34

El mando militar parecía estar satisfecho con los preparativos; incluso Avery había aceptado los planes.

Della Lu no estaba tan convencida. Miraba especulativamente las estrellas de las hombreras del comandante del perímetro. El oficial le devolvió la mirada con una truculencia apenas disimulada. Se consideraba muy duro y creía que su presencia constituía una interferencia no profesional.

Pero Della sabía que era blando. Todas aquellas tropas lo eran. Nunca habían intervenido en un combate de verdad.

Lu estudió el mapa que había desplegado especialmente para ella. Tal como Lu había pedido por medio de Avery, las unidades blindadas se estaban dispersando por las colinas. Exceptuando algunas necesarias y momentáneas concentraciones, los Quincalleros deberían atacarlas de vehículo en vehículo. La información procedente de los satélites les permitía estar seguros de que el ataque enemigo iba a tardar por lo menos algunas horas, ya que los infiltrados no estaban todavía en ningún sitio cercano a la red de blindados.

Señaló con el dedo el puesto de mando del paso de la Misión.

—Veo que ustedes han interrumpido todo el tránsito entrante. ¿Por qué han permitido el aparcamiento aquí, tan cerca de su puesto de mando? Entre toda esta gente podrían estar algunos agentes de los Quincalleros.

El general se mostró indiferente, pero dijo:

—Examinamos los vehículos en la carretera a cuatro mil metros de aquí. Ésta es una distancia superior a la que nuestros servicios de inteligencia dan como alcance de los generadores caseros del enemigo. Donde están ahora, les podemos vigilar de cerca e interrogarles mucho más convenientemente.

A Della esto no le gustó. Si uno solo de los generadores llegaba a pasar, aquel puesto de mando estaría perdido. Pero, considerando que el ataque tardaría por lo menos tinas veinticuatro horas, estaban seguros allí, aunque se quedaran un poco más. Probablemente tenían tiempo para ir a cazar Quincalleros en la zona de aparcamiento. Si atrapaban a alguno, con toda seguridad sería alguien importante para la causa del enemigo. Se apartó de donde estaba el mapa desplegado.

—Muy bien, general. Vayamos a echar una mirada a estos civiles. Reúna a sus equipos de investigación. Esta va a ser una noche muy larga para ellos. Al mismo tiempo, quiero que usted traslade su puesto de mando y los elementos de control más allá de la cresta. Cuando empiecen a ocurrir cosas, estarán mucho más seguros si van sobre ruedas.

El oficial la miró durante unos instantes; probablemente se estaba preguntando con quién se acostaba ella para poder dar tales órdenes. Después dio la vuelta y habló con un subordinado.

Volvió a mirar a Della.

—¿Quiere usted estar presente en los interrogatorios?

Ella asintió.

—En los primeros, sí, desde luego. Yo los escogeré.


E! aparcamiento de la zona de detención tenía algunos centenares de metros de longitud. Parecía casi un recinto ferial. Los cargueros diesel descollaban sobre los pequeños vehículos de tiro animal. Los camioneros ya habían encendido fuegos. Sus voces empezaban a estar alegres. El retraso en sí no les preocupaba, trabajaban para Ja Autoridad y sabían que cobrarían igualmente.

Lu se alejó del coche de estado mayor que el general había pedido para ellos. El oficial y sus ayudantes la siguieron sin saber qué era lo que iba a hacer. Ella tampoco estaba demasiado segura, todavía, pero cuando hubiera captado el ambiente de aquella gente…

Si ella hubiera sido Mike Rosas, habría buscado alguna manera de hacerse con alguno de los cargueros de la Autoridad de la Paz. En un carguero había espacio suficiente para esconder casi todo lo que pudieran hacer los Quincalleros. Pero los conductores generalmente se conocían entre ellos, y también reconocían los vehículos de los demás. Los Quincalleros deberían aparcar su vehículo separado de los demás, y evitarían juntarse con los conductores. Ella y su séquito se encaminaron hacia las zonas de sombra que estaban detrás de los fuegos.

Los cargueros estaban todos aparcados juntos, ninguno se había estacionado lejos de los demás. Esto reducía la búsqueda a los civiles que no eran de ¡a Paz. Se alejó de los camiones y se acercó a una hilera de carros. La gente que estaba allí era muy normal, más de la mitad tenía más de cincuenta o sesenta años, y el resto eran aprendices jóvenes. No parecían estar muy contentos, porque iban a perder mucho dinero si tenían que quedarse allí demasiado tiempo, pero no tenían miedo. Todavía creían en la propaganda de la Autoridad. Muchos de ellos eran transportistas de alimentos. Nadie de los suyos había sido capturado en las purgas que ella había supervisado durante las últimas semanas. Por algún sitio de la colina se oía el ruido de los helicópteros, lo que podía significar que los equipos de investigadores no iban a tardar en llegar hasta allí.

