QUINTA PARTE EL INVERNADERO

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Las calles de Piel del Río ascendían poco a poco hacia el Invernadero. Las casas eran viejas y altas, con estructuras de madera carcomida y paredes de yeso húmedo. Cada lluvia las saturaba y ampollaba, haciendo caer placas de pizarra desde los techos apuntados al disolverse los clavos oxidados. Todo el distrito parecía sudar ante aquel lento calor.

La parte meridional era indistinguible del Tábano, una circunscripción adyacente. Se trataba de un lugar barato y no demasiado violento, multitudinario, por lo general amable. Era una zona híbrida, con una gran mayoría humana y pequeñas colonias de vodyanoi junto al tranquilo canal, algunos pocos cactos proscritos y solitarios, incluso una pequeña colmena khepri de dos calles, una rara comunidad tradicional lejos de Kinken y Ensenada. El sur de Piel del Río también era hogar de los pocos miembros de las razas más exóticas. Había una tienda regida por una familia hotchi en la avenida Bekman, enromadas cuidadosamente sus espinas para no intimidar a sus vecinos. Había un indigente llorgiss con su cuerpo de barril lleno de alcohol, trastabillando por las calles sobre tres piernas inestables.

Pero el norte era muy diferente. Era más tranquilo, más apagado. Era la reserva de los cactos.

Grande como era el Invernadero, no podía contener a todos los cactos de la ciudad, ni siquiera a aquellos que honraban la tradición. Al menos dos tercios del pueblo cacto de Nueva Crobuzon vivían fuera del vidrio protector. Se apiñaban en los barrios bajos de Piel del Río y otros pocos distritos en lugares como Siriac y el Parque Abrogate. Pero Piel del Río era el centro de su ciudad, y allí se mezclaban en igual número con los humanos. Eran la clase baja de su raza, y entraban en el Invernadero para comprar y rezar, aunque forzados a vivir en la ciudad infiel.

Algunos se rebelaban. Los jóvenes furiosos juraban no volver a pisar el hogar que los había traicionado. Se referían irónicos a él con un nombre antiguo, obsoleto: el Semillero. Llenaban sus cuerpos de cicatrices y combatían con sus bandas en brutales y emocionantes peleas sin sentido. A veces aterrorizaban al vecindario, atacando o robando a los humanos y a sus propios ancianos que compartían sus calles.

Fuera, en Piel del Río, el pueblo cacto era hosco y silencioso. Trabajaban para sus jefes humanos o vodyanoi sin objeciones ni entusiasmos. No se comunicaban con los obreros de otras razas sino con breves gruñidos. Se desconocía su comportamiento dentro de las murallas del Invernadero.


El propio Invernadero era una enorme cúpula aplanada. En el encuentro con el suelo, su diámetro era de más de cuatrocientos metros. La coronación alcanzaba los ochenta metros de altura. La base estaba inclinada para acomodarse a la pendiente de Piel del Río.

La estructura, confeccionada con hierro negro, era un grueso esqueleto decorado con rizos y filigranas ocasionales. Se alzaba gigantesco sobre las casas del distrito, y era visible desde una gran distancia en lo alto de su otero. Emergiendo en círculos concéntricos desde la cáscara había dos colosales vigas, casi del tamaño de las Costillas, que sostenían el peso de la cúpula con grandes cables de metal retorcido.

Cuanto más se alejaba uno del Invernadero, más impresionante parecía. Desde la cima boscosa de la Colina de la Bandera, mirando más allá de dos ríos, las vías férreas, los trenes elevados y seis kilómetros y medio de grotesca conurbación, las caras de la cúpula resplandecían como límpidos fragmentos de luz. Sin embargo, desde las calles adyacentes se podía apreciar la multitud de grietas y espacios oscuros allá donde faltaba el cristal. La cúpula había sido reparada una sola vez en sus tres siglos de existencia.

Desde su base, la edad de la estructura era claramente perceptible: estaba decrépita. La pintura se descascarillaba en largas lenguas y se separaba de una carpintería metálica que el óxido devoraba como pequeños gusanos. Hasta los cinco metros de altura, los paneles (cada uno, de casi un metro cuadrado, menguaba en anchura como los trozos de un pastel a medida que se acercaban a la coronación) estaban cegados con el mismo hierro mal pintado. Por encima de ese nivel, el cristal era sucio e impuro, tintado de verde, azul y beige en un patrón aleatorio. Estaba reforzado, y se suponía que tenía que soportar el peso de al menos dos cactos de buen tamaño. Aun así, varios de los paneles estaban rotos y huecos, y muchos más mostraban una filigrana de grietas.

La cúpula había sido construida sin reparar en las casas a su alrededor. El patrón de calles que la rodeaban proseguía hasta alcanzar la base sólida de metal. Las dos, tres o cuatro casas que se habían encontrado en los límites de la cúpula habían sido aplastadas y seguían después los bloques bajo la cobertura del cristal en una variedad de ángulos azarosos.

Los cactos se habían limitado a encerrar una zona ya existente de las calles de Nueva Crobuzon.

A lo largo de las décadas, la arquitectura interior de la cúpula había sido alterada y adaptada a sus nuevos dueños habían derribado algunos edificios para reemplazarlos por otros nuevos y extraños. Pero la distribución general y gran parte de las estructuras seguían siendo exactamente iguales que antes de la construcción.

Había una entrada en la punta meridional de la base, en la Plaza Yashur. Al lado opuesto de la circunferencia estaba la salida de la calle Labasura, una vía empinada que moría en el río. La ley cacta indicaba que la entrada y la salida del Invernadero solo se podían realizar, respectivamente, por estos puntos. Era desafortunado aquel que vivía en el exterior y a la vista de uno de estos portales. La entrada le podría llevar dos minutos, pero la salida sería un largo y complejo paseo hasta casa.

Cada mañana, a las cinco, se abrían las puertas de los cortos pasadizos de independencia y se cerraban a medianoche. Las entradas estaban protegidas por una pequeña unidad de guardias blindados con grandes cuchillos de combate y el poderoso arco hueco de los cactos.

Como sus mudos primos enraizados, el pueblo cacto disponía de una piel vegetal gruesa y fibrosa. Era tensa y se perforaba con facilidad, pero sanaba rápido, aunque con feas cicatrices; casi todos los cactos estaban cubiertos por inofensivos ganglios costrosos. Hacía falta mucha fuerza o mucha suerte para alcanzar sus órganos y causar algún daño significativo. Las balas, flechas y virotes solían ser ineficaces contra ellos, motivo por el que sus soldados portaban arcos huecos.

Los primeros diseñadores de aquella arma habían sido humanos. Fueron usadas durante el terrorífico mandato de Callodd, blandidas por los guardas humanos de la granja de cactos del alcalde. Pero, después de que la reforma del Acta de Sapiencia disolviera la granja y concediera a los xenianos algo que se aproximaba a la ciudadanía, los pragmáticos ancianos cactos comprendieron que aquella era un arma imprescindible para mantener a raya a su propio pueblo. Desde entonces, el arco había sido mejorado muchas veces, ahora por ingenieros cactos.

Se trataba de una enorme ballesta, demasiado grande y pesada para que un humano la empleara con efectividad. No disparaba virotes, sino chakris (discos planos de metal con bordes serrados o afilados) o estrellas metálicas de brazos curvados. Un orificio practicado en el centro del chakri encajaba en un vástago metálico que emergía del cuerpo del arco. Al activar el gatillo, el cable saltaba violentamente y propulsaba el vástago con fuerza increíble, mientras unos complejos mecanismos lo hacían girar a toda velocidad. Al final del canal cerrado, el vástago descendía de golpe y abandonaba el orificio del chakri, que era descargado con el mismo impulso que la piedra de una honda, girando como la hoja de una sierra circular.

La fricción del aire disipaba su inercia muy rápido, por lo que no tenía el alcance de un arco largo o un mosquete. Pero podía arrancarle la cabeza o el brazo a un cacto (y a un humano) a casi treinta metros, y provocar graves cortes más allá. Los guardias cactos miraban con el ceño fruncido, mostrando sus arcos huecos con seca arrogancia.


Los últimos rayos del sol brillaban sobre los picos lejanos. La zona occidental de la cúpula del Invernadero resplandecía como el rubí.

Sobre una escalera corroída que ascendía hasta la cima de la bóveda, una figura de silueta humana se aferraba al metal. El hombre subía lentamente los escalones y ascendió hacia el firmamento curvo del domo como si fuera la luna.

Aquella escalera era una de las tres que se extendían a intervalos regulares desde el ápice, preparadas para unos equipos de reparaciones que nunca aparecieron. La curva de la cúpula parecía romper la superficie de la tierra como la punta de un espinazo doblado, sugiriendo un vasto cuerpo bajo tierra. La figura cabalgaba el lomo de una ballena gargantuesca, sostenida por la luz atrapada en los cristales y proyectada hacia el interior que hacía brillar todo el edificio. El intruso se mantenía lo más agachado posible y se movía muy lento para evitar ser visto. Había elegido la escalera del lado noroeste para evadirse de los trenes del ramal Salacus de la línea Sur. Las vías pasaban cerca del cristal al otro lado de la cúpula, y cualquier pasajero observador hubiera podido ver al hombre que se arrastraba por su superficie curva.

Al fin, tras varios minutos de escalada, el intruso alcanzó el labio metálico que rodeaba el ápice de la gran estructura. La clave misma era un globo de cristal límpido, de casi dos metros y medio de diámetro. Se asentaba perfectamente en el agujero circular del apogeo, suspendido medio dentro y medio fuera como una gran tapa. El hombre se detuvo y contempló la ciudad a través de los puntales de apoyo y los gruesos cables de suspensión. El viento restallaba a su alrededor, y se sujetaba a los asideros con terror vertiginoso. Alzó la vista al cielo oscuro, las estrellas apagadas por la luz espesa que lo rodeaba, que fluía a través del vidrio a sus pies.

Devolvió su atención al cristal y escudriñó la superficie, paño por paño.

Tras algunos minutos, se incorporó y comenzó a moverse hacia atrás por los raíles. Bajó tanteando con los pies, buscando con cuidado los asideros, comprobando con los dedos de los pies, arrastrándose poco a poco hacia el suelo. La escala terminaba a cuatro metros del suelo, pero el hombre se deslizó por el gancho que había empleado para subir. Tocó el suelo polvoriento y miró a su alrededor.

—Lem —oyó sisear a alguien—. Aquí.

Los compañeros de Lemuel Pigeon estaban escondidos en un edificio destripado al borde del erial de escombros que flanqueaba la cúpula. Isaac apenas era visible y gesticulaba desde detrás del umbral desnudo.

Lemuel se acercó con premura a través de la maleza, sorteando ladrillos y afloramientos de hormigón anclados por la hierba. Volvió la espalda a las primeras luces de la noche y se deslizó hacia la penumbra del cascarón quemado.

En las sombras frente a él se ocultaban Isaac, Derkhan, Yagharek y los tres aventureros. Tras ellos había una pila de restos de equipo, tuberías de vapor y cables conductores, pinzas para tubos de ensayo y lentes marmóreas. Lemuel sabía que aquel caos se resolvería en cinco constructos simiescos en cuanto se movieran.

— ¿Y bien? —demandó Isaac.

Lemuel asintió.

—La información era correcta —dijo en bajo—. Hay una gran grieta justo en el ápice de la cúpula, en el cuadrante noreste. Desde mi posición era difícil calcular el tamaño, pero creo que son al menos… dos metros por uno y medio. Parecía resistente desde allí arriba, y fue el único boquete que vi lo bastante grande como para que algo de tamaño humano entre o salga. ¿Habéis podido echar un vistazo a la base?

Derkhan asintió.

—Nada —dijo—. Es decir, hay montones de pequeñas grietas, incluso algunas zonas donde falta buena parte del cristal, especialmente arriba, pero no son lo bastante grandes como para colarse. Tiene que ser por ahí.

Isaac y Lemuel asintieron.

—Así que por ahí es por donde entran y salen —dijo el primero—. Bueno, me parece que el mejor modo de rastrearlas es deshacer su camino. Por mucho que me reviente proponerlo, creo que deberíamos subir. ¿Cómo es por dentro?

—No se ve mucho —dijo Lemuel, encogiéndose de hombros—. El cristal es grueso, viejo y sucio de la leche. Creo que solo lo limpian cada tres o cuatro años. Se distinguen las formas básicas de las casas y las calles, pero eso es todo. Habría que mirar desde dentro para saber cómo es.

—No podemos subir todos —dijo Derkhan—. Nos verían. Tendríamos que haberle pedido a Lemuel que entrara. Es el hombre adecuado.

—No hubiese ido —respondió tenso el aludido—. No me hace gracia estar tan alto, y desde luego no pienso colgar boca abajo decenas de metros sobre treinta mil cactos cabreados…

—Vale, ¿qué vamos a hacer, pues? —Derkhan estaba irritada—. Podríamos esperar hasta el anochecer, pero es entonces cuando las malditas polillas se activan. Creo que tenemos que subir de uno en uno. Si es seguro, claro. ¿Quién sube primero?

—Iré yo —se ofreció Yagharek.

Se produjo el silencio. Isaac y Derkhan lo miraban.

— ¡Estupendo! —dijo Lemuel con decisión, dando dos palmadas—. Decidido. Lo que tienes que hacer es subir, y entonces… eh… echa un vistazo por nosotros y mándanos un mensaje…

Isaac y Derkhan ignoraban a Lemuel. Aún miraban a Yagharek.

—Es lógico que suba yo —explicó el garuda—. Estoy familiarizado con las alturas. —Su voz tembló ligeramente, como sacudida por una repentina emoción—. Estoy familiarizado con las alturas y soy un cazador. Puedo observar el interior y averiguar dónde podrían anidar las polillas. Puedo valorar las posibilidades desde dentro.


Yagharek rehizo los pasos de Lemuel a lo largo de la cáscara del Invernadero.

Se había desatado los fétidos vendajes de los pies, y las garras se estiraron con delicioso reflejo. Había ascendido el tramo inicial de metal desnudo con la cuerda de Lemuel, trepando después con mucha más rapidez y confianza que el humano. Se detenía de vez en cuando y se alzaba mecido por el cálido viento, sus dedos de pájaro aferrados a las traviesas de metal con total firmeza. Se inclinaba de forma alarmante hacia los cielos brumosos, extendía un poco los brazos, sentía el viento llenar su cuerpo extendido como una vela.

Yagharek pretendía estar volando.

De su escueto cinto colgaban el estilete y el látigo que había robado el día anterior. El látigo era tosco, muy distinto al que había hecho restallar en el cálido aire del desierto, azotando y apresando, pero era un arma que su mano recordaba.

Se deslizó rápido, seguro. Todas las naves aéreas visibles estaban lejos. Permanecía oculto.

Desde lo alto del Invernadero, la ciudad le parecía un regalo listo para ser tomado. Allá donde miraba, dedos y manos y puños y pinchos arquitectónicos se alzaban toscos hacia los cielos. Las Costillas, que se alzaban como tentáculos osificados; la Espiga, clavada en el corazón como una daga; el complejo vórtice mecánico del Parlamento, con su oscuro fulgor; Yagharek los cartografió todos con ojo frío y estratégico. Miró hacia el este, hacia donde zumbaba el tren elevado que conectaba la torre del Tábano con la Espiga.

Cuando hubo alcanzado el extremo del enorme globo de cristal en la cima de la cúpula, solo le llevó un instante localizar la grieta. Parte de él se sorprendió por que sus ojos, los ojos de un pájaro de presa, aún pudieran servirle como antaño habían hecho.

Bajo él, a medio metro bajo la suave curva de la escala, el cristal del domo estaba seco, cubierto de deposiciones de pájaro y draco. Trató de ver a su través, pero apenas distinguía las sugerencias de cubiertas y calles.

Decidió entrar.

Se movía con cuidado, tanteando con las garras, golpeando el cristal para probarlo, deslizándose lo más rápido que pudo hacia una viga de metal para asirse a ella. Mientras se movía, reparó en lo fácil que le resultaba trepar. Todas aquellas semanas interminables de escaladas nocturnas en el tejado del taller de Isaac, por torres desiertas en busca de los acantilados de la ciudad, le habían dado seguridad y confianza. Parecía ser más un simio que un pájaro.

Se deslizó nervioso sobre los sucios paneles, hasta que superó la última barrera de vigas que lo separaba de la grieta en el cristal. Tenía la abertura frente a él.

Al inclinarse, pudo sentir el calor procedente del interior iluminado. La noche era cálida, pero la temperatura en el domo debía de ser bastante alta.

Ató con cuidado el gancho alrededor de la pieza metálica que rodeaba la grieta y tiró con fuerza para comprobar el anclaje. Después dio tres vueltas con la cuerda alrededor de su cintura y ató el otro extremo cerca del gancho. Metió la cabeza entre los bordes cortantes de cristal.

