20

Las fiestas y las ferias eran muy usuales entre los Quincalleros de la Costa Oeste. Algunas veces era muy difícil distinguir si se trataba de una cosa o de la otra, tan grandes eran las fiestas y tan familiares eran las ferias. Cuando era niño, los puntos culminantes de la existencia de Rosas habían sido tales acontecimientos: mesas abarrotadas de comida, pequeños y grandes que llegaban desde muchos kilómetros alrededor para disfrutar de la compañía de los demás, en los brillantes exteriores de los días soleados o apiñados en los calientes y ruidosos comedores cuando la lluvia azotaba el exterior.

Los sucesos de La Jolla habían cambiado todo esto. Rosas se esforzaba en aparentar que estaba atento mientras escuchaba a una sobrina de Kaladze que se hacía cruces de su fuga y la posterior odisea del regreso a California Central. Su mente vagaba con tristeza y nerviosismo por la escena de su fiesta de bienvenida a casa. Solamente estaban presentes los miembros de la familia Kaladze. No había nadie de otra granja o de Santa Inés; incluso faltaba Seymour Wentz. Los de la Paz no debían sospechar que algo especial ocurría en la granja Flecha Roja.

Pero Sy no estaba del todo ausente. El y algunos de los vecinos se habían puesto en la línea de televisión desde sus casas de tierra adentro. En algún momento de aquella noche entrarían en contacto para tener un consejo de guerra.

«Me gustaría saber si podré mirar a Sy, sin contarle todo lo que en realidad pasó en La Jolla.»

Wilma Wentz, que era sobrina de Kaladze y cuñada de Sy, una mujer a la que le faltaba poco para cumplir los cincuenta años, estaba luchando por hacerse oír por encima de la música emitida por un altavoz escondido en un árbol cercano.

—Pero todavía no puedo comprender cómo os las arreglasteis al llegar a Sama Bárbara. Tú, con el muchacho negro y con una mujer asiática, viajando juntos. Sabemos que la Autoridad había pedido a Aztlán que os detuvieran. ¿Cómo pudisteis atravesar la frontera?

Rosas hubiera deseado que su cara estuviera en la sombra en vez de estar iluminada por las bombillas que colgaban entre los árboles. Wilma no era más que una mujer, pero era inteligente y más de una vez, cuando él era chico, le había atrapado cuando se apartaba de la verdad. Debía andar con mucho cuidado con aquella mujer. Debía tener tanto cuidado con ella como con cualquier otro. Se rió.

—Fue muy sencillo, Wilma —después de que se le ocurriera a Della—, simplemente, volvimos a meter nuestras cabezas en la boca del león. Encontramos una estación de combustible de la Paz y nos montamos en la parte inferior de uno de sus camiones cuba. Ningún guardia de Aztlán se atreve a hacerles parar. Hicimos un viaje sin paradas desde allí hasta la estación de combustible que está al sur de Santa Inés.

Había ocurrido así, pero no fue un viaje divertido. Habían sido kilómetros y kilómetros de ruido y humo de los motores diesel. Más de una vez, durante las dos horas que duró el trayecto, habían estado a punto de desmayarse y caer, entre los ejes en movimiento, hasta el pavimento de la Old 101. Pero Lu había sido tajante. Su retorno debía ser difícil y real. Nadie, ni siquiera Wili, debía sospechar nada.

Los ojos de Wilma se hicieron ligeramente mayores.

—¡Oh! ¡Esta Della Lu! ¡Es tan maravillosa! ¿No crees?

Rosas miró por encima de Wilma hacia donde estaba Della, haciéndose amiga de las mujeres.

—Sí, es maravillosa.

Les tenía embelesados a todos con sus relatos de cómo era la vida en San Francisco. Aunque lo hubiera querido (y hubiera sido suicida) no habría podido cometer el menor desliz. Era una embustera sobrenaturalmente buena. ¡De qué manera odiaba a aquella pequeña cara asiática y aquel cuerpo tan agradable! Nunca había conocido a nadie, hombre, mujer o animal, que fuese tan atractivo y también tan pérfido. Se esforzó para apartar sus ojos de ella, tratando de olvidar sus esculturales hombros, su risa espontánea, el poder que tenía para destruirle a él y a todo lo bueno que hubiera podido hacer.

