CUARTA PARTE UNA PLAGA DE PESADILLAS

27

Algo incómodo e insistente despertó a Benjamin Flex. Su cabeza se meció con náuseas y su estómago se hundió.

Estaba sentado, atado a una silla en una pequeña y aséptica sala blanca. En una pared había una ventana de cristal escarchado que admitía luz pero no imágenes, por lo que no tenía modo de saber lo que había al otro lado. Un hombre con bata blanca estaba sobre él, pinchándolo con un largo trozo de metal conectado mediante cables a un motor zumbante.

Levantó la mirada hasta la cara del hombre y vio la suya. El extraño portaba una máscara de espejo totalmente pulida, redondeada, una lente convexa que le devolvió su propio rostro distorsionado. Aun retorcidos y ridículos, los cortes y la sangre que decoloraban su piel le aturdieron.

La puerta se abrió ligeramente para dar paso a un hombre que no llegó a entrar del todo. Sujetaba la hoja y miraba por donde había venido, hablando con alguien en el pasillo, o la sala principal que hubiera al otro lado.

—…me alegro de que te guste —oyó Benjamin—… al salón con Cassandra esta noche, así que nunca sabes… no, esos ojos todavía me matan… —El hombre rió como respuesta a alguna galantería que no pudo oír y se despidió con la mano. Después se giró y entró en el cuartucho.

Se volvió hacia la silla y Benjamin vio a una figura que reconoció de los mítines, de los discursos, de los gigantescos heliotipos pegados por toda la ciudad. Era el alcalde Rudgutter.

Las tres figuras en la estancia estaban quietas, valorándose las unas a las otras.

—Señor Flex —dijo al fin Rudgutter—, tenemos que hablar.


—Tengo noticias de Pigeon. —Isaac agitó la carta mientras regresaba a la mesa que David y él habían dispuesto en la esquina de Lublamai, en la planta baja. Allí era donde habían pasado el tiempo el día anterior, tratando inútilmente de formular planes.

Lublamai yacía tendido y babeante, un poco alejado.

Lin estaba sentada con ellos a la mesa, comiendo indiferente rodajas de plátano. Había llegado ayer e Isaac, apenas coherente, le había contado lo sucedido. Tanto él como David parecían conmocionados. Pasaron algunos minutos antes de que reparara en Yagharek, agazapado en las sombras contra una pared. No sabía si saludarlo, y al final le había hecho un gesto con la mano al que él no había respondido. Mientras los cuatro daban cuenta de su triste cena, el garuda se acercó para unirse a ellos, con su enorme capa envolviendo lo que sabía que eran unas alas falsas. No podía decirle que sabía que se trataba de un tapujo.

En un momento de aquella larga y aciaga velada, Lin había reflexionado sobre que, por fin, había sucedido algo que había llevado a Isaac a reconocerla. Al llegar, él le había sujetado las manos. Ni siquiera había preparado ostentosamente una segunda cama cuando decidió quedarse. No era un triunfo, no obstante; no era la gran demostración de amor que ella hubiera elegido. La razón de aquel cambio era simple.

David y él estaban preocupados por cosas más importantes. Había una zona amargada de su mente que le decía que, aun ahora, no creía que aquella conversión fuera completa. Sabía que David era un viejo amigo, de principios igualmente libertarios, que podría comprender (si pensara siquiera en ello) las dificultades de la situación, y en quien se podía confiar para que fuera discreto. Pero no se permitía darse a aquellos pensamientos, pues se sentía ruin por ser egoísta estando Lublamai… acabado.

No sufría la aflicción de aquel hombre con la misma profundidad que sus dos amigos, por supuesto, pero la visión de aquel ser sin mente en el camastro le aturdía y asustaba. Le alegraba que al señor Motley le hubiera sucedido algo que le diera algunas horas o días para estar con Isaac, que parecía roto por la culpa y la tristeza.

En ocasiones él sufría un estallido de furia, una acción inútil, gritando «¡Vamos!» y dando una fuerte palmada, aunque no había nada que decidir, ninguna acción que tomar. Sin alguna pista, sin algún indicio, el comienzo de algún rastro, no podían hacer nada.

Aquella noche los dos habían dormido juntos arriba, él abrazándola desdichado, sin el menor rastro de excitación. David se había marchado a casa, prometiendo volver a primera hora de la mañana. Yagharek había rechazado un colchón, y se había agazapado de forma peculiar con las piernas cruzadas en una esquina, una posición evidentemente diseñada para evitar aplastar sus supuestas alas. Lin no sabía si mantenía la ilusión por ella, o si de verdad dormía todavía de aquella forma que había usado desde la niñez.

A la mañana siguiente se sentaron a la mesa y bebieron café y té, comieron sin gana y se preguntaron qué podían hacer. Cuando comprobó su correo, Isaac se dio prisa en descartar lo intrascendente y regresó con la nota de Lemuel, sin sello, entregada en mano por uno de sus secuaces.

— ¿Qué dice? —preguntó David.

Isaac levantó el papel, de modo que David y Lin pudieran leer por encima de su hombro. Yagharek se quedó atrás.


He seguido la fuente del Ciempiés Peculiar en mis registros. Un tal Josef Cuaduador, secretario de Adquisiciones en el Parlamento. Para no perder el tiempo, y recordando la promesa de unos adecuados honorarios, ya he hablado con el señor Cuaduador, acompañado por mi voluminoso asociado, el señor X. Ejercimos una cierta presión para lograr su cooperación. Al principio, el señor C pensó que éramos de la milicia. Convencido de lo contrario, no aseguramos su locuacidad con el amigo de X, Trabuco. Parece que nuestro señor C liberó al ciempiés de un envío oficial o algo así. Desde entonces lo lamenta (ni siquiera le pagué mucho por él). No sabe nada del propósito o la fuente del gusano. Tampoco sabe nada del destino de los otros componentes del grupo original. Solo cogió uno. Una única pista (¿útil? ¿inútil?): la receptora del paquete se llama Dra. Barbell, o Barrier, o Berber, o Barlime, etc., en I + D.


Guardo registro de los servicios prestados, Isaac. Te mandaré la factura desglosada.

Lemuel Pigeon


— ¡Fantástico! —explotó Isaac al terminar la nota—. ¡Una maldita pista!

David parecía totalmente espeluznado.

— ¿El Parlamento? —dijo, con un susurro ahogado—. ¿Estamos hablando del puto Parlamento? Oh, por Jabber, ¿tienes idea de la escala de la mierda en la que estamos metidos? ¿Qué coño significa «¡Fantástico!», pedazo de gilipollas? ¡Eh, genial! ¡Vamos al Parlamento a pedirles una lista de todos los del secreto departamento de Investigación y Desarrollo cuyo nombre comience por B, y luego los buscamos uno por uno y les preguntamos si saben algo de una cosa voladora que deja a sus víctimas en coma, a ver si saben cómo capturarlas! Estamos apañados.

Nadie habló. El sinsabor inundó toda la nave.

En su esquina suroeste, la Ciénaga Brock se encontraba con la Aduja, un denso nudo de oportunistas, delincuentes y arquitectura de decadente esplendor encajado en un rizo del río.

Hacía poco más de doscientos años, la Aduja había sido un centro urbano para las principales familias. Los Mackie-Drendas y los Turgisadys; los Dhrachshachet, los financieros vodyanoi fundadores de la Banca Drach; Sirrah Jeremile Carr, la agricultura mercante; todos habían tenido grandes casas en las amplias calles de la zona.

Pero la industria había explotado en Nueva Crobuzon, en gran medida financiada por esas mismas familias. Las fábricas y muelles crecieron y proliferaron. El Meandro Griss, al otro lado del río, disfrutó de un breve crecimiento por la maquinofortuna, con todo el ruido y la peste que ello conllevaba. Se convirtió en hogar de gigantescos vertederos fluviales, y se creó un nuevo paisaje de ruina, deshechos y basura industrial, como una parodia acelerada del proceso geológico. Los carros volcaban una carga tras otra de máquinas rotas, papel descompuesto, escoria, residuos orgánicos y detritus químico a los vertederos vallados del Meandro Griss. La materia se asentaba y desparramaba, se deslizaba o quedaba fija, adoptando formas, imitando a la naturaleza, creando valles, oteros, canteras y estanques de gas fétido. A los pocos años las fábricas locales se habían marchado, pero dejaron atrás sus residuos. Los vientos que soplaban desde el mar enviaban la pestilencia al otro lado del Alquitrán, hacia la Aduja.

Los ricos desertaron de sus hogares. La Aduja degeneró de un modo feroz. Se hizo más ruidosa. La pintura y el yeso burbujeaban y se levantaron de forma grotesca cuando las grandes casas se convirtieron en hogares para la población cada vez más hinchada de Nueva Crobuzon. Las ventanas rotas se arreglaban de cualquier modo y volvían a romperse. Llegó un pequeño grupo de comerciantes de comida, panaderos y carpinteros. La Aduja se convirtió en presa de la inenarrable capacidad de la ciudad para crear arquitecturas espontáneas. Las paredes, suelos y techos eran puestos en cuestión y enmendados. Se encontraron nuevos e imaginativos usos para los edificios desiertos.

Derkhan Blueday se apresuró hacia aquel batiburrillo de grandeza violada, mal empleada. Portaba una bolsa pegada a su cuerpo. Su rostro era triste y decidido.

Llegó desde el Puente Celosía, uno de los más antiguos de la ciudad. Era angosto y con un adoquinado precario, con casas construidas en las mismas piedras. El río era invisible desde el centro del puente. A ambos lados, Derkhan no veía más que el horizonte quebrado y achaparrado de casas con casi mil años, con intrincadas fachadas de mármol derruidas hacía ya mucho. Por todo el puente se extendían los canales de evacuación. Las conversaciones a gritos y las discusiones rebotaban de un lado para otro.

En la propia Aduja, Derkhan caminó a toda prisa bajo la elevada Línea Sur y se dirigió hacia el norte. El río que había cruzado se retorcía sobre sí mismo, virando ahora hacia ella en una enorme «S», antes de corregir su rumbo y dirigirse hacia el este y el sur, para encontrarse con el Cancro.

La Aduja se confundía con Brock. Las casas eran más pequeñas, las calles más angostas e intrincadas. Edificios enmohecidos y avejentados se tambaleaban precarios, con sus empinados tejados de pizarra como capas arrojadas sobre unos hombros enjutos, lo que les daba un aire furtivo. En sus cavernosos vestíbulos y sus patios de luces, donde los árboles y arbustos morían derrotados por la mugre, se veían toscos carteles pegados que anunciaban la escarabomancia, la lectura automática y la terapia de encantamientos. Allí, los más pobres e irredentos químicos proscritos y taumaturgos de la Ciénaga Brock luchaban por el espacio con charlatanes y mentirosos.

Derkhan comprobó las direcciones que le habían proporcionado y logró dar con el Maullido de San Sorrel. Se trataba de un estrecho y corto pasadizo que terminaba en un muro derruido. A su derecha, Derkhan veía el alto edificio de color óxido descrito en la nota. Entró a través del umbral desnudo y se abrió paso por los escombros, hasta atravesar un corto pasillo sin luz anegado por la humedad. Al final del pasillo vio la cortina de cuentas que le habían dicho que buscara, con los fragmentos de vidrio y alambre meciéndose suavemente.

Se acercó, apartando a un lado las peligrosas esquirlas para no hacerse sangre. Entró en el pequeño recibidor al otro lado.

Las dos ventanas de la estancia habían sido cegadas con un material espeso, grandes grumos fibrosos que cargaban el aire de sombras pesadas. El mobiliario era mínimo, del mismo color marrón que la atmósfera fuliginosa, lo que lo hacía casi invisible. Detrás de una mesa baja, bebiendo té de un modo elegante hasta el absurdo, había una rechoncha e hirsuta mujer, acomodada en un suntuoso y avejentado sillón.

Miró a Derkhan.

— ¿Qué puedo hacer por ti? —preguntó, con un tono de resignada irritación.

— ¿Eres la comunicadora?

— Umma Balsum. —La mujer inclinó la cabeza—. ¿Tienes algún asunto para mí?

Derkhan cruzó la salita y aguardó nerviosa junto a un haraposo sofá, hasta que Umma Balsum le indicó que podía sentarse. Derkhan lo hizo de forma abrupta, buscando en su bolsa.

—Necesito… eh… hablar con Benjamin Flex. —Su voz era tensa. Hablaba en pequeñas ráfagas, preparando cada frase antes de escupirla. Sacó una pequeña bolsa con el detritus que había hallado en los restos del matadero.


La noche anterior había acudido a la Perrera, ya que las noticias de la milicia aplastando la huelga del muelle recorrieron toda Nueva Crobuzon, volando con los rumores a su estela. Una de las habladurías comentaba un ataque secundario contra un periódico sedicioso en la Perrera.

Ya era tarde cuando Derkhan llegó, disfrazada como era costumbre, a las calles empapadas al sureste de la ciudad. Había llovido; gruesas gotas se deslizaban como animales putrefactos sobre los escombros del callejón. La entrada estaba bloqueada, de modo que Derkhan tuvo que entrar por el portal bajo a través del cual se arrojaba la carne y los animales. Se había sujetado como podía a las ruidosas piedras, colgando sobre la sala de los matarifes, manchada por el excremento y la sangre de miles de animales aterrados y se dejó caer sobre la sanguinolenta oscuridad del matadero.

Se había arrastrado sobre la cinta transportadora destruida, y arañado con los ganchos de carne que cubrían el suelo. La mucosa capa rojiza sobre la que pisaba era fría, pegajosa.

Se había abierto paso por las piedras arrancadas de sus paredes, por las escaleras en ruinas, hacia el cuarto de Ben, en el centro de la destrucción. El camino estaba pavimentado de maquinaria de imprenta tronchada y desmenuzada, de trozos quemados y humeantes de ropa y papel.

El cuarto en sí era poco más que una oquedad cubierta de escombro. Los pedazos de albañilería habían acabado con la cama. La pared entre el dormitorio de Ben y la imprenta secreta había sido destruida casi por completo. La lánguida mollizna estival había estado cayendo desde la claraboya desintegrada sobre el esqueleto fracturado de la imprenta.

Su rostro se endureció. Había buscado con fervorosa intensidad. Había desenterrado pequeñas pruebas, pequeños indicios de que allí, alguna vez, había vivido un hombre. Ahora los sacó del bolso y los situó en la mesa frente a Umm a Balsum.


Había encontrado su cuchilla, con algunos pelos y sangre oxidada aún en la hoja. Los restos destrizados de un par de pantalones. Un pedazo descolorido de papel con su sangre, pues lo había frotado una y otra vez contra una mancha roja en la pared. Los dos últimos números del Renegado Rampante, que encontró bajo los restos de su cama.

Umma Balsum observó la emersión de aquella colección patética.

— ¿Dónde está? —preguntó.

—C-creo que está en la Espiga —respondió Derkhan.

— Bueno, eso te costará un noble extra antes de empezar —respondió acida la mujer—. No me gusta enredarme con la ley. Háblame de estas cosas.

Derkhan le presentó cada una de las piezas que había traído. La bruja asentía ante cada una de ellas, pero parecía especialmente interesada en los ejemplares del RR.

—Escribía para esto, ¿no? —preguntó afilada, golpeando los papeles con la punta del dedo.

— Sí. —Derkhan no le informó de que era quien lo editaba. Estaba nerviosa por romper el tabú de dar nombres, aunque le habían asegurado que la comunicadora era de fiar. La comida de Umma Balsum dependía en su mayor parte de contactar con personas en manos de la milicia. Vender a sus clientes sería una pifia financiera—. Esto… —Derkhan le mostró la columna central, con el titular «Lo que pensamos» —. Escribía esto.

—Aaah —respondió Umma Balsum—. Es una pena que no disponga de la escritura original, pero no está mal. ¿Tienes algo más que sea peculiar?

—Tiene un tatuaje. Encima del bíceps. Como este —Derkhan sacó el dibujo que había preparado de la ornamentada ancla.

— ¿Marinero?

Derkhan sonrió sin alegría.

— Lo despidieron y lo encerraron antes de poner el pie en un barco. Se emborrachó al alistarse e insultó a su capitán antes de que se le secara el tatuaje. —Recordó cómo le había contado la historia.

—Bien. Dos marcos por el intento. Honorarios de cinco marcos si llego hasta él, y dos estíveres por minuto mientras estemos enlazados. Y un noble extra por estar en la Espiga. ¿Aceptas? —Derkhan asintió. Era caro, pero aquella clase de taumaturgia no era una simple cuestión de aprenderse algunos pases. Con adiestramiento suficiente, cualquiera podía efectuar algún hechizo básico, pero aquella suerte de canalización psíquica requería un prodigioso talento natural y años de arduo estudio. A pesar de su aspecto y de su casa, Umma Balsum no era una taumaturga menos experta que un reconstructor veterano o un quimerista. Rebuscó en su bolso—. Págame después. Veamos antes si lo consigo. —Umma Balsum se remangó la manga izquierda. Su piel era poco firme, fofa—. Dibújame el tatuaje. Hazlo lo más parecido al original que sea posible. —Asintió, indicándole a Derkhan una banqueta en una esquina, sobre la que descansaba una paleta con una colección de pinceles y tintas de colores.

Derkhan acercó el material y comenzó a dibujar sobre el brazo de la mujer. Empezó a recordar desesperada, tratando de acertar con los colores exactos. Le llevó unos veinticinco minutos terminar el intento. El ancla que había dibujado era un poco más chillan que la de Benjamin (en parte debido a la calidad de las tintas), y quizá un poco más achatada. A pesar de todo, estaba segura de que cualquiera que hubiera visto el original lo reconocería como una copia. Se recostó en su asiento, bastante satisfecha.

Umma Balsum agitó el brazo como haría una gallina obesa con un ala y secó la tinta. Rebuscó entre los restos del dormitorio de Benjamin.

—…que forma más poco higiénica de ganarse la vida… —murmuraba, lo bastante alto como para que Derkhan pudiera oírlo. Eligió la cuchilla de Benjamin y, sosteniéndola de forma experta, se realizó un leve corte en el mentón. Después frotó el papel ensangrentado contra el corte. Se levantó la falda y se metió la pernera del pantalón cuanto pudo debido a sus gruesos muslos.

Buscó debajo de la mesa y sacó una caja de cuero y madera. La depositó frente a ella y la abrió.

Dentro se encontraba un apretado hatajo de válvulas, tubos y cables interconectados que formaban bucles los unos alrededor de los otros en un motor de increíble densidad. En lo alto se encontraba un yelmo de bronce de aspecto ridículo, con una especie de trompeta que sobresalía del frente. El morrión quedaba unido a la caja mediante un largo cable espiral.

Umma Balsum extendió el brazo y cogió el casco. Dudó un instante antes de situarlo sobre su cabeza. Lo aseguró con correas de cuero. Desde algún lugar oculto en la caja extrajo una gran manivela que encajó sin problemas en un orificio hexagonal en el lateral de la máquina. Situó la caja en el extremo de la mesa más cercano a Derkhan, y conectó el motor a una batería química.

— Bien —dio Umma Balsum, frotándose ausente la barbilla, aún ensangrentada—. Ahora tienes que ponerlo en marcha girando la manivela. Una vez la batería empiece a funcionar, mantenía vigilada. Si comienza a agotarse, dale otra vez a la manivela. Si dejas que la corriente flaquee perderemos la conexión, y sin una despedida cuidadosa tu compañero se arriesga a perder la mente y, lo que es peor, yo también. Así que vigila bien… Además, si trabamos contacto dile que no se mueva o me quedaré sin cable —añadió dando un tirón al cable que conectaba el casco a la máquina—. ¿Entendido? —Derkhan asintió—. Muy bien. Dame eso que escribió. Voy a meterme en el personaje, a tratar de entrar en armonía. Comienza a dar vueltas, y no pares hasta que la batería se ponga en marcha.

Umma Balsum se incorporó, cogió su silla y la apartó contra la pared con un jadeo. Después se giró y se puso en el centro del espacio relativamente abierto. Se concentró antes de sacar un cronómetro del bolsillo, apretar el botón que lo ponía en marcha y asentir a Derkhan…


Derkhan comenzó a dar vueltas a la manivela, que por suerte era muy suave. Sintió cómo los engranajes lubricados de la caja comenzaban a conectarse y a encajar; una tensión calculada mordía su brazo y alimentaba los esotéricos mecanismos. Umma Balsum había dejado el cronómetro sobre la mesa y sostenía el RR en la mano derecha, leyendo las palabras de Benjamin con un susurro inaudible, moviendo los labios rápidamente. Mantenía la mano izquierda algo levantada y sus dedos realizaban una compleja cuadrilla, inscribiendo símbolos taumatúrgicos en el aire.

Cuando alcanzó el final del artículo, simplemente regresó al principio y comenzó de nuevo, en un rápido e interminable bucle.

La corriente fluía alrededor del cable enroscado, sacudiendo claramente a Umma Balsum, provocándole vibraciones en la cabeza durante algunos segundos. Dejó caer el papel y siguió recitando de memoria, en voz queda, las palabras de Benjamin. Se volvió lentamente con los ojos aún vacíos y trastabillando sobre sus pies. Al girarse, hubo un instante en el que la trompeta del casco apuntó directamente a Derkhan, que sintió el latido de extrañas ondas eteromentales que sacudían su psique. Se retiró de forma instintiva, pero siguió girando la manivela hasta que notó que otra fuerza se hacía con ella y la movía. Liberó poco a poco el manubrio y vio que seguía girando. Umma Balsum se movió hasta encararse con el noroeste, hacia la Espiga, que quedaba fuera de la vista, en el centro de la ciudad.

Derkhan observó la batería y el motor, asegurándose de que se mantenía el circuito estable.

La comunicadora cerró los ojos y movió los labios. El aire en la estancia parecía cantar como un vaso de vino golpeado en su borde.

Entonces, de repente, su cuerpo se sacudió violentamente. Tembló. Abrió los ojos de golpe.

Derkhan la observó.

El lacio cabello de la bruja se retorcía como una caja llena de cebos. Se retiraba de la frente, serpenteando hacia atrás en una aproximación del peinado grasiento que Benjamin utilizaba cuando no estaba trabajando. Sufrió una sacudida desde los pies hasta la cabeza, como si un relámpago hubiera recorrido su grasa subcutánea y la hubiese levemente a su paso. Cuando la electricidad abandonó su coronilla, todo su cuerpo había mutado. No era más gruesa, ni más flaca, pero la distribución del tejido había alterado su forma de modo sutil. Parecía algo más ancha de hombros. La mandíbula era más pronunciada, y la papada parecía haber remitido.

Su cara se llenó de golpes.

Se estiró un instante antes de derrumbarse de repente y quedar a cuatro patas. Derkhan lanzó un grito, pero vio que los ojos de Umma Balsum seguían abiertos y concentrados.

La mujer se sentó de repente con las piernas abiertas y la espalda apoyada contra el brazo del sofá.

Sus ojos se levantaron un poco, con un gesto de incomprensión convulsionando su rostro. Miró a Derkhan, que la contemplaba frenética. La boca de Umma Balsum, ahora más firme y de labios más finos, se abrió en lo que parecía asombro.

— ¿Dee? —siseó, con una voz que oscilaba con un eco más profundo.

Derkhan se quedó boquiabierta, con expresión idiota.

— ¿Ben…? —acertó a decir.

— ¿Cómo has entrado aquí? —susurró Umma Balsum, levantándose rápidamente. Parpadeó sorprendida ante Derkhan—. Puedo ver a tu través…

—Ben, escúchame. —Derkhan comprendió que tenía que calmarlo—. Deja de moverte. Me estás viendo a través de una comunicadora que está en armonía contigo. Se ha cerrado en un estado de recipiente totalmente pasivo, de modo que yo pueda hablarte directamente. ¿Entiendes?

