaba al cenit. A pesar de eso no me atrevía a entrar en los valles donde se apretaban las aldeas, y me pasaba el día subiendo hacia las montañas, con la capa recogida sobre un hombro para que se pareciera todo lo posible a la indumentaria de un ecléctico. También desmonté la hoja de TerminusEst y volví a ensamblarla sin la guarda, de modo que vista desde lejos la hoja envainada tuviera el aspecto de un palo.
Hacia el mediodía el suelo era todo de piedra, y tan desparejo que tanto tenía que caminar como trepar. Muy a lo lejos vi dos veces destellos de armaduras, y mirando hacia abajo divisé unas pequeñas partidas de dimarchi siguiendo senderos que poquísimos hombres se habrían atrevido a tomar, con las rojas capas militares flameando a sus espaldas. No encontré plantas comestibles ni avisté más animales que unas altas aves de presa. De haber visto alguno, no habría tenido posibilidades de cazarlo con la espada, y no disponía de otra arma.
Todo esto parece harto desesperante, pero lo cierto es que yo estaba conmovido por las vistas de la montaña, por el vasto panorama del imperio del aire. De niños no sabemos apreciar los paisajes, pues no habiendo acumulado aún escenarios similares en la imaginación, con sus emociones y circunstancias concomitantes, los percibíamos sin profundidad psíquica. Ahora yo miraba las cimas coronadas de nubes teniendo también ante los ojos mis visiones de Nessus desde el morro de la Torre Matachina y de Thrax desde las almenas del castillo de Acies, y aunque, me sentía muy desdichado, por poco no me desmayaba de placer.
Pasé esa noche encogido al abrigo de una roca desnuda. No había comido nada desde que me había cambiado de ropa en la Víncula, lo que parecía haber sido semanas antes, si no meses. En realidad, sólo habían pasado meses desde que le había deslizado a la pobre Thecla un cuchillo de cocina, y había visto que la sangre se le escurría, vacilante gusano carmesí, por debajo de la puerta de la celda.
Al menos había elegido bien la roca. Detenía el viento, así que mientras me mantuviera detrás sería casi como si descansara en el aire calmo y frígido de alguna cueva de hielo. Uno o dos pasos a cualquiera de los lados me exponían a la plenitud de las ráfagas, tanto que en un solo momento glacial quedaba helado hasta los huesos.
Dormí alrededor de una guardia, creo, sin sueños que sobrevivieran al descanso, y luego me desperté con la impresión —que no era un sueño, sino la suerte de conocimiento o seudoconocimiento infundado que a veces nos sobreviene a fuerza de cansancio y de miedo— de que tenía a Hethor inclinado sobre mí. Me pareció sentir su aliento en la cara, hediondo y gélido; sus ojos, que ya no eran opacos, ardían en los míos. Cuando me despabilé, comprendí que los puntos luminosos que había confundido con sus pupilas eran en verdad dos estrellas, grandes y muy brillantes en el aire ligero y transparente.
Intenté dormirme de nuevo, cerrando los ojos y obligándome a rememorar los lugares más cálidos y cómodos que había conocido: las habitaciones de oficial que me habían dado en nuestra torre, que tan palaciegas me habían parecido entonces (recintos privados con mantas abrigadas), y el dormitorio de los aprendices; la cama que una vez había compartido con Calveros, calentada por su amplia espalda como por una estufa; los apartamentos de Thecla en la Casa Absoluta; la abrigada habitación de Saltus donde me había alojado con Jonas.
Nada servía. No pude volver a dormirme, aunque tampoco me atrevía a seguir caminando a oscuras por miedo a caerme en un precipicio. Pasé el resto de la noche contemplando las estrellas; era la primera vez que experimentaba realmente la majestuosidad de las constelaciones, sobre las cuales el maestro Malrubius nos había dado clases cuando yo era el menor de los aprendices. Qué extraño es que el cielo, de día terreno estacionario en donde parecen moverse las nubes, se transforme de noche en telón de fondo del movimiento mismo de Urth, tanto que lo sentimos rodar bajo nosotros como un marinero siente el correr de la marea. Aquella noche la conciencia de esta lenta rotación era tan fuerte, tan inequívoca, que su largo, continuo barrido estuvo a punto de marearme.