Fue entonces cuando vio los carros de las bananas. Sólo podían proceder del área de Vandenberg. A pesar de cuanto pudieran decir los servicios de inteligencia, Della estaba convencida de que el centro de la infección estaba en California Central. Un hombre anciano y una mujer que tenía aproximadamente la misma edad que Lu estaban cerca de los carros. Tuvo la impresión de que empezaban a sonar unas campanillas de alarma.

Detrás de Della, los helicópteros se estaban posando en el suelo. El polvo, frío y reluciente, se arremolinaba a su alrededor. Las luces de los helicópteros proyectaban sus sombras en dirección a la pareja que estaba al lado de los carros de bananas. El anciano levantó su mano hasta sus ojos para protegerlos de la viva luz; la mujer se quedó mirándoles. Había algo raro en ella, tal vez en la rigidez de su postura, casi tenía un porte de soldado. Aunque la otra fuera caucasiana y alta, Delia tuvo la impresión de que estaba mirando a alguien que era muy parecido a ella.

Della dio unos golpes en el brazo del general, y cuando éste se volvió hacia ella, le gritó por encima del ruido de las palas y turbinas:

—Aquí tiene a sus primeros sospechosos.

—¡Qué perra! ¿Acaso puede leer el pensamiento?

Mike observaba que Della se iba acercando adonde estaban ellos, a través del ancho solar. Todavía no iba directamente hacia ellos, pero se iba acercando en diagonal, como si fuera una cazadora precavida. Mike maldecía en voz baja. Parecía como si, a cada paso que dieran, estuvieran predestinados a enfrentarse con Della y a que ella siempre fuera la que ganara.

El campo estaba más iluminado; las sombras cambiantes se alargaban. Helicópteros. Eran tres. Cada nave llevaba dos potentes luces que pendían de la cabina. Eran como los lobos de Lu, sentados detrás de su dueña, con los ojos relucientes, mientras esperaban sus órdenes.

—Mike. Atienda —la voz de Wili era tensa, pero las palabras eran entrecortadas y su cadencia irregular. Debía estar en conexión profunda. Se parecía a la de alguien que hablara en sueños—. Estoy a plena potencia y me quedaré sin corriente dentro de unos segundos, pero es lo único que tenemos.

Mike miró hacia los helicópteros. Wili estaba en lo cierto.

—Pero, ¿qué podemos hacer? —dijo.

—Nuestros amigos… van a distraerla… no tengo tiempo para explicaciones. Haga lo que le diga.

Mike se quedó mirando hacia la oscuridad. Podía imaginar el aspecto aturdido de los ojos de Wili y su expresión ausente. Le había visto muchas veces así en las últimas noches. El muchacho se cuidaba de sus propios problemas y al mismo tiempo coordinaba todos los detalles de la revolución. Rosas había jugado con juegos simbióticos, pero aquello quedaba fuera de su alcance. Sólo podía decir una cosa, y la dijo:

—Cuenta con ello.

—Ha de apoderarse de aquellos dos transportes blindados, los que están en el extremo más apartado del campo. ¿Puede verlos?

Mike ya había reparado antes en ellos; estaban a unos doscientos metros de distancia. A su lado había guardias apostados.

—¿Cuándo?

—Espere un momento. Abra el lateral del carro de una patada… ahora. Cuando yo se lo diga… usted salta, coge a Allison y se van corriendo hacia allí. Ignoren cualquier otra cosa que puedan ver u oír.

Mike dudó. Podía figurarse lo que Wili quería hacer, pero…

—Ya. Corra, corra. ¡Corra! —la voz de Wili era urgente, colérica, de soñador frustrado. Ponía los pelos de punta como si fuera un alarido.

Mike se dio la vuelta y golpeó con el talón la madera ya debilitada especialmente para poder contar con una salida de emergencia. Mientas los clavos saltaban, Mike comprendió que aquello era una emergencia real, pero iban a escapar a plena vista de las armas de los hombres de la Paz.

El general que estaba con Lu oyó la orden y se volvió para gritar a sus hombres. Estaba haciendo algo que estaba por debajo de sus ocupaciones habituales: dirigía las operaciones personalmente. Della hubo de recordárselo.

—No señale con el dedo. Haga que su gente se dirija también a otras personas al mismo tiempo. No queremos que estos dos se alarmen.

El asintió.

Los rotores se estaban parando. Algo semejante al silencio estaba a punto de volver al aparcamiento, pensaba Della.

Pero se equivocaba.

—¡Señor! —era uno de los chóferes que se había acercado con su coche—. Estamos perdiendo blindados por acción del enemigo.

