QUINTA PARTE CONSEJOS

34

En la Sala Lemquest, Rudgutter, Stem-Fulcher y Rescue celebraban un consejo de guerra.

Llevaban despiertos toda la noche. Rudgutter y Stem-Fulcher estaban cansados e irritables. Bebían grandes tazas de café cargado mientras revisaban los papeles.

Rescue estaba impasible. Jugueteaba con su bufanda.

— Mirad esto —dijo Rudgutter, agitando un trozo de papel frente a sus subordinados —. Ha llegado esta mañana. Lo trajeron en persona. Tuve la oportunidad de discutir sus contenidos con los autores. No era una visita social.

Stem-Fulcher se inclinó para coger la carta. Rudgutter la ignoró y comenzó a releerla en persona.

—Es de Josiah Penton, Bartol Sedner y Mashek Ghrashiethnichs —Rescue y Stem-Fulcher levantaron la mirada, asintiendo lentamente —. Los directores de Minas Arrowhead, la Banca del Comercio de Sedner y Empresas Paradox se han tomado el tiempo de escribir una carta juntos, de modo que creo que podemos añadirle una larga lista de nombres menores bajo los suyos, con tinta invisible, ¿hmm? — alisó la carta—. Los señores Penton, Sedner y Ghrashiethnichs están «gravemente preocupados», dice aquí, por los «calumniosos informes» que han llegado a sus oídos. Saben de la crisis. — Observó a Stem-Fulcher y a Rescue mirarse el uno al otro—.

Es todo bastante confuso. No están nada seguros de lo que sucede, pero ninguno de ellos ha dormido bien. Además, tienen el nombre de der Grimnebulin. Quieren saber qué se está haciendo para contrarrestar la… aquí… «esta amenaza a nuestra gran ciudad estado». —Depositó el papel en la mesa mientras Stem-Fulcher se encogía de hombros y se disponía a contestar. La cortó, frotándose los ojos con exasperado agotamiento —. Ya habéis leído el informe del inspector Tormlin, de «Sally». Según Serachin, que en estos momentos se recupera bajo nuestras atenciones, der Grimnebulin asegura disponer de un prototipo funcional de alguna clase de máquina de crisis. Todos comprendemos la gravedad de esto. Bien… nuestros buenos empresarios lo han descubierto. Como podéis imaginar, todos ellos, en especial el señor Penton, están más que deseosos de poner fin a estas «absurdas afirmaciones» lo antes posible. Nos aconsejan que destruyamos de forma sumaria cualquier ridículo «falso motor» que el señor Grimnebulin haya podido fabricar para engañar a los crédulos. —Lanzó un suspiro y alzó la mirada —. Hacen alguna mención de los generosos fondos que han proporcionado al gobierno y al partido del Sol Grueso a lo largo de los años. Ya tenemos nuestras órdenes, señoras y señores. No les hacen ninguna gracia las polillas asesinas, y les gustaría ver capturados a esos peligrosos animales. Pero, aunque no es muy sorprendente, lo que los cabrea es la posibilidad de la energía de crisis. Anoche registramos de arriba abajo el almacén, y no encontramos señal alguna de esa clase de aparato. Tenemos que considerar la posibilidad de que Grimnebulin esté equivocado o haya mentido. Pero, en caso de que no sea así, debemos tener también en cuenta que puede que se llevara anoche con él su máquina y sus notas. —Lanzó un pesado suspiro —. Con la Tejedora.

Stem-Fulcher habló con cuidado.

— ¿Aún no comprendemos lo que ha sucedido? —aventuró. Rudgutter se encogió de hombros con brusquedad.

— Presentamos a Kapnellior las pruebas de los soldados que la vieron y oyeron. He estado tratando de contactar con ella y he recibido una respuesta seca, incomprensible. Estaba escrita con polvo sobre mi espejo. Lo único que sabemos con seguridad es que pensó que mejoraría el patrón de la telaraña global raptando a Grimnebulin y a sus amigos delante de nuestras narices. No sabemos adonde ha ido ni por qué. No sabemos si los ha dejado vivos. En realidad, no sabemos nada. Aunque Kapnellior está bastante seguro de que sigue cazando a las polillas.

— ¿Qué hay de las orejas? — preguntó Stem-Fulcher.

— ¡No tengo ni idea! —gritó Rudgutter—. ¡Harían más bonita la telaraña! ¡Evidentemente! ¡Y ahora tenemos a veinte soldados aterrados sin una oreja en la enfermería! — Se calmó un poco —. He estado pensando. Creo que parte de nuestro problema es que hemos empezado con planes demasiado grandes. Seguiremos intentando localizar a la Tejedora, pero, mientras tanto, tenemos que recurrir a métodos menos ambiciosos para cazar polillas. Vamos a reunir una unidad de nuestros guardias, soldados y científicos que hayan tenido trato con las criaturas. Estamos formando un pelotón especial. Y vamos a hacerlo junto a Motley — Stem-Fulcher y Rescue lo miraron y asintieron—. Es necesario. Tenemos que unir nuestros recursos. Él tiene hombres entrenados, como nosotros. Ya hay en marcha algunos procedimientos. Cada uno manejará a sus unidades, pero todas operarán en equipo. Motley y sus hombres disponen de amnistía incondicional para cualquier actividad criminal mientras desarrollen esta operación. Rescue —dijo con voz calmada—, necesitamos tus habilidades particulares. Con discreción, por supuesto. ¿Cuántos de… de los tuyos crees poder movilizar en un día? Conociendo la naturaleza de la operación; no carece de peligros.

Montjohn Rescue volvió a llevarse la mano a la bufanda. Hizo un peculiar ruido bajo su respiración.

—Diez o así —respondió.

—Recibiréis entrenamiento, por supuesto. Ya habéis usado guardas de espejo, ¿no? — Rescue asintió—. Bien. Porque el modelo de inteligencia de tu especie es… bastante similar al humano, ¿no? ¿Vuestra mente es tan tentadora para las polillas como la mía, independientemente del anfitrión?

Rescue asintió de nuevo.

— Soñamos, señor alcalde —dijo con su voz plana—. Podemos ser presa.

— Lo entiendo. Tu valor, el valor de los tuyos, no quedará sin recompensa. Os proporcionaremos lo que esté en nuestra mano para garantizar vuestra seguridad. — Rescue asintió sin emoción visible y se incorporó lentamente.

— Siendo el tiempo de tal importancia, empezaré ahora mismo a extender el aviso. — Se inclinó—. Tendrá mi pelotón para mañana al anochecer — terminó, abandonando la habitación.

Stem — Fulcher se volvió hacia Rudgutter con los dientes apretados.

— No le hace mucha gracia, ¿no? — preguntó. Rudgutter se encogió de hombros.

— Siempre ha sabido que su papel podría conllevar riesgos. Las polillas son una amenaza tanto para su gente como para nosotros.

Stem-Fulcher asintió.

— ¿Cuánto hace que fue tomado? El Rescue original, me refiero, el humano.

Rudgutter calculó unos instantes.

— Once años. Estaba planeando suplantarme. ¿Tienes a tu grupo en marcha? — demandó. Stem-Fulcher se recostó en la silla y dio una larga calada a su pipa de arcilla. El humo aromático comenzó a danzar.

— Hoy y mañana nos sometemos a un entrenamiento intensivo… ya sabe, apuntar hacia atrás con las guardas de espejo, esa clase de cosas. Parece que Motle y está haciendo lo mismo. Se rumorea que sus tropas incluyen a varios rehechos específicamente diseñados para el cuidado y captura de polillas, con espejos incorporados, armas para apuntar hacia atrás, etc. Nosotros solo disponemos de un oficial así — sacudió la cabeza, celosa—. También tenemos a varios de los científicos del proyecto trabajando en la detección de los bichos. No dejan de repetirnos que no es un sistema fiable, pero si tienen éxito nos pueden proporcionar una cierta ventaja.

Rudgutter asintió.

— Suma eso a nuestra Tejedora, que aún sigue por algún sitio, cazando a las polillas que no hacen más que destrizar su preciosa telaraña… Tenemos un razonable conjunto de tropas.

— Pero no están coordinadas —replicó Stem-Fulcher —. Eso me preocupa. Y la moral de la ciudad comienza a decaer. Evidentemente, muy poca gente conoce la verdad, pero todos saben que no pueden dormir por la noche por miedo a los sueños. Estamos trazando un mapa con los principales puntos de las pesadillas para ver si logramos dar con algún patrón, rastrear a las polillas de algún modo. Durante la última semana se han cometido multitud de crímenes. Nada grande o planeado: los ataques repentinos, los asesinatos pasionales, las peleas. Los nervios están a flor de piel. La gente está asustada y paranoica. — Cuando el silencio se aposentó unos instantes, prosiguió su exposición—. Esta mañana debería haber recibido usted los frutos de algunas de nuestras labores científicas. He pedido a nuestro equipo de investigación que construya un casco que detenga la filtración de hez onírica durante el sueño. Tendrá un aspecto ridículo mientras duerme, pero al menos podrá descansar. — Se detuvo. Rudgutter parpadeaba rápidamente— ¿Cómo están sus ojos?

El alcalde negó con la cabeza.

— Van — respondió triste —. Somos incapaces de solventar el problema del rechazo. Creo que ya es hora de un nuevo juego.


Ciudadanos de mirada cansina marchaban al trabajo. Estaban hoscos y poco cooperativos.

En los muelles de Arboleda no se mencionaba la huelga aplastada. Las heridas de los estibadores vodyanoi comenzaban a diluirse, y sacaban los cargamentos hundidos de las aguas sucias como siempre habían hecho. Dirigían los barcos por los angostos espacios de las orillas. Murmuraban en secreto acerca de la desaparición de los líderes sindicales.

Sus camaradas humanos observaban a los xenianos derrotados con una mezcla de emociones.

Los gruesos aeróstatos patrullaban los cielos sobre la ciudad como una infatigable, torpe amenaza.

Las discusiones saltaban con extraña facilidad. Las peleas eran comunes. La miseria nocturna se extendía y afectaba a sus víctimas desde el mundo de la vigilia.

En la Refinería Blecky de Gran Aduja, un exhausto gruista sufría la alucinación de uno de los tormentos que le habían robado el sueño la noche anterior. Temblaba lo suficiente como para afectar a los controles del aparato, y la inmensa máquina de vapor liberó un cargamento de hierro fundido un segundo antes de lo debido, derramaba un torrente de metal al blanco sobre los labios del contenedor a la espera y salpicaba a los trabajadores como una máquina de asedio. Los gritos quedaron consumidos por la despiadada cascada.

En lo alto de los desiertos obeliscos de hormigón de Salpicaduras, los garuda de la ciudad encendían grandes fuegos por la noche. Golpeaban sus gongs y sus cacerolas, gritando obscenas canciones y lanzando chillidos estridentes. Charlie, el gran hombre, les dijo que así impedirían que los espíritus malvados de la ciudad visitaran las torres. Los monstruos voladores. Los demonios que habían acudido a Nueva Crobuzon para sorber el cerebro de los vivos.

Las roncas reuniones en los cafés de los Campos Salacus eran más calmadas.

Las pesadillas empujaban a algunos artistas a frenesíes creativos. Se planeaba una exposición, Despachos de una ciudad turbada, que pretendía mostrar el arte, la escultura, la música inspirada por la epidemia de pesadillas que engullía la ciudad.

Había miedo en el aire, un nerviosismo al invocar ciertos nombres. Lin e Isaac, los desaparecidos. Hablar de ellos era admitir que algo podía ir mal, que podían no estar Simplemente atareados, que su silencio, su ausencia de los lugares habituales, era siniestra.

Las pesadillas desbordaban la membrana del sueño y se derramaban sobre la vida cotidiana, acosando el reino del sol, secando las conversaciones en las gargantas y alejando a los amigos.


Isaac despertó en manos de los recuerdos. Estaba rememorando su extraordinaria huida de la noche anterior. Sus ojos vacilaron, pero permanecieron cerrados.

Contuvo el aliento.

Poco a poco, recordó. Imágenes imposibles lo asaltaron. Hebras de seda del grosor de una vida. Seres vivientes arrastrándose insidiosos por alambres interconectados. Tras un hermoso palimpsesto de gasa de color, una vasta, intemporal, infinita masa de ausencia…

Aterrado, abrió los ojos.

La telaraña había desaparecido.

Miró lentamente a su alrededor. Estaba en una caverna de ladrillo, fría y húmeda, rezumante en la oscuridad.

— ¿Estás despierto, Isaac? — Era la voz de Derkhan.

Se incorporó sobre los codos. Gimió. Le dolía todo el cuerpo, de mil maneras distintas. Se sentía apaleado y destrozado. Derkhan estaba sentada cerca de él, sobre una repisa de ladrillo. Le sonreía sin humor alguno. Era un rictus de terror.

— ¿Derkhan? — murmuró. Sus ojos se abrían cada vez más —. ¿Qué llevas puesto?

En la media luz emitida por una lámpara de aceite humeante, pudo ver que vestía un hinchado atuendo de color rosa brillante. Estaba decorado con chillonas flores cosidas. Derkhan negó con la cabeza.

— No tengo ni puta idea, Isaac —dijo amarga — Lo único que sé es que el soldado del aguijón me dejó inconsciente y que desperté aquí, en las alcantarillas, vestida así. Y eso no es todo… — Su voz tembló unos instantes. Se apartó a un lado el pelo del lateral de la cabeza. Isaac siseó al ver el crudo, supurante coágulo que adornaba su sien —. M-me falta una oreja — dejó caer el cabello con una mano temblorosa — Lemuel ha estado diciendo que era una… una Tejedora la que nos trajo aquí. Aún no te has visto el traje, ¿no?

Isaac se frotó la cabeza y se incorporó por completo. Pugnó por aclarar la bruma de su mente.

— ¿Qué? ¿Dónde estamos? ¿Las alcantarillas…? ¿Dónde está Lemuel? ¿Y Yagharek? ¿Y…? — Lublamai, oyó dentro de su cabeza, pero recordó las palabras de Vermishank. Recordó con frío espanto que Lublamai estaba irrevocablemente perdido.

Su voz se disipó.

Se oyó y comprendió que estaba divagando histérico. Se detuvo e inspiró con lentitud, forzándose a calmarse.

Miró alrededor para evaluar la situación.

Derkhan y él estaban sentados en una cornisa de sesenta centímetros embebida en la pared de una pequeña cámara ciega de ladrillo. Debía de medir unos tres metros de lado (el otro extremo apenas era visible con la débil luz), con un techo a poco más de metro y medio sobre su cabeza. En cada una de las cuatro paredes de la cámara se abría un túnel cilíndrico de metro veinte de diámetro.

El fondo de la estancia estaba completamente sumergido en agua hedionda. Era imposible adivinar la profundidad de aquella corriente. El líquido parecía emerger de al menos dos de los túneles y fluía lentamente hacia los otros. Las paredes estaban resbaladizas por el cieno y el moho. El aire hedía a mierda y putrefacción.

Isaac se miró y su expresión se vio surcada por la perplejidad. Estaba vestido con traje y corbata inmaculados, una pieza oscura, bien cortada, de la que cualquier parlamentario estaría orgulloso. No lo había visto nunca antes. Junto a él, arrugada y sucia, esperaba su mochila de lona.

Recordó, de repente, el dolor explosivo y la sangre de la noche anterior. Tragó saliva y se acercó la mano con inquietud.

Mientras sus dedos tanteaban exhaló atronador. Su oreja izquierda había desaparecido.

Exploró con pies de plomo el tejido destrozado, esperando encontrarse carne húmeda, arrancada, y cuajarones de sangre secos. Sin embargo, al contrario que en el caso de Derkhan, halló una cicatriz bien sellada, cubierta de piel. No sentía dolor alguno, como si la herida llevara varios años así. Frunció el ceño y tanteó, experimentando con la zona. Aún podía oír, aunque, sin duda, su capacidad para localizar la fuente de los sonidos se vería mermada.

Derkhan temblaba ligeramente mientras observaba.

— Esa Tejedora tuvo a bien curarte la oreja, lo mismo que a Lemuel, pero no la mía… —su voz era apagada y desdichada—. Aunque sí detuvo la hemorragia de las heridas de ese… maldito aguijón—. Lo observó unos instantes —. De modo que Lemuel no estaba loco, ni mentía, ni soñaba — dijo con voz queda —. ¿De verdad me dices que esa Tejedora apareció y nos rescató?

Isaac asintió con cautela.

— No sé por qué… No tengo ni idea del motivo… pero es cierto —recordó —. Oí fuera a Rudgutter, gritándole algo. Sonaba como si no le sorprendiera del todo que estuviera allí… estaba intentando sobornarla, creo. Puede que ese maldito insensato haya estado tratando de cerrar tratos con ella… ¿Dónde están los demás?

Isaac miró a su alrededor. No había donde esconderse en aquella cornisa, pero enfrente había otra similar, completamente bañada en la oscuridad. Cualquiera allí agazapado hubiera sido invisible para ellos.

— Todos despertamos aquí —dijo Derkhan —. Y todos menos Lemuel teníamos estas ropas extrañas. Yagharek estaba… sacudió la cabeza confusa y se tocó con cuidado la herida ensangrentada. Se encogió—. Yagharek estaba embutido en un traje ridículo. Había un par de lámparas encendidas esperándonos cuando llegamos. Lemuel y Yagharek me contaron lo que había sucedido… Yagharek hablaba… estaba muy raro, y hablaba sobre una telaraña —negó con la cabeza.

— Lo entiendo —dijo Isaac cansino. Se detuvo y sintió cómo su mente se deslizaba fascinada hacia sus vagos recuerdos—. Tú estabas inconsciente cuando la Tejedora nos trajo. No pudiste ver lo que nosotros vimos… adonde nos llevó…

Derkhan frunció el ceño. Tenía los ojos cubiertos de lágrimas.

— Me… me duele muchísimo la oreja—dijo. Isaac le acarició el hombro con torpeza, con gesto preocupado, hasta que ella siguió—. Pero bueno, tú estabas fuera de juego, así que Lemuel se marchó, y Yagharek se fue con él.

— ¿Qué? — gritó Isaac, pero Derkhan le pidió con las manos que bajara la voz.

— Y a conoces a Lemuel, sabes el tipo de trabajo que hace. Resulta que conoce bien las alcantarillas. Al parecer, puede ser un capullo bastante útil. Hizo un pequeño viaje de reconocimiento a los túneles, y volvió sabiendo dónde estábamos.

— ¿Y dónde es?

— En la Sombra. Se marchó y Yagharek exigió ir con él. Juraron que volverían en menos de tres horas. Han ido a por comida, a por algo de ropa para Yagharek y para mí, y a reconocer el terreno. Se marcharon hará una hora.

— Bueno, cono, pues vamos a buscarlos… Derkhan negó con la cabeza.

— No seas imbécil, Isaac —dijo, cansada—. No podemos permitirnos el lujo de separarnos. Lemuel conoce las alcantarillas… son peligrosas. Nos dijo que nos quedáramos quietos. Hay toda clase de cosas aquí abajo: gules, trogs, los dioses saben qué. Por eso me quedé contigo mientras dormías. Tenemos que esperar aquí. Y, además, probablemente ahora seas la persona más buscada de toda Nueva Crobuzon. Lemuel es un criminal de éxito, y sabe cómo pasar desapercibido. El corre mucho menos peligro que tú.

— ¿Y qué pasa con Yag? —gritó Isaac.

— Lemuel le dio su capa. Con la capucha puesta y ese vestido rasgado y envuelto alrededor de los pies, parece un viejo raro. Volverán pronto, y tenemos que esperarlos. Hemos hecho planes, así que escucha. — El alzó la vista, preocupado por su tono depresivo—. ¿Por qué nos ha traído aquí, Isaac? — su rostro se contrajo por el dolor —. ¿Por qué nos hizo daño, por qué nos vistió así? ¿Por qué no me sanó a mí…? — La furia le hacía llorar lágrimas de dolor.

— Derkhan — intervino Isaac con suavidad—. Yo no podía saber…

— Tienes que ver esto — le dijo ella, sorbiendo rápidamente. Le entregó una hoja de periódico arrugada y hedionda. Él la tomó con cuidado, el rostro torcido por el desagrado de tener que tocar aquel objeto empapado, inmundo, percudido.

— ¿Qué es? —dijo, desdoblándolo.

— Cuando despertamos, desorientados y confusos, llegó por uno de esos pequeños túneles, doblado hasta formar un barco de papel —lo miró con recelo—. Flotaba contracorriente. Lo cogimos.

Isaac lo abrió y lo miró. Eran las páginas centrales de El Resumen, uno de los periódicos semanales de Nueva Crobuzon. Por la fecha en la parte alta, «9 de Tathis de 1779», vio que había llegado esa misma mañana.

Isaac revisó la pequeña colección de historias. Sacudió la cabeza con incomprensión.

— ¿Qué me he perdido?

— Mira las cartas al editor —dijo Derkhan.

— Giró la hoja. Allí estaba, la segunda carta. Estaba escrita con el mismo tono formal y estirado de las demás, pero su contenido era por completo distinto.

Isaac abrió bien los ojos para leerla.


Señores y señora:

Por favor, acepten mi felicitación por sus exquisitas dotes para el tapiz. Para que puedan seguir desarrollando su arte, me he permitido extraerlos de una situación desafortunada. Mis esfuerzos son requeridos con urgencia en otra parte y me resulta imposible acompañarlos.

Sin duda, nos encontraremos de nuevo en un breve plazo. Mientras tanto, sepan que aquel de ustedes cuya cría inadvertida llevó al actual y desgraciado predicamento para la ciudad puede convertirse en víctima de atenciones no deseadas por parte del huésped fugado.

Les conmino a proseguir con su labor para con el tapiz, del que yo misma soy devota.

Fielmente suya,

T.


Isaac alzó la mirada hacia Derkhan.

— Los dioses sabrán lo que piensa el resto de los lectores de El Resumen de esto… —dijo con voz apagada —. ¡Esa maldita araña es poderosa!

Derkhan asintió lentamente y suspiró.

— Pero me encantaría entender qué estaba haciendo… — respondió infeliz.

—Es imposible, Dee. Imposible.

— Tú eres científico, Isaac — saltó ella. Parecía desesperada—. Tienes que saber algo acerca de esos malditos bichos. Por favor, trata de explicarnos lo que dice…

Isaac no discutió. Releyó la nota y rumió en silencio las informaciones que podía encontrar.

— Simplemente hace lo que considera necesario para… para hacer más hermosa la telaraña —dijo desdichado. Vio la herida mellada de Derkhan y apartó la mirada—. No puedes comprenderla, su pensamiento es totalmente ajeno al nuestro. — Mientras hablaba, se le ocurrió algo—. Puede que… puede que por eso Rudgutter haya estado negociando con ella. Si no piensa como nosotros, quizá sea inmune a las polillas… Puede que sea como… como un perro de caza.

Y ha perdido el control que tuviera sobre ella, pensó, recordando los gritos del alcalde desde el exterior. No está haciendo lo que él quiere.

Devolvió su atención a la carta en El Resumen.

— Esto de aquí sobre el tapiz… — musitó, mordiéndose los labios—. Eso es la telaraña global, ¿no? Supongo que lo que dice es que le gusta lo que… emm… lo que hacemos con el mundo. Cómo lo «tejemos». Creo que por eso nos sacó. Y esta última sección… — Su expresión se hizo más temerosa a medida que leía.

— Oh, dioses — siseó —. Es como lo que le sucedió a Barbile… — Derkhan quedó boquiabierta y asintió, reluctante—. ¿Qué fue lo que dijo? «Me ha catado…». Mi gusano tiene que haberse sentido todo el rato tentado por mi mente… Ya me ha catado… Debe de estar cazándome.

Derkhan lo observaba fijamente.

— No conseguirás perderle el rastro, Isaac —dijo en voz baja—. Tenemos que matarlo.

Había dicho «tenemos». La miró agradecido.

— Antes de formular planes — siguió ella—, hay otra cosa. Un misterio. Algo de lo que quiero una explicación. — Hizo un gesto hacia la otra repisa, en la oscuridad de la cámara. Isaac escudriñó con atención la suciedad fuliginosa. Apenas alcanzaba a distinguir una forma inmóvil.

La reconoció al instante. Recordó su extraordinaria intervención en el almacén. Su respiración se aceleró.

—No habla, ni escribe, ni nada así —dio Derkhan —. Cuando nos dimos cuenta de que estaba con nosotros, tratamos de que hablara para descubrir lo que había hecho, pero nos ignoró por completo. Creo que ha estado esperándote.

Isaac se acercó al borde de la repisa.

— Es poco profunda —dijo Derkhan a su espalda. Isaac descendió a la fría y acuosa porquería de las cloacas. Le llegaba a la altura de las rodillas. Avanzó sin pensar, ignorando la espesa hediondez que lamía sus piernas. Vadeó el mucilaginoso puré de excremento hasta la otra repisa.

A medida que se acercaba, el inmóvil habitante de aquel espacio oscuro zumbó ligeramente e incorporó su cuerpo maltrecho tanto como pudo. Había muy poco espacio.

Isaac se sentó junto a él y trató de limpiarse los zapatos mancillados. Se giró con expresión ansiosa, hambrienta.

— Pues dime lo que sabes. Cuéntame por qué me advertiste. Explícame lo que sucede.

El constructo de limpieza emitió un pitido.

35

Yagharek aguardaba bajo un húmedo remetido de ladrillos cerca de la estación Trauka.

Masticaba un poco de pan y carne que le había suplicado sin palabras a un carnicero. No lo habían descubierto. Simplemente sacó la mano trémula de debajo de la capa y le dieron la comida. Su cabeza había permanecido oculta. Se alejó arrastrándose sobre sus pies cubiertos de harapos. Sus andares eran los de un anciano fatigado.

Era mucho más fácil ocultarse como humano que como un garuda completo.

