OCHO

Michael acercó la fotografía a la ventana y estuvo examinándola durante casi un minuto sin pronunciar palabra, a pesar de que había reconocido a la chica inmediatamente.

Seis pisos más abajo, las sirenas pasaban ululando por la-calle Cambridge en dirección sur.

En la última fotografía que había estado mirando de aquella chica, ésta aparecía a punto de sonreír, con un ojo medio guiñado a causa del sol.

Otra había sido tomada en el depósito de cadáveres; era una fotografía a base de magulladuras, cicatrices y quemaduras.

– Dios mío -dijo al tiempo que dejaba escapar un suspiro.

Victor se había pasado los últimos diez minutos completamente absorto en el estudio de las borrosas fotografías que Michael había transmitido por fax desde el despacho del doctor Moorpath; no paraba de hacer concienzudas crucecitas a lápiz aquí y allá y de hacer anotaciones en un bloc de papel amarillo. Al mismo tiempo había estado dando voraces y rápidos mordiscos a un emparedado hecho con carne de vaca salada y escabeche de eneldo, y bebiendo zumo de tomate de un vaso de plástico.

De pronto, Victor se dio cuenta de que Michael tenía algo importante y doloroso que decir; bajó el lápiz, lo miró, con los ojos agrandados detrás de las gafas, y comenzó a masticar más despacio.

– Ésta es Elaine Parker -dijo Michael. Bajó las fotografías con manos temblorosas.

Victor dejó el lápiz y tragó.

– ¿Usted la conoce?

– Ya lo creo. He visto muchas fotografías de ella.

– Pero, ¿quién es?

Michael se apartó de la ventana y se sentó al otro lado del escritorio, frente a Victor.

– ¿Se acuerda del desastre aéreo de Rocky Woods? ¿De aquel L10-11 que se cayó?

– ¿Y quién no? Usted llevó a cabo la investigación del seguro, ¿verdad? Me lo ha dicho el Jirafa.

Michael dejó caer la fotografía de Elaine Parker sobre el escritorio de Víctor.

– Trescientas doce personas murieron aquella noche. El avión se abrió como una vaina de guisante y todos cayeron del cielo. Todos menos ella.

– No le sigo -dijo Victor.

– Estaba en la lista de pasajeros: Elaine Patricia Parker, de veintiún años de edad, estudiante de arte en Attleboro, Massachusetts. Iba a ver una exposición que estaba de gira procedente de Europa. Turner, Gauguin, no me acuerdo. Se registró en el mostrador de Midwest Airlines aquella tarde a las tres y diecinueve minutos. El único equipaje que facturó fue una maleta de cuadros escoceses.

»Por lo que sabemos, tomó un café y una pasta en la cafetería del aeropuerto antes de marcharse hacia la puerta de embarque. En la cafetería, varias personas la vieron hablando con un joven. La única descripción que pudimos obtener fue que era un joven sonriente de cabello oscuro. Pero, ¿de qué sirve eso? El mundo está lleno de jóvenes sonrientes con el pelo oscuro, y a las chicas les gusta hablar con ellos.

Victor miró el oscuro y borroso fax que tenía ante sí. Ya había trazado el perfil de un cuerpo desmadejado y retorcido y parte de otro. John O'Brien, doblado por la mitad y sin cabeza. Dean McAllister, cuyas piernas estaban cercenadas por el muslo. Dio otro bocado de emparedado.

– Registramos treinta quilómetros cuadrados -continuó diciendo Michael-, que es un área mucho mayor de lo que es normal en cualquier accidente, pero nunca dimos con el cuerpo. Encontramos el bolso de la chica y uno de sus zapatos, pero a ella nunca llegamos a localizarla.

Se inclinó sobre la mesa y examinó con atención la fotografía. El rostro de aquella chica estaba abultado a causa de la descomposición y lleno de cicatrices. Anzuelos de pescar le atravesaban los labios y tenía quemaduras de cigarrillo en los párpados. Michael no había visto las fotografías del resto del cuerpo, pero por el modo en que se lo había descrito Victor, no quería verlo. Nunca se había dado cuenta de que fuera posible hacerle daño a una mujer de tantas maneras.

– Sufrió, ¿no es cierto? -preguntó-. Sufrió de veras.

¿Qué? Oh, sí, puede usted estar seguro -repuso Víctor con la boca llena.