Lu se anticipó al general, antes de que éste tuviera tiempo de hacer otra cosa que sudar. Montó en el coche y miró a la pantalla que brillaba delante del soldado. Sus dedos bailaron sobre el tablero de mandos para conseguir imágenes y sus interpretaciones. El hombre la miró con una expresión de asombro que duró un instante, y luego se dio cuenta de que debía tratarse de alguien muy especial.

Las fotos del satélite mostraban ocho pelotas de plata incrustadas en las colinas que estaban al norte de ellos, ocho pelotas de plata que brillaban a la luz de las estrellas. Ahora ya eran nueve. Las patrullas que estaban en las colinas daban la misma información, pero una transmisión quedó cortada a la mitad de una frase. Diez burbujas. La infiltración tenía lugar veinticuatro horas antes de lo predicho por los preciosos satélites y por los ordenadores de espionaje militar de Avery. Los Quincalleros debían tener docenas de generadores individuales en aquella zona. Si eran del mismo tipo que el que había llevado Wili Wáchendon, serían de muy corto radio de acción. El enemigo tenía que llegar arrastrándose hasta casi los mismos objetivos.

Della miró, a través del área de detención, hacia los carros de las bananas. Muy oportuno, este ataque.

Della se apeó del coche y andando se acercó al general y a su estado mayor. «Despacito, calma. Esperarán hasta que nos acerquemos a los carros.»

—La cosa parece que va mal, general. Han llegado mucho antes de lo que habíamos previsto. Muchos de ellos ya están operando en nuestro flanco norte —aquello era cierto.

—¡Dios mío! He de ir a mi puesto de mando, señora. Estos interrogatorios tendrán que esperar.

Lu sonrió aviesamente. Los otros todavía no se habían percatado de nada.

—Sí, vaya. Será mejor dejar tranquila a esta gente, desde luego.

El otro ya se alejaba de ella. Le hizo una señal de reconocimiento y subió al coche.

Hacia el norte, oyó que la aviación atacaba, procedente del valle de Livermore. Un resplandor muy blanco permitió ver las siluetas de las colmas más lejanas. Era un generador que ya no podría atacarles aquella noche.

Della contempló el campamento civil, como si estuviera sopesando lo que iba a hacer a continuación. Puso mucho cuidado en no prestar una atención especial a los carros de las bananas. Aparentemente habían creído que la operación de diversión era un éxito y, por lo menos, seguía sin que la hubieran encerrado en una burbuja.

Regresó a su helicóptero personal, que se había acercado hasta allí junto con los equipos de interrogación. El aparato de Lu era menor, sólo podía llevar a un piloto, al comandante y a un artillero. Estaba lleno de equipos sensores y soportes de cohetes. La estructura de cola llevaba el escudo de Los Ángeles, pero sus tripulantes eran de los suyos, eran veteranos de la campaña de Mongolia. Se subió al asiento del comandante e hizo una decidida señal al piloto de «arriba y adelante». Inmediatamente abandonaron el suelo.

Della ignoró esta eficacia. Estaba ocupada en conseguir una llamada de prioridad a Avery. La pequeña pantalla monocolor que estaba delante de ella iba dando pulsaciones rojas mientras su llamada esperaba su turno. Se podía imaginar el manicomio en que se habría transformado la central de Livermore durante los últimos minutos.

«Pero, maldito seas Avery, éste no es momento para que olvides que yo llegué primero.»

Rojo. Rojo. Rojo. La señal de llamada desapareció, y la pantalla se llenó con una mancha pálida que podría ser la cara de alguien.

—Sea breve —era la voz de Hamilton Avery. Detrás de él se oían otras voces, algunas chillando.

Ella estaba preparada:

—No tengo pruebas, pero estoy convencida de que han conseguido infiltrarse hasta la misma entrada del paso de la Misión. Quiero que mande plantar una burbuja de trescientos metros, al sur exactamente del puesto de mando.

—¡No! Todavía estamos acumulando carga. Si empezamos a gastarla ahora, no tendremos energía para el tiro rápido cuando lo necesitemos de verdad, cuando vayan a sobrepasar la cresta.

—Pero, ¿no lo ve? Todo lo demás es para distraernos. Lo que yo he encontrado aquí, debe ser importante.

Pero la comunicación se había cortado; la pantalla se había vuelto de un uniforme color rojo pálido. ¡Al diablo Avery y sus precauciones! Tenía tanto miedo de Paul Hoehler y estaba tan seguro de que el otro iba a encontrar la manera de llegar al valle de Livermore que, con su actitud, en realidad, daba facilidades al enemigo para que lo lograra.