Esperó en la oscuridad en la que lo había dejado Lemuel. Desde las sombras que lo ocultaban podía vigilar las idas y venidas en la iglesia de los dioses reloj. Era un edificio feo y pequeño cuya fachada estaba pintada con los lemas publicitarios de la tienda de muebles que había sido en su día. Sobre la puerta había un intrincado mecanismo de bronce, cada hora entrelazada con los símbolos de su dios asociado.

Yagharek conocía la religión, fuerte entre los humanos de Shankell. Había visitado los templos cuando su bandada acudió a la ciudad para comerciar, en los años anteriores a su crimen.

El reloj dio la una y el garuda oyó el ululante himno de Sanshad, el dios solar, atravesando las ventanas rotas. Se cantaba con más voluntad que en Shankell, pero con una delicadeza considerablemente menor. Habían pasado menos de tres décadas desde que la religión cruzara el Mar Escaso con algún éxito. Era evidente que las sutilezas se habían perdido en el agua, en alguna parte del camino.

Antes de ser consciente de ello, sus oídos de cazador se habían dado cuenta de que uno de los juegos de pasos que se aproximaban a su escondrijo era familiar. Terminó su comida a toda prisa y esperó.

Lemuel apareció recortado en la entrada de la pequeña gruta. Los viandantes iban y venían en los espacios iluminados sobre sus hombros.

—Yag—susurró, escudriñando ciego en el fétido agujero. El garuda avanzó un poco hacia la luz. Lemuel portaba dos bolsas llenas de ropa y comida—. Vamos. Tenemos que volver.

Rehicieron sus pasos a través de las calles serpenteantes de la Sombra. Era Día de la calavera, día de compras, y en el resto de la ciudad se reunirían multitudes. Pero en la Sombra las tiendas eran humildes, paupérrimas. Los residentes con el día libre acudían a Griss Bajo, o al mercado de Galantina. No había muchos testigos del paso de Lemuel y Yagharek.

El garuda aceleró bamboleándose extrañamente sobre sus pies envueltos para mantenerse a la altura de su compañero. Se dirigieron hacia el sureste y, sin salir de la sombra de las líneas férreas elevadas, voló hacia Siriac.

Así es como llegué a la ciudad, pensó Yagharek, siguiendo el rastro de las grandes sendas de hierro de los trenes.

Pasaron bajo arcos de ladrillo y volvieron sobre sus pasos hacia un pequeño espacio cerrado rodeado de ladrillo monótono por tres de sus lados.

Las bajantes pluviales recorrían el muro hasta llegar a los canales de hormigón y la reja situada en el centro del patio.

En el cuarto lado, el que daba al sur, el espacio se abría a una callejuela gris. La tierra se deslizaba y caía sobre ella, pues Siriac se asentaba en una depresión de arcilla. Yagharek escudriñó un horizonte de cubiertas retorcidas de pizarra mohosa, ornamentos de ladrillo y veletas encrespadas.

Lemuel miró a su alrededor para asegurar la privacidad y abrió la rejilla. Zarcillos de gas nauseabundo ascendieron para abrazarlos. La canícula enriquecía el hedor. Lemuel le dio sus bolsas a Yagharek y sacó una pistola preparada del cinturón. El garuda lo observaba desde debajo de la capucha.

El hampón se giró con una sonrisa dura.

—He estado cobrando favores para equiparnos —dijo agitando el arma para ilustrar su idea. La comprobó y valoró con ojo experto. Sacó una lámpara de aceite de la bolsa, la encendió y la levantó con la mano izquierda—. Mantente detrás de mí y ten las orejas abiertas. En silencio. Vigila tu espalda.

Con esto, Lemuel y Yagharek descendieron hacia el polvo y las tinieblas.


Pasaron un tiempo indeterminado vadeando la caliginosa y fétida oscuridad. Los sonidos de chapoteos circulaban a su alrededor. En un caso oyeron una risa viciosa desde un túnel paralelo al suyo. Dos veces Lemuel se giró y apuntó la linterna y la pistola hacia una zona de inmundicia aún ondulando allá donde había estado su acosador invisible. No tuvo que disparar. No fueron molestados.

— ¿Sabes la suerte que tenemos? —dijo Lemuel para sacar conversación. Su voz llegaba lentamente a Yagharek a través del aire fétido—. No sé si fue deliberado el que la Tejedora nos dejara aquí, pero estamos en una de las zonas más seguras del alcantarillado de Nueva Crobuzon. —Su voz se tensaba aquí y allá con esfuerzo y desagrado—. El de la Sombra está tan atrasado que no hay mucha comida, ni residuos taumatúrgicos, ni inmensas y viejas cámaras para soportar todo un nido… Que no está muy concurrido, vamos —Guardó silencio un largo rato antes de proseguir—. Las alcantarillas de la Ciénaga Brock, por ejemplo. Todos los restos inestables de todos los laboratorios y experimentos, acumulándose a lo largo de los años… crean una población de alimañas del todo impredecible. Ratas del tamaño de cerdos capaces de hablar, ciegos cocodrilos pigmeos cuyos antepasados escaparon del zoo, cruces de todas clases. En Gran Aduja y en Vadoculto la ciudad se asienta sobre capas de edificios más antiguos. Durante cientos de años se han hundido en el fango, y se limitan a construir encima. El pavimento solo ha sido sólido desde hace ciento cincuenta años. Las alcantarillas vierten en viejos sótanos y dormitorios, y los túneles como este llevan a calles sumergidas. Aún es posible ver el nombre de las calles y las casas putrefactas bajo un cielo de ladrillo, aún en pie. La mierda fluye entre los canales y entra por puertas y ventanas. Ahí es donde viven las infrabandas. Antes eran humanas, o lo eran sus padres, pero han pasado demasiado tiempo allá abajo. No es algo agradable de ver — pregonó, escupiendo a la lenta pasta—. Pero bueno. Mejor las infrabandas que los necrófagos. O los trogs —rió, aunque sin humor alguno. Yagharek no sabía si se estaba burlando de él.

Lemuel quedó en silencio. Durante algunos minutos no se produjo más sonido que el chapoteo de sus piernas a través del espeso efluvio. Entonces Yagharek oyó las voces. Se tensó y tiró de la camisa de Lemuel, pero un momento después también este lo oyó claramente: eran Isaac y Derkhan.

El excremento líquido parecía portar la luz con él, girando una esquina.

Con la espalda doblada y maldiciendo por el esfuerzo, Yagharek y Lemuel se agacharon en el retorcido empalme de ladrillo para entrar en la pequeña cámara bajo el corazón de la Sombra.

Isaac y Derkhan se estaban gritando. El primero vio a Yagharek y Lemuel por encima del hombro de su compañera, y alzó los brazos hacia ellos.

— ¡Ahí estáis, maldición! —dijo, acercándose. Yagharek levantó frente a él la bolsa de comida, pero Isaac la ignoró con urgencia—. Lem, Yag, tenemos que movernos deprisa.

—Espera… —comenzó Lemuel, pero lo ignoró también.

—Escuchad, mierda —gritó Isaac—. ¡He hablado con el constructo! —Lemuel estaba a punto de replicar, pero guardó silencio. Nadie habló durante unos instantes—. ¿Vale? Es inteligente, maldición, es sintiente… Algo le ha pasado en la cabeza. ¡Los rumores sobre la IC son ciertos! Un virus, un defecto en la programación… Y aunque no quiere decirlo, creo que es el maldito técnico de reparaciones el que le dio el empujoncito. Y lo increíble es que ese maldito trasto puede pensar. ¡Lo ha visto todo! ¡Estaba allí cuando la polilla atacó a Lublamai! ¡Lo…!

— ¡Corta! —gritó Lemuel—. ¿Te ha hablado?

— ¡No! Tuvo que escribir los mensajes en el fango; una lentitud exasperante. Para eso emplea el pincho para la basura. ¡Fue el constructo quien me dijo que David nos había traicionado! ¡Trató de sacarnos del almacén antes de que llegara la milicia!

— ¿Por qué?

La urgencia de Isaac remitió.

—No lo sé. No puede explicarlo No… no articula bien. — Lemuel miró por encima de la cabeza de Isaac. El constructo descansaba, inmóvil, bajo el resplandor intermitente y rojizo de la lámpara de aceite—. Pero escuchad… Creo que uno de los motivos para querernos libres es que nos enfrentamos a las polillas. No sé por qué, pero… pero se opone violentamente a ellas. Las quiere muertas. Y nos ofrece su ayuda…

Lemuel lanzó una risotada desagradable e incrédula.

— ¡Maravilloso! —se sorprendió con falsedad—. ¡Tienes una aspiradora de tu lado!

—No, maldito gilipollas —saltó Isaac—. ¿No lo entiendes? No está solo…

La última palabra resonó adelante y atrás en la mefítica madriguera de ladrillo. Lemuel e Isaac se quedaron mirándose. Yagharek se retiró un poco.

—No está solo —repitió Isaac en bajo. A su espalda, Derkhan asentía con mudo acuerdo—. Nos ha dado direcciones. Sabe leer y escribir. Así comprendió que David nos había vendido, así encontró las instrucciones de la milicia… pero no es un pensador sofisticado. Promete que, si vamos al Meandro Griss mañana por la noche, nos reuniremos con alguien que podrá explicárnoslo todo. Que podrá ayudarnos.

Esta vez, fue «ayudarnos» la palabra que llenó el silencio con su presencia reverberante. Lemuel negó lentamente con la cabeza, con expresión firme y cruel.

—Una mierda, Isaac —dijo muy bajo—. ¿«Ayudarnos»? ¿Nosotros? ¿Con quién coño te crees que estás hablando? Esto no tiene nada que ver conmigo. —Derkhan sonrió cínica y disgustada y se giró. Isaac, quedó boquiabierto, consternado. Lemuel lo interrumpió—. Mira, tío, yo me metí en esto por dinero. Soy un hombre de negocios. Pagas bien. Tienes mis servicios. Incluso te hice algún trabajo gratis con Vermishank. Lo hice por el señor X. Y me caes bien, Isaac. Has sido un tío legal, y por eso he vuelto aquí abajo. Pero ahora Vermishank está muerto y se te han acabado los créditos. No sé lo que tendrás planeado, pero me planto. ¿Por qué coño iba yo a tener que perseguir a esos bichos de mierda? Déjaselos a la milicia. Yo no tengo nada que hacer aquí. ¿Para qué iba a quedarme?

— ¿Dejárselo a quién…? —siseó Derkhan con desprecio, pero Isaac se impuso.

—Entonces —dijo lentamente—, ¿qué hacemos ahora? ¿Hmm? ¿Crees que puedes apartarte? Lem, viejo, serás lo que quieras, pero desde luego no eres idiota. ¿Crees que no te han visto? ¿Crees que no saben quién eres? Mierda santa, tío… te están buscando.

Lemuel lo perforó con la mirada.

—Gracias por tu preocupación, Isaac —dijo, el rostro retorcido—. ¿Sabes qué te digo? —su voz se endureció—. Que tú serás un pez fuera del agua, pero yo he pasado toda mi vida profesional evadiendo a la ley. No te preocupes por mí, tío. Me cuido de puta madre. —No parecía muy seguro.

No le estoy diciendo nada que no sepa, pensó Isaac, sacudiendo la cabeza despectivo. Pero no quiere pensar en ello en estos momentos.

—Mierda, tío, piénsatelo bien. Hay un universo de diferencia entre ser un intermediador y ser un criminal asesino de soldados. ¿Lo coges? Ellos no saben lo que tú sabes y lo que no…

Por desgracia para ti, viejo, estás implicado. Tienes que quedarte con nosotros. Tienes que resolver esto. Van detrás de ti, ¿no? Y, justo ahora, estás huyendo de ellos. Es mejor permanecer en el frente, aunque sea huyendo, que darte la puta vuelta y esperar a que te capturen.

Lemuel se quedó quieto, en silencio, perforando a Isaac con la mirada. No dijo nada, pero tampoco se marchó.

El científico dio un paso hacia él.

—Mira. Además… nosotros… yo… te necesito. —Tras él, Derkhan bufó malhumorada e Isaac le lanzó una mirada irritada—. Por el esputo divino, Lemuel… eres nuestra mejor oportunidad. Conoces a todo el mundo, tienes la mano metida en todos los fregados… —levantó las palmas indefenso—. No sé cómo salir de esta. Una de esas… cosas está detrás de mí, la milicia no puede ayudarnos, no saben cómo capturarlas, y además no sé si llevarás la cuenta, pero esos cabrones también nos persiguen… No se me ocurre qué hacer, aun suponiendo que nos carguemos a las polillas, para salir vivo de esta. —Sus propias palabras lo congelaron mientras las pronunciaba. Apartó a un lado tales pensamientos—. Pero si persevero, puede que encuentre un modo. Y lo mismo va para ti. Y sin ti, Derkhan y yo podemos darnos por muertos. —La mirada de Lemuel se endureció e Isaac sintió un escalofrío. Nunca olvides con quién estás tratando, pensó. No sois amigos. No lo olvides—. Ya sabes que mi pasta es buena. Ya lo sabes. Bueno, no voy a pretender que tengo una enorme cuenta bancaria, tengo algo, me quedan algunas guineas, pero son todas tuyas. Pero ayúdame, Lemuel, y yo seré tuyo. Trabajaré para ti. Seré tu hombre. Seré tu puta mascota. Haré cualquier trabajo que me pidas. Cualquier dinero que haga será tuyo. Te vendo mi puta vida, Lemuel, pero ayúdanos ahora.

No se producía más sonido que el del lento goteo del excremento. Tras Isaac, Derkhan aguardaba. Su rostro era un estudio de desprecio y disgusto. No lo necesitamos, decía. Pero, no obstante, aguardó la respuesta. Yagharek se encontraba algo más alejado, oyendo la prédica de forma desapasionada. Estaba atado a Isaac. No podía ir a ningún sitio, hacer nada sin él.

Lemuel lanzó un suspiro.

—Voy a llevar la cuenta, ¿me oyes? Y estamos hablando de deudas serias, ¿sabes? ¿Tienes idea de cuál es la tarifa diaria para esta clase de cosas? ¿Lo que cuesta el peligro?

—No importa —replicó Isaac con brusquedad. Ocultó su alivio—. Limítate a mantenerme informado de lo que se va acumulando. Te lo pagaré. —Lemuel asintió. Derkhan espiró lenta, silenciosamente.

Parecían combatientes exhaustos. Todos esperaban a que el otro hiciera su movimiento.

— ¿Y ahora qué? —dijo Lemuel. Su voz era hosca.

—Mañana por la noche vamos al Meandro Griss —respondió Isaac—. El constructo me ha prometido ayuda. No podemos correr el riesgo de no acudir. Allí nos vemos todos.

— ¿Adonde vas? —saltó Derkhan, sorprendida.

—Tengo que encontrar a Lin. Van a ir a por ella.

36

Casi era medianoche. El Día de la calavera daba paso al de la huida. Quedaba una noche para la luna llena.

En el exterior de la torre de Lin, en la propia Galantina, los pocos viandantes estaban irritables y nerviosos. El día de mercado había pasado, y con él su bonhomía. La plaza se veía poseída por los esqueletos de los puestos, enjutos armazones de madera desnudados de sus lienzos. Los restos del bazar se apilaban en montones putrefactos, esperando a que los basureros los llevaran a los vertederos. La luna hinchada emblanquecía el barrio como un líquido corrosivo, dándole un aspecto ominoso, raído, desagradable.

Isaac subió con precaución las escaleras de la torre. No había tenido modo de enviarle un mensaje a Lin, y hacía días que no la veía. Se habían lavado lo mejor posible con agua robada de una bomba en el Tábano, pero seguía apestando.

El día anterior habían pasado varias horas en las cloacas. Lemuel no les había permitido salir durante largo tiempo, decretando que era demasiado peligroso hacerlo durante el día.

—Tenemos que permanecer juntos —exigió— hasta que sepamos qué hacer. Y no somos el grupo más discreto, precisamente. —De modo que los cuatro se habían sentado en una sala bañada por aguas fecales, comiendo con esfuerzo para no vomitar, peleándose sin conseguir trazar plan alguno. Habían discutido de forma vehemente sobre si Isaac debía ir solo o no a ver a Lin. Era diamantino en su insistencia acerca de acudir sin compañía. Derkhan y Lemuel denunciaron su estupidez, e incluso el silencio de Yagharek había parecido brevemente acusatorio. Pero Isaac no cedía.

Al final, cuando la temperatura cayó y todos habían olvidado el hedor, se movieron. Había sido una larga y ardua jornada a través de las entrañas abovedadas de Nueva Crobuzon. Lemuel había abierto la marcha, las pistolas preparadas. Isaac, Derkhan y Yagharek tuvieron que transportar al constructo, incapaz de moverse en aquella espesa bazofia. Era pesado y escurridizo y se les había caído varias veces, se había golpeado y dañado; igual que ellos, que resbalaban maldiciendo en aquel despojo, apoyando manos y dedos contra las paredes de hormigón. Isaac no les permitía dejar al autómata atrás.

Se habían movido con cuidado. Eran intrusos en el oculto y hermético ecosistema del alcantarillado, y habían estado atentos para esquivar a sus nativos. Al fin habían emergido tras la estación Salpetra, parpadeando y rezumando bajo la luz mortecina.

Habían dormido en una pequeña cabaña desierta junto a las vías en Griss Bajo. Era un escondrijo audaz. Justo antes de que la línea Sur cruzara el Alquitrán por el puente Celosía, un edificio derruido formaba una enorme pendiente de ladrillo aplastado y astillas de hormigón que parecía romper contra las vías elevadas. En lo alto, silueteada de forma espectacular, vieron la cabaña de madera.

Su propósito no estaba claro: era evidente que no había sido tocada en años. Los cuatro se habían arrastrado exhaustos por los restos industriales, empujando al constructo frente a ellos, a través del alambre raído que supuestamente debía proteger la línea férrea de los intrusos. En los minutos transcurridos entre el paso de los trenes se habían acercado por el límite de hierba y maleza que rodeaba las vías y habían abierto las puertas de la polvorienta y oscura construcción.

Allí, por fin, se habían relajado.

La madera estaba retorcida y los tablones, mal encajados, dejaban entrar la luz. Vieron, a través de las ventanas sin cristal, a los trenes volar junto a ellos en ambas direcciones. Al norte, el Alquitrán trazaba una «S» cerrada que contenía la Aduja y el Meandro Griss. El cielo se había oscurecido hasta adoptar un grueso negro azulado. Alcanzaban a divisar los barcos de placer iluminados en el río. El enorme pilar industrial del Parlamento se alzaba un poco al este, contemplándolos tanto a ellos como al resto de la ciudad. Un poco más abajo de la Isla Strack, las luces químicas de las viejas compuertas fluviales siseaban y escupían, reflejando su grasiento fulgor amarillo en el agua oscura. Tres kilómetros al nordeste, apenas visibles tras el Parlamento, se alzaban las Costillas, viejos huesos cetrinos.

Desde el otro lado de la cabaña divisaban el espectacular oscurecimiento del cielo, aún más asombroso por el día pasado en el cieno hediondo de Nueva Crobuzon. El sol acababa de desaparecer y el cielo quedaba bisecado por la línea férrea que atravesaba la torre de la milicia en el Tábano. La ciudad era una silueta en capas, un intrincado y mortecino horizonte de chimeneas, de cubiertas de pizarra que se sujetaban oblicuas las unas a los otras bajo las torres trenzadas de iglesias dedicadas a dioses oscuros, de los gigantescos respiradores priápicos de las fábricas que escupían humo sucio y quemaban el exceso de energía, de monolíticas torres como vastas lápidas de hormigón y del seco espacio de los parques.

Habían descansado y se habían limpiado la inmundicia lo mejor que habían podido. Allí, por fin, Isaac había atendido el muñón en la oreja de Derkhan. Se había insensibilizado pero seguía doliéndole. Lo llevaba con pesada reserva. Isaac y Lemuel se habían tocado sus propios restos con incomodidad.

A medida que la noche se abalanzaba sobre ellos, Isaac se preparó para marchar. Las discusiones saltaron de nuevo, pero estaba resuelto. Necesitaba ver solo a Lin.

Tenía que decirle que, en cuanto la milicia la relacionara con él, estaría en peligro. Tenía que decirle que su vida tal y como la había conocido había terminado, y que era culpa de él. Tenía que pedirle que lo acompañara, que huyeran juntos. Necesitaba su perdón y su afecto.

Una noche a solas con ella. Eso era todo.

Lemuel no lo aceptaba.

—También son nuestras putas cabezas, Isaac —siseó—. Toda la milicia de la ciudad está detrás de tu pellejo. Tu helio debe de estar pegado por todas las torres, puntales y suelos de la Espiga. No sabes cómo moverte. A mí me llevan buscando toda la vida. Si vas a por tu chica, yo voy.

Isaac se había visto obligado a ceder.

A las diez y media, los cuatro se envolvieron en sus ropas destrozadas y se taparon la cara. Tras múltiples intentos, Isaac había logrado al fin que el constructo se comunicara. Con reluctancia y una torturadora lentitud, había escrito un mensaje.

«Vertedero 2 del Meandro Griss. Mañana noche 10. Ahora dejadme bajo la arcada».

Repararon en que, con la oscuridad, llegaban las pesadillas. Aun despiertos, la náusea mental contaminaba el sueño de la ciudad. Todos estaban nerviosos y quisquillosos.

Isaac había ocultado su mochila, que contenía los componentes del motor de crisis, bajo un montón de tablones de madera. Después descendieron, portando al constructo por última vez. Isaac lo ocultó en un nicho creado por el desprendimiento de la estructura del puente férreo.

— ¿Estarás bien aquí? —probó a preguntar, aún sintiéndose absurdo por hablarle a una máquina. El constructo no respondió, de modo que al fin desistió—. Mañana nos vemos —le dijo mientras se alejaba.

Los cuatro fugitivos se abrieron paso clandestinamente a través de la floreciente noche de Nueva Crobuzon. Lemuel había llevado a sus compañeros por una ciudad alternativa de derroteros ocultos y extraña cartografía. Evitaban las calles cuando había callejones, y estos siempre que encontraban canales rotos de hormigón. Habían pasado por patios desiertos y azoteas, despertando a su paso a los indigentes que se acurrucaban juntos para protegerse.

Lemuel era confiado. Manejaba con facilidad la pistola cargada y preparada mientras trepaba y corría, manteniéndolos cubiertos. Yagharek se había adaptado a su cuerpo sin el peso de las alas. Sus huesos huecos y sus músculos tensos se movían con eficacia. Se columpiaba con agilidad por el paisaje arquitectónico, saltando obstáculos. Derkhan llevaba la lengua fuera, pero no se permitía quedarse atrás.

Isaac era el único cuyo sufrimiento era evidente, pues no dejaba de resollar, toser y sentir arcadas. Lanzaba su peso excesivo tras el rastro de los ladrones, rompiendo pizarras con sus enormes pisadas, sujetándose la barriga desdichado. Maldecía sin parar cada vez que exhalaba.

Cortaron un rastro cada vez más profundo en la ciudad, como si se recorrieran un bosque. Con cada paso, el aire se tornaba más espeso. Tenían una sensación de equivocación, de tensa inquietud, como si unas largas uñas arañaran la superficie de la luna y les provocaba escalofríos en el alma. A su alrededor oían los gritos de sueños perturbados y patéticos.

Se detuvieron en el Tábano, a pocas calles de la torre de la milicia, y tomaron agua de una bomba para lavarse y beber. Después corrieron hacia el sur, a través del laberinto de callejuelas entre la calle Shadrach y el paso Selchit, en dirección a Galantina.

Y allí, en aquel lugar sobrenatural, casi desierto, Isaac pidió a sus compañeros que esperaran. Entre bocanadas desesperadas, les suplicó que se quedaran allí, que le concedieran media hora con ella.

—Tenéis que darme un poco de tiempo para explicarle lo que sucede —imploró.

Aceptaron y aguardaron en la oscuridad, en la base del edificio.

—Media hora, Isaac —dejó claro Lemuel—. Después subimos. ¿Entiendes?

Y, así, Isaac comenzó a ascender lentamente las escaleras.

La torre estaba fría, silenciosa. Hasta la séptima planta no oyó el primer sonido, el murmullo somnoliento y el aleteo incesante de las chovas. Reanudó la marcha, sintiendo las brisas que recorrían el arruinado e inseguro octavo piso y ascendió al fin hasta lo alto de la torre.

Se encontraba frente a la familiar puerta de Lin. Puede que no esté aquí, razonó. Probablemente siga con ese tipo, su mecenas, haciendo su obra. En cuyo caso, tendré que… que dejarle un mensaje.

Llamó a la puerta, que se abrió en silencio. El aliento se le congeló en la garganta. Entró a toda prisa.

El aire hedía a sangre putrefacta. Recorrió el pequeño espacio del ático hasta descubrir lo que allí le aguardaba.

Lucky Gazid lo observaba con mirada ciega, sentado en una de las sillas de Lin, junto a la mesa, como si fuera a comer. Su forma quedaba recortada en la poca luz que llegaba desde la plaza. Los brazos de Gazid descansaban sobre la mesa. Sus manos estaban tensas, duras como el hueso. Tenía la boca abierta, obturada por algo que Isaac no distinguía claramente. Estaba por completo empapado en sangre, sangre que había formado un charco en la mesa, goteando sobre la madera del suelo. Le habían abierto la garganta. En la calina veraniega, los hambrientos insectos nocturnos se arracimaban en la herida.

Se produjo un instante en el que Isaac pensó que podía tratarse de una pesadilla, de uno de los sueños enfermizos que afligían a la ciudad, defecado sobre su inconsciente, escupido al éter por las polillas asesinas.

Pero Gazid no desaparecía. Era real, estaba muerto de verdad.

Lo miró. Palideció ante el grito que era la expresión del cadáver. Contempló sus manos, torcidas en garras. Lo habían sentado a la mesa, lo habían rajado y lo habían sujetado hasta que murió. Después, le habían metido algo en la boca abierta.

