DIEZ

Cuando llegaron a Hyannis, Michael se sorprendió al ver que el Cadillac azul de Joe Garboden estaba aparcado a la puerta del casa. Al principio no encontraron la menor señal de Joe, pero cuando Michael abrió con la llave la puerta principal y se acercó a la ventana, lo descubrió de pie en la playa, a unos cien metros de distancia, con el abrigo colgado del hombro y mirando fijamente hacia el océano.

Victor subió las escaleras con los paquetes de la compra y los puso sobre la mesa de la cocina.

– Quién es? -quiso saber.

– Es mi jefe inmediato -le explicó Michael-. Me pregunto qué querrá.

Salió al exterior y echó a andar atravesando la arena. Joe lo oyó acercarse, porque dio media vuelta y levantó un brazo en señal de saludo.

– Hola, Michael. Hace un día estupendo. ¿Cómo te ha ido la terapia?

– No sé. Rara. Reveladora, en cierto sentido… Pero decididamente rara.

Joe no parecía tener demasiado interés.

– Me pareció que sería mejor que viniera aquí en persona.

– dijo.

– Ah, sí? Me parece que estás empezando a encontrarle el gusto a la playa, ¿no?

Joe miró a su alrededor. El oleaje tenía un blanco resplandeciente, las casas deslumbraban al sol. Michael también echó una mirada a su alrededor y vio que Victor estaba observándolos desde la ventana del cuarto de estar con una lata de cerveza en la mano. Cuando vio que Michael miraba hacia él, la alzó en un silencioso brindis.

– Acabamos de recibir los resultados de la autopsia del doctor Moorpath. He traído una copia del borrador, está en el coche. A la prensa se la darán esta tarde, a tiempo para que salga en los noticiarios vespertinos.

– Bueno, por fin progresamos algo -dijo Michael.

– No estoy tan seguro.

– Qué diablos quieres decir con eso de que no estás tan seguro? Solamente había una conclusión a la que el doctor Moorpath pudiera llegar.

– Ah, sí?

– Joe… a todas esas personas las asesinaron. Tú mismo viste las fotografías, por el amor de Dios. John O’Brien estaba decapitado y a su mujer la habían abierto en canal. Dean McAllister tenía las piernas amputadas. Puede que el piloto muriera accidentalmente, pero yo no lo juraría. Tenía la cabeza convertida en salsa boloñesa. Fue un homicidio. Fue un asesinato. ¿Qué otra cosa podía haber sido? Quiero decir que estoy completamente seguro de que no fue un suicidio. ¿O sí?

Joe movió la cabeza de un lado a otro.

– Me temo que estás fuera de onda. El doctor Moorpath, en su infinita sabiduría, ha llegado a la conclusión de que todos los ocupantes del helicóptero sufrieron heridas fatales como resultado del impacto. Los cuerpos ardieron en el incendio que se produjo a continuación, pero no quedaron tan destruidos como para que el doctor Moorpath no haya quedado completamente convencido de que «sus múltiples y catastróficas heridas» fueron todas ellas causadas por el accidente.

Michael lo miró fijamente lleno de incredulidad.

– John O’Brien estaba decapitado! ¡Su esposa tenía las entrañas sacadas y puestas encima del regazo!

– John O’Brien fue decapitado por un mamparo roto. La señora O’Brien fue destripada por el soporte roto de un asiento que salió despedidó.

– 1Pero si yo te enseñé las fotografías! ¡No había ningún mamparo roto por ninguna parte cerca del cuerpo de John O’Brien! ¡Y tampoco había ningún soporte de asiento roto!

Joe se quedó mirando fijamente hacia el mar. De pronto, Michad se dio cuenta de que Joe parecía mucho más viejo, mucho más cargado de hombros. Recordó los tiempos en que Joe y él habían tenido verdadero entusiasmo… cuando eran capaces de resolver juntos un caso tras otro, incendios provocados, accidentes de automóvil, yates que se habían ido a pique, lo que fuera. En el año 1989 le habían ahorrado a la compañía Plymouth Insurance más de setenta y ocho millones y medio de dólares en reclamaciones fraudulentas. Los Muchachos de Oro, los más rápidos, los más intuitivos, los mejor pagados, y con mucho. Pero ahora, a él le daba miedo caerse al suelo y que la acera se abriera y se lo tragara, y Joe estaba tan abatido como un sofá viejo sobre el que hubieran saltado tres generaciones de niños.

Le puso una mano en el hombro a Joe; pero notó los músculos tensos y la retiró.

– Qué dice la policía?

– Hudson, el jefe de policía, hará unas declaraciones esta noche en las que hará público que ha leído el informe del doctor Moorpath y que lo acepta.

– Y la Administración Federal de Aviación?

– Jorge da Silva examinó las turbinas y los mecanismos de las marchas con un boroscopio, y asegura que la causa directa del accidente fue un fallo producido en los engranajes. Estaban desgastados y provocaron un brusco descenso seguido de un excesivo calentamiento.

Michael se sentía como si estuviera borracho o loco.

– Quieres decir con eso que el accidente fue completamente casual?

– Jorge da Silva está dispuesto a dejarnos examinar los restos. Sus palabras exactas fueron: «Podéis repasarlo con lupa, si así lo queréis.»

– Joe… si el choque fue completamente accidental, ¿cómo es que aquella camioneta estaba allí apostada, esperando, en Sagamore Head? Y qué me dices de la declaración que Neal Masky le hizo a Arthur Rolbein?

Joe se encogió de hombros, como si no le diera importancia.

– Lo de la camioneta fue una coincidencia. Estaba allí por casualidad. Eso si es que Masky no se lo inventó.

– Por qué demonios iba a inventárselo?

– Porque a lo mejor iba remando hacia la orilla para saquear el helicóptero él mismo.

Michael levantó las manos al cielo en actitud de súplica para que hubiera algo que tuviese sentido.

– Porque a lo mejor iba remando hacia la orilla para saquear el helicóptero él mismo? ¿Cómo quieres que dé crédito a mis oídos? Joe, los servicios de emergencia se acercaban por todas partes. Tuvo que cruzar remando cien metros de bahía abierta en una bqlsa neumática del tamaño de una bañera mientras soplaba un fuerte viento del sudoeste. Las posibilidades de que llegase al helicóptero antes que la policía o los bomberos eran mínimas. Y crees que estaba pensando en saquear?

– Fue una de las teorías alternativas que se propusieron.

– Quién? ¿Quién la propuso?

– A decir verdad, la sugirió el señor Bedford.

Michael lo miró fijamente.

– Lo sugirió el señor Bedford? ¿El señor Edgar Bedford, nuestro amo y señor?

Joe asintió. Parecía avergonzado y no miraba a Michael a los ojos.

– Fue una manera nueva de considerarlo, eso es todo. Tú mismo sabes que cuando estás viéndotelas con una investigación demasiado compleja, puedes acercarte demasiado. Y que los árboles no te dejan ver el bosque.

Michael sintió una brusca sacudida de furia.