Era como introducir la cara en un recipiente de té fuerte. El aire en el interior del Invernadero era tórrido, casi sofocante, lleno de humo y vapor. Brillaba con una áspera luz blanquecina.

Yagharek parpadeó para limpiarse los ojos, los escudó y miró hacia la ciudad de los cactos.


En el centro, bajo el enorme cristal del ápice, se habían derribado los edificios para construir un templo de piedra. Era de piedra rojiza, un zigurat que se alzaba hasta un tercio de la altura de la cúpula. Cada uno de los niveles estaba cubierto por la vegetación del desierto y la sabana, floreciente de rojos y naranjas contra las pieles enceradas, verdosas.

A su alrededor se había limpiado un pequeño anillo de tierra de unos seis metros de anchura, más allá del cual se habían conservado las casas y calles de Piel del Río. El conjunto consistía en un rompecabezas, una colección de calles sin salida y comienzos de avenidas, allí la esquina de un parque y allá media iglesia, incluso el muñón de un canal, ahora un arroyuelo de agua estancada, cortado por el borde de la cúpula. Las calles cuajaban la pequeña ciudad con ángulos extraños y quedaban cortadas las carreteras allá donde había caído el domo. En el interior había quedado un aleatorio grupo de callejuelas y avenidas selladas bajo el cristal. Su contenido había cambiado, aunque las figuras eran más o menos las mismas.

El caótico agregado de tocones urbanos había sido reformado por los cactos. Lo que hacía años había sido una amplia avenida era ahora un jardín botánico, cuyos extremos derramaban hierba sobre las casas adyacentes, como caminos desde las puertas de entrada que indicaran las rutas entre las huertas de calabazas y rábanos.

Los techos se habían eliminado hacía cuatro generaciones, para convertir las casas humanas en hogares para sus nuevos y más altos habitantes. En las azoteas y los patios se habían añadido piezas con la extraña forma de la pirámide escalonada en el centro del Invernadero. En todos los espacios posibles se habían encajado construcciones adicionales para atestar el domo de cactos; extrañas aglomeraciones de arquitectura humana y monolíticos edificios de losas de piedra se extendían en grandes bloques de color diverso. Algunos alcanzaban varias plantas de altura.

Puentes goteantes de madera y cuerda se mecían entre muchos de los pisos superiores, enlazando salas y edificios en lados opuestos de las calles. En muchos de los patios y en la cubierta de algunos edificios, unos muros bajos encerraban jardines del desierto, con pequeñas zonas de hierbajos, algunos cactos diminutos y arena ondulante.

Pequeñas bandadas de pájaros cautivos, que nunca habían hallado las ventanas rotas al exterior, volaban bajas sobre las casas, chillando hambrientas. Con una descarga de adrenalina y nostalgia, Yagharek reconoció la llamada del Cymek. Eran águilas de las dunas, advirtió, que anidaban en uno o dos tejados.

Alzándose a su alrededor por todos lados, la cúpula refractaba Nueva Crobuzon como un cielo sucio, tornando las casas cercanas en una confusión de oscuridad y luz reflejada. Todo el diorama bajo él era una aglomeración de hombres cacto. Yagharek escudriñó lentamente, pero no divisaba otras razas inteligentes.

Los sencillos puentes se balanceaban cuando los moradores pasaban sobre ellos en todas direcciones. En los jardines de arena vio cactos con grandes rastrillos y palas de madera, esculpiendo cuidadosamente el sastrugi que imitaba las dunas onduladas por el viento. Allí, en aquel espacio atestado, encerrados por todas partes, no había corrientes que labraran sus patrones, y el paisaje del desierto tenía que ser tallado a mano.

Las calles y sendas estaban atiborradas de cactos que compraban y vendían en el mercado, discutiendo malhumorados en voz demasiado baja como para que Yagharek la distinguiera. Tiraban de sus carros de madera, dos al tiempo si el vehículo o la carga eran especialmente grandes. No había constructos a la vista, ni taxis, ni animales de ninguna clase aparte de los pájaros y los pocos conejos de las rocas que Yagharek pudo distinguir en las cornisas de los edificios.

En la ciudad exterior, las cactas vestían grandes trajes sin forma, similares a sábanas. Allí, en el Invernadero, no llevaban más que taparrabos de trapo blancos o beige, igual que los hombres. Sus pechos eran algo más grandes que los de los varones, terminados en pezones de color verde oscuro. En algunos lugares, Yagharek alcanzaba a divisar a una mujer amamantando a su hijo, sin preocuparse por los pinchazos que pudiera sufrir el pequeño por las espinas de la madre. Pequeñas y ruidosas bandas de niños jugaban en las esquinas, ignorados por los adultos de paso.

Por todo el templo piramidal había ancianos cactos leyendo, fumando, hablando o dedicados a la jardinería. Algunos vestían fajas rojas y azules alrededor de los hombros, que destacaban fuertemente contra la pálida piel verdosa.

La propia piel de Yagharek comenzaba a picarle por el sudor. Las corrientes de humo nublaban su visión. El vapor que se alzaba desde cientos de chimeneas a distintas alturas, ascendía hacia el cielo en lentas bocanadas. Algunas volutas brumosas encontraban el camino hasta arriba y se filtraban por las grietas y agujeros en el cristal. Pero con el viento atrapado en el exterior y el sol magnificado por la burbuja traslúcida de la cúpula, no había brisas que disiparan los humos. Yagharek reparó en que la cáscara interior del cristal estaba cubierta por un hollín grasiento.

Aún quedaba más de una hora para la puesta del sol. El garuda observó a su izquierda y vio que el orbe de cristal sobre la bóveda parecía arder bajo la luz. Estaba absorbiendo cada mínima emisión solar, concentrándola y enviándola con viveza hacia todos los rincones del Invernadero, inundándolo con luz y calor despiadados. Vio que el armazón de metal que lo sostenía disponía de cables de energía que serpenteaban por el interior de la cúpula y se perdían de vista.

El jardín de arena sobre la gran pirámide escalonada estaba cubierta por una compleja maquinaria. Exactamente bajo la clave de cristal se encontraba un enorme artefacto con lentes y gruesas tuberías comunicadas con las tinas que había a su alrededor. Un cacto con faja de color pulimentaba sus mecanismos de cobre.

Yagharek recordó los rumores que había oído en Shankell, historias sobre un motor helioquímico de inmenso poder taumatúrgico. Observó cuidadosamente el artefacto reluciente, aunque su propósito le era desconocido.

Mientras observaba, cobró conciencia del gran número de pelotones armados presentes. Entrecerró los ojos. Los observaba como un dios que oteara cada superficie de la pequeña ciudad cacta bajo la feroz luz del globo de cristal. Casi alcanzaba a ver todos los jardines elevados, y le parecía que en al menos la mitad de ellos había estacionado un grupo de tres o cuatro cactos. Estaban sentados o de pie, sus expresiones ilegibles a aquella distancia, pero los enormes y pesados arcos huecos que portaban eran evidentes. De los cintos colgaban destrales, y algunas hachas de batalla relucían bajo una luz cada vez más rojiza.

Había más de aquellas patrullas junto a los puestos del enorme mercado, concentrados en el nivel inferior del templo y recorriendo las calles con paso lento, sus arcos cargados y preparados.

Yagharek vio las miradas que recibían aquellos guardias armados por parte de la población, los saludos nerviosos, las frecuentes ojeadas al cielo.

No pensaba que aquella situación fuese muy normal.

Algo inquietaba al pueblo cacto. Podían ser truculentos y taciturnos, pero aquel apagado aire amenazador era ajeno a todo cuanto había conocido en Shankell. Quizá, reflexionó, aquellos cactos fueran distintos, una raza más sombría que sus hermanos del sur. Pero sentía pinchazos en la piel. El aire estaba cargado.

Se concentró y comenzó a escudriñar el interior de la cúpula con ojo severo y riguroso. Abarcó toda la circunferencia interior con un largo y lento barrido, trazó después una espiral hacia el centro, examinó e investigó el círculo de casas y calles un poco más hacia el interior, acercándose cada vez más.

De aquel modo exacto y metódico podía revisar cada rincón y nicho de las superficies del Invernadero. Sus ojos se detenían un instante en las imperfecciones de la piedra roja antes de proseguir.

A medida que el día se acercaba a su fin, el nerviosismo del pueblo cacto pareció aumentar.

Yagharek terminó con su exploración. No había nada inmediato, nada claramente sospechoso que le llamara la atención. Volvió su vigilancia hacia el interior del tejado en sus alrededores inmediatos, en busca de alguna pista.

No iba a ser fácil. A cierta distancia de él, las vigas se coagulaban alrededor del globo de cristal, pero en la parte inferior no eran tan protuberantes. Creía que, con cierto esfuerzo, podría escalarlas; como probablemente pudieran Lemuel y quizá Derkhan, y uno o dos de los aventureros. Pero era difícil imaginarse a Isaac suspendiendo su peso, arrastrándose por cientos de metros de peligroso metal hasta llegar al suelo.

El sol estaba muy bajo. Aun en las lánguidas noches de verano, el tiempo era corto.

Sintió a alguien tocándole la espalda. Alzó la mirada, sacando la cabeza por la grieta; el aire de Nueva Crobuzon resultaba frío por el contraste.

Tras él, Shadrach se acuclillaba sobre el cristal. Llevaba puesto un casco con espejos y traía otro para el garuda, fabricado con placas de hierro.

El casco de Shadrach parecía distinto. Era intrincado, con cables y válvulas de cobre y bronce. En lo alto tenía un enchufe con orificios para conectar algún aparato. Solo los espejos parecían improvisados. El de Yagharek era una tosca pieza de metal de desecho.

—Olvidaste esto —le dijo con voz suave—. Ni escribes, ni nos visitas, ni nada. He subido para ver si estabas vivo o si te había pasado algo.

Yagharek le mostró las vigas interiores de la cúpula. Discutieron el problema de Isaac con susurros urgentes.

—Debes bajar —dijo el garuda—. Tenéis que ir por las cloacas, con Lemuel como guía. Encontrad la entrada tan rápido como podáis. Enviadme alguno de los monos mecánicos para ayudarme si me atacan. Voy a echar un vistazo.

Shadrach se inclinó cuidadosamente y miró al interior oscurecido. Yagharek señaló un punto de la ciudad, un edificio derruido junto al extremo del canal ciego. El agua, los caminos de sirga y un pequeño dedo de tierra rota sobre el que se levantaba la casa destrozada estaban rodeados por una valla accidental de escombros, cañas y alambre de espino oxidado. Aquella franja rechazada se encontraba en el mismo extremo de la bóveda, que se alzaba sobre ella como una nube plana.

—Debéis abriros paso hasta allí. —Shadrach comenzó a protestar, farfullando que era imposible, pero el garuda lo cortó—. Es difícil. Será duro. Pero no podréis descender desde aquí por el interior, Isaac desde luego no. Lo necesitamos dentro. Tenéis que meterlo lo antes posible. Yo bajaré por aquí y os buscaré. Después encontraremos a las polillas. Esperadme.

Mientras hablaba, Yagharek se ajustó el casco improvisado en la cabeza e investigó el campo de visión a su espalda.

Capturó los ojos de Shadrach en uno de los grandes fragmentos de espejo.

—Tienes que irte ya. Sed pacientes. Os encontraré antes de que caiga la noche. Las polillas tienen que salir por esta abertura, de modo que esperaré a ver si consigo descubrirlas.

La expresión de Shadrach era firme. Yagharek tenía razón. Era impensable que Isaac fuera capaz de bajar por aquella peligrosa estructura de hierro.

Asintió, hizo un gesto de despedida a los espejos del garuda y regresó hacia la escalera, descendiendo a buena velocidad hasta perderse de vista.

Yagharek se volvió y miró los últimos rayos del sol. Inspiró profundamente y giró los ojos a izquierda y derecha para comprobar su visión en los espejos. Se calmó por completo.


Respiró con el ritmo lento del yajhu-saak, el ensueño del cazador, el trance marcial de los garuda del Cymek. Se compuso.

Tras algunos minutos llegó el sonido del metal y el cable sobre el cristal, y, uno tras otro, tres constructos simiescos aparecieron, acercándose desde distintas direcciones. Se reunieron a su alrededor y aguardaron, mientras sus lentes de cristal brillando rosadas en el ocaso y sus pequeños pistones siseaban al moverse.

Yagharek giró y los valoró a través de los espejos. Después, aferrando la cuerda con cuidado, comenzó a descender por el boquete en el cristal. Gesticuló a los constructos para que lo siguieran y se perdió por la grieta. El calor del domo lo rodeó, se cerró sobre su cabeza a medida que descendía hacia la ciudad abovedada, hacia las casas sumergidas en luz roja, a medida que el prístino globo magnificaba y dispersaba los rayos de poniente hacia la guarida de las polillas.

43

En el exterior de la cúpula, el cielo se oscurecía inexorable. Con la llegada de la noche, los brillantes rayos que emanaban desde el globo de cristal del ápice quedaron apagados. El Invernadero se tornaba de repente más oscuro y fresco, aunque se conservaba gran parte del calor. En el domo, la temperatura seguía siendo mucho más alta que en el resto de la ciudad. Las luces de las antorchas y los edificios del interior se reflejaban sobre el vidrio. Para los viajeros que contemplaban la ciudad desde la Colina de la Bandera, para los moradores de los suburbios que oteaban desde las torres de pisos del Queche, para el oficial que observaba desde el tren elevado y para el conductor de los trenes de la línea Sur, el Invernadero parecía hincharse y tensarse distendido por la luz a través de las columnas de humo, sobre el brumoso paisaje de tejados de la ciudad.

A medida que llegaba el ocaso, el lugar comenzaba a brillar.

Aferrándose al metal en la piel interior de la cúpula, discreto como el chasquido más infinitesimal, Yagharek flexionó lentamente los brazos. Estaba sujeto a un pequeño nudo de hierros a un tercio de la altura de la cúpula. Su altitud todavía le permitía ver con facilidad las azoteas y la mezcolanza de arquitecturas por todas partes.

Su mente estaba sumida en el yajhu-saak. Respiraba despacioso, regular. Seguía con su búsqueda predadora, moviéndose sus ojos sin descanso de un punto a otro, sin perder más de un instante en cada lugar, construyendo un cuadro compuesto. En ocasiones desenfocaba para contemplar el conjunto de los tejados, alerta ante cualquier movimiento extraño. Devolvía su atención a menudo hacia la trinchera de agua estancada donde habían fijado su punto de reunión.

No había señal de la banda de intrusos.

A medida que la noche se hacía más profunda, las calles se limpiaron a extraordinaria velocidad. Los cactos volvían a sus casas. El bullicioso asentamiento se vació y quedó reducido a un pueblo fantasma en poco más de media hora. Las únicas figuras que quedaban en las calles eran las patrullas armadas, que se movían nerviosas. Las luces de las ventanas se apagaban al cerrarse los postigos y echarse las cortinas. No había farolas de gas en aquellas avenidas. Yagharek observó a los lampareros recorrer las calles, alzando sus pértigas encendidas para prender antorchas empapadas de aceite, colgadas a tres metros del pavimento.

Cada uno de ellos era acompañado por una patrulla inquieta, pugnaz y furtiva.

En lo alto del templo central, un grupo de ancianos se movía alrededor del mecanismo, activando palancas y tirando de manubrios. Las enormes lentes en la coronación del artefacto giraban hacia abajo sobre sus enormes bisagras. Yagharek se fijó con cuidado, pero no podía discernir lo que estaban haciendo o para qué era la máquina. Espiaba sin comprender mientras los cactos giraban el objeto sobre los ejes vertical y horizontal, comprobando y ajustando niveles según oscuras calibraciones.

Sobre la cabeza del garuda, dos de los constructos chimpancé se aferraban firmes al metal. El otro se encontraba unos metros más abajo, colgado de una viga paralela a la del garuda. Estaban inmóviles, esperando a que él reanudara la marcha.

Yagharek esperó.


Dos horas tras la puesta del sol, el cristal de la cúpula parecía negro. Las estrellas eran invisibles.

Las arterias del Invernadero cacto relucían con una inhóspita luz sepia. Las patrullas se tornaron sombras en las calles oscuras.

No había más sonido que las connotaciones del fuego, las suaves protestas de la arquitectura y los susurros. Luces ocasionales brillaban como fuegos fatuos entre los ladrillos, para enfriarse poco a poco.

Seguía sin haber señal de Lemuel, Isaac y los otros. Una pequeña parte de Yagharek se sentía infeliz por ello, pero en su mayoría seguía enclaustrado, concentrado en la técnica de relajación del trance cazador.

Aguardó.

En algún momento entre las diez y las once, oyó un sonido.

Su atención, que se había extendido hasta bañarlo por completo, para saturar su consciencia, se concentró al instante. Contuvo el aliento.

Otra vez. El más leve murmullo, un chasquido como el de la ropa al viento.