Fuerte era también la sensación de que el cielo es un pozo sin fondo en donde el universo podría precipitarse eternamente. Había oído a algunos decir que, cuando miraban demasiado las estrellas, los aterrorizaba la impresión de ser absorbidos. Antes que en los soles remotos, mi miedo —pues tenía miedo— se centraba en la desmesura del vacío; y por momentos llegué a asustarme tanto que me aferré a la roca con dedos ateridos, pues me parecía que iba a caerme de Urth. Es claro que todo el mundo siente un atisbo de esto; por algo se dice que no hay clima tan benigno como para que la gente acepte vivir en casas sin techo.
Ya he descrito cómo, aunque me desperté pensando que el rostro de Hethor me miraba (supongo que porque había tenido a Hethor tan presente, desde que había hablado con Dorcas), al abrir los ojos descubrí que no quedaba de él más detalle que dos brillantes estrellas que le habían pertenecido. Lo mismo me ocurrió al principio cuando intenté reconocer las constelaciones, cuyos nombres había leído a menudo, pero de cuya posición en el cielo tenía apenas una idea muy imprecisa. Primero todas las estrellas me parecieron un enjambre de luces, aunque hermosas, como las chispas que despide una fogata. Pronto, por supuesto, empecé a advertir que unas brillaban más que otras, y que los colores no eran en modo alguno uniformes. Luego, de improviso, cuando ya hacía rato que las estaba observando, la forma de un peritón pareció destacarse tan claramente como si hubieran entalcado el cuerpo del pájaro con polvo de diamante. En un momento desapareció de nuevo, pero al punto regresó, y con ella otras formas, algunas correspondientes a constelaciones de las que yo tenía noticia, otras que eran, me temo, pura imaginación mía. Particularmente clara era una anfisbena, o serpiente con una cabeza en cada extremo.
Cuando estos animales celestiales se hicieron visibles, su belleza me intimidó. Pero cuando fueron tan nítidos y evidentes (como no tardó en ocurrir) que no me bastaba un acto de voluntad para desdeñarlos, empecé a tenerles tanto miedo como a caer en el abismo sobre el cual se contorsionaban; no obstante, éste no era un simple miedo Hsico o instintivo como el otro, sino sobre todo una especie de horror filosófico ante la idea de un cosmos en donde unas toscas figuras de bestias y monstruos habían sido pintadas con soles ardientes.
Después de cubrirme la cabeza con la capa, lo que me vi obligado a hacer si no quería volverme loco, me puse a pensar en los mundos que circundaban a aquellos soles. Todos sabemos que existen, y que algunos son meras e inacabables llanuras de roca, y otros, esferas de hielo o de colinas cenicientas donde fluyen ríos de lava, como se afirma de Abaddón; pero que muchos otros son mundos más o menos bellos, y habitados por criaturas, bien descendientes de la especie humana, bien al menos no del todo diferentes de nosotros. Al principio pensé en cielos verdes, hierba azul, y en toda la sarta de exotismos infantiles que aquejan a la mente cuando concibe otros mundos que Urth. Pero al cabo de un tiempo me cansé de esas ideas pueriles, y empecé a pensar en sociedades y formas de pensamiento completamente distintas de las nuestras, mundos en los cuales las personas, sabiéndose descendientes de una sola pareja de colonos, se trataban entre sí como hermanos y hermanas, mundos donde, al no haber dinero sino honor, todos trabajaban en orden para tener derecho a asociarse con cierto hombre o mujer que había salvado a la comunidad, mundos en los que ya no se libraba la larga guerra entre el hombre y los animales. Estos pensamientos arrastraron otros cientos, o más: cómo podía administrarse la justicia cuando todos amaban a todos, por ejemplo; cómo un mendigo que no conservaba sino su humanidad podía mendigar honor, y las formas de vestir y de alimentar a un pueblo que no mataba animales sensibles.