Umma Balsum, que era Ben, asintió. Dejó de moverse y volvió a caer de rodillas.

— ¿Dónde estás? —preguntó.

— En la Ciénaga Brock, cerca de la Aduja. Ben, no tenemos mucho tiempo. ¿Dónde estás? ¿Qué ha pasado? ¿Te han… te han hecho… daño? —Derkhan exhaló trémula, vibrando por la tensión y la desesperación.

A tres kilómetros de distancia, Ben negaba desdichado; Derkhan lo veía frente a ella.

—Aún no —susurró—. Me han dejado solo… de momento.

— ¿Cómo sabían dónde estabas? —volvió a sisear Derkhan. —Por Jabber, Dee, siempre lo han sabido, ¿no? Antes tuve aquí delante al mismísimo Rudgutter, y… y se reía de mí. Me dijo que siempre había sabido dónde estaba el RR, solo que no se había molestado en atacarnos.

—Fue por la huelga… —dijo Derkhan con tristeza—. Decidieron que habíamos ido demasiado lejos…

—No.

Derkhan alzó la vista. La voz de Ben, o la aproximación que emergía por la boca de Umma Balsum, era dura y clara. Los ojos que la contemplaban eran firmes, urgentes.

— No, Dee, no ha sido la huelga. Mierda, ojala tuviéramos el impacto suficiente en la huelga como para que les preocupáramos. No, eso es una maldita primera plana…

— ¿Entonces…? —comenzó Derkhan, dubitativa. Ben la interrumpió.

— Te diré lo que sé. Después de que me trajeran aquí, llega Rudgutter y me restriega un RR. ¿Y sabes lo que señala? Ese maldito artículo provisional que llevamos en la segunda sección. «Rumores de tratos entre el Sol Grueso y jefe del hampa». Ya sabes, ese de aquel contacto que decía que el gobierno vendía no sé qué mierda, un proyecto científico fallido, a no sé qué matón. ¡Nada! ¡No teníamos nada! ¡No era más que basura para joder un poco! Y Rudgutter dándole vueltas, y… y restregándomelo por la cara… —Los ojos de Umma Balsum se apartaron, rememorando un momento —.

Y no dejaba de darme el coñazo. «¿Qué sabe de esto, señor Flex? ¿Quién es su fuente? ¿Qué sabe sobre las polillas?». ¡Te lo juro! ¡Polillas, como las mariposas! «¿Qué sabe de los recientes problemas del señor M?» —Ben sacudió lentamente la cabeza de Umma Balsum—. ¿Lo has cogido todo? Dee, no sé qué coño pasa aquí dentro, pero hemos abierto una historia que… ¡Jabber! Rudgutter se está cagando en los pantalones. ¡Por eso me pilló! No dejaba de decir «Si sabe dónde están las polillas, será mejor que me lo diga». Dee… — Ben se puso con cuidado en pie. Derkhan abrió la boca para advertirle de que no se moviera, pero sus palabras murieron cuando se acercó con cuidado hacia ella sobre las piernas de Umma Balsum —. Dee, tienes que tirar del hilo. Están asustados. Dee. Acojonados. Tenemos que usarlo. No tengo ni puta idea de lo que quería decir, pero creo que piensa que estoy actuando, y comencé a recibir, «porque le hacía sentirse incómodo».

Lentamente con cuidado, nervioso, Ben alzó las manos de Umma Balsum hacia ella. Derkhan sintió un nudo en la garganta al ver a Ben llorando. Las lágrimas caían por su rostro sin provocar sonido alguno. Se mordió un labio.

— ¿Qué es ese sonido, Dee? —preguntó Ben.

— Es el motor de la máquina de comunicación. Tiene que permanecer en marcha —dijo.

Umma Balsum asintió.

Sus manos tocaron las de Derkhan, que tembló ante el contacto. Sintió cómo Ben aferraba su mano libre y se arrodilló junto a ella.

—Puedo sentirte —sonrió Ben—. Eres medio invisible, como un fantasma… pero puedo sentirte. —Dejó de sonreír y bregó con las palabras—. Dee, yo… van a matarme. Oh, Jabber… —exhaló—. Tengo miedo. Sé que esta… escoria va a usar el dolor… —Sus hombros se sacudían arriba y abajo al perder el control de los sollozos. Guardó silencio un instante, mirando al suelo, llorando silencioso y aterrado. Cuando alzó la mirada, su voz era sólida.

— ¡Que les den por culo! Tenemos a esos hijos de puta acojonados, Dee. ¡Tienes que investigar! Quedas nombrada editora del Renegado Rampante… —sonrió levemente—. Escucha. Ve a Mafatón. Solo la he visto dos veces, en cafés de por allí, pero creo que es donde vive el contacto. Nos reuníamos tarde, y dudo que quisiera volver a casa sola cruzando toda la ciudad a esas horas, de modo que supongo que andará por ahí. Se llama Magesta Barbile. No me ha dicho mucho, solo que el gobierno canceló y vendió a un jefe mañoso algún proyecto en el que trabaja I + D; es científica. Pensé que no era más que un bulo. Lo publiqué más por joder que porque pensara que era verdad, pero por los dioses, la reacción lo valida.

Ahora era Derkhan la que sollozaba. Asintió.

— Lo investigaré, Ben. Te lo prometo.

Ben asintió. Se produjo un momento de silencio.

— Dee —dijo él, al fin—. S-supongo que no habrá nada que pueda hacer la comunicadora esta, ¿no? Supongo que no… que no podrá matarme, ¿no?

Derkhan no pudo sofocar un gemido de sorpresa. Miró desesperada alrededor y negó con la cabeza.

— No, Ben. Solo podría hacerlo matándola a ella. Ben asintió, cariacontecido.

— Es que no sé si voy a ser capaz de… de impedir que se me escape algo. Sabe Jabber que lo intentaré, Dee… pero son expertos, ¿entiendes? Y… bueno… prefiero acabar ya con todo esto, ¿me entiendes?

Derkhan cerró los ojos. Lloraba por Ben, lloraba con él. —Oh, dioses, Ben. Lo siento…

De repente, él cobró coraje. Afirmó la mandíbula, pugnaz. —Haré cuanto pueda. Tú asegúrate de encontrar a Barbile, ¿vale?

Ella asintió.

— Y… gracias —dijo con una sonrisa seca—. Y… adiós.

Se mordió el labio, miró hacia abajo y luego hacia arriba de nuevo y le dio un largo beso en la mejilla. Derkhan lo acercó con el brazo izquierdo.

Entonces Benjamin Flex se apartó, y con algún reflejo mental invisible para la desconsolada Derkhan, le dijo a Umma Balsum que era hora de desconectarse.

La comunicadora se sacudió de nuevo, tembló y se tambaleó, y con una ráfaga de alivio casi palpable su cuerpo recuperó su propia forma.

La batería siguió dando vueltas a la pequeña manivela hasta que la mujer se enderezó, se acercó y le puso encima una mano temblorosa. Detuvo el reloj sobre la mesa.

— Ya está, cariño.

Derkhan se estiró y apoyó la cabeza sobre la mesa, llorando en silencio. Al otro lado de la ciudad, Benjamin Flex hacía lo propio. Los dos solos.


Derkhan tardó solo dos o tres minutos en recomponerse e incorporarse. Umma Balsum estaba sentada en su silla, calculando sumas en un trozo de papel con gran eficiencia.

Alzó la mirada ante el sonido que hacía Derkhan para tratar de recuperar el control.

— ¿Estás mejor, cariño? —preguntó suave—. Ya tengo el importe.

Hubo un instante en el que Derkhan se sintió asqueada por la insensibilidad de la mujer, pero pasó rápidamente. No sabía si Umma Balsum era capaz de recordar lo que oía o decía mientras estaba en sintonía. Y, aunque así fuera, la de Derkhan no era más que una tragedia de los cientos y miles de toda la ciudad. Umma Balsum se ganaba la vida como intermediaria, y su voz había contado una historia tras otra de pérdida, traición, tortura y desdicha.

Derkhan sintió un oscuro y solitario solaz en saber que su sufrimiento y el de Ben no eran especiales ni inusuales. La de Ben sería una muerte más.

—Toma. —La mujer le mostraba el trozo de papel—. Dos marcos, más cinco por la conexión, son siete. Estuve once minutos, lo que hace veintidós estíveres, con lo que queda en nueve marcos con dos. Más un noble por el peligro de la Espiga, un noble nueve y dos.

Derkhan le entregó dos nobles y se marchó.

Caminaba deprisa, sin pensar, rehaciendo el camino a través de las calles de la Ciénaga Brock. Regresó a las calles habitadas, donde las gentes que pasaban eran algo más que figuras de aspecto cambiante que acechaban apresuradas de una sombra a otra. Se abrió camino entre los puestos y los vendedores de dudosas y baratas pócimas.

Se dio cuenta de que se dirigía hacia la casa laboratorio de Isaac. Era un buen amigo, y una especie de camarada político. No conocía a Ben, ni siquiera había oído su nombre, pero comprendería la escala de lo que había sucedido. Puede que tuviera alguna idea sobre lo que hacer. Y si no era así, no le vendría mal un café fuerte y algo de consuelo.


Su puerta estaba cerrada. No llegó respuesta alguna desde el interior. Derkhan casi chilló. Estaba a punto de marcharse hacia una triste soledad cuando recordó las emocionadas descripciones de Isaac sobre un tugurio que frecuentaba en la orilla, el Niño Muerto, o algo así. Dobló la esquina de la callejuela junto a la casa y miró el camino hacia el río, cubierto de losetas de piedra rota y erupciones de hierba tenaz.

Las olas arrastraban la hez orgánica hacia el este. Al otro lado del Cancro, la orilla estaba atestada de marañas de zarzas y matojos de algas serpentinas. Un poco hacia el norte, en la ribera de Derkhan, alcanzó a divisar un establecimiento cochambroso. Decidió probar suerte y aceleró al ver el cartel de pintura pelada: el Niño Moribundo.

El interior era denegrido, fétido, caliente e inquietantemente húmedo; pero en una esquina, detrás de los humanos, vodyanoi y rehechos borrachos e indolentes, estaba sentado Isaac.

Hablaba en susurros con otro hombre al que recordaba vagamente como un científico amigo suyo. Isaac alzó la mirada cuando Derkhan entró y, tras un instante, la reconoció. Casi corrió hacia él.


—Isaac, joder, por Jabber… Cómo me alegro de encontrarte…

Mientras le hablaba atropelladamente, aferrándose nerviosa a la tela de su chaqueta, reparó en su mirada mortificada y en su falta de bienvenida. El pequeño discurso murió en sus labios.

—Derkhan… por mis dioses… —dijo—. Yo… Derkhan, hay una crisis… Ha pasado algo, y yo… —parecía inquieto.

Derkhan lo miró con tristeza.

Se sentó de repente, dejándose caer en el banco junto a Isaac. Era como una rendición. Se inclinó sobre la mesa y se cubrió los ojos, que de forma repentina e irrevocable se llenaban de lágrimas.

—Acabo de ver a un amigo muy querido, a un camarada, a punto de ser torturado hasta morir, y la mitad de mi vida ha sido aplastada, ha reventado, y no sé por qué, y tengo que encontrar a la puta doctora Barbile por toda la ciudad para enterarme de lo que sucede, y vengo a ti por… porque se supone que eres mi amigo, ¿y qué? ¿Y estás… ocupado…?

Las lágrimas se deslizaban bajo sus dedos, recorriendo todo su rostro. Se limpió los ojos violentamente con las manos y sorbió, alzando la mirada un momento. Vio que Isaac y el otro hombre la miraban con extraordinaria, absurda intensidad. Parpadeó.

La mano de Isaac voló por encima de la mesa y le apretó la muñeca.

— ¿Que tienes que encontrar a quién?

28

—Bien —dijo Bentham Rudgutter cuidadoso—. No he conseguido sacarle nada. Todavía.

— ¿Ni siquiera el nombre de la fuente? —preguntó Stem-Fulcher.

—No —Rudgutter apretó los labios y negó poco a poco con la cabeza—. Se cierra en banda. Pero no creo que sea demasiado difícil descubrirlo. Después de todo, solo puede tratarse de un número reducido de personas. Debe de ser alguien en I+D, y probablemente se trate de alguien del proyecto PA… Puede que sepamos más cuando los inquisidores lo hayan interrogado.

—Entonces —dijo Stem-Fulcher— estamos igual.

—Así es.

Stem-Fulcher, Rudgutter y Montjohn Rescue estaban de pie, rodeados por una unidad de guardia de élite, en un túnel en las profundidades de la estación de Perdido. Las lámparas de gas arrojaban sombras indelebles en la penumbra. Los pequeños puntos de luz perezosa se extendían hasta donde les alcanzaba la mirada. Un poco a su espalda se encontraba la jaula que acababan de abandonar.

Ante una señal de Rudgutter, él, sus acompañantes y la escolta comenzaron a dirigirse hacia la oscuridad. La milicia marchaba en formación.

—Bien —dijo el alcalde—. ¿Tenéis los dos las tijeras? — Stem-Fulcher y Rescue asintieron—. Hace cuatro años se trataba de juegos de ajedrez —musitó—. Recuerdo cuando la Tejedora cambió de gustos y nos costó tres muertes darnos cuenta de lo que quería. —Se produjo una inquieta pausa—. Nuestra información está bastante actualizada —siguió Rudgutter con tétrico humor—. Hablé con el doctor Kapnellior antes de reunirme con vosotros. Es nuestro «experto» residente respecto a la Tejedora… una especie de contradicción. Solo significa que prácticamente no sabe nada sobre ellas, al contrario que nosotros, que no sabemos absolutamente nada. Me ha asegurado que las tijeras siguen siendo su objeto más codiciado. —Tras un momento, volvió a hablar—. Hablaré yo. Ya lo he hecho con anterioridad. — No estaba seguro de si aquello era una ventaja o un inconveniente.

El pasillo terminaba en una gruesa puerta de roble reforzado con hierro. El hombre a la cabeza de la unidad de la milicia deslizó una enorme llave en la cerradura y la giró suavemente. Empujó la puerta con todas sus fuerzas ante el gran peso y entró en la sala oscura que había al otro lado. Estaba bien entrenado. Su disciplina era acero puro. Después de todo, tenía que estar muerto de miedo.

El resto de los oficiales lo siguió delante de Rescue y Stem-Fulcher, y por fin de Bentham Rudgutter, que cerró la puerta tras ellos.


Cuando se detuvieron en la habitación, todos sintieron un momento de dislocación, una voluta de inquietud que perforaba su piel como una inercia prácticamente física. Largas hebras, invisibles filamentos de éter retorcido y emociones, se coagulaban en intrincados patrones alrededor de la sala, se pegaban a los intrusos, y los envolvían.

Rudgutter tiritó. Por el rabillo del ojo alcanzó a divisar briznas que se plegaban en la inexistencia al mirarlas claramente.

La sala estaba tan oscura como si hubiera sido amortajada con telarañas. Todas las paredes estaban cubiertas de tijeras unidas en un extraño diseño. Las herramientas se perseguían las unas a las otras como peces predadores; ascendían por el techo, se enroscaban sobre sí mismas y sobre las demás en convulsos e inquietantes bosquejos geométricos.

La milicia y sus superiores permanecieron quietos contra una pared de la sala. No había fuentes visibles de luz, pero podían ver. La atmósfera del lugar parecía monocroma, o perturbada en algún modo, pues la claridad empalidecía acobardada.

Así permanecieron durante largo rato. No había sonido alguno.

Lenta, silenciosamente, Bentham Rudgutter buscó en la bolsa que portaba y saco las grandes tijeras grises que había hecho comprar a un ayudante en la tienda de un herrero, en el vestíbulo comercial más bajo de la estación de Perdido.

Las abrió con un ruido acerado y las sostuvo en alto en el aire espeso.

Las cerró. La sala reverberó con el sonido inconfundible de las dos hojas que se deslizaban la una contra la otra, matando su inexorable división.

Los ecos retumbaron como las moscas en la tela de una araña, deslizándose hacia una oscura dimensión en el corazón de la sala.

Una bocanada de aire frío puso la piel de gallina a todos los congregados.

Los ecos de las tijeras rebotaron.

Mientras regresaban y trepaban desde debajo del umbral de audición, los retumbos se metamorfosearon y se convertían en palabras, en una voz melodiosa y melancólica, al principio un mero susurro, después más audaz, que giraba sobre sí misma hasta cobrar existencia a partir del eco de las tijeras. Era indescriptible, triste, aterradora, seductora; no resonaba en los oídos, sino en lo más profundo, en la sangre y el hueso, en los plexos nerviosos.


…CARNASCAPA EN EL PLIEGUE DE CARNASCAPA PARA HABLAR SALUDO EN ESTE REINO TIJERETEADO RECIBIRÉ Y SERÉ RECIBIDA…


En el temeroso silencio, Rudgutter gesticuló a Stem-Fulcher y a Rescue, hasta que comprendieron y levantaron sus tijeras como él había hecho, abriéndolas y cerrándolas con fuerza, cortando el aire con un sonido casi táctil. El alcalde se unió a ellos, y los tres abrieron y cerraron sus hojas en un macabro aplauso.

Ante el sonido de aquel susurro chasqueante, la voz ultraterrena resonó de nuevo en la estancia, gimiendo con obsceno placer. Cada vez que hablaba, era como si lo que se perdía en el volumen inaudible fuera solo un fragmento de su incesante retahila.

…una y otra y otra y otra vez no soporto estas invocaciones cortantes este himno afilado acepto acepto vuestro corte tan agradable y vosotros pequeñas figurillas endoesqueléticas cortáis y rasuráis y rajáis las cuerdas de la telaraña tejida y le dais forma con gracia grosera…

Desde las sombras arrojadas por formas invisibles, espectros que parecían estirados y tensos, tendidos de una esquina a otra de aquella habitación cuadrada, algo se mostró.

Un ser surgió a la existencia de repente donde antes no había habido nada. Llegó desde detrás de algún pliegue en el espacio.

Dio un paso adelante mientras se alzaba delicadamente sobre patas puntiagudas, meneando su cuerpo vasto, alzando múltiples patas. Miró a Rudgutter y sus compañeros desde una cabeza que acechaba amenazadora y colosal por encima de ellos.

Una araña. Rudgutter se había entrenado de forma rigurosa. Era un hombre sin imaginación, una persona fría que se gobernaba mediante una disciplina industrial. No era capaz de sentir terror.

Pero, contemplando a la Tejedora, cerca anduvo.

Era peor, mucho más amenazadora que el embajador. Los infernales eran terribles y majestuosos, poderes monstruosos por los que Rudgutter sentía el más profundo respeto. Pero… pero los comprendía. Eran torturados y torturadores, calculadores y caprichosos. Astutos. Inteligibles. Eran políticos.

La Tejedora era completamente alienígena. No había negociación, no había juegos. Ya se había intentado.

Rudgutter se controló, enfadado, juzgándose con severidad, estudiando al ser ante él en un intento por darle realidad, por metabolizar la imagen.

La masa de la Tejedora se concentraba en su enorme abdomen con forma de lágrima, que colgaba hacia abajo desde el cuello-cadera, una fruta densa y bulbosa de más de dos metros de largo y uno y medio de ancho. Era absolutamente liso y suave, y su quitina irradiaba una negra iridiscencia.

La cabeza de la criatura tenía el tamaño del pecho de un hombre. Quedaba suspendida del frente del abdomen, a un tercio del camino hasta su coronación. La gruesa curva del cuerpo se alzaba amenazadora como unos inmensos hombros envueltos en gasa negra.

La cabeza giró lentamente para observar a los visitantes.

La zona superior era suave y pelada, como un cráneo humano pintado de negro. Mostraba múltiples ojos de color sangre: dos orbes principales, grandes como la cabeza de un recién nacido, descansaban en cuencas hundidas a ambos lados; entre ellos había un tercero mucho menor; sobre este dos más; sobre ellos otros tres. Una intrincada y precisa constelación de destellos de oscuro escarlata. Una batería sin párpados.

Las complejas fauces de la Tejedora se separaron, flexionando la quijada interior, que estaba entre una mandíbula y un cepo de marfil negro. El esófago rezumante se flexionó y vibró en lo más profundo.

Las patas, delgadas y descarnadas como los tobillos humanos, brotaban de la estrecha banda de carne segmentada que unía la cabeza con el abdomen. La Tejedora caminaba sobre las cuatro patas traseras, que se alzaban hacia arriba y hacia fuera en un ángulo de cuarenta y cinco grados, doblándose casi medio metro por encima de la cabeza grotesca del monstruo, sobre el punto más alto del abdomen. Retrocedían entonces desde esta articulación bajando casi tres metros y terminaban en puntas lisas y afiladas como estiletes.

Como una tarántula, la Tejedora alzaba una pata cada vez, levantándola mucho y bajándola con la delicadeza de un cirujano o de un artista. Era un movimiento lento, siniestro, inhumano.

Desde el mismo pliegue intrincado del que emergía ese gran armazón cuadrúpedo surgían dos juegos de patas más cortas. El primero, de tres metros de longitud, descansaba apuntando hacia arriba desde los codos. Cada una de aquellas delgadas y resistentes puntas de quitina terminaba en una garra de cuarenta y cinco centímetros, un cruel fragmento pulimentado de cáscara roja, afilado como un escalpelo. En la base de cada arma brotaba un rizo de hueso arácnido, un garfio filudo para desgarrar y rebanar a las presas.

Estos kukris orgánicos se extendían como amplios cuernos, como lanzas, como ostentosas muestras de potencial asesino.

Y, frente a ellos, el último par de miembros colgaba hacia abajo. En su extremo, a medio camino entre la cabeza de la Tejedora y el suelo, había un par de delgadas y diminutas manos, con cinco dedos alargados cada una. Solo las puntas lisas, sin uñas, y la piel de un alienígeno negro nacarado y absoluto, las distinguían de las de un niño humano.

La Tejedora dobló los codos hacia arriba para juntar aquellas manos, aplaudiendo y frotando lenta, incesantemente. Era un movimiento furtivo de horripilante humanidad, como el de un afectado sacerdote pecador.

Las patas de lanza se acercaron un poco. Las garras rojizas giraron y relucieron en la no luz. Las manos se apretaron.

El cuerpo de la Tejedora se echó hacia atrás antes de avanzar de forma alarmante.

…QUÉ OFRENDA QUÉ FAVOR LOS CORTADORES ARTICULADOS ME OFRECEN… dijo, extendiendo de repente la mano derecha. Los oficiales de la milicia se tensaron ante el rápido movimiento. Sin titubeos, Rudgutter dio un paso al frente y puso sus tijeras en la palma, cuidándose de no tocar la piel. Stem-Fulcher y Rescue hicieron lo mismo. La Tejedora dio un paso atrás con inquietante premura, observando las tijeras que sostenía, pasando los dedos por los mangos y probando cada juego con velocidad. Después se acercó a la pared del fondo y, con gran celeridad, presionó cada par de tijeras en su posición sobre la piedra fría.

De algún modo, el metal sin vida permaneció allá donde fue situado y se pegaba a los húmedos patrones del muro. La criatura ajustó milimétrica el patrón.

—Estamos aquí para preguntarte acerca de un asunto, Tejedora. —La voz de Rudgutter era calmada.

La araña se giró con pesadez para encararse con él.