Michael se puso en pie otra vez y comenzó a pasear por la oficina. Un esqueleto humano colgaba de un rincón; se acercó a él y se puso a mirar fijamente las polvorientas cuencas de los ojos. Lo tocó suavemente y el esqueleto se puso a bailar y a dar saltitos al tiempo que los huesos de las rodillas chocaban entre sí.

– Le llamamos Idle -comentó Víctor. Michael esbozó una media sonrisa.

– La cuestión es… -empezó a decir; pero se interrumpió al ver que la puerta del despacho se abría y entraba Thomas. Parecía cansado y acalorado. La mitad del faldón de la camisa se le había salido de los arrugados pantalones de color beige, y llevaba la corbata torcida. Le preguntó a Víctor:

– ¿Cómo va eso?

Víctor levantó el emparedado a medio comer.

– Estamos en un descanso nutritivo. Cortar en pedazos a la gente es un trabajo muy duro. Hemos abierto el tórax y la cavidad abdominal; Keiller está recuperando el contenido del estómago. Le mandaré un informe preliminar en cuanto pueda.

– Si es posible, que sea antes de cenar -le pidió Thomas-. Mi aparato digestivo nunca se encuentra muy feliz con esta clase de cosas.

Miró a Michael y sorbió por la nariz; luego se la limpió con el dorso de la mano.

– Bueno, Mikey… Victor me ha dicho que nos has prestado un poco de ayuda en este caso.

– Más que un poco -dijo Victor. Señaló hacia la fotografía que reposaba sobre el escritorio-. Michael cree haber investigado a la desconocida de la calle Byron.

– ¿Me tomas el pelo? -inquirió Thomas. Cogió la fotografía-. ¿Sabes quién es?

Michael asintió.

– ¿Estás seguro?

– Absolutamente. Se llama Elaine Patricia Parker -le explicó Michael-. Fue la única persona de la lista de pasajeros del accidente aéreo de Rocky Woods cuyo cadáver nunca se encontró.

Michael era más bajo que Thomas, le llegaba por el hombro. Thomas se quedó mirándolo desde arriba un buen rato, respirando roncamente por la boca abierta.

– ¿Elaine Patricia Parker?

– Eso es. Estudiaba arte en Attleboro.

– ¿Y eres capaz de reconocerla después de todo este tiempo? ¿Y a pesar de que la hayan golpeado y torturado de ese modo, y de que tenga la cara desfigurada?

Michael asintió.

– Créeme, Thomas, estudié más de cien veces todas las fotografías disponibles de esa chica. Soy un profesional. -Thomas levantó una ceja-. Todavía sigo siendo un profesional -insistió Michael.

Victor comenzó a tamborilear vivamente con los dedos sobre el escritorio; luego se puso en pie y cogió la bata verde de quirófano, que estaba colgada en un perchero al lado de un cartel de glándulas linfáticas de la Hewer's Histology.

– Perdóneme -dijo-. Será mejor que vuelva al trabajo.

– De acuerdo -dijo Thomas sin quitarle los ojos de encima a Michael-. Infórmeme en cuanto pueda, ¿quiere?

Victor salió, y Michael, Thomas e Idle, el esqueleto, se quedaron allí solos sumidos en un incómodo silencio. Thomas cogió la fotografía de Elaine Parker y la levantó hasta ponerla cerca de la cara de Michael. Éste le echaba alguna mirada fugaz de vez en cuando, pero no podía soportar mirarla con demasiado detenimiento. Había empezado a notar aquella espantosa y familiar sensación de vértigo, como si el suelo estuviera a punto de abrirse bajo sus pies, como si estuviera a punto de caer a plomo seis mil metros en medio de la helada oscuridad. Luego entre ramas que lo azotaban y árboles que lo magullaban, y por último contra el suelo sólido, como el nadador que se tira de cabeza contra el cemento.

– ¿Estás seguro de que es ella?

Michael se aclaró la garganta.

– Sacaré el expediente de Plymouth Insurance y te lo traeré. Además tenía marcas distintivas. Recuerdo una pequeña fresa de nacimiento debajo de la axila derecha.

– Le diré a Victor que la busque -dijo Thomas. Siguió con la fotografía levantada ante el rostro de Michael. Éste estaba pálido; parecía distraído y no hacía más que tragar saliva. Thomas tenía mucho interés en saber por qué.