La primera vez que, de niño, me había dado cuenta de que el círculo verde de la luna era una suerte de isla colgada del cielo, cuyo color provenía de bosques ahora inmemorialmente viejos, plantados en los días más tempranos de la raza humana, me había hecho el propósito de ir allí, y a él había añadido todos los mundos del universo cuando, con el tiempo, caí en la cuenta de que existían. Como parte (creía yo) del crecimiento, había abandonado aquel deseo al enterarme de que sólo personas de posición social, para mí, inaccesiblemente alta conseguían alguna vez irse de Urth.
Ahora volvía a encenderse en mí el viejo anhelo, y aunque el paso de los años parecía haberlo vuelto aún más absurdo (pues sin duda aquel pequeño aprendiz había tenido más posibilidades de relumbrar entre las estrellas que el paria perseguido que yo había llegado a ser), era inmensamente más firme y más fuerte porque entretanto yo había conocido la locura de limitar el deseo a lo posible. Iría, estaba decidido. Por el resto de mi vida estaría insomnemente alerta a cualquier oportunidad, por ligera que fuese. Ya una vez me había encontrado solo con los espejos del padre Inire; luego Jonas, mucho más sabio que yo, se había arrojado sin vacilar a la marea de fotones. ¿Quién podía decir que nunca volvería a encontrarme frente a esos espejos?
Con este pensamiento me aparté la capa de la cabeza, resuelto a mirar las estrellas una vez más, y descubrí que la luz del sol había despuntado sobre las cumbres reduciéndolas hasta casi volverlas insignificantes. Los rostros titánicos que se cernían sobre mí ahora eran sólo los de los soberanos de Urth muertos largo tiempo atrás, consumidos por el tiempo, las mejillas desprendidas en aludes.
Me puse de pie y me desperecé. Estaba claro que no podía pasarme el día sin comida, como había hecho la víspera; y más claro todavía que no podía pasar la noche siguiente como había pasado ésta, sin más abrigo que la capa. Así, aunque aún no me atrevía a bajar a los valles poblados, tracé mi ruta para que me condujera al alto bosque que veía allá abajo en las laderas.
Llegar al bosque me llevó la mayor parte de la mañana. Cuando al fin alcancé a gatas los achaparrados abedules que lo flanqueaban, comprobé que aunque estaba asentado más abruptamente de lo que yo había supuesto, en el centro, donde el suelo era algo más nivelado y la escasa tierra por lo tanto un poco más rica, contenía árboles de altura muy considerable, tan cercanos unos a otros que los espacios entre los troncos apenas eran más anchos que los troncos mismos. No eran, desde luego, los duros árboles de hojas satinadas del bosque tropical que habíamos dejado atrás en la ribera sur del Cephissus. La mayoría eran coníferas de corteza arrugada, árboles altos, rectos y fuertes, pero que se inclinaban apartándose de la sombra de la montaña, y al menos una cuarta parte de ellos exhibía heridas de las guerras con el viento y los rayos.
Yo había subido esperando encontrar leñadores o cazadores a quienes reclamar la hospitalidad que todos (como quieren creer las gentes de las ciudades) ofrecen a los extraños en tierras salvajes. Durante largo rato, no obstante, me vi decepcionado. Una y otra vez me detenía a escuchar, buscando el tintineo de un hacha o ladridos de perros. Sólo había silencio, y por cierto, no vi ninguna señal de que se hubiera cortado leña aunque los árboles habrían provisto gran cantidad.