…la trama de hebras rodea abundantes abarcando vuestras nuestras carcasas tiráis y rompéis destejéis y retejo tu triunvirato de poder encerrado en cerda azul con piedra destellante pólvora negra hierro vosotros aún punto tres habéis capturado almas clavadas en el tejido obstáculo los cinco segadores alados tajando desenrollar sinapsis tras que el espíritu de ganglio sorbe fibras mentales…

Rudgutter lanzó un rápido vistazo a Rescue y Stem-Fulcher. Los tres pugnaban por seguir la poesía onírica que era la lengua de la Tejedora. Una cosa les había quedado clara.

— ¿Cinco? —susurró Rescue, mirando a Rudgutter y Stem-Fulcher—. Motley solo compró cuatro polillas…

…cinco dígitos de una mano para interferir para arrancar el tejido global de bobinas de los urbanos cinco insectos cortan aire cuatro nobles delicada forma anillados con ornamento reluciente un pulgar enano el redrojo el arruinado potenciando sus hermanos imperiosos dedos cinco una mano…

Los guardias de la milicia se prepararon cuando la Tejedora se aproximó con su lento bailete hasta Rescue. Extendió los dedos de una mano que sostuvo frente al rostro del ministro, acercándose cada vez más. El aire alrededor de los humanos se espesó ante el avance de la Tejedora. Rudgutter combatió el impulso de limpiarse la cara, de retirar la seda pegajosa e invisible. Rescue fijó su mandíbula. Los soldados murmuraban con terrible impotencia. Comprendían su absoluta inutilidad.

Rudgutter observaba inquieto aquel drama. La penúltima vez que había hablado con la Tejedora, el monstruo había ilustrado una idea, una figura retórica de alguna clase, acercándose al capitán de la milicia junto al alcalde, levantándolo en el aire y descuartizándolo lentamente, perforando con una garra extendida la armadura desde el abdomen hasta el cuello, extrayendo un hueso humeante tras otro. El hombre había gritado sin parar mientras la Tejedora lo destripaba, su voz gemebunda resonando en la cabeza de Rudgutter mientras la criatura se explicaba con acertijos oníricos.

El alcalde sabía que la Tejedora haría cualquier cosa que, en su criterio, mejorara la telaraña global. Podía pretender estar muerta o reformar la piedra del suelo en una estatua de león. Podía arrancarle los ojos a Eliza. Lo que fuera con tal de dar forma al patrón en el tejido de éter que solo ella podía ver; lo que fuera con tal de dar forma al tapiz.

El recuerdo de Kapnellior discutiendo sobre textorología, la ciencia de las Tejedoras, pasó por la cabeza de Rudgutter. Aquellos seres eran de una fabulosa rareza, y solo habitaban la realidad convencional de forma intermitente. Los científicos de Nueva Crobuzon únicamente se habían procurado el cadáver de dos desde la fundación de la ciudad. La de Kapnellior no era, ni mucho menos, una ciencia exacta.

Nadie sabía por qué aquella Tejedora había elegido quedarse. Hacía más de doscientos años había anunciado al alcalde Dagman Beyn, en su forma elíptica, que viviría bajo la ciudad. A lo largo de las décadas, una o dos administraciones la dejaron en paz, pero la mayoría había sido incapaz de resistirse al embrujo de su poder. Sus ocasionales interacciones (a veces banales, a veces fatales) con acaldes y científicos eran la principal fuente de información para los estudios de Kapnellior.

El propio científico era un evolucionista. Sostenía la opinión de que las Tejedoras eran arañas convencionales que habían sido sometidas a una especie de desastre de Torsión o taumaturgia (hacía treinta, cuarenta mil años, probablemente en Sagrimai), lo que provocó una repentina y breve aceleración evolutiva de explosiva velocidad. En el plazo de unas pocas generaciones, le había explicado a Rudgutter, las Tejedoras habían evolucionado desde predadores prácticamente sin mente hasta convertirse en estetas de asombroso poder intelectual y materiotaumatúrgico, en mentes alienígenas de inteligencia superlativa que ya no empleaban sus redes para capturar presas, sino que estaban sintonizadas con ellas como objetos bellos que podían desenredarse del tejido de la misma realidad. Sus tejedoras abdominales se habían convertido en glándulas extradimensionales especializadas que tejían patrones en el mundo. Un mundo que, para ellas, era una telaraña.

Las viejas historias contaban cómo las Tejedoras se mataban mutuamente por desacuerdos estéticos, como por ejemplo si era más hermoso destruir a un ejército de mil hombres o dejarlo en paz, o si era adecuado o no agitar un diente de león. Para ellas, pensar era pensar de forma estética. Actuar —Tejer— era crear patrones más hermosos. No ingerían comida física: parecían subsistir con la apreciación de la belleza.

Una belleza que los humanos, y los demás moradores del plano mundano, eran incapaces de reconocer.

Rudgutter rezaba fervientemente para que la Tejedora no decidiese que la aniquilación de Rescue era una bonita adición al patrón del éter.

Tras tensos segundos, la araña se retiró, aún con la mano y los dedos extendidos. Rudgutter exhaló aliviado, y oyó a sus colegas y a la milicia hacer lo mismo.

…CINCO… —susurró.

—Cinco —asintió Rudgutter con tono neutro. Rescue esperó un poco antes de asentir.

—Cinco —susurró.

—Tejedora —siguió el alcalde—. Tienes razón, por supuesto. Queremos preguntarte acerca de las cinco criaturas sueltas en la ciudad. Estamos… preocupados por ellas, como, al parecer, lo estás tú. Queremos preguntarte si nos ayudarás a limpiar la ciudad de su presencia. Desraizarlas. Librarnos de ellas. Matarlas. Antes de que dañen el Tapiz.

Se produjo un instante de silencio, y entonces la Tejedora danzó rápida y repentinamente de un lado a otro. Se produjo un suave y veloz tamborileo al aterrizar sus patas afiladas en el suelo, en una giga incomprensible.

…sin vosotros preguntar la Tejedora se arruga colores sangran texturas vistiendo hebras se destejen mientras canto salmos funerarios por puntos blandos donde formas de red fluyen deseo lo haré puedo espirales de monstruos ocultan los tejados alas chupan sorben telaraña sin color la visten no va a ser leo trance resonancia de punto a punto en la tela para comer esplendor atrás y lamo limpio cuchillos uñas rojas cortaré tejidos y reataré soy soy sutil usuaria de color blanquearé vuestros cielos con vos los barreré y los ataré…

Rudgutter tardó algunos instantes en comprender que la Tejedora había aceptado ayudarlos.

Sonrió con cautela. Antes de que pudiera hablar de nuevo, el monstruo señaló hacia arriba con los cuatro brazos delanteros.

…Encontraré donde los patrones en caos donde colores funden donde insectos vampiro sorben ciudadanos secos y y seré por por por y por…

La Tejedora se desplazó hacia un lado y se evaporó. Había desaparecido del espacio físico y corría acrobáticamente por toda la extensión de la telaraña global.

Los jirones de red etérea que cuajaban invisibles la estancia y la piel de los humanos comenzaron a disolverse poco a poco.

Rudgutter giró lentamente la cabeza a uno y otro lado. Los soldados enderezaban la espalda, exhalando aliviados, relajándose de las posiciones de combate que habían adoptado de forma instintiva. Eliza Stem-Fulcher capturó la mirada de Rudgutter.

—Entonces está contratada, ¿no? —dijo.

29

Los dracos estaban asustados. Contaban historias sobre monstruos en el cielo.

Por la noche se sentaban alrededor de los fuegos pergeñados en los grandes basureros de la ciudad, y abofeteaban a los niños para que se callaran. Se turnaban para hablar de las repentinas ráfagas de aire y describían seres horrendos. Veían sombras retorcidas en el cielo. Habían sentido las gotas acres salpicar desde lo alto.

Estaban cazándolos.

Al principio no eran más que historias. Aun a pesar del miedo, incluso disfrutaban con ellas. Pero después comenzaron a conocer a los protagonistas. Sus nombres ululaban a través de la ciudad por la noche, cuando se encontraba a los cuerpos idiotas, babeantes. Arfamo y Lateral; Mentolado y, lo más aterrador, Bichermo, el jefe de la ciudad oriental. Nunca perdía una pelea. Nunca se retiraba. Su hija lo había encontrado con la cabeza perdida, moqueando por la boca y la nariz, con los ojos hinchados, pálidos, alerta como un huevo podrido, entre los matorrales junto a una oxidada torre de gas en el Parque Abrogate.

Se encontró a dos matronas khepri sentadas e inmóviles en la Plaza de las Estatuas. Un vodyanoi quedó tumbado junto al agua en la Sombra, con la enorme boca torcida en una mueca imbécil. El número de humanos hallados sin mente aumentó hasta alcanzar las dos cifras, y el ritmo no decaía.

Los ancianos del Invernadero en Piel del Río no decían si había algún cacto afectado.

El Lucha contaba una noticia en su segunda página titulada «Misteriosa epidemia de idiocia».

Los dracos no eran los únicos que habían visto cosas que no deberían estar allí. Primero dos o tres, después más (y cada vez más histéricos) testigos aseguraban haber estado en compañía de aquellos cuya mente era robada. Estaban confusos, habían caído en alguna suerte de trance, decían, pero farfullaban sobre monstruos, insectos diabólicos sin ojos, con oscuros cuerpos abotargados que se desplegaban en una pesadilla de miembros y articulaciones. Dientes prominentes y alas hipnóticas.


El Cuervo se extendía desde la estación de la calle Perdido en una intrincada confusión de avenidas y callejuelas medio escondidas. Las principales arterias (la calle LeTissof, el Paso Cocubek, el Bulevar Dos Ghérou) estallaban en todas direcciones alrededor de la estación y de la Plaza BilSantum. Eran avenidas amplias y atestadas, una confusión de carros, taxis y multitudes a pie.

Todas las semanas abrían nuevas y elegantes tiendas en medio de la confusión: enormes almacenes que ocupaban tres plantas de lo que habían sido mansiones nobiliarias; otros menores, algo más que establecimientos prósperos, con escaparates donde se exhibía lo último en productos de gas, intrincadas lámparas de bronce, encajes de extensión a válvulas, pastilleros de lujo, ropas a medida.

En los ramales menores que se extendían desde estas enormes calles como capilares, los despachos de abogados y doctores, actuarios, apotecarios y sociedades benévolas competían con los clubes exclusivos. Los patricios patrullaban esas calles con trajes inmaculados.

Apartadas en esquinas más o menos oscuras del Cuervo, las bolsas de penuria y arquitectura malsana eran juiciosamente ignoradas.

Hogar del Esputo, al sureste, quedaba bisecado desde arriba por el tren elevado que conectaba la torre de la milicia en la Ciénaga Brock con la estación de Perdido. Era parte de la misma zona bulliciosa de Shek, una cuña de tiendas y casas menores construidas en piedra y remendadas con ladrillo. Hogar de Esputo albergaba una industria crepuscular: la reconstrucción. Allá donde el barrio se encontraba con el río, las fábricas de castigo subterráneas emitían alaridos agónicos y gañidos rápidamente sofocados. Pero, por el bien de la imagen pública, Hogar de Esputo era capaz de ignorar esa economía oculta con la más leve señal de desagrado.

Se trataba de un lugar atareado. Los peregrinos acudían allí para visitar el templo Palgolak en el límite norte de la Ciénaga Brock. Durante años, Hogar de Esputo había sido refugio de Iglesias disidentes y sociedades secretas. Sus muros se mantenían unidos por la pasta de un millar de carteles mohosos que anunciaban debates y discusiones teológicas. Los monjes y monjas de peculiares sectas contemplativas recorrían las calles con prisa, evitando mirar a los demás. Los derviches y hierofantes discutían en las esquinas.

Encajado de forma ostentosa entre Hogar de Esputo y el Cuervo se encontraba el secreto peor guardado de la ciudad. Una sucia mancha culpable. Una pequeña región, según los términos de la cuidad. Unas pocas calles donde las viejas casas, angostas y cercanas, podían unirse fácilmente con pasarelas y escaleras, donde las constreñidas franjas de pavimento entre los altos edificios de adornos extraños podían ser un laberinto protector.

El distrito de los burdeles. Los barrios bajos.


Ya era de noche, y David Serachin caminaba por la zona norte de Hogar de Esputo. Podía haber estado volviendo a su casa de Vadoculto, hacia el este, bajo la línea Sur y las vías elevadas, atravesando Shek, pasando junto a la enorme torre de la milicia en el Parque de Vadoculto. Era un paseo largo, pero no implausible.

Pero cuando David pasó bajo los arcos de la estación del Bazar de Esputo, aprovechó la oscuridad para girarse y observar el camino por el que había llegado. La gente tras él no eran más que viandantes. Nadie lo seguía. Titubeó un instante antes de emerger desde detrás de las líneas férreas, mientras el tren silbaba sobre él, lanzando reverberaciones alrededor de las cavernas de ladrillo.

Giró hacia el norte, siguiendo el camino del tren, hacia el exterior de la zona de las prostitutas.

Enterró las manos en los bolsillos y agachó la cabeza. Aquella era su vergüenza. Hervía a fuego lento en su desprecio.

En los límites de los barrios bajos, la mercancía atendía los gustos más ortodoxos. Había algunas melenudas, callejeras a la pesca de cliente, pero las independientes que se apiñaban en otras zonas de Nueva Crobuzon eran forasteras en ese lugar. Aquel era el barrio de la indulgencia lánguida, oculta bajo los tejados de los establecimientos. Salpicados por las pequeñas tiendas generales que incluso allí atendían las necesidades diarias, los aún elegantes edificios del distrito quedaban iluminados por lámparas de gas que brillaban tras los tradicionales filtros rojos. En algunos umbrales, las jóvenes con corpiños ajustados llamaban dulces al tráfico peatonal. Las calles estaban menos llenas que en la ciudad exterior, pero en absoluto vacías. Casi todos los hombres iban bien vestidos. Aquella mercancía no era para los indigentes.

Algunos varones mantenían la cabeza alta, pugnaz. Casi todos caminaban como David, precavidamente solos.

El cielo era cálido y sucio. Las estrellas brillaban confusas. Del aire sobre la línea de los tejados llegaba un susurro, después una ráfaga de viento al pasar una cápsula por encima. Era una ironía municipal que sobre el mismo centro de aquel pozo de carne se extendiera el tren aéreo de la milicia. En raras ocasiones, los soldados asaltaban las corrompidas y suntuosas casas del barrio bajo, pero, por lo general mientras se realizaran los pagos y la violencia no salpicara más allá de las habitaciones protegidas por ese dinero, la milicia se mantenía alejada.

Las corrientes nocturnas trajeron con ellas algo enervante, una pulsátil sensación de inquietud. Algo más profundo que la ansiedad habitual.

En algunas de las casas, las grandes ventanas quedaban iluminadas mediante suaves muselinas difusoras. Mujeres vestidas con camisa y ceñido traje de noche se frotaban lascivas, o miraban a los viandantes a través de tímidas caídas de ojos. Allí también había lupanares xenianos, donde los jóvenes borrachos se animaban en ritos de iniciación, follándose a khepris, a vodyanoi o a otras especies más exóticas. Viendo aquellos establecimientos, David pensó en Isaac. Trató de alejar de sí la imagen.

No se detuvo. No tomó a ninguna de las mujeres que lo rodeaban. Siguió más adentro.

Dobló una esquina y entró en una hilera de casas más bajas y desagradables. En las ventanas se veían sutiles pistas sobre la naturaleza de la mercancía. Látigos. Esposas. Una niña de siete u ocho años en una cuna, lloriqueando y moqueando.

David siguió todavía más hacia dentro. Las multitudes se fueron diluyendo, aunque nunca estuvo solo. El aire nocturno rebosaba de leves ruidos. Habitaciones llenas de conversaciones. Música bien interpretada. Risas. Gritos de dolor y el ladrido o el aullido de animales.

Había un ruinoso callejón sin salida cerca del corazón del sector, un pequeño remanso de tranquilidad en el laberinto. David tomó su empedrado con un débil temblor. En las puertas de aquellos establecimientos había hombres. Aguardaban pesados y hoscos, con trajes baratos, y vetaban al miserable que se acercaba a ellos.

David se dirigió a una de las puertas. El enorme portero lo detuvo con una mano impasible en el pecho.

—Me ha enviado el señor Tollmeck —musitó David. El hombre lo dejó pasar.

En el interior, la pantalla de las lámparas era gruesa y sucia. El recibidor parecía glutinoso con aquella luz del color de las heces. Detrás de un escritorio esperaba una mujer seria de mediana edad, ataviada con un traje floral que encajaba con las pantallas. Miró a David a través de unos anteojos de media luna.

— ¿Es usted nuevo en nuestro establecimiento? —preguntó—. ¿Tiene cita?

—Tengo reservada la habitación diecisiete a las nueve en punto. Orrel —dijo David. La mujer enarcó ligeramente las cejas e inclinó la cabeza. Consultó el libro que tenía enfrente.

—Ya veo. Llega… —consultó el reloj de la pared—. Llega diez minutos antes, pero ya puede ir subiendo. ¿Conoce el camino? Sally le está esperando. —Levantó la mirada y le lanzó un (horrendo, monstruoso) guiño cómplice y una sonrisa. David se sintió asqueado.

Se alejó rápidamente de ella y se dirigió hacia las escaleras.

Su corazón comenzó a acelerarse mientras subía, y al emerger al largo pasillo en lo alto de la casa. Recordó la primera vez que acudió a aquel lugar. La habitación diecisiete estaba al final del pasillo.

Se dirigió hacia ella.

Odiaba aquella planta. Odiaba el papel, lleno de ligeras ampollas, el olor peculiar que emanaba de los cuartos, los sonidos provocadores que flotaban a través de los tabiques. Casi todas las puertas estaban abiertas, por convención. Las cerradas estaban ocupadas por jugadores.

La de la habitación diecisiete estaba cerrada, por supuesto. Era una excepción a las reglas de la casa.

David avanzó lentamente por la hedionda alfombra y se aproximó a la primera puerta. Por misericordia, estaba cerrada, pero la hoja de madera no lograba contener los ruidos: gritos apagados, intermitentes; el crujido del látigo que se estiraba; un siseo, una voz cargada de odio. David giró la cabeza y se encontró mirando la puerta opuesta. Alcanzó a vislumbrar la figura desnuda sobre la cama. La chica, de no más de quince años, le devolvió la mirada. Se incorporó sobre las cuatro extremidades… sus brazos y piernas eran hirsutos y terminados en garras… patas de perro.

Los ojos de David se clavaron en los de ella con un horror hipnótico, lascivo, al pasar de largo; la chica saltó al suelo con un torpe movimiento canino, girándose chambona como una cuadrúpeda sin práctica. Lo miró esperanzada por encima del hombro, mostrándole el ano y la vagina.

David quedó boquiabierto y sus ojos se vidriaron.

Allí era donde se avergonzaba de sí mismo, en aquel serrallo de putas rehechas.

La ciudad estaba llena de prostitutas rehechas, por supuesto. A menudo era la única estrategia viable para que aquellos hombres y mujeres se salvaran de la inanición. Pero allí, en los barrios bajos, los pecados se satisfacían de la forma más sofisticada.

Casi todas las fulanas rehechas habían sido castigadas por crímenes variados: su reconstrucción no solía ser más que un extraño obstáculo para su trabajo sexual, lo que disminuía su precio. Aquel distrito, sin embargo, era para los especialistas, para el consumidor entendido. Allí las putas eran rehechas especialmente para la profesión. Había cuerpos caros reconstruidos en formas adecuadas para los delicados gourmets de la carne pervertida. Había niños vendidos por sus padres, mujeres y hombres forzados por las deudas a venderse a los escultores de carne, a los reconstructores ilegales. Corrían rumores de que muchos habían sido sentenciados a cualquier otra reconstrucción, solo para verse alterados en las fábricas de carne según extraños designios carnales para ser vendidos como chaperos y madamas. Era un rentable negocio secundario para los biotaumaturgos del estado.

El tiempo se estiró enfermizo en aquel corredor infinito, como la melaza rancia. En cada puerta, en cada parada a lo largo del camino, David no podía evitar echar un vistazo al interior. Deseaba apartarse, pero sus ojos no se lo permitían.

Era como un jardín de pesadillas. Cada sala contenía una flor carnal única, un capullo de tortura.

Pasó frente a cuerpos desnudos cubiertos de pechos como los pesos de las balanzas; monstruosos torsos de cangrejo con núbiles piernas femeninas en ambos extremos; una mujer que lo observaba con ojos inteligentes sobre una segunda vulva, su boca una raja vertical con húmedos labios, un eco carnal de su otra vagina entre las piernas abiertas. Dos muchachos pequeños que observaban atónitos sus falos descomunales. Una hermafrodita con múltiples manos.

Se produjo un golpe dentro de la cabeza de David. Se sentía confundido por el horror, exhausto.

La sala diecisiete estaba frente a él. No se dio la vuelta. Imaginó los ojos de los rehechos a su espalda, sobre él, observándolo desde sus prisiones de sangre, hueso y sexo.

Llamó a la puerta. Después de un instante, oyó la cadena retirarse desde dentro y la hoja se abrió un poco. David entró alzando la cabeza, dejando el vergonzante corredor dentro de su propia corrupción privada. La puerta se cerró.


Un hombre vestido con traje esperaba sobre la sucia cama, alisándose la corbata. Otro, el que había abierto la puerta, se encontraba detrás de David con los brazos cruzados. David lo observó brevemente y volvió su atención hacia el que estaba sentado.

Este le señaló una silla a los pies de la cama y le invitó a situarla frente a él.

Se sentó.

—Hola, «Sally» —dijo en voz queda.

—Serachin —le respondió él. Era delgado, de mediana edad. Su mirada era calculadora e inteligente. Parecía totalmente fuera de lugar en aquella habitación ruinosa, aquella casa vil, mas su expresión era compuesta. Había esperado paciente y cómodo entre las putas rehechas como lo hubiera hecho en el Parlamento.

—Me pediste que me reuniera contigo —dijo el hombre—. Hacía mucho que no oíamos de ti. Te habíamos marcado como durmiente.

—Bueno… —respondió David incómodo—. No hay mucho de lo que informar. Hasta ahora. —El hombre asintió juicioso y aguardó.

David se humedeció los labios. Le costaba hablar. El hombre lo miraba con expresión ceñuda.

—El precio sigue siendo el mismo, ya sabes —le animó—. Incluso un poco mayor.

—No, dioses, yo… —tartamudeó David—. Solo es que… ya sabes… la práctica… —El hombre volvió a asentir.

Muy falto de práctica, pensó David indefenso. Han pasado seis años desde la última vez, y prometí no volver a hacerlo. Salí de esto. Te cansaste del chantaje y no necesitabas el dinero…

La primera vez, hacía quince años, habían entrado en aquella misma habitación mientras David eyaculaba en una de las bocas de una cadavérica y desdichada rehecha. Le habían dicho que enviarían las imágenes a los periódicos, a las revistas y a la universidad. Le habían ofrecido una opción. Pagaban bien.

Había informado. Solo como agente libre; una vez, puede que dos al año. Y entonces lo había dejado durante mucho tiempo. Hasta ahora. Porque ahora estaba asustado.

Inspiró profundamente y comenzó.


—Está pasando algo grande. Por Jabber, no sé por dónde empezar. ¿Conocéis la enfermedad que está circulando por ahí? ¿Lo de la idiocia? Bueno, pues sé dónde comenzó. Pensé que podríamos ocuparnos de ello, que todo sería… contenible… ¡Por la cola del Diablo! Se hace cada vez más grande, y… y creo que necesitamos ayuda. —En algún sitio de sus tripas, una pequeña parte de él escupió disgustada ante aquella cobardía, aquel delirio, pero David habló rápidamente, sin parar—. Todo comienza con Isaac.