Isaac se acercó a él. Endureció su ánimo y extendió la mano, sacando un gran sobre de la boca seca.

Cuando le dio la vuelta, vio su nombre cuidadosamente escrito. Miró el interior con nauseabunda premonición.

Hubo un momento, un brevísimo instante, en el que no reconoció lo que contenía. Ligeras, casi sin peso, tuvo la sensación de sacar un pergamino descompuesto, unas hojas muertas. Después las sostuvo ante la pálida luz grisácea de la luna y vio que se trataba de un par de alas khepri.


Isaac dejó escapar un sonido, una exhalación de atónita fatalidad. Sus ojos se abrieron horrorizados.

—Oh, no —dijo, hiperventilando—. Oh no oh no no no…

Habían doblado y enrollado las alas, destrozado su delicada sustancia, descamándolas en grandes parches de materia traslúcida. Sus dedos temblaron al tratar de alisarlas. Las puntas acariciaban la superficie rota. Susurraba una única nota, un trémulo lamento. Buscó en el sobre y extrajo una hoja de papel doblado.

Estaba escrita a máquina, con un tablero de ajedrez en lo alto. Mientras leía, Isaac comenzó a llorar desarticulado.


Copia 1: Galantina (otras serán enviadas a Ciénaga Brock, Campos Salacus)

Señor Dan der Grimnebulin:

Las khepri no pueden emitir sonidos, pero a juzgar por los químicos que exuda y el temblor de esas patas de insecto, opino que, para Lin, la extirpación de estas alas inútiles ha sido una experiencia profundamente desagradable. No dudo que su cuerpo inferior también hubiera peleado, de no ser por que tenemos a esta prostituta insectil atada a una silla.

Lucky Gazid puede darle este mensaje, pues es a él a quien debo agradecer su interferencia.

Asumo que ha tratado usted de meter la cabeza en el mercado de la mierda onírica. Al principio pensé que quería para usted toda la droga que compró a Gazid, pero los farfullos de ese idiota terminaron revelando lo de su ciempiés en la Ciénaga Brock, y comprendí la magnitud de su plan.

Nunca conseguirá droga de primera de una polilla alimentada con mierda onírica para consumo humano, por supuesto, pero habría podido cobrar menos por su producto inferior. Mi interés es que todos mis clientes sean auténticos connoisseurs. No toleraré competencia alguna.

Como he descubierto después, y como uno podría esperar de un aficionado, no fue usted capaz de controlar a su maldita productora. Su cachorro, mal alimentado, escapó gracias a su incompetencia y luego liberó a sus hermanas. Estúpido.

Aquí están mis exigencias, (i) Que se entregue usted a mí de inmediato, (ii) Que devuelva los restos de la mierda onírica que me robó mediante Gazid, o que me pague una compensación (a acordar), (iii) Que se dé a la tarea de capturar a mis productoras, junto con su patético espécimen, para entregármelas de inmediato. Tras cumplir estas condiciones, podremos negociar con su vida.

Mientras espero su respuesta, seguiré mis discusiones con Lin. He estado disfrutando de su compañía en las últimas semanas, y ansio la posibilidad de tratar con ella de forma más íntima. Tenemos una pequeña apuesta. Ella confía en que usted responderá a esta epístola mientras aún conserva alguna de sus patas de insecto. Yo no estoy tan seguro. El ritmo actual es de una pata por cada dos días en que no tengamos noticias. ¿Quién ganará?

Se las arrancaré mientras se retuerce y escupe, ¿comprende? Y, en dos semanas, haré lo mismo con el caparazón del cuerpo superior, y le daré su cabeza viva a las ratas. Yo personalmente la sujetaré mientras la devoran.

Ansío sus prontas noticias.

Suyo sinceramente,

Motley.


Cuando Derkhan, Yagharek y Lemuel llegaron a la novena planta, pudieron oír la voz de Isaac. Hablaba lentamente, con tonos bajos. No distinguían las palabras, pero parecía un monólogo. No se detenía para oír respuesta alguna.

Derkhan llamó a la puerta, y al no recibir respuesta empujó poco a poco y miró dentro.

Vio a Isaac y a otro hombre. Solo tardó unos segundos en reconocer a Gazid y en reparar en que lo habían asesinado. Boquiabierta, entró lentamente, dejando paso a Yagharek y a Lemuel.

Miraron a Isaac. Estaba sentado en la cama, sosteniendo un par de alas de insecto y una hoja de papel. Alzó la vista hacia ellos y su murmullo remitió. Estaba llorando sin sonidos articulados. Abrió la boca y Derkhan se acercó a él, le tomó las manos. El sollozaba y escondía los ojos, retorcida su expresión por la rabia. Sin más palabras, Derkhan cogió la carta y la leyó.

Su boca vibraba por el puro horror. Emitió un pequeño gemido mudo por su amiga y le pasó la nota a Yagharek, temblando, pugnando por controlarse.

El garuda la revisó con cuidado. Su reacción fue invisible. Se volvió hacia Lemuel, que examinaba el cadáver de Lucky Gazid.

—Este lleva muerto un tiempo —dijo, aceptando la carta.

Sus ojos se abrieron al terminarla.

— ¿Motley? —suspiró—. ¿Lin ha estado tratando con Motley?

— ¿Quién es? —gritó Isaac—. ¿Dónde está ese puto montón de mierda?

Lemuel miró a Isaac con la expresión mudada por el espanto. La compasión brillaba en sus ojos al ver la mueca llorosa y enrojecida de Isaac.

—Oh, Jabber… El señor Motley es el centro, Isaac —dijo simplemente—. Es el jefe. Dirige el este de la ciudad. Lo dirige. Es el jefe del crimen.

— Voy a matar a ese hijo de puta cabrón, lo voy a matar, lo voy a matar…

Lemuel lo observó inquieto. No, Isaac, pensó. No vas a poder.

—Lin… no me decía para quién trabajaba —dijo Isaac, calmando su voz poco a poco.

—No me sorprende —dijo Lemuel—. La mayoría de la gente no ha oído hablar de él. Rumores, puede… nada más.

Isaac se incorporó de repente. Se pasó la manga por la cara para limpiarse la nariz.

—Muy bien, tenemos que rescatarla. Tenemos que encontrarla. Pensemos. Pensemos. Este… Motle y cree que le he estado jodiendo, lo que no es cierto. ¿Cómo puedo hacer que se eche atrás…?

—Isaac, Isaac… —Lemuel estaba congelado. Tragó saliva y miró hacia otro lado, antes de acercarse a él. Le sujetó las manos, suplicando que se calmara. Derkhan lo contempló, también con una lástima dura y brusca, pero igualmente indudable. Lemuel negaba con la cabeza. Su mirada era férrea, pero sus labios pugnaban por buscar las palabras—. Isaac, he tratado con Motle y… Nunca lo he visto, pero lo conozco. Conozco su trabajo. Sé cómo tratar con él, sé lo que esperar. Ya he visto esto antes, exactamente igual… Isaac… —tragó saliva y prosiguió—. Lin está muerta.


—No, no es verdad —gritó Isaac, cerrando los puños y agitándolos alrededor de su cabeza.

Pero Lemuel le aferró las muñecas sin dureza, sin lucha, pero con intensidad, haciéndole escuchar y comprender. Isaac se detuvo unos instantes con expresión cautelosa e iracunda.

—Está muerta. Lo siento, compañero. De verdad. Lo siento, pero no hay nada que hacer. —Se retiró mientras Isaac, conmocionado, sacudía la cabeza. Abrió la boca, como si intentara llorar. Lemuel negaba lentamente con la cabeza. Apartó la mirada de Isaac y habló con voz lenta y queda, como si lo hiciera para sí mismo.

— ¿Por qué conservarla con vida? —dijo—. No… no tiene sentido. Ella es… una complicación añadida, nada más. Es… es más fácil disponer de las cosas. Ha hecho lo que tenía que hacer —dijo de repente más fuerte, levantando la mano para gesticular—. Quiere que vayas a él. Quiere venganza, y que hagas lo que él desea. Solo pretende que vayas allí… sin importar cómo. Y si la mantiene con vida, hay una ligera posibilidad de que le dé problemas. Pero si… si te la muestra como cebo, irás a por ella sin importar las consecuencias. No importa que esté viva o que no lo esté. —Estaba apesadumbrado—. No hay motivo alguno para no haberla matado. Está muerta, Isaac… Está muerta. La mirada del científico comenzaba a vidriarse; Lemuel habló con rapidez—. Y voy a decirte una cosa: el mejor modo de cobrarte venganza es mantener a esas polillas lejos de manos de Motley. Ya sabes que no las va a matar. Las mantendrá con vida para sacarles más mierda onírica.

Isaac comenzó a recorrer con furia la habitación, gritando y negando los hechos, ora rabioso, ora desdichado, ora furibundo, ora incrédulo. Se acercó a Lemuel y comenzó a suplicarle incoherente, tratando de convencerlo de que se equivocaba. El hampón no podía soportar aquellas súplicas. Cerró los ojos y habló por encima del balbuceo desesperado.

— Si vas a por él, Lin seguirá muerta… y tú también.

Los sonidos de Isaac se secaron. Se produjo un largo momento de silencio, mientras Isaac esperaba tembloroso. Miró el cadáver de Lucky Gazid; a Yagharek en silencio, oculto bajo su capucha en una esquina de la habitación; a Derkhan cerca de él, sus propios ojos llorosos; a Lemuel observándolo nervioso. Lloró desconsolado.


Isaac y Derkhan estaban sentados abrazándose, gimoteando y sorbiendo.

Lemuel se encontraba junto al cadáver maloliente de Gazid. Se arrodilló ante él, tapándose la boca y la nariz con la mano izquierda. Con la derecha rompió el sello de sangre coagulada que cerraba la chaqueta del muerto y tanteó dentro de los bolsillos. Buscaba dinero e información, pero no encontró ninguno de los dos.

Se incorporó e indagó por la estancia. Pensaba de forma estratégica, buscando cualquier cosa que fuera útil, cualquier arma, algo con lo que negociar, algo que usar de algún modo.

No había nada de nada. El cuarto de Lin estaba prácticamente desnudo.

Le dolía la cabeza por el peso de los sueños perturbados. Podía sentir la masa de la tortura onírica de Nueva Crobuzon. Sus propios sueños gañían y criaban bajo su cráneo, dispuestos a atacarlo en caso de sucumbir al sueño.

Estiró el tiempo todo cuanto pudo, pero a medida que la noche avanzaba sus nervios iban en aumento. Se volvió hacia el par de desgraciados de la cama y le hizo un rápido gesto a Yagharek.

—Tenemos que irnos.

37

A lo largo del día siguiente, la ciudad se convirtió en un caliginoso generador de calor y pesadillas.

Los rumores sacudían los bajos fondos. Ma Francine había sido hallada muerta, decían. Le había disparado por la noche, tres veces, con un arco. Algún asesino independiente se había ganado mil guineas del señor Motley.

No llegaban noticias desde el cuartel general en Kinken de la Banda del Azúcar. Sin duda, había comenzado la guerra interna por la sucesión.

Se encontraban cada vez más cuerpos comatosos, imbéciles. La sensación de lento pánico cobraba velocidad de forma perceptible. Las pesadillas no cesaban, y algunos de los periódicos las relacionaban con los ciudadanos sin mente hallados todos los días, derrumbados sobre sus mesas frente a ventanas rotas, o tirados en la calle, atacados entre los edificios por aflicciones llovidas del cielo. El débil olor del limón podrido se aferraba a sus rostros.

Aquella plaga no discriminaba. Afectaba a completos y a rehechos. Se encontraron humanos, khepri, vodyanoi y dracos. Incluso los garuda de la ciudad comenzaban a caer, así como otras criaturas aún más extrañas.

En el montículo de San Jabber, el sol se alzó sobre un trog caído, sus pálidos miembros pesados y sin vida, aunque siguiera respirando; estaba tendido boca abajo junto a un trozo de carne robada. Debía de haberse aventurado a medianoche desde las alcantarillas para conseguir comida, solo para ser abatido.

En el Gidd Este, una escena aún más extraña aguardaba a la milicia. Había dos cuerpos medio escondidos entre los arbustos que rodeaban la biblioteca. El primero era el de una joven callejera, desangrada hasta morir por las heridas de dientes en el cuello. Sobre ella se encontraba el cuerpo enjuto de un residente bien conocido de la zona, propietario de una pequeña y pujante fábrica textil. Su boca y su mentón estaban cubiertos por la sangre de la chica. Sus ojos sin vida miraban al sol. No estaba muerto, pero su mente había desaparecido.

Algunos extendieron la noticia de que Andrew St. Kader no era lo que parecía; otros muchos, la asombrosa verdad de que aun los vampiros eran presa de los ladrones de mentes. La ciudad se encogió. ¿Eran todopoderosos aquellos agentes, aquellos gérmenes o espíritus, aquella enfermedad, aquellos demonios? ¿Era posible derrotarlos?

Había confusión y miedo. Algunos ciudadanos enviaron cartas a los pueblos de sus padres, haciendo planes para dejar Nueva Crobuzon y marchar a las colinas y valles al sur y al este. Pero, para muchos millones, no había sitio donde huir.


Durante el tedioso calor diurno, Isaac y Derkhan se refugiaron en la pequeña cabaña.

Cuando llegaron, vieron que el constructo ya no se encontraba donde lo habían dejado. No había señal de él por ninguna parte.

Lemuel se marchó a ver si conseguía contactar con sus camaradas. No le gustaba la idea de aventurarse estando en guerra con la milicia, pero menos aún el sentirse aislado. Además, pensó Isaac, a Lemuel no le agradaba presenciar su desdicha y la de Derkhan.

Yagharek, para sorpresa del científico, también se había marchado.

Derkhan recordaba. Se castigaba por llorar sin parar, por empeorar sus sentimientos, pero no era capaz de detenerse. Le habló a Isaac de sus conversaciones de madrugada con Lin, de sus discusiones sobre la naturaleza del arte.

Él era más reservado. Jugaba sin pensar con los trozos de su motor de crisis. No detenía la cháchara de Derkhan, sino que en ocasiones injertaba algún recuerdo propio. Su mirada estaba perdida. Se recostó apático contra la pared de madera.


Antes que Lin, la amante de Isaac había sido Bellis; humana, como todas sus anteriores compañeras de lecho. Bellis era alta y pálida, y se pintaba los labios de púrpura. Era una brillante lingüista que se había cansado de lo que bautizó como la «bulliciosidad» de Isaac y le rompió el corazón.

Entre Bellis y Lin había habido cuatro años de putas y aventuras breves. Había acabado con todo ello un año antes de conocer a Lin. Una noche fue a Mama Sudd y tuvo que soportar una horrenda conversación con la joven prostituta a la que había contratado. Había hecho un comentario casual alabando a la amigable y maternal madame, que trataba bien a las chicas, y se sintió perturbado al ver que sus opiniones no eran compartidas. Al final la cansada prostituta había saltado, olvidando que se trataba de un cliente, y le había dicho lo que pensaba de la mujer que alquilaba sus orificios y que le dejaba quedarse tres estíveres de cada shekel que ganaba.

Aturdido y avergonzado, Isaac se había marchado sin quitarse siquiera los zapatos. Le pagó doble.

Después de aquello mantuvo la castidad durante largo tiempo y se sumergió en el trabajo. Un día, un amigo le pidió que lo acompañara a la exposición de una joven artista glandular khepri. En una pequeña galería, una sala cavernosa en el lado más peligroso de Sobek Croix, con vistas a los ajados setos y oteros en las lindes del parque, conoció a Lin.

Había encontrado sus esculturas cautivadoras y se había acercado a ella para decírselo. Soportó una lentísima conversación (ella escribía sus respuestas en la libreta que siempre portaba), pero aquel ritmo frustrante no socavó la repentina intimidad y emoción compartidas. Se alejaron del resto de la pequeña fiesta y examinaron las piezas una a una, sus retorcidas formas, su torturada geometría.

Después de aquel día se vieron a menudo. Isaac aprendía de forma subrepticia algunos signos entre un encuentro y otro, de modo que sus conversaciones se hacían más fáciles con cada semana que pasaba. Una noche, durante la presumida y laboriosa gesticulación de un chiste verde, Isaac, muy borracho, la había tocado con torpeza, y habían terminado en la cama.

El asunto había sido desmañado y difícil. No podían besarse como primer paso: las piezas bucales de Lin le arrancarían la boca de la cara. Durante un momento después de eyacular, Isaac fue vencido por la repulsión y casi había vomitado al ver aquellas patas enraizadas de la cabeza, las antenas agitándose. Lin se sintió insegura de su cuerpo y se envaró repentina, imprevisiblemente. Cuando despertó, Isaac se sintió temeroso y horrorizado, aunque más por el haber transgredido que por la propia transgresión.

Y, durante el tímido desayuno, comprendió que aquello era lo que quería.

El sexo híbrido casual no era extraño, por supuesto, pero él no era un joven ebrio que frecuentaba un burdel xeniano en un repente.

Se estaba enamorando.

Y ahora, después de que desaparecieran la culpa y la incertidumbre, tras acabar con el disgusto y el miedo atávico, dejando solo un nervioso y profundo afecto, le habían arrebatado a su amante. No regresaría nunca.


A veces pensaba (no podía evitarlo) en Lin temblando mientras Motley, ese incierto personaje descrito por Lemuel, le arrancaba las alas de la cabeza.

No podía evitar gemir ante la escena, y Derkhan trataba de consolarlo. Lloraba a menudo, a veces en silencio, a veces con furia. Gañía apesadumbrado.

Por favor, rezaba a los dioses humanos y khepri, Solenton y Jabbery… y la Enfermera y la Artista… Dejad que haya muerto sin dolor.

Pero sabía que probablemente habría sido apaleada o torturada antes de que la despacharan, y aquello lo enloquecía de pena.


El verano estiraba la luz como si estuviera en un potro de tortura. Cada momento era alongado hasta que su anatomía se colapsaba. El tiempo se quebrantaba. El día progresaba en una infinita secuencia de instantes muertos. Los pájaros y los dracos se aferraban al cielo como partículas de suciedad en el agua. Las campanas de las iglesias tañían intermitentes y poco sinceras plegarias a Palgolak y Solenton. Los ríos fluían hacia el este.

Isaac y Derkhan alzaron la mirada cuando Yagharek regresó a últimas horas de la tarde; su capa con capucha desteñía bajo la luz abrasadora. No dijo dónde había estado, pero trajo comida que los tres compartieron. Isaac se recompuso. Aplacó la angustia y endureció su expresión.

Tras interminables horas de monótona luz, las sombras cubrieron el rostro de las montañas. Las fachadas occidentales de los edificios se tiñeron de un rosa resbaladizo antes de que el sol se ocultara tras las cumbres. Las lanzas de despedida de la luz se perdieron en la roca del Paso del Penitente. El cielo quedó iluminado durante largo rato después de morir el sol. Aún estaba oscureciendo cuando volvió Lemuel.

—He comunicado nuestra situación a algunos colegas — explicó—. Pensé que sería un error hacer planes fijos hasta que veamos qué nos encontramos esta noche en nuestra reunión en el Meandro Griss, pero puedo conseguir algo de ayuda aquí y allá. Estoy usando algunos favores. Al parecer, hay algunos aventureros en la ciudad que aseguran haber liberado a los trogs de las ruinas de Tashek Rek Hai. Podrían aceptar trabajar para nosotros por algo de pasta.

Derkhan alzó la mirada, la expresión torcida por el desagrado. Se encogió infeliz de hombros.

—Sé que son de las gentes más duras de Bas-Lag —dijo lentamente. Tardó unos instantes en devolver su mente al asunto—. Pero no confío en ellos. Buscadores de emociones. Cortejan el peligro, y por lo general no son más que profanadores de tumbas sin escrúpulos. Cualquier cosa por algo de oro y experiencias. Y sospecho que, si les dijéramos lo que intentamos, se resistirían a participar. No sabemos cómo combatir a esas polillas.

—Vale, Blueday —dijo Lemuel—. Pero yo ya te digo que aceptaré lo que sea. ¿Sabes a qué me refiero? Veamos lo que pasa esta noche. Después podremos decidir si contratar o no a esos delincuentes. ¿Qué dices, Isaac?

Isaac alzó lentamente la vista y enfocó la mirada. Se encogió de hombros.

—Son escoria —dijo—. Pero si hacen el trabajo…

Lemuel asintió.

— ¿Cuándo salimos?

Derkhan consultó el reloj.

—Son las nueve. Falta una hora. Deberíamos dejar media hora para llegar allí, por si las moscas. —Se giró y miró por la ventana el cielo sombrío.


Las cápsulas de la milicia volaban a toda prisa con un zumbido de los raíles. Unidades especiales se estacionaban por toda la ciudad, portando extrañas mochilas llenas de equipo voluminoso, raro, oculto bajo el cuero. Cerraban las puertas a sus descontentos colegas en las torres y aguardaban en cámaras ocultas.

En los cielos había más dirigibles de lo habitual. Se llamaban los unos a los otros a bocinazos, atronando saludos vibratorios.

Transportaban cargamentos de oficiales que comprobaban sus enormes armas y sus espejos.

Apartada de Strack, hacia la confluencia de los dos ríos, había una diminuta isla solitaria. Algunos la llamaban Pequeña Strack, aunque en realidad carecía de nombre. Era un terruño de maleza, tocones de madera y viejos cabos empleado de vez en cuando en caso de emergencia. No disponía de iluminación. Estaba aislada de la ciudad. No había túneles secretos que condujeran al Parlamento, ni botes anclados a los troncos descompuestos.

Aun a pesar de todo, aquella noche su silencio fue interrumpido.

Montjohn Rescue se encontraba en el centro de un pequeño grupo de figuras calladas. Estaban rodeados por las formas arrancadas de las vainillas y otras plantas. Detrás de Rescue, la enormidad de ébano del Parlamento horadaba el firmamento. Sus venas resplandecían. El murmullo silbante del agua acallaba los sonidos de la noche.

El ministro se estiró, vestido con su habitual traje inmaculado. Miró a su alrededor. La congregación era variada. Aparte de él había seis humanos, una khepri y un vodyanoi. También los acompañaba un enorme y bien alimentado perro. Los humanos y xenianos parecían acomodados, salvo un pandillero rehecho y un andrajoso niño pequeño. Había una anciana enjoyada y una hermosa joven. Un musculoso barbón y un enjuto funcionario con gafas.

Todas las figuras, humanas o no, estaban sobrenaturalmente quietas. Todas vestían al menos una prenda voluminosa para ocultarse. El taparrabos del vodyanoi tenía el doble del tamaño habitual, e incluso el perro llevaba una absurda faja.

Todos los ojos estaban inmóviles, clavados en Rescue, que lentamente se desenrolló la bufanda.

Cuando la última capa de algodón cayó de su cuerpo, una forma oscura se agitó debajo.

Algo se enroscó con fuerza alrededor de su carne.

Aferrada a su cuello estaba lo que parecía una mano derecha humana. La piel era de un púrpura lívido. En la muñeca, la carne de aquella cosa se transformaba rápidamente en una cola serpentina de treinta centímetros. El tentáculo estaba enroscado alrededor del cuello, con la punta embebida bajo la piel, palpitando húmeda.

Los dedos de la mano se movieron ligeramente, escarbando en la carne.

Tras un momento, el resto de las figuras se desembarazó de sus coberturas. La khepri se desabotonó los pantalones amplios, la anciana su blusa pasada de moda. Todos se quitaron alguna prenda para revelar una mano enroscando su cola de serpiente bajo la piel, los dedos moviéndose suavemente sobre los nervios, como sobre las teclas de un piano. Allí se aferraba al interior del muslo, allá a la cadera, allá al escroto. Incluso el perro bregó con su faja hasta que el niño lo ayudó, desabotonando aquella prenda absurda para revelar otro tumor similar adosado a la carne peluda.

Había cinco manos derechas y cinco izquierdas, sus colas enroscándose y desenroscándose, su piel moteada, gruesa.

Humanos, xenianos y animales se acercaron, formando un círculo cerrado.

A una señal de Rescue, las gruesas colas emergieron de la carne de sus anfitriones con un sonido viscoso. Cada uno de ellos se sacudió y vaciló, la boca abierta en un espasmo, los ojos parpadeando neuróticos en la cabeza. Las heridas de entrada comenzaron a rezumar una espesa resina. Las colas ensangrentadas se agitaron ciegas en el aire por un instante, como enormes gusanos. Se estiraban y temblaban mientras se tocaban entre ellas.

Los cuerpos anfitriones se doblaban hacia sus compañeros, como si susurraran una extraña bienvenida. Estaban totalmente quietos.

Los manecros comulgaron.

Los manecros eran un símbolo de perfidia y corrupción, un borrón de la Historia. Complejos y discretos. Poderosos. Parásitos.

Daban lugar a rumores y leyendas. La gente decía que eran el espíritu de muertos despreciables. Que eran un castigo para el pecado. Que si un asesino se suicidaba, sus manos culpables se retorcían y agitaban hasta separarse de la piel putrefacta, y así nacía el manecro.

Había muchos mitos y algunas cosas que se sabían ciertas. Vivían mediante la infección, tomando la mente de sus anfitriones, controlando sus cuerpos e imbuyéndolos de extraños poderes. El proceso era irreversible. Los manecros solo podían vivir la vida de otros.

Se mantenían ocultos a lo largo de los siglos como una raza secreta, una conspiración viviente, un sueño inquietante. En ocasiones, los rumores señalaban que alguien aborrecido y bien conocido caía ante la amenaza de los manecros, con historias sobre extrañas formas retorciéndose bajo las chaquetas, o cambios inexplicables en el comportamiento. Pero, a pesar de los cuentos, las advertencias y los juegos de los niños, nunca se había encontrado a uno.

Muchos en Nueva Crobuzon creían que, si alguna vez habían existido en la ciudad, habían desaparecido.


