SÉPTIMA PARTE JUICIO

52

—Tenemos que marcharnos.

Derkhan hablaba rápidamente. Isaac levantó la mirada hacia ella con pesadez. Estaba alimentando a Lin, que se retorcía incómoda, insegura de lo que quería hacer. Le hacía señas, trazando con las manos palabras y luego meros movimientos, formas carentes de significado. El le limpió los restos de fruta de la camisa.

Asintió y miró al suelo. Derkhan continuó como si se hubiera mostrado en desacuerdo con ella, como si tuviera que convencerlo.

—Cada vez que nos trasladamos tenemos miedo —hablaba de forma apresurada. Su rostro era una máscara dura. El terror, la culpa, el júbilo y la miseria la habían ajado. Estaba exhausta—. Cada vez que nos cruzamos con cualquier clase de autómata creemos que el Consejo de los Constructos nos ha encontrado. Cada hombre o cada mujer o cada xeniano hace que nos quedemos paralizados. ¿Es de la milicia? ¿Uno de los matones de Motley? —se arrodilló a su lado—. No puedo vivir de esta manera, Isaac—dijo. Miró a Lin, sonrió suavemente y cerró los ojos—. Nos la llevaremos —susurró—. Podemos cuidarla. Aquí ya no queda nada para nosotros. No pasará mucho tiempo antes de que uno de ellos nos encuentre. No pienso esperar a que eso ocurra.

Isaac volvió a asentir.

—Tengo… —pensó cuidadosamente. Trataba de poner orden en su mente—. Tengo… un compromiso —dijo con voz calmada.

Se acarició la pelusa de la barbilla. La barba estaba volviendo a crecer y le picaba al salir por su piel quebrada. Entraba el viento por las ventanas. La casa de Pincod era alta y mohosa y estaba llena de basura. Isaac, Derkhan y Yagharek habían ocupado los dos pisos superiores. Había una ventana a cada lado, que se asomaban a una calle y a un pequeño y miserable patio. La maleza había brotado a través del suelo de hormigón manchado, como una excrecencia subcutánea.

Cuando estaban dentro, Isaac y los demás atrancaban la puerta: solo salían con cautela, disfrazados, principalmente de noche. Algunas veces se aventuraban a salir durante el día, como Yagharek había hecho ahora. Siempre había una buena razón, alguna urgencia que suponía que esa salida no podía esperar. Solo era claustrofobia. Habían liberado la ciudad: era intolerable que no pudieran caminar por ella a la luz del día.

— Ya sé lo de ese compromiso —dijo Derkhan. Su mirada recorrió los componentes conectados del motor de crisis. Isaac los había limpiado la pasada noche y los había vuelto a montar.

—Yagharek —dijo él—. Se lo debo. Lo prometí.

Derkhan agachó la mirada y tragó saliva, y luego se volvió de nuevo a mirarlo. Asintió.

— ¿Cuánto tiempo? —dijo. Isaac levantó el rostro, no pudo soportar su mirada y lo apartó. Se encogió de hombros brevemente.

—Algunos de los cables se han quemado —dijo con vaguedad, y movió a Lin para que estuviera apoyada con más comodidad sobre su pecho—. Hubo un montón de retroalimentación que atravesó los circuitos y fundió algunos. Um… voy a tener que salir esta noche para tratar de conseguir un par de adaptadores… y una dinamo. El resto puedo repararlo por mí mismo —dijo—, pero tendré que conseguir las herramientas. El problema es que cada vez que afanamos algo nos ponemos en peligro —se encogió de hombros con lentitud. No había nada que pudieran hacer. No tenían dinero—. Luego tengo que conseguir una batería o algo así. Pero lo más difícil de todo va a ser lo de los cálculos. Arreglar todo esto no es más que… mecánica. Pero aunque consiga que los motores funcionen, hacer las sumas… ya sabes, formularlo en ecuaciones… eso es difícil de cojones. Eso fue lo que le pedí al Consejo la última vez —cerró los ojos y apoyó la cabeza contra la pared—. Tengo que formular las órdenes —dijo con voz queda—. Vuela. Eso es lo que tengo que decirle. Pon a Yag en el cielo y tenlo en crisis, a punto de caer. Conéctate a esa energía y canalízala, manténlo en el aire, manténlo volando, manténlo en crisis, para que puedas aprovechar la energía y así sucesivamente. Es un bucle perfecto —dijo—. Creo que funcionará. Es solo cuestión de resolver las matemáticas…

— ¿Cuánto tiempo? —repitió Derkhan con voz tranquila. Isaac frunció el ceño.

—Una semana… puede que dos —admitió—. Puede que más.

Derkhan sacudió la cabeza. No dijo nada.

— ¡Se lo debo, Dee! —dijo con la voz tensa—. Se lo prometí hace mucho y él…

Él liberó a Lin de la polilla, estaba a punto de decir, pero algo en su interior se le había adelantado y le había preguntado si eso había sido algo tan bueno después de todo; y, devastado, se sumió en el silencio.

Es el más importante descubrimiento científico desde hace siglos, pensó, enfurecido de repente, y no puedo ni salir a la luz. Tengo que… hacerlo desaparecer como si tal cosa.

Acarició el caparazón de Lin y ella empezó a hacer señales, mencionando peces y frío y azúcar.

—Lo sé, Isaac —dijo Derkhan sin furia—. Lo sé. Se… se lo merece. Pero no podemos esperar tanto. Tenemos que marcharnos.


Haré lo que pueda, le prometió Isaac, tengo que ayudarlo. Me daré prisa.

Derkhan lo aceptó. No tenía elección. No le dejaría, ni tampoco a Lin. No lo culpaba. Ella también quería honrar su acuerdo, darle a Yagharek lo que este quería.

El hedor y la tristeza de la pequeña y húmeda habitación la abrumaron. Murmuró algo sobre ir hasta el río para reconocer el terreno y se marchó. Isaac sonrió sin calidez al escuchar excusa tan poco convincente.

—Ten cuidado —dijo, a pesar de que no era necesario, mientras ella salía.

Siguió acariciando a Lin con la espalda apoyada contra la pared.

Después de un rato, sintió que ella se relajaba y se quedaba dormida. Se levantó cuidadosamente, se acercó a la ventana y se asomó al bullicio que discurría por debajo.

Isaac no conocía el nombre de la calle. Era ancha y estaba ornamentada a ambos lados con árboles jóvenes, todo flexibilidad y esperanza. En el extremo más lejano, alguien había aparcado un carromato, creando deliberadamente un callejón sin salida. Junto a él, un hombre y un vodyanoi discutían ferozmente, mientras los dos burros que tiraban de él encogían las cabezas, tratando de no llamar la atención. Un grupo de niños se materializó frente a las ruedas inmóviles, jugando con una pelota hecha con harapos enrollados. Corrían de un lado a otro, haciendo ondear sus ropas como alas inútiles.

Estalló una discusión y cuatro niños pequeños empezaron a dar empujones a los dos pequeños vodyanoi que había en el grupo. El vodyanoi regordete retrocedió a cuatro patas, llorando. Uno de los niños le tiró una piedra. La discusión se olvidó con rapidez. El vodyanoi permaneció un rato de mal humor y entonces regresó al partido y robó la pelota.

Más lejos, unas pocas puertas más allá del edificio de Isaac, una joven estaba pintando con tiza un símbolo en la pared. Era un signo anguloso que no le resultaba familiar, algún talismán de brujería. Dos ancianos se sentaban juntos en un banco, tiraban dados y celebraban con risas escandalosas los resultados. Los sucios edificios estaban manchados de excrementos de pájaro, el embreado pavimento salpicado de baches llenos de agua. Grajos y palomas revoloteaban entre el humo emitido por millares de chimeneas.