– Árboles? ¿Bosques? Pero… ¿de qué demonios estás hablando, Joe? Se supone que Edgar Bedford es el… ¿cómo se dice…? El tipo que está al mando, el guardián de los intereses de Plymouth Insurance. Ése es el único y puñetero motivo por el que tú me has contratado a mí. Todo nuestro caso depende de que seamos capaces de demostrar que a John O’Brien lo mataron deliberadamente. Y, sin embargo, he aquí que nuestro propio presidente, muy alegremente, propone una teoría que socava la integridad de nuestro mejor y prácticamente nuestro único testigo.

Al principio, Joe no contestó. Sacó un arrugado pañuelo blanco, lo dobló, volvió a doblarlo y luego se sonó la nariz.

– No hay mucho más que yo pueda decir -confesó-. ¿Por qué no regresamos a la casa… para que pueda enseñarte el informe del doctor Moorpath y los faxes que he recibido de Jorge da Silva y de la Administración Federal de Aviación?

– Joe… -insistió Michael-. ¿Qué está sucediendo aquí? ¿Qué ocurre?

Echaron a andar. Una gaviota revoloteó muy cerca de ellos, se mantuvo a su paso y ni siquiera cuando Joe la espantó con la mano quiso alejarse.

– Alguien está presionándome mucho -dijo Joe.

– Qué quieres decir?

– Exactamente eso. Alguien quiere que el caso O’Brien se cierre y se archive. Alguien con la clase de influencia con la que tú y yo sólo podemos soñar.

– Como quién?

Joe hizo un gesto con la cara.

– No tengo ni idea, y no creo que merezca la pena pensar demasiado en ello. Usa el cerebro, Michael. Si Edgar Bedford de repente se muestra dispuesto a vomitar varios cientos de millones de dólares sin siquiera intentar luchar en un juicio, es que alguien está apretándole con la clase de fuerza que podría convertirle a un hombre las gónadas en páté-de-foie.

Rodearon la casa y empezaron a subir por las escaleras de madera.

– Es cuestión de política? -le preguntó Michael.

– No lo sé -repuso Joe-. No lo he preguntado. Hay ocasiones en que un hombre, en el desarrollo de su trabajo, decide que es más prudente mirar hacia otro lado. -Guardó silencio durante unos instantes y luego miró a Michael con la cara muy triste y seria-. No digo que hacerlo sea honrado ni profesional, sólo digo que es más prudente.

– Y Sissy O’Brien? -le preguntó Michael-. ¿Dónde encaja ella en este escenario de «completo accidente»? ¿Cómo va a explicar Edgar Bedford lo que le ha pasado a ella?

– El caso de Sissy O’Brien todavía está investigándose.

– Ya lo sé. Estoy investigándolo yo… junto con el teniente Thomas Boyle, del departamento de policía de Boston… y el señor Victor Kurylowicz, de la oficina del forense. De hecho, el señor Kurylowicz está aquí conmigo hoy.

Victor apareció en lo alto de la escalera sosteniendo su lata de cerveza.

Nasdravye -dijo, e inclinó la cabeza a modo de saludo.

– Victor, éste es Joe Garboden, de Plymouth Insurance. Joe ha traído una copia del borrador de la autopsia que ha hecho el doctor Moorpath sobre el accidente de O’Brien.

Joe y Victor se estrecharon la mano. Joe parecía incómodo, y consultó el reloj.

– Escucha, Michael… puede que éste no sea el momento más oportuno.

– Venga, Joe. Victor ha realizado la autopsia deSissy O’Brien. Yo mismo la vi, aunque, por Dios, ojalá no la hubiera visto. Todo lo que dijeron la televisión y los periódicos era cierto. Fue atacada sexualmente y torturada cuando todavía estaba viva.

Victor asintió, se quitó las gafas y dijo:

– Eso es cierto.

Michael continuó hablando.

– Si fue torturada, es que debió de sobrevivir al choque del helicóptero. Uno puede abusar sexualmente de una persona muerta, pero no sirve de nada torturarla, ¿verdad?

– Ésa sería la conclusión lógica -convino Joe.

– La conclusión lógica? Oye, Joe, soy yo, Michael, quien está hablándote, tu viejo amigo Michael. Pues claro que sobrevivió al choque del helicóptero. Y ahí es donde la autopsia de Raymond Moorpath empieza a parecer, a todas luces, una verdadera chapuza. Aunque no encontraran su cuerpo entre los restos del helicóptero, Sissy O’Brien había estado sentada precisamente al lado de Dean McAllister… de manera que es muy raro que a él le cortara las piernas un pedazo de mamparo que atravesó ambos asientos sin que, al mismo tiempo, le cortase las piernas a ella. La aparición del cuerpo de Sissy O’Brien también convierte en una absoluta tontería la teoría de Edgar Bedford acerca de que Neal Masky intentaba saquear el helicóptero y de que no había ninguna camioneta.

Muy bajo, con voz casi inaudible entre el viento del océano, Victor le dijo a Joe:

– Ella sobrevivió al accidente, pero no estaba en condiciones de abandonar su asiento. El único modo en que pudo haber salido del helicóptero fue que alguien la liberase con una palanca y se la llevase a cuestas.

– Qué? -inquirió Joe.

– Esto también es cierto -continuó diciendo Victor-. Los pies y los tobillos les habían quedado aplastados debajo del asiento. Sólo puedo suponer que alguien utilizó algún tipo de palanca para liberarla y luego se la llevó de allí. Ella no hubiera podido caminar, ni siquiera gatear.

Joe parecía muy trastornado. La cara se le había puesto de un color casi beige.

– Michael… -dijo-, de veras que no quiero ninguna clase de complicaciones en esto. Sea lo que fuere lo que pasó a Sissy O’Brien… estoy seguro de que el jefe de policía Hudson sabrá solucionarlo.

– No hay nada que solucionar -dijo Michael; y nunca antes la voz le había sonado tan fría. Incluso él mismo se sobresaltó al escucharla-. Lo único que tienes que hacer es ir a ver a Edgar Bedford y decirle que no estamos de acuerdo con el informe de la autopsia que ha realizado Raymond Moorpath, ni con la investigación técnica que ha hecho Jorge, y que pensamos ahorrarle más dinero en los próximos diez días del que nadie le haya ahorrado en diez años.

– Me parece que Edgar ya ha tenido en cuenta esa opción y la ha rechazado -dijo Joe-. De mala gana, podría añadir. Quiero decir, verdaderamente de mala gana.

– Muy bien. Dile que acudiremos a la prensa.

– Venga, hombre, Michael -protestó Joe-. ¿Has visto la prensa hasta este momento? Todo se reduce a «Trágico accidente mata al juez más joven del Tribunal Supremo». Eso es lo único que quieren saber. De manera que Sissy O’Brien apareció arrastrada por las olas en la costa de Nahant. ¿Y qué? Pudo haber salido flotando de los restos del helicóptero; pudo haber saltado antes de que se estrellase contra el suelo. ¿Quién sabe? Ya está muerta. No va a decirle nada a nadie. No puede. Y nadie más va a averiguarlo.

– Y cómo explicas lo de la tortura? -le preguntó Victor.

– Quién sabe? -repuso Joe-. Cualquiera hubiera podido sacarla de la bahía. A lo mejor ni siquiera la torturaron. Había permanecido bastante tiempo en el mar, ¿no? Ya sabemos de lo que son capaces los depredadores. Tiburones, cangrejos… ho se andan con remilgos sobre lo que comen. -Se hizo un largo silencio entre ellos. Por fin, Joe no pudo aguantar más el silencio, levantó las manos con exasperación y dijo-: ¿Qué?