A la sombra de sus inmóviles anfitriones, las colas de los manecros se deslizaban las unas sobre las otras, sus pieles lubricadas por la sangre espesa. Se arrastraban como una orgía de formas de vida menores.

Compartieron información. Rescue les dijo lo que sabía y dio órdenes. Repitió a los suyos lo que Rudgutter había dicho. Explicó de nuevo que el futuro de su raza también dependía de la captura de las polillas. Les contó cómo Rudgutter le había expuesto con delicadeza que las buenas relaciones entre el gobierno y los manecros de Nueva Crobuzon estaban atadas a su voluntad para contribuir en aquella guerra secreta.

Los manecros departían en su rezumante lenguaje táctil, debatiendo hasta llegar a conclusiones.

Tras dos, tres minutos, se retiraron con pesadumbre y se enterraron de nuevo en las heridas abiertas en sus anfitriones. Cada cuerpo se sacudió al reinsertarse la cola. Los ojos parpadearon, las bocas se cerraron de golpe. Los pantalones y bufandas volvieron a su lugar.

Como habían dispuesto, se separaron en cinco parejas, cada una formada por un manecro derecho, como el de Rescue, y uno izquierdo. El propio Montjohn fue emparejado con el perro.

Dio unos pasos sobre los matorrales y cogió una gran bolsa. De ella sacó cinco cascos con espejos, cinco antifaces ciegos, varios juegos de correas de cuero y nueve pistolas de pedernal preparadas. Dos de los cascos eran de factura especial, uno para el vodyanoi y otro alargado para el can.

Cada manecro izquierdo dobló a su anfitrión para recuperar su casco, mientras los derechos tomaban los gruesos antifaces. Rescue ajustó el yelmo a su compañero canino y lo apretó con fuerza, antes de cubrirse con el antifaz de modo que fuera incapaz de ver nada.

Cada una de las parejas se alejó. Los derechos se aferraban a sus compañeros. El vodyanoi se ayudaba de la joven; la anciana del burócrata; el rehecho de la khepri; el niño de la calle se sujetaba protector al hombre musculoso; y Rescue se apoyaba en un perro al que ya no podía ver.

— ¿Están claras las instrucciones? —dijo en alto, demasiado alejados ya para hablar la lengua táctil de los manecros—. Recordad el entrenamiento. Sin duda, va a ser una noche difícil y extraña. Nunca antes se ha intentado. Izquierdos, guiad. Esa es vuestra responsabilidad. Abríos a vuestro compañero y no os cerréis en toda la noche. Cuidad la cólera de batalla. Comunicaos también con los demás izquierdos. A la menor señal del objetivo, lanzad la alarma mental a todos los izquierdos. Nos reuniremos al instante. Derechos, obedeced sin pensar. Nuestros anfitriones deben estar siempre cegados. No miréis las alas por nada del mundo. Con los cascos de espejo podríamos ver, pero no lanzar el esputo. Por tanto, miramos siempre hacia delante. Esta noche llevamos a los izquierdos como nuestros anfitriones nos llevan a nosotros, sin pensar, sin miedo, sin preguntas. ¿Entendido? —se produjeron sonidos mudos de aquiescencia. Rescue asintió—. Entonces, uníos.

Los izquierdos de cada pareja tomaron las correas relevantes y se ataron fuertemente a su derecho. Cada anfitrión izquierdo ajustaba las correas entre las piernas, la cadera y los hombros, envolviendo a su derecho, espalda contra espalda. Mirando por los espejos de sus cascos veían hacia atrás, por encima de los hombros de los derechos, al frente de estos.

Rescue esperó mientras un izquierdo invisible ataba al perro incómodamente a su espalda. Las patas del animal estaban extendidas de forma absurda, pero el parásito manecro del can ignoró el dolor de su anfitrión. Movía la cabeza de forma experta, comprobando que podía ver por encima de los hombros de Rescue. Lanzó un incontrolado ladrido.

—Recordad todos el código de Rudgutter —gritó Rescue—: En caso de emergencia, avisad. Después, atacad.

Los derechos flexionaron órganos ocultos en la base de sus vividos pulgares humanoides y se produjo una rápida bocanada de aire. Las cinco desgarbadas parejas de anfitrión y manecro volaron hacia arriba, alejándose de las demás a gran velocidad y desapareciendo hacia el Prado del Señor, la Colina Mog, Siriac, el Tábano y Sheck, engullidas por el impuro y mancillado aire de la noche. Los ciegos portaban a los aterrados.

38

El viaje desde la cabaña junto a las vías hasta los vertederos del Meandro Griss fue corto, furtivo. Isaac, Derkhan, Lemuel y Yagharek vagaban al parecer al azar a través de un mapa paralelo de la ciudad, abriéndose paso por callejuelas recónditas. Se encogieron inquietos al sentir las asfixiantes pesadillas descender sobre la ciudad.

A las diez menos cuarto estaban en el exterior del vertedero número dos.

Los basureros del Meandro Griss se encontraban salpicados de restos de fábricas desiertas. Aquí y allá había alguna todavía en funcionamiento, a la mitad o a un cuarto de su capacidad, escupiendo humos nocivos de día y sucumbiendo lentamente a la podredumbre ambiental por la noche. Las factorías quedaban asediadas por los montones de basura.

El vertedero dos estaba rodeado por un alambre de espinos poco convincente, raído por el óxido, roto y desgarrado. Se encontraba en el mismo meandro, rodeado en tres de sus lados por el sinuoso Alquitrán. Tenía el tamaño de un pequeño parque, aunque infinitamente más salvaje. No era un paisaje urbano creado por el designio o el azar, sino una aglutinación de restos abandonados que se habían desmoronado y asentado hasta crear caprichosas formaciones de óxido, basura, metal, escombro y ropa raída, fragmentos de espejo y porcelana, arcos de ruedas partidas, la energía residual de motores y máquinas medio rotas.

Los cuatro renegados atravesaron la valla con facilidad. Precavidos, recorrieron las sendas talladas por los basureros. Los carros habían horadado caminos en la delgada capa que formaba el firme del vertedero. Las raíces proporcionaban su tenacidad, extendiéndose en busca de cualquier nutriente, por vil que fuera.

Como exploradores en tierras antiguas, se abrían paso empequeñecidos por las enormes esculturas de hez y entropía que los rodeaban como las paredes de un cañón.

Las ratas y otras sabandijas emitían pequeños sonidos.

Isaac y los demás avanzaban lentamente en la noche tórrida, en el aire hediondo de despojos industriales.

— ¿Qué estamos buscando? —preguntó Derkhan.

—No lo sé —respondió Isaac—. Ese condenado constructo dijo que encontraríamos el camino. Enigmas de mierda.

Alguna gaviota perezosa agitó el aire sobre ellos. Todos se sobresaltaron con el sonido. El cielo no era un lugar seguro, después de todo.

Se vieron arrastrados por sus pies, por una marea, un lento movimiento sin dirección consciente que los empujaba inexorable en una misma dirección. Se abrieron paso hacia el corazón del laberinto de basura.

Doblaron una esquina de aquel paisaje ruinoso y se encontraron con un vaciado. Era como un claro en los bosques, un espacio de unos quince metros de diámetro. Alrededor de los bordes había enormes montañas de maquinaria estropeada, restos de toda suerte de motores, gigantescas piezas que parecían imprentas funcionales, así como minúsculos engranajes de ingeniería de precisión.

Los cuatro compañeros se encontraban en el mismo centro de aquel espacio. Esperaron, inquietos.

Justo detrás del borde noroeste de la montaña de desperdicios se alzaban enormes grúas de vapor, apostadas como grandes lagartos de los pantanos. El río aguardaba espeso al otro lado, fuera de la vista.

Durante un instante no hubo movimiento alguno.

— ¿Qué hora es? —susurró Isaac. Lemuel y Derkhan consultaron sus relojes.

—Casi las once —dijo el primero.

Alzaron de nuevo la mirada, pero nada se movía.

Sobre ellos, una luna gibosa serpenteaba entre las nubes. Eran la única luz en el vertedero, una pálida luminiscencia unidora que sangraba las profundidades del mundo.

Isaac miró hacia abajo y estuvo a punto de hablar, cuando, de repente, un sonido llegó desde una de las innumerables trincheras que se abrían paso a través de los enormes arrecifes de basura. Se trataba de un sonido industrial, un zumbido metálico, como el de un enorme insecto. Las cuatro figuras observaron el final del túnel con una creciente y confusa sensación de peligro.

Un gran constructo apareció en el espacio vacío. Era un modelo diseñado para realizar labores pesadas. Se desplazaba estruendoso sobre tres patas, apartando a patadas piedras y trozos de metal de su camino. Lemuel, que se encontraba casi frente a él, se alejó precavido, pero el constructo no le prestó atención alguna. Siguió andando hasta que llegó cerca del extremo del vacío espacio oval. Entonces se detuvo y observó la pared norte, exánime.

Mientras Lemuel se giraba hacia Isaac y Derkhan, se produjo otro ruido. El hampón se volvió rápidamente para ver a un constructo mucho menor, esta vez un modelo de limpieza animado por un mecanismo khepri. Se desplazaba sobre sus pequeñas y diminutas patas y se situó a cierta distancia de su enorme hermano.

Ahora, los sonidos de constructos llegaban desde todas partes, entre los cañones de inmundicia.

—Mirad—siseó Derkhan, señalando al este. Desde una de las pequeñas cavernas de basura emergían dos humanos. Al principio Isaac pensó que debían estar equivocados, que eran constructos ligeros, pero no había duda de que eran de carne y hueso. Se acercaron sobre el detritus compactado que cubría el suelo.

No prestaron atención alguna a los renegados que aguardaban.

Isaac frunció el ceño.

—Ey —dijo, con el volumen suficiente para que lo oyeran. Uno de los dos hombres que había entrado en el claro lo perforó con una mirada furibunda y sacudió la cabeza, antes de apartar la mirada. Castigado y sorprendido, Isaac guardó silencio.

Más y más constructos llegaban al espacio abierto. Pesados modelos militares, diminutos asistentes médicos, perforadoras automáticas y electrodomésticos, de cromo y de acero, de hierro y de cobre y de bronce y de cristal y de madera, de vapor, elíctricos y mecánicos, movidos por taumaturgia o por un motor de aceite.

Aquí y allá, entre ellos, aparecían cada vez más humanos (incluso un vodyanoi, pensó Isaac), aunque se perdió en la oscuridad de las sombras en movimiento. Estos se congregaban en un grupo cerrado, en un lateral de lo que casi era ya un anfiteatro.

Isaac, Derkhan, Lemuel y Yagharek eran completamente ignorados. Se movían juntos por instinto, inquietos ante aquel grotesco silencio. Sus intentos por comunicarse con las otras criaturas orgánicas eran respondidos con desprecio, con silencio o con irritados acallamientos.

Durante diez minutos, constructos y humanos gotearon sin cesar hacia el hueco corazón del vertedero dos. Entonces el flujo se detuvo, casi de repente, y se hizo el silencio.

— ¿Creéis que son inteligentes? —susurró Lemuel.

—Eso creo —respondió Isaac en bajo—. Estoy seguro de que pronto lo sabremos.


Al otro lado, las barcazas en el río hacían sonar sus bocinas para marcar su posición a las demás. Invisible, el terrible peso de las pesadillas se aposentó de nuevo sobre Nueva Crobuzon y aplastó las mentes de los ciudadanos dormidos bajo una masa de presagios y símbolos alienígenas.

Isaac podía sentir los horrendos sueños oprimiéndolo, presionando su cráneo. Fue consciente de ellos en un estallido, esperando en el silencio del vertedero.

Había unos treinta constructos y quizá sesenta humanos. Cada una de las criaturas en aquel espacio, excepto Isaac y sus compañeros, aguardaba en calma sobrenatural. El científico sentía esa quietud extraordinaria, la espera intemporal, como una especie de frío.

Tembló ante la paciencia colectiva de aquella tierra de derrubio.

El suelo tembló.

Al instante, los humanos en la esquina del claro cayeron de rodillas, ignorando los restos puntiagudos a sus pies. Rendían obediencia murmurando complejos cánticos al unísono, trazando sagrados movimientos de manos, como ruedas interconectadas.

Los constructos se movieron ligeramente para ajustar su posición, pero permanecieron en pie.

Isaac y sus compañeros se acercaron un poco más los unos a los otros.

— ¿Qué hostias es eso? —susurró Lemuel.

Se produjo otro temblor subterráneo, una sacudida, como si la tierra quisiera deshacerse de la basura que se amontonaba sobre ella. En la pared norte de desechos, dos enormes luces se encendieron en terrible silencio. La concurrencia quedó clavada por la fría luz, que se proyectaba en focos tan concentrados que nada se derramaba por sus bordes. Los humanos murmuraron y trazaron sus símbolos con aún más fervor.

Isaac quedó boquiabierto.

—Que el dulce Jabber nos proteja —susurró.

La muralla de desperdicios se estaba moviendo. Se incorporaba.

Los muelles de colchón, las viejas ventanas, las abrazaderas y las máquinas de vapor de las viejas locomotoras, las bombas de aire y los ventiladores, las poleas y correas y telares rotos caían como una ilusión óptica en una configuración alternativa. Isaac lo había visto desde que llegaran, pero solo ahora que lenta, atronadora, imposiblemente se movía, lo aprehendió. Aquello era el brazo superior, ese montón de desperdicios; aquel coche infantil roto y la enorme rueda de carro invertida eran pies; el triángulo de cerchas era el hueso de una cadera; el enorme bidón químico un muslo, y el cilindro cerámico una pantorrilla…

La basura era un cuerpo, un vasto esqueleto de desechos industriales de más de ocho metros de altura, de la cabeza a los pies.

Estaba sentado, la espalda permeable apoyada contra los montones de escombro. Alzó del suelo unas rodillas nudosas, formadas por enormes pernos arrancados por la edad del brazo de un vasto mecanismo. Mantenía los pies sobre el suelo, cada uno adosado a una desmañada industria de piernas compuestas por vigas.

¡No puede levantarse!, pensó Isaac, mareado. Miró a un lado y vio a Lemuel y a Derkhan boquiabiertos, los ojos de Yagharek brillando por el asombro bajo su capucha. ¡No es lo bastante sólido y no puede incorporarse, solo aguardar entre los desperdicios!

El cuerpo de la criatura era una abigarrada mezcolanza soldada de circuitos e ingeniería coagulada. En su enorme tronco había embebida toda clase de motores; desde sus válvulas y conductos, el torso y los miembros vomitaban una masiva cabuyería de alambres, tubos de metal y goma que serpenteaban en todas las direcciones de aquel yermo. La criatura alzó un brazo animado por un gigantesco pistón a vapor. Aquellas luces, aquellos ojos, giraban desde lo alto y observaban a los humanos y constructos reunidos. Los focos eran bombillas de farola, lámparas alimentadas por enormes cilindros de gas visibles en el cráneo de la máquina. En la parte inferior del rostro estaba adosada la parrilla de una gigantesca ventilación, imitando los dientes descarnados de una calavera.

Era un constructo, un enorme autómata formado por piezas desechadas y motores robados, unidos y movidos sin la intervención del ingenio humano.

Se produjo un zumbido cuando los poderosos motores del cuello de la criatura giraron y las lentes ópticas barrieron a la multitud. Los muelles y el metal tensado crujieron.

Los adoradores humanos empezaron a cantar en bajo.

El enorme conglomerado parecía advertir a Isaac y sus compañeros. Estiró su cuello constreñido tanto como pudo y los focos se desplazaron hasta clavarse en ellos.

La luz no se movió. Era totalmente cegadora.

Entonces, de repente, se apagó. Desde algún lugar cercano llegó una voz delgada, trémula.

—Bienvenidos a nuestro encuentro, der Grimnebulin, Pigeon, Blueday y visitante del Cymek.

Isaac giró la cabeza a su alrededor parpadeante, sus ojos cegados.

A medida que la bruma luminosa se disipaba, reparó en la borrosa figura de un hombre que se acercaba incierto hacia ellos. Oyó a Derkhan respirar con dificultad, maldecir por el asco y el miedo.

Durante un instante se sintió confuso, hasta que sus ojos se aclimataron al pálido fulgor de la luna. Entonces vio claramente por primera vez a la criatura que se acercaba, y emitió un quejido horrorizado al mismo tiempo que Lemuel. Solo Yagharek, el guerrero del desierto, guardó silencio.

El hombre que se aproximaba a ellos caminaba desnudo y era de una delgadez espantosa. Su rostro estaba estirado en una permanente mueca de disforme incomodidad. Sus ojos, su cuerpo, se sacudían convulsos como si sus nervios se vinieran abajo. La piel parecía necrosada, sometida a la lenta gangrena.

Pero lo que hacía temblar y gemir a los espectadores era la cabeza. El cráneo había sido abierto limpiamente en dos justo encima de los ojos; la tapa de los sesos había desaparecido. Bajo el corte se advertía un borde de sangre coagulada. Desde el húmedo interior hueco de la calavera culebreaba un cable retorcido de dos dedos de grosor. Estaba rodeado por una espiral de metal ensangrentado, de color rojizo y plateado en la base, que se hundía en la raíz del cerebro inexistente.

El tubo se alzaba hacia arriba, suspendido sobre el cráneo del hombre. Isaac lo siguió lentamente con la mirada, atónito y horripilado. Se curvaba hacia atrás hasta que se encontraba, a más de seis metros de altura, con la mano de metal retorcido del constructo gigante. Después pasaba a través de la palma de la criatura y desaparecía en algún punto de sus entrañas.

La mano mecánica parecía estar compuesta por un paraguas gigante, arrancado y reconectado, adosado a pistones y tendones de cadena, que se abría y se cerraba como una garra cadavérica. El autómata soltaba cable poco a poco, permitiendo al hombre acercarse hacia los intrusos como una macabra marioneta.

A medida que el títere monstruoso se acercaba, Isaac se retiró de forma instintiva. Lemuel y Derkhan, incluso Yagharek, lo imitaron. Dieron unos pasos hacia los impasibles cuerpos de cinco grandes constructos que, inadvertidos, se habían situado a su espalda.

Isaac se giró alarmado, antes de devolver a toda prisa su atención al hombre que se arrastraba hacia ellos.

La expresión de horrenda concentración del títere no flaqueó al abrir los brazos con gesto paternal.

—Bienvenidos todos—dijo con voz trémula—al Consejo de los Constructos.


El cuerpo de Montjohn Rescue surcaba el aire a toda velocidad. El anónimo manecro derecho que lo parasitaba (después de tantos años, incluso él pensaba en sí mismo como Montjohn Rescue) había superado el miedo a volar a ciegas. Recorría el cielo con su cuerpo vertical y los brazos cuidadosamente plegados, con la pistola en uno. Rescue tenía el aspecto de estar en pie, esperando algo, mientras el aire de la noche se arremolinaba a su alrededor.

La suave presencia del manecro izquierdo en el perro a su espalda había abierto una puerta entre sus mentes para mantener un sinuoso flujo de información.

vuela a la izquierda baja acelera más alto derecha ahora izquierda más deprisa más deprisa cae flota aguanta, decía el izquierdo, mientras acariciaba el interior de la mente de su congénere para calmarlo. Volar a ciegas era nuevo y aterrador, pero el día anterior habían practicado, ocultos, bajo las colinas, donde habían sido transportados en un dirigible de la milicia. El guía se había entrenado rápidamente para convertir lo izquierdo en derecho y actuar sin titubeos.

El manecro de Rescue obedecía con devoción. Era un derecho, la casta guerrera. Canalizaba enormes poderes mediante su anfitrión: el vuelo, el esputo abrasador, una enorme fuerza. Pero, aun con el poder que aquel derecho en particular domeñaba como representante de la burocracia del Sol Grueso, era siervo de la casta noble, los videntes, los izquierdos. Obrar de otro modo sería arriesgarse a un tremendo ataque psíquico. Los izquierdos podían castigar cerrando la glándula de asimilación del diestro descarriado, lo que había matado al anfitrión y dejado al rebelde incapacitado para tomar otro, reducido a una mano ciega y cerrada, sin cuerpo mediante el cual manifestarse.

El manecro de Rescue pensaba con feroz inteligencia.

Había sido vital el que venciera el debate con los zurdos. Si estos se hubieran negado a seguir los planes de Rudgutter, no habría podido enfrentarse a ellos: solo los izquierdos podían decidir. Pero enemistarse con el gobierno hubiera sellado el fin de los manecros en la ciudad. Tenían poder, pero existían solo porque Nueva Crobuzon los toleraba. Sufrían una horrenda desventaja numérica. El gobierno los admitía siempre que le prestaran sus servicios. Rescue estaba seguro de que, ante la menor insubordinación, el alcalde anunciaría que había descubierto a los parásitos criminales sueltos por la ciudad. Rudgutter podría incluso dejar caer la localización de la granja de anfitriones. La comunidad manecra sería destruida.

De modo que sentía un cierto gozo mientras volaba.

A pesar de todo, no disfrutaba de la extraña experiencia. El transportar a un izquierdo por el aire tenía precedentes, aunque aquella clase de caza conjunta no se había intentado jamás; además, volar a ciegas era absolutamente terrorífico.

El perro izquierdo extendía su mente como si fueran dedos, como antenas que se arrastraban en todas direcciones hasta una distancia de cien metros. Escudriñaba en busca de lecturas extrañas en la psicosfera y susurraba suavemente al derecho, indicándole dónde volar. El perro utilizaba los espejos de su casco para dirigir el rumbo de su portador.

Además, mantenía enlaces extensos con cada una de las parejas de caza.

¿algo sientes algo?, preguntaba. Con cautela, los demás izquierdos le decían que no, que no había nada. Seguían buscando.

El manecro de Rescue sentía el aire caliente golpear el cuerpo de su anfitrión con infantiles bofetadas. Su pelo se sacudía a un lado y a otro.

El perro se agitaba, trataba de ajustar su cuerpo anfitrión en una posición más cómoda. Sobrevolaban una retorcida marea de chimeneas, el paisaje nocturno de Prado del Señor. Rescue se dirigía hacia Mafatón y Chnum. El izquierdo apartó unos instantes sus ojos caninos de los espejos del casco. Remitiendo tras él, el leviatán de marfil que eran las Costillas definía el firmamento, empequeñeciendo los raíles elevados. La piedra blanca de la universidad aguardaba debajo.

En el límite exterior de su alcance mental, el izquierdo sintió el pinchazo peculiar del aura comunitaria de la ciudad. Su atención regresó y consultó los espejos.

lento lento adelante y arriba, le decía al derecho de Rescue. algo aquí esperad, susurró a través de la conurbación a los demás cazadores. Sintió cómo los otros daban ordenes de frenar, cómo se detenían y aguardaban su informe.

El derecho surcó el aire hacia la zona trémula del psicoéter. Rescue podía sentir la inquietud del izquierdo a través de su enlace, pero se esforzó para no ser contaminado por ella. ¡arma!, pensó, ese he sido yo. ¡nada de pensar!

El derecho atravesaba las capas de aire, sumergiéndose en una atmósfera más tenue. Abrió la boca de su anfitrión y preparó la lengua, nervioso y listo para lanzar su esputo abrasador. Desplegó los brazos y apuntó la pistola.

El izquierdo tanteó la zona perturbada. Detectaba un hambre alienígena, una gula persistente. Aquello rezumaba el jugo de miles de mentes, saturando y contaminando la zona de la psicosfera como la grasa de cocinar. Un vago rastro de almas exudadas, un exótico apetito, empapaba el cielo.

a mí a mí hermanos manecros es aquí lo he encontrado, susurró el izquierdo hacia el otro lado de la ciudad. Un escalofrío de trepidación compartida sacudió a los demás nobles, cinco epicentros que cruzaron la psicosfera trazando patrones peculiares. En Cuña del Alquitrán, en Malado, en Barracan y en el Páramo del Queche se produjeron ráfagas de aire cuando las figuras suspendidas volaron hacia Prado del Señor, como arrastradas por cuerdas.

39

—No os alarméis por mi avatar —siseó el hombre sin cerebro a Isaac y los demás, sus ojos aún alerta, inciertos—. No puedo sintetizar una voz, de modo que he reclamado este cuerpo descartado que flotaba en el río para poder interceder ante la vida de sangre. Eso —el hombre señaló a su espalda, a la enorme y amenazadora figura del constructo que emergía de la basura— soy yo. Esto —golpeó su carcasa trémula— es mi mano y mi lengua. Sin el viejo cerebelo para confundir al cuerpo con sus impulsos contradictorios, puedo instalar mi propia entrada. —En un macabro movimiento, el hombre alzó la mano y tocó el cable que se hundía tras sus ojos, hacia el muñón de carne en lo alto de la espina dorsal.

Isaac sintió el enorme peso del constructo tras él. Se movió inquieto. El zombi desnudo se había detenido a unos tres metros de ellos, agitando su mano espasmódica.

— Sois bienvenidos —continuó con voz temblorosa—. Sé de vuestras obras mediante los informes de vuestra limpiadora. Es uno de los míos. Deseo hablar con vosotros acerca de las polillas —El hombre destrozado miraba a Isaac.

Este se volvió hacia Derkhan y Lemuel. Yagharek dio un paso hacia ellos. Isaac alzó la mirada y vio que los humanos en la esquina no dejaban de rezar a aquel autómata esquelético. Mientras observaba, divisó al técnico que lo había visitado en el almacén. El rostro del hombre era todo un estudio de fervorosa devoción. Los constructos que los rodeaban, salvo los cinco guardias a su espalda, los modelos de más recia construcción, seguían inmóviles.

Lemuel se humedeció los labios.

—Habla con él. Isaac. No seas maleducado…

Isaac fue a replicar, pero guardó silencio.