Fragmentos de conversaciones llegaban hasta los oídos de Isaac.

— ¿…y dice que solo necesita uno para eso?…

—…se cargó el motor pero es que siempre ha sido un gilipollas…

—…no le digas nada de ello…

—…es el próximo Día del puerto y ella ha reunido varios cristales…

—…salvaje, absoluta y jodidamente salvaje…

— ¿…conmemoración? ¿En memoria de quién?…

De Andrej, pensó Isaac inesperadamente, sin aviso ni razón. Siguió escuchando.

Había mucho más. Había idiomas que él no hablaba. Reconoció el perrickiano y el félido, las intrincadas cadencias del bajo cymek. Y otros.

No quería marcharse.

Suspiró y se volvió hacia la habitación. Lin estaba acurrucada sobre el suelo, dormida.

La miró, vio sus pechos apretados contra la desgarrada camisa. Tenía la falda levantada hasta los muslos.

Desde que salvaran a Lin, había despertado en dos ocasiones sintiendo su calidez y su presión contra él, con la polla erecta y ansiosa. Había recorrido con la mano sus caderas y la había introducido entre sus piernas abiertas. El sueño había resbalado sobre él como si fuera niebla mientras su ansiedad iba en aumento, y había abierto los ojos para verla, moviéndose debajo de él mientras despertaba, olvidando que Derkhan y Yagharek dormían muy cerca. Había jadeado cerca de ella y le había contado amorosa y explícitamente lo que deseaba hacer, y entonces se había apartado de una sacudida, horrorizado, al ver que ella empezaba a balbucirle señales y al recordar lo que le había ocurrido.

Ella se había restregado contra él y se había detenido, había vuelto a restregarse (como un perro caprichoso, había pensado él, espantado), con una excitación errática y una confusión que resultaban absolutamente claras. Una parte lujuriosa de él había querido continuar, pero el peso de la pena había arrugado su pene casi de inmediato.

Lin había parecido decepcionada y dolida y entonces lo había abrazado, feliz, repentinamente. Luego se había hecho un ovillo, desesperada. Isaac había olido sus emanaciones en el aire, a su alrededor. Había sabido que ella lloraba tratando de dormir.

Isaac volvió a asomarse a la luz del día. Pensó en Rudgutter y sus compinches; en el macabro señor Motley; imaginó el frío análisis del Consejo de los Constructos, privado por un engaño del motor que tanto codiciaba. Imaginó las cóleras, las discusiones, las órdenes dadas y recibidas aquella semana para condenarlo.

Caminó hasta el motor de crisis, lo contempló por entero durante un breve momento. Se sentó, puso un papel sobre su regazo y empezó a realizar cálculos.

No le preocupaba que el Consejo de los Constructos pudiera imitar su motor por sí mismo. No era capaz de diseñar uno. No podía calcular sus parámetros. El proyecto se le había ocurrido en un salto intuitivo tan natural que no lo había reconocido durante varias horas. El Consejo de los Constructos no podía ser inspirado. El modelo fundamental de Isaac, la base conceptual de su motor, no había tenido siquiera que ponerlo por escrito. Sus notas resultarían por completo opacas a cualquiera que las leyera.

Se colocó de manera que pudiese trabajar bajo la luz del sol.


Los grises dirigibles patrullaban sobre las calles, como hacían cada día. Parecían inquietos.

Era un día perfecto. El viento procedente del mar parecía renovar constantemente el cielo.

En barrios diferentes de la ciudad, Yagharek y Derkhan disfrutaban pasando el rato de forma furtiva bajo el sol mientras trataban de no cortejar al peligro. Se apartaban de las discusiones y solo caminaban por calles atestadas.

El cielo estaba amotinado de pájaros y dracos. Revoloteaban entre los contrafuertes y los minaretes, llenando los tejados ligeramente inclinados de los puntales y las torres de la milicia y cubriéndolos de guano blanco. Se reunían formando cambiantes espirales alrededor de las torres de Páramo del Queche y de los esqueléticos edificios de Salpicaduras.

Pasaban a toda velocidad sobre el Cuervo, planeaban intrincadamente a través del complejo patrón trazado por el viento sobre la estación de la calle Perdido. Los ruidosos grajos reñían sobre las capas de ladrillo. Revoloteaban sobre las moles inferiores de pizarra y alquitrán de la descuidada parte trasera de la estación y descendían hacia una peculiar llanura de hormigón situada sobre una pequeña cumbre de tejados acristalados. Sus excrementos manchaban la superficie recién limpiada, pequeñas bolitas de salpicaduras blancas contra las manchas oscuras sobre la que había sido vertida copiosamente alguna clase de fluido nocivo.

La Espiga y el edificio del Parlamento estaban cubiertos por un enjambre de pequeños cuerpos voladores.

Las Costillas se blanqueaban y se abrían, mientras sus defectos empeoraban lentamente bajo el sol. Los pájaros se posaban durante breves instantes sobre los enormes astiles de hueso, volvían a remontar el vuelo rápidamente y buscaban refugio en cualquier otra parte del Barrio Óseo, sobrevolando el tejado de un ático negro manchado por el humo, en cuyo interior el señor Motley desvariaba contra la escultura inacabada que se mofaba de él con interminable rencor.

Las gaviotas y los alcatraces seguían a las barcazas basureras y a los barcos pesqueros a lo largo del Gran Alquitrán y el Alquitrán, planeando para recoger algún bocado orgánico de los detritos. Viraban y se alejaban en busca de otros lugares prometedores, los montones de menudencias de Malado, el mercado de pescado de los Campos Pelorus. Se posaban durante breves instantes en el cable partido y cubierto de algas que salía del río junto a Hogar de Esputo. Exploraban los montones de basura del Cantizal y cazaban las presas medio muertas que se arrastraban por los descampados del Meandro Griss. La tierra ronroneaba debajo de ellos a causa de los zumbidos de los cables, ocultos varios centímetros por debajo del irregular suelo.

Un cuerpo más grande que el de los pájaros se alzó de entre las casuchas del Montículo de San Jabber y se remontó en el aire. Planeó a tremenda altitud sobre la parte occidental de la ciudad. Debajo de él, las calles se convirtieron en una mancha moteada de caqui y gris, como un moho exótico. Pasó fácilmente sobre los aeróstatos en brazos de las ráfagas de viento, calentado por el sol del mediodía. Mantenía una velocidad constante en dirección al este y cruzó el núcleo de la ciudad en el lugar en que las cinco líneas férreas brotaban como pétalos.

En el aire sobre Sheck, bandas de dracos daban vueltas y vueltas en vulgares ejercicios acrobáticos. La figura planeadora pasó sobre ellos, serena e inadvertida.

Se movía lentamente, con lánguidos aleteos que sugerían que podía aumentar diez veces su velocidad con facilidad. Voló sobre el Cancro y empezó un largo descenso, pasando una y otra vez sobre los trenes de la línea Dexter, siguiendo durante breve tiempo su caliente estela de humo y luego planeando en dirección este con invisible majestad, descendiendo hacia el dosel de tejados, serpenteando con facilidad a través del laberinto de corrientes térmicas que se elevaban desde las enormes chimeneas y los pequeños humeros de las casuchas.

Se ladeó hacia los enormes cilindros de gas del Ecomir, retrocedió con facilidad describiendo una espiral, se deslizó bajo una capa de aire agitado y descendió abruptamente hacia la estación Mog, pasó por debajo de las líneas elevadas con demasiada rapidez como para ser visto y desapareció entre los tejados de Pincod.