Michael tuvo que hacer verdaderos esfuerzos para contener la ira.

– Lo que tú no sabes, Joe, es que a Sissy O’Brien la torturaron con cigarrillos, con extraños instrumentos metálicos, con cuchillos, con anzuelos de pescar, con toda una serie de cosas que jamás se te pasarían por la cabeza. La definitiva y última tortura fue un gato callejero, envuelto y apretado con alambre cortante, que le insertaron a la fuerza en el mismo puñetero lugar por el que habláis Edgar Bedford y tú.

Joe tenía los labios blancos. Se agarró a la barandilla de madera para mantenerse firme.

– Jesús -susurró-. Lo siento.

– Así que, ¿qué es todo esto, Joe? -quiso saber Michael-. Todas estas excusas, todas esas autopsias falsas y todos esos informes del accidente arreglados.

– Sinceramente, no creo que nos convenga saberlo -le dijo Joe-. La voz de arriba dice que la investigación sobre O’Brien ha sido cerrada satisfactoriamente, que se trata de una muerte accidental, y que Plymouth Insurance está dispuesta a pagar. Eso es todo lo que había venido a decirte.

Michael lo agarró por el brazo.

– Joe? -preguntó preocupado de pronto.

– No pasa nada, todo va bien. Todo está bajo control. Escucha… si vienes conmigo al coche, te daré el informe del doctor Moorpath. Luego claremos el día por terminado.

– Joe…

Joe se dio la vuelta con bastante brusquedad, y Michael oyó cómo se le descosía la costura de la sisa del abrigo. Tenía la cara sudorosa y desencajada, más parecida a la de una marioneta que a la de un hombre.

– Por el amor de Dios, Michael, sé perfectamente que todo esto es un arreglo. No tienes que ponerme las cosas más difíciles de lo que ya son.

– Entonces… ¿por qué?

– Porque la supervivencia a veces está por delante de la gloria, por eso.

– Y la verdad?

– La verdad? ¡Ah, ésta sí que es buena! Tú y yo, nosotros, trabajamos en seguros, ¿no es así?, donde hay una prima sobre la verdad que no podemos permitirnos.

Michael comprendió que poco más podía decir. Nunca había visto a Joe así… sin humor, preocupado, furtivo.

– Vale -dijo-. Si así están las cosas…

Joe se dirigió a su coche. Michael titubeó un momento y luego fue tras él. Joe abrió la puerta del vehículo, se inclinó hacia el asiento contiguo al del conductor y cogió una carpeta de color verde con una etiqueta que rezaba «O’Brien».

– Utiliza la cabeza, Michael -le dijo-. Este asunto tiene una envergadura demasiado grande para personas como tú y yo. Si alguien no vaciló lo más mínimo en cargarse a un tipo influyente y bien relacionado como John O’Brien, ¿crees que van a parpadear por hacernos lo mismo a nosotros?

– Intentas decirme que todo esto está amañado?

– No estoy dliciéndote nada. Intento decirte que uses la cabeza, nada más.

Estaba a punto de entregarle el informe de la autopsia cuando algo que había en la acera de enfrente le llamó la atención. Michael también levantó la mirada en aquella dirección. Un Camaro negro estaba aparcado en el lado prohibido de la calle, frente al jardín delantero de los Anstruther. Tenía la carrocería veteada de polvo y el parabrisas manchado de moscas aplastadas. Aun así, Michael pudo ver que había dos jóvenes sentados dentro, con las ojos ocultos tras gafas oscuras.

– Conoces a esos tipos? -le preguntó a Joe.

– No… no -repuso éste-. Sólo hacía algunas comprobaciones. Uno no es nunca demasiado cuidadoso, ya sabes lo que quiero decir. -Se metió la mano en el bolsillo interior de la chaqueta y sacó un lápiz-. Toma… éste es el número de mi teléfono móvil, por si alguna vez me necesitas.

Abrió la carpeta del informe de la autopsia por la parte de atrás y garabateó algo en él rápidamente. Luego le entregó la carpeta a Michael, cerró con fuerza la puerta del automóvil y puso el motor en marcha.

– Volverás a la oficina mañana? -preguntó.

Michael asintió.

– Hacia la hora de comer, si te va bien. Sólo tengo una sesión más con el siquiatra.

Joe se despidió con la mano y luego comenzó a alejarse hacia South Mashpee. Michael permaneció de pie delante de su casa y lo vio desaparecer al girar la esquina. Casi inmediatamente, el polvoriento Camaro negro arrancó, con un borboteo profundo y agresivo, y echó a andar en la misma dirección.

«Aquí pasa algo», pensó Michael. Regresó de nuevo a la casa. Victor continuaba de pie en lo alto de los escalones, y lo miraba.

– Problemas -le comunicó Michael al llegar al rellano.

– Es eso el informe de la autopsia? -le preguntó Victor.

Michael se lo dio, y Victor se puso a hojearlo.

– Esto no son más que tonterías -dijo al tiempo que recorría con el dedo el informe sobre John O’Brien-. «El señor fue decapitado por la acción de guillotina horizontal que produjo el mamparo de aluminio roto y cortante que se encontraba inmediatamente detrás de su asiento.» Oh, vamos, doctor Moorpath, ¿a quién intenta engañar con esto? Te diré una cosa, Michael, esos faxes que me enseñaste estaban muy poco claros, pero lo que sí que se veía con toda claridad en ellos es que el mamparo continuaba intacto. Y si la cabeza de John O’Brien hubiese sido cercenada mientras estaba sentado y en posición vertical, el cuello de la camisa y el de la chaqueta habrían quedado empapados de sangre. Pero lo que sucedió en realidad es que ya estaba inclinado hacia adelante en su asiento antes de ser decapitado, por fuerza tenía que estarlo, porque toda la sangre salió hacia adelante, cayó en el suelo delante de él. Y el cuello y los hombros estaban impolutos. Alguien tuvo que ejecutarlo, por amor de Dios.

– El problema es -le dijo Michael- que los que ostentan el poder no quieren que digamos que a O’Brien lo ejecutó alguien, quieren que aceptemos que todo esto fue un accidente.

– Y Sissy O’Brien?

– Oh, no te preocupes por Sissy. También encontrarán la manera de explicar eso. Dirán que, por casualidad, quedó atrapada en las redes de un barco de pesca, que los labios se le engancharon en una hilera de anzuelos, que casualmente se cayó hacia adelante y se quemó los párpados en un cenicero, y que luego, por casualidad también, se sentó sobre un gato. Parece que ya estoy viéndolo todo.

Victor hojeó rápidamente el resto del informe de la autopsia con desagrado. Pero cuando llegó a la tapa de atrás se detuvo de pronto y frunció el ceño.

– Ha escrito esto Joe?

– Sí. Es su número móvil, por si necesito hablar con él con urgencia.

– No creo. Mira.

Victor levantó la carpeta y Michael miró con atención las letras que Joe había escrito apresuradamente a lápiz. No se trataba en absoluto de un número de teléfono. Simplemente decía:

«Mushing, diciembre 91.»