— ¿Dan der Grimnebulin? —preguntó el hombre—. ¿Aquel con el que compartes el taller? El teórico renegado. El científico de la guerrilla con un talento para el engrandecimiento personal. ¿En qué ha andado metido? —El hombre sonreía con frialdad.

—Bueno, mirad. Ha recibido un encargo de… bueno, le han encargado que investigue el vuelo, y se hizo con montones de bichos voladores para estudiarlos. Pájaros, insectos, aspis, toda la pesca. Y una de esas cosas es un ciempiés enorme. Ese maldito bicho está todo el día que parece que se va a morir, y de repente Isaac encuentra un modo de mantenerlo con vida, porque va un día y no para de crecer. Enorme. La hostia… así de grande. —Extendió las manos hasta alcanzar una aceptable estimación del tamaño del gusano. El hombre lo miraba con atención, el rostro serio, las manos apretadas—. Entonces entra en fase de crisálida, y todos teníamos mucho interés por ver lo que salía. Así que nos fuimos un día a casa y Lublamai, el otro tipo del edificio, ya sabes, y Lublamai aparece allí tirado, babeando. No sé qué coño era lo que salió de aquel capullo, pero ese hijo puta se comió su mente… y… y se escapó, y quedó libre…

El hombre inclinó la cabeza con un asentimiento decisivo, muy distinto a sus anteriores invitaciones casuales a compartir información.

—Así que pensaste que era mejor mantenernos informados.

— ¡No, coño! No pensé… Incluso entonces pensé que podríamos ocuparnos. Es decir, Jabber, estaba cabreado con Isaac, estaba muy cabreado. Pero pensé que podíamos encontrar un modo de dar con ese maldito bicho, de recuperar a Lub… Bueno, y todo comienza con cada vez más casos de esos, con gente… sin mente… Pero lo principal es que le seguimos la pista al que le vendió aquel bicho a Isaac. Es algún secretario capullo que se lo robó a I + D en el mismísimo Parlamento. Y yo pienso: «Joder, no quiero problemas con el gobierno». —El hombre de la cama asintió ante el buen juicio de David—. Así que decidí que esto nos sobrepasaba… de largo. —Hizo una pausa. El hombre en la cama abrió la boca para hablar, pero David lo cortó—. ¡No, espera, que no acaba aquí! Porque he oído lo del follón en Arboleda y sé que habéis enchironado al editor del Renegado Rampante, ¿no? —El hombre aguardó, limpiándose un polvo imaginario de la chaqueta en un movimiento automático. El asunto no se había anunciado, pero el matadero en ruinas no dejaba lugar a dudas de que en la Perrera se había asaltado un antro sedicioso, y los rumores abundaban—. Pues una de las amigas de Isaac escribe en el panfleto ese, y ha contactado con el editor. No sé cómo, con alguna taumaturgia, y le ha dicho dos cosas. Una es que los inquisidores, vosotros, creen que sabe algo que no sabe, y la otra es que están preguntándole por una historia en RR y la fuente de la misma, que al parecer sí que sabe lo que ellos creen que sabe él. Se llama Barbile. ¡Y escuchad esto! ¡Es a ella a la que nuestro secretario le robó el ciempiés monstruoso! —David hizo una pausa y esperó a ver el impacto en el hombre, antes de seguir—. Así que todo empieza a conectarse, y no sé qué es lo que está pasando. Ni quiero. Solo veo que estamos… en terreno peligroso. Puede que sea una coincidencia, pero no me lo creo. No me importa perseguir monstruos, pero no pienso ponerme en contra de la milicia, y de la policía secreta, y del gobierno. Os toca a vosotros limpiar toda esta mierda.

El hombre dio una palmada. David recordó algo más.

— ¡Ah, mierda, escucha! Me he estado estrujando los sesos, tratando de comprender lo que está pasando y… bueno, no sé si vale de algo, pero ¿tiene algo que ver con la energía de crisis?

El hombre negó con la cabeza muy lentamente, su rostro guardado, confundido.

—Sigue.

—Bueno, en un momento al principio de todo el follón, Isaac deja caer… sugiere, que ha construido un… un motor de crisis funcional. ¿Sabes lo que significa eso?

El rostro del hombre era imperturbable; tenía los ojos muy abiertos.

— Soy un enlace para aquellos que informan desde la Ciénaga Brock—siseó—. Sé lo que podría significar… no puede… es decir… Espera un momento, eso no tiene sentido… es… ¿es verdad? —Por primera vez, el hombre parecía realmente impactado.

—No lo sé —respondió David indefenso—. Pero no presumía. Lo mencionó como de pasada, pero… No tengo ni idea. Pero sé que lleva trabajando en ello, de forma intermitente, desde hace un huevo de años.

Se produjo un largo silencio durante el que el hombre de la cama observó pensativo una esquina del cuarto. Su rostro expresaba toda la gama de emociones. Miró a David pensativo.

— ¿Cómo sabes todo esto? —dijo.

—Isaac confía en mí —respondió, y ese lugar en su interior se encogió de nuevo, aunque volvió a ignorarlo—. Al principio la mujer…

— ¿Nombre? —interrumpió el otro.

—Derkhan Blueday —murmuró tras una pausa—. Al principio Blueday se cuidaba mucho de hablar conmigo delante, pero Isaac… responde por mí. Conoce mi política, hemos ido juntos a manifestaciones… —de nuevo la conciencia: tú no tienes política, traidor de mierda—. Pero es que en tiempos así… —titubeó, infeliz. El hombre le hizo un gesto perentorio. No le interesaba la culpa de David, ni sus justificaciones—. Así que Isaac le dice que puede confiar en mí, y nos lo cuenta todo.

Se produjo otro largo silencio. El hombre de la cama aguardó y David se encogió de hombros.

—Eso es todo cuanto sé —susurró.

El hombre asintió y se puso en pie.

—Muy bien —dijo—. Ha sido todo… extremadamente útil. Es posible que tengamos que hablar a tu amigo Isaac. No te preocupes —añadió con una sonrisa tranquilizadora—. Te prometo que no tenemos ningún interés en disponer de él. Pero puede que necesitemos su ayuda. Por supuesto, tienes razón. Hay un círculo que cuadrar, contactos que hacer, y tú no estás en posición de lograrlo. Nosotros sí… con la ayuda de Isaac. Tendrás que mantenerte en contacto. Recibirás instrucciones escritas. Asegúrate de obedecerlas. Por supuesto, no tengo que insistir en este punto, ¿no es así? No aseguraremos de que der Grimnebulin no sepa de dónde procede nuestra información. Puede que no actuemos en algunos días, pero no te asustes. Es asunto nuestro. Solo cierra la boca y trata de que der Grimnebulin siga haciendo lo que esté haciendo. ¿De acuerdo?

David asintió desdichado y esperó. El hombre lo miró con severidad.

—Eso es todo —dijo—. Puedes marcharte.

Con celeridad culpable, agradecida, David se incorporó y corrió hacia la puerta. Sintió como si nadara en fango, mientras su propia vergüenza lo engullía como un mar de flema. Ansiaba alejarse de aquella habitación y olvidar lo que había dicho y hecho, no pensar en las monedas y los billetes que le mandarían, pensar solo en la lealtad que sentía hacia Isaac, explicarle que todo era para mejor.

El otro hombre abrió la puerta frente a él, liberándolo, y David se apresuró agradecido, corriendo casi por el pasillo, ansioso por escapar.

Pero por mucho que corriera a través de las calles de Hogar de Esputo, la culpa se aferraba a él, tenaz como las arenas movedizas.

30

Una noche, la ciudad dormía con paz razonable.

Por supuesto, la oprimían las interrupciones habituales. Los hombres y mujeres luchaban entre ellos y morían. La sangre y el vómito manchaban las viejas calles. Los cristales se rompían. La milicia surcaba los cielos. Los dirigibles rugían como ballenas monstruosas. El cuerpo mutilado, sin ojos, de un hombre que más tarde sería identificado como Benjamín Flex, fue encontrado flotando en Malado.

La ciudad bregaba inquieta a través de la noche, como había hecho a lo largo de los siglos. Era un sueño fracturado, pero el único que había conocido.

Pero a la noche siguiente, cuando David completó su furtiva tarea en los barrios bajos, algo cambió. La Nueva Crobuzon nocturna siempre había sido un caos de ritmos discordantes y acordes violentos, repentinos. Ahora sonaba una nueva nota, un tono sutil, tenso, susurrado, que enfermaba el aire.

Una noche, la tensión era algo delgado, tentativo, que se abría camino en la mente de los ciudadanos, arrojando sombras sobre sus rostros dormidos. Entonces llegaba el día y nadie recordaba más que un momento de inquietud nocturna.

Y entonces las sombras se alargaron y la temperatura descendió, y cuando la noche regresó desde debajo del mundo, algo nuevo y terrible se aposentó sobre la ciudad.

Por toda la conurbación, desde la Colina de la Bandera al norte hasta Barracan bajo el río, desde los intermitentes suburbios de Malado al este hasta las toscas barriadas industriales de Campanario, la gente se agitaba gimiente en sus camas.

Los niños eran los primeros. Lloraban y se clavaban las uñas en las manos, retorciendo sus caritas en duras muecas, sudando sin parar con un hedor empalagoso; sus cabezas oscilaban horrendas de un lado a otro, mas sin despertar.

A medida que la noche avanzaba, también eran los adultos los que sufrían. En las profundidades de otro inocuo sueño, los viejos miedos y las paranoias llegaban de repente atravesando murallas mentales, como ejércitos invasores. Sucesiones de imágenes pavorosas asaltaban a los afligidos, visiones animadas de miedos profundos, banalidades absurdamente aterradoras (fantasmas y trasgos a los que nunca deberían enfrentarse) de los que se reirían de estar despiertos.

Aquellos que de forma arbitraria se salvaban de la ordalía despertaban de repente en lo más profundo de la noche, por los gemidos y gritos de sus amantes dormidos, por sus sollozos desesperados. A veces los sueños podían ser de sexo o felicidad, pero aumentados y febriles hasta tornarse espantosos en su intensidad. En aquella retorcida celada nocturna, lo bueno era malo, y lo malo era peor.

La ciudad se mecía temblorosa. Los sueños devenían pestilencia, un bacilo que parecía saltar de un durmiente a otro. Incluso invadían las mentes durante la vigilia. Los vigilantes nocturnos y los agentes de la milicia; las bailarinas y los estudiantes frenéticos; los insomnes se encontraban perdiendo la concentración, cayendo en fantasías y meditaciones de extraña, alucinatoria intensidad.

Por toda la ciudad, la noche quedaba fisurada por gritos de miseria nocturna.

Nueva Crobuzon estaba en garras de una epidemia, una enfermedad, una plaga de pesadillas.


El verano se coagulaba sobre Nueva Crobuzon, sofocándola. El aire de la noche era caliente, espeso como el aliento exhalado. Muy por encima de la ciudad, transfiguradas entre las nubes y la urbe, las grandes criaturas aladas babeaban.

Extendían y batían sus vastas alas irregulares, lo que provocaba gruesas corrientes de aire en caótico movimiento. Sus intrincados apéndices (tentaculares, insectiles, antropoides, quitinosos, numerosos) se agitaban al surcar la febril excitación.

Abrían sus perturbadoras fauces y desenrollaban las largas lenguas emplumadas hacia los tejados. El mismo aire estaba empapado de sueños, y los seres voladores lamían ansiosos aquel jugo suculento. Cuando las frondas que remataban sus lenguas pesaban por el néctar invisible, las enrollaban hasta sus bocas con un chasquido lujurioso, afilando sus enormes dientes.

Surcaban los cielos, defecando, exudando los restos de sus anteriores comidas. El rastro invisible se extendía desde el aire, un efluvio psíquico que se deslizaba grumoso, cuajado, entre los intersticios del plano mundano. Rezumaba a través del éter hasta cubrir la ciudad, saturaba las mentes de sus habitantes, perturbaba su reposo y sacaba a los monstruos a la luz. Los dormidos y los despiertos sentían sus mentes retorcerse.

Los cinco marcharon de caza.


Entre el vasto y caótico caldo de pesadillas urbanas, cada uno de los seres oscuros podía discernir deliciosos rastros serpenteantes.

Normalmente eran cazadores oportunistas. Esperaban hasta que olían algún gran tumulto mental, alguna mente especialmente sabrosa en sus propias exudaciones. Entonces, los intrincados voladores giraban y descendían sobre su presa. Usaban sus manos delgadas para descerrar las ventanas de las plantas altas y recorrían áticos bañados por la luna hacia los trémulos durmientes para saciarse. Se aferraban con una multitud de apéndices a las figuras solitarias que recorrían la orilla del río, gentes que, mientras eran absorbidas, chillaban sin cesar a una noche ya ahita de plañidos quejumbrosos.

Pero cuando abandonaban los cascarones de carne de sus comidas para sacudirse y repantigarse sobre los tejados y las callejuelas oscuras, cuando la cuchillada del hambre remitía y era posible alimentarse más despaciosamente, por placer, las criaturas aladas se tornaban curiosas. Saboreaban el débil caldo de mentes que ya habían catado antes y, como inquisitivas bestias de caza de fría inteligencia, las perseguían.

Allí estaba el tenue rastro mental de uno de los guardias que se encontraba en el exterior de su jaula en el Barrio Oseo, fantaseando con la esposa de su amigo. Sus sabrosas imaginaciones flotaban hasta enroscarse alrededor de la lengua trémula. La criatura que lo saboreó giró en el cielo, trazando el arco caótico de una mariposa o una polilla, descendiendo hacia Ecomir, siguiendo el olor de su presa.

Otra de las grandes formas aéreas trazó de repente un gran ocho en cielo y volvió sobre sus pasos, en busca del sabor familiar que se había filtrado entre sus papilas gustativas. Era un aroma nervioso que había impregnado los capullos de los monstruos en pupa. La gran bestia flotó sobre la ciudad y su saliva se disipó en varias dimensiones bajo ella. Las emisiones eran oscuras, de una fragilidad frustrante, pero su sentido del gusto estaba muy desarrollado y la arrastró hacia Mafatón, abriéndose camino a lametones hacia el tentador aroma de la científica que los había visto crecer: Magesta Barbile.

El redrojo, el cachorro mal alimentado que había liberado a sus camaradas, también encontró un rastro de sabor rememorado. Su mente no estaba tan desarrollada, sus papilas eran menos exactas: no podría perseguir un aroma intermitente desde el aire. Pero, incómodo, lo intentó. El sabor completo de la mente era tan familiar… Había rodeado a aquella criatura deforme durante su florecer a la consciencia, durante su crisálida y la creación de su capullo de seda. Perdió y halló de nuevo el rastro. Lo perdió de nuevo torpemente.

El menor y más débil de aquellos batidores nocturnos, mucho más fuerte que cualquier hombre, famélico y predador, buscaba sus caminos con la lengua a través del cielo, tratando de recuperar el rastro de Isaac Dan der Grimnebulin.


Isaac, Derkhan y Lemuel Pigeon aguardaban inquietos en la esquina, bajo el fulgor humeante de la luz de gas.

— ¿Dónde cono está tu compañero? —siseó Isaac.

—Llega tarde, probablemente no encuentre esto. Ya te dije que es idiota perdido —respondió Lemuel con calma. Sacó una navaja automática y comenzó a limpiarse las uñas.

— ¿Para qué lo necesitamos?

—No te hagas el inocentón, Isaac. Se te da bien enseñarme el dinero suficiente para que haga toda clase de trabajos que van contra mi buen juicio, pero hay límites. No pienso verme involucrado en nada que irrite al maldito gobierno sin tener protección. Y el señor X me la proporciona, con creces.

Isaac maldijo en silencio, pero sabía que Lemuel tenía razón.

No le gustaba la idea de involucrar a Lemuel en aquella aventura, pero los acontecimientos conspiraban rápidamente para no dejarle otra opción. Estaba claro que David era refractario a ayudarle a encontrar a Magesta Barbile. Parecía paralizado, un manojo de nervios a flor de piel. Isaac comenzaba a perder la paciencia con él. Necesitaba ayuda, y quería que David reaccionaria e hiciera cualquier cosa. Pero ahora no era el momento de enfrentarse a él.

Derkhan le había proporcionado, de forma inadvertida, el nombre que parecía la clave de todos los misterios interrelacionados sobre la presencia en los cielos y el enigmático interrogatorio de Ben Flex por parte de la milicia. Isaac hizo correr la voz, dándole a Lemuel Pigeon la información que tenían: Mafatón, científica, I+D. Incluyó dinero, algunas guineas (mientras se fijaba en que el oro que le había dado Yagharek comenzaba a agotarse poco a poco), y le suplicó información y ayuda.

Por eso contuvo su ira cuando el señor X llegó tarde. A pesar de su pantomima de impaciencia, aquella clase de protección era el motivo exacto por el que había hablado con Lemuel.

Convencer al propio Lemuel para que los acompañara a la dirección en Mafatón no fue muy difícil. Mostraba un despreocupado desprecio por los detalles, era un mercenario que no deseaba más que se le pagara por sus esfuerzos. Isaac no lo creía. Pensaba que Lemuel estaba cada vez más interesado en aquella intriga.

Yagharek era diamantino en su negativa a acudir. Isaac había tratado de persuadirlo con celeridad y fervor, pero el garuda ni siquiera había replicado. ¿Y qué coño vas a hacer entonces aquí?, quería preguntarle, aunque se tragó su irritación y lo dejó en paz. Quizá tardara un tiempo en comportarse como si formara parte de un colectivo. Esperaría.

Lin se había marchado justo antes de llegar Derkhan. No quería dejar a Isaac en su depresión, pero también ella parecía distraída. Solo se había quedado una noche, y cuando se marchó prometió a Isaac que volvería en cuanto le fuera posible. Pero entonces, a la mañana siguiente, Isaac recibió una carta con su letra cursiva, entregada desde el otro lado de la ciudad mediante un caro mensajero garantizado.


Cariño, Temo que puedas sentirte enfadado y traicionado por esto, pero trata de entenderlo. En casa me estaba esperando otra carta de mi empleador, mi patrón, mi mecenas, si lo prefieres. Justo tras la misiva en la que me decía que no sería necesaria en un futuro cercano, llegó otro mensaje indicando que debía volver.

Sé que el momento no puede ser peor. Solo te pido que creas que desobedecería de poder hacerlo, pero no es así. No puedo, Isaac. Trataré de acabar mi trabajo para él en cuanto me sea posible, en una semana o dos, espero, para volver a tu lado.

Espérame.

Con mi amor, Lin.


Por tanto, esperando en la esquina del Paso Confuso, camuflados en el claroscuro de la luna llena a través de las nubes, a la sombra de los árboles del Parque de la Estaca, solo estaban Isaac, Derkhan y Lemuel.

Los tres se movían inquietos, observando las sombras que los sobrevolaban, saltando ante ruidos imaginados. Desde las calles que los rodeaban llegaban sonidos intermitentes de espantosos sueños perturbados. Ante cada gemido o gañido salvaje, los tres se miraban desazonados.

—Mierda puta —siseó Lemuel con irritación y miedo—. ¿Qué está pasando?

—Hay algo en el aire… —murmuró Isaac, apagando su voz al mirar al cielo.

Para colmo de la tensión, Derkhan y Lemuel, que se habían conocido el día anterior, habían decidido rápidamente que se despreciaban. Hacían todo lo posible por ignorarse.

— ¿Cómo conseguiste la dirección? —preguntó Isaac, mientras Lemuel se encogía de hombros irritable.

—Contactos, Isaac. Contactos y corrupción. ¿Tú qué crees? La doctora Barbile dejó sus habitaciones hace un par de días, y desde entonces se le ha visto en este lugar, mucho menos salobre. Solo está a unas tres calles de su vieja casa, no obstante. No tiene imaginación. Ey… —palmeó el brazo de Isaac y señaló la calle sombría—. Ahí está nuestro hombre.

Frente a ellos, una vasta figura se desembarazaba de las sombras y se acercaba pesada hacia ellos. Valoró a Isaac y a Derkhan antes de asentir a Lemuel del modo más absurdamente desenvuelto.

— ¿Qué tal, Pigeon? —dijo, demasiado alto—. ¿Qué va a ser?

—Baja la voz, tío —respondió terso Lemuel—. ¿Qué llevas?

El enorme recién llegado puso un dedo frente a los labios para mostrar que había comprendido. Abrió un lado de su chaqueta, mostrando dos enormes pistolas de pedernal. Isaac se sorprendió ante su tamaño. Tanto él como Derkhan iban armados, pero ninguno con tales cañones. Lemuel asintió aprobador ante el muestrario.

—Vale. Probablemente no hagan falta, pero… ya sabes. Bueno. En silencio. —El hombretón asintió—. Tampoco escuches, ¿eh? Hoy no tienes oídos. —El hombre asintió de nuevo. Lemuel se volvió hacia Isaac y Derkhan—. Oíd. Sabéis lo que queréis preguntarle a la nena. Si es posible, no somos más que sombras. Pero tenemos razones para pensar que la milicia está interesada en esto, y eso significa que no podemos cagarla. Si no colabora, le damos un empujoncito, ¿de acuerdo?

— ¿Eso qué significa en gángsteres? ¿Tortura? —siseó Isaac. Lemuel lo miró con frialdad.

—No. Y no me jodas: me pagas por esto. No tenemos tiempo para hacer el gilipollas, de modo que no voy a dejarle a ella que lo haga. ¿Algún problema? —No hubo respuesta—. Bien. La calle Embarcadero está por aquí, a la derecha.

No se encontraron con otros paseantes nocturnos mientras recorrían las callejuelas traseras. Sus andares eran variados: el compañero de Lemuel, despreocupado y sin miedo, al parecer ajeno al ambiente de pesadilla que flotaba en el aire; el propio Lemuel, con numerosas miradas a los umbrales oscuros; Isaac y Derkhan, con una premura nerviosa, desgraciada.

Se detuvieron en la puerta de Barbile en la calle Embarcadero. Lemuel se giró para indicarle a Isaac que hiciera los honores, pero Derkhan se adelantó.

—Lo haré yo —susurró furiosa. Los demás se retiraron. Cuando se encontraron medio ocultos en el borde del umbral, Derkhan se giró y tiró del cordel de la campana.

Durante un largo tiempo no sucedió nada. Entonces, poco a poco, oyeron los pasos que descendían lentamente las escaleras y se dirigían hacia la puerta. Se detuvieron justo al otro lado y se hizo el silencio. Derkhan aguardó, acallando a los demás con las manos. Al final llegó una voz desde detrás de la puerta.

— ¿Quién es?

Magesta Barbile parecía totalmente aterrada.

Derkhan habló con voz baja y rápida.

—Doctora Barbile, me llamo Derkhan. Tenemos que hablar con usted urgentemente.

Isaac miró alrededor para comprobar las luces de la calle. Al parecer nadie los había visto.

Desde el interior, Barbile ponía las cosas difíciles.

—N-no estoy segura —dijo—. No es un buen momento.

—Doctora Barbile… Magesta… —replicó Derkhan suavemente—. Tiene que abrir la puerta. Podemos ayudarla. Solo abra la puta puerta. Ya.

Se produjo otro momento de duda, pero entonces la doctora quitó la cerradura y abrió la puerta con un quejido. Derkhan estaba a punto de aprovechar para entrar de un empujón, pero se detuvo en seco. Barbile sostenía un rifle. Presentaba un aspecto de horrible incomodidad con él, pero, por poca práctica que tuviera, el arma seguía apuntada hacia su estómago.

—No sé quiénes son… —comenzó Barbile reluctante. Pero antes de que pudiera seguir, el enorme amigo de Lemuel, el señor X, dio un fácil paso alrededor de Derkhan, aferró el rifle y deslizó el canto de la mano sobre el mecanismo de disparo, bloqueando el paso del martillo. Barbile comenzó a gritar y apretó el gatillo, provocando un leve siseo de dolor del señor X cuando el metal percutió en su carne. Tiró hacia atrás del rifle y envió a la doctora volando hacia las escaleras a su espalda.