Isaac no estaba enfrascado por completo en sus cálculos.

Cada pocos minutos levantaba la mirada hacia Lin, que dormía y movía los brazos y se agitaba como una larva indefensa. Cuando lo hacía, parecía como si sus ojos no hubieran tenido luz jamás.

A principios de la tarde, cuando llevaba una hora u hora y media trabajando, escuchó un ruido en el patio de abajo. Medio minuto más tarde había pasos en las escaleras.

Se quedó paralizado y esperó a que se detuvieran, a que desaparecieran en una de las habitaciones de los mendigos. No lo hicieron. Recorrieron con paso deliberado los dos últimos tramos de escalera, caminando con cuidado sobre los ruidosos escalones hasta detenerse frente a su puerta.

Isaac seguía inmóvil. Su corazón latía con fuerza, alarmado. Miró desesperadamente a su alrededor, en busca de su arma.

Alguien llamó a la puerta. Isaac no dijo nada.

Después de un momento, quienquiera que se encontrase fuera volvió a llamar: no fuerte, pero sí rítmica e insistentemente, repetidas veces. Isaac se aproximó tratando de no hacer ruido. Vio a Lin, agitándose incómoda a causa del ruido.

Había una voz al otro lado de la puerta, una voz extraña, áspera, familiar, toda ella un trémolo gorjeante. Isaac no podía entenderla, pero alargó la mano hacia la puerta, repentinamente molesto y agresivo y preparado para enfrentarse a los problemas. Rudgutter habría enviado un maldito escuadrón entero, pensó mientras sus dedos se cerraban sobre el pomo, debe de ser algún mendigo pidiendo. Y aunque no creía esto último, estaba seguro de que no se trataba de la milicia ni de los hombres de Motley.

Abrió la puerta.

Frente a él, en las escaleras sin luz, ligeramente inclinado hacia delante, el enjuto y emplumado rostro multicolor como si estuviera cubierto de hojas secas, el pico curvo y brillante, como un arma exótica, se encontraba un garuda.

Vio al instante que no se trataba de Yagharek.

Sus alas se erguían y se hinchaban a su alrededor como una corola, vasta y magnífica, con plumas de color ocre y de un suave marrón manchado de rojo.

Isaac había olvidado el aspecto que tenía un garuda que no hubiese sido mutilado. Había olvidado la extraordinaria escala y grandeza de aquellas alas.


Comprendió lo que estaba ocurriendo casi de inmediato, de un modo intuitivo e irracional. Una intimidación muda se abatió sobre él.

Detrás de ella, una fracción de segundo más tarde, vino una ráfaga enorme de duda y alarma y curiosidad y una bandada de preguntas.

— ¿Quién coño eres tú? —jadeó—. ¿Qué cono estás haciendo aquí? ¿Cómo has dado conmigo…? ¿Qué…?—las respuestas medio formuladas lo asaltaban, se apartó rápidamente del umbral, tratando de espantarlas.

—Grim… neb… lin… —el garuda pugnó con su nombre. Sonaba como si fuera un demonio siendo invocado. Isaac agitó rápidamente el brazo para indicar al garuda que lo siguiera al interior de la pequeña habitación. Cerró la puerta y apoyó la silla contra ella.

El garuda caminó hasta el centro de la habitación, iluminado por los rayos del sol. Isaac lo observaba con cautela. Llevaba un taparrabos polvoriento y nada más. Su piel era más oscura que la de Yagharek, la emplumada cabeza más colorida. Se movía con increíble economía, pequeños movimientos bruscos y muy silenciosos, con la cabeza ladeada como para poder abarcar con la vista toda la habitación.

Contempló a Lin durante largo rato hasta que Isaac suspiró y el garuda levantó la mirada hacia él.

— ¿Quién eres? —dijo Isaac—. ¿Cómo demonios me has encontrado? — ¿Qué es lo que hizo?, pensó, pero no lo dijo. Cuéntamelo.

Permanecían, el flaco y fibroso garuda y el gordo y fornido humano, en extremos opuestos de la habitación. El sol hacía resplandecer las plumas del xeniano. Isaac las miró, repentinamente cansado. Una sensación de inevitabilidad, de finalidad, había entrado con él. Isaac lo odió por ello.

— Yo soy Kar'uchai —dijo el garuda. Su voz tenía aún más acento cymek que la de Yagharek. Resultaba difícil de comprender—. Kar'uchai Sukhtu-rTk Vaijhin-khi-khi. Persona Concreta Kar'uchai Muy Muy Respetada.

Isaac esperó.

— ¿Cómo me has encontrado? —dijo por fin, con tono amargo.

—He… hecho un largo camino Grimneb… lin —dijo Kar'uchai—. Soy un yahj´hur… cazador. Llevo días cazando. En este lugar cazo con… oro y papel dinero… mi presa deja un rastro de rumores… y recuerdos.

¿Qué hizo?

—Vengo del Cymek. He cazado… desde el Cymek.

—No puedo creer que nos hayas encontrado —dijo Isaac brusca, nerviosamente. Hablaba con rapidez, odiando la persistente sensación de fin e ignorándola, borrándola de sus pensamientos—. Si tú lo has logrado, la puta milicia podrá hacerlo seguro y si ellos pueden… —paseó rápidamente de un lado a otro de la habitación. Se arrodilló junto a Lin, la acarició con gentileza, tomó aliento para decir más.

—He venido a buscar justicia —dijo Kar'uchai, e Isaac no pudo responder. Sentía que se ahogaba.

—Shankell —dijo Kar'uchai—. El Mar Escaso —ya he oído hablar de ese viaje, pensó Isaac, enfurecido, no tienes que contármelo. Kar'uchai continuó—. He… cazado a lo largo de más de mil quinientos kilómetros. Busco justicia.

Isaac habló lentamente, presa de la cólera y la tristeza.


—Yagharek es mi amigo —dijo.

Kar'uchai continuó como si no hubiera dicho nada.

—Cuando descubrimos que se había ido, después del… juicio… fui elegida para venir…

— ¿Qué quieres? —dijo Isaac—. ¿Qué vas a hacerle? ¿Quieres llevártelo contigo? ¿Quieres… qué, cortarle algo más?

—No he venido a buscar a Yagharek —dijo Kar'uchai—. He venido a buscarte a ti.

Isaac lo miró fijamente, sumido en una confusión miserable.

— Te corresponde a ti… dejar que la justicia siga su curso…

Kar'uchai era implacable. Isaac no podía decir nada.

¿Qué hizo?

—Escuché tu nombre por primera vez en Myrshock —dijo Kar'uchai—. Estaba en una lista. Luego aquí, en esta ciudad, volvió a aparecer una vez y otra y otra y otra hasta que… todos los demás se fundieron y desaparecieron. Yagharek y tú… estabais enlazados. La gente cuchicheaba… sobre tus inventos. Monstruos voladores y máquinas taumatúrgicas. Supe que Yagharek había encontrado lo que había estado buscando. Lo que había venido a buscar desde más de mil quinientos kilómetros de distancia. Negarías la justicia, Grimnebulin. Estoy aquí para pedirte que… no lo hagas. Era cosa del pasado. Él había sido juzgado y condenado. Y todo terminó. No pensamos… no sabíamos que podía… encontrar la manera de… conseguir que la justicia se retractara. Estoy aquí para pedirte que no lo ayudes a volver a volar.