Michael frunció el ceño al ver aquello. ¿Mushing, diciembre 91? ¿Por qué habría de escribir Joe una cosa así? ¿Y por qué habría de insistir tanto en que él, Joe, solamente lo utilizaba en caso de emergencia?

¿No tienes ninguna idea? -le preguntó Victor-. Quiero decir, tú eres el gran experto en mushing.

– Es una revista, nada más.

– Tienes algún ejemplar?

– No sé. Puede que sí.

– Por qué no echamos un vistazo?

Volvieron al despacho de Michael. Cuando se habían trasladado allí, Michael había instalado dos estantes en la pared del fondo, estantes que ahora estaban atiborrados de libros, revistas científicas y tazas de café que debería haber llevado a la cocina.

– Tú mira en el estante de arriba, yo lo haré en el de abajo

– sugirió Michael.

A pesar de buscar entre los dos, pasaron más de diez minutos hasta que Victor, de pronto, encontró un ejemplar de la revista Mushing y con aire de triunfo la sostuvo en el aire.

– Diciembre del 91… número especial dedicado a cómo adiestrar un equipo de perros.

Le entregó la revista a Michael y, al hacerlo, un gran sobre de papel manila cayó al suelo de entre las páginas de la misma. Michael lo recogió y le dio la vuelta. Estaba sellado y solamente aparecía la palabra Parrot escrita a lápiz.

– Se ve que Joe ha escondido esto aquí -dijo Michael-. Me pregunto qué demonios será.

– Hay una manera de averiguarlo.

Michael abrió el sobre con mucho cuidado. En su interior descubrió más de una docena de fotolitos de fotografías en blanco y negro, la mayoría de ellas ampliadas hasta el límite que la claridad permitía. Casi todas mostraban un grupo de personas, hombres y mujeres, de pie ante una valla, algunos de ellos a la luz del sol, otros a la sombra de unos árboles.

Michael le pasó una a Victor y éste la examinó atentamente, pero lo único que pudo hacer fue mover negativamente la cabeza.

– Esto no me dice nada.

– A mí tampoco.

– No… mira, espera un instante. Ésta tiene algo escrito en el reverso.

Victor leyó una larga inscripción débilmente escrita a lápiz y luego se la dio a Michael sin decir palabra. Michael la leyó también, miró fijamente a Victor y luego dijo:

– Mierda.

– Crees que son auténticas? -le preguntó Victor.

– Al parecer, Joe cree que sí, y eso que ni siquiera se cree que es de día sí no le presentas un acta notarial.

– Entonces, ¿qué vas a hacer?

– No lo sé. Cambiarme el nombre, ir a esconderme y hacer como que nunca las he visto.


Joe no había perdido de vista el polvoriento Camaro negro que veía por el retrovisor desde que salieran de New Seabury. Sabía quiénes eran. Los mismos hombres jóvenes de cara blanca que habían entrado en su despacho aquella mañana y le habían entregado la carpeta con el informe de la autopsia, con claras instrucciones de que, a partir de aquel momento, la investigación de seguros de O’Brien estaba cerrada.

Joe se había puesto a discutir con ellos, pero uno de los jóvenes de cara blanca le había preguntado en el más suave de los tonos si no le gustaba su esposa tal como era ahora, sin cicatrices, sin máculas, sin tocar siquiera por una broca, por unas tenazas o por un soplete.

Impresionado, había llamado «arriba» para hablar con el señor Bedford.

El señor Bedford estaba reunido en una conferencia que iba a durar todo el día, pero había dejado instrucciones de que la compañía de reaseguros Hillary Underwriters tenía su completa aprobación.

– Me han amenazado -le había protestado Joe al ayudante personal del señor Bedford.

– Irónico, Joe. Irónico.

Pero el tono de su voz lo decía todo. «Mantén la boca cerrada, Joe, y haz lo que te dicen.»

Encendió la radio del coche. Un grupo llamado Red House Painters estaba cantando una triste canción, con música típica de la costa oeste, que producía el efecto de que la desgracia resultase casi atractiva. Echó un vistazo por el retrovisor y vio que los jóvenes de cara blanca que iban en el Camaro negro seguían allí, pegados a su cola con una tenacidad siniestra, no tan cerca como si quisieran adelantarle, pero no tan lejos como para tener intención de dejarlo escapar.

En principio, Joe tenía pensado coger, la carretera ciento treinta para ir a dar a la autopista en Sandwich y luego volver a tomar la dirección norte, hacia Boston. Pero en lugar de eso giró hacia el oeste por la ciento cincuenta y uno, una tortuosa carretera estatal que lo llevaría, pasando por Hatchville, al sur de Johns Pond, donde se dirigiría de nuevo hacia el norte por la carretera veintiocho. Así podría comprobar sí realmente estaban siguiéndolo o no… y, si era así, hasta qué punto sabían conducir.

Cogió la primera curva, muy larga, y se metió en la carretera ciento cincuenta y uno entre un confuso y multicolor caleidoscopio de robles, arces y alerces, y en cuanto comprobó que el Camaro negro se había perdido de vista, apretó el pie contra el acelerador, de manera que el Cadillac salió lanzado a ochenta, cien, ciento veinte, ciento treinta quilómetros por hora.

Sin embargo, con aquel automóvil, último modelo, de la compañía no tenía ninguna posibilidad. El Camaro apareció casi al instante en el retrovisor, y aunque estuviera polvoriento y tronado, iba alimentado por un motor turbo de cinco litros y estaba preparado con suspensión rígida del tipo Ty neumáticos ovalados muy anchos. Venía tras él con toda la energía y el hambre depredadora de un puma, y la siguiente vez que Joe miró por el retrovisor vio que lo tenía allí mismo, a menos de medio coche de distancia del parachoques trasero, y los jóvenes de cara blanca le sonreían, se burlaban de él, y lo desafiaban a intentar conducir más aprisa.

Joe sacó el pañuelo y se limpió el sudor de la cara.

– Muy bien, cabrones. ¿Queréis convertir esto en una carrera? -dijo en voz baja. Apretó de nuevo con fuerza el acelerador y el Cadillac cobró velocidad, pero no la suficiente. No era un coche potente: no tenía motor para ello. Lo siguiente que supo fue que el Camaro negro estaba golpeando y empujando su parachoques trasero, sólo ligeramente, pero lo suficiente para atormentarlo y para hacerle cambiar de dirección.

Joe se desvió a un lado de la carretera y luego al otro, rezando para que no viniera nadie en dirección contraria. El Camaro lo empujaba una y otra vez, y los neumáticos chillaban como niños asustados.

Intentó disminuir la velocidad, pero el Camaro seguía golpeándole una y otra vez, y al final Joe volvió a pisar con fuerza el acelerador y se esforzó por sacarles ventaja. Llevaba treinta años conduciendo, por amor de Dios. De acuerdo, sus reflejos eran más lentos y la sangre fría lo había abandonado, pero era muy hábil, y tenía mucha experiencia. No había ningún joven punk en el mundo que pudiera ganar a Joe Garboden conduciendo… nunca, jamás, de ninguna manera.

Pegados, los dos coches chirriaban al tomar las curvas que los llevaban al sur de Johns Pond. El Camaro seguía empujando y fastidiando, y una y otra vez, Joe comprobaba que el control del coche se le escapaba de las manos.