—Es maravilloso teneros otra vez aquí —la voz de Wilma de repente se había vuelto muy dulce—. Pero estoy muy apenada por toda aquella pobre gente de La Jolla y del laboratorio secreto.

¡Y por Jeremy, por Jeremy que se quedó atrás, para siempre! Era tan amable al decir esto, tan amable al recordarle que no había regresado uno de aquellos a los que debía haber protegido, ya que se le había contratado para esto. La amabilidad removía, sin saberlo, un profundo sentimiento de culpabilidad. Rosas no pudo ocultar la dureza de su voz cuando dijo:

—No te preocupes por la gente biocientífica, Wilma. Eran algo malo que tuvimos que utilizar para curar a Wili. Y en cuanto a los demás, te prometo que vamos a conseguir que regresen todos.

Alargó su mano para estrechar la de ella. Todos menos Jeremy.

—Da —dijo una voz detrás de él—. Vamos a conseguir que regresen todos, desde luego.

Era Nicolai Kaladze, que se había metido en su conversación, como era habitual en él, sin previo aviso.

—Pero, de esto es de lo que vamos a discutir ahora, Wilma querida.

—¡Oh! —ella aceptó la despedida implícita, como una perfecta mujer moderna. Se fue a reunir con las mujeres y los hombres más jóvenes y dejar así las cosas importantes para los mayores.

Della, de momento, se sorprendió por este giro de los acontecimientos. Sonrió y se despidió de Mike con un ademán. A él le habría gustado pensar que había cólera en su expresión, pero era una actriz demasiado buena para exteriorizarla. Sólo cabía imaginar su rabia por haber sido echada de la reunión. Tenía el morboso deseo de que ella hubiera confiado en poder asistir a la misma.

En unos pocos minutos, la fiesta se había acabado, y las mujeres y los niños se habían ido a otra parte. La música procedente de los árboles se oía más suavemente, y los sonidos de los insectos dominaban el ambiente. El holo de Seymour Wentz se quedó allí. Su imagen podía casi confundirse con la de alguien que estuviera sentado en el extremo más alejado de la mesa campestre. Pasaron treinta segundos y aparecieron algunos visitantes electrónicos más. Uno estaba en una pantalla plana y en blanco y negro. Era alguien situado muy lejos, desde luego. Rosas se preguntaba si aquella transmisión estaba bien protegida. Entonces reconoció al personaje, era uno de los Green de Norcross. Tratándose de ellos, probablemente era a prueba de captaciones no deseadas.

Wili andaba por allí y saludó silenciosamente a Mike. El muchacho había estado muy callado desde aquella noche en La Jolla.

—¿Estamos todos presentes?

El coronel Kaladze estaba sentado en la cabecera de la mesa. Había muchas más imágenes que gente de carne y hueso. Tan sólo Mike, Wili y Kaladze con sus hijos estaban realmente allí. El resto eran imágenes en cajas de holo. El quieto aire nocturno, el pálido resplandor de las bombillas, las caras envejecidas, y Wili, moreno, pequeño y en cierto modo poderoso. Todo aquello componía un cuadro que sugirió a Rosas una escena fantástica: un oscuro príncipe de los duendes que reunía su consejo de guerra, en un bosque lleno de fantasmas.

Los asistentes se miraron unos a otros durante unos instantes, quizá percibiendo, también ellos, lo insólito de la situación. Por fin, Iván Nicolayevich dijo a su padre:

—Coronel, con el respeto debido, ¿es correcto que alguien tan joven y desconocido como el señor Wáchendon esté presente en esta reunión?

Antes de que el anciano pudiera hablar, Rosas interrumpió, lo que era otra falta de decoro.

—Le pedí que se quedara. Compartió nuestro viaje al sur, y sabe mucho más que algunos de nosotros de los problemas técnicos que se nos plantean —Mike se excusó ante Kaladze con un gesto.

Sy Wentz le sonrió con mala intención.