—Yagharek es mi amigo —dijo Isaac con firmeza—. Vino a mí y me contrató. Fue generoso. Cuando las cosas… fueron mal… se volvieron complicadas y peligrosas… bueno, fue muy valiente y me ayudó… nos ayudó. Él ha formado parte de… de algo extraordinario. Y además le debo… una vida —miró a Lin y luego apartó los ojos—. Se lo debo… por todas las veces… Estaba dispuesto a morir, ¿lo sabías? Podía haber muerto, pero se quedó, y sin él… no creo que hubiéramos salido adelante.

Isaac hablaba tranquilamente. Sus palabras eran sinceras y afectuosas.

¿Qué hizo?

— ¿Qué hizo? —dijo por fin, derrotado.


—Es culpable —dijo Kar'uchai en voz baja— de robo de elección en segundo grado, con absoluta falta de respeto.

— ¿Y eso qué significa? —exclamó Isaac—. ¿Qué hizo? Y además, ¿qué cono es robo de elección? No significa nada para mí.

—Es el único crimen que nosotros tenemos, Grimnebulin —replicó Kar'uchai con voz monótona y áspera—. Tomar una elección por otro… olvidar su realidad concreta, abstraería, olvidar que es un nudo en una matriz, que las acciones tienen consecuencias. No debemos tomar decisiones por otro ser. La comunidad no es más que el medio… para que todos los individuos tengamos… elecciones.

Kar'uchai se encogió de hombros e indicó con un gesto vago al mundo que los rodeaba.

—Las instituciones de tu ciudad… hablando y hablando de los individuos… pero aplastándolos con capas y jerarquías… hasta que sus opciones quedan reducidas a la elección entre tres clases de miseria. En el desierto, nosotros tenemos mucho menos. A veces tenemos hambre, a veces sed. Pero tenemos todas las elecciones que podemos. Salvo cuando alguien se olvida de sí mismo, olvida la realidad de sus compañeros, como si fuese un individuo solo… Y roba comida y elige comer por otros, o miente sobre la caza y elige cazar por otros; o se deja ganar por el hambre y ataca sin razón y elige por otros que no quieren ser heridos o vivir con miedo. Un niño que roba la capa de un ser querido para olería de noche… roba la elección de otro de llevar la capa, pero con respeto, con un exceso de respeto. Sin embargo, otros robos no están mitigados siquiera por el respeto. Matar… no en la guerra o en defensa, sino… asesinar… es mostrar tal falta de respeto, una falta de respeto tan absoluta, que no solo robas la elección de vivir o morir en ese momento… sino todas las elecciones que el muerto podría tomar. Las elecciones engendran decisiones… Si le hubiera permitido vivir, pudiera haber elegido pescar en una marisma salada o jugar a los dados o teñir pieles o escribir poesía o cocinar un estofado… y todas esas elecciones le son arrebatadas en un solo robo. Eso es un robo de elección en el mayor grado posible. Pero todos los robos de elecciones hurtan algo al futuro además de al presente. El de Yagharek fue un atroz… un terrible olvido. Robo en segundo grado.

— ¿Qué hizo? —gritó Isaac, y Lin despertó sacudiendo las manos y temblando nerviosa.

Kar'uchai dijo, sin pasión:

— Tú lo llamarías violación.


Oh, de modo que yo lo llamaría violación, ¿eh?, pensó Isaac con ánimo devastado, enfurecido, despectivo; pero el torrente de lívido desprecio que sentía no bastaba para ahogar su horror.

Yo lo llamaría violación.

No pudo sino imaginárselo. Inmediatamente.

El propio acto, por supuesto, aunque era una vaga y nebulosa brutalidad en su mente (¿La pegó? ¿La inmovilizó en el suelo? ¿Dónde estaba ella? ¿Acaso lo insultó y se resistió? Lo que vio con toda claridad, de forma inmediata, fue la infinidad de vistas, las avenidas de elecciones que Yagharek había robado. Por un instante fugaz, Isaac entrevió las posibilidades negadas.

La elección de no practicar el sexo, de no sufrir daño. La elección de no arriesgarse a quedar embarazada. Y luego… ¿Y si ella se había quedado embarazada? ¿La elección de no abortar? ¿La elección de no tener un hijo?

¿La elección de mirar a Yagharek con respeto?

La boca de Isaac se movió y Kar'uchai volvió a hablar.

—Fue mi elección la que él robó.

Isaac tardó unos pocos segundos, un tiempo absurdamente prolongado, en comprender lo que Kar'uchai quería decir. Entonces jadeó y la miró, reparando por vez primera en la suave curva de sus pechos ornamentales, tan inútiles como el plumaje de un ave del paraíso. Buscó desesperadamente algo que decir, pero no sabía lo que sentía: no había nada sólido que pudiera expresar con palabras.

Murmuró alguna disculpa espantosamente lacia.

—Creí que eras… una juez garuda… o una soldado o algo así —dijo.

—No tenemos tal cosa —replicó ella.

—Yag… un maldito violador —siseó y ella emitió un cloqueo.

—Robó una elección —dijo con voz neutra.

—Te violó —dijo él e instantáneamente ella volvió a cloquear.

—Robó mi elección —dijo. No estaba expandiendo sus palabras, advirtió Isaac: le estaba corrigiendo—. No puedes traducirlo a tu jurisprudencia, Grimneblin —dijo. Parecía molesta.

Isaac trató de hablar, sacudió la cabeza miserablemente, la miró y volvió a ver el crimen cometido detrás de sus ojos.

—No puedes traducirlo, Grimneblin —repitió Kar'uchai—. Basta. Puedo ver… todos los textos de la ley y la moral de tu ciudad que he leído… en ti —su tono le parecía monótono. La emoción en las pausas y las cadencias de su voz le resultaban opacas.

—No fui «violada» ni «destrozada», Grimneblin. No han «abusado de mí» ni me han «mancillado»… ni «violentado» ni «arruinado». Tú llamarías a sus acciones «violación» pero yo no lo hago. Para mí eso no significa nada. Él me robó mi elección y por esa razón fue… juzgado. Fue un castigo severo…el más severo a excepción de uno… Hay muchos robos de elección menos graves que el suyo y solo unos pocos más graves… y hay otros que se juzgan igual… muchos de ellos son acciones completamente diferentes a las de Yagharek. Algunas de ellas vosotros no consideraríais siquiera crímenes. Las acciones varían: el crimen… es el robo de la elección. Vuestros magistrados y vuestras leyes… que sexualizan y sacralizan… para ellos los individuos son abstractos… su naturaleza matricial es ignorada… el contexto es una distracción… eso no puedo comprenderlo. No me mires con los ojos que reservas para las víctimas. Y cuando Yagharek regrese… te pido que observes nuestra justicia, la justicia de Yagharek, no que impongas la vuestra. Robó una elección, en segundo grado. Fue juzgado. La bandada votó. Eso es todo.


¿Eso es todo?, pensó Isaac. ¿Es eso suficiente? ¿Es ese el fin?

Kar'uchai vio cómo se debatía por dentro.

Lin llamó a Isaac, dando palmadas como un niño pequeño y torpe. Él se arrodilló y le habló. Ella hizo señales ansiosas con las manos y él respondió, como si lo que le había dicho tuviera sentido, como si estuvieran conversando.

Estaba nerviosa y lo abrazó mientras observaba a Kar'uchai con su ojo compuesto sano.

— ¿Respetarás nuestro juicio? —dijo esta con voz tranquila. Isaac la miró un instante. Estaba ocupado con Lin.

Kar'uchai guardó silencio durante largo rato. Al ver que Isaac no respondía, repitió su pregunta. Isaac se volvió hacia ella y sacudió la cabeza, no para negar, sino presa de la confusión.