«Tengo experiencia, puedo controlarlo.» Pero se daba cuenta de que estaba aterrado. Sabía que no podría salvar la situación Miró por el retrovisor y vio que los dos jóvenes se reían de él, realmente se reían, con los ojos negros y las caras blancas.

Se reían de él.

La policía lo llama «niebla roja»: es esa sobreestimada sensación de rabia, miedo e irrealidad que un conductor experimenta cuando deja de actuar como un ser humano razonable y pierde todo control. Encendido por la ira, por la adrenalina y por un ardiente sentido de competición, es capaz de hacer cualquier cosa y de arriesgarlo todo: su trabajo, su vida y la vida de cuantos lo rodean.

Joe estaba sobrepasado por la «niebla roja», y apretó fuerza el pedal del freno.

El Cadillac giró, derrapó y comenzó a describir círculos. El Camaro se enganchó en el extremo trasero del Cadillac, le arrancó la luz lateral de freno, el embellecedor y la mitad del parachoques, y salió despedido serpenteando, aullando, hacia la parte de arriba del terraplén herboso en dirección a los arces. Fue a chocar contra unos árboles y volcó. Hubo unos momentos de solemne silencio y luego hizo explosión, sesenta litros de gasolina despedidos en llamaradas hacia el cielo.

El coche de Joe patinó, dio unas cuantas vueltas y por fin se detuvo a un lado de la carretera. El Camaro estaba enteramente en llamas. El humo impedía la visión por el parabrisas de Joe; fragmentos de vinilo negro en llamas pasaban flotando, como murciélagos que danzaran; luego chispas. Joe consiguió desabrocharse el cinturón y salir. El Camaro rugía suavemente, como el quemador de gas de una cocina.

Joe consiguió caminar seis o siete metros hacia el coche incendiado. Pero, sin previo aviso, las rodillas parecieron convertírsele en bolsas de gelatina y tuvo que volver atrás y apoyarse en el capó de su coche para aguantarse. El estómago le hacía ruido. El hedor que producían la gasolina y el plástico al arder llenaba el aire de la tarde. Una bandada de gorriones salió súbitamente del seto que había al otro lado de la carretera, y loe se sobresaltó.

«Jesús -dijo para sus adentros-.Jesús.»

Se sentía asustado y aliviado, ambas cosas a la vez.

Se inclinó sobre el brillante capó del Cadillac y vio en él su propio reflejo distorsionado, muy confuso. Cerró los ojos y respiró repetida y profundamente. Había matado a aquellos dos hombres de cara blanca que llevaban gafas oscuras, muy oscuras. Se encontraba mal, pero no se sentía culpable. Ellos lo habrían matado a él de haber podido, eso seguro, y le habrían hecho daño a su esposa. Había visto ya a otras personas como aquéllas… y no sólo una vez, sino muchas. No había reparado en ellos hasta que se fijara por primera vez, pero una vez que lo hubo hecho, empezó a darse cuenta de que se encontraban por todas partes: en cualquier acto social de cierta importancia, en cualquier acontecimiento de negocios importante, en cualquier mitin político. Los había visto entrar y salir con frecuencia de Plymouth Insurance, y marcharse siempre en limusinas con los cristales de las ventanillas ahumados. También habían asistido a fiestas en Milton, en Duxbury y en Canton, con aquella cara blanca suya, reticentes, evasivos. Nadie hablaba nunca de ellos, pero tampoco nadie discutía con ellos. Se les aceptaba en la sociedad de Boston del mismo modo que se acepta la podredumbre en una casa antigua. No gusta, pero una vez que se ha instalado no se puede hacer mucho al respecto, excepto arrancarle el corazón a la casa.

Joe solía tener buen humor, era vulgar y bueno en su trabajo. Bebía demasiado, pero siempre llevaba consigo un paquete de pastillas de menta. Uno de los motivos por los que bebía demasiado era porque se había dado cuenta de que en el mundo que lo rodeaba estaba sucediendo algo que no alcanzaba a comprender. Había visto a jóvenes con la cara blanca en compañía de los hombres y mujeres más ricos e influyentes de Boston. El mismo Edgar Bedford les había abierto las puertas para que pasaran, les había dado la mano e incluso les había sonreído. Hasta habían estado presentes en la ceremonia de toma de posesión del alcalde.

Había visto salir a dos de ellos de las oficinas de la Administración Federal de Aviación en la mañana del fatal accidente de helicóptero de John O'Brien, a otros en el cuartel general de la policía, y a uno hablando con indescifrable seriedad con el alcalde. ¿Qué probaba eso? Absolutamente nada. Pero Joe había decidido cubrirse bien las espaldas, y por eso había elegido a Kevin Murray y a Arthur Rolbein para investigar el accidente. Ambos eran hombres inteligentes, persistentes y faltos de emoción, por no hablar de que poseían unas mentes independientes. Por otro lado, eran escépticos con respecto a Edgar Bedford y a todo el estamento político de Boston.

Por eso se había quedado tan desconcertado cuando Edgar Bedford le había dado instrucciones para que hiciera volver a Michael al trabajo.

Él sabía que Michael no había podido superar lo de Rocky Woods. En su último informe trimestral que había enviado a Plymouth Insurance, el doctor Rice había dicho que Michael no estaba ni siquiera a medio camino de la recuperación, y que otra investigación que lo hiciese enfrentarse cara a cara con mutilaciones humanas fácilmente podría hacer que se sintiera aún más enojado y más culpable, y alienarlo por completo del funcionamiento social útil. ¿Cómo puede uno sonreír y decirle buenos días a las personas cuando sabe cómo son esas mismas personas cuando están hechas pedazos? Otro trabajo como el de Rocky Woods podría hacer que Michael llegara al límite, y la próxima parada sería el manicomio.

Habían estado discutiendo durante más de una hora, pero Edgar Bedford había insistido:

– Ese tipo necesita otra oportunidad… es como cuando uno tiene un accidente de automóvil… cuanto antes vuelva a ponerse al volante, mejor. -Edgar Bedford había hecho una pausa y se había frotado secamente las palmas de las manos una contra la otra. Luego había añadido-: Pero haz que parezca idea tuya, ¿de acuerdo? No le digas que lo he pedido yo. Si le dices que lo he mandado llamar yo… bueno, lo más probable es que no venga, ¿no te parece? Ya sabes lo terco que puede llegar a ser.

A Joe no le había quedado más remedio que ir a New Seabury en su coche y convencer a Michael de que aceptase el caso. Desde luego, Michael era un hábil e intuitivo investigador con una integridad total. Además era excéntricamente brillante… un investigador capaz de comprender que los bosques no están hechos solamente de árboles, sino que también existen espacios vacíos entre ellos. Los buenos investigadores de seguros ven más allá de lo que tienen delante de sus ojos.

Pero Joe hubiese necesitado a alguien que no sufriera pesadillas… a alguien que no pensase que estaban siendo perseguidos por los muertos, por víctimas desmembradas de accidentes.

Joe hubiese necesitado a alguien que no tuviera miedo de aquellos hombres de cara blanca.

Respiró profundamente y abrió los ojos. Luego sintió como si alguien estuviese echándole agua helada lentamente por la espalda de la camisa. Su imagen, que se reflejaba en el capó del Cadillac, estaba flanqueada por otras dos imágenes: dos curvadas y distorsionadas imágenes de hombres de cara blanca, con los ojos apagados y las ropas humeantes.