Giró el cuello y miró en dirección al ruido, hacia la masa de calles, hacia la temible oscuridad.

No hubo respuesta desde la torre de vigía en el centro del Invernadero. La imaginación de Yagharek comenzó a correr desbocada. Quizá lo hubieran abandonado, pensó una voz en su interior. Quizá la cúpula estuviera vacía, salvo por él y los constructos simiescos, y algunas luces sobrenaturales flotando en la profundidad de las calles.

No volvió a oír el sonido, pero una profunda sombra negra pasó frente a sus ojos. Algo enorme había revoloteado a través de las tinieblas.

Aterrado en un nivel semiconsciente, muy por debajo de la calma superficial de sus pensamientos, Yagharek se sintió tensarse y aferrar el metal con sus dedos, pegarse dolorido a los soportes de la bóveda. Giró la cabeza al instante, encarándose con el perfil metálico al que se sujetaba. Lenta, cuidadosamente, miró por los espejos frente a sus ojos.

Una temible criatura se abría camino por la piel del Invernadero.

La forma era casi su propio opuesto, al menos por lo que podía divisar. Había surgido de algún edificio inferior y había volado una pequeña distancia hasta el cristal, para arrastrase desde allí con sus garras en dirección al aire más fresco y la oscuridad incontenida.

Aun a través del yajhu-saak, el corazón de Yagharek dio un vuelco. Observaba a la cosa progresar por los espejos. Le fascinaba de un modo impío. Estudió la oscura silueta alada, como un ángel demente armado con carnes peligrosas, rezumantes. Las alas estaban plegadas, aunque la polilla las abría y cerraba suavemente, como si quisiera secarlas en la tórrida atmósfera.

Ascendía con un horrible aletargamiento hacia el vigorizante aire nocturno.

Yagharek no había logrado situar el nido, lo que era vital. Sus ojos cambiaban constantemente entre la insidiosa criatura y el retal de oscuridad abovedada donde la había visto por primera vez.

Y mientras observaba atento a través de sus espejos, se cobró la pieza.

Mantenía la atención en un viejo enredo arquitectónico en el límite suroeste del Invernadero. Los edificios, arreglados y modificados tras siglos de ocupación por parte de los cactos, habían sido en su día un grupo de astutas casas. Prácticamente no había nada que las distinguiera de sus alrededores. Eran algo más altas que los edificios vecinos y sus coronaciones habían sido serradas por la curva descendente de la cúpula. Pero, en vez de demolerlos directamente, los edificios habían sido cortados de modo selectivo, eliminando las plantas que molestaban y dejando el resto intacto. Cuanto más lejos del centro del Invernadero estaban las casas, más bajaba el domo sobre ellas y más plantas habían tenido que ser destruidas.

El conjunto había sido la cuña edificada en el punto en el que una calle se ramificaba. El vértice de la terraza había quedado prácticamente intacto, y solo había perdido una planta. Tras él había una cola menguante de plantas de ladrillo que se encogía bajo la masa del domo y se evaporaba en el borde de la ciudad de los cactos.

Desde la ventana superior de aquel viejo edificio emergían las inconfundibles fauces de otra polilla.

De nuevo el corazón de Yagharek dio un vuelco, y solo con un decidido esfuerzo recuperó su ritmo regular. Experimentó todas sus emociones en un instante, a través del brumoso filtro de su trance de cazador. Y aquella vez era difusamente consciente de la euforia, así como del miedo.

Sabía dónde anidaban las polillas.


Ahora que había descubierto lo que buscaba, Yagharek quería descender lo más rápido posible por las entrañas de la cúpula, retirarse del mundo de las polillas, salir de las alturas expuestas y ocultarse en tierra, bajo los grandes aleros. Pero moverse rápido, comprendió, era arriesgarse a atraer la atención de las criaturas. Tenía que esperar, balanceándose apenas, sudando, silencioso e inmóvil, mientras los seres monstruosos se arrastraban hacia la profunda oscuridad.

La segunda polilla saltó sin el menor sonido al aire, planeando sobre las alas extendidas durante un segundo antes de aterrizar sobre los huesos de metal del Invernadero.

Yagharek aguardó, paralizado.

Pasaron varios minutos antes de que apareciese la tercera.

Sus hermanas casi habían alcanzado el ápice de la bóveda, tras una larga y sigilosa escalada. La recién llegada estaba demasiado ansiosa para eso. Se incorporó sobre la misma ventana de la que habían surgido las otras, aferrando el marco, equilibrando su masa compleja en el borde de madera. Entonces, con un chasquido audible, aleteó hacia arriba, hacia el cielo.

Yagharek no estaba seguro de dónde procedió el siguiente sonido, pero creyó oír el susurro de las otras dos polillas, desaprobando o advirtiendo a su apresurada hermana.

Hubo un zumbido de respuesta. En la quietud del toque de queda del Invernadero, se oyó fácilmente el sonido de los engranajes mecánicos desde lo alto del templo.

Yagharek permaneció inmóvil.

Una luz surgió desde la cima de la pirámide, un cegador rayo lechoso, tan áspero y definido que casi parecía sólido. Procedía de las lentes de la extraña máquina.

El garuda observó por sus espejos. En la débil radiación ambiental que emanaba desde el foco resplandeciente, podía ver a una dotación de ancianos cactos estacionados detrás del ingenio, ajustando frenéticos los diales, las válvulas, aferrando uno de ellos dos enormes mangos que sobresalían de la máquina lumínica, con los que giraba y retorcía el aparato para dirigir el astil luminoso.

La luz rugió sobre una zona del cristal de la cúpula y fue después desplazada a otra posición, al principio al azar, hasta clavarse en la impaciente polilla, que ya alcanzaba los paneles rotos.

El ser volvió sus cuencas astadas hacia la luz, siseando monstruosa.

Yagharek oyó gritos de los cactos en el zigurat, una lengua que le era familiar. Era una aleación, un híbrido bastardo de palabras que había oído por última vez en Shankell junto con el ragamol de Nueva Crobuzon y otras influencias que no alcanzaba a reconocer. Como gladiador de la ciudad del desierto, había aprendido algo de la lengua de los apostadores cactos. Las formulaciones que oía ahora eran extrañas, caducas y corrompidas con dialectos alienígenas, pero casi comprensibles para él.

— ¡…allí! —oyó, y alguien movió la luz. Entonces, mientras la polilla se retiraba del cristal para alejarse de la luz, distinguió con claridad—: ¡Está viniendo!

El monstruo había descendido fácilmente fuera del alcance de la enorme antorcha, cuyo haz oscilaba dementado como el farol de un loco, mientras los cactos trataban de apuntarlo en la dirección correcta. Desesperados, iluminaban las calles, los techos bajo la cúpula.

Las otras dos polillas permanecían invisibles, aplastadas contra las vigas.

Desde abajo llegaba el ruido de discusiones.

—…preparado… cielo… —distinguió, y entonces alguna palabra que sonaba como las palabras de Shankell para «sol» y «lanza» unidas. Alguien pedía precaución y decía algo sobre la lanza solar y el hogar. Demasiado lejos, gritaban, demasiado lejos.

Llegó una orden seca del cacto directamente detrás de la gran antorcha, y su equipo ajustó los movimientos de forma arcana. El cabecilla demandó «límites», algo que Yagharek no comprendía.

Mientras la luz vagaba a uno y otro lado, encontró de nuevo su objetivo. Durante un instante, la presencia desmañada de la polilla envió una espectral sombra sobre el interior de la bóveda.

— ¿Listos? —gritó el director, a lo que respondió un coro de confirmaciones.

Siguió girando la lámpara, tratando desesperado de clavar a la polilla voladora con su haz. El ser descendía y se arqueaba sobre las azoteas, trazando espirales en una tétrica demostración de virtuosas acrobacias, un circo de sombras.

Y entonces, por un segundo, la criatura fue asaeteada por la luz, su figura capturada durante un instante en el que el tiempo pareció detenerse ante la visión de aquel ser terrible, inenarrable en su terrorífica hermosura.

Ante aquella visión, el cacto que apuntaba la luz tiró de un manubrio oculto y un vómito incandescente salió disparado de la lente y recorrió la senda del foco. Yagharek abrió aún más los ojos. El nudo de luz concentrada y calor murió justo antes de alcanzar el cristal de la cúpula.

Aquel relámpago momentáneo pareció acallar todos los sonidos del Invernadero.

Yagharek parpadeó para aclarar la imagen del salvaje proyectil de sus ojos.

Los cactos comenzaron a hablar de nuevo.

— ¿…tenemos? —preguntó uno. Hubo una confusión de preguntas inciertas.

Miraban, igual que Yagharek, invisible sobre ellos, la zona por la que había volado la polilla. Escudriñaron el suelo, girando el poderoso haz hacia el pavimento.

Por las calles, el garuda vio a las patrullas quietas, observando el foco, implacables al ser bañadas por la luz.

—Nada —gritó uno de los ancianos en lo alto, mientras su informe era repetido desde todos los sectores en la noche claustrofóbica.

Tras las gruesas cortinas y los postigos de madera de las ventanas del Invernadero, las hebras de luz se derramaban sobre el aire al encenderse las antorchas y las luces de gas. Pero aun despertados por la crisis, los cactos no se asomaron a las tinieblas, no se arriesgaron a ver lo que no debían. Los guardias estaban solos.

Y entonces, con un soplido de viento y una respiración lasciva, sexual, los cactos en la cima del templo descubrieron que no habían alcanzado a la polilla: esta se había apartado en una cerrada maniobra zigzagueante y se había situado fuera del alcance de la lanza solar. Había volado tan cerca de los edificios que hubiera podido tocarlos, para escalar hasta la pirámide, lentamente, y aparecer de forma magistral con las alas extendidas en su totalidad, sus patrones brillando a su alrededor como feroces y complejos fuegos oscuros.

Hubo un instante en que uno de los ancianos chilló. Hubo una fracción de segundo en la que el cabecilla trató de situar la lanza solar en posición para convertir al monstruo en fragmentos chamuscados. Pero no podían hacer otra cosa que mirar las alas desplegadas ante ellos; sus gritos, sus planes, se evaporaron al ser invadidas sus mentes.

Yagharek observaba por los espejos, sin querer ver lo que sucedía.

Las dos polillas que aún se aferraban al techo de la cúpula se descolgaron de repente y se dejaron caer hacia el suelo para reírse en el último momento de la gravedad con un sorprendente planeo curvo. Ascendieron por los empinados escalones de la pirámide roja como diablos surgidos de la tierra y se manifestaron junto a la transfigurada horda cacta.

Uno se acercó con sus zarcillos de carne y los empleó para enredar la gruesa pierna de uno de los cactos. Sus brazos delgados, cuajados de garras avariciosas, mordieron sin respuesta la carne; cada polilla eligió a una de las víctimas hechizadas.

En tierra, las luces se agitaban confusas. Las patrullas corrían en círculos, gritándose las unas a las otras, apuntando sus armas hacia el cielo antes de bajarlas entre maldiciones. No podían ver casi nada. Lo único que sabían era que había vagas figuras aladas revoloteando como hojas en lo alto del templo, y que los ancianos habían dejado de disparar la lanza solar.

Un grupo de duros y valientes guerreros corrió hacia la entrada del zigurat y ascendió por las escaleras hacia sus comandantes. Eran demasiado lentos. Estaban vendidos. Las polillas se alejaron del edificio, deslizándose suavemente hacia el cielo con las alas aún extendidas, volando de algún modo con las alas inmóviles en una hipnótica vista. Cada polilla descendía un poco al ser arrastrada su presa por el borde de ladrillo. Los tres ancianos cactos colgaban presos, acunados en los bestiales brazos de los monstruos, observando estupefactos la mareante tormenta de colores nocturnos en las alas de sus captores.

Varios segundos antes de que la patrulla cacta apareciera por la trampilla que daba a la coronación, las polillas desaparecieron. Una tras otra, de acuerdo con alguna orden exacta y silenciosa, volaron disparadas hacia arriba y salieron por la grieta de la cúpula. Se movían siguiendo un vertiginoso encantamiento, atravesando sin pausa alguna una abertura por la que apenas cabían sus alas.

Se llevaron con ellas a sus presas comatosas, arrastrando los pesos muertos hacia la noche con facilidad repulsiva.

Los ancianos que habían quedado en el zigurat sacudían la cabeza confusos, exclamando atónitos e incómodos al recuperar sus mentes. Sus gritos se tornaron horripilados al comprobar que habían secuestrado a sus compañeros. Aullaban de rabia y apuntaban la lanza solar hacia arriba, escudriñando sin sentido los cielos vacíos. Los guerreros más jóvenes aparecieron con los arcos huecos y los machetes preparados. Miraron a su alrededor, confusos por la triste escena, y bajaron sus armas.

Solo entonces, con las víctimas profiriendo juramentos de sangre y gimiendo de furia, con la noche preñada de sonidos confusos, con las polillas volando por la oscura metrópolis, emergió Yagharek de su trance marcial y siguió descolgándose por la estructura interior del Invernadero. Los constructos lo vieron moverse y lo siguieron en su descenso.


Se movía lateralmente por las vigas horizontales, asegurándose de llegar al suelo detrás de los edificios en la pequeña zona yerma que rodeaba el fétido muñón del canal.

Yagharek se descolgó el último tramo y aterrizó en silencio, rodando sobre los ladrillos rojos. Se agazapó y escuchó.

Se produjeron tres leves crujidos cuando los simios mecánicos se descolgaron a su lado, esperando órdenes o sugerencias.

Yagharek miró el agua hedionda. Los ladrillos estaban resbaladizos por el limo orgánico de muchos años. En un extremo, a unos diez metros de las paredes de la cúpula, el canal llegaba a un abrupto fin de mampostería. Aquello debió de ser el comienzo de un pequeño afluente del sistema principal de canales. Allí donde se encontraba con la bóveda, el canal se cortaba en un tosco dique de hormigón y hierro. La presa había sido encajada en el agua para sellar los bordes lo mejor posible No obstante, en la obra aún había las suficientes grietas e imperfecciones como para que la trinchera se mantuviera anegada desde el exterior. El agua se filtraba por la piedra avejentada hasta detenerse, espesa, sucia, atracada de cosas muertas, como un caldo coagulado de podredumbre.

Yagharek podía olerlo mientras se arrastraba lentamente hacia los tocones de muro que se alzaban de la arquitectura rota. Los gritos proseguían en las calles del Invernadero. La atmósfera estaba cuajada de estúpidas demandas de acción.

Estaba a punto de pararse para esperar a Shadrach y los demás, cuando vio los montones de ladrillo desmenuzado alzarse a su alrededor. Las piezas caían al suelo como una pequeña lluvia. Isaac y Shadrach, Pengefinchess y Derkhan y Lemuel y Tansell aparecieron cubiertos de polvo cerámico. Yagharek reparó en que una pila de cables y cristal tras ellos eran otros dos constructos, que avanzaban para unirse a sus compañeros.

Durante un instante, nadie habló. Entonces Isaac se acercó a él, dejando caer polvo y suciedad. El moco de las cloacas que cubría sus ropas estaba ahora adornado por restos de escombro y cemento. Su casco, otro como el de Shadrach, complejo y de aspecto mecánico, se bamboleaba absurdo en su cabeza.

—Yag —dijo en bajo—. Me alegro de verte, viejo. Genial… estás bien. —tomó la mano de Yagharek y el garuda, desconcertado, no se alejó del contacto.

Se sentía emerger de una ensoñación de la que no había sido consciente, mirando a su alrededor, viendo a Isaac y a los otros claramente por primera vez. Sintió una tardía oleada de alivio. Estaban sucios y arañados, pero nadie parecía herido.

— ¿Lo viste? —preguntó Derkhan—. Acabábamos de subir. Nos llevó una eternidad llegar hasta el maldito alcantarillado, no dejábamos de oír cosas… —sacudió la cabeza ante el recuerdo—. Salimos por un pozo en una calle cercana. ¡Fue el caos, el caos más absoluto! Todas las patrullas corrían hacia el templo y vimos… esa luz. Nos resultó muy sencillo llegar hasta aquí. A nadie le interesábamos… En realidad no vimos lo que sucedió —concluyó.

Yagharek inspiró profundamente.

—Las polillas están aquí —dijo—. He visto su nido. Puedo llevaros allí.

El grupo estaba electrizado.

— ¿Y esos malditos cactos no saben dónde andan? —preguntó Isaac. Yagharek negó con la cabeza (un gesto humano, el primero que había aprendido).

—No saben que las polillas duermen en sus casas. Los oí gritar: creen que entran para atacarlos. Creen que son intrusos del exterior. No… —se detuvo, pensando en la escena aterrada sobre el templo solar, en los ancianos sin cascos, en los valientes y estúpidos soldados cargando escaleras arriba, con la suerte suficiente como para no haberse encontrado con los monstruos, librándose de una muerte sin sentido—. No tienen ni idea de cómo enfrentarse a las polillas.