—No lo sé —dijo—. Por favor…

Se volvió hacia Lin, que dormía de nuevo. Se inclinó sobre ella y le acarició la cabeza.

Después de varios minutos de silencio, Kar'uchai detuvo su rápido caminar y pronunció su nombre.

Él se sobresaltó como si hubiera olvidado que estaba allí.

—Me marcho. Volveré a pedírtelo. Por favor, no te burles de nuestra justicia. Por favor, permite que nuestra justicia siga su curso —apartó la silla de la puerta y salió. Las garras de sus patas arañaron la vieja madera mientras bajaba.


E Isaac se sentó y acarició el caparazón iridiscente de Lin, marcado ahora por las fracturas del estrés y las líneas de la crueldad, y pensó en Yagharek.

«No traduzcas», le había dicho Kar'uchai pero, ¿cómo podía no hacerlo?

Pensó en las alas de Kar'uchai, estremeciéndose de rabia mientras los brazos de Yagharek la sujetaban. ¿O acaso la había amenazado con un cuchillo? ¿Con un arma? ¿Con un puto látigo?

Que los jodan, pensó repentinamente, mientras miraba las piezas del motor de crisis. No le debo ningún respeto a sus leyes. Liberad a los prisioneros. Eso es lo que el Renegado Rampante decía siempre.

Pero los garuda del Cymek no vivían como los ciudadanos de Nueva Crobuzon. No tenían jueces, recordó Isaac, ni tribunales ni fábricas de castigo, ni canteras ni vertederos para llenar con rehechos, ni milicia ni políticos. El castigo no era administrado por jefes ambiguos.

O eso era lo que le habían dicho. Eso recordaba. «La bandada votó», había dicho Kar'uchai.

¿Era cierto? ¿Cambiaba eso las cosas?

En Nueva Crobuzon, el castigo era siempre para alguien. Servía a algún interés. ¿Era eso diferente en el Cymek? ¿Volvía el crimen menos atroz?

¿Era un violador garuda peor que uno humano?

¿Quién soy yo para juzgar?, pensó Isaac, presa de una cólera súbita; se precipitó hacia el motor y recogió sus cálculos, dispuesto a continuar, pero entonces, ¿Quién soy yo para juzgar?, pensó, sumido en una brusca incertidumbre vacía, mientras sentía como si le arrebatasen la tierra bajo los pies; dejó lentamente sus papeles en el suelo.

Miraba los muslos de Lin. Sus magulladuras casi habían desaparecido, pero su recuerdo seguía siendo una mancha tan salvaje como antes.

La habían marcado en sugestivos patrones multicolores alrededor del bajo vientre y en el interior de los muslos.

Lin se agitó y despertó y lo abrazó y lo apartó de sí con miedo, e Isaac apretó los dientes al pensar en lo que podían haberle hecho. Pensó en Kar'uchai.

Esto está mal, pensó. Esto es exactamente lo que ella te ha dicho que no debías hacer. Esto no tiene que ver con una violación, ella lo dijo…

Pero le costaba demasiado. No podía hacerlo. Si pensaba en Yagharek pensaba en Kar'uchai, y si pensaba en ella pensaba en Lin.


Todo esto es una mierda, pensó.

Si se llevaba a Kar'uchai a su propio mundo, no podría juzgar el castigo. No podría decidir si respetaba o no la justicia garuda: no tenía en qué basarse, no sabía nada sobre las circunstancias. De modo que era natural, claro que sí, inevitable y saludable, basarse en lo que sí sabía: su escepticismo; el hecho de que Yagharek era su amigo. ¿Dejaría a su amigo anclado en tierra solo porque le otorgaba a una justicia que le era ajena el beneficio de la duda?

Recordaba a Yagharek escalando el Invernadero, luchando a su lado.

Recordaba el látigo de Yagharek, embistiendo a la polilla asesina, atrapándola, liberando a Lin.

Pero cuando pensaba en Kar'uchai y en lo que le había hecho, no podía sino pensar en ello como en una violación. Y entonces pensaba en Lin y en todo lo que le habían hecho, hasta que sentía que estaba a punto de vomitar de furia.

Trató de liberarse.

Trató de olvidarse de todo el asunto. Se dijo desesperadamente que negarse a prestar sus servicios no implicaría un juicio, que no significaría que pretendía conocer los hechos, que no sería más que una manera de decir, «Esto me supera. No es asunto mío». Pero no lograba convencerse.

Se desplomó y exhaló un miserable gemido de cansancio. Si le daba la espalda a Yagharek, se dio cuenta, dijera lo que dijera, se sentiría como si hubiera juzgado y hubiera encontrado culpable a su amigo. Y no podía hacer eso, no cuando no conocía el caso.

Pero en alas de ese pensamiento vino otro: su reverso, su contrapunto.

Si negarle su ayuda significaba un juicio negativo que no podía hacer, pensó Isaac, entonces la ayuda, el devolverle la capacidad de volar, implicaría que las acciones de Yagharek eran aceptables.

Y eso, pensó Isaac sumido en fría repugnancia y cólera, no lo aceptaría.


Dobló cuidadosamente sus notas, sus ecuaciones a medio terminar, sus fórmulas garabateadas, y empezó a guardarlas.


Cuando Derkhan regresó, el sol estaba bajo y el cielo se empapaba de nubes del color de la sangre. Llamó a la puerta con la cadencia rápida que habían convenido y pasó junto a Isaac cuando este la abrió.

—Hace un día maravilloso —dijo con tristeza—. He estado husmeando discretamente por todo el lugar, dándole vueltas a algunas pistas, a algunas ideas… —se volvió para mirarlo y al instante quedó inmóvil.

El sombrío y cicatrizado rostro de él lucía una expresión extraordinaria, una compleja mixtura de esperanza y excitación y terrible miseria. Parecía vibrar de energía. Se agitaba como si tuviera el cuerpo lleno de hormigas. Llevaba su largo abrigo de vagabundo. Había un saco junto a la puerta, lleno de objetos voluminosos y pesados. El motor de crisis había desaparecido, advirtió ella, desmontado y escondido en el saco.

Sin aquella mezcolanza de metal y cables, la habitación parecía vacía.

Con un leve jadeo, Derkhan vio que Isaac había envuelto a Lin en una manta sucia y gastada. Lin se aferraba a ella mientras temblaba nerviosa y hacía señales sin sentido. Vio a Derkhan y se estremeció de alegría.

—Vámonos —dijo Isaac en una voz hueca, tensa de emoción.

— ¿De qué estás hablando? —dijo Derkhan, enfurecida—. ¿De qué estás hablando? ¿Dónde está Yagharek? ¿Qué te ha pasado?

—Dee, por favor… —susurró Isaac. La tomó de las manos. Ella se tambaleó al ver su fervor implorante—. Yag no ha regresado todavía. Le dejo esto —dijo, y extrajo una carta de su bolsillo. La arrojó nerviosamente al centro de la habitación. Derkhan empezó a hablar de nuevo e Isaac la cortó en seco, sacudiendo violento la cabeza.

—No quiero… no puedo… ya no trabajo más para Yag. Dee. Estoy cancelando nuestro contrato… te lo explicaré todo, te lo prometo, pero tenemos que irnos. Tenía razón, nos hemos quedado demasiado tiempo aquí —su mano hizo un gesto vacilante en dirección a la ventana, desde donde les llegaban los sonidos de la tarde, bulliciosos y acomodaticios—. El maldito gobierno nos está buscando, y también el mayor gángster de todo el puto continente. Y el… Consejo de los Constructos.