Se dio media vuelta. Se encontraban tan sólo a un par de metros detrás de él; tenían el pelo chamuscado, las chaquetas carbonizadas, los rostros blancos como la muerte y los ojos de color rojo sangre.

Joe tenía tanto miedo que tuvo que apretar los músculos para evitar hacer de vientre.

– Creías que no volverías a vernos, ¿eh? -le dijo uno de los hombres de cara blanca-. ¿Creías que ya habías visto cómo nos asábamos?

Joe empezó a caminar de espaldas, pegado al coche, con las manos atrás para sentir la seguridad del automóvil.

– Vamos, hombre -razonó-. Ha sido un accidente. Vosotros estabais dándome golpes, ¿no?

El hombre de la cara blanca movió el dedo índice de un lado al otro.

– Eso no fue ningún accidente, amigo mío. Fue deliberado. En otras circunstancias, hubiese podido ser homicidio.

– Un accidente -repitió Joe con voz vacilante.

– Nosotros creemos que no -dijo el amigo sonriendo; y le salió humo de la boca al hacerlo.

Joe permaneció sólo unos instantes donde estaba, con la espalda apretada contra el Cadillac, los ojos muy abiertos, sudoroso, tenso. Rezó para que pasara otro coche, asustase a aquellos dos zombies chamuscados y los hiciese huir. O para que pasase un helicóptero, se fíjase en los restos del Cámaro incendiado y llamase a la patrulla de carreteras. Y, sobre todo, para que no le hicieran daño.

Uno de los hombres de cara blanca metió la mano detrás de la chaqueta y sacó dos largos tubos de metal, cada uno tan fino como un recambio de bolígrafo.

– ¿Le damos miedo, señor? -le preguntó con naturalidad.

– ¿Le producimos la impresión de que va a morir? -le preguntó el otro.

Cuando empezaron a acercarse a él, Joe pudo distinguir que uno de aquellos hombres tenía un cráneo de cabra, de plata deslustrada, incrustado en la sien izquierda. No sólo sobre la sien izquierda, sino dentro de la sien izquierda, porque aquel adorno solamente se podía haber colocado allí haciéndole un agujero en la frente. La saliva, ennegrecida por el humo, le caía a chorros por la comisura de los labios.

– ¿Le damos miedo, hombre? -le preguntó el hombre de la cara blanca; y luego soltó un terrible aullido, como el grito de llamada del cerdo, y unos cuantos pájaros más salieron asustados de entre los árboles.

Joe rodeó el coche lentamente, y luego echó a correr. Corrió en diagonal por el terraplén arriba, hacia los bosques, sobre la hierba que crecía en penachos y que le hacía tropezar a cada paso. Si conseguía llegar a los bosques, entonces aquellos hombres no tendrían la menor posibilidad de encontrarlo. Joe había luchado con el tercer regimiento de infantes de marina de los Estados Unidos en Phu Bai. Sabía lo que era el miedo, pero también sabía cómo arreglárselas para sobrevivir.

Llegó a lo alto del terraplén y echó una mirada hacia atrás por encima del hombro. Los hombres de cara blanca le seguían a veinte o veinticinco metros más abajo de donde él se encontraba, venían tras él; y quizás estuviesen quemados y conmocionados, pero eran jóvenes, y las piernas jóvenes pueden correr mucho y mejor. Continuó corriendo sin dejar de darse golpes contra los arbustos, los heléchos y los árboles pequeños; las ramas delgadas le azotaban y le pinchaban la cara. Podía oír el ritmo de su propia respiración, ronca y rápida. «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!» Casi podía oír cómo le gritaba el sargento Jackson.

Protegiéndose la cara con un brazo levantado, Joe se dejó caer por el talud lateral de un pequeño barranco, y echó a correr por él mientras levantaba con los zapatos una verdadera tormenta de hojas caídas el año anterior. «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!»

Llegó al final del barranco y entonces tuvo que gatear por una pendiente muy inclinada, agarrándose a raíces y hierbas para no resbalar y caer cuesta abajo. Oía pasos que aplastaban las hojas en ávida persecución, pero no miró hacia atrás. El sargento Jackson siempre le había dicho: «No mires hacia atrás, eso te entretiene y te produce miedo, y a ellos, tu cara blanca les proporciona un blanco perfecto.»

Jadeante, casi sin aliento, fue arrastrándose hacia arriba entre las ramas de dos abedules plateados, y luego echó a correr a la máxima velocidad posible. Allí, el terreno era más llano, aunque hacía una ligera cuesta hacia la derecha, y Joe se encontró siguiendo aquella inclinación natural, la cual le alejaba cada vez más de la carretera.

Detrás de él podía oír a los hombres de cara blanca arrancando raíces y tubérculos mientras escalaban la pendiente. Joe corrió y siguió corriendo.

Aunque las hojas ocultaban por completo el cielo, los árboles de aquel bosque parecían estar extrañamente separados entre sí, de manera que a Joe le daba la impresión de estar corriendo por entre las columnas de un tenebroso salón de baile. Resultaba difícil determinar la distancia y la escala, porque el bosque se encontraba desierto y no había en él nada artificial que diera el sentido de la proporción. «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!», exigía el sargento Jackson. Pero Joe estaba sudando y temblando, y de pronto se dio cuenta de que todos aquellos años de cerveza, puros y spalla di vitello brasata empezaban a notarse.

Oyó un aullido detrás de él; aquellos dos hombres quemados con los ojos de color rojo sangre, estaban mucho más cerca de lo que él hubiese imaginado. El miedo le proporcionó alas sólo para unos cuantos metros más. Sus pies aporreaban entre los arbustos y las hojas, los pesados muslos se le agitaban, la barriga le saltaba arriba y abajo y de lado a lado.

Jesús. ¿Dónde estaba el infante de marina Joe Garboden, duro, joven y más en forma que la mierda? ¿Quién era aquel payaso asmático, sudoroso, cuya panza le bailaba la rumba, que tenía las rodillas débiles y acuosas? Cayó antes de darse cuenta de que estaba cayéndose. Se le enganchó el pie en una raíz y se aplastó contra el suelo sin levantar siquiera las manos para protegerse en la caída. Estaba sin resuello, magullado y herido. Hubiera podido romper a llorar, enroscarse y suplicar clemencia. Pero el sargento Jackson insistía en que había de ser lo que él decía: «¡Adelante! ¡Adelante! ¡Adelante!» Así que se levantó como pudo e intentó seguir corriendo.

Justo entonces, los hombres de cara blanca lo alcanzaron, silenciosos esta vez, sin aullar, sin reírse, y volvieron a arrojarlo al suelo como dos leones cuando abaten un ñu.

– Por favor -les suplicó Joe. Ni siquiera sabía lo que iban a hacerle. Sin embargo, estaba seguro de que, de un modo u otro iban a matarlo.

Lo mantuvieron apretado contra las hojas, boca abajo. Uno de ellos se le sentó encima a horcajadas al final de la espalda mientras el otro daba vueltas a grandes zancadas y hacía atareados preparativos.