La ondina de Pengefinchess se desplazaba bajo la camisa, humedeciendo la piel, limpiándola del polvo y la suciedad hasta dejarla incongruentemente limpia.

—Tenemos que encontrar su nido —dijo Yagharek—. Puedo llevaros hasta él.

Los aventureros asintieron y comenzaron una revisión automática de sus armas y equipo. Isaac y Derkhan parecían nerviosos, pero decididos. Lemuel apartaba la vista sardónico y se limpiaba las uñas con un cuchillo.

—Hay algo que debéis saber —dijo Yagharek. Se dirigía a todos ellos, y en su tono había un dejo de urgencia, algo imposible de ignorar. Tansell y Shadrach, que estaban revisando sus mochilas, alzaron la vista. Pengefinchess depositó en el suelo el arco que estaba tensando. Isaac miraba al garuda con terrible y desesperada resignación— Tres polillas abandonaron la cúpula por el cristal, arrastrando a cactos capturados. Pero había cuatro. Eso dijo Vermishank. Quizá estuviera equivocado, o quizá mintiera. Quizá una haya muerto. O quizá una haya quedado atrás. Quizá una nos esté esperando.

44

Las patrullas cactas, agolpadas en la base del Invernadero, discutían con los ancianos supervivientes.

Shadrach estaba agazapado en un callejón, lejos de la vista, y sacaba un telescopio en miniatura de un bolsillo oculto. Lo extendió en toda su longitud y observó a los soldados congregados.

—No tienen ni idea de lo que hacer —musitó en silencio. El resto de la banda se apiñaba tras él, pegados a la pared húmeda. Trataban de pasar lo más desapercibidos que era posible en las sombras danzantes arrojadas por las antorchas que parpadeaban y ardían sobre ellos—. Por eso habrán decretado el toque de queda. Las polillas los están capturando. Por supuesto, es posible que siempre sea así. Da igual —se volvió hacia los otros—. Nos va a ser de ayuda.

No era difícil escabullirse invisibles por las calles oscuras del Invernadero. Su paso no encontraba obstáculos. Seguían a Pengefinchess, que se mecía con un extraño andar, a medio camino entre el salto de una rana y el paso de un ladrón en la noche. Sostenía el arco en una mano, en la otra una flecha de punta ancha, alabeada, eficaz contra los cactos; aunque no tuvo que emplearla. Yagharek avanzaba un poco detrás de ella, dándole instrucciones. En ocasiones la vodyanoi se detenía y hacía gestos a su espalda apretándose contra la pared o escondiéndose detrás de un carro o un puesto, mientras observaba cómo retiraban las cortinas de las ventanas los más valientes e insensatos para mirar a la calle.

Los cinco constructos simiescos caminaban tras sus compañeros orgánicos. Sus pesados cuerpos de metal eran silenciosos, y no emitían más que algunos sonidos extraños. Isaac no dudaba de que, para los cactos de la cúpula, la dieta regular de pesadillas sería aliñada aquella noche con extraños ruidos metálicos, como si una amenaza mecánica recorriera las calles.

A Isaac le resultaba profundamente inquietante caminar bajo la bóveda. Aun con las adiciones de piedra roja y las luces de las antorchas, las calles parecían más o menos normales; podían encontrase en cualquier parte de la ciudad. Pero extendiéndose sobre ellos, curvándose hacia el interior de horizonte a horizonte, envolviendo el mundo como un cielo claustrofóbico, el enorme domo lo definía todo. Destellos de luz llegaban desde el exterior, retorcidos por el grueso cristal, inciertos y vagamente amenazadores. La celosía negra de hierro que sostenía los paneles envolvía la ciudad como una red, como una vasta telaraña.

Ante aquel pensamiento, sintió en repentino escalofrío.

Lo asaltó una vertiginosa incertidumbre.

La Tejedora estaba cerca, en algún sitio.

Vaciló mientras corría y miraba arriba. Había visto el mundo como una telaraña durante una fracción de segundo, había vislumbrado la red global en sí misma y había presentido la proximidad de aquel poderoso espíritu arácnido.

— ¡Isaac! —susurró Derkhan, pasando a su lado. Lo arrastró hacia ella. Se había quedado quieto en medio de la calle, mirando hacia arriba, intentando desesperadamente encontrar un camino de vuelta a la consciencia. Trató de susurrarle, de hacerle saber lo que había descubierto mientras trastabillaba hacia ella, pero no podía ser claro y ella no escucharía. Derkhan lo arrastró a través de las calles oscuras.

Tras un laberíntico recorrido, ocultándose de las patrullas y vigilando el reluciente techo de cristal, se detuvieron frente a un grupo de edificios oscuros en la intersección de dos calles desiertas. Yagharek aguardó hasta que todos estuvieron lo bastante cerca como para oírlo; entonces se giró y se explicó gesticulando.

—Desde esa ventana de allí.

La cúpula descendía inexorable sobre la terraza, destruyendo tejados y reduciendo la masa de las calles a pilas de escombros, pero Yagharek señalaba el extremo más alejado de la cáscara, donde los edificios estaban casi intactos.

Las tres plantas bajo el ático estaban ocupadas. Destellos de luz se derramaban desde los bordes de las cortinas.

Yagharek se ocultó en una pequeña callejuela y arrastró a los demás tras él. Hacia el norte podían oír los gritos consternados de las patrullas confusas, desesperadas por decidir qué hacer.

—Aunque no fuera demasiado arriesgado tener a los cactos de nuestro lado —susurró Isaac—, estaríamos jodidos si tratáramos de conseguir ahora su ayuda. Están como locos. En cuanto nos vieran nos destrozarían con sus arcos huecos, antes de que nos diéramos cuenta.

—Tenemos que pasar frente a las habitaciones donde duermen los cactos —dijo Yagharek—. Tenemos que llegar hasta arriba, y descubrir de dónde vienen las polillas.

—Tansell, Penge —dijo Shadrach con decisión—, vigilad la puerta. —Lo miraron un momento antes de asentir—. ¿Profesor? Supongo que será mejor que vengas conmigo. Y estos constructos… Crees que son útiles, ¿no?

—Pienso que serán esenciales —respondió Isaac—. Pero escuchad… Creo que… creo que la Tejedora está aquí.

Todos se quedaron mirándolo.

Derkhan y Lemuel parecían incrédulos. Los aventureros, impasibles.

— ¿Qué le hace creer eso, profesor? —preguntó Pengefinchess con suavidad.

—Yo… creo que… que la sentí. Ya nos las hemos visto antes con ella. Dijo que nos encontraríamos de nuevo…

Pengefinchess miró a Tansell y a Shadrach. Derkhan habló con premura.

—Es cierto—dijo—. Preguntadle a Pigeon. Él la vio. —Reluctante, Lemuel admitió que así había sido.

—Pero no hay mucho que podamos hacer al respecto —dijo—. No podemos controlar a esa cabrona, y si viene a por nosotros o a por ellas, estamos a merced de los acontecimientos. Podría no actuar. Como dijiste, Isaac, hará lo que quiera hacer.

—Bien —replicó Shadrach precavido—, de todos modos vamos a entrar. Tú, garuda. Las has visto. Viste de dónde salieron. Deberías venir. Así que estamos yo, el profesor, el pájaro y los constructos. El resto os quedaréis aquí y haréis exactamente lo que Tansell y Penge os digan, ¿de acuerdo?

Lemuel asintió, ausente. Derkhan frunció el ceño, pero se tragó su resentimiento. El tono duro y autoritario de Shadrach era impresionante. Podía no gustarle, podía considerarlo escoria sin valor, pero conocía su negocio. Era un asesino, y eso era lo que necesitaban en aquellos momentos. Asintió.

—A la primera señal de problemas, salís de aquí. Volvéis a las cloacas y desaparecéis. Reagrupamiento en el vertedero mañana, si es necesario. ¿Entendido? —Esa vez hablaba con Pengefinchess y Tansell, que asintieron con brusquedad. La vodyanoi susurraba a su elemental y comprobaba su aljaba. Algunas de las flechas tenían puntas complejas, con hojas delgadas cargadas con un mecanismo que se abría al contacto e infligía unas heridas casi tan brutales como las de un arco hueco.

Tansell revisaba sus armas. Shadrach titubeó un instante antes de desatar el mosquetón y entregárselo a su compañero, que lo aceptó con un gesto de agradecimiento.

— Va a ser casi cuerpo a cuerpo —dijo Shadrach—. No lo voy a necesitar. —Sacó la pistola tallada. El rostro demoníaco en el extremo de la bocacha parecía moverse bajo la luz. Susurró; parecía que le hablara al arma. Isaac sospechaba que estaba mejorada mediante taumaturgia.

Shadrach, Yagharek e Isaac se alejaron lentamente del grupo.

— ¡Constructos! —susurró el último—. Con nosotros. —Se produjo un siseo de pistones y el temblor del metal cuando cinco compactos y pequeños cuerpos simiescos se unieron a ellos.

Isaac y Shadrach miraron a Yagharek, que comprobaba sus espejos para asegurar la claridad de la visión reflejada.

Tansell se encontraba frente al pequeño grupo, tomando notas en una libreta. Alzó la mirada, apretó los labios y miró a Shadrach, con la cabeza inclinada hacia un lado. Observó las antorchas, valoró el ángulo de los tejados que se cernían sobre ellos. Trazó oscuras fórmulas.

— Voy a intentar un hechizo de velo —dijo—. Sois demasiado visibles. No tiene sentido buscar problemas. — Shadrach asintió —. Es una pena que no podamos incluir a los constructos. Señaló a los simios autómatas para que se apartaran—. ¿Me ayudas, Penge? Canaliza un poco de energía, anda. Esto es agotador.

La vodyanoi se inclinó un poco y situó la mano izquierda sobre la derecha de su compañero. Los dos se concentraron, cerrando los ojos. Durante un minuto no hicieron movimiento ni sonido alguno. Entonces Isaac vio cómo sus ojos se abrían nerviosos al mismo tiempo.

—Apagad esas malditas luces —siseó Tansell, y la boca de Pengefinchess se movió en silencio con él. Shadrach y los otros miraron a su alrededor, inseguros de a qué se refería, cuando vieron el fulgor de una farola ardiente sobre ellos.

De inmediato, Shadrach hizo un gesto a Yagharek. Se acercó a la lámpara más cercana y unió sus manos, formando un escalón. Flexionó las piernas.

—Usa tu capa —le dijo—. Sube y ahoga la llama.

Probablemente fuera Isaac el único en percibir la infinitesimal vacilación del garuda. Comprendió la valentía en la obediencia de Yagharek, preparado para echar a perder su último tapujo. Desabrochó el cierre de la garganta y apareció ante todos ellos, con la cabeza emplumada y el pico al descubierto, la enorme vacuidad a su espalda voceando la evidencia, sus cicatrices y muñones cubiertos por una delgada camisa.

Posó con cuidado su pie cubierto de garras sobre las manos de Shadrach y se incorporó. El aventurero alzó al garuda de huesos huecos con facilidad. Yagharek arrojó su capa sobre la llama pegajosa, que se apagó con una breve humareda negra. Las sombras cayeron sobre ellos como predadores.

Bajó al suelo y Shadrach se movió rápidamente a la izquierda, hacia otra llama que iluminaba el callejón sin salida en el que se encontraban. Repitieron la operación hasta que la pequeña trinchera quedó anegada con tinieblas.

Cuando hubo terminado, Yagharek abrió su capa arruinada, chamuscada y manchada de alquitrán. Se detuvo un instante antes de arrojarla a un lado. Con su camisa sucia, tenía un aspecto diminuto y triste. Sus armas colgaban a la vista.

—Moveos hacia las sombras más profundas —susurró Tansell con voz agradecida. De nuevo, la boca de Pengefinchess imitó la suya, sin emitir sonido alguno.

Shadrach dio un paso atrás, encontró un pequeño nicho en el ladrillo, arrastró a Yagharek y a Isaac con él, y se pegó a la vieja pared.

Se arrodillaron, se acomodaron y permanecieron quietos.

Tansell movía con rigidez el brazo izquierdo mientras balanceaba el extremo de un carrete de cobre hacia ellos. Shadrach cogió la punta con facilidad y la enroscó alrededor de su cuello, y luego hizo lo mismo con sus compañeros antes de volver a la oscuridad. En el otro extremo, Isaac vio que el cable estaba adosado a una máquina de mano, una especie de motor de cuerda. Tansell liberó el retentor y la inercia activó el mecanismo, que empezó a sacudirse.

—Listo —dijo Shadrach.

Tansell empezó a tararear y canturrear, escupiendo extraños sonidos. Era casi invisible. Isaac lo observaba, pero no pudo ver más que una figura embozada en la oscuridad, temblando por el esfuerzo. El murmullo aumentó.

Recibió una sacudida y notó cómo Shadrach lo sujetaba. Le picaba todo el cuerpo y sentía una aguijoneante corriente recorrer todos sus poros, allá donde el cable tocaba la piel.

La sensación continuó durante un minuto, antes de disiparse cuando el motor comenzó a enrollar el cable.

—Muy bien —croó Tansell—. Veamos si ha funcionado.

Shadrach salió del nicho a la calle.

Las sombras lo siguieron.

Lo envolvían con una indistinta aura de oscuridad, la misma que lo había cubierto al encontrarse en las profundas sombras. Isaac lo contempló, vio la mancha negra en los ojos de Shadrach, bajo su mentón. El mercenario dio un paso adelante y apareció ante la luz arrojada por la antorcha en un cruce cercano.

Las sombras de su rostro y su cuerpo no se alteraron. Permanecían fijas en la configuración asumida al agacharse en la oscuridad, como si siguiera oculto del brillo parpadeante, junto a la pared. Las sombras que se aferraban a él se extendían unos centímetros desde su piel y decoloraban el aire que lo rodeaba como un halo caliginoso.

Había algo más, un contrapunto de quietud que se arrastraba con él aun cuando se movía. Era como si la furtiva heladura de su ocultación alimentara a las sombras que lo cubrían. Caminaba hacia delante, pero daba la sensación de permanecer quieto. Confundía al ojo. Era posible seguir su progreso si se sabía que estaba allí y se prestaba gran atención, pero era más sencillo no reparar en él.

Hizo un gesto a Isaac y a Yagharek para que se le unieran.

¿Soy como él?, pensó Isaac mientras salía de las tinieblas. ¿Me deslizo por el límite de la visión? ¿Soy medio invisible, arrastrando conmigo una cobertura de sombras?

Miró a Derkhan, y vio en su estupefacción boquiabierta que así era. A su izquierda, Yagharek era otra figura indistinta.

—A la primera señal del sol, os largáis —susurró Shadrach a sus compañeros. Tansell y Pengefinchess asintieron. Se habían separado y sacudían la cabeza exhaustos. El primero alzó una mano en señal de buena suerte.

Shadrach llamó con un gesto a Isaac y a Yagharek y salió del oscuro callejón, hacia la luz parpadeante frente a las casas. Tras ellos caminaban los monos, moviéndose lentamente, lo más en silencio que les era posible. Aguardaron junto a los dos humanos y el garuda, con la luz rojiza brillando violenta sobre sus abolladas cáscaras metálicas. La misma luz resbalaba alrededor de los tres intrusos hechizados, como el aceite sobre una hoja. No conseguía aferrarse a ellos. Las tres figuras borrosas atravesaron junto a los cinco autómatas la calle desierta y se dirigieron hacia el umbral.


Los cactos no cerraban sus puertas con llave, por lo que fue fácil entrar en el edificio. Shadrach comenzó a subir las escaleras. Mientras Isaac lo seguía, percibió el exótico y pungitivo olor de la savia y la extraña comida de los xenianos. Por todo el vestíbulo de entrada había macetas con tierra arenosa de la que brotaban distintas variedades de plantas del desierto, la mayoría en mal estado, menguantes en aquella atmósfera artificial.

El mercenario se giró para mirar a sus compañeros. Lentamente, se llevó un dedo a los labios y reanudó su ascensión.

Mientras se acercaban a la quinta planta, oyeron una silenciosa discusión con la profunda voz de los cactos. Yagharek les traducía lo que entendía con un débil susurro, algo sobre estar asustados, una exhortación para confiar en los ancianos. El pasillo estaba desnudo. Shadrach se detuvo e Isaac miró por encima del hombro del gigante: la puerta del cuarto de los cactos estaba abierta de par en par.

Dentro divisó una gran sala de techo alto, conseguido al demoler el forjado de la planta superior. Había encendida una pálida luz de gas. Algo alejados de la puerta, Isaac vio a varios cactos dormidos, en pie, con las piernas cerradas, inmóviles e impresionantes. Dos figuras cercanas la una a la otra seguían despiertas, algo inclinadas, susurrando.

Lentamente, como un predador, Shadrach se acercó a la puerta y se detuvo junto a ella. Miró atrás y señaló a uno de los constructos, y después a su lado. Repitió los gestos. Isaac comprendió, se acercó a las entradas auditivas de uno de los autómatas y le susurró sus instrucciones.