La zarandeó con suavidad.

—Vámonos. Los… los tres. Vámonos lejos de aquí.

— ¿Qué ha pasado, Isaac? —le urgió ella. Lo zarandeó a su vez—. Dímelo ahora mismo.

El apartó los ojos y enseguida volvió a mirarla.

—Ha venido alguien… —ella jadeó, pero él sacudió lentamente la cabeza—. Dee… alguien del puto Cymek —la miró a los ojos y tragó saliva—. Ya sé lo que hizo Yagharek, Dee —guardó silencio mientras el rostro de ella se reordenaba y adoptaba lo que parecía ser una calma fría—. Ya sé por qué fue… castigado. Ya nada nos retiene aquí, Dee. Te lo contaré todo… todo, te lo prometo… pero aquí ya no hay nada que nos retenga. Te lo contaré mientras… mientras nos marchamos.

Había pasado días sumido en una laxitud espantosa, distraído por las matemáticas de crisis y absoluta, exhaustivamente deprimido a causa de Lin. De súbito, la urgencia de su situación se había abatido sobre él. Era consciente del peligro que los acechaba. Comprendía lo paciente que había sido Derkhan y comprendía que debían marcharse.


—Maldita sea —dijo ella con voz calmada—. Sé que hace solo algunos meses pero… es tu amigo, ¿no? No podemos… no podemos irnos así, sin más —lo miró y su rostro se arrugó—. ¿Es…? ¿Qué es? ¿De verdad es tan terrible? ¿Es tan malo que… que cancela todo lo demás? ¿Tan terrible es?

Isaac cerró los ojos.

—No… sí. No es tan sencillo. Te lo explicaré cuando nos vayamos. No voy a ayudarlo, eso es lo fundamental. No puedo, no puedo, joder, Dee. Y tampoco puedo verlo. No quiero verlo. Así que aquí no queda nada para nosotros. Así que podemos irnos. De veras, debemos irnos.

Derkhan discutió, pero brevemente y sin convicción. Mientras decía que no estaba segura, había empezado ya a recoger su diminuta bolsa de ropa y su pequeño cuaderno de notas. Estaba atrapada en la estela de Isaac.

Garabateó una pequeña adenda en el reverso de la nota de Isaac, sin abrirla. «Buena suerte, escribió. Volveremos a vernos. Siento desaparecer tan repentinamente. Ya sabes cómo salir de la ciudad. Ya sabes lo que hacer». Se detuvo durante un largo momento, sin saber cómo despedirse, y entonces escribió, «Derkhan». Volvió a dejar la carta en su sitio.

Se cubrió con la bufanda, dejó que su nuevo cabello negro se deslizara sobre sus hombros. Se rascó la cicatriz de su destrozada oreja izquierda. Miró por la ventana. En el exterior, la tarde espesaba el cielo. Entonces se volvió, pasó con gentileza un bazo alrededor de Lin y la ayudó a caminar a su errática manera.

Lentamente, los tres bajaron.


—Hay un grupo de tíos en el Meandro de las Nieblas —dijo Derkhan—. Hombres de las barcazas. Pueden llevarnos al sur sin hacer preguntas…

— ¡Joder, no! —siseó Isaac. Levantó la mirada desde el interior de la capucha con los ojos muy abiertos.

Se encontraban al final de la calle, donde el carromato les había servido como portería a los niños horas antes. El cálido aire de la tarde estaba lleno de olores. Desde una avenida paralela les llegaban los sonidos de discusiones ruidosas y una risa histérica. Los tenderos, las viudas, los herreros y los criminales de poca monta charlaban en las esquinas. Las luces emergían con el chisporroteo de un centenar de combustibles y corrientes diferentes. Desde detrás de cristales deslustrados podían verse llamas de diversos colores.

—Joder, no —dijo Isaac de nuevo—. Tierra adentro no… Vámonos lejos… Vamos a Arboleda. Vamos a los muelles.

De modo que se dirigieron lentamente hacia el sudeste. Pasaron entre Salbur y la Colina Mog, arrastrando los pies por las bulliciosas calles, un trío peculiar. Un mendigo alto y voluminoso con el rostro oculto, una mujer con el pelo de un llamativo color azabache y una tullida encapuchada que caminaba con un paso poco firme y espasmódico, a medias sostenida y a medias arrastrada por sus compañeros.

Cada humeante constructo con el que se cruzaban les hacía agachar la cabeza de forma incómoda. Isaac y Derkhan mantenían los ojos fijos en el suelo y hablaban rápidamente entre dientes. Cuando pasaban bajo los pasos elevados, levantaban nerviosos la mirada, como si los oficiales que caminaban sobre ellos pudieran olfatearlos desde aquella distancia. Evitaban las miradas de los hombres y las mujeres que holgazaneaban agresivos en las esquinas de las calles.

Se sentían como si estuviesen conteniendo la respiración. Una marcha agonizante. La adrenalina los hacía temblar.

Mientras caminaban miraban a su alrededor, tratando de abarcar todo cuanto podían, como si sus ojos fuesen cámaras. Isaac entrevió destellos de carteles de ópera que pendían desgarrados de las paredes, rollos de alambre de espinos y hormigón claveteado de cristales, los arcos del enlace ferroviario de Arboleda que se desplegaban desde la línea Dexter y planeaban sobre Sunter y el Barrio Óseo.

Levantó la vista hacia las Costillas, que se erguían colosales a su derecha, y trató de recordar sus ángulos con exactitud.

Con cada paso que los alejaba un poco más de la ciudad, podían sentir como si la gravedad estuviera remitiendo. Sentían la cabeza ligera. Como si pudiesen llorar.

Invisible, justo debajo de las nubes, una sombra se deslizaba perezosamente tras ellos. Se volvió y describió una espiral cuando su rumbo se hizo evidente. Revoloteó vertiginosamente en un momento de acrobacia solitaria. Mientras Isaac y Lin y Derkhan proseguían, la figura interrumpió sus círculos y cruzó a toda velocidad el cielo, dirigiéndose fuera de la ciudad.

Aparecieron estrellas e Isaac empezó a despedirse entre susurros de El Reloj y el Gallito, del Bazar de Galantina y de Páramo del Queche y de sus amigos.

Siguió haciendo calor mientras se dirigían al sur, buscando el rastro de los trenes, hasta llegar a un espacio abierto de polígonos industriales. La maleza campaba a sus anchas, dueña del pavimento, haciendo tropezar y proferir imprecaciones a los transeúntes que todavía llenaban la ciudad nocturna. Isaac y Derkhan guiaron cuidadosamente a Lin a través de las afueras de Ecomir y Arboleda, en dirección sur, rodeados por los trenes, hacia el río.

El Gran Alquitrán, resplandeciendo hermosamente bajo el neón y la luz de gas, su polución oscurecida por los reflejos; y los muelles llenos de esbeltos navíos con pesadas velas y buques de vapor que se filtraban iridiscentes por las aguas, barcos mercantes arrastrados por aburridos dracos marinos enjaezados a enormes bridas, torpes cargueros-factoría erizados de grúas y martillos pilones; barcos para los que Nueva Crobuzon no era más que otra parada en su travesía.


En el Cymek, llamamos mosquitos a los pequeños satélites de la Luna. Aquí en Nueva Crobuzon los llaman sus hijas.

La habitación está llena con la luz de la Luna y de sus hijas, y vacía de todo lo demás.

Llevo aquí mucho tiempo, con la carta de Isaac en la mano.

Dentro de un momento, volveré a leerla.