– Si no me equivoco, sus padres viven todavía en Attleboro -dijo Michael-. Tú… eh… podrías pedirles que la identificasen, ¿no?

– No me quedará más remedio que hacerlo si acabo totalmente convencido de que es ella -dijo Thomas. Sin bajar la fotografía se metió la mano izquierda en el bolsillo de la camisa y sacó un cigarrillo-. Pero tienes que comprender mi punto de vista. No quiero exponerme haciendo que alguien vea los restos de esta chica si existe la menor posibilidad de que no sea ella. Lo que le han hecho es algo que me produce pesadillas, y eso que he visto montones de cosas desagradables que les han hecho a otras personas.

– Es ella, estoy seguro -insistió Michael. Y estaba seguro.

– Si tienes razón, Mikey, estás planteándonos algunas preguntas cuya contestación es muy difícil -dijo Thomas-. Por ejemplo… ¿cómo es posible que sobreviviera a un accidente aéreo desde gran altura del que nadie salió con vida?

– Hay varias respuestas -comenzó a decir Michael-. Podría haber sido una de esas cosas raras que tiene la física, una de esas posibilidades que se dan entre un millón. Algunas de las víctimas de Lockerbie mostraban todavía señales de vida cuando las encontraron, y habían caído desde nueve mil quinientos metros de altura. No sobrevivieron mucho tiempo, de acuerdo, pero cuando un cuerpo humano cae desde gran altura, no supera los ciento ochenta quilómetros por hora, porque la resistencia del viento se lo impide. Cuando choca contra el suelo, los efectos no son peores que un choque frontal entre dos automóviles que viajen a noventa quilómetros por hora.

– Ni mejores tampoco, supongo -intervino Thomas.

Michael se encogió de hombros.

– La otra posibilidad es que no estuviera en el avión. Se registró, eso sí, porque la vieron hacerlo… y su equipaje se encontró a bordo, al igual que un zapato y el bolso. Pero, desde luego, no ha sobrevivido ningún testigo que pueda afirmarlo.

Thomas se puso el cigarrillo, todavía sin encender, entre los labios, y cuando empezó a hablar, se movió arriba y abajo.

– Si estás en lo cierto acerca de… ¿cómo dices que se llama, Elaine Parker?, entonces tenemos dos chicas -ambas en la región de Boston- que, de un modo u otro, han sobrevivido a accidentes aéreos, y a continuación a ambas las han raptado, las han hecho prisioneras, las han torturado y finalmente las han asesinado. Y los porqués, los motivos y las conclusiones de esas preguntas concretas… bueno, sólo Dios las sabe.

– Desde luego -dijo Michael-, lo que las relaciona a ambas son los pinchazos… esas cicatrices que les hicieron en la espalda.

– Sí, claro -asintió Thomas con cansancio-. Pero no es gran cosa para seguir adelante, ¿no? Alguien les metió agujas en la espalda. Pero hasta ahora no tenemos ninguna idea de por qué querían hacerlo. Parte del problema es que las entrañas de la desconocida estaban demasiado descompuestas para que Victor determinase qué era lo que el agresor intentaba conseguir… es decir, aparte de causarle un dolor extremo.

– Cuando dices descompuestas…

– Gusanos -dijo Thomas-. Las larvas de la mosca de la carne común. Pregúntaselo a Victor, él es el experto. Se les comieron las entrañas y las dejaron como un edificio en ruinas.

– Está bien -dijo Michael-. Estoy muy puesto en gusanos.

Se apretó el dorso de la mano contra la frente. Se sentía sudoroso, pero al mismo tiempo tenía frío. Quizás fuera buena idea llamar al doctor Rice aquella tarde, aunque sólo fuera para hablar de todas aquellas cosas, para orientarse de nuevo. El mundo real estaba empezando a adquirir un aspecto frío y amenazador, y Michael comenzaba a sentirse muy lejos de Patsy y de Jason, y muy lejos también del silencioso y tranquilizador despacho que el doctor Rice tenía en Hyannis.

Sonó el teléfono. Thomas lo cogió y dijo bruscamente:

– Boyle.

Escuchó, colgó el teléfono y luego le dijo a Michael:

– Victor quiere que baje a la sala de autopsias. Dice que hay algo que yo debería ver. -Hizo una pausa y luego dijo-: ¿Quieres venir conmigo?