—Eh… —comenzó. Su voz estaba fría—. Consejo de los Constructos… Estamos… honrados, pero no sabemos…

—No sabéis nada —dijo la temblorosa y sanguinolenta figura—. Yo comprendo. Sed pacientes y comprenderéis. —El hombre se alejó lentamente de ellos sobre el suelo irregular, retirándose bajo la luz de la luna hacia su oscuro señor autómata—. Yo soy el Consejo de los Constructos —dijo con voz trémula y desapasionada—. Nací del azaroso poder y del virus y de la casualidad. Mi primer cuerpo se encuentra aquí, en el vertedero, olvidado por un fallo en el programa. Mientras mi materia se descomponía el virus circuló por mis motores y, de forma espontánea, hallé el pensamiento. Me oxidé en silencio durante un año al tiempo que organizaba mi nuevo intelecto. Lo que comenzó como un estallido de consciencia se tornó raciocinio y opinión. Me construí. Ignoré a los basureros que pululaban durante el día, mientras apilaban los residuos de la ciudad en torres a mi alrededor. Cuando estuve preparado, me mostré al más callado de aquellos hombres. Le escribí un mensaje y le dije que trajera un constructo hasta mí. Temeroso, el humano obedeció y conectó, mediante un cable extenso, el aparato a mis salidas: mi primer miembro. Poco a poco, buscó en el vertedero las piezas adecuadas para mi cuerpo. Comencé a fabricarme, soldando y martillando y remachando durante la noche. El basurero estaba fascinado. Al ocaso hablaba de mí en las tabernas, una leyenda sobre la máquina vírica. Nacieron rumores y mitos. Una noche, en medio de su grandiosa mentira, encontró a otro que tenía un constructo autoorganizado. Era un autómata de compra cuyo mecanismo había fallado, cuyos engranajes se habían rebelado dando lugar a una Inteligencia Construida, a un ser pensante. Un secreto que su antiguo propietario apenas podía creer. Mi basurero ordenó a su amigo que trajera a aquel constructo hasta mí. Aquella noche, hace ya años, conocí a otro como yo. Instruí a mi adorador para que abriera el motor analítico del otro, mi compañero, y nos conectara. Fue una revelación. Nuestras mentes virales enlazadas y nuestros cerebros de pistones a vapor no doblaron su capacidad, sino que la hicieron florecer de forma exponencial. Los dos devenimos uno. Mi nueva parte, el constructo de compra, se marchó al amanecer. Regresó dos días más tarde con nuevas experiencias. Se había separado. Ahora teníamos dos días de historia divergente. Hubo otra comunión y fuimos yo de nuevo. Seguí construyéndome, ayudado por mis adoradores. El basurero y sus amigos buscaron una religión disidente para explicarme. Hallaron a los Engranajes del MecaDios, con su doctrina sobre el cosmos mecanizado, y se encontraron como líderes de una secta herética dentro de una iglesia ya blasfema. Su anónima congregación me visitó. El constructo de compra, mi segundo yo, conectó y fuimos uno de nuevo. Los adoradores vieron la mente mecánica que se había dado existencia mediante la pura lógica, un intelecto de máquina generado a sí mismo. Vieron a un dios creado de la nada. Me convertí en objeto de su devoción. Siguen las órdenes que les escribo, construyen mi cuerpo a partir de la materia a mi alrededor. Los conmino a encontrar, a crear a otros dioses hechos a sí mismos para unirlos al Consejo. Han batido la ciudad en su busca. Es una rara aflicción: una vez en un billón de computaciones, un engranaje falla y una máquina piensa. Yo mejoré estas probabilidades. Produje programas generativos para acceder a la potencia motriz mutante de una aflicción viral, llevando a un motor analítico a la consciencia. —Mientras el hombre hablaba, el enorme constructo a su espalda alzaba su brazo izquierdo y señalaba inmenso su pecho. Al principio, Isaac no alcanzaba a distinguir la pieza que señalaba entre tantas. Entonces lo vio claramente. Era un perforador de tarjetas de programas, un motor analítico empleado para crear los códigos con los que alimentar a las demás máquinas. Con una mente construida alrededor de eso, pensó Isaac confuso, no es de extrañar que este tipo sea un proselitista.

—Cada constructo atraído a mi seno se convierte en mí —siguió el hombre—. Yo soy el Consejo. Todas las experiencias son descargadas y compartidas. Las decisiones se toman en mi mente de válvulas. Transmito mi sabiduría a mis componentes. Mis yoes autómatas construyen anejos a mi espacio mental por todo el vertedero, a medida que me sacio de conocimiento. Este hombre es un miembro, el constructo antropoide gigante no es más que mi aspecto. Mis cables y máquinas interconectadas se extienden por todas partes. Las calculadoras al otro lado del vertedero son trozos de mí. Soy un repositorio de la historia de los constructos. Soy el banco de datos. Soy una máquina que se ha organizado a sí misma.

Mientras hablaba, los varios constructos se reunieron en el pequeño espacio y comenzaron a acercarse algo más a la temible figura de desperdicios, sentada regia en aquel caos. Se detuvieron en puntos aparentemente aleatorios y se agacharon para tomar (con una ventosa de succión, un gancho, un pincho, una garra) uno de los cables y alambres de aspecto olvidado que había tirados por todas partes. Buscaron las portezuelas de sus conexiones de entrada, las abrieron y se enchufaron.

A medida que cada constructo se conectaba, el títere sin cerebro se sacudía y sus ojos resplandecían por un instante.

—Crezco —susurraba—. Crezco. Mi capacidad de proceso aumenta de forma exponencial. Aprendo… sé de vuestras tribulaciones. Me he acoplado con vuestra limpiadora. Se estaba colapsando. La he traído a la inteligencia. Ahora es uno de mí, totalmente asimilada. —El hombre señaló una de las vagas siluetas que formaban la cadera del constructo gigante: sobresaliendo del cuerpo como un quiste se hallaba la forma reconstruida de la limpiadora—. Aprendí de ella como de ningún otro yo. Aún estoy calculando las variables implicadas por su visión fragmentaria desde el lomo de la Tejedora. Ha sido mi yo más importante.

— ¿Por qué estamos aquí? —susurró Derkhan—. ¿Qué quiere ese armatoste de nosotros?

Cada vez más constructos descargaban sus experiencias en la mente del Consejo. El avatar, el hombre destrozado que hablaba por él, canturreaba sin melodía a media que la información inundaba sus bancos.

Al fin, todos los constructos hubieron completado su conexión. Sacaron los cables de sus válvulas y se alejaron. Viendo esto, varios de los espectadores humanos se acercaron nerviosos con tarjetas de programas y máquinas analíticas del tamaño de maletines. Tomaron los cables que los constructos habían dejado caer y los conectaron a sus aparatos.

Tras dos o tres minutos, este proceso también estuvo completo. Cuando los humanos se retiraron, los ojos del avatar giraron hasta no mostrar más que blanco. La cabeza sin párpados se sacudió cuando el Consejo lo asimiló todo.

Tras un minuto de mudos temblores, se tensó de repente. Sus ojos se abrieron y observaron alertas a su alrededor.

— ¡Congregación de la vida de sangre! —gritó a los humanos agrupados, que se alzaron rápidamente—. Aquí están vuestras instrucciones y vuestros sacramentos.

Desde el estómago del enorme constructo, de las ranuras de salida de la impresora de programas original, salió una tarjeta tras otra, todas perforadas meticulosamente. Caían sobre una caja de madera que descansaba sobre la entrepierna sin sexo de la máquina, como la bolsa de un marsupial.

En otra parte del tronco, embebida en un ángulo entre un bidón de combustible y un motor oxidado, una máquina de escribir tartamudeaba a asombrosa velocidad. Una gran resma de papel continuo surgía de su carro con letra apretada, y bajo ella un par de tijeras salían disparadas sobre un muelle, como un pez predador. Las hojas se cerraron, cortando el papel antes de rebotar y cortar de nuevo, repitiendo la operación una y otra vez. Pequeños pliegos de instrucciones religiosas caían flotando hasta depositarse junto a las tarjetas de programas.

De uno en uno, toda la congregación se acercó nerviosa al constructo, rindiendo obediencia con cada paso. Se aproximaban a la pequeña pendiente de basura entre las piernas mecánicas, se asomaban a la caja y extraían un trozo de papel y un manojo de tarjetas, comprobando los números para asegurarse de tenerlas todas. Después se alejaban rápidamente y desaparecían entre la basura para regresar a la ciudad.

Parecía que aquella adoración no disponía de ceremonia de despedida.

En pocos minutos, Yagharek, Isaac, Derkhan y Lemuel fueron las únicas formas de vida orgánicas que quedaban en el claro, aparte del espectral hombre sin cabeza. Los constructos permanecieron a su alrededor.

Isaac creyó ver una figura de pie sobre el montículo de basura más elevado del vertedero, contemplando los procedimientos; era de un color negro profundo, enmarcado en el fondo sepia de Nueva Crobuzon. Se concentró, pero no vio nada. Estaban completamente solos.

Miró ceñudo a sus compañeros y se acercó hacia la figura cadavérica con el tubo emergiendo de la cabeza.

—Consejo —dijo—. ¿Por qué nos has hecho venir? ¿Qué quieres de nosotros? Sabes de las polillas…

—Der Grimnebulin —interrumpió el avatar—. Crezco poderoso, y lo hago más con cada día que pasa. Mi capacidad de computación no tiene precedente en la historia de Bas-Lag, salvo que tenga un rival en un continente lejano del que no sé nada. Soy la red total de cien o más máquinas de cálculo. Cada una alimenta a las demás y es alimentada a su vez por todas. Puedo evaluar un problema desde miles de ángulos. Cada día leo los libros que mi congregación me trae, a través de los ojos de mi avatar. Asimilo Historia y religión, taumaturgia y ciencia y Filosofía en mis bancos de datos. Cada conocimiento que obtengo enriquece mis cálculos. He extendido mis sentidos. Mis cables se hacen más largos y llegan más lejos Recibo información de cámaras fijadas por todo el vertedero. Mis cables se conectan a ellas como nervios desnudos. Mi congregación las aleja cada vez más, hacia la propia ciudad, para conectarme con sus aparatos. Tengo adoradores en las entrañas del Parlamento que cargan las memorias de sus máquinas de cálculo con mis tarjetas, para traérmelas después. Pero esta no es mi ciudad.

Isaac frunció el ceño, negando con la cabeza.

—No… —comenzó.

—La mía es una existencia intersticial —le interrumpió el avatar con urgencia. La voz del hombre carecía de toda inflexión. Era inquietante, alienante—. Nací de un error, en un espacio muerto donde los ciudadanos descartan lo que no quieren. Por cada constructo que es parte de mí hay otros miles que no lo son. Mi sustento es la información. Mis intervenciones son ocultas. Aumento a medida que aprendo. Computo, luego existo. Si la ciudad se detuviera, las variables se reducirían casi a la nada. El flujo de información se cortaría. No deseo vivir en una ciudad vacía. He alimentado las variables del problema de las polillas en mi red analítica. El resultado es directo. Si no se actúa, la prognosis para la vida de sangre en Nueva Crobuzon es extremadamente mala. Os ayudaré.

Isaac miró a Derkhan y a Lemuel, buscó en los ojos ocultos de Yagharek. Devolvió su atención al tembloroso avatar. Derkhan le vocalizó exageradamente «ten cuidado».

—Bueno, estamos… muy agradecidos, Consejo… eh… ¿Cómo…? ¿Puedo preguntar qué pretendes hacer?

—He calculado que lo creeréis y lo entenderéis mejor si os lo muestro —dijo el hombre.

Un par de enormes ganchos de metal se cerraron alrededor de los antebrazos de Isaac, que gritó por la sorpresa y el miedo, tratando de liberarse. Estaba siendo sujetado por los constructos industriales más grandes, un modelo con manos diseñado para conectarse a los andamios y sostener edificios. Isaac, aun siendo un hombre fuerte, era incapaz de liberarse.

Gritó a sus compañeros para que lo ayudaran, pero otro de los enormes autómatas avanzó y se interpuso atronador entre ellos. Durante un momento incierto, Derkhan, Lemuel y Yagharek aguardaron confusos. Entonces Lemuel huyó corriendo. Se alejó a toda prisa por una de las profundas trincheras de basura y se perdió de vista hacia el este.

— ¡Pigeon, hijo de puta! —gritó Isaac. Mientras pugnaba, vio asombrado que Yagharek se situaba frente a Derkhan. El tullido garuda era tan callado, tan pasivo, tan enigmático, que Isaac no contaba con él. Los seguía, hacía lo que se le pedía, eso era todo.

Pero allí estaba ahora, saltando con un espectacular movimiento lateral, deslizándose por el lateral del constructo guardián, tratando de alcanzar a Isaac. Derkhan vio lo que hacía y se desplazó hacia el otro lado, obligando a la máquina a elegir entre los dos. Avanzó hacia ella.

La mujer se giró para escapar, pero un cable de acero restalló como una serpiente predadora desde la maleza de basura y se enroscó alrededor de su tobillo y la derribó. Cayó sobre el suelo fracturado, gritando de dolor.

Yagharek bregaba heroico contra las zarpas del constructo, pero sin eficacia alguna. La máquina se limitaba a ignorarlo. Uno de sus compañeros se situó tras el garuda.

— ¡Yag, maldición! —gritó Isaac—. ¡Corre! —pero fue demasiado tarde. El recién llegado era un enorme constructo industrial similar, y la malla de cables con la que encerró a Yagharek era mucho más difícil de romper.

Fuera de la contienda, el hombre sanguinolento, la extensión de carne del Consejo de los Constructos, alzó la voz.

—No estáis siendo atacados —dijo—. No sufriréis daño alguno. Comenzamos aquí. Tendemos un cebo. Por favor, no os alarméis.

— ¿Te has vuelto completamente loco? —protestó Isaac—. ¿Qué coño quieres decir? ¿Qué estás haciendo?

Los constructos en el corazón del laberinto se retiraban hacia los límites del claro, la sala del trono del Consejo. El cable que apresaba a Derkhan la arrastró a través del suelo. Ella luchaba, gritando y apretando los dientes, pero tenía que enroscarse y retorcerse para evitar clavarse algo. El constructo que sostenía a Yagharek lo alzó sin esfuerzo y lo alejó de Isaac. El garuda bregó con violencia y cayó la capucha de su cabeza, mientras sus feroces ojos de pájaro lanzaban frías miradas de rabia absoluta en todas direcciones. Más estaba indefenso ante aquella ineludible fuerza artificial.

El captor de Isaac lo arrastró hacia el centro del espacio, cada vez más despejado. El avatar danzó a su alrededor.

—Trata de relajarte. No dolerá.

— ¿Qué? —rugió Isaac. Desde el lado opuesto del pequeño anfiteatro, un pequeño constructo se acercó bamboleándose infantil a través de los restos. Portaba un aparato de aspecto extraño, un tosco yelmo que parecía un gran embudo conectado a una suerte de máquina portátil. Saltó sobre los hombros de Isaac, apresándolo dolorosamente con los dedos de los pies y encasquetándole el yelmo en la cabeza.

Isaac pugnó y gritó, pero inmovilizado como estaba por aquellos brazos poderosos no podía liberarse. Unos segundos después, el casco tenía el casco pegado a la cabeza. Le tiraba del pelo y le arañaba la cabellera.

—Soy la máquina —dijo el muerto desnudo, danzando insensible de una roca a un motor, a una botella rota—. Lo que aquí se descarta es mi carne. La arreglo más rápido de lo que tu cuerpo restaña las heridas y los huesos rotos. Todo aquí se da por muerto. Lo que no está aquí lo está pronto, o mis adoradores me lo traen, o puedo construirlo. El equipo en tu cabeza es una pieza como la empleada por los canalizadores y videntes, los comunicadores y psiconautas de todas clases. Es un transformador. Puede canalizar, redirigir y amplificar las descargas psíquicas. En este momento, está dispuesto para aumentar e irradiar. Lo he ajustado. Es mucho más fuerte que los que se usan en la ciudad. ¿Recuerdas que la Tejedora te de advirtió que la polilla que criaste te está buscando? Es una tullida, una proscrita enana. No puede rastrearte sin ayuda. —El hombre miró a Isaac. Derkhan gritaba algo al fondo, pero Isaac no atendía, no podía apartar la mirada de los ojos del avatar—. Verás lo que podemos hacer. Vamos a ayudarla.

Isaac no oyó su propio alarido ultrajado. Un constructo se acercó y encendió la máquina. El casco vibró y zumbó con tal fuerza que le dolieron los oídos.

Las ondas de la impronta mental de Isaac pulsaron hacia la noche. Atravesaron el pellejo maligno de los malos sueños que atoraban los poros de la ciudad y salieron disparados hacia la atmósfera.

La nariz de Isaac comenzó a sangrar. Le dolía la cabeza.


Cientos de metros sobre la ciudad, los manecros se congregaban en el Prado del Señor. Los izquierdos rastreaban con cuidado la estela psíquica de las polillas.

ya rápido ataque antes de sospecha, urgía uno pugnaz.

prisa precaución, intimaba otro, rastrear con cuidado y seguir hallar nido.

Disputaban con rapidez, en silencio. El pentavirato de derechos flotaba colgado en el aire, con un noble izquierdo cada uno. Los primeros guardaban un silencio respetuoso mientras los segundos debatían la táctica.

ya lento, aceptaron. Con la excepción del perro, todos alzaron el brazo de sus anfitriones, apuntando con cuidado la pistola. Avanzaron lentamente por el aire, como una fantástica partida de caza, peinando la agitada psicosfera en busca de rastros de la consciencia de las polillas.

Siguieron la pista de salpicaduras oníricas en una espiral retorcida sobre Nueva Crobuzon y luego se desplazaron lentamente en un pasadizo curvo hacia el cielo sobre Hogar de Esputo, hacia Shek y hacia el sur del Alquitrán, en Piel del Río.

Mientras su senda se rizaba hacia el oeste, percibieron oleadas de emanaciones psíquicas procedentes del Meandro Griss. Por un instante, los manecros se sintieron confusos. Flotaron e investigaron aquella sensación de reflujo, pero pronto quedó claro que se trataba de radiaciones humanas.

algún taumaturgo, intimó uno.

no es asunto nuestro, aceptaron sus camaradas. Los izquierdos ordenaron a sus monturas derechas que prosiguieran con el rastreo aéreo. Las pequeñas figuras flotaban como motas de polvo sobre las vías elevadas de la milicia. Los izquierdos giraban la cabeza inquietos de un lado a otro, escrutando en cielo vacío.

De repente se produjo una fuerte oleada de exudaciones ajenas. La tensión superficial de la psicosfera se infló con la presión, y aquella repugnante sensación de codicia alienígena rezumó a través de sus poros. El plano psíquico se había espesado con el efluvio glutinoso de mentes incomprensibles.

Los izquierdos se encogieron en un ataque de miedo y confusión. ¡Era tanto, tan fuerte, tan rápido…! Se agitaron en la espalda de sus monturas. Los enlaces que habían abierto con los derechos se inundaron de repente con una marea psíquica, pues los sirvientes se vieron acosados por el terror desbordado de sus señores.

El vuelo de las cinco parejas se tornó errático, y flotaron por el aire sin formación alguna.

viene, gritó uno, mientras se producía un revoltijo de confusas y temerosas respuestas.

Los derechos trataron de recuperar el control de su vuelo.

En un estallido simultáneo de alas, cinco oscuras y crípticas figuras se lanzaron desde un oscuro nicho en la abigarrada confusión de los tejados de Piel del Río. Los aleteos chasqueantes de aquellas membranas enormes resonaban en varias dimensiones y llegaban hasta el aire tibio en el que las parejas de manecros zigzagueaban confusos. El perro alcanzó a divisar las grandes alas sombrías que segaban el aire bajo ellas. Lanzó un gemido mental de terror y sintió cómo Rescue se encogía asqueado. El izquierdo trató de recuperar el control.

izquierdos juntos, gritó, antes de exigir a los derechos que ascendieran sin parar.

Los guerreros obedecieron y se deslizaron por el aire hasta reunirse. Sacaban fuerzas los unos de los otros, controlándose mediante la disciplina. De repente eran una línea en una división militar, cinco derechos cegados y encarados hacia abajo, con las bocas dispuestas para lanzar su esputo abrasador. Los manecros rastreaban ávidos los cielos mediante los espejos de sus cascos. Su rostro apuntaba hacia las estrellas. Los espejos estaban orientados hacia abajo, con lo que disfrutaban de una visión de la ciudad oscura, una demente aglomeración de teselas, callejuelas y cúpulas de cristal.

Vieron cómo las polillas se aproximaban a increíble velocidad.

¿cómo nos huelen?, inquirió nervioso un izquierdo. Bloqueaban sus poros mentales lo mejor que podían. No esperaban sufrir una emboscada. ¿Cómo habían perdido la iniciativa?

Pero, cuando las polillas se lanzaron hacia ellos, los izquierdos vieron que no habían sido descubiertos.

La bestia mayor, al frente de la caótica cuña de alas, estaba cubierta por un peso parpadeante. Vieron que el temible armamento de las polillas, sus tentáculos dentados y los miembros serrados, lanzaba destellos y cortaba. Sus enormes dientes mascaban el aire.

Parecían combatir a un espectro. Su enemigo entraba y salía del espacio convencional, una forma evanescente como el humo, solidificándose y desapareciendo como una sombra. Era como si una vasta pesadilla arácnida atravesara las realidades entretejidas y atacara a las polillas con crueles lanzas de quitina.

¡Tejedora!, advirtió uno de los izquierdos, mientras ordenaba a los derechos que se retiraran lentamente de aquella tángana acrobática.

Las otras polillas giraban alrededor de su hermana, tratando de ayudarla. Se turnaban para atacar, siguiendo un código impenetrable. Cuando la Tejedora se manifestaba podían golpearla, atravesar su armadura liberando goterones de icor antes de que desapareciera. A pesar de sus llagas, la araña arrancaba grandes coágulos de carne y sangre espesa de las frenéticas bestias.

La polilla y la araña se atacaban en una extraordinaria confusión de violencia, con acometidas y paradas demasiado rápidas como para ser vistas.

Al alzarse, las polillas rompieron la cobertura onírica sobre la ciudad. Alcanzaron el nivel del cielo en donde aquellas ondas mentales habían confundido a los manecros.

Era evidente que las criaturas también podían sentirlas. Su formación apretada se rompió en una momentánea confusión. La menor de las polillas, de cuerpo retorcido y alas malformadas, se apartó de la masa y desenrolló su lengua monstruosa.

El enorme apéndice palpitó antes de volver a las fauces goteantes.

Con un vuelo errático la criatura giró en el aire y trazó un círculo alrededor de la Tejedora y de su presa; titubeó en el aire y comenzó a descender hacia el este, hacia el Meandro Griss.

La deserción del redrojo confundió a las polillas, que se separaron en el cielo, girando las cabezas y agitando las antenas al azar.

Los hechizados izquierdos se retiraron alarmados.

¡ahora!, decía uno, confusas y ocupadas, ¡atacamos con la Tejedora!

Vacilaban sin remedio.

preparado para esputo, dijo el perro manecro a Rescue.

Mientras las polillas se alejaban las unas de las otras, apartándose cada vez más de la lucha en el centro, viraron en el aire. Los izquierdos gritaron.

¡ahora!, ordenó uno, el parásito del enjuto burócrata, con un frenesí indeleble en su voz. ¡ataque!

La anciana humana avanzó de repente, como si el temeroso izquierdo ordenara a su derecho una repentina descarga de velocidad. Justo en ese momento, una de las polillas se giró y se quedó congelada, encarada con la pareja de manecros y sus anfitriones.

En ese momento, las otras dos polillas se coordinaron y una de ellas arrojó una enorme lanza de hueso hacia el abdomen distendido de la Tejedora. Mientras la enorme araña se retiraba, la otra le apresaba el cuello con un tentáculo segmentado. La araña desapareció de la noche hacia otro plano, pero el tentáculo la tenía presa y la arrastró a medias fuera del pliegue espacial, que se tensó alrededor de su cuello.

La Tejedora bregó y pugnó por liberarse, pero los izquierdos apenas la veían. La tercera polilla empezaba a volar hacia ellos.

Los derechos estaban ciegos, pero sentían el aterrado alarido psíquico de los nobles, que se bamboleaban para intentar mantener a la polilla visible en sus espejos.

¡esputo abrasador!, ordenó el manecro burócrata a su derecho, ¡ahora!

El cuerpo anfitrión, la anciana, abrió la boca y asomó una lengua enrollada. Inhaló con fuerza y escupió lo más lejos que pudo. Una gran descarga de gas pirótico salió disparada de su lengua y se incendió espectacular en el aire nocturno. Una enorme nube de llamas se fue desplegando mientras se dirigía hacia la polilla.

La puntería era buena, pero el miedo del izquierdo le hizo disparar a destiempo y escupió demasiado pronto. El fuego se desplegó en una colada oleosa, disipándose antes de tocar la carne de la polilla. Cuando la descarga se evaporó, la bestia había desaparecido.

Atemorizados, los izquierdos comenzaron a ordenar a sus derechos que giraran en el aire para encontrar a la criatura, ¡alto alto!, gritó el perro, pero sin resultado. Los manecros se bamboleaban al azar como los restos de un naufragio, encarados en todas direcciones, mirando frenéticos por sus espejos.

Allí, chilló la joven izquierda divisando a la polilla mientras caía como un ancla hacia la ciudad. Los demás manecros viraron para ver por sus espejos, y con un coro de gritos se encontraron frente a otra polilla.

El ser había volado hacia ellos mientras buscaban a su hermana, de modo que cuando se volvieron estaba frente a sus ojos, claramente visible con las alas extendidas, lejos del alcance de los espejos.

El joven izquierdo logró cerrar los ojos de su anfitrión y ordenar al derecho que girara y escupiera. El aterrado derecho, en el cuerpo del niño pequeño, trató de obedecer y lanzó una andanada de gas llameante en una espiral cerrada y alcanzó a la pareja de manecros junto a él en el aire.