Echó un vistazo al cuadro de mandos. Estaban a unos cuatrocientos metros del suelo. Destellos de luz blancoazulada que procedían de los focos encendidos iluminaban el área de detención; el campamento parecía una maqueta a escala reducida. En apariencia, casi no se veía movimiento, aunque el localizador térmico del piloto mostraba que los motores de algunos de los blindados estaban en marcha, a la espera de órdenes. El campamento civil estaba quieto e iluminado por una luz azulada. Unas pequeñas tiendas aparecían plantadas junto a los carros, apenas mucho mayores que ellas. La sombras oscuras que se veían alrededor de los fuegos eran grupos de gente.

Della tragó saliva. Si Avery no podía envolver el campamento en una burbuja…

Sabía, sin tener que mirarlo, lo que llevaba su aparato. Tenía bombas aturdidoras, pero si aquellos carros eran lo que ella suponía, debían estar acorazados. Tocó su laringófono y habló al artillero.

—Orden de tiro. Cohetes contra los carros civiles. Nada de napalm.

La gente que estaba alrededor de los fuegos debía sobrevivir. Por lo menos la mayoría.

El «enterado» del artillero llegó a su oído. El aire que rodeaba el helicóptero se puso brillante como si un sol se hubiera formado de repente detrás de ellos, y una especie de refugio se superpuso al ruido del rotor. Si se miraba el rastro de fuego que dejaba el cohete, las otras luces parecían quedar reducidas a nada.

O reducidas a casi nada. Por unos instantes, atisbo unos cohetes que subían hacia ellos…

Entonces sus proyectiles explotaron. En el aire. A medio camino del objetivo. Las bolas de fuego parecían estrellarse contra una superficie invisible. El helicóptero vaciló cuando la metralla empezó a acribillarlo.

Alguien dio un alarido.

La nave empezó a inclinarse cada vez más hacia un lado, lo que le llevaría pronto a una posición de vuelo invertido. Della no se dio cuenta de que el piloto estaba caído sobre los mandos. Cogió los mandos duplicados, tiró de ellos y pisó con fuerza el acelerador. Vio que delante de ella había otro aparato, en ruta de colisión. Entonces, el piloto se desplomó hacia atrás, la barra quedó libre, y la nave salió disparada hacía arriba, evitando el impacto tanto contra el.suelo como contra el otro aparato.

El artillero se arrastró hasta quedar en medio de los dos y miró al piloto.

—Está muerto, señora.

Della le escuchaba y escuchaba también el ruido de los rotores. Había una especie de galope en su ritmo. Los había oído peores que aquél.

—De acuerdo, sujételo —ignoró a los dos e hizo volar lentamente el helicóptero alrededor de lo que había sido la entrada al paso de la Misión.

Los cohetes fantasma que llegaban desde abajo, el misterioso helicóptero, todo quedaba explicado ahora. Casi en el mismo instante en que el artillero disparaba los cohetes, alguien había envuelto el Paso en una burbuja. Dio una vuelta alrededor de aquella gran esfera oscura, mientras una perfecta reflexión de sus luces la iba siguiendo. La burbuja tenía un diámetro de unos mil metros. Pero no se trataba de que Avery hubiera cambiado de opinión. Además del campamento de los civiles y de los cargueros, la burbuja también englobaba al puesto de mando.

Mucho más abajo, los blindados de la Autoridad daban vueltas, como hormigas que, de repente, se encontraran aisladas de su hormiguero.

Un cálculo perfecto del tiempo, otra vez. Ellos se habían enterado de que ella iba a atacar, y sabían exactamente cuándo lo iba a hacer. Las comunicaciones y la inteligencia de los Quincalleros debían ser iguales a las de la Paz. Y quienquiera que hubiera estado allí abajo era importante. El generador que llevaban debía ser uno de los más potentes de cuantos poseían los Quincalleros. Cuando habían visto que la alternativa era la muerte, habían preferido abandonar la guerra.

Observaba la imagen refleja de su helicóptero, que parecía estar a unos cien metros de distancia. El hecho de que se hubieran envuelto en una burbuja ellos mismos, en lugar de hacerlo con el helicóptero, era una prueba de que la técnica de Hoehler, al menos con fuentes de energía pequeñas, no era muy buena, cuando se trataba de blancos móviles. Esto era algo que debía recordar.

Por lo menos esta vez, en lugar de tener otras cien muertes sobre su conciencia, el enemigo solamente la había hecho cargar con una, la de su piloto. Y cuando aquella burbuja reventara (dentro de un mínimo de diez años y un máximo de cincuenta) la guerra ya sería historia. Un abrir y cerrar de ojos, y se habían acabado para ellos todas las matanzas. De repente sintió mucha envidia de aquellos perdedores. Viró de lado y se dirigió a Central Livermore.

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