El simio ascendió los últimos escalones con un ruido apagado que hizo a Isaac apretar los dientes, pero los cactos no lo notaron. El constructo se situó junto a Shadrach para ocultarse tras su forma anegada de sombras. Isaac envió a otro detrás, haciéndole una señal al mercenario para que se moviera.

Arrastrándose lentamente sobre cuatro patas, el hombretón pasó por delante de la puerta, escudando a los constructos con su cuerpo. Las formas metálicas, presa fácil para la luz, brillarían de otro modo al pasar frente al umbral. Shadrach se movió sin pausa hasta desaparecer de la línea de visión de los cactos, con los constructos ocultos a su vera y se perdió después en la oscuridad del pasillo que había al otro lado.

Después fue el turno de Isaac.

Indicó a dos constructos más que se escondieran tras su peso, y después comenzó a arrastrarse sobre el suelo de madera. La panza le colgaba mientras gateaba lentamente.

Era una sensación aterradora abandonar la protección de la pared y aparecer a la vista de la pareja, que hablaba en el interior mientras se preparaba para dormir. Isaac se apretaba contra el pasamanos del pasillo, lo más lejos posible de la puerta, pero hubo unos intolerables segundos, antes de alcanzar la seguridad del otro lado, en los que se vio sumido en el débil cono de luz.

Tuvo tiempo para mirar a los dos cactos, de pie sobre la tierra compactada del suelo, charlando. Sus ojos pasaron sobre él mientras se deslizaba frente a la puerta, haciéndole contener el aliento; pero sus sombras taumatúrgicas aumentaban la oscuridad de la casa, por lo que permaneció invisible.

Después fue Yagharek, con su cuerpo enjuto haciendo lo posible por ocultar al último de los constructos, el que pasó gateando hacia el otro lado.

Se reagruparon junto a las escaleras.

—Esta sección es más fácil —explicó Shadrach—. No hay nadie en la planta superior, solo es el techo de esta. Más arriba… está la guarida de las polillas.


Antes de que llegaran a la siguiente planta, Isaac tiró de Shadrach para detenerlo; observado por sus dos compañeros, volvió a susurrar a uno de los monos. Retuvo al mercenario mientras el autómata se arrastraba con mecánico sigilo escaleras arriba y desaparecía en la sala oscura que había más allá.

Contuvo el aliento. Tras un minuto, el constructo emergió y agitó el brazo con torpeza, indicándoles que subieran.

Ascendieron lentamente hasta un alargado y desierto ático. Una ventana sin cristal, con el marco cuajado de extrañas hendiduras, daba al encuentro de las calles. A través de aquel pequeño rectángulo entraba la luz, una pálida y cambiante exudación de las antorchas del exterior.

Yagharek señaló lentamente la abertura.

—Por ahí. Salieron por ahí.

El suelo estaba cubierto de suciedad añeja y una gruesa capa de polvo. Las paredes aparecían arañadas con inquietantes diseños.

Una enojosa corriente de aire bañaba la estancia. Era un tiro débil, casi indetectable, pero en el calor inmóvil del domo resultaba molesto, violento. Isaac miró a su alrededor, tratando de localizar su fuente.

La vio. Aun sudando por el calor nocturno, sintió un escalofrío.

Directamente frente a la ventana, el yeso de la pared se amontonaba en capas desgarradas sobre el suelo. Había caído desde un agujero, un boquete de aspecto recién creado, una cavidad irregular en los ladrillos que ascendía hasta la altura de sus muslos.

Era una herida manifiesta y amenazadora. La brisa la conectaba con la ventana, como si alguna criatura impensable respirara en las entrañas de la casa.

—Es ahí dentro —dijo Shadrach—. Ahí debe de ser donde se ocultan. Tiene que ser el nido.


Desde el boquete se abría un complejo túnel quebrantado, tallado en la sustancia del edificio. Isaac y Shadrach parpadearon en su lobreguez.

—No parece lo bastante ancho para una de esas hijas de puta —dijo Isaac—. No creo que trabajen de acuerdo con… en… el espacio regular.

El túnel tenía un metro veinte de anchura media, era profundo y estaba toscamente tallado. Su interior se perdía de inmediato. Isaac se arrodilló en la entrada y olfateó las tinieblas. Alzó la vista hacia Yagharek.

—Tienes que quedarte aquí —le dijo. Antes de que el garuda pudiera protestar, Isaac le señaló la cabeza—. Shad y yo llevamos los cascos que nos dio el Consejo. Y con esto — palmeó su bolsa— podríamos acercarnos a lo que sea que se oculte ahí, si es que hay algo. Buscó y sacó una dinamo. Era la misma máquina que el Consejo había empleado para amplificar sus ondas mentales y atraía al ansioso redrojo. También llevaba un gran cuajo de tubos enrollados, forrados de metal.

Shadrach se arrodilló junto a él y bajó la cabeza. Isaac enchufó el extremo de uno de los tubos en su lugar en la base del casco y giró los tornillos para asegurarlo.

—Según el Consejo, los canalizadores usan un dispositivo similar a una técnica llamada… ontolografía de desplazamiento —musitó Isaac—. No me preguntes. El caso es que estos tubos de escape liberan nuestros… eh… efluvios psíquicos… y los descargan por aquí. —Miró a Yagharek—. Así no hay huella mental, ni sabor, ni rastro. —Afianzó el último perno y dio unos suaves golpecitos en el casco de Shadrach. Luego bajó su propia cabeza y el mercenario repitió la operación—. Si resulta que ahí abajo hay una polilla, Yag, y te acercas a ella, te saboreará. Pero a nosotros no debería poder. Esa es la teoría.

Cuando Shadrach hubo terminado, Isaac se incorporó y le entregó a Yagharek los extremos de los tubos.

—Cada uno tiene unos… ocho, diez metros. Sostenlos hasta que se tensen, y después libéralos para que los arrastremos detrás. ¿De acuerdo? —Yagharek asintió. No le gustaba que lo dejaran atrás, pero aceptaba sin duda alguna que no había otra elección.

Isaac tomó dos cables enrollados y los adosó primero a la máquina que portaba, y después a las válvulas de sus respectivos cascos.

—Esto es una pequeña batería antiácida —explicó, agitando la máquina—. Trabaja junto a un diseño mecánico basado en la tecnología khepri. ¿Estamos listos? —Shadrach comprobó rápidamente su pistola, tocó por orden todas las demás armas y asintió. Isaac tanteó su pistola y el extraño cuchillo en el cinturón—. Muy bien, pues.

Activó la pequeña palanca de la dinamo y desde la máquina llegó un zumbido siseante. Yagharek sostuvo precavido los escapes y miró en su interior. Notaba vagas sensaciones, una extraña colada que fluía hasta él desde el borde de los tubos. Un ligero temblor lo recorrió desde las manos, la reverberación de un temor que no era el suyo.

Isaac señaló a tres de los constructos.

—Entrad —dijo—. Metro y medio por delante de nosotros. Moveos lentamente. Deteneos si hay peligro. Tú —dijo señalando a otro—, marcha tras nosotros. El otro, que se quede con Yag.

Lentamente, uno tras otro, los autómatas se sumergieron en las tinieblas.

Isaac apoyó una mano sobre el hombre de Yagharek.

—Volveremos pronto, viejo —dijo—. Vigila por nosotros.

Se arrodilló, precediendo a Shadrach por la gruta de ladrillo roto, avanzando acuclillados por el agujero estigio.


El túnel era parte de una topografía subversiva.

Se arrastraba en ángulos extraños entre las paredes del edificio y giraba bruscamente, inundado por el ruido de las respiraciones y el traqueteo de los monos. A Isaac le dolían las manos y las rodillas por la presión de la piedra tallada bajo ellas. Estimó que estaban retrocediendo hacia las plantas derruidas. Se desplazaban hacia abajo, e Isaac recordó cómo la curva de la cúpula había decapitado las casas en un punto cada vez más bajo a medida que se acercaban al cristal. Cuanto más cercanas estaban las habitaciones a la cáscara exterior, cuanto más bajas se encontraban, más cuajadas aparecían de restos y escombros.

Se abrían paso por el pequeño muñón de la calle, hacia la bóveda, por plantas desiertas que formaban una madriguera intersticial. Isaac tembló un instante en la oscuridad. Sudaba por el calor y el miedo; estaba aterrado. Había visto a las polillas. Las había visto alimentarse. Sabía lo que podía esperarles en las profundidades de aquella cuña de cascotes.

Tras un corto tiempo arrastrándose, Isaac sintió un tirón y una liberación. El tubo había alcanzado toda su extensión y Yagharek lo había soltado.

No dijo nada. Podía oír a Shadrach a su espalda, respirando con dificultades, gruñendo. Los dos hombres no podían alejarse más de metro y medio, ya que los cables de sus cascos estaban conectados a un único motor.

Isaac alzó la cabeza y miró a su alrededor, buscando desesperado una luz.

Los constructos simiescos seguían avanzando. Cada pocos momentos, uno encendía un instante los focos de sus ojos y, por una fracción de segundo, Isaac podía distinguir la siniestra gruta de añicos y el metal reluciente del cuerpo de los constructos. Entonces las luces se apagaban e Isaac trataba de seguir la imagen fantasmal que se difuminaba lentamente ante sus ojos.

En la oscuridad absoluta era fácil sentir hasta el más leve brillo. Isaac supo que se dirigían hacia una fuente de luz cuando alzó la mirada y vio la silueta gris del túnel, más adelante. Algo le apretó el pecho y dio un respingo al reconocer los dedos de peltre y la masa oscura de un constructo. Isaac dio orden a Shadrach de que se detuviera.

La máquina gesticulaba a Isaac de forma exagerada. Señalaba hacia delante, hacia los dos compañeros que aguardaban en el extremo del túnel visible, que se inclinaba de repente y comenzaba a ascender.

Isaac indicó que Shadrach tendría que esperar. Después se arrastró hacia delante con un paso casi inmóvil. Un miedo glacial comenzaba a inundarlo, desde el estómago hacia el resto de su cuerpo. Trató de calmar su respiración. Movió un pie lentamente, avanzándolo poco a poco, hasta que sintió un picor al emerger a un pozo levemente iluminado.

El túnel terminaba en un murete de ladrillo de metro y medio de altura que lo rodeaba por tres lados. Una pared se alzaba a su espalda, sobre la boca de la gruta. Isaac alzó la mirada y vio el techo muy a lo alto. Un hedor pestilente comenzaba a gotear hacia el agujero. Torció el gesto.

Estaba agazapado en un hoyo junto a la pared, un socavón embebido en el suelo de cemento de una habitación. No podía ver nada de la cámara por encima del murete o más allá, pero sí oír débiles sonidos. Un ligero crujido, como el del viento sacudiendo el papel. El más leve murmullo de adhesión líquida, como unos dedos embadurnados de pegamento juntándose y separándose.

Tragó saliva tres veces y murmuró para sí, dándose ánimos, infundiéndose valor para seguir. Volvió la espalda a los ladrillos ante él y la estancia que había al otro lado. Vio a Shadrach, mirándolo a cuatro patas, con expresión decidida. Observó por sus espejos; tiró levemente de la tubería adosada a lo alto de su casco, que se perdía por el túnel bajo el cuerpo de su compañero y las profundidades de la gruta, desviando los pensamientos delatores.

Entonces comenzó a incorporarse, muy lentamente. Miraba por los espejos con violento fervor, como si intentara demostrarle algo a algún dios ¡Fíjate, no miro a mi espalda, puedes verlo!. La parte superior de su cabeza superó el labio del hoyo y al mismo tiempo aumentaron la luz y la pestilencia.

Su terror no dejaba de crecer. El sudor ya no era caliente.

Inclinó la cabeza y se incorporó un poco más, hasta que vio la propia habitación bajo la luz sepia que se abría paso por un sucio ventanuco.

Era una estancia larga y estrecha, con menos de tres metros de anchura por unos siete de profundidad. Estaba cubierta de polvo, abandonada hacía mucho, sin entradas ni salidas visibles, sin trampillas ni puertas.

Contuvo la respiración. En el extremo más lejano, sentada, al parecer mirándolo directamente, la celosía de complejos brazos y miembros asesinos moviéndose con atónito descontrol, las alas medio abiertas en lánguida amenaza, había una polilla.


Isaac tardó un momento en comprender que no había gemido. Le llevó algunos segundos más, contemplando las trémulas cuencas de las antenas de aquel ser vil, darse cuenta de que no lo había detectado. La polilla se giró un poco, moviéndose hasta mostrar tres cuartos de su superficie.

Con absoluto silencio, Isaac exhaló. Giró la cabeza una fracción de milímetro para abarcar el resto de la estancia.

Cuando vio sus contenidos, tuvo que luchar con todas sus fuerzas para no emitir sonido alguno.

Tirados a intervalos regulares por todo el suelo, la habitación estaba atestada de cuerpos.

Comprendió que aquella era la fuente del inenarrable hedor. Giró la cabeza y se llevó la mano a la boca al ver junto a él a un niño cacto descomponiéndose, separándose la carne putrefacta de los duros y fibrosos huesos. Un poco más allá estaba la carcasa hedionda de un humano, y detrás vio otro cadáver más reciente, también humano, y a un vodyanoi hinchado. Casi todos los cuerpos eran de cactos.

Para su desdicha, que no su sorpresa, vio que algunos aún respiraban. Estaban allí abandonados: cáscaras, botellas vacías. Pasaban sus últimos días de idiocia babeando, orinándose y defecándose encima en aquel agujero mefítico, hasta que morían de hambre y sed y se pudrían del mismo modo que habían hecho durante sus últimos días.

Abatido, Isaac pensó en que no podían estar ni en el Paraíso ni en el Infierno. Sus espíritus no podrían vagar en forma espectral. Habían sido metabolizados. Habían sido absorbidos y apagados, convertidos por un vil proceso oneiroquímico en combustible del vuelo de las polillas.

Vio que, en una de sus manos agarrotadas, la polilla arrastraba el cuerpo de un anciano cacto, con la faja aún colgando pomposa y absurda del hombro. El monstruo era torpe. Alzó el brazo indolente y dejó que el cuerpo cayera con pesadez sobre el suelo de mortero.

Entonces la polilla se desplazó un poco y buscó bajo su cuerpo con las patas traseras. Se arrastró hacia delante, deslizando los pesados huesos por el firme polvoriento. Desde debajo de su abdomen, la polilla extrajo un globo grande y blando. Tenía un diámetro de un metro, y mientras Isaac parpadeaba ante los espejos para ver con mayor claridad, pensó reconocer la textura gruesa y mucosa, el color grisáceo de la mierda onírica.

Sus ojos se abrieron como platos.

La polilla midió el objeto con las patas traseras, extendiéndolas para abarcar el grueso glóbulo de leche monstruosa. Eso debe de valer miles de…, pensó. No. Si se corta para hacerla más suave, probablemente haya allí millones de guineas. No me extraña que todo el mundo esté intentando recuperar a esas malditas cosas…

Entonces, frente a sus ojos, un trozo del abdomen de la polilla se desplegó. Apareció una larga jeringa orgánica, una extrusión segmentada que se doblaba hacia atrás desde la cola del monstruo con una bisagra de quitina. Casi tenía la longitud del brazo de Isaac. Con la boca seca por la revulsión y el espanto, este vio cómo la polilla acercaba la cánula a la esfera de droga cruda y se detenía un instante antes de clavarla hasta el centro del cuajo pegajoso.

Bajo la armadura abierta, donde se apreciaba la zona blanda del bajo vientre y de donde surgía la caña, Isaac vio que el abdomen de la criatura se convulsionaba con movimientos peristálticos e inyectaba algo invisible por toda la cánula hasta el centro de la mierda onírica.

Isaac sabía lo que estaba viendo. La droga era una fuente de alimento, una reserva de energía para las crías famélicas. Aquella jeringa orgánica de carne era un ovipositor.

La polilla estaba poniendo sus huevos.


Isaac se deslizó de nuevo bajo la superficie del muro. Estaba hiperventilando. Llamó a Shadrach con urgencia.

—Una de esas hijas de puta está ahí mismo y está poniendo huevos, de modo que tenemos que cargárnosla ahora mismo… —Shadrach le tapó la boca y sostuvo su mirada hasta que el científico se calmó un poco. El mercenario se giró como había hecho Isaac y se incorporó lentamente, contemplando por su cuenta la siniestra escena. Isaac se recostó contra los ladrillos, esperando.

Shadrach se agachó. Tenía expresión decidida.

—Hmmm. Ya veo. Bien. ¿Dijiste que esa cosa no puede sentir a los constructos? —Isaac asintió.

—No, por lo que sabemos —dijo.

—Muy bien. Has hecho un trabajo de la leche programándolos, y son de un diseño extraordinario. ¿Estás seguro de que sabrán cuándo atacar si les damos instrucciones? ¿Pueden comprender variables tan complejas?