—Puesto que estamos olvidando las reglas de la corrección, quiero preguntar acerca de la seguridad de las comunicaciones.

Kaladze se mostró sólo ligeramente molesto por la usurpación de funciones.

—Esté tranquilo, sheriff. Esta parte del bosque está en un pequeño valle, invisible desde tierra adentro. Y creo que en los árboles que nos rodean hay más aparatos para confundir a los extraños que hojas —miró hacia una pantalla—. No se escapa nada por este lado. Si nuestros amigos que están en línea visual directa han tomado las precauciones mínimas, estamos seguros.

Miró hacia el hombre de Norcross, que dijo:

—No se preocupe por mí. Estoy utilizando filos de cuchillos y pasillos convergentes, toda clase de adelantos técnicos. Los de la Paz podrían estar vigilando hasta el fin de sus días y no llegarían a saber que se ha producido una transmisión. Caballeros, ustedes no se dan cuenta de lo atrasados que están nuestros enemigos. Desde los secuestros de La Jolla, hemos colocado algunos espías en sus laboratorios. La técnica electrónica de los expertos de la Autoridad de la Paz es de cincuenta años atrás. Descubrimos que sus investigadores se consideraban merecedores de la gloria porque habían conseguido una densidad de diez millones de componentes por milímetro cuadrado —alrededor de la mesa se oyeron carcajadas reprimidas—. En operaciones de campo, todavía son peores.

—Es decir que no tienen más que las bombas, los reactores, los tanques, los ejércitos y las burbujas.

—Correcto. Somos como los cazadores de la edad de piedra que luchaban contra un mamut. Nosotros les aventajamos en número y en inteligencia, y ellos sólo tienen la fuerza física. Estoy seguro de que nuestro destino será igual al de los cazadores. Puede ser que tengamos bajas. Pero, al final, el enemigo será vencido.

—¡Pues sí que es un punto de vista que da ánimos! —intervino Sy secamente.

—Hay una cosa que me gustaría saber —dijo un fabricante de hardware de San Luis Obispo—. ¿Quién les puso en guardia? Durante los últimos diez años hemos tenido mucho cuidado en no presumir de nuestros mejores productos; estuvimos todos de acuerdo en no poner dispositivos espías en la Autoridad. Esto ahora ya es agua pasada, pero tengo la impresión de que alguien, deliberadamente, les ha puesto en guardia. Los aparatos de escucha que acabamos de infiltrar nos han permitido saber que están muy trastornados por la elevada tecnología de lo que habían encontrado en sus laboratorios a principios de este año. ¿Alguien puede explicarme esto?

Miró alrededor de la mesa. Nadie quiso o pudo contestarle. Pero Mike, de pronto, estuvo seguro de una cosa. Allí había por lo menos un hombre que deseaba restregar la superioridad de los Quincalleros en las narices de los de la Paz, un hombre que siempre buscaba pelea. Dos semanas atrás se hubiera sentido traicionado por un acto semejante. Mike sonrió amargamente para sí mismo. No era él la única persona que podía arriesgar las vidas de sus amigos en beneficio de la causa.

El Green se encogió de hombros.

—Si sólo era esto todo lo que sucedía, hubieran hecho algo más sutil que tomar rehenes. Los de la Paz creen que hemos descubierto algo que es una verdadera amenaza inmediata para ellos. Sus comunicaciones internas están llenas de órdenes de búsqueda de alguien llamado Paul Hoehler. Suponen que está en California Central. Es por esto que hay tantas unidades de la Paz en su área, Kolia.

—Sí, tiene usted toda la razón —dijo Kaladze—. En realidad ésta es la verdadera razón por la que he pedido esta reunión. Paul lo quería así. Paul Hoehler, Paul Naismith, le podemos llamar de cualquiera de estas dos maneras, ha sido el centro de sus temores desde hace mucho tiempo. Pero sólo ahora puede ser tan mortal para ellos, como temen. Paul tiene algo que puede matar al mamut de que hablaba usted, Zeke. Debéis saber que Paul puede generar burbujas sin necesidad de una planta de energía nuclear. Quiere que nos preparemos.

La voz de Wili rompió las oleadas de asombro que se difundían alrededor de la mesa.