Mientras se sacudía y trataba de ponerse en pie, el gigante entró en la casa.

Los demás lo siguieron. Derkhan no protestó ante el tratamiento. Lemuel tenía razón. No disponían de tiempo.

El señor X sujetaba con paciencia a la mujer, que se sacudía a un lado y a otro, emitiendo terribles gañidos desde detrás de la mano que le cubría la boca. Tenía los ojos muy abiertos por la histeria y el miedo.

—Por los dioses —susurró Isaac—. ¡Cree que vamos a matarla! ¡Para!

—Magesta —dijo Derkhan en alto, cerrando la puerta de una patada sin mirar atrás—. Magesta, cálmate. No somos la milicia, si es lo que crees. Soy amiga de Benjamín Flex.

Ante aquello, Barbile abrió aún más los ojos y su resistencia remitió.

—Bien —siguió Derkhan—. Benjamín ha sido detenido. Supongo que ya lo sabes. —Barbile la miró y asintió con la cabeza. El enorme empleado de Lemuel probó a quitarle la mano de la boca. No gritó.

—No somos la milicia —repitió Derkhan lentamente—. No vamos a llevarte como se lo llevaron a él. Pero tú sabes… sabes que, si nosotros hemos podido dar contigo, si hemos descubierto quién era el contacto de Ben, ellos también podrán.

— Yo… por eso… —Barbile miró el rifle. Derkhan asintió.

— Muy bien, Magesta, atiende —dijo. Hablaba con gran claridad, clavando su mirada en la de Barbile—. No tenemos mucho tiempo… ¡suéltala, joder! No tenemos mucho tiempo, y creemos que sabes exactamente lo que está pasando. Está sucediendo algo muy, muy raro, y muchos de los hilos convergen en ti. Déjame sugerir algo. ¿Por qué no nos llevas arriba antes de que venga la milicia, y nos los explicas todo?

— Si hubiera sabido lo de Flex… —dijo la doctora. Estaba echa un ovillo sobre el sofá, con una taza de té frío en la mano. A su espalda, un gran espejo ocupaba la mayor parte de la pared—. No sigo las noticias. Tenía una reunión programada con él hace unos días, y cuando no apareció temí de verdad que… no sé, que me hubiera denunciado. — Probablemente lo haya hecho, pensó Derkhan, guardando silencio—. Y entonces oí rumores sobre lo que había pasado en la Perrera cuando la milicia aplastó aquellos disturbios…

No fueron unos putos disturbios, estuvo a punto de gritar Derkhan, aunque se controló. Fuera cual fuera la razón que Magesta Barbile había tenido para darle información a Ben, la disidencia política, desde luego, no era una de ellas.

—Y entonces esos rumores… —siguió la doctora—. Bueno, sumé dos y dos, ¿sabe? Y entonces… y entonces…

— ¿Y entonces te escondiste? —preguntó Derkhan. Barbile asintió.

—Mira —dijo Isaac de repente. Había estado callado hasta entonces, con el rostro reflejando una gran tensión—. ¿Es qué no lo sientes, coño? ¿Es que no lo paladeas? —pasó sus manos, como garras, por la cara, como si el aire fuera algo tangible que pudiera aferrar y manipular—. Es como si el maldito aire nocturno se hubiera vuelto rancio. Ey, puede que sea una simple coincidencia, pero, de momento, todas las cosas malas que han sucedido en el último mes parecen relacionadas en una puta conspiración, y me apuesto los huevos a que esta no es la excepción.

Se inclinó, acercándose a la patética figura de Barbile. Ella lo miró, acobardada y asustada.

—Doctora Barbile —dijo él con tono neutro—: algo que come mentes… incluyendo la de mi amigo; un asalto de la milicia contra el Renegado Rampante; el mismo aire a nuestro alrededor, convertido en una sopa podrida… ¿Qué cono pasa? ¿Qué relación tiene con la mierda onírica?

Barbile comenzó a llorar. Isaac casi aulló por la irritación, mientras se alejaba de ella y alargaba las manos, desesperado. Pero entonces se giró. La mujer hablaba entre sollozos.

—Sabía que era una mala idea… Les dije que deberíamos mantener el control del experimento… —sus palabras eran casi ininteligibles, rotas, interrumpidas por las lágrimas y los sorbidos—. No llevaba el tiempo suficiente… no deberían haberlo hecho.

— ¿Hacer el qué? —intervino Derkhan—. ¿Qué hicieron? ¿De qué te hablaba Ben?

—Sobre la transferencia —sollozó Barbile—. Aún no habíamos terminado el proyecto, pero de repente oímos que lo cancelaban, pero… pero alguien descubrió lo que pasaba en realidad. Iban a vender nuestros especímenes… a un mañoso…

— ¿Qué especímenes? —preguntó Isaac, pero Barbile lo ignoraba. Estaba descargándose a su propio ritmo, con su propio orden.

—No era lo bastante rápido para los patrocinadores, ¿sabéis? Se estaban… impacientando. Las aplicaciones que esperaban, militares, psicodimensionales… no llegaban. Los sujetos eran incomprensibles, no hacíamos progresos… y eran incontrolables, eran demasiado peligrosos… —alzó la mirada y la voz, aún llorando. Se detuvo un instante antes de proseguir, más calmada—. Podríamos haber llegado a algo, pero necesitábamos demasiado tiempo. Y entonces… la gente del dinero debió de ponerse nerviosa, de modo que el director del proyecto nos dijo que se había terminado, que los especímenes habían sido destruidos, pero era mentira… Todo el mundo lo sabía. Aquel no fue el primer proyecto, ¿sabéis? —Isaac y Derkhan abrieron los ojos, pero guardaron silencio—. Ya conocíamos un modo seguro para hacer dinero con ellos. Deben de haberlos vendido al mejor postor… a alguien que pudiera usarlos por la droga… De ese modo, los patrocinadores recuperaban su dinero y el director podía mantener el proyecto en marcha por su cuenta, cooperando con el traficante al que se los había vendido. Pero no está bien. No está bien que el gobierno haga dinero con las drogas, y no está bien que nos roben nuestro proyecto… — Barbile había dejado de llorar. Estaba allí sentada, divagando. La dejaron hablar—. Los otros lo iban a dejar, pero yo estaba enfadada… No los había visto salir de la crisálida, no había descubierto lo que buscaba, ni de lejos. Y ahora los iban a usar para… para que algún miserable hiciera dinero.

Derkhan apenas podía creer su ingenuidad. Así que aquel era el contacto de Ben, aquella estúpida científica de tres al cuarto enfadada por haber perdido un proyecto. Por ello había dado pruebas de los negocios ilícitos del gobierno y había atraído sobre ella la ira de la milicia.

—Barbile —volvió a hablar Isaac, mucho más calmado y tranquilo esta vez—. ¿Qué son?

Magesta Barbile alzó la mirada. Parecía desencajada.

— ¿Que qué son? —dijo, aturdida—. ¿Las cosas que han escapado? ¿El proyecto? ¿Que qué son? Son polillas asesinas.

31

Isaac asintió como si la revelación tuviera sentido. Se preparó para realizar otra pregunta, pero los ojos de ella ya no estaban sobre él.

—Supo que se habían escapado por los sueños, ¿sabéis? —dijo—. Sabía que estaban libres. No sé cómo lo consiguieron, pero demuestra que su venta fue una pésima idea, ¿no? —su voz estaba teñida de un desesperado triunfo—. Esa se la va a tener que tragar Vermishank.


Ante la mención de aquel nombre, Isaac sintió un espasmo. Por supuesto, pensó una parte de su mente, con calma. Tiene sentido que él ande metido en esto. Otra parte de él gritaba en su interior. Las hebras de su vida volaban a su alrededor como una red despiadada.

— ¿Qué tiene Vermishank que ver en todo esto? —preguntó con cuidado. Vio a Derkhan lanzarle una mirada afilada. No reconocía el nombre, pero era evidente que él sí.

—Es el jefe —respondió Barbile, sorprendida—. Es el director del proyecto.

—Pero es biotaumaturgo, no zoólogo, ni teórico. ¿Qué hace al mando?

—La biotaumaturgia es su especialidad, pero no su único conocimiento. Es principalmente el administrador. Está a cargo de la materia con peligro biológico: reconstrucción, armas experimentales, organismos cazadores, enfermedades…

Vermishank era el encargado de ciencias de la Universidad de Nueva Crobuzon. Se trataba de una prestigiosa posición de alto rango. Sería impensable conceder tal honor a alguien enfrentado con el gobierno, eso era evidente. Pero Isaac comprendía ahora que había subestimado la participación de Vermishank con el estado. Era mucho más que un subalterno sumiso.

— ¿Fue él quien vendió las… polillas asesinas? —preguntó Isaac. Barbile asintió. Fuera soplaba el viento, y los postigos traqueteaban con fuerza. El señor X buscó la fuente del ruido. Nadie más apartaba su atención de Barbile.

—Entré en contacto con Flex porque pensé que era lo correcto —dijo ella—. Pero sucedió algo… y las polillas desaparecieron. Han escapado. Solo los dioses saben cómo. — Yo lo sé, pensó Isaac, sombrío. Fui yo—. ¿Sabes lo que significa que hayan escapado? Todos nosotros… todos nosotros vamos a ser presas. Y la milicia debe de haber leído el Renegado Rampante y… y pensaron que Flex tuvo algo que ver… y si pensaron eso, entonces pronto… pronto pensarán que lo hice yo… —Barbile comenzó a sollozar de nuevo y Derkhan apartó la mirada con disgusto, pensando en Ben.

El señor X se acercó a la ventana para ajustar los postigos.

—Y entonces… —Isaac trataba de ordenar sus pensamientos. Había cientos de miles de cosas que quería preguntar, pero una era absolutamente imperiosa—. Doctora Barbile, ¿cómo las capturamos?


Barbile alzó la mirada hacia él y comenzó a negar con la cabeza. Observó a Isaac y a Derkhan de pie sobre ella como padres nerviosos, y más allá a Lemuel, en un lateral, esforzándose en ignorarla. Sus ojos encontraron al señor X, que se hallaba junto a la ventana descubierta. La había abierto un poco para alcanzar los postigos.

Estaba quieto, mirando fuera.

Magesta Barbile miró por encima del hombro del gigante hacia un parpadeo de colores nocturnos.

Sus ojos se vidriaron. Su voz se congeló.

Algo batía contra la ventana, tratando de alcanzar la luz.

La doctora se incorporó mientras Lemuel, Isaac y Derkhan se acercaban a ella preocupados y le preguntaban qué sucedía, incapaces de comprender sus pequeños gritos. Levantó la mano temblorosa hasta señalar la figura paralizada del señor X.

—Oh, Jabber —susurró—. Oh, santo Jabber, me ha encontrado, me ha paladeado…

Y entonces gañó, girando sobre sus talones.

— ¡El espejo! —gritó—. ¡Mirad al espejo!

Su tono era tenso y totalmente imperativo. La obedecieron. Hablaba con tal autoridad desesperada que ninguno sucumbió al instinto de girarse para mirar. Los cuatro observaban el espejo tras el sofá desvencijado. Estaban transpuestos.

El señor X trastabillaba hacia atrás con el paso sin mente de un zombi.

Tras él se produjo un borrón de color. Una forma terrible se apretó y plisó sobre sí misma para meter los pliegues orgánicos, las espinas y la masa a través de la pequeña ventana. Una roma cabeza sin ojos asomó por la abertura y giró lentamente de un lado a otro. La impresión era la de un parto imposible. El ser que acechaba a través del marco se había encogido intrincado, mientras se contraía en direcciones invisibles e imposibles. Resplandeció como una imagen irreal, mientras introducía a la fuerza su carcasa reluciente a través de la abertura sacando los brazos de la amalgama oscura para apretar y hacer fuerza contra las jambas.

Tras el cristal, las alas medio ocultas bullían.

La criatura se dilató de repente y la ventana se desintegró. Solo se produjo un leve sonido seco, como si se absorbiera la sustancia del aire. Fragmentos de cristal rociaron la habitación.

Isaac observaba transfigurado, tembloroso.

Por el rabillo del ojo veía a Derkhan, a Lemuel y a Barbile en el mismo estado. ¡Esto es una locura!, pensó. ¡Tenemos que salir de aquí! Extendió la mano, tiró de la manga a Derkhan y comenzó a acercarse hacia la puerta.

Barbile parecía paralizada. Lemuel tiraba de ella.

Ninguno sabía por qué les había dicho que miraran al espejo, pero tampoco se dieron la vuelta.

Y entonces, mientras se arrastraban hacia la puerta, se congelaron de nuevo. El ser se incorporaba.


En un repentino movimiento floreció y ocupó, inenarrable, el espejo frente a ellos.

Podían ver la espalda del señor X, que observaba los patrones de las alas, pautas que giraban con hipnagógica velocidad, latiendo las células cromáticas bajo la piel de la criatura en extrañas dimensiones.

El señor X dio un paso atrás para contemplar mejor las alas. No alcanzaban a ver su rostro.

La polilla lo tenía cautivado.

Era más alta que un oso. Un manojo de afiladas extrusiones, como oscuros látigos cartilaginosos, florecía de sus costados y se extendía hacia el gigante. Otros miembros más cortos y afilados se flexionaban como garras.

La criatura se sostenía sobre unas patas similares a los brazos de un mono. Tres pares surgían del tronco. Ora se apoyaba sobre un par, ora sobre dos, ora sobre los tres.

Se incorporó sobre las patas traseras y una larga cola afilada serpenteó entre ellas buscando el equilibrio. Su faz…

(Y siempre aquellas inmensas alas irregulares, curvándose en extrañas direcciones, mutando su forma para adaptarse a la habitación, cada una aleatoria e inconstante como el aceite en el agua, cada una un reflejo perfecto de la otra, se movían suavemente, cambiando sus patrones, parpadeando en una seductora marea.)

No tenía ojos reconocibles, solo dos oquedades de las que surgían dos gruesas antenas flexibles como dedos rechonchos, sobre las hileras de enormes dientes. Mientras Isaac observaba, alzó la cabeza y abrió aquella boca irrazonable, desde la que se desplegó una enorme y babeante legua prensil.

La agitó por el aire. Su extremo estaba cubierto por grupos de alveolos sedosos que palpitaban mientras el látigo horrendo se sacudía como la trompa de un elefante.

—Está tratando de encontrarme —aulló Barbile mientras, rota la calma, corría hacia la puerta.

Al instante, la polilla lanzó la lengua hacia el movimiento. Se produjo una sucesión de desplazamientos demasiado rápidos como para verlos. Una cruel punta orgánica salió disparada y pasó a través de la cabeza del señor X como si fuera de agua. El gigante se sacudió de repente y, justo cuando la sangre comenzaba a manar explosiva desde el hueso perforado, la polilla lo aferró con cuatro de sus patas, lo acercó un instante y lo arrojó al otro lado de la habitación.

Voló escupiendo sangre y fragmentos de hueso como si fuera una cometa. Murió antes de aterrizar.

El guiñapo se estrelló contra la espalda de Barbile, arrojándola al suelo. El matón se desplomó sin vida junto a la puerta. Sus ojos estaban abiertos.

Lemuel, Isaac y Derkhan corrieron hacia la entrada, gritando al tiempo una cacofonía de registros.

Lemuel saltó sobre Barbile, que yacía supina y desesperada, tratando de liberarse del enorme cuerpo del señor X. La mujer rodó sobre su espalda y gritó pidiendo ayuda. Isaac y Derkhan la alcanzaron al tiempo y comenzaron a tirarle de los brazos. Tenía los ojos muy cerrados.

Pero, mientras la liberaban del cuerpo del gigante y Lemuel pateaba el cadáver con violencia para apartarlo de la puerta, un duro tentáculo gomoso apareció frente a ellos hasta enroscarse, con el movimiento de un látigo, alrededor de los pies de Barbile. Ella lo sintió y empezó a chillar.

Derkhan e Isaac tiraban con fuerza. Se produjo un instante de resistencia antes de que la polilla la atrajera con su apéndice y se la arrancara con humillante facilidad a los humanos. La mujer se deslizó a terrible velocidad por el suelo, clavándose astillas de hueso y madera.

Comenzó a gañir.

Lemuel había logrado abrir la puerta y corría escaleras abajo sin mirar atrás. Isaac y Derkhan se incorporaron a toda prisa y giraron la cabeza al unísono para mirar por el espejo.

Los dos gritaron espantados.

Barbile se retorcía y chillaba en el complejo abrazo de la polilla. Miembros y pliegues de carne la acariciaban, sujetando sus muñecas mientras ella pateaba hasta que también ese movimiento le fue vedado.

La enorme criatura giró la cabeza hacia un lado, como si la valorara con hambre y curiosidad. Emitía pequeños, obscenos sonidos.

El último par de manos comenzó a ascender, tanteando los ojos de Barbile. Los acariciaba con cuidado. Empezó a hacer palanca para abrir los párpados.

Barbile gañó y gritó suplicando ayuda, mientras Isaac y Derkhan permanecían paralizados frente al espejo, incapaces de actuar.

Con manos trémulas, Derkhan buscó en su chaqueta y sacó la pistola, cargada y preparada. Observando resuelta el espejo, apuntó el arma hacia su espalda. Su mano temblaba al tratar desesperada de atinar de aquel modo imposible.

Isaac vio lo que hacía y buscó rápidamente su propia arma. Fue más rápido en apretar el gatillo.

Se produjo un fuerte estallido de pólvora negra. La bola fue expelida del cañón y pasó inofensiva por encima de la cabeza de la polilla. La criatura ni siquiera alzó la mirada. Barbile lanzó un alarido ante aquel sonido y comenzó a suplicar, con elocuencia y horror, que la mataran.

Derkhan apretó los labios e intentó fijar la puntería.

Disparó. La polilla dio una vuelta y sus alas se sacudieron. Abrió las fauces cavernosas y dejó escapar un horrísono siseo estrangulado, un chillido subsónico. Isaac vio un pequeño agujero en el papiro de su ala izquierda.

Barbile gritó y aguardó un instante, antes de comprender que estaba viva. Volvió a gritar.

La polilla se giró hacia Derkhan. Dos de sus tentáculos recorrieron los dos metros y medio que los separaban y golpearon petulantes su espalda. Se produjo un poderoso crujido y Derkhan fue arrojada a través de la puerta abierta, sin aliento. Gritó al aterrizar.

— ¡No mires atrás!—aulló Isaac—. ¡Vete! ¡Vete! ¡Ya voy!

Trató de cerrarse a las súplicas de Barbile. No tenía tiempo para recargar.

Mientras se dirigía lentamente hacia la puerta, rezando para que la criatura siguiera ignorándolo, contempló lo que se revelaba en el espejo.

Se negó a procesarlo. De momento era una sucesión ciega de imágenes. Más tarde lo consideraría, si dejaba aquella casa vivo y lograba volver a su hogar, con sus amigos, si sobrevivía al plan. Entonces reflexionaría sobre lo que había visto.

Pero, de momento, tuvo el cuidado de no pensar en nada mientras veía a la polilla volver su atención hacia la mujer que sostenía entre sus apéndices. No pensó en nada mientras la forzaba a abrir los ojos con unos delgados dedos simiescos, y oyó el alarido de la mujer cuando vomitó aterrada, antes de callarse de repente al vislumbrar los patrones mutantes de las alas de la polilla. Vio aquellas alas estirarse y encogerse suavemente en un hipnótico lienzo, vio la expresión en trance de Barbile cuando sus ojos se abrieron para contemplar los colores cambiantes, vio su cuerpo relajarse y vio a la polilla rezumar baba con vil anticipación, su lengua inenarrable que se desenroscaba de nuevo desde las fauces hediondas y ascendía por la camisa salivada de su víctima hasta llegar a la cara, con los ojos aún vidriados en éxtasis idiota ante aquel horror. Vio la punta emplumada de la lengua recorrer suavemente el rostro de Barbile, su nariz, sus orejas, e introducirse de repente a empellones en su boca separándole los dientes (e Isaac sintió arcadas a pesar de tratar de no pensar en nada), mientras, con una velocidad indecente, la lengua desaparecía en su interior y los ojos se le abrían como platos.

Y entonces Isaac vio parpadear algo en la piel bajo la cabellera de la mujer, sobresaliendo, agitándose protuberante bajo su pelo y su carne, como una anguila en el fango; vio un movimiento ajeno a ella tras sus ojos, y vio el moco y las lágrimas y el icor manar de los orificios de su cabeza mientras la lengua escarbaba en su mente; justo antes de escapar, Isaac vio cómo los ojos de Barbile se apagaban y el estómago de la polilla se distendía, mientras la sorbía hasta dejarla seca.

32

Lin estaba sola.

Esperaba sentada en el ático, apoyada contra una pared con los pies extendidos como los de una muñeca. Observaba el polvo moviéndose. Estaba oscuro. El aire era cálido. Debían de ser entre las dos y las cuatro.

La noche parecía interminable y despiadada. Podía sentir vibraciones en el ambiente, los llantos trémulos y los gritos del sueño perturbado, sacudiendo toda la ciudad a su alrededor. Ella misma notaba la cabeza lastrada por presagios y amenazas.

Se recostó un poco y se frotó cansina la cabeza de escarabajo. Estaba asustada. No era tan estúpida como para no saber que sucedía algo.

Había llegado al edificio de Motley hacía unas horas, al anochecer del día anterior. Como era habitual, le habían dado instrucciones para que subiera al ático. Pero, al entrar en aquella estancia larga y disecada, se había encontrado sola.

La escultura se alzaba ominosa al otro extremo de la habitación. Después de mirar estúpidamente por todas partes, como si Motley pudiera estar escondido en el espacio desnudo, se había acercado para examinar la pieza. Había supuesto con cierta inquietud que se le uniría pronto.

Había acariciado la figura de esputo khepri. Estaba medio acabada. Ya había terminado las varias piernas de Motley con sus detalles retorcidos y los colores hiperreales. Se interrumpía a un metro del suelo con ondulaciones líquidas, rezumantes. Parecía como si alguien hubiera estado quemando una vela de tamaño real con la forma del mafioso.

Había esperado. Pasó una hora. Trató de levantar la trampilla y abrir la puerta que daba al pasillo, pero ambas estaban cerradas. Había pisoteado una y golpeado la otra, fuerte y repetidamente, pero no hubo respuesta.

Debe de ser un error, se había dicho. Motley está ocupado, vendrá en un momento, solo hay algo que lo retiene; pero no era nada convincente. Motley era consumado. Como hombre de negocios, como matón, como filósofo, como intérprete.

Aquel retraso no era accidental. Era deliberado.

Lin no sabía por qué, pero la quería allí sentada, sudando, sola.

Esperó durante horas hasta que el nerviosismo dio paso al miedo, al aburrimiento, a la paciencia, mientras trazaba bocetos en el polvo y abría su caja para contar las bayas de color, una y otra vez. Llegó la noche y seguía abandonada.

Su paciencia volvió a tornarse miedo.

¿Por qué hace esto?, pensó. ¿Qué quiere? Aquello no tenía nada que ver con los juegos habituales, con las bromas, con la peligrosa locuacidad. Aquello era mucho más ominoso.

Y, por fin, horas después de su llegada, oyó un ruido.


Motley estaba en la habitación, flanqueado por su teniente cacto y un par de enormes gladiadores rehechos. Lin no sabía cómo habían entrado. Hacía unos segundos estaba sola.

Se incorporó y aguardó. Tenía los puños apretados.