Isaac asintió de nuevo.

—Entonces tengo un plan. Atiende.

45

Lentamente, temblando de forma casi incontrolable, con la cuasimuerte de Barbile aún muy viva en sus recuerdos, Isaac salió trepando del agujero.

Mantuvo sus ojos fijos por completo en los espejos que tenía delante. Apenas era consciente de una manera vaga del descolorido muro situado tras ellos. La forma inmunda de la polilla asesina se agitó en los espejos mientras su cabeza se movía.

Mientras Isaac emergía, la polilla dejó bruscamente de moverse. Se puso rígido. La criatura volvió su cabeza hacia arriba y su enorme lengua rasgó el aire. Las antenas vestigiales de sus cuencas oculares se agitaban de forma temblorosa de lado a lado. Isaac volvió a moverse, reptando en dirección al muro.

La polilla asesina movió su cabeza de forma insegura. Evidentemente había alguna filtración, pensó Isaac, en los bordes de su casco, un goteo de pensamientos que flotaban tentadores por el éter. Pero nada lo suficientemente claro como para que la polilla pudiera encontrarlo.

Cuando Isaac hubo llegado al muro, Shadrach lo siguió a la superficie, a la habitación. De nuevo, su presencia incomodó ligeramente a la criatura, pero nada más.

Después de Shadrach, tres simios constructos se arrastraron hasta el exterior, dejando a uno más para custodiar el túnel. Comenzaron a caminar con lentitud hacia la polilla. Esta se volvió hacia ellos, pareció observarlos sin ojos.

—Creo que puede sentir su forma física y sus movimientos y también el nuestro —susurró Isaac—. Pero sin un rastro mental, no nos ve… a ninguno de nosotros, como una vida sapiente. Solo somos materia física en movimiento, como árboles en una tormenta.

La polilla se estaba volviendo para encararse con los constructos que se le acercaban. Estos se separaron y empezaron a aproximarse a ella desde direcciones diferentes. No se movían deprisa y la polilla no parecía preocupada. Pero sí sentía una cierta cautela.

—Ahora —susurró Shadrach. Isaac y él alargaron el brazo y empezaron lentamente a tirar de los tubos que emergían de la parte alta de sus cascos.

Mientras los extremos abiertos de estos se aproximaban, la agitación de la polilla asesina iba en aumento. Vagaba de adelante atrás, volviendo para proteger a sus huevos y luego avanzando unos pocos metros de forma titubeante, castañeteando los dientes mientas en su cara se dibujaba un rictus horrible.

Isaac y Shadrach se miraron y empezaron a contar en silencio.

Al llegar a tres, sacaron los extremos de los tubos. En un único movimiento, tan rápidamente como podían, balancearon el metal a su alrededor y lanzaron los extremos abiertos hacia la esquina, a cinco metros de distancia.

La polilla asesina enloqueció. Siseó y chilló con un sonido espeluznante. Irguió el cuerpo, aumentando su tamaño mientras un sinfín de cuchillos exoesqueléticos emergía en orgánica amenaza de los agujeros de su carne.

Isaac y Shadrach la contemplaron en sus espejos, aterrados por su monstruosa majestad. Había extendido las alas y se había vuelto hacia la esquina en la que se agitaban los extremos de los tubos. Los dibujos de sus alas latían con energía hipnótica mal encaminada.

Isaac estaba paralizado. Las alas de la polilla asesina eran una confusión arremolinada de patrones extraños. Se acercó cautelosa y amenazadoramente hacia los extremos de los tubos, acurrucada como un depredador, ora sobre cuatro de sus patas, ora sobre seis, ora sobre dos.

Rápidamente, Shadrach empujó a Isaac hacia la bola de mierda onírica.

La dejaron a un lado y pasaron tan cerca de la polilla, hambrienta y envuelta en un intenso aroma a incienso, que casi habría podido tocarla con la mano. Veían cómo se aproximaba en sus espejos, una masiva y amenazante arma animal. Mientras pasaban junto a ella, ambos hombres giraron suavemente sobre sus talones, caminando de espaldas hacia la mierda onírica un momento y de frente al siguiente. De este modo, mantenían siempre a la polilla detrás de ellos, visible en sus espejos.

El monstruo avanzó directamente junto a los constructos y arrojó a uno de ellos a un lado sin siquiera advertir su presencia mientras una de sus serradas espinas se extendía hacia un lado, presa de una cólera estremecida y famélica.

Isaac y Shadrach caminaban cuidadosamente mientras comprobaban en sus espejos que los extremos de sus tubos de escape mental permanecían donde los habían arrojado, actuando como cebo para la polilla asesina. Dos de los constructos simiescos la seguían a corta distancia, mientras el tercero se aproximaba a sus huevos.

—Rápido —siseó Shadrach y empujó a Isaac al suelo. Este buscó a tientas su cuchillo y perdió unos segundos abriendo el cierre. Lo sacó. Titubeó un instante y entonces lo clavó con un gesto suave sobre la gruesa y pegajosa masa.


Shadrach observaba absorto en sus espejos. La polilla asesina, seguida muy de cerca por los constructos, se precipitaba de forma absurda sobre los serpenteantes extremos de los tubos.

Mientras Isaac extraía el cuchillo de la superficie de la bolsa de huevos, la polilla sacudía los dedos y la lengua tratando de encontrar al enemigo cuya mente resultaba tan tentadoramente consciente.

Isaac se cubrió las manos con las mangas de la camisa y empezó a tirar de la hendidura abierta en la masa de mierda onírica. Con gran esfuerzo, logró arrancar la tierna bola.

—Rápido —volvió a decir Shadrach.

La mierda onírica (cruda, primigenia, destilada y pura) empapó la tela que cubría las manos de Isaac, haciendo que un hormigueo se extendiera por sus dedos. Dio un último tirón. El centro de la bola de droga se abrió con un desgarro y allí, en el centro, había un pequeño racimo de huevos.

Cada uno de ellos era traslúcido y oval, más pequeño que el de una gallina. A través de su dermis semilíquida, Isaac podía ver una vaga forma arrollada. Levantó la mirada y llamó con señas al constructo que tenía más cerca.

Al otro extremo de la habitación, la polilla asesina había recogido uno de los tubos de metal y apretaba su cara contra el flujo de emociones que brotaba de su extremo abierto. Lo agitó, confusa. Abrió la boca y desenrolló la obscena e intrusiva lengua. Lamió el extremo del tubo una vez y luego introdujo la lengua en su interior, buscando ansiosamente la fuente del tentador flujo.

— ¡Ahora! —dijo Shadrach. Las patas de la polilla asesina se movían a lo largo del metal arrollado, buscando. El rostro de Shadrach se puso blanco al instante. Separó las piernas y se preparó—. ¡Ahora, maldita sea, hazlo ahora! —gritó. Isaac levantó la mirada, alarmado.

Shadrach estaba mirando fijamente sus espejos. Tenía el brazo izquierdo alargado hacia atrás, apuntando con el arma taumatúrgica a la polilla asesina.

El tiempo se frenó mientras Isaac miraba sus propios espejos y veía el tubo de metal gris en las patas de la polilla. Vio la mano de Shadrach, firme como la de un muerto, empuñando su pistola, apuntando detrás de su propia espalda. Vio a los simios autómatas esperando su orden para atacar.

Volvió a mirar al repugnante puñado de huevos, rezumante y glutinoso.

Abrió la boca para gritar a los constructos, pero mientras inhalaba para proferir su orden, la polilla asesina se inclinó hacia delante un momento y entonces tiró del tubo con toda su horrenda fuerza.

La voz de Isaac fue ahogada por el chillido de Shadrach y la detonación de la pistola de pedernal. Había esperado un momento de más para disparar. El proyectil imbuido impactó con una explosión sorda en la superficie del muro. Shadrach fue arrastrado por los aires. La correa de cuero que aseguraba el casco a su cabeza se partió. El casco se alejó volando de él, trazó a gran velocidad un arco desde el extremo del tubo y chocó contra el muro. El golpe arrancó las conexiones del traje del mercenario. La perfecta trayectoria curva seguida por este se interrumpió y rodó describiendo en un feo arco roto; mientras su arma se alejaba volando de él, aterrizó con fuerza y sin equilibrio alguno sobre el duro suelo de hormigón, que quedó manchado de sangre.

Shadrach gritó y gimió, rodó sobre el suelo aferrándose la cabeza con las manos, trató de incorporarse.

Sus atribuladas ondas mentales prorrumpieron de pronto en el aire. La polilla asesina se volvió, gruñendo.

Isaac gritó a los constructos. Mientras la criatura empezaba a correr con horripilante rapidez hacia Shadrach, los dos que se encontraban detrás de ella saltaron simultáneamente. De sus bocas brotaron llamas que se desparramaron sobre el cuerpo de la polilla.

La cosa chilló y un puñado de látigos dérmicos brotó de su chamuscada espalda para atacar a los constructos. Pero la polilla no frenó su avance sobre Shadrach. Una excrecencia tentacular se enrolló con un chasquido alrededor del cuello de uno de los constructos y la arrancó del cuerpo de la polilla asesina con asombrosa facilidad. Lanzó el cuerpo de metal contra el muro con la misma brutalidad que había demostrado con el casco.

Se produjo un terrible sonido mientras el constructo se hacía pedazos y arrojaba metal destrozado y aceite llameante por el suelo. Ardió a poca distancia de donde se encontraba Shadrach, fundía el metal y quebraba el hormigón.

El constructo que había junto a Isaac lanzó un escupitajo de potente ácido sobre el racimo de huevos. Al instante, estos empezaron a humear, a separarse y a disolverse.

La polilla asesina profirió un aullido impío, inmisericorde, terrible.

Al instante se volvió, se apartó de Shadrach y recorrió la habitación hacia su progenie. Su cola se sacudía violentamente de un lado a otro, golpeó a Shadrach mientras yacía gimiendo sobre el suelo, lo hizo desplomarse sobre su propia sangre.

Isaac pisoteó una vez, salvajemente, el racimo de huevos que se estaba convirtiendo en líquido, y entonces retrocedió para apartarse del camino de la polilla asesina. Sus pies resbalaban sobre la gelatinosa masa. Corrió a medias y a medias trepó hacia el muro, llevando en una mano el cuchillo y en la otra el precioso dispositivo que mantenía ocultas sus ondas mentales.

El constructo que seguía pegado a la espalda de la polilla volvió a vomitar fuego sobre su piel y la criatura chilló de dolor. Las patas segmentadas volaron hacia atrás y tantearon la espalda en busca del simio. Sin detenerse, la polilla logró apresarlo por uno de los brazos y se lo arrancó de la piel.

Lo aplastó contra el suelo, hizo añicos sus lentes de cristal, destrozó la metálica carcasa de la cabeza y dejó una estela de válvulas y cables. Por fin, lo arrojó lejos de sí, convertido en montón de chatarra. El último constructo retrocedió, tratando de ganar distancia para poder rociar a su enorme y enloquecido enemigo.

Antes de que el autómata pudiera escupir su ácido, dos enormes pestañas de hueso serrado restallaron más rápidas que látigos y lo partieron sin esfuerzo por la mitad.

La parte superior se sacudió convulsa mientras trataba de arrastrarse por el suelo. El ácido que había llevado en su interior formó un charco humeante y acre sobre el polvo que empezó a disolver a los cactos muertos que lo rodeaban.

La polilla pasó las patas sobre la viscosa y humeante masa que habían sido sus huevos. Ululó y gimió.


Isaac se alejó arrastrándose de la criatura al tiempo que la observaba en sus espejos, y avanzó a tientas a lo largo del muro en dirección a Shadrach, que yacía gimiendo y llorando, aturdido por el dolor.

En los espejos que tenía delante de los ojos, Isaac vio que la polilla asesina se volvía. Siseaba, agitando la lengua. Extendió las alas y se arrojó sobre Shadrach.

Isaac trató desesperadamente de alcanzar al otro hombre, pero fue demasiado lento. La monstruosa criatura volvió a adelantarlo e Isaac se giró suavemente una vez más, manteniendo siempre al terrible depredador en sus espejos.

Mientras observaba presa del horror, Isaac vio cómo la polilla alzaba a Shadrach. Este tenía los ojos en blanco. Estaba aturdido y dolorido, empapado de sangre.

Comenzó a deslizarse de nuevo muro abajo. El ser alargó por completo las patas y entonces, tan rápidamente que hubo terminado antes siquiera de que Isaac se diera cuenta de nada, lo atacó con dos de las alargadas y dentadas garras, atravesó con ellas las muñecas de Shadrach y lo apresó físicamente contra el muro.

Shadrach e Isaac gritaron a un tiempo.

Mientras mantenía las dos lanzas óseas en el lugar, la polilla extendió sus dos manos cuasihumanas y palpó los ojos de Shadrach. Isaac lanzó un gemido, tratando de advertirlo, pero el gran guerrero estaba confuso, presa de la agonía, y miraba desesperadamente a su alrededor para ver qué era lo que le causaba tanto dolor.

En vez de eso, vio las alas de la polilla.

Se calmó al instante y la criatura, la cabeza todavía humeando y crepitando a causa del calor del ataque del constructo, se inclinó hacia delante para alimentarse.

Isaac apartó la mirada. Volvió la cabeza cuidadosamente para no ver cómo aquella probóscide sorbía la consciencia del cerebro de Shadrach. Isaac tragó saliva y comenzó a cruzar lentamente la habitación en dirección al agujero y al túnel. Las piernas le temblaban y apretó la mandíbula. Su única esperanza era marcharse. De ese modo podría sobrevivir.

Puso mucho cuidado en ignorar los babeantes sonidos de succión, los líquidos gemidos de placer y el drip-drip-drip de saliva o sangre que venía de detrás de sí. Isaac avanzaba cuidadosamente hacia la única salida de la habitación.

Mientras se acercaba a esta, vio el extremo del tubo de metal unido a su casco que todavía yacía junto al muro. Entonó en silencio una plegaria. Su esencia mental aún estaba derramándose en la habitación. La polilla asesina debía de saber que había otra criatura inteligente en ella. Cuanto más se acercaba al túnel, más próximo se encontraba a la salida del tubo. Ya no estaría confundiendo al ser sobre su posición.

Y sin embargo, con todo, parecía que estaba de suerte. La polilla asesina parecía tan concentrada en devorar su presa y, a juzgar por los sonidos de tejido desgarrado, en cobrarse venganza sobre el cuerpo destrozado del pobre Shadrach, que no le estaba prestando la menor atención a la aterrorizada presencia que había detrás de ella. Isaac pudo seguir adelante, pasar junto a ella, alejarse, llegar junto al borde de la madriguera.

Pero allí, mientras se alzaba sereno, preparado para dejarse caer silenciosamente en la oscuridad en la que todavía esperaba el constructo y alejarse a rastras de aquella guarida de pesadilla para regresar a la cúpula, sintió una trepidación bajo sus pies.

Miró abajo.

El sonido de un frenético batir de alas se arrastraba por el túnel hacia él. Retrocedió un paso, aterrorizado por completo. Sintió que el enladrillado temblaba desde abajo.

Con un estrépito todopoderoso, el simio constructo vino catapultado desde el túnel y chocó con fuerza contra el muro de ladrillos. Trató de frenarse con los brazos, de voltearse y regresar erguido al suelo, pero llevaba demasiado impulso y los dos brazos se le partieron limpiamente a la altura de los hombros.

Trató de incorporarse, mientras de su boca brotaba humo y fuego, pero una nueva polilla emergió del túnel y pasó sobre su cabeza destrozando su intrincada maquinaria.

La polilla penetró de un salto en la habitación y, durante un largo e inmisericorde momento, Isaac la miró directamente, con las dos alas extendidas por completo.

Solo al cabo de varios instantes de terror y desesperación, advirtió que la recién llegada lo ignoraba y se arrojaba, pasando junto a él y sobre los cuerpos que llenaban la habitación, hacia los destruidos huevos. Y mientras corría, volvió la cabeza sobre el alargado y sinuoso cuello y los dientes le castañetearon con algo que parecía miedo.

Isaac volvió a pegarse al muro y observó con sus espejos a las dos polillas asesinas.

La segunda de ellas abrió los dientes y escupió una especie de sonido agudo y sostenido. La segunda sorbió con todas sus fuerzas una última vez y dejó que el cuerpo arruinado y vacío de Shadrach se desplomase. Entonces retrocedió con su hermana hacia la glutinosa masa de la mierda onírica y los huevos.

Ambas criaturas extendieron las alas. Se irguieron, las puntas de las alas tocándose, los diferentes miembros blindados extendidos, y esperaron.