Michael titubeó un momento y luego asintió.

– Supongo que tengo que hacerlo.

Habían sido dos días de mucho movimiento en el depósito de cadáveres. Veintidós hombres y tres mujeres habían resultado muertos en los disturbios de la calle Seaver, y las perspectivas eran todavía peores para aquella noche. Y aparte de eso, los forenses tenían que hacerse cargo de la habitual cuota diaria de ahogados y fallecidos a causa de tiroteos, estrangulamientos, cuchilladas y quemaduras. Boston era la meca de los ahogados. En cierta ocasión, el alcalde, en un acceso de indiscreción, había hecho alarde de que en el puerto de Boston se habían ahogado más personas en lo que va de siglo que las listas de víctimas de los naufragios del Lusitania y el Titanic juntas.

Michael tuvo que apretujarse de espaldas contra la pared mientras un cadáver tapado con una sábana verde pasaba en una camilla que empujaba un camillero negro. Éste iba canturreando: «Cuando un hombre… ama a una mujer…»

Victor estaba esperándolos ante las puertas batientes del depósito. Mantenía los ensangrentados guantes en alto, como si estuviera dando la bendición.

– Esto no resulta bonito de ver -les advirtió-, pero es muy interesante.

Pasó por las puertas y entró en la sala, helada y con una iluminación muy brillante. En el aire flotaba un fuerte olor a antisépticos, a bilis y a carne humana no demasiado fresca. Thomas, que iba justo detrás de él, impregnaba vigorosamente el pañuelo de esencia de clavo. Se volvió hacia Michael.

– ¿Quieres un poco?

Michael hizo un gesto negativo con la cabeza.

Sobre la mesa de cerámica blanca delante de ellos, bajo una penetrante batería de focos quirúrgicos, yacía algo que parecía un enorme saco de frutos exóticos reventado y abierto: frutas marrones, amarillas, púrpuras y rojas. Sólo al dar la vuelta y situarse al otro lado de la mesa, Michael se dio cuenta de qué era lo que estaba viendo; porque aquel saco de frutas exóticas reventado tenía una cabeza, una cara, dos brazos y dos piernas. Era Sissy O'Brien, abierta desde la entrepierna hasta la clavícula, y muy separada mediante una extensa incisión por encima del pubis, que permitiera a Víctor Kurylowicz averiguar exactamente qué le habían hecho los secuestradores a aquel cuerpo.

Michael se encontró a sí mismo mirando fijamente aquella cara. Sissy tenía los ojos cerrados y la piel de un extraño color gris perla, casi fosforescente, pero la muerte le había proporcionado una belleza madura y tranquila, por lo que a Michael le resultó casi imposible hacerse a la idea de que no había absolutamente nada dentro de aquella cabeza, debajo de aquel cabello tan sedoso. Solamente oscuridad y la nada, una vida espantosamente sesgada por algún motivo que él no alcanzaba a imaginar. Miró más allá de las llamativas y horripilantes entrañas, y vio a Thomas con los ojos acuosos y el pañuelo sobre la cara, y a Victor observándolo con la luz reflejada en las gafas.

– Venga -le dijo Victor a la vez que le hacía un gesto para que se aproximara-. Tendrá que acercarse más. -Michael se acercó. Notó que la oscuridad empezaba a levantarse debajo de él. Victor dijo-: Más cerca… no va a dar un salto y pedirle que baile con ella.

Michael se acercó a la mesa todo lo que fue capaz. Victor cogió un espéculo de acero inoxidable y empujó con él hacia un lado los montones gélidos de color beige de los intestinos de Cecilia.

– Y ahora aquí… -explicó-. Aquí tenemos los ríñones.

Los ríñones de Cecilia tenían tanto aspecto de ríñones que Michael, en silencio, se juró a sí mismo que nunca volvería a comerlos. Marrones, curvos y brillantes, sólo un poco deslustrados por la reciente exposición al aire. Victor los empujó y se movieron ligeramente de un lado a otro en su lecho de grasa blanca y membrana suelta y venosa.