—Señorita Lin, gracias por venir —dijo Motley desde una cancerosa agrupación de bocas.

Ella aguardó.

—Señorita Lin, anteayer tuve una conversación de lo más interesante con Lucky Gazid. Sospecho que hace un tiempo que no lo ve. Ha estado trabajando de incógnito para mí. En cualquier caso, como sin duda sabrá, en estos momentos existe una carestía de mierda onírica en la ciudad. Los desvalijamientos aumentan. El contrabando también. La gente está desesperada. Los precios han enloquecido. Simplemente no hay droga bastante para abastecer la ciudad. Lo que esto representa para el señor Gazid, para quien la mierda onírica es en estos momentos su sustancia predilecta, es de imaginar. Ya no puede permitirse su mercancía, ni siquiera con el descuento de empleado. Pues bien, el otro día le oí maldecir. Estaba con el síndrome de abstinencia e insultaba a cualquiera que se acercara, pero aquello fue algo distinto. ¿Sabe qué es lo que repetía mientras se retorcía? Algo fascinante. Era del estilo de «¡Nunca debería haberle dado esa mierda a Isaac!».

El cacto tras el señor Motley abrió sus enormes puños y frotó sus dedos verdes y callosos. Después levantó un brazo hacia el pecho descubierto y, con terrible deliberación, se pinchó un dedo con una de sus espinas, comprobando el filo. Su rostro era impávido.

— ¿No es interesante, señorita Lin? —prosiguió Motley con enfermiza solicitud. Comenzó a caminar hacia ella de lado, como los cangrejos, sobre sus innumerables piernas.

¿Qué es esto? ¿Qué es esto?, pensó Lin mientras se aproximaba. No había donde esconderse.

—Y ahora, señorita Lin, alguien me ha robado posesiones muy valiosas. Un grupo de pequeñas fábricas, si así lo prefiere. De ahí la carestía de mierda onírica. ¿Y sabe qué? Tengo que admitir que no tenía ni idea de quién lo había hecho. De verdad. No tenía por dónde empezar a buscar. —Se detuvo y una marea de gélidas sonrisas cruzó sus múltiples rasgos—. Hasta que oí a Gazid. Entonces… todo… cobró… sentido —escupía cada palabra.

Ante una señal silenciosa, su visir cacto se acercó a Lin, que dio un respingo e intentó alejarse, aunque demasiado tarde. El ser se acercó a ella con sus enormes puños carnosos, le aferró fuertemente los brazos y la inmovilizó.

Las patas de la cabeza de Lin se sacudieron mientras emitía un penetrante chillido químico de dolor. Los cactos solían pulir las espinas en el interior de sus palmas para manipular mejor los objetos, pero aquel había permitido que le crecieran. Manojos de gruesas esquirlas fibrosas agujereaban despiadados sus brazos.

Indefensa, fue llevada sin esfuerzo frente a Motley, que le sonrió. Cuando habló de nuevo su voz rezumaba amenazas.

— Su amante, ese follainsectos, ha intentado jugármela, ¿no, señorita Lin? Comprando grandes dosis de mi mierda onírica, criando incluso sus propias polillas, o eso me dice Gazid, y después robando las mías —rugió las palabras, temblando.

Lin apenas podía pensar por encima del dolor de sus brazos, pero trataba desesperada de hacer señales desde las caderas: No no no no es así no es así…

Motley le dio una bofetada en las manos.

—Ni lo intentes, puta, insecto, ramera bastarda, zorra. El comemierda de tu novio ha intentado sacarme a patadas de mi propio mercado. Y ese es un juego muy, muy peligroso. —Se retiró un poco y la valoró mientras se retorcía—. Vamos a traer al señor der Grimnebulin para que dé cuenta de su robo. ¿Cree que vendrá si le ofrecemos a usted?

La sangre comenzaba a secarse en las mangas de la camisa de Lin. Trató de nuevo de realizar unas señas.

—Tendrá la ocasión de explicarse, señorita Lin —dijo Motley, de nuevo calmado—. Puede que sea usted su compinche en el robo, puede que no tenga ni idea de lo que le hablo. Mala suerte para usted, debo decir. No permitiré que esto quede así. —Observó cómo trataba desesperada de hablarle, de explicarse, de liberarse.

Sus brazos comenzaban a sufrir espasmos. El cacto los estaba insensibilizando. Mientras Lin sentía zumbar su cabeza por el dolor constrictor, oyó el susurro del señor Motley.

—No soy un hombre compasivo.


En el exterior de la Facultad de Ciencias de la Universidad, la plaza bullía de estudiantes. Muchos vestían las togas negras oficiales; algunas almas rebeldes se las quitaban en cuanto abandonaban el edificio.

Entre la marea de figuras había dos hombres inmóviles, apoyados contra un árbol, ignorando la savia pegajosa. Había mucha humedad y uno de ellos vestía de forma incongruente con un largo abrigo y un sombrero oscuro.

Aguardaron quietos durante mucho tiempo. Una clase terminó, y después otra. Los hombres vieron dos ciclos de estudiantes llegar y marchar. En ocasiones, el uno o el otro se frotaba los ojos y estiraba un tanto la cara. Siempre regresaba a su atención casual hacia la entrada principal.

El fin, cuando las sombras de la tarde comenzaban a alargarse, apareció su objetivo. Montague Vermishank salió del edificio y olfateó el aire con cautela, como si supiera que debía disfrutarlo. Comenzó a quitarse la chaqueta y se detuvo para rodearse con ella. Salió en dirección a Prado del Señor.

Los hombres bajo el árbol abandonaron la protección de sus hojas y partieron tras su presa.

Era un día atareado. Vermishank se dirigió hacia el norte, buscando un taxi. Tomó la Vía Tinca, la avenida más bohemia de Prado del Señor, donde los académicos progresivos celebraban su corte en cafés y librerías. Los edificios de la zona eran viejos y bien conservados, sus fachadas limpias y recién pintadas. Vermishank las ignoró. Había recorrido aquella senda durante años y era ajeno a su entorno, así como a sus perseguidores.

Un taxi de cuatro ruedas apareció entre la multitud, tirado por un incómodo y peludo bípedo de la tundra septentrional, que caminaba sobre unas patas articuladas como las de un pájaro. Vermishank alzó el brazo y el taxista trató de maniobrar el vehículo hacia él. Los perseguidores aceleraron el paso.

— ¡Monty! —tronó el más grande mientras le palmeaba el hombro. Vermishank se giró alarmado.

—Isaac —vaciló. Sus ojos buscaron ansiosos el taxi, que seguía acercándose.

— ¿Cómo estás, viejo? —le gritó Isaac al oído izquierdo. Por debajo, Vermishank pudo oír otra voz susurrando a su derecha.

—Lo que tienes en el estómago es un cuchillo, y te destriparé como a un pescado de mierda si se te ocurre respirar siquiera de un modo que no me guste.

—Qué suerte encontrarme contigo —vociferaba Isaac jocoso, llamando al taxi. El conductor musitó y se acercó.

—Intenta escapar y te rajo. Y si lo consigues, te meto una bala en la cabeza. —La voz estaba llena de desprecio.

—Oye, vamos a mi casa a tomar un trago —dijo Isaac—. A la Ciénaga Brock, por favor. La Vía del Remero. ¿Lo conoce? Bonito animal, por cierto. —Isaac mantenía la corriente constante de sinsentidos mientras entraban en el carruaje cerrado. Vermishank entró tras él, temblando y tartamudeando, aguijoneado por el pincho de la navaja. Lemuel Pigeon entró el último y cerró la puerta antes de sentarse mirando hacia delante, con el cuchillo en el costado de Vermishank.

El conductor se alejó de la acera. Los crujidos, el traqueteo y los balidos de protesta del animal los acompañaron durante el viaje.

Isaac se giró hacia Vermishank, desaparecida su exagerada alegría.

—Tienes un montón que cantar, cabrón retorcido —le siseó, amenazador.

El prisionero recuperaba visiblemente la compostura.

—Isaac —murmuró—. Ja. ¿En qué puedo ayudarte?

Dio un respingo cuando Lemuel lo pinchó.

—Cierra la puta boca.

— ¿Cierro la puta boca y canto, Isaac? —musitó suavemente Vermishank, gritando incrédulo cuando Isaac lo golpeó con tanta fuerza como velocidad. Lo miró atónito, frotándose con cautela el rostro dolorido.

— Ya te diré cuándo puedes hablar.

Permanecieron en silencio el resto del viaje. Se desviaron hacia el sur y pasaron junto a la estación del Señor Cansado y después hacia el moroso Cancro, en el Puente Danechi. Isaac pagó al conductor mientras Lemuel empujaba a Vermishank hacia el almacén.

En el interior, David miraba con el ceño fruncido desde su mesa mientras se giraba para observar los acontecimientos. Su chaleco era de una vistosidad incongruente. Yagharek se ocultaba en una esquina, apenas visible. Tenía los pies envueltos en harapos y la cabeza oculta bajo una capucha. Se había quitado las alas de madera. No estaba disfrazado de garuda completo, sino de humano.

Derkhan alzó la vista desde el asiento que había llevado hasta el centro de la pared trasera, bajo la ventana. Lloraba feroz sin emitir sonido alguno. Aferraba un puñado de papeles. Las primeras páginas yacían a su alrededor. «Se extienden las pesadillas veraniegas», decía una. Otra preguntaba «¿Qué le ha ocurrido al sueño?». Ignoraba aquellas noticias, recortando otros artículos menores de las páginas cinco, siete u once de cada periódico. Isaac podía leer un titular desde donde se encontraba: «El asesino Ojospía acaba con editor criminal».

El constructo de limpieza siseaba, zumbaba y se abría paso por toda la habitación, limpiando la basura, barriendo el polvo, reuniendo los papeles viejos y los restos de fruta. El tejón, Sinceridad, vagabundeaba sin rumbo por la pared.

Lemuel empujó a Vermishank hacia el centro de un círculo de tres sillas cerca de la puerta, y se sentó muy cerca de él. Sacó de forma ostentosa la pistola y la apuntó a la cabeza del profesor.

Isaac cerró la puerta con llave.

—Muy bien, Vermishank — dijo con tono profesional. Se sentó y miró a su antiguo jefe—. Lemuel es muy buen tirador, en caso de que tengas ideas estrafalarias. En realidad, es un poco capullo. Y peligroso. No estoy en absoluto de humor para defenderte, así que te recomiendo que nos digas lo que queremos saber.

— ¿Y qué quieres saber, Isaac? —dijo Vermishank suavemente. Isaac estaba iracundo, pero impresionado. Aquel hombre era sorprendente recuperando y conservando el aplomo.

Aquello, decidió Isaac, era algo de lo que había que encargarse.

Se incorporó y se acercó a Vermishank; este lo miró con unos ojos calmados que se abrieron alarmados demasiado tarde, cuando comprendió que Isaac iba a golpearlo de nuevo.

Lo hizo dos veces en la cara, ignorando el aullido dolorido y atónito de su viejo jefe. Lo agarró de la garganta y se inclinó hasta ponerse en cuclillas, situando su cara a la altura de la del aterrado prisionero. Vermishank sangraba por la nariz y arañaba ineficaz las enormes manos de Isaac. Sus ojos estaban vidriados por el terror.

—Creo que no entiendes la situación, viejo —susurró Isaac con desprecio—. Tengo buenas razones para creer que eres el responsable de que mi amigo esté arriba cagándose encima y babeando. No estoy de humor para idioteces, ni para jugar según las reglas. No me importa si vives o si no, Vermishank, ¿entiendes? ¿Me sigues? Así que este es el mejor modo de hacerlo: yo te digo lo que sabemos, y no me hagas perder el tiempo preguntándome cómo, y tú nos iluminas sobre los detalles que nos faltan. Cada vez que no respondas o que pensemos que mientes, o Lemuel o yo nos encargaremos de que lo pagues.

—No puedes torturarme, hijo de puta… —siseó Vermishank con un suspiro estrangulado.

—Que te folien —replicó Isaac—. Tú eres el reconstructor. Ahora… responde o muere.

—O las dos cosas —añadió Lemuel con frialdad.

— ¿Ves cómo te equivocas, Monty? —siguió Isaac—. Podemos torturarte. Esa es la palabra exacta. Así que mejor será que cooperes. Responde rápido y convénceme de que no me mientes. Esto es lo que sabemos. Corrígeme si me equivoco, por cierto, ¿quieres? —sonrió burlón al cautivo.

Se produjo una pausa mientras Isaac resumía los hechos en su cabeza. Después los expuso, marcando cada dato con los dedos.

—Estás a cargo del material con riesgo biológico del gobierno. Eso significa el programa de las polillas asesinas —buscó una reacción, sorpresa ante el hecho de que se conociera el proyecto secreto. Vermishank estaba impertérrito—. Las polillas que tú vendiste a algún matón de mierda. Tienen algo que ver con la droga onírica, y con las… con las pesadillas que todo el mundo está teniendo. Rudgutter creía que tenían relación con Benjamin Flex… lo cual es incorrecto, por cierto. Lo que necesitamos saber es lo siguiente: ¿Qué son? ¿Qué conexión tienen con la droga? ¿Cómo las capturamos?

Se produjo una pausa mientras Vermishank suspiraba largamente. Sus labios temblaban húmedos, empapados en sangre y saliva, pero dejó entrever una media sonrisa. Lemuel agitó la pistola para animarlo.

—Ja. Polillas asesinas —dijo al fin. Tragó y se masajeó el cuello—. Bueno, ¿no son fascinantes? Una especie sorprendente.

— ¿Qué son? —preguntó Isaac.

— ¿Qué quieres decir? Ya lo has descubierto con gran claridad. Son predadores. Eficaces, brillantes predadores.

— ¿De dónde proceden?

— Ja —Vermishank caviló unos instantes. Alzó la vista hasta Lemuel, que perezosa, ostentosamente comenzaba a apuntar el arma hacia su rodilla; continuó de inmediato—. Conseguimos las larvas de un mercante en uno de los Fragmentos más meridionales. Debió de ser a su llegada cuando robaste una, pero no son naturales de aquí. —Alzó la vista hacia Isaac en lo que parecía diversión—. Si de verdad quieres saberlo, la teoría más popular en estos momentos es que proceden de la Tierra Fracturada.

— ¡No me jodas…! —gritó Isaac iracundo, pero Vermishank lo interrumpió.

—Tranquilo, idiota. Esa es la hipótesis favorita. La teoría de la Tierra Fracturada ha recibido un fuerte empuje en algunos círculos con el descubrimiento de las polillas asesinas.

— ¿Cómo hipnotizan a la gente?

—Son las alas, de dimensiones y formas inestables, batiendo como lo hacen en varios planos, equipadas con oneirocromatóforos: células de pigmentación como las de los pulpos, sensibles a las resonancias físicas y con efecto en estas, capaces de emitir patrones subconscientes. Acceden a las frecuencias oníricas que están… eh… burbujeando bajo la superficie de la mente inteligente. Las concentran, las sacan a la superficie. Las mantienen fijas.

— ¿Cómo puede proteger el espejo?

—Buena cuestión, Isaac. —Los modales de Vermishank estaban cambiando. Cada vez parecía más que estuviera dando un seminario. Incluso en una situación como aquella, comprendió Isaac, el instinto didáctico se adueñaba de aquel viejo burócrata—. Simplemente no lo sabemos. Hemos realizado toda suerte de experimentos con espejos dobles, triples, etc. No sabemos por qué, verlas reflejadas niega este efecto, aunque formalmente se trate de una imagen idéntica, al reflejar cada ala a su contraria. Pero, y esto es muy interesante, si las reflejas de nuevo, si las miras a través de dos espejos, como por ejemplo en un periscopio, pueden hipnotizar de nuevo. ¿No es extraordinario? —sonrió.

Isaac hizo una pausa. Reparó en que los modales de Vermishank denotaban urgencia. Parecía ansioso por no olvidarse nada. Debía de ser la pistola de Lemuel.

—He visto… he visto alimentarse a una de esas cosas —dijo—. La vi… comerse un cerebro.

— Ja. —Vermishank agitó la cabeza apreciativo—. Asombroso. Tuviste suerte de estar allí. No viste cómo se comía un cerebro. Las polillas asesinas no viven por completo en nuestro plano. Sus… eh… necesidades nutricionales se satisfacen con sustancias que no podemos medir. ¿No lo ves, Isaac? —Vermishank lo miraba con intensidad, como un profesor tratando de arrancar la respuesta correcta a un alumno petulante. La urgencia volvía a restallar en sus ojos—. Sé que la biología no es tu punto fuerte, pero es un mecanismo tan… elegante, que pensé que lo verías. Extraen los sueños de sus alas, inundan la mente, rompen los diques que retienen los pensamientos ocultos, los pensamientos culpables, las ansiedades, las delicias, los sueños… —Se detuvo y se reclinó, tranquilizándose—. Y entonces, cuando la mente está sabrosa y jugosa… la secan. El subconsciente es su néctar, Isaac, ¿no lo ves? Por eso solo se alimentan de los seres inteligentes. No les sirven los gatos ni los perros. Beben el peculiar preparado resultante del pensamiento reflexivo, cuando los instintos y las necesidades y los deseos y las intuiciones se pliegan sobre sí mismos y reflexionamos sobre nuestros propios pensamientos, y después reflexionamos sobre el reflejo, en un ciclo sin fin. —Su voz era apagada—. Nuestros pensamientos fermentan como el más puro licor. Eso es lo que beben las polillas, Isaac. No la carne fofa y rezumante en la sartén que es el seso, sino el delicado vino de la sapiencia y la inteligencia mismas, el subconsciente. Sueños.


El cuarto quedó en silencio. La idea era sorprendente. Todo el mudo parecía asqueado ante aquella noción. Vermishank casi parecía disfrutar del efecto que tenían sus revelaciones.

Todo el mundo dio un respingo ante el estruendo. No era más que el constructo, que aspiraba atareado la suciedad junto a la mesa de David. Había tratado de vaciar la papelera en su receptáculo, pero había fallado y había derramado su contenido. Estaba intentando limpiar los papeles aplastados que lo rodeaban.

— Y… ¡Mierda, claro!—susurró Isaac—. ¡De ahí las pesadillas! Son como… ¡como un fertilizante! Como no sé, como la mierda de conejo que se añade a las plantas que se comen los propios conejos. Como una pequeña cadena, un pequeño ecosistema.

—Ja, muy bien —respondió Vermishank—. Parece que empiezas a pensar. No puedes ver las heces de las polillas, ni olerlas, pero puedes sentirlas. En tus sueños. Los alimentan. Los hacen bullir. Y después las polillas se alimentan de ellos. Un bucle perfecto.

— ¿Y cómo sabes todo esto, puerco? —saltó Derkhan—. ¿Cuánto tiempo llevas trabajando con esos monstruos?

—Las polillas asesinas son muy raras, y un secreto de estado. Por eso estábamos tan entusiasmados con nuestro pequeño nido. Teníamos un viejo espécimen moribundo, y entonces recibimos cuatro gusanos. Isaac se quedó uno, por supuesto. El original, que había alimentado a nuestros pequeños ciempiés, murió. Debatíamos sobre si abrir o no los capullos durante el cambio, lo que los mataría pero nos proporcionaría una información inestimable sobre su estado metamórfico; pero antes de que tomáramos una decisión, por desgracia —lanzó un suspiro—, tuvimos que vender a los cuatro. Eran un riesgo excesivo. Se comentaba que nuestros investigadores tardaban demasiado, que el fracaso a la hora de controlar a los especímenes ponía nerviosos a los… eh… pagadores. Se cortó la financiación y nuestro departamento tenía que pagar sus deudas cuanto antes, dado el fracaso del proyecto.

— ¿Que era cuál? —susurró Isaac—. ¿Armas? ¿Tortura?

—Oh, venga, Isaac —respondió Vermishank calmado—. Mírate, la rectitud ultrajada. Si no hubieras robado una de ellas, para empezar, nunca habría escapado y no habría liberado a sus compañeras, que es lo que supondrás que ha sucedido; piensa en los muchos inocentes que no habrían muerto.

Isaac lo miró asqueado.

— ¡Que te jodan! —gritó. Se levantó, y hubiera saltado sobre Vermishank de no haber hablado Lemuel.

—Isaac —dijo secamente, apuntándolo con el arma—. Vermishank está cooperando a la perfección, y aún tenemos que descubrir más cosas. ¿No?

Isaac lo miró un instante antes de asentir y sentarse.

— ¿Por qué estás siendo tan buen chico, Vermishank? — preguntó Lemuel, devolviendo la mirada al viejo, que se encogió de hombros.

—No me entusiasma la idea del dolor —dijo con voz afectada—. Además, aunque esto no os va a gustar… no os servirá de nada. No podéis cogerlas. No podéis evadir a la milicia. ¿Por qué iba a contenerme? —Mostró una sonrisa presumida, abominable.

Mas sus ojos estaban nerviosos, su labio superior sudaba. En el fondo de su garganta se ocultaba una nota de desesperanza.

¡Esputo divino!, pensó Isaac con un repentino estallido de comprensión. Se levantó y miró a Vermishank. ¡Eso no es todo! ¡Está… está diciéndonos la verdad porque está asustado! No cree que el gobierno pueda capturarlas… y tiene miedo. ¡Quiere conseguirlo!

Deseaba provocar a Vermishank con aquello, restregarle el conocimiento de su debilidad, castigarlo por todos sus crímenes… pero no podía arriesgarse. Si se enfrentaba a él de forma demasiado flagrante para acosarlo con la comprensión de su inquietud, de la que no estaba del todo seguro, aquel vil gusano retiraría su ayuda por desprecio.

Si era necesario dejarle creer que le suplicaban su ayuda, así sería.


— ¿Qué es la mierda onírica? —preguntó.

— ¿Mierda onírica? —Vermishank sonrió, e Isaac recordó la última vez que le había hecho aquella pregunta y había fingido disgusto, negándose a mancillar su boca con aquella sucia palabra.

Ahora acudió a él sin dificultad.

—Ja. La mierda onírica es la papilla. Es lo que las polillas dan de comer a sus retoños. La exudan constantemente, y en grandes cantidades, cuando están criando. No son como las demás polillas. Estas son muy protectoras. Nutren sus huevos con asiduidad, por lo que parece, y amamantan a los neonatos. Solo en la adolescencia, cuando entran en pupa, pueden alimentarse por su cuenta.

Derkhan lo interrumpió.

— ¿Estás diciendo que la mierda onírica es la leche de esas polillas?

—Exacto. Los ciempiés no pueden digerir la comida puramente física. Deben ingerirla en forma casi física. El líquido que exudan las polillas está cuajado de sueños destilados.

— ¿Y por eso las compró un maldito narcotraficante? ¿Quién es? —Derkhan retorció la boca en una mueca.

—No tengo ni idea. Yo solo sugerí el trato. Cuál de los postores venciera me es irrelevante. Es necesario cuidar a las polillas con cuidado, limpiarlas con regularidad, ordeñarlas. Como a las vacas. Es posible manipularlas si se sabe cómo hacerlo, engañarlas para que exuden su leche sin tener retoños a los que alimentar. Y es necesario procesar esa leche, por supuesto. Ningún humano, ninguna raza inteligente podría bebería cruda. Le mente le estallaría al instante. La mierda onírica, de tan poco elegante nombre, debe haberse procesado dentro de una polilla en mal estado. Es como si le dieras a un bebé humano leche cargada con grandes cantidades de serrín o agua estancada.

— ¿Cómo sabes todo eso? —preguntó Derkhan. Vermishank la miró con expresión vacía—. ¿Cómo sabes cuántos espejos son necesarios para estar a salvo, cómo sabes que convierten las mentes que… que se comen en esa… leche? ¿Cuánta gente les habéis dado para alimentarlas?