Finalmente topé con un arroyo de agua helada que erraba entre los árboles, bordeado de tiernos helechos enanos y de hierba fina como cabello. Bebí hasta saciarme y durante algo así como media guardia seguí la corriente cuesta abajo por una sucesión de cascadas y lagos en miniatura, maravillándome, como sin duda les ha pasado a otros desde hace incontables quilíadas, al observar cómo estas aguas iban creciendo poco a poco, sin haber reclutado a otras de su especie que yo hubiera visto.
Al fin aumentaba tanto que ni los árboles quedaban a salvo, y más adelante vi un tronco de casi cuatro codos de grosor que había caído al agua con las raíces socavadas. Me acerqué sin gran cuidado, pues no había ningún sonido que me previniese, y apoyando los brazos en una cepa salté hacia el tronco.
Por poco no me caí en un océano de aire. Las almenas del castillo de Acies, desde donde había visto a Dorcas abatida, era una balaustrada comparada con esta altura. Seguramente la única obra manual capaz de rivalizar con ella es la Muralla de Nessus. El arroyo caía silenciosamente en un abismo que lo disolvía en rocío, y lo desvanecía en un arco iris. Los árboles de abajo podrían haber sido juguetes hechos para un niño por un padre indulgente, y en el límite del bosque, con un breve campo detrás, vi una casa no más grande que un guijarro con un penacho de humo blanco, fantasma de la cinta de agua que había caído y muerto, ascendiendo en un rizo para desaparecer como ella en la nada.
Al principio, bajar del farallón me pareció excesivamente fácil, pues la inercia de mi salto casi me había hecho pasar por encima del tronco, que por su parte colgaba a medias del filo. Una vez recobrado el equilibrio, sin embargo, lo consideré casi imposible. Grandes zonas de la superficie rocosa parecían lisas desde donde yo estaba; si hubiese tenido una soga tal vez habría podido ir descolgándome, pero lo cierto era que no la tenía, y de todos modos habría sido una necedad fiarse de una soga tan larga como la que se necesitaba.
Estuve algún tiempo explorando la cima del farallón, no obstante, y acabé por descubrir un sendero que, aunque muy escarpado y muy angosto, mostraba inconfundibles signos de uso. No referiré los detalles del descenso, que realmente tienen poco que ver con mi historia, aunque bien puede imaginarse que en ese entonces me absorbieron por completo. Pronto aprendí a estar atento nada más que al sendero y la pared del farallón, que me quedaba a la derecha o la izquierda según las vueltas del sendero. En su mayor parte éste era una abrupta rampa de un codo o menos de ancho. De vez en cuando se convertía en una serie de escalones descendentes cortados en la roca viva, y en cierto punto sólo había agujeros para pies y manos por los que bajé como por una escalerilla. Objetivamente visto, era mucho más fácil que colgar de las grietas a que me había aferrado de noche en la boca de la mina de los hombres-mono, y al menos se me ahorraba la conmoción de las saetas explotándome en los oídos; pero la altura era cien veces mayor, y vertiginosa.
Quizá por la obligación de esforzarme tanto en no ver el precipicio del lado opuesto, fui muy consciente de la enorme, seccionada porción de la corteza del mundo por donde me arrastraba. En tiempos antiguos —eso leí en uno de los textos que me indicó el maestro Palaemon— el corazón mismo de Urth estuvo vivo, y los variables movimientos de ese centro animado hicieron surgir llanuras como fuentes, y a veces, en una noche, abrieron mares entre islas que al ponerse el sol habían sido un continente único. Ahora se dice que está muerta, y enfriándose y menguando bajo su manto de piedra como el cadáver de una anciana en una de esas casas abandonadas que había descrito Dorcas, momificándose en el aire calmo y seco hasta que se le caigan las ropas, plegándose sobre sí mismas. Así, se dice, pasa con Urth; y allí donde yo estaba media montaña se había desprendido de su otra mitad, cayendo al menos una legua.