En un tono de voz natural propio de un conferenciante, Victor continuó hablando:

– Por lo que he podido averiguar hasta el momento, todas las heridas importantes están relacionadas de una manera u otra con la tortura o con la gratificación sádica. Son terribles, y cuando yo digo terribles, quiero decir que son mucho más extremas que cualquier otra cosa que yo haya podido ver hasta el momento. Pero lo que quería averiguar en primer lugar era con qué fin se habían hecho esos dos pinchazos de aguja en la parte baja de la espalda, puesto que, obviamente, eran lo único que podía establecer cierta relación entre nuestra víctima de la calle Byron y esta pobre chica que tenemos delante. No creo que el propósito primordial de los pinchazos de aguja fuera ocasionar dolor. Pueden haber causado dolor, pero nada que se pueda comparar con un cigarrillo encendido aplicado a los pezones desnudos.

– Entonces, ¿qué ha descubierto? -le preguntó Thomas impaciente, pues empezaba a sentir crecientes náuseas.

Victor alzó la mirada y levantó una ceja muy satisfecho de sí mismo.

– Lo que he descubierto es que esos pinchazos iban directamente a las glándulas suprarrenales.

Thomas, con voz apagada por el pañuelo, preguntó:

– ¿Y eso es difícil de hacer?

– Extremadamente. Puede usted ver por sí mismo que los ríñones son unos órganos muy móviles.

– De modo que quien metiera las agujas directamente en esas glándulas concretas lo hizo con habilidad…

– Oh, sí.

– Y exactitud…

– Una exactitud fantástica… recuerde que el riñon izquierdo es siempre un poco más estrecho y está situado más alto, dentro de la cavidad abdominal, que el derecho.

– Y premeditación…

– Desde luego.

– ¿Un cirujano, quizás? -preguntó Michael.

– Es una posibilidad. Desde luego no fue un jugador de dardos.

Thomas aspiró una profunda bocanada de aire empapado en aroma de clavo y luego dijo:

– Entonces, ¿qué son esas glándulas supra… como se llamen? ¿Por qué querría alguien clavarles una aguja?

Victor cogió el escalpelo y retiró la fibrosa capa exterior de las glándulas, que estaban adosadas a la parte superior de los riñones. Un poco de sangre y líquido rezumó de ellas, pero Sissy llevaba mucho tiempo muerta, no iba a darles molestias sangrando demasiado.

– Aquí, miren… -dijo Victor; y abrió uno de los riñones para que Thomas y Michael pudieran comprobarlo por sí mismos. Thomas no pudo evitar pensar en aquel almuerzo que habían comido tres semanas antes en Barrett's, no pudo evitar pensar en todos aquellos riñones envueltos en bacon y servidos en un calientaplatos de plata-. Ésta es la glándula suprarrenal, hay una encima de cada riñon; miden unos cinco centímetros de largo y un poco menos de ancho. Dentro de ellas pueden ver esta capa firme de color amarillo intenso, ¿la ven? Esto es lo que llamamos la capa cortical. Y justo aquí, en el centro, tenemos esta porción blanda de color marrón oscuro. Esto es lo que llamamos la médula.

– Vale -dijo Thomas al tiempo que tragaba saliva-. Pero, ¿para qué sirve? ¿Es importante?

Victor se incorporó hasta quedar erguido del todo, en posición vertical.

– Si a alguien se le quitan las cápsulas suprarrenales, a partir de ese momento sufrirá un abatimiento muscular, y la muerte se producirá al cabo de unos días. Dentro de esta parte marrón y blanda, la médula, es donde se produce la adrenalina.

– ¿Se refiere a la misma adrenalina con que uno se pone todo excitado?

– Eso es. Cuando uno se ve amenazado, o está excitado, o tiene estrés, las glándulas suprarrenales bombean adrenalina, y eso hace que los ojos se agranden, que el pelo se ponga de punta, que el corazón lata a mayor velocidad y que el hígado le llene a uno la corriente sanguínea de azúcar extra.

Michael sentía que la oscuridad lo aprisionaba, pero intentó mantener un comportamiento racional.

– ¿Qué trata de decir con esto? ¿Que alguien le introdujo deliberadamente las agujas a esta chica en las glándulas suprarrenales para extraerle la adrenalina? ¿Es eso?

La cara de Victor adquirió un aire divertido, como quien no se toma la cosa en serio.

– ¿Cómo voy a saberlo? Eso es trabajo del teniente Boyle.

– Pero, ¿alguien le metió las agujas a propósito en las glándulas suprarrenales?