Vermishank apretó los labios, algo perturbado.

—Soy un científico —dijo—. Uso los medios a mi alcance. En ocasiones, los criminales son sentenciados a muerte. El modo de morir no se especifica…

—Serás puerco… —siseó violenta—. ¿Y qué hay de la gente que necesitan los traficantes para darles de comer, para elaborar la droga? —Iba a continuar, pero Isaac la cortó.

—Vermishank —dijo en voz baja mientras lo miraba a los ojos—. ¿Cómo podemos recuperar sus mentes? Las que han sido robadas.

— ¿Recuperar? —Vermishank parecía realmente sorprendido—. Ah… —Negó con la cabeza y entrecerró los ojos—. No podéis.

— ¡No me mientas! —gritó Isaac, pensando en Lublamai.

— Se las han bebido —siseó Vermishank, lo que provocó un rápido silencio de todos los presentes. Aguardó—. Se las han bebido —repitió. —Les han robado los pensamientos, los sueños, conscientes e inconscientes, quemados en sus estómagos, expelidos para alimentar a las larvas. ¿Has probado la mierda onírica, Isaac? ¿Alguno de vosotros? —Nadie, y mucho menos Isaac, respondió—. Si es así, las habéis soñado, a las víctimas, a las presas. Habéis metabolizado sus mentes en vuestro estómago y las habéis soñado. No queda nada que salvar. No queda nada que recuperar.


Isaac se sentía absolutamente desesperado.

Llévate también su cuerpo, pensó. Jabber, no seas cruel no me dejes con esa pura cáscara a la que no puedo dejar morir, que no significa nada…

— ¿Cómo matamos a las polillas?

Vermishank esbozó una lenta sonrisa.

—No podéis.

—No me jodas —saltó Isaac—. Todo lo que vive puede morir.

— Me malinterpretas. Como proposición abstracta, por supuesto que pueden morir. Y por tanto, en teoría, es posible matarlas. Pero no seréis capaces de hacerlo vosotros. Viven en varios planos, como he dicho, y las balas, el fuego y demás solo las hieren en uno. Tendríais que golpearlas desde varias dimensiones al mismo tiempo, o causar la más extraordinaria cantidad de daño en esta, y no os darán la ocasión… ¿Comprendes?

—Entonces usa el pensamiento lateral —replicó Isaac, golpeándose la sien con el talón de la mano—. ¿Qué hay del control biológico? Predadores…

—No hay ninguno. Están en lo alto de su cadena alimenticia. Estamos bastante seguros de que en su tierra natal hay animales capaces de matarlas, pero no hay ninguno a varios miles de kilómetros a la redonda. Y, de todos modos, si tuviéramos razón, liberarlos sería condenar a Nueva Crobuzon a una muerte aún más rápida.

— Santo Jabber—suspiró Isaac—. Sin predadores ni competidores, con un enorme suministro de comida fresca en constante regeneración, no habrá modo de detenerlas…

—Y eso —susurró Vermishank titubeante—, es antes de considerar lo que pasaría si… Aún son jóvenes, ya me entiendes. No han madurado por completo. Pero pronto la noche se calentará… Tenemos que considerar lo que podría suceder si criaran…


La sala pareció quedarse quieta, fría. Vermishank trató de nuevo de controlar su expresión, pero otra vez Isaac alcanzó a ver el terror puro en su interior. Estaba despavorido. Era consciente de lo que había en juego.

Cerca, el constructo giraba, siseaba y zangoteaba. Parecía tener un escape de polvo y suciedad, y se movía al azar dejando a su paso un rastro de basura. Otra vez roto, pensó Isaac, devolviendo su atención a Vermishank.

— ¿Cuándo criarán?

El viejo se limpió con la lengua el sudor del labio superior.

—Me han dicho que son hermafroditas. Nunca las hemos visto aparearse o depositar huevos. Solo sabemos lo que nos han dicho. Tienen el celo en la segunda mitad del verano. Una es designada como portadora de los huevos. Normalmente alrededor de Sinn, u Octuario. Normalmente, claro.

— ¡Vamos! ¡Debe de haber algo que podamos hacer! ¡No me digas que Rudgutter no tiene nada pensado…!

—No lo sé. Es decir, por supuesto, sé que tienen planes. Claro. Pero no sé nada al respecto. He… —titubeó.

— ¿He qué? —gritó Isaac.

—He oído que han hablado con demonios. —Nadie dijo una palabra. Vermishank tragó saliva antes de proseguir—. Y rehusaron ayudar. Aun con el mayor soborno.

— ¿Por qué? —siseó Derkhan.

—Porque los demonios tienen miedo. —Vermishank se lamió los labios. El pavor que trataba de ocultar volvía a quedar patente—. ¿Lo entendéis? Estaban asustados. Porque a pesar de todo su poder y su presencia… piensan como nosotros. Son inteligentes, sapientes. Y, por lo que respecta a las polillas asesinas… son presas.

Todos se quedaron muy quietos. La pistola se aflojó en manos de Lemuel, pero Vermishank no hizo intento alguno por escapar, perdido como estaba en su desdichada ensoñación.

— ¿Qué vamos a hacer? —preguntó Isaac. Le flaqueaba la voz.

El chirrido del constructo se hizo cada vez más fuerte. El artefacto giró un momento sobre su rueda central. Los brazos limpiadores estaban extendidos y chocaban contra el suelo con un movimiento de staccato. Primero Derkhan después Isaac y David, seguido por los otros, lo observaron.

— ¡No puedo pensar con esa mierda en la habitación! —rugió Isaac, encolerizado. Se acercó a él, dispuesto a verter su impotencia y su miedo sobre la máquina. Al acercarse, el constructo giró para recibirlo con su iris de cristal y los dos brazos principales extendidos de repente, con un trozo de papel en uno de ellos. El artefacto tenía el desorientador aspecto de una persona con los brazos abiertos. Isaac parpadeó y siguió acercándose.

El brazo derecho de la máquina se clavó en el suelo, sobre el polvo y la suciedad que había derramado a su paso. Entonces comenzó a sacudirse a un lado y a otro, golpeando con violencia los tableros de madera. El miembro izquierdo, el terminado en escoba, se alzó para bloquear el paso de Isaac, para frenarlo y obstaculizarlo, comprendió el humano para su total estupefacción, para llamar su atención. Después bajó el miembro derecho, un pincho recogedor de basura y señaló el suelo.

La tierra, en la que había escrito un mensaje.

La punta del recogedor había trazado una senda a través del polvo, llegando a marcar la madera. Las palabras inscritas eran trémulas e inciertas, pero totalmente legibles.

«Habéis sido traicionados».


Isaac se quedó boquiabierto, consternado. El constructo agitaba el pincho recogedor hacia él, girando a un lado y a otro el trozo de papel.

Los otros aún no habían leído el mensaje sobre el suelo, pero por la expresión de Isaac y el extraordinario comportamiento del constructo podían ver que algo extraño estaba sucediendo. Se incorporaron y se acercaron con curiosidad.

— ¿Qué pasa? —preguntó Derkhan.

—N-no sé… —murmuró él. El constructo parecía agitado, alternativamente golpeando el mensaje en el suelo y agitando el papel en el recogedor. Isaac se acercó, boquiabierto por el asombro, y la máquina estiró su brazo. Cauteloso, tomó el trozo de papel.

Mientras lo alisaba, David saltó de repente, horrorizado y angustiado. Recorrió en un instante la habitación.

—Isaac —gritó—. Espera… —Pero su amigo ya había leído el papel, sus ojos ya se habían abierto despavoridos por el mensaje. Dejó caer la mandíbula ante la gravedad de su significado, pero antes de que pudiera hacer nada Vermishank actuó.

Lemuel había quedado cautivado por el extraño drama del constructo y su atención había abandonado a su presa; Vermishank lo advirtió. Todos miraban a Isaac mientras este leía el papel que la máquina le había entregado. El viejo profesor saltó de la silla y corrió hacia la puerta.

Había olvidado que estaba cerrada con llave. Cuando tiró de ella y no se abrió, dejó escapar un indignado grito de pánico. En ese momento, David se alejó de Isaac y se retiró hacia Vermishank y la puerta. Isaac giró sobre sus talones hacia ellos, aún aferrando el papel. Los perforó a ambos con un odio lunático. Lemuel había visto su error y preparaba la pistola, cuando Isaac avanzó amenazador hacia el prisionero y bloqueó la línea de fuego.

— ¡Isaac! —gritó Lemuel—. ¡Aparta!

Vermishank advirtió que Derkhan se había puesto en pie, que David huía de Isaac, que el hombre encapuchado en la otra esquina se había incorporado y tenía las piernas y los brazos dispuestos en una extraña postura predadora. A Lemuel no alcanzaba a verlo, oculto tras la sombra amenazadora de Isaac.

Este pasaba la mirada de Vermishank a David rápidamente, agitando el papel.

— ¡Isaac! —volvió a gritar Lemuel—. ¡Apártate de en medio, joder!

Pero la rabia no le dejaba oír ni hablar. Todo era una cacofonía. Todos gritaban, exigiendo saber qué decía el papel, suplicando un disparo claro, gruñendo de rabia o chillando como un gran pájaro.

Isaac parecía dudar entre qué presa atrapar. David se estaba derrumbando, suplicándole que lo escuchara. Con un último e inútil tirón a la puerta, Vermishank se giró para defenderse.

Después de todo, era un adepto biotaumaturgo. Musitó un encantamiento y flexionó los invisibles músculos místicos que había desarrollado en sus brazos. Cerró la mano como un garfio ante la energía arcana que hacía que las venas del antebrazo sobresalieran como serpientes bajo la piel, cada vez más tensa.

Isaac tenía la camisa medio desabrochada, y Vermishank hundió su mano derecha a través de la carne descubierta bajo su cuello.

Isaac aulló de rabia y dolor al ceder su piel como espesa arcilla y hacerse maleable bajo las diestras manos del taumaturgo.

Vermishank excavaba sin elegancia a través de la carne poco dispuesta. Cerraba y abría los dedos, tratando de aferrar una costilla. Isaac apretó su muñeca y la retuvo, con el gesto torcido por el dolor. Era más fuerte, pero la agonía lo desarmaba.

Vermishank aullaba mientras peleaban.

— ¡Déjame marchar! —gritaba. No había pergeñado plan alguno, había actuado por miedo a morir, y se veía cometiendo un asesinato. No podía hacer otra cosa que arañar, buscando el pecho de Isaac.

A su espalda, David trataba de dar con su llave.

Isaac no conseguía desenterrar los dedos de Vermishank de su cuerpo, y el taumaturgo era incapaz de clavarlos más profundamente. Los dos permanecieron de pie, sacudiéndose, tirando el uno del otro. Tras ellos, la confusión de voces proseguía. Lemuel había apartado su silla de una patada y se desplazaba para conseguir un disparo claro. Derkhan corría hacia ellos y tiraba con violencia de los brazos de Vermishank, pero el hombre aterrado cerraba los dedos alrededor de la caja torácica de Isaac, y con cada tirón su víctima lanzaba un alarido de dolor. La sangre manaba de la piel de Isaac, desde los sellos imperfectos donde los dedos penetraban la carne.

Los tres forcejeaban y gritaban, salpicando sangre por el suelo, manchando a Sinceridad, que se alejó asustada. Lemuel apareció por encima del hombro de Isaac para disparar, pero Vermishank tiró de su presa, girándola como un grotesco guante y arrancando la pistola de las manos del hampón. El arma golpeó el suelo a una cierta distancia y derramó la pólvora negra. Lemuel maldijo y buscó rápidamente la caja con el detonante.

De repente, una figura encapuchada apareció junto al torpe trío de combatientes. Yagharek se echó hacia atrás la capucha y Vermishank se quedó clavado por los ojos redondos y duros, boquiabierto ante aquel rostro de pájaro predador. Pero, antes de que pudiera hablar, el garuda había hundido su terrible pico curvado en la carne del brazo derecho.

Perforó el músculo y los tendones con velocidad y vigor. Vermishank aulló al convertirse su brazo en pulpa destrozada y sanguinolenta. Retiró la mano del cuerpo de Isaac, quien vio cómo los orificios se sellaban imperfectos con un chasquido húmedo. Grimnebulin gritó agónico y se golpeó el pecho cubierto de sangre; la superficie maltrecha, marcada por los dedos, aún chorreaba escarlata.

Derkhan pasó los brazos alrededor del cuello de Vermishank, que se sujetaba a la ruina sangrante que era su antebrazo. La mujer lo alejó de ella y lo lanzó hacia el centro del almacén. El constructo rodó hasta situarse en su camino. El taumaturgo tropezó con él, cayó al suelo y cubrió la madera de sangre y alaridos.

Lemuel ya tenía la pistola preparada. Vermishank lo vio apuntándole y se preparó para suplicarle, rindiéndose. Levantó el brazo destrozado tembloroso, suplicante.

Lemuel apretó el gatillo. Se produjo un cavernoso crujido y una explosión de pólvora acre. Los gritos del brujo cesaron de inmediato. La esfera le acertó justo entre los ojos, un disparo de manual a una distancia lo bastante corta como para atravesarlo y volarle la tapa de los sesos, con una eflorescencia de sangre oscura.

Cayó hacia atrás y su cráneo fracturado golpeó la vieja tarima.


Las partículas de polvo giraron antes de posarse poco a poco. El cadáver de Vermishank temblaba.

Isaac se echó hacia atrás, se apoyó contra la pared y maldijo. Se apretó el pecho, que pareció alisarse. Se tocaba en un ineficaz intento por reparar los daños superficiales causados por los dedos invasores de Vermishank.

Dejó escapar un pálido grito de dolor.

— ¡Por los dioses! —escupió, observando con desprecio el cuerpo del taumaturgo.

Lemuel seguía apuntando la pistola. Derkhan temblaba. Yagharek se había retirado y observaba los acontecimientos, sus rasgos una vez más bajo la sombra de la capucha.

Nadie habló. El hecho del asesinato de Vermishank lo impregnaba todo. Había malestar y asombro, que no recriminación. Nadie lo querría traer de vuelta.

—Yag, viejo —croó Isaac—. Te la debo. —El garuda no hizo aprecio del comentario.

—Tenemos que… tenemos que sacarlo de aquí—dijo Derkhan con urgencia, pateando el cadáver—. Dentro de nada empezarán a buscarlo.

—Esa es la menor de nuestras preocupaciones —dijo Isaac, levantando la mano derecha. Aún sostenía el papel, ahora ensangrentado, que le había dado el constructo—. David se ha marchado —observó, señalando la puerta abierta. Miró a su alrededor con una mueca—. Se ha llevado a Sinceridad.

Le tiró el papel a Derkhan. Mientras lo desdoblaba, Isaac se acercó al pequeño constructo.

La periodista leyó la nota. Su rostro se endureció con disgusto y cólera. Lo levantó, de modo que Lemuel pudiera verlo. Tras un momento, Yagharek se acercó y lo leyó por encima del hombro del hampón, la capucha aún echada.


Serachin. Con relación a nuestro encuentro. El pago y las instrucciones están incluidos. Der Grimnebulin y sus asociados serán llevados ante la justicia el Día de la cadena, 8 de Tathis. La milicia lo aprehenderá en su residencia a las 9 de la noche. Debe asegurarse de que de Grimnebulin y todos cuantos trabajen con él estén presentes a partir de las 6 en punto. Usted estará presente durante el asalto, para evitar que las sospechas recaigan sobre su persona. Nuestros agentes tienen heliotipos con su rostro, sumado al hecho de que vestirá usted de rojo. Nuestros oficiales harán cuanto sea posible por evitar bajas, pero no es posible garantizarlo, de modo que su clara identificación es crucial.

Sally.


Lemuel parpadeó y alzó la mirada.

—Es hoy —dijo, parpadeando de nuevo—. Hoy es Día de la cadena. Vienen hacia acá.

33

Isaac ignoró a Lemuel. Se encontraba directamente frente al constructo, que se movía casi con inquietud ante su intensa mirada.

— ¿Cómo lo supiste, Isaac? —inquirió Derkhan, e Isaac levantó un dedo, apuntando con él a la máquina.

—Recibí una pista. David nos traicionó —suspiró—. Mi compañero. Nos hemos corrido mil juergas, hemos bebido, nos hemos manifestado… El hijo de puta me ha vendido. Y me lo tuvo que decir un maldito constructo. —Clavó su rostro en la lente del artefacto—. ¿Me entiendes? —preguntó, incrédulo—. ¿Estás ahí? Tú… espera, tienes entradas de audio, ¿no? Gírate… Gira si me comprendes.

Lemuel y Derkhan se miraron.

—Isaac, tío —dijo el primero, preocupado, aunque sus palabras murieron en un atónito silencio.

Lenta, deliberadamente, el constructo estaba girando sobre sí mismo.

— ¿Qué coño está haciendo?

Isaac se volvió hacia ella.

—Ni idea —siseó—. He oído hablar de esto, pero no sabía que podía pasar de verdad. Le ha afectado algún virus, ¿no? IC… Inteligencia Construida… No puedo creer que sea real.

Se volvió para mirar al artefacto. Derkhan y Lemuel se acercaron a él, como, tras un instante de duda, hizo Yagharek.

—Es imposible —dijo Isaac de repente—. No tiene un motor lo bastante intrincado como para disponer de pensamiento independiente. No es posible.

El constructo bajó un brazo y se retiró hacia una cercana pila de polvo. Arrastró la punta por ella, deletreando claramente: «Lo es».

Al verlo, los tres humanos quedaron boquiabiertos.

— ¿Qué cojones…? —gritó Isaac—. ¿Sabes leer y escribir? ¿Tú…? —negó con la cabeza antes de observar al constructo de nuevo, con ojos duros y fríos—. ¿Cómo lo supiste? ¿Por qué me advertiste?


Sin embargo, pronto quedó claro que aquella era una explicación que tendría que esperar. Mientras Isaac aguardaba atento, Lemuel consultaba nervioso su reloj. Era tarde.

Tardaron un minuto, pero al fin convencieron a Isaac de que tenían que escapar del taller en ese mismo momento con el constructo. Más les valía actuar ante la información recibida, aunque no supieran por qué la habían obtenido.

Isaac presentó una débil resistencia, remolcando con él a la máquina. Condenó a David al Infierno y después se maravilló ante la inteligencia de aquella máquina. Gritó de furia y arrojó un ojo analítico sobre el autómata de limpieza transformado. Estaba confuso. La urgente insistencia de Derkhan y Lemuel en que debían moverse lo infectó.

—Sí, David es un montón de mierda, y sí, el constructo es todo un milagro, Isaac —siseaba la periodista—, pero nada valdrá de nada si no nos marchamos ahora mismo.

Y con un enfurecido y tentador fin del asunto, el constructo volvió a extender polvo ante el atónito Isaac, escribiendo cuidadosamente: «Después».

Lemuel pensó con rapidez.

—Conozco un lugar en Gidd al que podemos ir —decidió—. Servirá para esta noche, y después podremos hacer planes. —Derkhan se había movido rápidamente por la habitación, reuniendo cosas útiles en bolsas encontradas en los armarios de David. Era evidente que no podrían regresar allí.

Isaac permaneció insensible contra la pared. Tenía la boca ligeramente abierta. Su mirada estaba perdida. Sacudía la cabeza, incrédulo.

Lemuel reparó en él.

—Isaac —gritó—, vete a recoger tus mierdas. Tenemos menos de una hora. Nos vamos. Nos piramos.

El científico alzó la mirada, asintió perentorio, subió las escaleras a toda prisa y se detuvo de nuevo al llegar arriba. Su expresión era de confusa y desdichada incredulidad.

Tras unos segundos, Yagharek subió silenciosamente tras él. Se situó a su lado y se echó atrás la capucha.

—Grimnebulin —susurró tan bajo como le permitía su garganta de pájaro—. Estás pensando en tu amigo David.

Isaac se giró con violencia.

—Ese cabrón no es amigo mío.

—Pero lo fue. Piensas en la traición.

Isaac guardó silencio unos instantes. Después, asintió. Regresó la mirada de asombro horrorizado.

—Yo conozco la traición, Grimnebulin, silbó Yagharek—. La conozco bien. Lo… lo siento.

Isaac se apartó y, caminando bruscamente por su laboratorio, comenzó a meter trozos de tubo, cerámica y vidrio, aparentemente al azar, en una gran mochila de lona. Después la ató, pesada y tintineante, a su espalda.

— ¿Cuándo fuiste traicionado, Yag? —exigió.

—No. Yo fui el traidor. —Isaac se detuvo y se giró hacia él—. Sé lo que ha hecho David. Y lo siento.

Isaac lo observó perplejo, triste, incapaz de aceptarlo.

La milicia atacó. Solo eran las siete y veinte.


La puerta se abrió con un enorme golpe. Tres oficiales entraron de inmediato y arrojaron a un lado el ariete de mano.

La puerta seguía sin llave tras la huida de David. La milicia no lo había esperado y había intentado derribar una entrada que no ofrecería resistencia. Cayeron al suelo, desparramados e idiotas.

Se produjo un instante de confusión. Los tres soldados trataban de ponerse en pie. Fuera, el pelotón de oficiales contemplaba estúpidamente el edificio. En la planta inferior, Derkhan y Lemuel les devolvieron la mirada. Isaac miró hacia abajo a los intrusos.

Entonces todo el mundo se movió.

La milicia en la calle recuperó el juicio y corrió hacia la puerta. Lemuel volcó sobre un costado la enorme mesa de David y se agazapó bajo su escudo improvisado, preparando sus dos pistolas alargadas. Derkhan corrió hacia él, buscando cobertura. Yagharek siseó y se retiró de la barandilla de la pasarela y desapareció de la vista de la milicia.

Con un rápido movimiento, Isaac se volvió hacia la mesa de su laboratorio y recogió dos enormes frascos de líquido descolorido, giró sobre sus talones y los arrojó como bombas sobre los oficiales invasores.

Los tres primeros soldados en entrar ya se habían incorporado, solo para ser alcanzados por la lluvia de vidrio y química. Una de las enormes redomas se estrelló contra el casco de uno de ellos, que volvió a caer al suelo, inmóvil y sangrante. Peligrosos fragmentos rebotaron en la armadura de los otros dos soldados, que, alcanzados por el diluvio, quedaron quietos un instante antes de empezar a gritar cuando los preparados se filtraron a través de sus máscaras y empezaron a atacar los blandos tejidos de sus rostros.

Aún no se produjo ningún disparo.

Isaac se giró de nuevo y comenzó a coger más frascos, tomándose un instante para pensar el orden de lanzamiento, de modo que el efecto de la cascada química no fuera totalmente al azar. ¿Por qué no disparan?, pensó, confuso.

Los oficiales heridos habían sido arrastrados a la calle. En su lugar, una falange de soldados con pesadas armaduras había entrado en el taller, portando escudos de hierro con ventanucos de cristal reforzado a través de los cuales miraban. Tras ellos, Isaac advirtió a dos oficiales preparados para atacar con aguijones khepri.

¡Deben de querernos vivos!, comprendió. El aguijón podía matar con facilidad, pero no era necesariamente letal. Si muertes eran lo que querían, a Rudgutter le hubiera sido mucho más sencillo enviar tropas convencionales, con rifles de pedernal y ballestas, no rarezas como agentes humanos adiestrados con el aguijón.

Lanzó una doble andanada de limaduras de hierro y destilado sanguimorfo ante la muralla defensiva, pero los guardias fueron rápidos y los frascos se estrellaron contra los escudos. La milicia danzaba para evitar aquellos peligrosos proyectiles.

Los dos soldados tras la barrera giraron sus armas.