Isaac se introdujo lentamente en el agujero, sin atreverse siquiera a preguntarse qué estaba ocurriendo, por qué razón lo estaban ignorando. Detrás de él, el metálico tubo de escape serpenteaba como una cola imbécil. Mientras Isaac, presa del desconcierto, contemplaba sus espejos, incapaz de encontrarle sentido a la escena que se estaba desarrollando detrás de él, el espacio que rodeaba la entrada del túnel vibró un instante. Se combó y entonces floreció súbitamente y allí, en la madriguera, con él, se encontraba la Tejedora.

Isaac la miró, boquiabierto, asombrado. La enorme criatura arácnida se erguía sobre él, mirándolo con un racimo de ojos resplandecientes. Las polillas asesinas se pusieron tensas.

…SOMBRÍO Y CONFUSO MUGRIENTO Y NEBULOSO ERES ERES… se alzó aquella voz inconfundible en los oídos de Isaac… especialmente en el que le faltaba.

— ¡Tejedora! —casi sollozó.

La enorme presencia de la araña avanzó dando un salto y aterrizó sobre sus cuatro patas traseras. Gesticuló intrincadamente en el aire con las cuchillas de sus patas.

…DESCUBRIMOS AL DESTRUCTOR DESGARRANDO EL TEJIDO DEL MUNDO SOBRE EL CRISTAL ABRASADOR Y BAILAMOS UN DÚO ÁVIDO DE SANGRE MÁS VIOLENTO CADA SALVAJE MOMENTO NO PUEDO GANAR CUANDO ESTAS CUATRO MALDITAS ESQUINAS ME ENCIERRAN… dijo la Tejedora y avanzó sobre sus enemigas. Isaac no podía moverse. Asistió en los fragmentos de uno de sus espejos el extraordinario enfrentamiento que estaba teniendo lugar detrás de él…

CORRE ESCÓNDETE PEQUEÑO ERES HABILIDOSO PARA ARREGLAR LOS DESGARROS SE TE ACERCA UNO HA SIDO ATRAPADO PARA ATRAPARTE Y DESTROZADO COMO EL TRIGO Y ES HORA DE HUIR ANTES DE QUE LOS DESPOSEÍDOS HERMANOSHERMANAS INSECTOS LLEGUEN PARA LLORAR AQUELLO QUE HAS AYUDADO A DESTRUIR…

Estaban volviendo, se percató Isaac. La Tejedora lo estaba advirtiendo de que habían sentido la muerte de los huevos y estaban regresando, demasiado tarde, para proteger el nido.

Se sujetó a los bordes del túnel, se preparó para desaparecer en su interior. Pero lo demoró un instante, boquiabierto de asombro, la respiración entrecortada y lleno de maravilla, la visión de la batalla entre la Tejedora y las polillas asesinas.

Era una escena primigenia, algo situado mucho más allá del entendimiento humano. Una visión titilante de cuchillas de cuerno que se movían demasiado deprisa como para que un ojo humano pudiera captarlas, una danza de una complejidad imposible de innumerables miembros que se desplazaban por diversas dimensiones. Sangres de diferentes colores y texturas salpicaron las paredes y el suelo y mancillaron los cuerpos muertos. Detrás de las formas confusas, enmarcando sus siluetas, el fuego químico siseaba y se extendía por el suelo de hormigón. Y mientras la lucha se prolongaba, la Tejedora continuaba cantando su incesante monólogo:

…OH CÓMO LO LOGRA CÓMO ME LLEVA AL ÉXTASIS BURBUJEO Y HIERVO ESTOY BORRACHA EBRIA DE MIS JUGOS Y DEL FERMENTO DE ESTOS ALETEANTES DEMENTES… cantaba.

Isaac contemplaba asombrado. Estaban ocurriendo cosas extraordinarias. Las estocadas y las acometidas continuaban con fervor, pero ahora las polillas asesinas estaban azotando el aire con sus vastas lenguas, adelante y atrás una vez tras otra. Las pasaban con la velocidad del rayo sobre el cuerpo de la Tejedora mientras esta parpadeaba entrando y saliendo del plano material. Isaac vio que sus estómagos se distendían y contraían, las vio lamer el estómago de la Tejedora en toda su extensión y entonces retroceder tambaleándose, como si estuvieran borrachas, y luego regresar con vigor y volver a atacar.

La Tejedora aparecía y desaparecía de la vista, estaba un minuto enfocada en toda su brutal materialidad y al siguiente se volvía borrosa, brincaba un instante sobre la punta de una de sus patas, cantaba sin palabras antes de regresar bruscamente convertida de nuevo en asesina voraz.

Inimaginables dibujos revoloteaban por las alas de las polillas, completamente diferentes a cualquier otro que Isaac les hubiera visto producir antes. Lamían ansiosas al mismo tiempo que trataban de cortar y atravesar a su enemiga. La Tejedora hablaba calmada a Isaac al mismo tiempo que luchaba.

…AHORA ABANDONA ESTE LUGAR Y REAGRÚPATE MIENTRAS YO LA BORRACHA Y ESTAS MIS DESTILADORAS REÑIMOS Y NOS SAJAMOS ANTES DE QUE ESTAS DOS SE CONVIERTAN EN UN TRIUNVIRATO O ALGO PEOR Y YO ME ESCABULLA PARA SALVARME MÁRCHATE AHORA POR LA CÚPULA AL EXTERIOR NOS VEREMOS CONVERSAREMOS VETE DESNUDO VETE DESNUDO COMO UN HOMBRE MUERTO AL AMANECER DE UN RÍO Y YO TE ENCONTRARÉ SERÁ PAN COMIDO QUÉ PATRÓN QUÉ COLORES QUÉ HEBRAS MÁS INTRINCADAS ESO ESTARÁ BIEN TEJIDO Y AHORA MISMO CORRE POR TU PIEL…

La demente y embriagada lucha continuaba. Mientras Isaac la observaba, vio que la Tejedora era obligada a retroceder, con el incesante flujo y reflujo de su energía, como un viento furioso, pero retrocediendo gradualmente. El terror de Isaac regresó de repente. Penetró en la oscuridad y se abrió camino a tientas lo más rápidamente que pudo sobre el agrietado suelo del túnel. La piedra le arañaba la piel de las manos y las rodillas.

Brilló una luz tenue delante de él y avivó su marcha. Lanzó un aullido de sorpresa y dolor mientras sus palmas se posaban sobre un pedazo de metal suave y ardiente. Titubeó, y tanteó delante de sí con las manos cubiertas por las mangas. Las paredes y el suelo y el techo estaban recubiertos por lo que parecía una plancha de acero de más de un metro de anchura. La perplejidad le arrugó el rostro. Reunió fuerzas y pasó lo más rápidamente que pudo sobre el metal, caliente como un caldero al fuego, tratando de mantener su piel alejada de la superficie.

Respiraba tan deprisa y con tanta fuerza que casi gemía. Se precipitó por la salida y se desplomó sobre el suelo de la oscura habitación en la que Yagharek esperaba.


Isaac perdió el conocimiento durante tres o cuatro segundos. Cuando volvió en sí, vio a Yagharek gritando delante de él, bailando de un pie a otro. El garuda estaba tenso pero parecía sereno. Controlado por completo.

—Despierta —escupía—. Despierta. —Lo estaba sacudiendo por el cuello de la camisa. Isaac abrió los ojos por completo. Las sombras que envolvían el rostro de Yagharek estaban empezando a desaparecer, advirtió. El maleficio de Tansell debía de estarse disipando.

—Estás vivo —dijo Yagharek. Su voz era seca, cortante, privada de emoción. Hablaba para ganar tiempo y ahorrar esfuerzo, para conservarse—. Mientras esperaba, por la ventana entró el hocico ciego y luego el cuerpo de una polilla. Me volví y la observé por los espejos. Estaba corriendo, confundida. Yo estaba preparado con mi látigo y la golpeé de espaldas. Le desgarré la piel la hice chillar. Creí que eso significaría mi muerte, pero la cosa pasó junto al constructo y a mí a toda prisa y se arrojó al agujero plegando las alas en un espacio imposible. Me ignoró. Miraba detrás de sí como si la estuvieran persiguiendo. Sentí un ruido estrepitoso en el espacio situado detrás de ella, algo que se movía tras la epidermis del mundo y que desaparecía en el túnel tras la polilla asesina. Envié al simio detrás de ella. Escuché el sonido de algo que era estrujado, el latigazo del metal retorcido. No sé lo que ocurrió.

—La maldita Tejedora fundió al constructo —dijo Isaac con voz temblorosa—. Solo los dioses saben por qué lo hizo —se puso en pie rápidamente.

— ¿Dónde está Shadrach? —dijo Yagharek.

—Lo han pillado, joder. Se lo han bebido —Isaac se arrastró hasta la ventana, se asomó al exterior y contempló las calles iluminadas por antorchas. Oyó el pesado y sordo sonido de los cactos corriendo. Mientras las antorchas eran arrastradas por las calles aledañas, las sombras se deslizaban y se movían como aceite sobre el agua. Isaac se volvió para mirar a Yagharek.

—Ha sido espantoso, horrible —dijo con voz ronca—. No había nada que yo pudiera hacer… Yagharek, escucha. La Tejedora estaba allí y me dijo que teníamos que salir cuanto antes porque las polillas pueden oler los problemas… mierda, escucha. Quemamos sus huevos —escupió las palabras con desnuda satisfacción—. Esa maldita cosa había puesto y conseguimos esquivarla y quemar los malditos huevos, pero las otras polillas podían sentirlo y se están dirigiendo hacia aquí ahora mismo… tenemos que salir.

Yagharek permaneció inmóvil un momento, pensando deprisa. Miró a Isaac y asintió.

Rehicieron sus pasos rápidamente por las oscuras escaleras. Frenaron su marcha mientras se aproximaban al primer piso, recordando la pareja que hablaba tranquilamente en el cuarto, pero bajo la titilante luz que entraba en el lugar por la puerta abierta pudieron ver que la habitación estaba desierta. Todos los cactos que habían estado durmiendo estaban ahora despiertos y habían salido a las calles.

— ¡Maldita sea! —profirió Isaac—. Nos han visto, nos han visto, joder. Toda la cúpula debe de estar bullendo. Estamos perdiendo nuestro camuflaje.

Se detuvieron frente a la puerta principal. Isaac y Yagharek se asomaron a la calle. Por todas partes se escuchaba el susurro crepitante de las antorchas alzadas. Al otro lado de la calle se encontraba el pequeño paseo en el que esperaban sus compañeros, cuyas antorchas seguían apagadas. Yagharek se estiró tratando de ver en la oscuridad, pero no pudo.

Al final de la calle situada junto al muro de la cúpula, bajo los achaparrados y tapiados restos de la casa en la que, se percató Isaac, se encontraba el nido de las polillas asesinas, podía verse un grupo de cactos. Frente a ellos, en el lugar en el que la carretera se unía a otras y giraba hacia el templo y el centro de la cúpula, pequeños grupos de guerreros cactos corrían en todas direcciones.

—Por los dioses, deben de haber oído todo ese tumulto —siseó Isaac—. Será mejor que nos movamos cuanto antes o estamos muertos. De uno en uno —agarró a Yagharek y apoyó los brazos contra la espalda del garuda—. Tú primero, Yag. Eres más rápido y más difícil de ver. Vete. Vete. —Empujó a Yagharek a la calle.

Yagharek no era torpe de pies. Ganó rápida y fácilmente velocidad. No era una huida empujada por el pánico que pudiera llamar la atención. Mantuvo un paso lo suficientemente lento como para que, si uno de los cactos entrevia movimiento, pudiera pensar que se trataba de uno de ellos. Las sombras y la inmovilidad seguían barnizando su figura fugaz.

Había más de doce metros hasta la oscuridad. Isaac contuvo el aliento mientras observaba cómo se movían los músculos bajo la espalda de Yagharek, erizada de cicatrices.

Los cactos estaban farfullando en su áspera jerga, discutiendo sobre quién iba a entrar. Dos de ellos llevaban enormes martillos y se estaban turnando para echar abajo la entrada tapiada de la última de las casas, donde, por lo que Isaac sabía, las polillas asesinas y la Tejedora seguían interpretando juntas una danza mortal.

La oscuridad del paseo aceptó a Yagharek.

Isaac respiró profundamente y se precipitó también hacia ella.

Se alejó a un trote rápido de la puerta, entró en la calle, confiando en que su extraña capa de sombras se hiciera más intensa. Comenzó a correr hacia el paseo.

Mientras alcanzaba el punto medio de la intersección, se escuchó un golpeteo, una tormenta de alas. Isaac miró hacia atrás y hacia arriba, a la ventana situada sobre el vértice del frontón de la entrada.

Arañándola con repulsiva desesperación, la polilla asesina estaba entrando penosamente por ella para regresar a casa.

Se le encogió el corazón, pero la bestia ignoraba su presencia. Todo su fervor estaba reservado para su destruida progenie.

Mientras Isaac volvía el rostro de nuevo, se dio cuenta de que los cactos que se encontraban al otro lado de la calle habían también escuchado el ruido. Desde allí no podían ver la ventana, no podían ver la forma monstruosa que se estaba infiltrando en la casa. Pero podían ver a Isaac, huyendo de ellos, gordo y furtivo.

—Oh, mierda —jadeó Isaac, que empezó a correr pesadamente.

Se alzó una confusión de gritos. Una voz se elevó sobre ellos y empezó a dar órdenes secas. Algunos de los guerreros cactos que se encontraban junto a la puerta se apartaron del grupo y corrieron directamente hacia Isaac.


No eran muy rápidos, pero él tampoco. Empuñaban sus enormes armas de forma experta, sin que los estorbaran al correr.

Isaac apretó el paso todo lo que pudo.

— ¡Estoy de vuestro puto lado! —gritó mientras lo hacía. Pero fue en vano. Sus palabras resultaban inaudibles. E incluso si hubieran podido escucharlo, no era probable que los guerreros cactos, aterrorizados y aturdidos y pugnaces, le hubieran hecho el menor caso antes de matarlo.

Los cactos estaban gritando para llamar a otras patrullas. Desde las calles vecinas se alzaron voces en respuesta.

Desde el callejón al que Isaac se encaminaba surgió con un chasquido una flecha que pasó siseando a su lado y se hincó en algún cuerpo detrás de él. Hubo un jadeo y una imprecación de dolor por parte de uno de sus perseguidores. Isaac distinguió unas sombras en la oscuridad del paseo. Pengefinchess emergió de las sombras mientras tensaba la cuerda de su arco una vez más. Le ordenó que se apresurara. Detrás de ella se erguía Tansell, con la pistola de chispa desenfundada y apuntando de forma insegura por encima de su cabeza. Sus ojos estaban escudriñando desesperadamente lo que ocurría detrás de Isaac. Gritó algo.

Un poco más atrás, preparados para correr, Derkhan, Lemuel y Yagharek estaban agachados. Yagharek empuñaba su látigo, enrollado y dispuesto.

Isaac penetró corriendo en las sombras.

— ¿Dónde está Shad? —volvió a exclamar Tansell.

—Muerto —respondió Isaac. Instantáneamente, Tansell lanzó un aullido de terrible angustia. Pengefinchess no lo miró, pero su brazo se convulsionó y estuvo a punto de soltar la flecha. Se detuvo y volvió a apuntar. Tansell disparó a ciegas sobre la cabeza de ella. La pistola de chispa bramó y el retroceso hizo que se tambaleara hacia atrás. Una gran nube de perdigones se desperdigó sin causar daño sobre las cabezas de los hombres cacto.

— ¡No! —gritó Tansell—. ¡Oh, Jabber, no! —estaba mirando fijamente a Isaac, rogando con desesperación que le dijera que no era cierto.

—Lo siento, amigo, de veras, pero tenemos que irnos de una vez por todas —dijo Isaac con urgencia.

—Está bien, Tan —dijo Pengefinchess con la voz desesperadamente firme. Disparó otra flecha de punta preparada que cortó un gran tajo de carne de cacto. Se irguió, mientras aprestaba un tercer proyectil.

—Vamos, Tan. No pienses. Solo muévete.

Hubo un zumbido agudo y el chakri de uno de los cactos impactó contra el tabique que había junto a la cabeza de Tansell. Se clavó profundamente en su interior y arrojó a su alrededor una dolorosa explosión de fragmentos de mortero.

El escuadrón de cactos se aproximaba rápidamente. Sus rostros, contraídos de furia, resultaban ya visibles.

Pengefinchess empezó a retroceder, arrastrando a Tansell.

— ¡Vamos! —exclamó. Tansell se movió con ella al tiempo que musitaba y gemía. Había dejado caer el arma y apretaba las manos como si fuesen garras.

Pengefinchess empezó a correr, tirando de su camarada. Los demás la siguieron por el intrincado laberinto de callejuelas por el que habían llegado.

Detrás de ellos, el aire zumbaba de proyectiles. Chakris y hachas arrojadizas silbaban al pasar junto a ellos.

Pengefinchess corría y saltaba a velocidad asombrosa. Ocasionalmente se volvía y disparaba hacia atrás, sin apenas molestarse en apuntar, antes de reanudar su carrera.