El rehecho y su izquierda khepri gritaron físicamente al prender sus anfitriones. Se desplomaron hacia tierra, inmolados en una cruel agonía, gritando hasta morir a medio camino, su sangre bullendo y sus huesos fracturándose por el intenso calor, antes de golpear la superficie del Alquitrán. Desaparecieron bajo las sucias aguas con una descarga de vapor.

La mujer izquierda flotaba embrujada, con los ojos vidriados por la atronadora tormenta de patrones en las alas de la polilla asesina. La repentina eflorescencia hipnótica de los sueños del izquierdo se deslizó a través del canal con su montura derecha. El manecro vodyanoi se encogió ante la extraña cacofonía de una mente que se desplegaba. Comprendió lo que había sucedido, gimió aterrado con la boca de su anfitrión y bregó con las correas que adosaban al izquierdo a su espalda. Cerró los ojos de vodyanoi, aun a pesar de su antifaz.

Mientras luchaba, el miedo le hizo escupir sin ton ni son, iluminando la noche con una enorme descarga de gas inflamable. El extremo de la nube casi alcanzó al manecro de Rescue, que trataba de obedecer los confusos chillidos mentales de su guía. Giró algunos metros para evitar el globo de aire escaldado y se topó con el cuerpo de la polilla herida. La criatura temblaba de miedo y dolor. Habían conseguido que la Tejedora soltara su cuerpo torturado, pero caía tristemente hacia el nido, con las heridas supurando y las articulaciones aplastadas en una indescriptible agonía. Por una vez no tenía interés en la comida. Estaba a punto de estallar de dolor cuando Rescue y su perro izquierdo se encontraron con ella.

Con un espasmo petulante, dos enormes esquirlas bióticas surgieron como tijeras del cuerpo de la criatura y arrancaron tanto la cabeza de Montjohn Rescue como la del perro, con un seco y horripilante sonido.

Las cabezas se precipitaron hacia la oscuridad.

Los manecros seguían vivos y conscientes, pero sin el cerebro de sus anfitriones no podían controlar los cuerpos moribundos. Las carcasas humana y canina danzaron espasmódicas en una giga póstuma. La sangre brotaba de los cuerpos y se derramaba sobre los frenéticos manecros, que aullaban y apretaban sus dedos.

Mantuvieron la consciencia a lo largo de toda la caída, hasta que se estrellaron sobre el terrible hormigón de un patio en la Aduja, con una desagradable salpicadura de carne mutilada y fragmentos de hueso. Tanto los manecros como sus anfitriones decapitados se destrozaron al instante. Sus huesos estaban pulverizados, su carne aplastada más allá de cualquier ayuda.


El ciego vodyanoi casi se había liberado de las correas de cuero que lo fijaban a la mujer, cuya mente estaba en manos de la polilla. Pero, cuando el derecho estaba a punto de soltar la última hebilla y alejarse volando, la criatura se acercó para alimentarse.

Rodeó a su presa con sus brazos de insecto y la aferró con fuerza. Acercó a la mujer hacia sí mientras le metía la lengua palpitante en la boca y comenzaba a beber los sueños del manecro. La polilla sorbía con ansia.

Era un jugoso preparado. El residuo de los pensamientos del anfitrión humano flotaba como el sedimento o los granos de café en la mente del manecro. La polilla se extendió alrededor del cuerpo de la mujer, la abrazó y perforó la fofa carne vodyanoi adosaba a su espalda con los miembros óseos. El derecho gritó asustado por el dolor repentino, y la predadora pudo saborear el terror. Quedó confundida por un instante, sin comprender aquella otra mente que brotaba tan cerca de su comida. Pero se recuperó y apretó con más fuerza, dispuesta a cebarse de nuevo una vez hubiera secado su primer plato.

El cuerpo del vodyanoi estaba atrapado mientras asesinaban a su pasajero. Bregó y aulló, mas no logró escapar.

Algo más lejos, tras su hermana saciada, la polilla que había apresado a la Tejedora restalló su cola tentacular a través de varias dimensiones. La vasta araña parpadeaba en el aire a frenética velocidad. Cada vez que aparecía comenzaba a caer, atrapada por la despiadada gravedad. Entonces desaparecía hacia otro aspecto, arrastrando la punta serrada del tentáculo con ella, embebida en su carne. En esa otra dimensión se sacudía para liberarse de su atacante y reaparecer en el plano mundano, empleando su peso y su palanca antes de desaparecer de nuevo.

La polilla, tenaz, daba cabriolas alrededor de su presa, negándose a dejarla escapar.

El manecro burócrata mantenía un frenético y aterrado monólogo. Buscaba a su compañero izquierdo, en el cuerpo del joven musculoso.

muertos todos muertos nuestros camaradas, gritaba. Parte de lo que había visto, parte de sus emociones, fluían por el canal con la cabeza de su derecho. El cuerpo de la anciana se sacudía inquieto.

El otro izquierdo trataba de conservar la calma. Movía la cabeza de un lado a otro, intentando exudar autoridad. Alto, ordenó perentorio. Miró por los espejos a las tres polillas: la herida, que flotaba a duras penas hacia su nido oculto; la hambrienta, que devoraba las mentes de los manecros atrapados; y la combatiente, que seguía sacudiéndose como un tiburón, tratando de arrancarle la cabeza a la Tejedora.

Acercó a su derecho un poco, ataca ahora, pensó hacia su compañero, escupe duro, acaba con dos. persigue a los heridos. Entonces giró su cabeza a un lado y a otro, dejando escapar un pensamiento angustiado, ¿dónde está la otra?

La otra, la última polilla que había escapado de las llamas de la anciana para perderse de la vista con un elegante picado, había descrito un amplio rizo sobre los tejados, ascendido de nuevo, volando muy lenta, cambiando el color de sus alas para camuflarlas contra las nubes y atacar ahora, en un repentino estallido de colores oscuros, una resplandeciente muestra de patrones hipnagógicos.

Surgió al otro lado de los manecros, frente a los ojos del izquierdo. El joven humano saltó en un paroxismo de sorpresa al ver a la bestia predadora abrir sus alas. Percibió cómo su mente comenzaba a apagarse ante las sombras de medianoche que mutaban sinuosas en las alas de la polilla.

Sintió un instante de terror, después nada más que una violenta e incompresible marea de sueños… y entonces de nuevo el terror; tembló, el miedo mezclado con una alegría desesperada al comprender que pensaba una vez más.

Enfrentada a dos grupos de enemigos, la bestia había titubeado un momento antes de girar levemente en el aire. Había alterado el ángulo de su vuelo, de modo que las alas traicioneras se encaraban ahora con el burócrata y la anciana. Después de todo, aquellos eran los manecros que habían intentado abrasarla.

El izquierdo liberado vio ante él el enorme cuerpo de la polilla, sus alas ocultas. A su izquierda, la anciana giraba la cabeza nerviosa, sin saber lo que sucedía. Vio cómo los ojos del burócrata se desenfocaban, ¡quémala ahora ya ya!, trató de chillar el izquierdo a la anciana. Su derecho preparó la boca para escupir, cuando la enorme polilla cruzó el aire entre ellos demasiado rápido como para verla y se abrazó a los manecros, babeando como un hombre famélico.

Se produjo una descarga de angustia mental. La anciana comenzó a escupir su fuego, que se perdió inocuo más allá de la criatura que la apresaba y se evaporó en el aire.

Aun cuando pasó la oleada de horror, el último izquierdo, en el cuerpo de un hombre atado a un niño indigente, vio algo terrorífico por los espejos de su casco. Las garras de la Tejedora se hicieron visibles un instante y el arpón de la polilla que la atacaba se partió, amputado, y brotó sangre de la cola del tentáculo. Libre de la araña, que no volvió a aparecer, la polilla gritó en silencio y se lanzó a través de la noche hacia la pareja de manecros.


Y, horrorizado, el izquierdo vio cómo la criatura frente a él apartaba la vista de su comida, giraba la cabeza sobre su hombro y lo apuntaba con sus antenas, en un lento y ominoso movimiento.

Tenía polillas delante y detrás. El derecho, en el cuerpo del niño, tembló y aguardó las instrucciones.

¡abajo!, gritó el izquierdo con repentino pavor, ¡abajo, lejos! ¡misión abortada! ¡solos y condenados, huir, escupir y volar!

Una oleada de pánico desbordó la mente del derecho. El rostro del niño se torció aterrado y comenzó a escupir fuego. Después se desplomó hacia las piedras supurantes de Nueva Crobuzon, hacia su maderamen húmedo y pútrido, como un alma arrastrada hacia el Infierno.

¡abajo abajo abajo!, gritaba el izquierdo mientras las polillas saboreaban su rastro de terror con las viles lenguas.

Las sombras nocturnas de la ciudad se alzaron como dedos, apresaron a los manecros y los empujaron hacia una ciudad sin sol de peligro, de traición mundana, lejos de la demente, impenetrable, inenarrable amenaza de las nubes.

40

Isaac mandó al Consejo de los Constructos al Infierno y exigió su liberación. La sangre le manaba por la nariz y le empapaba la barba. Cerca de él, Yagharek y Derkhan luchaban con patética lasitud en los brazos de sus captores mecánicos. Sabían que estaban atrapados.

A través de la bruma de la migraña, Isaac vio al gran Consejo de los Constructos alzar su huesudo brazo de metal hacia los cielos. En el mismo momento, el enjuto y sanguinolento avatar humano señaló con el mismo brazo, en un inquietante eco visual.

—Viene —dijo el Consejo con la voz del muerto.

Isaac aulló de rabia y giró la cabeza hacia arriba, agitándose y sacudiéndose de un lado a otro, en un esfuerzo inútil por liberarse del casco.

Bajo las rápidas nubes divisó una enorme forma aguileña que se acercaba a trompicones desde el aire, descendiendo con un movimiento ansioso, caótico. Derkhan y Yagharek lo vieron y quedaron petrificados.

La perpleja forma orgánica se acercaba con terrorífica velocidad. Isaac cerró los ojos, pero no pudo resistirse a abrirlos de nuevo. Tenía que ver a aquel ser.

La criatura se acercó y descendió con brusquedad sobre el río. Sus múltiples miembros se abrieron y cerraron, temblando su cuerpo en compleja unidad.

Aun desde aquella distancia, incluso a través de su miedo, Isaac podía ver que la polilla que se acercaba era un espécimen patético comparado con la terrorífica perfección predadora que había acabado con Barbile. Los giros y convoluciones, las venas y espirales fortuitas de carne que habían compuesto aquella rapaz totalidad, habían sido funciones de impensable simetría inhumana, células que se multiplicaban como números oscuros, ignotos. Sin embargo, aquella ansiosa forma aleteante de extremidades retorcidas y deformes, de incompletos segmentos corporales, de armamento amputado y malparado en la crisálida… era un monstruo malformado.

Aquella era la polilla a la que Isaac había alimentado con comida bastarda. La polilla que había saboreado los jugos de su propia cabeza, mientras yacía trémulo en un viaje de mierda onírica. Aún ansiaba aquel sabor, parecía, aquella primera y jugosa intimidad de una sustancia más pura.

Aquel parto contranatural había sido, comprendió Isaac, el comienzo de todos sus problemas.

—Oh, dulce Jabber—susurró con voz trémula—, por la Cola del Diablo… Que los dioses me ayuden.


Con una retorcida inyección de polvo industrial, la polilla aterrizó. Plegó las alas.

Estaba agazapada, la espalda curva y tensa en una postura de simiesca osadía. Sus brazos crueles (maltrechos, pero aún poderosos y maliciosos) tenían el ademán asesino de un cazador. Giró lentamente su cabeza larga y delgada a un lado y a otro, las antenas de sus cuencas tanteando el aire.

A su alrededor, los constructos realizaban movimientos apenas perceptibles. La polilla los ignoró a todos. Su boca tosca, brutal, se abrió para emitir la lengua salaz, que se agitó como una enorme cinta sobre la concurrencia.

Derkhan gimió y la polilla se vio sacudida por un escalofrío.

Isaac trató de gritar para decirle que se callara, que no permitiera que la sintiera, pero no podía hablar.

Las ondas de su mente oscilaban como un latido, sacudiendo la psicosfera del vertedero. La polilla podía saborearlas, sabía que se trataba del mismo licor mental que había estado buscando. Los otros jirones que sentía no eran nada a su lado, migajas junto a un festín.

La bestia, temblando de emoción, dio la espalda a Yagharek y a Derkhan y se encaró con Isaac. Se incorporó lentamente sobre cuatro de sus miembros, abrió la boca con un pequeño siseo infantil y desplegó las alas mesméricas.


Durante un instante, Isaac trató de cerrar los ojos. Una pequeña parte de su cerebro, cargada de adrenalina, pensó en varias estrategias de huida.

Pero estaba tan cansado, tan confundido, tan triste y tan dolido, que actuó demasiado tarde. Extenuado, de forma poco clara al principio, vio las alas de la criatura.

La cambiante marea de colores se desplegó como un banco de anémonas y desenredó asombrosa las sombras hipnóticas. A ambos lados del cuerpo de la polilla, las tinturas de medianoche, en perfecto reflejo, se deslizaban como ladronas por los nervios ópticos del científico, bañando toda su mente.

Isaac vio a la bestia acercarse lentamente hacia él a través del claro, vio las alas torcidas, perfectamente simétricas, batir suavemente y bañarlo con su muestra narcótica.

Y entonces su mente se deslizó como un cansado volante mecánico, y no sintió más que una rociada de sueños. Un espumarajo de memorias, impresiones y lamentos efervesció desde su interior.

No era como la mierda onírica. No había núcleo de consciencia que observar y al que aferrarse. Aquellos no eran sueños invasores. Eran los suyos, y no había un él al que ver bullir, su misma esencia estaba en la oleada de imágenes, era el recuerdo y el símbolo. Isaac era la memoria del amor paterno, las profundas fantasías sexuales y los recuerdos, las extrañas invenciones neuróticas, los monstruos, las aventuras, los fallos lógicos de la engrandecida automemoria; la masa mutante de la inframente triunfante sobre el raciocinio y la cognición y el reflejo que se extendía en la terribles y asombrosas descargas interconectadas de subconsciente y sueño

el sueño

se se detuvo

se detuvo de repente, e Isaac bramó ante el repentino tirón de la realidad.

Parpadeó fervoroso mientras su mente se depositaba al instante en sedimentos y el subconsciente caía allá donde debía estar. Tragó saliva. Su cabeza parecía a punto de implotar y se reorganizaba en el caos de fragmentos esparcidos.

Oyó la voz de Derkhan llegando desde el fin de alguna frase.

—¡…increíble! —gritaba—. ¿Isaac? Isaac, ¿me oyes? ¿Estás bien?

Cerró los ojos un instante antes de abrirlos lentamente. La noche volvió a enfocarse frente a él.

Cayó sobre sus manos y rodillas, y comprendió que el constructo lo había liberado, que no era más que la presa onírica de la polilla lo que lo había mantenido de pie. Alzó la vista y se limpió la sangre de la cara.

Tardó un momento en aprehender la escena ante él.

Derkhan y Yagharek estaban de pie, liberados, en los extremos del claro. El garuda se había quitado la capucha para revelar su gran cabeza de pájaro. Los dos estaban en posiciones de acción congelada, listos para correr o saltar en cualquier dirección. Ambos observaban el centro de aquel ruedo de basura.

Frente a Isaac había varios de los grandes constructos que se encontraran tras él al aterrizar la polilla. Se movían vagamente alrededor de una enorme masa destrozada.

Alzándose por encima del espacio del Consejo vio el enorme brazo de una grúa, rezumando cadenas. Se había alejado del río, por encima de la pequeña muralla defensiva de desperdicios, hasta descansar sobre el centro del claro.

Directamente bajo ella, convertidos en un millón de peligrosos fragmentos, estaban los restos de una enorme caja de madera, un cubo de la altura de un hombre. Entre la ruina destrozada estaba su cargamento, una amalgama de carbón, hierro y piedra, un caótico agregado del más pesado detritus del vertedero del Meandro Griss.

El montículo de densos escombros formaba lentamente un cono invertido que fluía entre los tablones partidos del contenedor.

Debajo, sacudiéndose y arañando deleznable, emitiendo patéticos sonidos, estaba la polilla, una masa de exoesqueleto fracturado y tejido supurante, con las alas rotas y enterradas bajo la avalancha.


—Isaac, ¿lo has visto? —susurró Derkhan.

Él negó con la cabeza, los ojos llenos de asombro. Poco a poco, se puso en pie.

— ¿Qué ha pasado? —logró soltar. Su voz le sonaba totalmente alienígena.

—Estuviste inconsciente casi un minuto —dijo Derkhan con urgencia—. Te… te estaba gritando, pero no respondías… y entonces… y entonces los constructos avanzaron. —Lo miraba extrañada—. Caminaban hacia ella, y podía sentirlos… y parecía confusa y… aturdida. Se retiró un poco y extendió las alas aún más, de modo que lanzaba los colores no solo a ti, sino también a los constructos, ¡pero no dejaban de avanzar!

La periodista se acercó a él con torpeza. La sangre manaba del costado de su cabeza, pues la herida de la oreja se había reabierto. Describió un gran círculo alrededor de la polilla aplastada, que balaba débil y suplicante como un cordero.

Derkhan la miraba temerosa, pero la criatura no tenía poder alguno sobre ella, inmovilizada y deshecha como estaba. Sus alas estaban ocultas, rotas por los fragmentos.

Llegó junto a Isaac y lo cogió con manos temblorosas de los hombros. Miró nerviosa a la criatura atrapada antes de volver la vista hacia su amigo.

— ¡No pudo con ellos! No dejaban de avanzar y ella… se retiraba… y mantenía las alas extendidas de modo que no pudieras escapar, pero tenía miedo, estaba… confusa. Y mientras se retiraba, ¡la grúa se movía! No pudo sentirla, aun con el temblor del suelo. Y entonces los constructos se detuvieron y la polilla esperó… y le cayó el contenedor encima.

Se giró para contemplar la papilla de limo orgánico y deshechos industriales que cubría el suelo. La polilla gemía suplicando piedad.

Tras ella, el avatar del Consejo de los Constructos avanzaba sobre el suelo irregular. Se situó a un metro del monstruo, que sacudió la lengua para intentar enroscarla alrededor de su tobillo. Pero estaba demasiado débil, y el hombre no tuvo que hacer nada por evitar el ataque.

—No puede sentir mi mente. Soy invisible para ella —dijo el títere—. Cuando me oye, nota mi ser físico acercándose, pero mi psique permanece opaca, inmune a su seducción. Sus alas forman patrones complejos, haciéndose cada vez más confusos en una rápida e incansable demostración… y eso es todo. Yo no sueño, der Grimnebulin. Soy una máquina calculadora que ha calculado cómo pensar. No sueño. No hay neurosis, ni profundidades ocultas. Mi consciente es una función progresiva de mi capacidad de proceso, no algo barroco que brota de una mente con cuartos, áticos y sótanos velados. No hay nada en mí que pueda alimentar a las polillas. Siente hambre. Puedo sorprenderla. —Se giró para observar la ruina goteante—. Puedo matarla.

Derkhan miró a Isaac.

—Una máquina pensante… —suspiró. Isaac asintió lentamente.


— ¿Por qué me hiciste pasar por aquello? —dijo trémulo, viendo la sangre que aún manaba de su nariz salpicando el suelo.

—Fue un cálculo —dijo simplemente—. Lo computé como el modo más eficaz para convencerte de mi valía, con la ventaja de destruir a una de las polillas al mismo tiempo. Aunque fuera la menos amenazadora.

Isaac sacudió la cabeza con exhausto disgusto.

—Mira… ese es el maldito problema de la lógica excesiva: no da lugar a variables como los dolores de cabeza.

—Isaac —respondió Derkhan con fervor—. ¡Lo tenemos! Podemos usar al Consejo como… como tropa. ¡Podemos acabar con las polillas!

Yagharek se había acercado hasta situarse tras ellos, acuclillado en la periferia de la conversación. Isaac lo miró, concentrado.

—Mierda —dijo muy lentamente—. Mentes sin sueños.

—Las demás no serán tan fáciles —dijo el avatar. Estaba mirando hacia arriba, hacia el cuerpo principal del Consejo de los Constructos. Durante un pequeño instante, sus enormes faros se iluminaron y enviaron poderosas corrientes de luz hacia los cielos, contrayéndose y buscando. Sombras oscuras atravesaron la compleja trampa luminosa, vagas, apenas precisadas.

—Hay dos —dijo el avatar. Han acudido aquí llamadas por el estertor de su hermana.

— ¡Hostia! —gritó Isaac alarmado—. ¿Qué vamos a hacer?

—No vendrán —replicó el hombre—. Son más fuertes y rápidas, menos crédulas que su hermana deforme. Pueden percibir que ocurre algo. Solo os saborean a los tres, pero presienten las vibraciones físicas de todos mis cuerpos. Esa disparidad las inquieta. No vendrán.

Poco a poco, Derkhan Isaac y Yagharek se relajaron.

Se miraron entre ellos, luego al enjuto avatar. A su lado, la polilla gañía agónica y moribunda. La ignoraron.

— ¿Qué vamos a hacer ahora? —preguntó Derkhan.

Tras unos minutos, las parpadeantes y funestas sombras desaparecieron del cielo. En aquel diminuto y desolado retal de la ciudad, rodeados por el espectro de las fábricas, el peso de las pesadillas pareció aliviarse durante unas horas.

Exhaustos y afligidos como estaban, Isaac y Derkhan, incluso Yagharek, se sintieron animados por el triunfo del Consejo. Isaac se acercó a la polilla moribunda, investigó la cabeza torturada, sus rasgos indistintos, ilógicos. Derkhan quería prenderle fuego, destruirla por completo, pero el avatar no lo permitía. Quería conservar la cabeza del monstruo, estudiarla en las lentas horas del día, aprender sobre el interior de la mente de las polillas.

El ser se aferró tenaz a la vida hasta después de las dos de la mañana, momento en el que expiró con un largo estertor y un reguero de saliva cítrica. Se produjo una estremecedora liberación de miseria alienígena reprimida, una onda que se dispersó rápidamente por el vertedero, mientras los ganglios empáticos de la criatura recibían a la muerte.

Se produjo una sublime quietud.

En un movimiento sociable, el avatar se sentó junto a los dos humanos y el garuda. Comenzaron a hablar, intentando formular planes. Hasta Yagharek participó con callada emoción. Era un cazador. Sabía tender trampas.

—No podemos hacer nada hasta que no sepamos dónde están esos bichos —dijo Isaac—. O las buscamos o nos toca sentarnos y hacer de cebo, esperando que esas hijas de puta vengan a por nosotros, entre los millones de almas de la ciudad.

Derkhan y Yagharek asintieron.

—Sé dónde están —respondió el avatar.

Los otros lo miraron atónitos.

—Sé dónde se ocultan. Sé dónde está su nido.

— ¿Cómo? —preguntó Isaac—. ¿Dónde? —cogió el brazo del avatar por la emoción, antes de retirarlo asustado. Se había inclinado sobre el rostro del ser, y algo en el espanto de aquella faz lo sacudió. Podía ver el borde del cráneo serrado dentro de la piel macilenta, blanquecina, moteada de residuo sanguinolento. Podía ver el cable atroz hundirse en el intrincado pliegue al fondo del hueco de donde se había arrancado el cerebro.

La piel del avatar era seca, rígida y fría, como la carne colgada.

Aquellos ojos, con su constante expresión concentrada, con su angustia velada, lo saludaron.

—Todos cuantos me forman han rastreado los ataques. He cruzado las referencias y los datos de los lugares. He hallado correlaciones y las he sistematizado. He incluido las pruebas de las cámaras y las máquinas de computación cuya información robo, las formas inexplicables en el cielo nocturno, las sombras que no se corresponden con raza alguna de la ciudad. Hay patrones complejos. Los he formalizado. He descartado opciones y he aplicado programas matemáticos de alto nivel para las restantes posibilidades. Con variables desconocidas, la certeza absoluta es imposible. Pero, según los datos disponibles, existe una probabilidad del setenta y ocho por ciento de que aniden donde yo digo. Las polillas viven en el Invernadero, sobre los cactos, en Piel del Río.


—Mierda —susurró Isaac después de un silencio—. ¿No eran animales? ¿De dónde sacan tanta astucia? Es inspirado. Es el mejor sitio que se me ocurre a mí.

— ¿Por qué? —preguntó inesperadamente Yagharek.

Isaac y Derkhan lo miraron.

—Los cactos de Nueva Crobuzon no son como la variedad del Cymek, Yag —dijo Isaac—. O quizá sí lo sean, y puede que ese sea el problema. Sin duda, has tratado con ellos en Shankell. Ya sabes cómo son. Nuestros cactos son una rama de esos mismos del desierto que llegaron del sur. No sé nada sobre los demás, los de las montañas, en las estepas del este. Pero conozco a los sureños, y su estilo de vida nunca llegó a adaptarse bien. —Hizo una pausa para suspirar y rascarse la cabeza. Tenía que concentrarse, superar los resplandecientes recuerdos de Lin acechando justo detrás de sus ojos. Tragó saliva y continuó—. Toda esa chorrada del tipo duro que rige las noches de Shankell comienza a parecer sospechosa aquí. Por eso construyeron el Invernadero, si quieres mi opinión: quieren un poco del Cymek en Nueva Crobuzon. Cuando lo construyeron recibieron dispensas legislativas; solo los dioses saben a qué tratos tuvieron que llegar para lograrlo. Técnicamente, se trata de un país independiente. No se admite a nadie sin permiso, incluyendo a la milicia. Allí tienen leyes propias, todo propio. Por supuesto, eso es una broma. Puedes apostar el culo a que el Invernadero no sería una mierda sin Nueva Crobuzon. Masas de cactos salen de allí todos lo días, van a trabajar a pesar de ser unos capullos malhumorados, y se llevan los shekel de vuelta a Piel del Río. Nueva Crobuzon posee el Invernadero. Y no me creo ni por un instante que la milicia no vaya a entrar allí cuando le dé la gana. Pero el Parlamento y los gobernadores de la ciudad aceptan esta charada. No puedes entrar por las buenas en el Invernadero, Yag, y si lo lograras… que me aspen si sé lo que encontrarías allí. Es decir, ya has oído los rumores. Hay quien ha estado dentro, por supuesto. Y circulan historias sobre lo que la milicia ha visto a través de la cúpula desde las naves aéreas. Pero la mayoría de nosotros, yo incluido, no tiene ni idea sobre lo que pasa por ahí, o sobre cómo entrar.