Joe sudaba y se esforzaba por recuperar el aliento. Tan sólo a cinco o seis centímetros delante de su nariz, una diminuta araña de color ámbar estaba intentando trepar por la cresta de una hoja marrón seca. La respiración jadeante de Joe hacía temblar la hoja, por lo que la araña se veía obligada a sujetarse a ella con fuerza. «Dios mío -pensó Joe-. Cómo aterrorizan los fuertes a los débiles, y cómo, en la mayoría de las ocasiones, ni siquiera se dan cuenta de que lo hacen.»

Pero casi deseó haber sido él aquella araña, porque de lo único que tenía que preocuparse era de mantener el equilibrio, de si iba a llover y de lo que iba a comer.

El hombre de cara blanca que estaba sentado encima de él era sorprendentemente ligero, aunque le clavaba las rodillas en las caderas con tanta saña que era incapaz de moverse. Tenía costras quemadas en los pantalones y olía mucho a algodón chamuscado, a olor corporal agrio y a otra cosa: a algo que le recordaba a Joe los hospitales o los funerales, no sabía bien cuál de las dos cosas.

– Tú lo has querido, amigo -dijo el otro hombre mientras se agachaba a su lado para que Joe pudiera verle la cara. Blanca, muy blanca, con un cutis lleno de granos y de manchas, las aletas de la nariz plagadas de enormes espinillas y los ojos llenos de sangre.

– Tengo familia -dijo Joe en un gruñido; y se puso a escupir fragmentos de hoja que le habían entrado en la boca.

– ¿Tienes familia? Pues mejor aún. La gente que tiene familia siempre tiene mucho más miedo. Y, desde luego, cuanto más miedo tengas, mejor para nosotros.

– ¿Creéis que me dais miedo? Yo luché en Vietnam.

El hombre de cara blanca se aplastó entre las hojas y besó a Joe en los labios, y luego lamió el sudor de la frente de Joe con la lengua.

– Pero estás vivo, ¿no?

– Asqueroso hijo de puta -repuso Joe.

El hombre de la cara blanca se echó a reír, una risa que parecía una especie de relincho agudo; luego se puso en pie y comenzó a pasear alrededor.

– ¿Sabes una cosa, amigo? Me alegro de que echaras a correr por el bosque. Aquí resulta mucho más íntimo, ¿no te parece? ¡Escucha! No se puede oír nada, ni siquiera un avión, ni un pájaro. Un lugar muerto, como un mausoleo. Un poco espectral, ¿no?

Rodeó el cuerpo postrado de Joe mientras daba puntapiés a las hojas. Empezó a tararear con un tono agudo; y al cabo de un rato, mientras mantenía la cara apretada contra el suelo, Joe reconoció la canción. Él la había aprendido en la escuela primaria… todo el mundo la había aprendido en la escuela primaria.

¿Qué es tu cinco?

¡Verdes crecen los juncos!

Cinco por los símbolos que hay en tu puerta

y cuatro por los cuatro evangelistas.

Tres, tres, los rivales…

Dos, dos, los niños blancos como azucenas

vestidos todos de verde, oh, oh.

Uno es uno y está solo, y aún lo estará más.

Joe estuvo escuchando, luego cerró los ojos e intentó pensar que no estaba allí en absoluto, que se encontraba otra vez en la escuela primaria mientras el sol matinal entraba por las altas ventanas y él escuchaba las voces infantiles que se elevaban alrededor de él cantando.

Durante una fracción de segundo creyó que podría escapar de aquella pesadilla únicamente con el poder de la imaginación.

Pero el hombre que estaba sentado a horcajadas encima de él le subió la parte de atrás de la chaqueta, y también la camisa, y con las uñas sin cortar le arañó la piel a Joe.

– ¡Cabrón! ¡Quítate de encima! -le gritó Joe con rabia. Pero el otro hombre volvió a arrodillarse junto a él y ayudó a su amigo a levantarle la chaqueta a Joe justo hasta los hombros. Joe gritó otra vez-: ¡Hijo de puta!

Y sin la menor vacilación, el hombre cogió un puñado de tierra y un mantillo de hojas y agujas de pino y se las metió a Joe en la boca.

– No hay necesidad de ponerse grosero, amigo mío -le amonestó. Joe empezó a toser, a escupir tierra y a debatirse en un esfuerzo por levantarse. Pero ahora los dos hombres comenzaron a agredirle con terrible fuerza y una terquedad propia de animales. Uno de ellos le golpeó con los nudillos tres o cuatro veces en un lado de la cabeza mientras el otro le propinaba patadas en los muslos y en las costillas. Joe gritó y tuvo que respirar a través del mantillo de hojas, por lo que casi se asfixia.

– ¿Te parece que está asustado? -aulló el hombre que estaba sentado a horcajadas sobre su espalda-. ¿Te parece que está bien asustado?

– Yo le asustaré bien -dijo el otro hombre. Cogió el cinturón y le bajó a Joe los pantalones por encima de las nalgas. El cinturón le arañó dolorosamente las caderas y los muslos, y entonces gritó:

– ¡Socorro! ¡No! ¡Escuchad…! ¡Lo que queráis!

Pero los hombres no le hicieron caso. Acabaron de quitarle los pantalones y los tiraron entre los arbustos.

Medio desnudo, aturdido, Joe hizo un último esfuerzo por ponerse en pie. Pero uno de los hombres de cara blanca se puso delante de él y le dio una patada justo en el puente de la nariz. La patada fue tan inesperada que, al principio, Joe ni siquiera se dio cuenta de lo que había pasado; pero luego notó que la sangre le bajaba por la garganta, sangre mezclada con agujas de pino y mantillo de hojas; sangre con sabor fresco y metálico, como la muerte.

De repente se le ocurrió que iban a matarlo, que aquél era el día en que iba a morir.

«Dios mío, perdóname -pensó-. Dios mío, no me hagas esto, por favor. Aquí no, ahora no. No a manos de estos terribles hombres.»

El hombre que había estado sentado a horcajadas sobre la espalda de Joe se dejó caer ahora de rodillas sobre los hombros de éste, para sujetarlo mejor contra el suelo. Al mismo tiempo, ei otro hombre le metió una mano entre las piernas y le agarró los testículos. Dio un dolorosísimo apretón, y Joe gritó:

– ¡No!

E intentó darse la vuelta.

– Tú eliges, amigo mío -dijo el hombre que estaba sentado sobre sus hombros-. Vida… muerte, todo depende de ti.

– Tengo esposa -le dijo Joe. La sangre de la nariz le salía por un lado de la boca-. Tengo familia.

– ¿Y crees que eso tendría que suponer alguna diferencia? -le preguntó el hombre.

– Sólo pido un poco de compasión, nada más.

– ¡Compasión! ¡Qué bueno! ¡Tú te habrías alegrado viendo cómo nos freíamos!

– Por el amor de Dios -les suplicó Joe atragantándose y tosiendo al hablar.

– No lo creo -replicó el hombre.

En aquel momento, el hombre que había estado apretándole los testículos hundió ferozmente la cabeza entre los muslos de Joe, le arrastró el pene hacia atrás y hacia abajo y se lo agarró con la boca. Joe lanzó un alarido de terror y arqueó la espalda, pero el hombre no lo soltó, al contrario, le apretó tenazmente el glande con los dientes.

Joe temblaba de miedo y de asco.