Escuché la vaciedad de la ruinosa casa desde las escaleras. Los ecos remitían durante demasiado tiempo. Supe antes de tocarla puerta que el ático estaba desierto.

Llevaba horas fuera, buscando una espuria y titubeante libertad por la ciudad.

Vagué entre los bonitos jardines de Sobex Croix, a través de zumbantes nubes de insectos y junto a los estanques esculpidos llenos de aves sobrealimentadas. Encontré las ruinas del monasterio, la pequeña concha que esconde orgullosamente el corazón del parque. Donde vándalos románticos graban el nombre de sus amantes en las piedras ancestrales. El pequeño edificio ya estaba abandonado un millar de años antes de que se plantasen los cimientos de Nueva Crobuzon. El dios al que estaba consagrado murió.

Algunas personas vienen de noche para honrar a su fantasma con teología tenue, desesperada.


Hoy he visitado el Aullido. He visto el Vado de Manes. Estuve de pie frente a un muro gris en Barracán, la piel cuarteada de una factoría muerta, y leí todas las pintadas.

Fui estúpido. Corrí riesgos. No permanecí cuidadosamente escondido.

Me sentí casi embriagado por aquel pequeño jirón de libertad, estaba ansioso por tener más.

De modo que regresé por fin recorriendo la noche a aquel sórdido y olvidado ático, a la brutal traición de Isaac.

Qué golpe a la fe, qué crueldad.

Vuelvo a abrirla (ignorando las patéticas y pequeñas palabras de Derkhan, semejantes a una pizca de azúcar en un veneno). La extraordinaria tensión de las palabras parece hacerlas reptar. Puedo ver a Isaac, zarandeado por tantas cosas mientras escribe. El absurdo sinsentido. Cólera, severa desaprobación. Miseria verdadera. Objetivismo. Y alguna extraña camaradería, una disculpa avergonzada.

…hoy ha venido alguien a visitarnos… leo… en estas circunstancias…

En estas circunstancias. En estas circunstancias huiré de ti. Te daré la espalda y te juzgaré. Te dejaré con tu vergüenza, te conoceré desde dentro y pasaré a tu lado y no te ayudaré.

…no voy a preguntarte, «¿Cómo pudiste?». Leo y de pronto me siento débil, débil de verdad, no como si fuera a tambalearme y a vomitar, sino como si fuera a morirme.

Me hace llorar.

Me hace gritar. No puedo detener este sonido, no quiero hacerlo, aúllo y aúllo y mi voz crece, me visitan recuerdos de gritos de guerra, recuerdos de la bandada, de caza o en la guerra, recuerdos de ululatos funerarios y chillidos de exorcismo, pero esto no es nada de eso, este es mi propio dolor, desestructurado, aculturado, no regulado e ilícito y mío por completo, mi agonía, mi soledad, mi miseria, mi culpa.


Ella me dijo que no, que Shazim se lo había pedido aquel verano; que como aquel era su año de emparejamiento le había dicho que sí; que quería emparejarse exclusivamente, como regalo para él.

Me dijo que no era justo, que debería dejarla inmediatamente, respetarla, mostrar respeto y dejar las cosas estar.


Fue una cópula sucia, cruel. Yo solo era un poco más fuerte que ella. Tardé mucho en someterla. Ella me mordió y me arañó a cada instante, me golpeó con todas sus fuerzas. Yo fui implacable.

Me encolericé. Lleno de lujuria y celos. La golpeé y entré en ella cuando yacía atontada.

Su rabia fue extraordinaria, asombrosa. Me abrió los ojos a lo que había hecho.


La vergüenza me ha envuelto desde aquel día. El remordimiento solo tardó un poco en seguirla. Se reúnen a mi alrededor como si pudieran reemplazar mis alas.


El voto de la bandada fue unánime. No negué los hechos (la idea pasó por mi mente durante un breve momento y una oleada de aborrecimiento hacia mí mismo me hizo vomitar).

No podía haber dudas sobre el juicio.

Sabía que era la decisión correcta. Pude incluso mostrar un poco de dignidad, apenas un diminuto jirón, mientras caminaba entre los ejecutores electos de la ley. Caminé lentamente, arrastrando los pies a causa de los enormes pesos de lastre que me atenazaban para impedir que volara y huyera, pero lo hice sin pausa y sin queja.

Solo vacilé al final, cuando vi las estacas que me condenarían a la ardiente tierra.


Tuvieron que arrastrarme los últimos cinco metros, hasta el lecho seco del Río Fantasma. Me debatí y luché a cada paso. Supliqué una misericordia que no merecía. Estábamos a un kilómetro de nuestro campamento y estoy seguro de que la bandada escuchó hasta el último de mis gritos.


Me tendieron con los brazos en cruz, el vientre sobre el polvo, el sol sobre mí. Tiré de mis ligaduras hasta que mis manos y mis pies quedaron completamente entumecidas.

Cinco a cada lado, sujetando mis alas. Inmovilizando mis grandes alas mientras me debatía y trataba de golpearlas con todas mis fuerzas contra los cráneos de mis carceleros. Levanté la mirada y vi al verdugo, mi primo, Sanjhuarr el de las plumas rojas.

Polvo y arena y calor y el viento en el canal. Lo recuerdo.


Recuerdo el contacto del metal. La extraordinaria sensación de intrusión, el horrible balanceo de la serrada hoja. Se manchó muchas veces con mi carne, tuvieron que sacarla y limpiarla. Recuerdo las ráfagas de aire caliente sobre el tejido desnudo, sobre los nervios arrancados de sus raíces. La lenta, lenta e inmisericorde quiebra de los huesos. Recuerdo el vómito que apagó mis gritos, brevemente, antes de que mi boca se vaciara y yo tomara aliento y volviera a gritar. Sangre en cantidades aterradoras. La repentina, vertiginosa sensación de ligereza al ser levantada y arrojada lejos una de las alas y el temblor de los huesos contra mi carne y los desgarrados jirones de esta, deslizándose sobre la herida y la presión agonizante de las telas limpias y los ungüentos sobre las laceraciones y el lento caminar de San jhuarr alrededor de mi cabeza y la certeza, la insoportable certeza de que todo ello iba a ocurrir de nuevo.


Nunca cuestioné la justicia del castigo. Ni siquiera cuando huí para tratar de recuperar el vuelo. Me sentía doblemente avergonzado. Mutilado y privado de respeto por el robo de elección en el que había incurrido; y debería admitirla vergüenza por tratar de anular un castigo justo.


Guardo la carta de Isaac en mis harapientas ropas sin leer su miserable e inmisericorde despedida. No puedo asegurar que lo desprecie. No puedo asegurar que yo hubiera actuado de forma diferente.

Salgo de la habitación y bajo las escaleras.

Algunas calles más allá, en Salbur, un bloque de pisos de ladrillo de quince pisos se alza sobre la parte oriental de la ciudad. La puerta principal no puede cerrarse con llave. Es fácil trepar sobre la cancela que supuestamente impide el acceso al tejado plano. Ya he subido antes a este edificio.

Es un corto paseo. Me siento como si estuviera dormido. Los ciudadanos me miran mientras paso junto a ellos. No llevo mi capa. No creo que importe.

Nadie me detiene mientras subo al enorme edificio. En dos de los pisos las puertas se abren con mucha ligereza mientras subo por la traicionera escalera, y me observan ojos demasiado ocultos en la oscuridad como para que pueda verlos. Pero nadie me detiene y al cabo de quince minutos estoy en el tejado.