—Pero podemos conseguirlo —dijo Derkhan—. Puede que Pigeon vuelva oliendo tu oro, ¿eh? Y si lo hace, apuesto a que podría meternos. No me creo que no haya criminales en el Invernadero. —Tenía un aspecto feroz. Sus ojos mostraban determinación—. Consejo —dijo, volviéndose hacia el hombre desnudo—. ¿Tienes a alguien… a alguien de ti en el Invernadero?

El avatar negó con la cabeza.

—El pueblo cacto no usa muchos constructos. Ninguno de mí ha estado dentro. Por eso no puedo predecir con exactitud dónde están las polillas. Salvo que duermen dentro de la cúpula.


Mientras el avatar hablaba, Isaac fue alcanzado por una repentina revelación.

Estaba rumiando los problemas, pensando en modos de entrar en el Invernadero, cuando comprendió asombrado que había un modo muy sencillo. Recordó el exasperado consejo de Lemuel: «Déjaselo a los profesionales».

Había ignorado la idea con irritación, pero ahora se daba cuenta de que podía hacer exactamente eso. Había mil modos de advertir a la milicia de forma indirecta: el Estado facilitaba el trabajo de los informadores. Ahora sabía dónde se encontraban las polillas; podía contárselo al gobierno, con todo su poder, sus cazadores y científicos, sus inmensos recursos. Podía decirles dónde anidaban aquellos monstruos y escapar. La milicia los cazaría por él y recuperarían a aquellas aberraciones. La polilla que lo perseguía estaba muerta: no tenía especiales motivos para tener miedo.

No dejaba de rondarle por la cabeza.

Pero nunca fue, ni siquiera por una fracción de segundo, una tentación.

Recordó el interrogatorio de Vermishank. El hombre había intentado no mostrar su miedo, pero era evidente que no confiaba en la capacidad de la milicia para capturar a las polillas. Y ahora, en el Consejo de los Constructos, Isaac se enfrentaba por primera vez a la fuerza que había demostrado poder terminar con aquellos predadores impensables. Era un poder que no trabajaba para el Estado, sino que les ofrecía sus servicios a él y a sus compañeros… o los emplearía por su cuenta.

No estaba seguro de cuáles eran las motivaciones del Consejo, sus razones para permanecer en la sombra, pero le bastaba saber que aquella arma no debía estar en manos de la milicia. Y era la mejor oportunidad para la ciudad. No podía negarlo.

Eso era una cosa.

Pero había algo mucho más poderoso, algo enraizado en sus tripas, algo mucho más básico. El odio. Miraba a Derkhan y recordaba por qué era su amigo. Su expresión se torció.

No confiaría en Rudgutter, pensó fríamente, aunque ese asesino hijo de puta jurara por el alma de sus hijos.

Si el estado encontraba a las polillas, pensó, haría todo cuanto estuviera en su mano para volverlas a capturar, porque su valor era enorme. Podrían barrerlas de los cielos nocturnos, podrían contener el peligro, pero una vez más serían encerradas en un laboratorio, vendidas al mejor postor en una espantosa subasta, regresando a sus propósitos comerciales.

De nuevo serían exprimidas. Y alimentadas.

Por mal preparado que estuviera para buscar a aquellos seres y destruirlos, sabía que tenía que intentarlo. No podía coquetear con las alternativas.


Hablaron hasta que la oscuridad comenzó a arrastrarse desde el firmamento oriental. Se hicieron sugerencias tentadoras, todas condicionadas. Pero aun lastrados por cientos de posibilidades abiertas, aquellos esbozos crecían y cobraban forma. Poco a poco comenzaba a sugerirse una secuencia de acciones. Con creciente asombro, Isaac y Derkhan comprendieron que tenían una especie de plan.

Mientras hablaban, el Consejo envió a sus partes móviles a las profundidades del vertedero. Allí revolvieron invisibles entre las montañas de basura para reaparecer portando cables doblados, sartenes rotas y coladores, incluso uno o dos cascos rotos y grandes pilas de fragmentos de espejo.

— ¿Podéis encontrar un soldador, o un metalotaumaturgo? —preguntó el avatar—. Debéis construir cascos defensivos —describió los espejos que debían montar frente a las líneas de visión.

—Sí—dijo Isaac—. Volveremos mañana por la noche para confeccionarlos. Y entonces tendremos un día para… para prepararnos, antes de entrar.

Mientras la noche seguía floreciendo, los diversos constructos comenzaron a alejarse. Regresaban a las casas de sus amos lo bastante pronto como para que sus escapadas nocturnas pasaran desapercibidas.

La luz del día llegó, y con ella el sonido gutural de los trenes. Comenzó el estridente y sucio diálogo matutino de las familias de las barcazas, que se gritaban de una balsa a otra junto a la basura. El primer turno de los trabajadores se dirigía hacia sus fábricas para humillarse ante las vastas cadenas, las máquinas de vapor y los roncos martillos de aquellas catedrales profanas.

Solo quedaban cinco figuras en el claro: Isaac y sus compañeros, la espantosa aparición que hablaba por el Consejo de los Constructos y el enorme autómata en sí, moviendo despacioso sus miembros segmentados.

Isaac, Derkhan y Yagharek se levantaron para marchar. Estaban agotados y con distintos grados de dolor, desde las rodillas y las manos despellejadas por el suelo picudo, hasta la cabeza palpitante de Isaac. Estaban cubiertos de mugre y grima, de un polvo denso como el humo. Parecía que hubieran sido abrasados.

Guardaron los espejos y el material para los cascos en un lugar que pudieran recordar del vertedero. Isaac y Derkhan miraron confusos el paisaje a su alrededor, totalmente distinto a la luz del día; el ambiente amenazador se tornó patético, y las formas siniestras se revelaron como cochecitos de niño y colchones rotos. Yagharek levantaba bien los pies envueltos, trastabillando un tanto, deshaciendo sin titubeos el camino por el que habían venido.


Isaac y Derkhan se le unieron. Estaban totalmente exhaustos. El rostro de la mujer estaba demudado, y sentía un terrible dolor en la oreja amputada. Cuando estaban a punto de desaparecer tras la muralla cambiante de basura, el avatar los llamó.

Isaac oyó las palabras del ser y frunció el ceño; se alejó de la presencia del Consejo con sus compañeros, recorriendo los canales de desechos industriales y saliendo poco a poco a las zonas iluminadas del Meandro Griss. La advertencia del autómata permaneció con él y la rumió cuidadosamente, una y otra vez.

—No puedes proteger todo cuanto portas, der Grimnebulin. En el futuro, no dejes tus cosas más preciadas junto a las vías del tren. Tráeme tu motor de crisis —le había dicho—… por seguridad.

41

Un caballero y un… un jovencito desean verle, señor alcalde —dijo Davinia a través del tubo comunicador—. El caballero me pidió que le dijera que le envía el señor Rescue a propósito de… la fontanería en I + D —su voz vaciló nerviosa ante el evidente código.

—Déjalos pasar —respondió Rudgutter al instante, reconociendo las contraseñas de los manecros.

Estaba agitándose en su asiento, meciéndose nervioso de un lado a otro. Las pesadas puertas de la Sala Lemquist se abrieron poco a poco, y un hombre fuerte y espantado entró, llevando de la mano a un niño de aspecto aún más aterrado. El niño vestía un conjunto de harapos, como si lo acabaran de recoger en la calle. Uno de sus brazos estaba cubierto por una gran quemadura tratada mediante vendas sucias. Las ropas del hombre eran de calidad decente, pero estilo extraño. Llevaba unos voluminosos pantalones, casi como los de las khepri, que le daban un aspecto peculiarmente femenino, a pesar de su tamaño.

Rudgutter lo miró con ojos cansados y enfadados.

—Sentaos —dijo. Señaló un montón de papeles a la extraña pareja, hablando con rapidez—. Un cadáver decapitado sin identificar, atado a un perro sin cabeza, acompañados por dos manecros muertos. Un par de anfitriones, atados espalda contra espalda, sin intelecto. Un… —consultó el informe de la milicia— un vodyanoi cubierto por graves heridas, y una joven humana. Logramos extraer a los manecros matando a los anfitriones, una muerte biológica, no ese ridículo estado medio, y les ofrecimos nuevos anfitriones. Los pusimos en una jaula con un par de perros, pero ni se movieron. Como sospechábamos. Si secas al anfitrión, secas también al manecro.

Se recostó en la silla y observó a las dos figuras traumatizadas ante él.

—Así que… —dijo lentamente, después de un pequeño silencio—. Yo soy Bentham Rudgutter. Vamos a suponer que me decís quiénes sois, dónde está Montjohn Rescue y qué ha sucedido.


En una sala de reuniones cerca de la cima de la Espiga, Eliza Stem-Fulcher miraba al cacto que estaba sentado al otro lado de la mesa. Era bastante más alto que ella, y su cabeza se alzaba desde los hombros sin cuello aparente. Los brazos estaban inmóviles sobre la mesa, enormes trancas como las ramas de un árbol. La piel era moteada y estaba marcada por cientos, miles de heridas cicatrizadas, al estilo de los cactos, que formaban gruesos nudos de materia vegetal.

El xeniano podaba sus espinas de forma estratégica. Los interiores de los brazos y las piernas, las palmas… Allá donde la piel pudiera frotarse o apretarse contra la carne, estaba desprovista de puntas. Una tenaz flor roja permanecía en su mejilla desde la primavera. En su pecho y sus hombros se adivinaban nudos y brotes.

Esperaba en silencio a que hablara Stem-Fulcher.

—Hemos sabido —dijo ella con cuidado— que vuestras patrullas de tierra fueron ineficaces anoche. Como las nuestras, debería añadir. Aún tenemos que verificarlo, pero parece que puede haber habido cierto contacto entre las polillas y una… una de vuestras pequeñas unidades aéreas —hojeó rápidamente los papeles—. Es cada vez más evidente —aventuró— que limitarse a surcar los cielos de la ciudad no ofrece resultados. No obstante, por muchas razones que ya hemos discutido, siendo una muy importante nuestros divergentes métodos de trabajo, no creemos que combinar las patrullas sea especialmente provechoso. Sin embargo, es sin duda necesario que coordinemos nuestros esfuerzos. Por eso hemos extendido la amnistía legal para vuestra organización durante esta misión conjunta. Del mismo modo, estamos dispuestos a ofrecer una tregua temporal a la estricta regla que prohíbe los aeróstatos no gubernamentales. —Se aclaró la garganta. Estamos desesperados, pensó. Pero apuesto lo que sea a que vosotros también—. Podemos llegar a prestar dos naves aéreas, tras discutir sobre rutas y horarios de utilización. El objetivo es multiplicar nuestros esfuerzos en la caza aérea. Nuestras condiciones siguen siendo las ya mencionadas: todos los planes deben discutirse y aprobarse por adelantado. Además, todas las investigaciones sobre la metodología de la caza serán compartidas. —Se recostó en la silla y depositó un contrato sobre la mesa—. Entonces, ¿te ha dado Motley autoridad para tomar esta clase de decisión? Y si es así, ¿qué dices?


Cuando Isaac, Derkhan y Yagharek abrieron la puerta de la pequeña cabaña junto al tren y cayeron en sus cálidas sombras, agotados, apenas se sorprendieron al encontrar a Lemuel Pigeon esperándolos.

Isaac tenía un humor de perros. Pigeon no tenía intención de disculparse por nada.

— Ya te lo dije, Isaac. No te equivoques. Si las cosas se ponen calientes, me largo. Pero aquí estás, y me alegro de verte. Nuestro trato sigue en pie. Asumiendo que aún insistas en cazar a esas hijas de puta, serás mío y te ayudaré en lo que pueda.

Derkhan se encendió, pero no permitió crecer la furia. Estaba demasiado tensa por la emoción. Lanzó una rápida mirada a Isaac y frunció el ceño.

— ¿Puedes meternos en el Invernadero? —dijo.

Le habló por encima de la inmunidad del Consejo de los Constructos frente al ataque de las polillas. El escuchaba fascinado mientras le describía cómo el Consejo había manipulado la grúa encima de la polilla y la había aplastado sin piedad con toneladas de restos. Le dijo que el constructo estaba seguro de que las criaturas se encontraban en Piel del Río, ocultas en el Invernadero.

También le habló de sus primeros planes.

—Hoy tenemos que encontrar algún modo de fabricar los cascos. Mañana… mañana entramos.

Pigeon entrecerró los ojos, y comenzó a trazar planes sobre el polvo.

—Esto es el Invernadero —dijo—. Hay cinco rutas básicas hacia el interior. Una pasa por el soborno, y dos casi seguro por el asesinato. Matar a cactos nunca es una buena idea, y el soborno es arriesgado. Hablan y hablan sobre su independencia, pero el Invernadero sobrevive porque Rudgutter lo permite —Isaac asintió y miró a Yagharek—. Eso significa que hay montones de informadores. Es preferible la discreción. —Derkhan e Isaac se inclinaron hacia él y vieron cómo sus jeroglíficos cobraban forma—. Así que concentrémonos en las otras dos y veamos qué resultado pueden dar.

Tras una hora de charla, Isaac era incapaz de seguir despierto. La cabeza se le caía mientras escuchaba, y comenzó a babear sobre el cuello de la camisa. Su cansancio se extendió, infectando a Derkhan y a Lemuel. Durmieron muy poco.

Como Isaac, se giraban infelices en la atmósfera mugrienta, sudando ante el aire encerrado de la cabaña. El sueño de Isaac fue el más agitado de todos, y gimió varias veces. Poco antes del mediodía, Lemuel se levantó y despertó a los otros. Isaac lo hizo sollozando el nombre de Lin. Estaba aturdido por el cansancio, la falta de sueño y la tristeza, lo que le hizo olvidar su enfado con Lemuel. Apenas reconocía que el hampón estuviera allí.

— Voy a conseguir algo de compañía —dijo Lemuel—. Isaac, será mejor que prepares esos cascos de los que habló Dee. Creo que vamos a necesitar al menos siete.

— ¿Siete? —musitó Isaac—. ¿A quién vas a traer? ¿Adonde vas?

—Como te dije, me siento más seguro con un poco de protección —explicó con una fría sonrisa—. Corrí la voz de que había trabajo de guardaespaldas, y supongo que tendremos algunas respuestas. Voy a consultarlas. Y te garantizo que tendrás un brujo del metal antes de que caiga la noche. O es uno de los candidatos, o un tipo que me debe un favor en el Parque Abrogate. Nos vemos alas… siete en punto, fuera del vertedero.

Se marchó. Derkhan se acercó al postrado Isaac y le pasó un brazo por el hombro. El hombretón sollozó como un niño, con el sueño sobre Lin aún aferrándose a él.

Era una pesadilla casera, una genuina desventura nacida de las profundidades de su mente.


Las dotaciones de la milicia estaban atareadas disponiendo enormes espejos de metal pulido en la parte trasera de los arneses aéreos.

Era imposible acondicionar la sala de máquinas o cambiar la distribución de los camarotes, pero cubrieron las ventanas frontales con gruesas cortinas negras. El piloto giraría el timón a ciegas, instruido por los gritos de los oficiales a medio camino de la cabina, o mirando por las ventanas traseras, donde se habían instalado, sobre los enormes propulsores, unos espejos orientados que ofrecían una vista confusa del cielo frente al dirigible.

La tripulación, elegida personalmente por Motley, era escoltada a la cima de la Espiga por la propia Stem-Fulcher.

—Asumo —dijo a uno de los capitanes, un taciturno humano rehecho cuyo brazo izquierdo había sido reemplazado por una levantisca pitón que trataba de calmar— que saben cómo pilotar un aeróstato. —El asintió. Ella no señaló la evidente ilegalidad de aquella habilidad—. Usted pilotará el Honor de Beyn, y sus colegas el Avanc. La milicia ha sido advertida. Vigilen el resto del tráfico aéreo. Pensamos que querrían empezar esta misma tarde. Las presas suelen permanecer inactivas hasta la noche, pero creemos que sería buena idea que se hicieran a los controles.

El capitán no respondió. A su alrededor, la tripulación comprobaba su equipo y revisaba los ángulos de los espejos en los cascos. Eran adustos y fríos. Parecían menos temerosos que los oficiales de la milicia a los que Stem-Fulcher había dejado abajo, en la sala de entrenamiento, practicando la puntería a través de espejos, disparando por la espalda. Los hombres de Motley, después de todo, habían tratado con las polillas hacía menos tiempo.

Como uno de sus propios soldados, vio que una pareja de gángsteres portaba lanzallamas, mochilas rígidas de aceite presurizado que se incendiaba al escupirlo un cañón prendido. Habían sido modificados, como los de sus hombres, para rociar el aceite ardiente directamente desde la mochila.

Stem-Fulcher robó otro vistazo a las extraordinarias tropas rehechas de Motley. Era imposible averiguar cuánto material orgánico conservaban bajo las capas de metal injertado. Desde luego, la impresión era la de una sustitución casi total, con cuerpos esculpidos con exquisito e inusual cuidado para imitar la musculatura humana.

A primera vista, no había carne aparente. Los rehechos tenían cabezas de acero moldeado, e incluso sus rostros eran de impávido metal: pesados ceños industriales, ojos insectiles de piedra o cristal opaco, nariz delgada, labios apretados y mejillas de un oscuro brillo, como el del peltre pulido. Aquellas expresiones habían sido esculpidas con propósitos estéticos.

Stem-Fulcher solo había reparado en que eran rehechos, y no fabulosos constructos, cuando alcanzó a divisar la nuca de uno de ellos. Embebido bajo el espléndido rostro de metal había otro humano, mucho menos perfecto.

Aquella era la única característica orgánica que conservaban. Sobresaliendo de los extremos de los inmóviles rasgos metálicos, frente a los ojos humanos, se habían instalado espejos a imitación del cabello.

El cuerpo estaba girado ciento ochenta grados respecto a la cabeza real, con los brazos-pistola, las piernas y el pecho mirando hacia el otro lado; la carátula metálica completaba la ilusión desde el frente. Los rehechos mantenían sus cuerpos encarados en el mismo sentido que sus compañeros normales. Caminaban por los pasillos y entraban en los elevadores moviendo los brazos y las piernas en una convincente analogía autómata del andar humano. Stem-Fulcher se retrasó unos pasos a propósito y observó sus rostros humanos mirando a un lado y a otro, las bocas torcidas por la concentración, mientras escudriñaban lo que tenían delante por medio de sus espejos.

Vio a otros. Sus reconstrucciones eran más sencillas, más económicas, aunque con el mismo propósito. Les habían girado la cabeza en un semicírculo hasta encararlas con sus propias espaldas, sobre un cuello retorcido y de aspecto dolorido. Miraban por los espejos de sus cascos. El cuerpo se desenvolvía a la perfección, sin titubeos, andando y manipulando armas y armaduras con un movimiento apenas forzado. Había algo más inquietante en aquellos relajados desplazamientos orgánicos que en los ademanes sólidos y artificiales de sus camaradas más modificados.

Stem-Fulcher comprendió que estaba observando el resultado de meses y meses de continuo adiestramiento, viviendo todo el día a través de espejos. Con cuerpos invertidos como aquellos, se trataba de una estrategia vital. Esas tropas, pensó, debían de haber sido diseñadas y construidas específicamente con la cría de las polillas en mente. Apenas podía creer la escala de las operaciones de Motley. No le extrañaría, pensó arrepentida, que al tratar con las polillas los soldados pareciesen aficionados en comparación.

Creo que acertamos de pleno al traerlos a bordo, reflexionó.


Con el paso del sol, el aire de Nueva Crobuzon se fue espesando poco a poco. La luz era amarilla, caliginosa, como el aceite de maíz.

Los aeróstatos surcaban aquella grasa solar, recorriendo la geografía urbana arriba y abajo en extraños movimientos de aspecto aleatorio.

Isaac y Derkhan estaban en la calle junto a la alambrada del vertedero. Ella llevaba una bolsa, e Isaac dos. Bajo la luz se sentían vulnerables. No estaban acostumbrados a la ciudad de día. Habían olvidado cómo vivir en ella.

Se escondían del modo menos sospechoso que podían e ignoraban a los pocos viandantes.

— ¿Por qué es tan capullo Yag? —susurró Isaac. Derkhan se encogió de hombros.

—De repente parece inquieto —pensó ella—. Sé que el momento no es el más adecuado, pero lo encuentro… conmovedor. Es… es una presencia tan vacía casi todo el tiempo, ¿sabes? Es decir, sé que en privado hablas con él, vamos, con el verdadero Yagharek… Pero casi siempre es una ausencia con forma de garuda. —Se corrigió con dureza—. No, no tiene forma de garuda, ¿no? Ese es el problema. Es más una ausencia con forma de hombre. Pero ahora… bueno, parece estar llenándose. Comienzo a sentir que quiere hacer algo en particular, y que elige no hacer otras determinadas cosas.

Isaac asintió.

— Sé a qué te refieres. Es evidente que algo está cambiando en él. Le dije que no se marchara y me ignoró. Desde luego, se está volviendo más… obstinado, y eso es bueno.

Derkhan lo miraba con curiosidad.

—Debes de pensar el Lin todo el rato.

Isaac apartó la vista. Guardó silencio un rato antes de asentir.

—Siempre —dijo abruptamente, mientras su expresión se colapsaba en la tristeza más desoladora—. Siempre. No puedo… no tengo tiempo para lamentarlo… todavía.

Algo más allá, la carretera se curvaba y se separaba en un pequeño manojo de callejuelas. Desde uno de esos callejones sin salida llegó un repentino ruido metálico. Isaac y Derkhan se tensaron y se apretaron contra la alambrada.

Se produjo un susurro, y Lemuel asomó la cabeza por la esquina.

Vio a Isaac y a Derkhan y sonrió triunfal. Empujó el aire frente a él con las manos, indicándoles que tenían que entrar en el vertedero. Le obedecieron y se abrieron paso por los huecos en la malla de alambre, comprobando que nadie los vigilaba y serpenteando por el basurero.

Se alejaron rápidamente de la calle y doblaron las esquinas de desperdicios, hasta acurrucarse en un espacio oculto a la ciudad. A los dos minutos, Lemuel apareció junto a ellos.

—Buenas tardes a todos —sonreía, satisfecho.

— ¿Cómo has llegado aquí? —preguntó Isaac.

Lemuel rió con disimulo.

—Por las cloacas. Tenía que apartarme de la vista. No es tan peligroso con la gente que traigo —Su sonrisa desapareció al reparar en la ausencia—. ¿Dónde está Yagharek?

—Insistió en que tenía que ir a algún sitio. Le dijimos que se quedara, pero se negó. Dijo que nos veríamos aquí, mañana a las seis.

Lemuel maldijo.

— ¿Por qué lo dejasteis marchar? ¿Y si lo capturan?

—Mierda, Lem, ¿y cómo iba a detenerlo, en nombre de Jabber? —susurró Isaac—. No puedo sentarme encima de él. Puede que sea alguna mierda religiosa, o alguna chorrada mística del Cymek. Puede que crea que está a punto de morir y que tiene que decir adiós a sus putos antepasados. Le dije que no lo hiciera, y él me dijo que lo haría.

—Bueno, da igual —musitó Lemuel irritado. Se giró y miró por encima del hombro. Isaac vio un pequeño grupo de figuras acercándose—. Estos son nuestros empleados. Les estoy pagando, Isaac, y lo apunto en la cuenta.

Eran tres, reconocibles de inmediato y sin duda alguna como aventureros: bribones que vagaban por Ragamol, el Cymek, Felid y, probablemente, todo Bas-Lag. Eran duros y peligrosos, ingobernables, desprovistos de lealtad y moral. Vivían de su astucia, robando y matando, contratándose a quien fuera para lo que fuera. Les inspiraban dudosas virtudes.

Algunos realizaban servicios útiles: documentación, cartografía, etc. La mayoría no eran más que saqueadores de tumbas. Eran escoria que moría de forma violenta y que lograba un cierto prestigio entre los impresionables gracias a su indudable bravura y a sus notables logros ocasionales.

Isaac y Derkhan los valoraron sin entusiasmo.

—Estos —dijo Lemuel, señalándolos por orden— son Shadrach, Pengefinchess y Tansell.

Los tres miraron a Isaac y a Derkhan con despiadada y altanera arrogancia.

Shadrach y Tansell eran humanos. Pengefinchess, vodyanoi. Sin duda, el primero de ellos era el hombre duro del grupo. Grande y fuerte, vestía una variopinta colección de armaduras, cuero endurecido y piezas martilladas de hierro atadas a los hombros, por delante y por detrás. Estaba cubierto por el fango de las alcantarillas. Seguía los ojos de Isaac por todo su atuendo.

—Lemuel nos dijo que esperáramos problemas —dijo con una curiosa voz melódica—. Venimos preparados para la ocasión.

De su ceñidor colgaban una enorme pistola y un pesado machete. La pistola estaba tallada de forma intrincada como un monstruoso rostro astado del que el cañón era una boca que vomitaba las balas. A la espalda llevaba atado un mosquetón sobre un peto posterior. No lograría dar tres pasos por la ciudad de ese modo sin que lo arrestaran. No era de extrañar que hubieran venido por las cloacas.