– Exacto. Justo en el medio, donde se produce la adrenalina. Y, desde luego, y dadas las circunstancias, las glándulas suprarrenales de las víctimas habrían estado produciendo una gran cantidad de adrenalina.

– ¿Está hablando del miedo, del dolor, de la amenaza de muerte inminente? -quiso saber Thomas.

Víctor asintió.

– Puede que esto sea sólo teoría, desde luego, pero sugiere un móvil distinto del simple sadismo.

– ¿Un móvil distinto? ¿Qué móvil distinto? ¿Para qué demonios iba alguien a querer la adrenalina de nadie? -preguntó Michael.

– Bueno, es difícil de decir -repuso Víctor-. Normalmente obtenemos toda la adrenalina que necesitamos a partir de los animales, o la producimos artificialmente. Se utiliza mucho en las operaciones de la vista y de la nariz, y también en toda clase de urgencias médicas, porque eleva la presión sanguínea y actúa como vasoconstrictor de los capilares, por lo que reduce las hemorragias. A veces la aplicamos directamente a una herida grave sobre un aposito de gasa, y eso ayuda a detener la hemorragia. También puede resultar útil para aliviar el asma.

Thomas se quedó mirando el saqueado cadáver de Sissy O'Brien. Estaba perplejo y sentía náuseas, pero sobre todo le embargaba la tristeza. Megan, su esposa, había sido trágicamente herida por el destino, pero por lo menos estaba viva. La vida de aquella pobre chica había terminado para siempre en medio del miedo y del sufrimiento, y todo para satisfacer algún tipo de avaricia que no alcanzaba a comprender.

Se encontraban alrededor de la muchacha, de pie bajo la brillante e inflexible luz de la sala de autopsias, y cada uno de ellos, a su manera, se preguntaba por el dolor. Y no sólo eso, sino que también se hacían preguntas acerca de Dios y de si realmente existiría.

Al cabo de dos o tres minutos, Thomas dijo de pronto:

– El rabo.

Michael le echó una mirada rápida. Aquélla era una cuestión en la que no tenía ganas de entrar.

Victor levantó la sábana de quirófano que cubría la mitad inferior del cuerpo de Sissy. Michael no quería mirar, pero no pudo evitar hacerlo, y con una terrible sensación de náusea y lascivia captó la visión de una pelambre poblada y sucia entre los muslos de Sissy.

– Todavía no he cortado en los intestinos inferiores -explicó Victor.

– Pero tiene una idea bastante clara de lo que le han hecho, ¿no es así?

Victor asintió.

– Sí.

– ¿Va a hacerlo ahora? Realmente necesitamos saberlo.

– No tienen que quedarse aquí.

Thomas le dirigió una mirada a Michael por encima del pañuelo y pensó: «Dios mío, este hombre está al límite de lo que puede soportar.» Conocía a Michael desde hacía tiempo. Sabía que era bueno y que tenía algo especial, sobre todo cuando se trataba de investigaciones enmarañadas y engañosas. Pero Joe Garboden le había advertido que ya no era el mismo, no desde lo sucedido en Rocky Woods. Y ahora podía ver por sí mismo que Michael estaba derrumbándose bajo el peso de sus propios traumas. Tenía la cara gris, los ojos se le habían dilatado y exhibía todos los síntomas de estar a punto de derrumbarse.

– Victor… -dijo Thomas-. Quizás sea mejor que nosotros nos saltemos esta parte. Ya me enviará algunas fotografías más tarde.

Pero Michael quería ver. Michael necesitaba ver. Estaba seguro de que existía alguna relación entre lo que le había pasado a Sissy O'Brien y lo sucedido en Rocky Woods. Estaba seguro de que si podía resolver un caso, podía exorcizar el otro. Toda su cordura y su alma dependían de ello.

– Está bien -le dijo a Victor-. Adelante.

Victor miró a Thomas, pero lo único que Thomas pudo hacer fue decir:

– Claro… si eso es lo que él quiere.

Victor les hizo señas a dos jóvenes médicos forenses y habló con ellos rápidamente y en voz baja. Uno de ellos, una chica negra, no hacía más que decir que no con la cabeza, pero Victor le puso una mano en el hombro y dijo:

– Esto es lo peor que podréis ver en esta profesión. Si sois capaces de enfrentaros a esto, podréis enfrentaros a cualquier cosa. Pensadlo bien.