Cincuenta metros o más. Hay muchas estructuras más altas en Nueva Crobuzon. Pero esta es lo suficientemente elevada como para bloquear el sol en las calles circundantes y es de piedra y ladrillo, como algo enorme que emerge de las aguas.

Camino junto a los escombros y las señales de las fogatas, los detritos de los intrusos y los vagabundos. Esta noche estoy solo aquí.

El pretil de ladrillos que delimita el tejado tiene metro y medio de altura. Me apoyo sobre él y miro a mi alrededor, en todas direcciones.

Sé que es lo que veo.

Puedo situarme exactamente.

Eso es un destello del Invernadero, un jirón de luz sucia entre dos torres de gas. Las apretadas Costillas están apenas a kilómetro y medio de distancia, convirtiendo en enanos a las vías del tren y las achaparradas casas. La ciudad está salpicada de oscuros racimos de árboles. Las luces, las luces de todos los colores diferentes, a mi alrededor.

Me encaramo fácilmente al muro y me yergo.

Ahora estoy en lo alto de Nueva Crobuzon.

Es una cosa tan enorme, una inmensidad tan grande… Lo contiene todo, extendido en todas direcciones desde mis pies.

Puedo ver los ríos. El Cancro está apenas a seis minutos de vuelo. Extiendo los brazos.


Los vientos me azotan y me martillean con gozo. El aire es exuberante, está vivo.

Cierro los ojos.

Puedo imaginármelo con absoluta exactitud. Un vuelo.

Impulsarme con las piernas y sentir que mis alas aferran el aire y lo empujan con facilidad hacia la tierra, alejándolo de mí en grandes cantidades como si fueran enormes palas. El costoso avance a través de las corrientes termales en las que las plumas se abaten y se preparan, se extienden, planeando, deslizándome, remontándome en espiral alrededor de esta enormidad que hay debajo de mí. Desde arriba es una ciudad diferente. Los jardines ocultos se convierten en espectáculo para mi deleite. Los oscuros ladrillos son algo que uno puede sacudirse de encima, como el polvo. Cada edificio se convierte en una aguilera. Toda la ciudad puede ser tratada sin respeto, puedes posarte allá donde te lo dicta el capricho, manchando el aire al pasar.

Desde el cielo, en vuelo, desde arriba, el gobierno y la milicia se convierten en hormigas pomposas, y la miseria en una apagada insignificancia pasajera, las degradaciones que tienen lugar a la sombra de la arquitectura no me conciernen.

Siento cómo obliga el viento a mis dedos a abrirse. Me azota el rostro, incitador. Siento el hormigueo mientras se extienden los mutilados huesos de mis alas.

Ya no volveré a hacerlo. No seré este tullido, este pájaro encadenado a la tierra, ni un minuto más.

Esta media vida termina aquí, con mi esperanza.

Puedo imaginarme con tanta fidelidad un último vuelo, un planeo rápido y elegante a través del aire que se abre como una amante perdida para darme la bienvenida…

Deja que el viento me abrace.

Me inclino hacia delante sobre el muro, sobre la torpe ciudad, hacia el aire.


El tiempo está inmóvil. Estoy sereno. No hay un solo sonido. La ciudad y el aire están en calma.


Y alzo los brazos lentamente y paso los dedos por mis plumas. Las apartó lentamente mientras mi piel se eriza, las acarició sin piedad a contrapelo. Abro los ojos. Mis dedos se cierran y aferran los rígidos tubos y las engrasadas fibras de mis mejillas, cierro el pico con todas mis fuerzas para no gritar y entonces empiezo a tirar.


Y mucho tiempo después, horas después, en lo más profundo de la noche, regreso por aquella escalera oscura y salgo.

Un carromato pasa traqueteando rápidamente por la calle desierta y luego, el silencio. Al otro lado de los adoquines, un chorro de gas despide un haz de luz parda.

Una figura sombría me ha estado esperando. Entra en la pequeña esfera de luz y se detiene, con el rostro envuelto en tinieblas. Me saluda con un gesto lento. Hay un momento brevísimo en el que pienso en mis numerosos enemigos y me pregunto cuál de ellos es este hombre. Entonces reparo en la enorme pinza de mantis con la que me saluda.

Descubro que no estoy sorprendido.

Jack Mediamisa extiende de nuevo su brazo rehecho y, con un movimiento lento y presago, me llama.

Me invita a entrar. En su ciudad.

Avanzo a la diminuta luz.

No lo veo sobresaltarse cuando dejo de ser una silueta y puede verme.

Sé el aspecto que debo de tener.

Mi rostro, una masa de carne viva y desgarrada, sangrando copiosamente por el centenar de pequeñas heridas dejadas por las plumas al abandonarla. La pelusa tenaz que se me ha pasado por alto me pica como una barba incipiente. Mis ojos se asoman desde una piel desnuda, rosada, arruinada, cuarteada y pegajosa. La sangre corre por todo mi cráneo.

Mis pies vuelven a estar constreñidos por asquerosos jirones que esconden su forma monstruosa. Las cañas de las plumas que atravesaban las escamas han sido arrancadas. Camino con lentitud y cuidado, mi ingle está tan desplumada y en carne viva como mi cabeza.

Traté de romperme el pico pero no pude.

Me alzo frente al edificio con mi nueva carne.


Mediamisa se detiene, pero no durante mucho tiempo. Con otro movimiento lánguido, repite su invitación.

Es generosa, pero debo declinarla.

Me ofrece medio mundo. Se ofrece a compartir conmigo su vida bastarda y liminar, su cuidad intersticial. Su oscura cruzada y su fanática venganza. Su desprecio hacia las puertas.

Rehecho fugado, liberto. Nada. No es cierto. Ha convertido a Nueva Crobuzon a la fuerza en una nueva ciudad y ahora se esfuerza por salvarla para sí mismo.

Ve a otra media-cosa destrozada, otra reliquia exhausta que podría convertir para participar en su impensable lucha, otro para quien la vida en cualquier mundo es inconcebible, una paradoja, un pájaro que no puede volar. Y me ofrece una salida hacia su incomunidad, su marginalidad, su ciudad bastarda. El lugar violento y honorable desde el que emerge su furia.

Es generoso, pero declino su oferta. Esa no es mi ciudad. No es mi lucha.

Debo dejar su medio mundo solo, su baluarte de insólita resistencia. Yo vivo en un lugar más sencillo.

Está equivocado.

Ya he dejado de ser el garuda encadenado a la tierra. Ese ha muerto. Esta es una nueva vida. Ya no soy una cosa a medias, un proyecto fracasado.

He arrancado las engañosas plumas de mi cuerpo y se ha vuelto suave, más allá de las afectaciones de las aves. Ahora soy idéntico a mis conciudadanos. Puedo vivir abiertamente en un mundo completo.

Le doy las gracias con un gesto, me despido y me alejo, salgo de la tenue luz y me encamino al este, hacia el campus de la universidad y la estación de Prado del Señor, atravesando mi mundo de ladrillos y cemento y alquitrán, de bazares y mercados, de calles iluminadas por el azufre. Es de noche; debo correr ala cama, a encontrar mi cama, a encontrar una cama en esta mi ciudad, donde puedo vivir mi vida abiertamente.

Le doy la espalda y entro dando un paso en la vastedad de Nueva Crobuzon, este colosal edificio de arquitectura e Historia, este complejo artefacto de dinero y miseria, este dios profano impulsado a vapor. Me vuelvo y entro en la ciudad, mi hogar, ya no un pájaro ni un garuda, ya no un híbrido miserable.

Me vuelvo y entro en la ciudad, mi hogar, un hombre.

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