La caja de los aguijones (máquinas mecánicas de metal, de intrincado y extraordinario diseño khepri) estaba adosada a los cintos de los oficiales, y tenían el tamaño de una pequeña bolsa. Junto a cada lateral había un cable largo, un grueso alambre recubierto de espirales metálicas y goma aislante, con un alcance de casi siete metros. A unos sesenta centímetros del extremo de cada uno de los cables había un mango de madera pulimentada que los oficiales sostenían en las manos, y que empleaban para girar los extremos de los cordones a terrible velocidad. Algo resplandecía, casi invisible. Isaac sabía que en la punta de cada zarcillo había un peligroso colmillo de metal, un pesado racimo de garfios y púas. Aquellas terminaciones variaban. Algunas eran sólidas, y las mejores se expandían como crueles flores tras el impacto. Todas estaban diseñadas para volar con precisión, para perforar armadura y carne, para aferrarse despiadadas y destrozar los cuerpos.

Derkhan había llegado junto a la mesa y se protegía tras Lemuel. Isaac se giró para coger más municiones. En un momento de silencio, la periodista se incorporó rápidamente sobre una rodilla y miró por encima de la mesa, apuntando su gran pistola.

Apretó el gatillo. En el mismo instante, uno de los oficiales, dejó volar su aguijón.

Derkhan era una buena tiradora. Su proyectil voló hacia el ventanuco de uno de los escudos de la milicia, al que consideró su punto débil. Pero había subestimado las defensas de los soldados. La portezuela se agrietó de forma violenta y espectacular y se cubrió por completo de astillas, polvo de vidrio y grietas, pero disponía de una estructura interna de alambre de cobre, y resistió. El soldado trastabilló antes de recuperar su posición.

El oficial del aguijón se movía como un experto.

Volteó los dos brazos al mismo tiempo con grandes curvas, activó los pequeños interruptores de los mangos de madera que permitían a los cables deslizarse a su través y se liberó. La inercia de las hojas giratorias las arrojó por el aire en un destello gris metálico.

El cable se desenrolló casi sin fricción desde el interior de la caja y se deslizó a través del aire y los mangos de madera. El vuelo curvo era absolutamente certero. Los pesos afilados trazaban un largo movimiento elíptico y reducían la curvatura rápidamente al tiempo que los cables que los unían al aguijón se extendían.

Los racimos de hojas de acero golpearon simultáneamente los dos costados del pecho de Derkhan, que gritó y trastabilló, apretando los dientes mientras la pistola caía de sus dedos espasmódicos.

Al instante, el oficial soltó el bloqueo de su aguijón para liberar el mecanismo dormido.

Se produjo un zumbido balbuciente, y el carrete escondido del motor comenzó a desenrollarse girando como una dinamo y generó oleadas de extraña corriente. Derkhan danzó convulsa, lanzando agónicos alaridos tras los dientes apretados. Pequeñas descargas de luz azulada explotaban como restallidos desde su pelo y sus dedos.

El oficial la observaba con atención, manipulando los diales de la caja que controlaban la intensidad y forma de la energía.

Se produjo una violenta crepitación y Derkhan voló hacia atrás contra la pared y se desplomó sobre el suelo.

El segundo oficial lanzó sus bulbos afilados por encima del borde de la mesa, esperando capturar a Lemuel, pero este se había pegado todo lo posible a la tabla y los garfios volaron inofensivos a su alrededor. El soldado apretó un botón y los cables se retiraron rápidamente a su posición de partida.

Lemuel observó a su compañera caída y preparó las pistolas.

Isaac gritaba enfurecido. Lanzó otro voluminoso frasco de inestables compuestos taumatúrgicos a la milicia. Se quedó corto, pero el matraz estalló con tal violencia que salpicó los escudos y por encima de ellos, se mezcló con el destilado e hizo que dos oficiales cayeran gritando al suelo mientras su piel se convertía en pergamino, y su sangre en tinta.

Una voz amplificada tronó a través de la puerta. Era la del alcalde Rudgutter.

—Detengan estos ataques. No sean inconscientes. No van a salir de aquí. Dejen de atacarnos y mostraremos clemencia.


Rudgutter se encontraba en medio de su guardia de honor con Eliza Stem-Fulcher. Era del todo inusual que acompañara a la milicia en sus redadas, pero aquella no era una acción ordinaria. Se encontraba al otro lado de la calle, algo alejado del taller de Isaac.

Aún no había oscurecido por completo. Rostros alarmados y curiosos se asomaban por las ventanas de toda la vía. Rudgutter los ignoró. Alejó el embudo de hierro de su boca y se giró hacia Eliza Stem-Fulcher, con el ceño arrugado por la preocupación.

—Esto es un espantoso desorden —dijo. Ella asintió—. Pero, por ineficaz que sea, la milicia no puede ser derrotada. Lamentablemente, algunos oficiales morirán, pero no hay modo de que der Grimnebulin y sus cohortes salgan de aquí. —De repente se sintió molesto por los rostros nerviosos asomados a las ventanas.

Alzó el amplificador y volvió a gritar. — ¡Regresen a sus casas de inmediato!

Se produjo un gratificante frufrú de cortinas. Rudgutter se echó hacia atrás y observó cómo el almacén se estremecía.


Lemuel despachó al otro soldado de un elegante y cuidadoso disparo. Isaac arrojó su mesa escaleras abajo y alcanzó con ella a dos oficiales que trataban de aprehenderlo, mientras él continuaba con su bombardeo químico. Yagharek lo ayudaba bajo su dirección, duchando a los atacantes con mezclas nocivas.

Pero aquello no era, no podía ser, más que valentía condenada. Había demasiados soldados. Ayudaba que no estuvieran preparados para matar, porque Isaac, Lemuel y Yagharek no estaban constreñidos del mismo modo. Isaac estimó que habían caído cuatro oficiales: uno de un disparo, otro con el cráneo aplastado, y dos más por las aleatorios reacciones químico-taumatúrgicas. Pero no podía durar. La milicia avanzaba hacia Lemuel desde detrás de sus escudos.

Isaac vio a los soldados alzar la mirada y conferenciar unos instantes. Entonces, uno de ellos levantó cuidadosamente su rifle y apuntó a Yagharek.

— ¡Abajo, Yag! —gritó—. ¡Quieren matarte!

El garuda echó cuerpo a tierra, lejos de la vista del asesino.


No hubo manifestación repentina, ni piel de gallina, ni vastas figuras merodeadoras. Lo único que sucedió fue que la voz de la Tejedora apareció en el oído de Rudgutter.

…he atado invisible enmarañados alambres de cielo y deslizo mis piernas extensas para-tara en hez psíquica de destructores de la telaraña son criaturas infectas toscas grises susurro qué sucede señor alcalde este lugar tiembla…

Rudgutter dio un respingo. Lo que me faltaba, pensó. Replicó con voz firme.

—Tejedora —comenzó. Stem-Fulcher se volvió hacia él con mirada afilada, curiosa—. Qué agradable tenerte entre nosotros.

Es demasiado imprevisible, pensó Rudgutter furioso. Ahora no, joder, ¡ahora no! Lárgate a perseguir a las polillas, vete de caza… ¿qué estas haciendo aquí? La Tejedora le sacaba de quicio y era peligrosa, y Rudgutter había asumido un riesgo calculado al procurarse su ayuda. Pero un cañón roto seguía siendo un arma letal.

Había pensado que la gran araña y él habían llegado a una especie de arreglo, al menos hasta el punto en que esto era posible con la Tejedora. Kapnellior le había ayudado. La textorología era un campo experimental, pero había reportado algunos frutos. Había métodos de comunicación demostrados, y Rudgutter los había estado empleando para relacionarse con la criatura. Los mensajes se tallaban en las hojas de las tijeras y se fundían como esculturas de aspecto aleatorio, iluminadas desde abajo y proyectaban sombras que trazaban las frases en el techo. Las respuestas del ser eran prontas, y se realizaban de modos aún más insondables.

Rudgutter le había pedido educadamente a la Tejedora que se encargara de perseguir a las polillas. No tenía capacidad para dar órdenes, por supuesto, solo para sugerir. Pero la Tejedora había respondido bien, y Rudgutter se dio cuenta de que de forma estúpida, absurda, había comenzado a pensar en la criatura como en su agente.

Aquello acababa de terminar.

Se aclaró la garganta.

— ¿Puedo preguntar por qué te has unido a nosotros, Tejedora?

La voz llegó de nuevo, resonando en su oído, rebotando en los huesos de su cabeza.

…DENTRO Y FUERA LAS FIBRAS SE DIVIDEN Y ESTALLAN Y SE ABRE UN RASTRO EN EL COMBO DE LA TELARAÑA GLOBAL DONDE LOS COLORES SANGRAN Y PALIDECEN ME HE DESLIZADO POR EL CIELO BAJO LA SUPERFICIE HE DANZADO EL ARRIENDO CON LÁGRIMAS DE MISERIA ANTE LA FEA RUINA QUE HUMEA Y SE EXTIENDE Y COMIENZA EN ESTE LUGAR…

Rudgutter asintió lentamente mientras emergía el sentido de las palabras.

—Comenzó aquí —convino—. Este es el centro. Esta es la fuente. Por desgracia… —eligió sus palabras con cuidado—. Por desgracia, este es un momento bastante inoportuno. ¿Podría persuadirte para que investigaras este lugar, que de hecho es el punto de nacimiento del problema, dentro de un rato?

Stem-Fulcher lo observaba. Su expresión era tensa. Escuchaba con atención las respuestas del alcalde.

Por un instante, todos los sonidos a su alrededor cesaron. Los disparos y gritos del almacén murieron momentáneamente. No hubo descargas ni disparos de las armas de la milicia. Stem-Fulcher estaba boquiabierta, como si se dispusiera a hablar, mas no dijo nada. La Tejedora guardó silencio.

Entonces se produjo un susurro dentro del cráneo de Rudgutter, que jadeó consternado antes de dejar caer la mandíbula con absoluta turbación. No sabía cómo, pero estaba escuchando el extraordinario sonido de la Tejedora avanzando, desde varias dimensiones simultáneas, hacia el almacén.


Los oficiales cayeron sobre Lemuel con despiadada precisión. Pasaron por encima del cadáver de Vermishank y alzaron triunfantes los escudos frente a ellos.

Arriba, Isaac y Yagharek se habían quedado sin munición química. El primero bramaba, lanzando sillas, baldas de madera y toda clase de objetos a la milicia, que los reflectaban con facilidad.

Derkhan estaba tan inmóvil como Lublamai, que yacía tumbado sobre su camastro, en la esquina del espacio de Isaac.

Lemuel lanzó un desesperado grito de rabia y, blandiendo su cuerno de pólvora contra los atacantes, los roció de un polvo acre. Buscó su caja de pedernal pero ya los tenía encima, blandiendo sus porras. El oficial del aguijón se acercó, girando las hojas.

El aire en el centro del almacén vibró, incomprensible.

Dos soldados que se acercaban a aquel punto inestable se detuvieron perplejos. Isaac y Yagharek, que portaban entre ambos un enorme banco, se disponían a arrojarlo contra los invasores cuando advirtieron el fenómeno. Se quedaron quietos y observaron.

Como un brote místico, un parche de oscuridad orgánica floreció de la nada en el centro de la estancia. Se expandió en la realidad física con la facilidad animal de un gato desperezándose. Se abrió sobre sí mismo y se alzó para ocupar todo el espacio, un ser colosal, segmentado, una inmensa presencia arácnida que irradiaba poder y absorbía toda la luz del aire.

La Tejedora.

Yagharek e Isaac soltaron el banco al mismo tiempo.

Los soldados dejaron de golpear a Lemuel y se giraron, alertados por la naturaleza cambiante del éter.

Todos se detuvieron a contemplar, sumidos en el espanto.

La Tejedora se había manifestado directamente sobre dos trémulos oficiales que aullaban de terror. Uno dejó caer su espada de la mano paralizada. El otro, más bravo pero no más eficaz, alzó la pistola en su mano temblorosa.

La Tejedora bajó la mirada hacia aquellos dos hombres, alzó su par de manos humanas y las posó sobre sus cabezas encogidas para palmearlas, como si se tratara de perros.

Después elevó una mano y señaló la pasarela, donde Isaac y Yagharek aguardaban pasmados y consternados. La ultraterrena voz cantarina resonó en el silencio repentino.

…más allá y arriba en el pequeño pasadizo fue nació el redrojo encogido el cachorro deforme que liberó sus hermanos rompió el sello de su algodón y surgió huelo los restos de su desayuno aún tendido oh me gusta esto disfruto esta red la trama es intrincada y delicada mas rasgada quien puede aquí tejer con tan robusta e ingenua experiencia…

La cabeza de la Tejedora se meció con alienígena suavidad de un lado a otro, abarcando la estancia con sus múltiples ojos resplandecientes. Ningún humano se movió.

Desde fuera llegó la voz de Rudgutter. Era tensa, furiosa.

— ¡Tejedora! —gritó—. ¡Tengo un presente y un mensaje para ti! —Se produjo un momento de silencio, y entonces un par de tijeras con mango de perla aparecieron volando por la puerta del almacén. La criatura palmeó las manos en un humano movimiento de deleite. Desde el exterior llegó el sonido distintivo de unas tijeras abriéndose y cerrándose. La Tejedora gimió.

…adorable adorable el chak chak de súplica y aun así aunque de bordes suaves y rompen fibras con ruido frío una explosión inversa un embudo en un foco debo girar hacer patrones aquí con artistas novatos ignorantes para deshacer la herida catastrófica hay brutal asimetría en la faz azul que no sirven no puede ser que la red rasgada es zurcida sin patrones y en las mentes de estos desesperados y culpables y despojados hay exquisitos tapices de deseo la banda moteada clama añora amigos plumas ciencia justicia oro…

La voz de la Tejedora tiritaba con canturreante deleite. Sus piernas se movieron de repente con terrorífica velocidad, trazando una intrincada senda a través de la estancia, horadando el espacio.

Los soldados junto a Lemuel dejaron caer sus porras y corrieron para apartarse de su camino. Lemuel elevó la vista hacia la masa arácnida de ojos hundidos. Alzó las manos y trató de gritar de miedo.

La Tejedora aguardó un instante ante él, antes de desviar la vista hacia la plataforma. Se incorporó imperceptible y, al instante, incomprensiblemente, apareció en el altillo, junto a Isaac y Yagharek. Los dos observaron horrorizados su forma vasta y monstruosa. Las patas terminadas en garfios avanzaban hacia ellos. Estaban inmovilizados. Yagharek trató de retirarse, pero la Tejedora era demasiado rápida.

…salvaje e impenetrable…

cantó, aferró al garuda con un movimiento repentino, y lo barrió con el brazo humano, desde el que el hombre pájaro gritaba y se retorcía como un niño aterrado.

…negro y rojizo…

seguía. Brincaba con la elegancia de un bailarín sobre las puntas de sus patas, moviéndose de lado a través de dimensiones retorcidas para aparecer de nuevo frente a la forma acobardada de Lemuel. Lo recogió y lo cargó colgante junto a Yagharek.

La milicia dio un paso atrás, perpleja y espantada. La voz del alcalde Rudgutter sonó de nuevo desde el exterior, pero nadie atendió.

La Tejedora volvió a alzarse para aparecer otra vez en la plataforma de Isaac. Se arrastró hacia él y lo apresó con el brazo libre.

…extravagante secular pululante…

cantaba mientras lo capturaba.

Isaac no podía resistirse. El toque de la Tejedora era frío e inmutable, irreal. La piel era suave, como el cristal pulimentado. Sintió cómo lo alzaban con estupenda facilidad y lo envolvían con mimo bajo el brazo huesudo.

…diamétrica negligente feroz…

oyó decir a la Tejedora mientras rehacía sus imposibles pasos hasta aparecer a siete metros de distancia, sobre el cuerpo inerte de Derkhan. Los soldados alrededor de la mujer se alejaron con miedo concertado. La criatura se acercó a su forma inconsciente y la depositó junto a Isaac, que sintió su calor a través de la ropa.

A Isaac le giraba la cabeza. La Tejedora se desplazaba de nuevo hasta encontrarse al otro lado de la estancia, junto al constructo. Durante unos minutos había olvidado su existencia. La máquina se encontraba en su habitual lugar de descanso en una esquina del taller, desde donde había contemplado el ataque de la milicia. Giró el único rasgo de su cabeza lisa, la lente de cristal, hacia la criatura. La ineludible presencia arácnida introdujo una de sus dagas bajo el artefacto y lo lanzó hacia arriba, haciendo caer al apático autómata, del tamaño de un hombre, sobre su espalda quitinosa, curvada. El constructo se balanceaba precario, pero por mucho que la criatura se moviera no caía al suelo.

Isaac sintió un repentino dolor asesino en la cabeza. Gritó agónico, sintió la sangre caliente bombeando por su rostro. Un instante después percibió el eco del grito de Lemuel.

A través de ojos borrosos por la confusión y la sangre, vio la estancia parpadear a su alrededor mientras la Tejedora caminaba sobre los planos interconectados. Apareció junto a todos los soldados por turno, moviendo uno de sus brazos afilados a demasiada velocidad como para percibirlo. Al tocar a cada uno de los hombres, estos gritaban como si un extraño virus de angustia pareciera restallar por el taller con la velocidad de un látigo.

La araña se detuvo en el centro de la estancia. Tenía los codos bloqueados, de modo que los cautivos no podían moverse. Con los antebrazos dejó caer al suelo varios cuajos sanguinolentos. Isaac alzó la cabeza y miró a su alrededor, tratando de ver a través del intolerable dolor bajo sus sienes. Todos los presentes gritaban con los dientes apretados, llevándose las manos a la cabeza, intentando sin éxito detener los manantiales de sangre con los dedos. Isaac volvió a bajar la mirada.

La Tejedora estaba esparciendo un puñado de orejas ensangrentadas sobre el suelo.

Bajo su mano, de movimientos suaves, la sangre se derramaba sobre el polvo, formando un barro sucio y resbaladizo. Los trozos de carne recién cortada cayeron describiendo la forma perfecta de un par de tijeras.

La araña, imposiblemente cargada de figuras que se sacudían, alzó la mirada moviéndose como si no le costara esfuerzo alguno.

…ferviente y amable…

susurró, antes de desaparecer.


Lo que fue una experiencia se convierte en sueño, y después en recuerdo. No alcanzo a ver los límites entre los tres.

La Tejedora, la gran araña, llegó entre nosotros.

En el Cymek la llamamos furiach-yajh-hett: el loco dios danzante. Nunca esperé ver una. Llegó desde un embudo del mundo para aparecer entre nosotros y los justicieros. Sus pistolas quedaron en silencio. Las palabras murieron en las gargantas como las moscas en la telaraña.

El loco dios danzante se movió por todo el lugar con pasos salvajes, alienígenos. Nos reunió a todos los renegados, los criminales. Los refugiados. Constructos que narran historias; garudas incapaces de volar; reporteros que crean las noticias; científicos criminales y criminales científicos. El loco dios danzante nos reunió a todos como sus adoradores errantes y nos castigó por apartarnos del camino.

Sus manos como cuchillos destellaron y las orejas humanas llovieron sobre el polvo. Yo fui perdonado. Mis orejas, ocultas por las plumas, no son divertidas para este poder enloquecido. A través de los ululos y los aullidos desesperados de dolor, el furiach-yajh-hett trazaba círculos de felicidad.


Y entonces se cansó y se desplazó por los pliegues de materia, fuera del almacén.

A otro espacio.

Cerré los ojos.

Me moví en una dirección de cuya existencia nunca había sospechado. Sentí el tobogán hormigueante de aquella multitud de piernas mientras el loco dios danzante se desplazaba sobre poderosas hebras de fuerza. Corría por oscuros ángulos de la realidad, con todos nosotros colgando debajo. Mi estómago dio un vuelco, y me sentí apresado, obstaculizado por el tejido del mundo. Me picaba la piel en aquel plano alienígena.

Durante un instante, la enajenación del dios me infectó. Durante un instante, la avaricia del saber olvidó su lugar y exigió ser saciada. Durante una fracción de tiempo, abrí los ojos.

Durante un aliento terrible, eterno, vislumbré la realidad a través de la que bregaba el loco dios danzante.

Los ojos me picaron y se humedecieron como si estuvieran a punto de estallar, como si fueran afligidos por un millar de tormentas de arena. No podían asimilarlo que había ante ellos. Mis pobres orbes trataban de ver lo que no era posible ver. No contemplé más que una fracción, el filo de un aspecto.

Vi, o creí ver, o me convencí de que vi, una vastedad que empequeñecía el cielo de cualquier desierto, una gigantesca grieta de proporciones titánicas. Gemí, y oía los demás hacerlo propio a mi alrededor. Extendida sobre la vacuidad, alejándose de nosotros en todas direcciones con cavernosas perspectivas, abarcando vidas y enormidades con cada escabroso nudo de sustancia metafísica, había una telaraña.

Su materia me era conocida.

La reptante infinidad de colores, el caos de texturas que impregnaba cada hebra de aquel tapiz de complejidad eterna… cada uno resonaba bajo el paso del loco dios danzante, vibrando y enviando pequeños ecos de valor, o hambre, o arquitectura, o argumento, o col o asesinato u hormigón a través del éter. La trama de motivaciones del estornino conectaba la espesa, pegajosa cuerda de la risa de un joven ladrón. Las fibras se extendían tensas y sólidamente pegadas a un tercer cabo, su seda compuesta por el ángulo de siete arbotantes de la cubierta de la catedral. La trenza desaparecía en la enormidad de posibles espacios.

Cada intención, interacción, motivación, cada color, cada cuerpo, cada acción y reacción, cada pedazo de realidad física y los pensamientos por ella engendrados, cada conexión realizada, cada mínimo momento de historia y potencialidad, cada dolor de muelas y cada losa, cada emoción y nacimiento y billete de banco, cada posible cosa en toda la eternidad está tejido en esa ilimitada telaraña.

Carece de principio y de fin. Es compleja hasta un grado que humilla a la mente. Es una obra de tal belleza que mi alma lloró.

Está infestada de vida. Había otros como nuestro portador, más locos dioses danzantes, vislumbrados en la infinidad de la obra.

Había también otras criaturas, terribles formas complejas que no recuerdo.

La telaraña no carece de defectos. En innumerables puntos la seda está rasgada y los colores estropeados. Aquí y allá, los patrones son tensos e inestables. Mientras pasábamos estas heridas, sentí al loco dios danzante detenerse y flexionar su glándula, reparando y conteniendo.

Un poco más allá se encontraba la tirante seda del Cymek. Juro que percibí sus oscilaciones al combarse la telaraña global bajo el peso del tiempo.

A mi alrededor vi un pequeño nudo localizado de gasa material… Nueva Crobuzon. Y allí, rasgando las hebras tejidas en su centro, había un feo rasguño. Se extendía hacia fuera y dividía el trapo de la ciudad de telaraña, tomando la multitud cromática y desangrándola, convirtiéndola en un monótono blanco sin vida. Una vacuidad sin finalidad, una pálida sombra mil veces más desalmada que el ojo de un pozo ciego nacido en las cavernas.

Mientras observaba, mis ojos doloridos se abrieron con comprensión, y vi que la herida se agrandaba.

Me asustaba terriblemente aquella llaga creciente, y me sentí empequeñecido por la enormidad de la telaraña. Cerré los ojos con fuerza.

No podía apagar mi mente, que corría desatada para recordar cuanto había visto. No pude contenerla. No me quedó más que una sensación de todo ello. Ahora lo recuerdo como una descripción. El peso de su inmensidad ya no está presente en mí.

Este es el recuerdo malsano que ahora me cautiva.

He bailado con la araña. He estado de fiesta con el loco dios danzante.

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