– ¿Qué demonios queréis? ¿Qué demonios queréis? -no dejaba de repetir.

– ¿Quieres que te lo arranque de un mordisco? -le preguntó el hombre en un tono aceitoso y sugerente-. A mi amigo le encanta arrancarlos a mordiscos.

Para hacer una demostración, el hombre de la cara blanca le clavó los dientes a Joe en la sensible piel del pene un poco más profundamente, y con lascivia comenzó a lamerle la punta. El estómago de Joe se hizo un nudo a causa del miedo, la repulsión y el sabor a sangre.

Apenas podía pensar. Tenía la mente como una pantalla de televisión llena de interferencias y con el volumen subido al máximo. No podía ver, no podía oír. Cada uno de sus sentidos parecía haberse bloqueado por un interminable y crepitante rugido.

Había temido por su vida otras veces: en un accidente de automóvil, en un vuelo a las cataratas del Niágara, en el cual el avión en que viajaba había sido alcanzado por un rayo. Pero nunca como ahora. Aquello era miseria, terror y completa humillación, todo mezclado. Se encontró a sí mismo rezando para que su familia nunca se enterase de lo que le había pasado. Era mejor perderse para siempre en una tumba superficial en el bosque con tal de que Marcia no descubriese lo que aquellos hombres de cara blanca estaban haciéndole pasar.

Joe todavía rezaba cuando el hombre que estaba sentado a horcajadas sobre sus hombros sacó dos largos tubos de metal del bolsillo interior. Sin decir palabra, sin la menor vacilación, colocó uno de los tubos sobre una mitad de la desnuda espalda de Joe. El tubo hizo un orificio en aquella carne rolliza y blanca.

– Ya sabes lo que dice la Biblia -le dijo el hombre a Joe en tono coloquial-. No sólo de pan vive el hombre.

– ¿Qué…? -preguntó Joe.

Y en ese momento, el hombre empujó con fuerza el tubo, que penetró en la piel de Joe; éste lo sintió correr, frío y cortante a medida que iba entrando en su cuerpo. Le tocó en algún lugar concreto de su interior, y notó cómo se enganchaban los tejidos y cómo se estremecían los nervios a causa del inesperado e insoportable dolor. Intentó luchar, pero los dientes del otro hombre se le clavaron más en el pene, tan profundamente que sintió como si fueran a partírselo por la mitad de un mordisco. A pesar del sufrimiento que la aguja estaba infligiéndole, a pesar del puro dolor exquisito de tener aquel tubo delgado deslizándose dentro del cuerpo, pinchándole y escarbándole en los ríñones, apretó el suelo con ambas manos, cerró con fuerza los ojos e intentó pensar en cualquier cosa que no fuera el dolor.

Por supuesto, le resultó imposible, porque lo siguiente de lo que tuvo conciencia fue de que le introducían un segundo tubo por el otro lado de la espalda, bien adentro de la piel, a través de los músculos y del tejido adiposo. Gritó, aunque no pudo oírse a sí mismo, y luego los senos nasales le hicieron explosión con un espantoso estornudo de sangre, tierra y ramitas; y vomitó.

Le pareció oír que alguien se reía: una risa aguda, estridente, maníaca. Le pareció oír truenos, pero era sólo la sangre rugiendo con estruendo por su cerebro.

Sintió un dulce e intenso dolor de agonía en los ríñones, y un sufrimiento que lo convenció de que estaba muriéndose. No sabía si unirse a aquella risa o sollozar de dolor.

Se sumergió en una profunda inconsciencia mientras los dos hombres de cara blanca se inclinaron sobre él y se pusieron a sorber con intensa concentración a través de los delgados tubos de metal que sobresalían de la espalda desnuda. Lo único que los perturbaba mientras sorbían era el ocasional gorjeo de algún pájaro entre las copas de los árboles y el distante zumbido de un avión.

Joe podía sentirlos sorber, pero permanecía en estado de coma. Le daba la impresión de estar caminando por una playa en algún lugar, mientras la brisa le soplaba firmemente en los ojos y las gaviotas volaban en círculos a su alrededor. Se daba cuenta de que alguien iba siguiéndolo, muy cerca, detrás de su hombro derecho, tan cerca que notaba que no podía volverse y enfrentarse a él.

– Podrías unirte a nosotros, ¿sabes? -susurró una voz, una voz medio apagada por la brisa.

Se detuvo, y quienquiera que estuviera siguiéndolo se detuvo también.

Oyó decir a alguien:

– ¿«Señor Hillary»? ¿«Señor Hillary»?

Dio media vuelta. Se encontró cara a cara con un hombre alto y anguloso que llevaba un suave abrigo gris, un hombre con el pelo de color blanco hueso, que se le rizaba y le azotaba la cara.

El hombre tenía los ojos rojos, como dos tinteros de vidrio rebosantes de sangre.

– «Señor Hillary» -oyó decir a alguien; y ese alguien era él.

El hombre hizo un gesto de asentimiento con la cabeza y levantó lentamente la mano derecha, de modo que la manga cayó y le dejó el brazo al descubierto. Tenía las muñecas delgadas y la piel de un enfermizo color blanco.

– Podrías unirte a nosotros, ¿sabes? -le dijo el hombre sonriendo, aunque hablaba como un ventrílocuo en el escenario, sin mover los labios-. Todo el mundo es nuestro dominio. Los pecados de los padres y los de los hijos, todos nos pertenecen.

Joe estaba helado a causa del terror. El corazón le latía cada vez con menos fuerza. Nada le había producido nunca tanto miedo en toda su vida.

El «señor Hillary» seguía sonriendo, y acercó un poco más el brazo. Parecía como si la piel estuviera moviéndosele, hormigueando. Joe no quería mirar, no quería averiguar por qué, pero no pudo evitarlo. El hombre lo aterrorizaba de tal modo que élno era capaz de apartar la vista.

– ¿Te asusto? -le preguntó el hombre-. ¿Hay algo en mí que te haga sentir incómodo?

Joe miró fijamente el brazo del hombre y se percató de que el movimiento estaba justo dentro de las venas. De hecho, en la parte interna de la muñeca, donde la piel era delgada y casi transparente, consiguió ver qué era lo que lo causaba. Por las venas de aquel hombre, en una corriente constante y nauseabunda, se arrastraban gusanos de sepultura. Rezumaban y se movían hacia abajo por la parte interna del brazo, le rodeaban el codo y le abultaban las venas del dorso de la mano.

Joe levantó lentamente la vista hacia la cara del «señor Hillary» y vio que los gusanos se abrían paso apretadamente incluso por las arterias laterales del cuello.

El «señor Hillary» sonrió.

– ¿Te doy miedo, Joe? -le preguntó.

Joe respiró bruscamente, como un cataclismo. Respiró entre sangre, tierra y fragmentos de mucosidad. Trató de respirar de nuevo, pero no pudo. Tenía los pulmones embozados y la tráquea bloqueada por hojas y fibras. Y estaba demasiado asustado.

Oh, Dios. Oh, Dios.

Pero el corazón se negaba a latir. Y los pulmones se negaban a respirar.

Oh, Dios. Oh, Dios. Oh, Dios.

Y la muerte le llegó precipitadamente, como batientes alas negras, como la puerta de una bodega al abrirse. Y luego no hubo nada en absoluto.

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