—¡No! No digas nada más. ¿Quiere usted decir que Paul no estará aquí esta noche, ni siquiera en imagen? —se notaba un gran pánico en su voz.

Las cejas de Kaladze se elevaron.

—No. Paul intenta estar completamente escondido hasta que pueda difundir su técnica. Eres la única persona que…

Wili se había puesto en pie, y casi estaba temblando.

—Pero él tiene que verlo. Tiene que escucharme. ¡Es quizás el único que podrá creerme!

El viejo soldado se volvió a sentar.

—¿Creer, en qué?

Rosas notó un escalofrío que corría por su espalda. La mirada acusadora de Wili estaba fija en él desde el otro lado de la mesa.

—¡Creerme a mí cuando diga que Miguel Rosas es un traidor! —miró, uno tras otro, a todos los visitantes pero no encontró apoyo—. Es cierto. Se lo digo a ustedes. Él sabía lo de La Jolla desde un principio. Explicó a los de la Paz lo del laboratorio. ¡El hizo que Jeremy resultara muerto en aquel agujero de los acantilados! Y ahora está sentado aquí mientras usted lo explica todo; mientras usted le explica el plan de Paul.

La voz de Wili se había ido elevando hasta convertirse en infantil e histérica. Iván y Sergey, que eran hombres de más de cuarenta años, se dirigieron hacia él. El coronel les hizo seña de que retrocedieran, y cuando Wili hubo acabado, contestó suavemente:

—¿Dónde está la evidencia, hijo?

—En el barco. ¿Sabe usted el «afortunado rescate» que Mike se siente tan feliz de contar? —Wili escupió—. ¡Vaya rescate! Era un montaje de los de la Paz.

—¡Las pruebas, joven! —era Sy Wentz, que salía en defensa del que era su ayudante desde hacía diez años.

—Creían que me habían drogado, y que estaba dormido como un muerto. Pero yo estaba despierto. Me arrastré hacia arriba por los escalones de la cabina. Le vi cuando hablaba con esta puta de la Paz, este monstruo que se llama Lu. ¡Ella le dio las gracias por habernos traicionado! Saben quién es Paul, tiene usted razón. Y estos dos están aquí buscando su rastro. Ellos mataron a Jeremy. Ellos…

Wili se detuvo en seco, pareció que se daba cuenta de que aquel torrente de palabras estaba empeorando su causa.

Kaladze le preguntó:

—¿Pudiste oír todo lo que decían?

—No. Hacía mucho viento, y yo estaba mareado. Pero…

—Ya basta, muchacho —la voz de Sy Wentz se elevó en el claro de bosque—. Conocemos a Mike desde que era más joven que tú. Entre yo y los Kaladzes nos repartimos su educación. Creció aquí, y no en cualquier ghetto de la Cuenca, y nosotros sabemos a favor de quién está su lealtad. Ha arriesgado su vida más de una vez por sus clientes. Al mismo Paul le salvó hace un par de años.

—Lo siento, Wili —la voz de Kaladze era suave, muy diferente de la de Sy—. Conocemos a Mike. Y después de esta mañana estoy seguro de que la señorita Lu es lo que parece. He llamado a algunos amigos míos de San Francisco. Allí sus padres han sido, desde hace muchos años, «restauradores» de vagones pesados. Reconocieron su fotografía. Ella y su hermano fueron a La Jolla, tal como han dicho.

«¿Es que nadie va a detenerla?», pensó Rosas.

—¡Caray! Ya sabía que no me creerían. Si Paul estuviera aquí —el muchacho miró a los hijos de Kaladze—. No se preocupen. Seguiré siendo un caballero.

Dio la vuela y se marchó muy tieso.

Rosas luchó para que su expresión no fuera otra que la de sorpresa. Si el muchacho no se hubiera acalorado tanto, o si Della hubiera sido menos lista, aquello habría sido el fin de Miguel Rosas. En aquel momento estuvo terriblemente cerca de confesar todo lo que las acusaciones del muchacho no podían probar. Pero no dijo nada. Mike quería que su venganza precediera a su propia destrucción.

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