— ¿Y los constructos? —gritó a Isaac.

—Jodidos —resolló este—. ¿Sabes cómo regresar a las alcantarillas?

Ella asintió y dobló una esquina abruptamente. Los demás la siguieron. Mientras Pengefinchess se sumergía en las decrépitas callejuelas que rodeaban el canal en el que se habían escondido, Tansell se volvió de pronto. Su rostro había cobrado un intenso color rojo. Mientras Isaac lo observaba, un pequeño capilar estalló en el rabillo de su ojo.

Estaba llorando sangre. No pestañeó. No se la limpió.

Al otro extremo de la calle, Pengefinchess se volvió y le gritó que no fuera estúpido, pero él la ignoró. Sus manos y sus miembros estaban temblando violentamente. Alzó las nudosas manos e Isaac vio que sus venas sobresalían inmensamente, como un mapa dibujado en relieve sobre su piel.

Tansell empezó a recorrer la calle en sentido opuesto, hacia el recodo en el que iban a aparecer los cactos.

Pengefinchess le gritó una última vez y entonces dio un poderoso salto para cruzar un muro derruido. Ordenó a voces a los demás que la siguieran.

Isaac retrocedió rápidamente hacia el tabique destrozado mientras observaba la figura cada vez más lejana del mercenario.

Derkhan estaba subiendo con dificultades una pequeña escalera de ladrillos rotos, vaciló y saltó al patio oculto en el que la vodyanoi se peleaba con la tapa del pozo de visita. Yagharek tardó menos de dos segundos en escalar el muro y dejarse caer al otro lado. Isaac alargó los brazos hacia arriba y volvió a mirar hacia atrás. Lemuel venía corriendo a toda velocidad por el callejón, ignorando la figura desesperada de Tansell que había detrás de él.

Este esperaba en la entrada del paseo. Se agitaba por el esfuerzo y su cuerpo era recorrido por el flujo taumatúrgico. Tenía el cabello erizado. Isaac vio cómo su cuerpo despedía pequeñas chispas de ébano, que trazaban fugaces arcos de energía. La poderosa carga que crepitaba y brotaba desde debajo de su piel era completamente oscura. Brillaba negativamente, despidiendo no-luz.

Los cactos doblaron la esquina y aparecieron frente a él.

La vanguardia del grupo se vio sorprendida por aquella extraña figura que despedía un resplandor oscuro, de manos dobladas y agarrotadas como las de un vengativo esqueleto y que hacía crepitar el aire con taumaturgones. Antes de que pudieran reaccionar, Tansell dejó escapar un gruñido y zigzagueantes rayos de la negra energía emanaron de su cuerpo en dirección a ellos.

Trepidaron por el aire como relampagueantes bolas y golpearon a varios cactos. Las energías del maleficio estallaron contra sus víctimas y se disiparon por toda su piel en crepitantes venas. Los hombres cacto volaron varios metros hacia atrás y sus cabezas fueron a chocar contra los adoquines. Uno de ellos quedó inmóvil. Los demás se retorcieron, aullando de dolor.

Tansell alzó los brazos todavía más y un guerrero se adelantó, al tiempo que blandía su hoja de guerra detrás de los hombros. La balanceó en un enorme y poderoso arco.

La pesada arma cayó sobre el hombro izquierdo de Tansell. Instantáneamente, al contacto con su piel, condujo la anti-carga que recorría el cuerpo del mercenario. El atacante se convulsionó poderosamente y la fuerza de la corriente lo derribó de espaldas; de su brazo destrozado empezó a brotar savia, pero el impulso de su terrible golpe condujo la hoja a través de capas de grasa y sangre y hueso y abrió a Tansell un enorme tajo en la carne de medio metro de longitud, desde el hombro hasta más allá del esternón. La hoja permaneció hincada por encima del estómago, estremeciéndose.

Tansell gritó una vez, como un perro sobresaltado. La oscura anti-carga se derramó crepitando por la enorme herida, que empezó a escupir sangre en un vasto y goteante torrente. Los cactos se arremolinaron a su alrededor, pateando y golpeando al hombre que agonizaba a toda velocidad.

Isaac dejó escapar un grito de angustia y alargó los brazos hacia lo alto del muro. Le hizo un gesto a Lemuel. Miró abajo, hacia el oscuro patio. Derkhan y Pengefinchess habían abierto el camino que conducía hacia la ciudad subterránea.

Los cactos no habían abandonado la persecución. Algunos de los que no estaban cebándose en el cuerpo de Tansell seguían corriendo en su dirección, agitando las armas hacia Isaac y Lemuel. Mientras este último llegaba al muro, se alzó con fuerza el sonido de un arco hueco. Hubo un chasquido carnoso. Lemuel gritó y cayó.

Un enorme chakri dentado se había clavado profundamente en su espalda, justo encima de las nalgas: sus plateados bordes sobresalían de la herida, que derramaba sangre copiosamente.

Lemuel alzó la vista hacia el rostro de Isaac y lanzó un grito lastimero. Sus piernas temblaban. Sacudía las manos, levantando nubes de polvo de ladrillo a su alrededor.

— ¡Oh Jabber Isaac ayúdame por favor! —gritó—. Mis piernas… Oh Jabber, oh dioses… —tosió un enorme esputo de sangre que resbaló horriblemente por su barbilla.

Isaac estaba paralizado por el horror. Se quedó mirando a Lemuel, cuyos ojos estaban preñados de terror y agonía. Levantó la vista un breve instante y vio que los cactos se precipitaban sobre el herido, aullando triunfantes. Mientras observaba, uno de ellos reparó en su presencia, levantó su arco hueco y apuntó cuidadosamente a su cabeza.

Isaac se agachó, se encaramó con dificultades al muro y pasó la mitad de su cuerpo al lado que daba al pequeño patio. Desde abajo, el pozo de visita abierto despedía fétidos vapores.

Lemuel lo miró, incrédulo.

— ¡Ayúdame! —chilló—. Jabber, joder, no, oh Jabber no… ¡No te vayas! ¡Ayúdame!

Agitaba los brazos como un niño con una rabieta mientras los hombres cacto caían sobre él; se rompió las uñas y se arañó los dedos hasta dejárselos en carne viva mientras trataba frenéticamente de trepar por el desmoronado muro arrastrando sus inútiles piernas detrás de sí. Isaac lo observaba, mortificado, consciente de que no había absolutamente nada que él pudiese hacer, de que no tenía tiempo de bajar a recogerlo, de que los cactos casi estaban ya sobre él, de que sus heridas acabarían por matarlo aún en el caso de que lograse llevarlo hasta el otro lado del muro, y consciente también de que, a pesar de todo ello, el último pensamiento de Lemuel estaría dirigido a su traición.

Desde el otro lado del mohoso hormigón del muro, Isaac escuchó los gritos de Lemuel mientras los cactos lo alcanzaban.

— ¡Él no tiene nada que ver en esto! —gritó en un ataque de pena. Pengefinchess, el rostro impasible, desapareció por la alcantarilla que discurría hacia abajo—. ¡Él no tiene absolutamente nada que ver en esto! —exclamó Isaac, desesperado porque los aullidos de Lemuel cesasen. Derkhan siguió a la vodyanoi, el rostro blanco y sangrando por el destrozado agujero de su oído—. ¡Dejadlo en paz cabrones, mierdas, estúpidos cactos hijos de puta! —chilló Isaac por encima de la cacofonía de Lemuel. Yagharek descendió hasta la altura de los hombros y sujetó a Isaac fieramente por el tobillo; le ordenó con un gesto que lo siguiera, haciendo ruido con el inhumano pico mientras le hablaba con agitación.

—Os estaba ayudando… —gritó Isaac con horror exhausto.

Mientras Yagharek desaparecía, Isaac se agarró al borde del pozo y entró en él. Con esfuerzo logró introducir su corpachón por el agujero de metal y recogió nerviosamente la tapa, preparándose para volver a colocarla mientras desaparecía de la vista.

Lemuel continuó gritando, de miedo y de dolor, por encima del muro. Los brutales sonidos de los aterrorizados y triunfantes cactos que castigaban al intruso continuaban y continuaban.

Se pararán, pensó Isaac desesperadamente mientras descendía. Están asustados y confusos, no saben lo que está ocurriendo. En cualquier momento le atravesarán la cabeza con un chakri o un cuchillo o una bala, lo terminarán, le pondrán fin. No tienen razones para mantenerlo con vida, pensó. Lo matarán porque piensan que está con las polillas, harán lo que deban para limpiar la cúpula, lo terminarán, son presa del pánico, no son torturadores, pensó, solo quieren ponerle fin al horror… Le pondrán fin en cualquier momento, pensó, sintiéndose miserable. Esto terminará ahora mismo.


Y sin embargo el sonido de los gritos de Lemuel continuó mientras descendía a la fétida oscuridad y mientras colocaba la tapa metálica sobre su cabeza. E incluso entonces se filtraron, tenues y absurdos, por la tapa, incluso después de que Isaac se dejara caer sobre el arroyo de aguas fecales y cálidas y se arrastrara por él en pos de los demás supervivientes. Incluso creyó que podía oírlos mientras avanzaba penosamente, envuelto en los sonidos goteantes, chorreantes y reverberantes de las aguas, bajo la fuerte corriente, a lo largo de aquellos canales ancestrales, como venas sinuosas, alejándose del Invernadero en una confusa y desordenada huida hacia la relativa seguridad de la inmensa ciudad nocturna.

Pasó mucho tiempo antes de que cesaran.


La noche es inconcebible. Solo podemos correr. Proferimos sonidos animales mientras corremos para escapar de lo que hemos visto. El miedo y la repulsión y unas emociones que nos son ajenas se aferran a nosotros y dificultan nuestros movimientos. No podemos quitárnoslos de encima.


Nos arrastramos siguiendo nuestro serpenteante camino hacia arriba, fuera de la ciudad subterránea, hasta llegar a la cabaña que hay junto al ferrocarril. Estamos tiritando a pesar del atroz calor, asintiendo de forma muda a los tumultuosos trenes que sacuden las paredes. Nos miramos los unos a los otros con cautela.

Excepto Isaac, que no mira a nadie.

¿Duermo? ¿Duerme alguien? Hay momentos en los que el entumecimiento me abruma y se apodera de mi cabeza y no puedo ver ni pensar. Quizá esas lagunas, esos momentos rotos de insensibilidad zombi, sean el sueño. El sueño de la nueva ciudad. Quizá eso sea lo único que nos es dado esperar ya.

Nadie habla durante mucho, mucho tiempo.

Pengefinchess la vodyanoi es la primera en hablar.

Comienza lentamente, musitando cosas que apenas pueden ser reconocidas como palabras. Pero se está dirigiendo a nosotros. Está sentada, con la espalda contra el muro, los gruesos muslos estirados. La ondina idiota se enrosca alrededor de su cuerpo, lavando sus ropas, manteniendo húmedo su cuerpo.

Nos habla de Tansell y Shadrach. Los tres se habían conocido en un episodio confuso que ella no cuenta, una fuga de mercenarios que tuvo lugar en Tesh, Ciudad del Líquido Reptante. Llevaban siete años juntos.

Los bordes de la ventana de nuestra cabaña están erizados de fragmentos de cristal. Al amanecer, recogen de forma ineficaz la luz del sol. Bajo un grueso haz de luz inundada de insectos, Pengefinchess habla con tono monótono y elegante de las aventuras vividas con los compañeros muertos: la caza furtiva en los Montes del Ojo del Gusano; los robos en Neovadan; el saqueo de tumbas en el bosque y las estepas de Ragamol.

Los tres nunca habían estado unidos por igual, nos dice, sin ojeriza ni rencor. Siempre ella por su lado y luego Tansell y Shadrach, quienes encontraron algo el uno en el otro, una conexión apasionada y calma que ella no podía ni quería tocar.

Al final, nos dice, Tansell estaba loco de pena, no pensaba, había explotado, era una erupción de taumatúrgica miseria sin mente. Pero si hubiera estado en sus casillas, nos dice, no habría actuado de forma diferente.

Así que ella vuelve a estar sola.


Su testimonio termina. Demanda respuesta, como una especie de liturgia ritual.

Ignora a Isaac, envuelto en su agonía. Nos mira a Derkhan y a mí.

Le fallamos.

Derkhan sacude la cabeza, sin palabras, triste.

Yo lo intento. Abro el pico y la historia de mi crimen y mi castigo y mi exilio asciende por mi garganta. Casi emerge, casi prorrumpe por la grieta.

Pero la acallo. No es apropiada. No es para esta noche.

La historia de Pengefinchess es una historia de egoísmo y saqueo y, sin embargo, se convierte al ser narrada en una oración fúnebre por los camaradas muertos. Mi historia de egoísmo y exilio resiste esta transmutación. No puede sino ser una historia básica de cosas básicas. Guardo silencio.


Pero entonces, mientras nos preparamos para abandonarlas palabras y dejar que ocurra lo que haya de ocurrir, Isaac levanta su morosa cabeza y habla.

Primero demanda una comida y un agua que no tenemos. Lentamente, entorna la mirada y empieza a hablar como una criatura inteligente. Con una desdicha remota, narra las muertes que ha presenciado.

Nos habla de la Tejedora, la demente diosa danzarina y de su lucha contra las polillas, los huevos que quemó, la extraña y cantarina declamación de nuestra campeona, inesperada e indigna de confianza. Con palabras frías y claras nos dice en qué cree que se ha convertido el Consejo de los Constructos y lo que quiere y lo que podría ser (y Pengefinchess, asombrada, traga saliva con fuerza, mientras sus protuberantes ojos se abren aún más al descubrir lo que les ha ocurrido a los constructos de los basureros de la ciudad).

Y cuanto más habla él, más y más habla. Habla de planes. Su voz se endurece. Algo ha terminado en su interior, algo que esperaba, una suave paciencia que murió con Lin y que ahora está en ferrada, y yo mismo siento como si me volviera de piedra mientras lo escucho. Me inspira rigor y propósito.

Habla de traiciones y traiciones de traiciones, de matemáticas y mentiras y taumaturgia, de sueños y de cosas aladas. Expone teorías. Me habla de volar, algo que casi había olvidado que un día pude hacer, algo que ahora deseo de nuevo mientras él lo menciona, lo deseo con todas mis fuerzas.

Mientras el sol trepa arrastrándose como un hombre sudoroso a la cumbre del cielo, los supervivientes, las heces, examinamos nuestras armas y los restos que hemos reunido, nuestras notas y nuestras historias.

Con reservas que ignorábamos que pudiéramos convocar, con un asombro que percibo como si me encontrase al otro lado de un velo, trazamos planes. Enrollo mi látigo alrededor de mi muslo derecho y afilo mi hoja. Derkhan limpia sus armas mientras le murmura algo a Isaac. Pengefinchess vuelve a sentarse y sacude la cabeza. Se marchará, nos advierte. No hay nada que pueda inducirla a quedarse. Dormirá un poco y luego se despedirá, nos dice.

Isaac se encoge de hombros. Saca varios compactos motores de válvulas del lugar en el que los ha guardado, entre la apilada basura de la casucha. Extrae hojas y hojas de notas, manchadas de sudor, sucias, apenas legibles, del interior de su camisa.

Comenzamos a trabajar, Isaac más fervientemente que cualquiera de nosotros, escribiendo con frenesí.

Levanta la mirada después de horas de juramentos musitados e interrupciones entre siseos. No podemos hacerlo, dice. Necesitaríamos un foco.

Y entonces vuelve a pasar una hora o dos horas y él vuelve a levantar la mirada.

Tenemos que hacerlo, dice, y todavía necesitamos un foco.

Nos dice lo que debemos hacer.


Se hace el silencio y entonces debatimos. Rápidamente. Ansiosamente. Elegimos candidatos y los descartamos. Nuestros criterios son confusos: ¿debemos elegir a los condenados o a los aborrecidos? ¿A los decrépitos o a los viles? ¿Acaso vamos a juzgar?

Nuestra moralidad se vuelve impetuosa y furtiva.

Pero más de la mitad del día ha pasado ya y debemos elegir.


Con el rostro impasible, duro pero amenazado por la miseria, Derkhan se prepara. Se le ha encomendado la más vil de las tareas.

Reúne todo el dinero que nos queda, incluyendo mis últimas pepitas de oro. Se limpia algo de la mugre de la ciudad subterránea, cambia su disfraz accidental por algo que la hace parecer tan solo una vagabunda, y sale en busca de lo que necesitamos.

Fuera empieza a oscurecer e Isaac sigue trabajando. Pequeñas figuras confinadas y ecuaciones llenan cada espacio, cada diminuta parte de cada espacio en blanco, de sus pocas hojas de papel.

El pesado sol ilumina desde abajo las nubes manchadas. El cielo se cubre de monotonía con el crepúsculo.

Ninguno de nosotros teme la cosecha de sueños de esta noche.

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