Tansell era más alto que Shadrach, pero mucho más delgado. Su armadura era más astuta, y parecía diseñada al menos en parte con propósitos estéticos. Consistía en capas bruñidas de cuero cocido en cera y labrado con diseños espirales. Portaba un arma más pequeña que la de Shadrach, así como un esbelto estoque.

— ¿Y qué está pasando? —dijo Pengefinchess, comprendiendo Isaac por la voz que se trataba de una mujer. Para un humano inexperto, los vodyanoi no tenían características físicas que los distinguieran, aparte de las que quedaban ocultas por el taparrabos.

—Bien… —dijo lentamente, observándola.

Se sentaba como una rana ante él, mirándolo. Llevaba una voluminosa prenda blanca de una pieza (extraña, incongruentemente limpia, dado su reciente viaje) que se ajustaba alrededor de sus muñecas y tobillos y que dejaba libres las manos y los pies anfibios. Portaba un arco recurvado y una aljaba sellada encima del hombro, así como un cuchillo de hueso al cinto. También llevaba una bolsa de gruesa piel de reptil atada al vientre. Isaac no alcanzaba a imaginar lo que podría contener.

Mientras él y Derkhan la observaban, algo extraño ocurrió bajo las ropas de Pengefinchess. Se produjo un rápido movimiento, como si algo se enroscara alrededor de su cuerpo y luego se liberara. Cuando la grotesca marea hubo pasado, una gran zona del algodón blanco quedó empapada y se pegó al cuerpo antes de secarse de inmediato, como si cada átomo de líquido fuera absorbido de repente. Isaac estaba aturdido.

Pengefinchess los miraba sin inmutarse.

—Es mi ondina. Tenemos un trato. Yo le proporciono ciertas sustancias y ella me cubre y me mantiene húmeda y viva. Me permite viajar a lugares tan secos que de otro modo me estarían vedados.

Isaac asintió. Nunca había visto antes un elemental de agua. Era perturbador.

— ¿Os ha advertido Lemuel del tipo de problema al que nos enfrentamos? —dijo. Los aventureros asintieron despreocupados, casi emocionados. Isaac trató de tragarse su exasperación.

—Esas polillas no son la única criatura a la que no puedes permitirte mirar, sirrah —dijo Shadrach—. Puedo matar con los ojos cerrados si es necesario. —Hablaba con una confianza leve, escalofriante—. ¿Este ceñidor? —dijo, dándole golpecitos ausentes—. Pellejo de catoblepas. Lo maté en las afueras de Tesh. Tampoco puedes mirarlo, o estás listo. Podemos encargarnos de esos bichos.

—Así lo espero —dijo Isaac, sombrío—. Por suerte, si todo sale bien no será necesario pelear. Creo que Lemuel se siente más seguro así, por si las moscas. Esperamos que los constructos se encarguen de todo.

La boca de Shadrach se torció casi imperceptible en lo que probablemente era desprecio.

—Tansell es metalotaumaturgo —dijo Lemuel—. ¿No?

—Bueno… conozco algunas técnicas para trabajar el metal.

—No es un trabajo complejo —dijo Isaac—. Solo hace falta soldar un poco. Venid por aquí.

Los guió por la basura hasta el lugar en el que habían escondido los espejos y el resto del material para los cascos.

—Tenemos materia prima más que de sobra —explicó, acuclillándose junto a la pila. Tomó un escurridor, una tubería de cobre y, después de rebuscar un momento, dos grandes trozos de espejo. Los agitó vagamente frente a Tansell—. Necesitamos cascos que se ajusten bien firmes, y uno es para un garuda que ahora no está aquí. —Ignoró la mirada que el mercenario intercambió con sus compañeros—. Y después hay que fijar estos espejos en la parte frontal, con un ángulo que nos permita ver fácilmente a nuestra espalda. ¿Crees que podrás hacerlo?

Tansell miró a Isaac desdeñoso y se sentó con las piernas cruzadas frente a la pila de metal y cristal. Se puso el escurridor en la cabeza, como un niño jugando a los soldados. Susurró muy bajas unas extrañas palabras y comenzó a masajearse las manos con rápidos e intrincados movimientos. Tiró de sus nudillos y amasó el talón de las palmas.

Durante varios minutos no sucedió nada. Entonces, de repente, los dedos comenzaron a brillar desde dentro, como si sus huesos se iluminaran.

Tansell acarició el escurridor, como si lo estuviera haciendo con un gato.

Poco a poco, el metal cobró forma bajo sus peticiones. Se ablandaba con cada pasada, ajustándose con más firmeza a la cabeza, aplanándose, distendiéndose en la parte posterior. Tiró y amasó hasta que se acopló a la perfección a su cráneo. Entonces, aún susurrando extraños sonidos, manipuló la parte delantera, ajustando el labio metálico, desdoblándolo y alejándolo de los ojos.

Tomó un trozo de tubo de cobre, lo apretó entre las manos y canalizó la energía a través de las palas. El metal comenzó a flectar ruidoso. Lo dobló poco a poco situando los dos extremos del tubo contra el casco, justo encima de sus sienes, y después presionó con fuerza hasta que cada pieza de metal rompió la tensión superficial de la otra y comenzó a derramarse en el encuentro. Con una pequeña descarga de energía, la gruesa tubería y el escurridor de hierro se fusionaron.

Después, Tansell dio forma a la extraña extrusión de cobre que sobresalía del casco recién nacido y la convirtió en un bucle inclinado que se extendía unos treinta centímetros. Buscó las piezas de espejo, tanteando hasta que alguien se las dio. Canturreándole al cobre, engatusándolo, ablandó la sustancia y apretó primero uno, luego otro trozo de espejo, uno enfrente de cada ojo. Los miró alternativamente y los ajustó con cuidado hasta que ofrecieron una vista clara de la muralla de desperdicios a su espalda.

Tanteó el cobre y lo endureció.

Después apartó las manos y miró a Isaac. El yelmo era torpe y su ascendencia ridículamente obvia, pero resultaba perfecto para sus necesidades. Le había llevado poco más de quince minutos el confeccionarlo.

— Voy a hacerle un par de agujeros para una correa de cuero, por si acaso —musitó.

Isaac asintió, impresionado.

—Es perfecto. Necesitamos… eh… siete de estos, uno de ellos para un garuda. Recuerda que la cabeza es más redondeada. Te dejo con ello. —Miró a Derkhan y a Lemuel—. Creo que será mejor que hable con el Consejo.

Se volvió y rehizo su camino por el laberinto de desperdicios.


—Buenas noches, der Grimnebulin —dijo el avatar en el corazón de la basura. Isaac asintió a modo de saludo tanto a él como a la enorme forma esquelética del propio Consejo, que aguardaba detrás—. No has venido solo. —Su voz era tan fría como siempre.

—Por favor, no empieces —dijo Isaac—. No vamos a meternos en esto solos. Somos un científico gordo, un granuja y una periodista. Necesitamos profesionales de verdad. Son gente que mata animales exóticos para ganarse la vida, y que no tiene el menor interés en hablarle a nadie sobre ti. Todo cuanto saben es que tendremos a unos cuantos constructos para ayudarnos. Y, aunque pudieran descubrir quién eres, qué eres, probablemente ya hayan roto dos tercios de las leyes de Nueva Crobuzon, de modo que no creo que vayan a irle con el cuento a Rudgutter. — Se produjo un instante de silencio—. Compútalo, si quieres. No corres peligro de esos tres réprobos, ocupados como están construyendo cascos.

Imaginó un temblor bajo sus pies mientras la información corría por las entrañas del Consejo. Tras una larga pausa, el avatar y el autómata asintieron precavidos. Isaac no se relajó.

—He venido a por aquellos de ti que puedan arriesgarse en el asunto de mañana —dijo. El Consejo asintió de nuevo.

—Muy bien —respondió el constructo lentamente con la lengua del muerto—. Primero, como discutimos, asumiré la parte del protector. ¿Has traído la máquina de crisis?

Una dura expresión cruzó a toda velocidad el rostro de Isaac, desapareciendo al instante.

—Aquí está —dijo, depositando una de sus mochilas frente al avatar. El hombre desnudo la abrió y se inclinó para mirar los tubos y cristales del interior, concediendo a Isaac una repentina y vil vista del cráneo hueco. El títere levantó la bolsa y se acercó al Consejo para depositarla frente a la entrepierna de la enorme figura.

—Entonces —dijo Isaac— te quedas con eso en caso de que encuentren nuestra cabaña. Buena idea. Volveré a por él por la mañana —miró con ceño—. ¿Cuál de los vuestros viene con nosotros? Necesitamos algo de potencia detrás.

—No puedo arriesgarme a ser descubierto, Grimnebulin —dijo el avatar—. Si yo acudiera con mis yoes ocultos, con los constructos que trabajan de día en las grandes casas, en las obras, en las cámaras de los bancos, y volvieran abollados o rotos, o no volvieran, quedaría expuesto a las pesquisas de la ciudad. Y no estoy preparado para eso. Aún no. —Isaac asintió lentamente—. Por tanto, acudiré con vosotros mediante aquellas formas que puedo permitirme perder. Eso levantará confusión y asombro, pero no suspicacia respecto a la verdad.

Detrás de Isaac, la basura comenzó a agitarse y a desprenderse. Se giró.

Desde las montañas de objetos desechados, agregaciones particulares de basura empezaban a separarse. Como el propio Consejo de los Constructos, se trataba de un conglomerado de materia del vertedero.

Los autómatas imitaban la forma y el tamaño de chimpancés. Castañeteaban y tañían al moverse, con un sonido extraño e inquietante. Cada uno era único. Sus cabezas eran teteras y lámparas, las manos garras de aspecto cruel creadas con instrumental científico y articulaciones de andamio. Estaban blindados con grandes placas de metal arrancado, toscamente soldadas y roblonadas a los cuerpos, y avanzaban por el basurero con un impaciente ademán simiesco. Habían sido creados con un extraordinario sentido estético.

De haber estado quietos, serían invisibles: poco más que un azaroso acopio de metal avejentado.

Isaac contempló a aquellos chimpancés que se balanceaban y saltaban rezumando agua y aceite, mientras latían al ritmo de sus mecanismos.

—He descargado en cada uno de sus motores analíticos tanta memoria y capacidad como pueden albergar. Estos de mí te obedecerán, y comprenden la urgencia de tus necesidades. Les he proporcionado inteligencia vírica. Han sido programados con los datos necesarios para reconocer a las polillas y atacarlas. Cada uno está construido con un agente ácido o flogístico en el diafragma —Isaac asintió, maravillado ante la facilidad con la que el Consejo creaba a sus máquinas asesinas—. ¿Ya has pergeñado el mejor plan?

—Bueno… Vamos a prepararlo esta noche. Diseñaremos alguna clase de… eh… preparativo, ya sabes, un plan, con nuestra… plantilla adicional. Mañana a las seis nos reuniremos aquí con Yag, asumiendo que ese estúpido hijo de puta no haya conseguido que lo maten. Después iremos al gueto de Piel del Río, empleando la experiencia de Lemuel, y empezaremos a cazar polillas. La voz de Isaac era áspera y entrecortada. Escupía rápidamente lo que tenía que decir—. El caso es que puede que tengamos que separarlas. Creo que podemos acabar con una. En caso contrario, si son dos o más, una siempre estará frente a nosotros y podrá usar las alas. De modo que vamos a revisar el lugar para ver si podemos descubrir dónde andan. Es difícil asegurarlo sin explorar. Cogeremos el amplificador que usaste conmigo, además. Podría ayudarnos a interesar a una, para que venga a curiosear. Podemos lanzar una pequeña llamada sobre el ruido mental ambiente, o algo así. ¿Puedes adosar otros cascos a la máquina? ¿Tienes alguno de sobra? —El avatar asintió—. Será mejor que me los des y que me enseñes las distintas funciones. Se los llevaré a Tansell para que los ajuste y les instale espejos. —Quedó pensativo—. El caso es que no puede ser simplemente la fuerza de la señal lo que las atraiga, o solo atacarían a videntes y comunicadores. Creo que les atraen los sabores particulares. Por eso el cachorro vino hacia mí. No porque hubiera un gran rastro sobre la ciudad, fuera cual fuera, sino porque reconoció una mente particular y la quería. Y… bueno, puede que las demás también la reconozcan. Puede que me equivocara al pensar que solo una podría reconocer mi mente. Deben de haberla olido anoche. —Miró pensativo al avatar—. La recordarán como el rastro que seguía su hermana cuando murió. No sé si eso es bueno o malo…

—Der Grimnebulin —dijo el cadáver después de un momento—, debes traerme de vuelta al menos a uno de mis pequeños yoes. Es necesario que descarguen en mí lo que hayan visto. Puedo aprender mucho sobre el Invernadero, lo que será una gran ventaja en nuestros planes. Pase lo que pase, uno debe escapar.

Se produjo un largo silencio. El Consejo aguardaba. Isaac pensó en algo que decir, pero no era capaz. Miró al avatar a los ojos.

—Volveré mañana. ¿Están listos los monos? Nos… nos veremos de nuevo.


La ciudad se cocía bajo el extraordinario calor nocturno. El verano había alcanzado su momento crítico. Las polillas asesinas danzaban en las estrías de aire sucio sobre el núcleo urbano.

Revoloteaban vertiginosas sobre los minaretes y acantilados de la estación de la calle Perdido. Apenas batían las alas, surcando expertas las corrientes rítmicas. Sus cabriolas exudaban vetas inconstantes de emoción.

Con silenciosas súplicas y caricias, se cortejaban las unas a las otras. Las heridas a medio sanar se habían olvidado en la trémula y febril excitación.

El verano en aquella zona, un antaño exuberante planicie en las costas del Mar del Caballero, llegaba un mes y medio antes que para sus hermanas al otro lado de las aguas. La temperatura no había dejado de aumentar, hasta alcanzar el máximo de los últimos veintiún años.

En la entrepierna de las polillas se producían reacciones termotáxicas. Configuraciones únicas de carne y secreciones químicas ponían en prematuro funcionamiento los ovarios y las gónadas. Se volvieron fértiles, agresivamente excitadas.

Las aspis, murciélagos y pájaros huían aterrados, infestado como estaba el aire de deseo psicótico.

Las polillas flirteaban con un gemebundo y lascivo ballet aéreo. Se tocaban los tentáculos y los miembros, desplegaban nuevas partes nunca vistas antes. Las tres menos dañadas arrastraban a su hermana, la víctima de la Tejedora, por las corrientes de humo y aire. Poco a poco, esta polilla dejó de gazmiar y lamerse las heridas con la lengua trémula, y comenzó a tocar a sus compañeras. La carga erótica era infecciosa.

Aquel cortejo polimorfo a cuatro bandas era tenso y competitivo. Roces, toques, excitaciones. Cada polilla por turno ascendía hacia la Luna, perdida en la lujuria. Entonces rompía el sello de una glándula oculta bajo la cola y exudaba una nube de almizcle empático.

Sus compañeras lamían el psicoaroma, jugaban como marsopas en nubes de carnalidad. Giraban y jugaban antes de alejarse y rociar el cielo. De momento, sus conductos espermáticos permanecían cerrados. Las pequeñas metagotas estaban cuajadas de los jugos erógenos, ovigénicos de las polillas. Competían lúbricas por ser la hembra.

Cada sucesiva exudación cargaba el aire hasta alcanzar una nueva cota de excitación. Las criaturas desnudaron sus dientes de lápida y balaron sus mutuos retos sexuales. Las húmedas válvulas bajo la quitina rezumaban afrodisíaco. Las criaturas revoloteaban entre los bancos del perfume de las demás.

A medida que continuaba el duelo de feromonas, una voz febril se alzó cada vez más triunfal. Un cuerpo ascendió más y más e hizo renunciar a sus compañeras. Las emanaciones inundaban el aire de sexo. Hubo algunos últimos ataques, llamaradas de desafío erótico. Pero, una tras otra, las demás polillas cerraron su pudendo aparato femenino, aceptando la derrota y la masculinidad.

La polilla victoriosa, la que aún sufría las cicatrices y heridas de su pelea contra la araña, remontó el vuelo. Su aroma seguía empapado de jugos femeninos, su fecundidad incuestionable. Había demostrado ser la más capacitada para criar.

Se había ganado el derecho a portar a la prole.

Las otras tres la adoraban. Se tornaron cisnes.

El sabor de la carne de la nueva matriarca los volvía extáticos. Ascendían, caían y regresaban, excitados y ardorosos.

La madre polilla jugaba con ellos, los dirigía sobre la ciudad oscura y tórrida. Cuando su súplica se hizo tan dolorosa como la propia lujuria, se detuvo y se presentó, abriendo su exoesqueleto segmentado para revelar la vagina.

Copuló con ellos, uno tras otro, y durante un breve y peligroso instante fue un ser con dos cuerpos, flanqueados por ansiosos compañeros que aguardaban su turno. Los tres machos sintieron que sus mecanismos orgánicos se tensaban y retorcían y se abrían los vientres para que el pene emergiera por vez primera. Palpaban con los brazos, con los zarcillos de carne y con las puntas óseas, y la matriarca hacía lo mismo, tanteando sus espaldas con un complejo amasijo de miembros que se aferraban, tiraban y entremezclaban.

Se creaban espontáneas conexiones resbaladizas. Cada pareja copulaba con fervorosa necesidad y placer.


Cuando las horas del celo pasaron, las cuatro polillas planearon sobre sus alas abiertas, totalmente agotadas, caladas.

A medida que el aire se enfriaba, su lecho de corrientes térmicas se desinfló poco a poco, y comenzaron a batir las alas para permanecer a flote. Uno tras otro, los tres machos descendieron hacia la ciudad en busca de comida que los reviviera y sostuviera, tanto a ellos como a su compañera conyugal.

Esta permaneció en el aire un poco más. Cuando al fin estuvo sola, sus antenas temblaron y comenzó a alejarse lentamente hacia el sur. Estaba agotada. Sus órganos y orificios sexuales se habían cerrado bajo su caparazón iridiscente para conservar todo el esperma en su interior.

La matriarca de las polillas voló hacia Piel del Río y la cúpula de los cactos, dispuesta a preparar un nido.


Mis garras se flexionan, tratando de abrirse. Se ven constreñidas por los ridículos y viles vendajes que las rodean, que aletean como la piel rasgada.

Camino doblado paralelo a las vías, mientras los trenes me gritan airadas advertencias al restallar a mi lado. Ahora me escabullo por el puente, observando al Alquitrán rizarse tras de mí. Me detengo y miro a mi espalda. Delante y detrás, el río se arrastra y arroja sus desperdicios contra la orilla en pequeñas y rítmicas descargas.

Mirando hacia el oeste puedo ver, por encima del agua, las casas arracimadas de Piel del Río, hasta la punta del Invernadero. El domo está iluminado desde dentro, una ampolla de luz sobre la superficie de la ciudad.

Estoy cambiando. Hay algo en mi interior que no estaba allí antes, o quizá es que algo ha desaparecido. Huelo el aire y es el mismo que ayer, mas es diferente. No puede haber dudas. Algo está creciendo bajo mi piel. No estoy seguro de quién soy.

He seguido a estos humanos como si fuera estúpido. Una presencia inútil, idiota, sin opinión ni intelecto. Sin saber quién soy, ¿cómo saber qué decir?

Ya no soy Yagharek el Respetado, no lo he sido desde hace muchos meses. No soy el ser enfurecido que acechaba en los pozos de Shankell que aniquiló a hombres y a trog, a ratjinn y a bocarrachos, a una jauría de bestias y guerreros pugnaces de razas con cuya existencia ni siquiera había soñado. Aquel salvaje luchador ha desaparecido.

No soy el ser agotado que recorrió exuberantes praderas y colinas frías y duras. No soy el perdido que vagó por las calles de hormigón de la ciudad, introspectivo y solo, tratando de volver a ser algo que nunca fui.

No soy ninguno de ellos. Estoy cambiando, y no sé qué seré.


Me asusta el Invernadero. Como Shankell, tiene muchos nombres. El Invernadero, la Casa de Cristal la Casa de las Plantas, el Invernáculo. No es más que un gueto tratado con buena mano. Un gueto en el que los cactos tratan de replicarlos límites del desierto. ¿Estoy regresando a casa?

Hacer la pregunta es responderla. El Invernadero no es la sabana, ni el desierto. Es una triste ilusión, nada más que un espejismo. No es mi hogar.

Y aunque fuera el desierto, aunque fuera un portal al Cymek más profundo, a los bosques secos y las fértiles ciénagas, al repositorio de la vida oculta por la arena y a la gran biblioteca nómada de los garuda, aunque el Invernadero fuera algo más que una sombra, si fuera el desierto que se Unge, seguiría sin ser mi hogar.

Ese lugar no existe.


Vagaré durante una noche y un día. Reharé los pasos que una vez di, a la sombra de las vías el tren. Acecharé la monstruosa geografía urbana y encontraré las calles que me dieron cobijo, los pequeños canales de ladrillo a los que debo mi vida y mi yo.

Encontraré a los vagabundos que compartieron mi comida, si no están muertos por la enfermedad o acuchillados para robarles los zapatos manchados de orín. Se convertirán en mi tribu, atomizados, arruinados, quebrantados, pero aun así una especie de tribu. Su absoluta falta de interés en mí (por lo menos) era refrescante tras varios días escondiéndome cuidadosamente y una hora ó dos de ostentación con mis agónicas prótesis de madera. No debo nada a esos tediosos borrachos y drogadictos, pero los encontraré de nuevo por mi bien, no por el suyo.

Me siento como si recorriera estas calles por última vez.

¿Voy a morir?

Hay dos posibilidades.

Ayudaré a Grimnebulin y derrotaremos a esas polillas, esas horribles criaturas de la noche, esos devoradores de almas, y él hará de mí una batería. Me recompensará, me cargará como una pila de flogisto y volaré. Me imagino que estoy ascendiendo, que me elevo cada vez más sobre los peldaños de la ciudad, escalándola como una grada para contemplar su noche sucia, atestada. Siento los muñones de los músculos de mis alas tratando de aletear con patéticos movimientos rudimentarios. No ascenderé en mareas de aire provocadas por plumas, sino que tensaré mi mente como un ala y surcaré los canales del poder, de la energía transformadora, del flujo taumatúrgico, la explosiva fuerza unidora, inherente, que Grimnebulin llama crisis.

Seré una maravilla.

O fracasaré y moriré. Fallaré y acabaré ensartado en el cruel metal, o me sorberán los sueños de la mente y alimentaré al retoño de un diablo.

¿Lo notaré? ¿Seré consciente mientras me asimilan? ¿Sabré que estoy siendo absorbido?


El sol aparece. Estoy cansado.

Sé que me tendría que haber quedado. Si quiero ser algo real, algo más que la muda presencia imbécil que hasta ahora he sido, debería quedarme e intervenir y planear y preparar y asentir ante sus sugerencias y complementarlas con las mías. Soy, fui, un cazador. Puedo acosar a los monstruos, a las horrendas bestias.

Pero no es así. Traté de disculparme, intenté que Grimnebulin, incluso Blueday, supieran que soy uno con ellos, que soy parte de la banda. El grupo. El equipo. Los cazadores de polillas. Pero resonó hueco en mi cabeza.

Buscaré y encontraré por mi cuenta, y entonces sabré si puedo decírselo. Y si no es así, sabré qué decir en su lugar.

Me armaré. Traeré armas. Encontraré un cuchillo, un látigo como el que solía blandir. Aunque sea un forastero, no permitiré que mueran sin ayuda. Venderé caras nuestras vidas a esos monstruos sedientos.


Oigo una música triste. Hay un momento de increíble silencio, cuando los trenes y las barcazas se alejan de mí en mi aguilera, cuando el rechinar de sus motores se aleja y el alba queda momentáneamente descubierta.

Alguien en la orilla del río, en algún desván, está tocando un violín. Es un esfuerzo evocador, un trémulo canto fúnebre de semitonos y contrapuntos sobre un ritmo roto. No suena como las armonías locales.

Reconozco el sonido. Lo he oído antes. En la barca que me trajo a lo largo del Mar Escaso, y antes de eso, en Shankell.

Parece que no hay escapatoria a mi pasado sureño.

Es el saludo del amanecer de las pescadoras de Perrick y las Islas Mandragora, al sur. Mi invisible acompañante está dando la bienvenida al sol.

La mayoría de los pocos extranjeros de Perrick en Nueva Crobuzon viven en Ecomir, pero aquí está ella, a casi cinco kilómetros río arriba, despertando al gran Pescador Diurno con su música exquisita.

Toca para mí durante unos instantes más, antes de que el ruido de la mañana se lleve su música y me deje en el puente, escuchando el tronar de las bocinas y los silbatos del tren.

Aquel sonido de muy lejos prosigue, pero no puedo oírlo. Los ruidos de Nueva Crobuzon atestan mis oídos. Los sigo, les doy la bienvenida. Dejo que me rodeen. Me sumergiré en la tórrida vida urbana. Bajo los arcos y sobre las piedras, a través del ralo bosque de huesos de las Costillas, en las madrigueras de ladrillo de Malado y la Perrera, a través de la floreciente industria de Gran Aduja. Como Lemuel olfateando en busca de contactos, reharé todos los pasos que he dado. Y aquí y allí, espero, entre las espiras y la atestada arquitectura, tocaré a los inmigrantes, los refugiados, los forasteros que rehacen Nuevo Crobuzon día tras día. Este lugar y su cultura bastarda. Esta ciudad mestiza.

Oiré los sonidos del violín de Perrick, o el réquiem de Gnurr Kett, o un acertijo de piedras de Chet, u oleré las gachas de cabra que comen en Neovadan o veré un umbral pintado con los símbolos de un capitán del Mar de Telarañas… muy, muy lejos de sus hogares. Sin hogar. Hogar.

Toda Nueva Crobuzon estará a mi alrededor, filtrándose por mi piel.


Cuando regrese al Meandro Griss, mis compañeros estarán esperando, y juntos liberaremos a esta ciudad secuestrada. Nadie nos verá, nadie nos lo agradecerá.

Загрузка...