Michael notaba que la transpiración le empapaba la espalda. Comenzó a sorber por la nariz como si tuviese un principio de resfriado, pero sólo era debido a los nervios. Estaba abrumado a causa del terror que sentía. Tenía la sensación de que el edificio entero empezaba a oprimirlo mientras la oscuridad se disponía a engullirlo. Observó cómo Víctor se inclinaba sobre los restos de Sissy O'Brien, con el bisturí reluciendo en la mano, pero no fue capaz de mirar hacia otra parte. Era terrible mirar; pero hubiera sido aún más terrible no mirar.

Solamente Victor hablaba al empezar a abrir el enroscado intestino grueso de color rosa; fue abriendo cada vez más hacia abajo, apartando la grasa, apartando la piel. Iba grabando en una cinta magnetofónica sus impresiones para poder entregarle a Thomas un informe preliminar fiel. Más tarde, cuando estuviera a solas, se pasaría horas diseccionando, analizando y preparando un catálogo completo de todo lo que le había ocurrido a Sissy O'Brien, y en qué orden, y qué hecho o hechos concretos le habían provocado finalmente la muerte.

– Podemos ver que el recto y la sección inferior del intestino grueso han sido groseramente distendidos por la forzada intrusión de un objeto extraño: un objeto de aproximadamente sesenta centímetros de largo y diez de diámetro.

Michael sabía lo que era, y a juzgar por las ensangrentadas y laceradas protuberancias que se veían en los intestinos de Sissy O'Brien, era lo que él pensaba. Pero todavía rezaba porque nada de aquello hubiera sucedido de verdad; y porque nadie hubiera sido capaz de perpetrar aquel acto. No se daba cuenta de que tenía la cara tan pálida como el marfil, como un santo mártir en alguna capilla medieval, y de que las lágrimas le rodaban por las mejillas.

«Esto no debería haber sucedido. Esto no puede ser. Oh, Dios mío, por favor, dime que no es cierto.»

– Vemos la presencia de varias perforaciones y laceraciones anómalas en los intestinos inferiores, cualquiera de las cuales habría podido por sí sola causar una peritonitis mortal -seguía diciendo Victor.

Michael podía oír la voz del médico, pero sólo muy a lo lejos, como si Victor estuviera en otra habitación y hablase por un megáfono de hojalata. Se sentía frío y distante, y notaba cómo se le iba la sangre de la cabeza. Se daba cuenta de que posiblemente fuera a desmayarse.

Victor tendió la mano y la chica negra le puso con fuerza un escalpelo en la mano. El forense se inclinó sobre el cuerpo de Sissy y, con mucho cuidado, comenzó a hendir la oscura y abultada sección del recto.

El tejido blancuzco se separó y Michael oyó decir a Thomas:

– Jesús.

Y eso fue todo. No se desmayó ni se cayó. Pero tampoco pudo moverse. Lo único que pudo hacer fue mirar fijamente los fieros ojos muertos del gato que había aparecido entre los pliegues de carne separados por el bisturí.

Se encontró a sí mismo sentado en una silla dura. No estaba muy seguro de cómo había llegado hasta allí. Alguien le sostenía la mano, una mujer. Michael tenía la mirada fija en un vaso de papel vacío. Oyó la voz de Victor, luego la de Thomas, y a continuación el chirriar de unas ruedas.

De pronto fue consciente del acre y denso olor a muerte que flotaba en el aire.

– No sé con qué va a tener que vérselas en este asunto, teniente -estaba diciendo Victor.

– Un demente -no hacía más que repetir Thomas-. Quienquiera que hiciese esto es un jodido demente.

– Envuelto y apretado con alambre… como un bebé… ya sabe, como un maldito redondo de carne de buey… y luego metido a la fuerza… Jesús…

Todavía estaba de pie junto a la ventana en el despacho de Victor cuando éste regresó. Eran casi las nueve. El cielo sobre la parte sur de Boston estaba cubierto de un humo denso que se había vuelto espectacularmente púrpura a causa del sol poniente; los incendios ardían a lo largo de todo el horizonte como las hogueras de un ejército en un asedio, un asedio de bárbaros, de hunos, de godos o de visigodos.

No se dio la vuelta cuando Victor entró en el despacho, pero lo oyó dejarse caer en el sillón basculante de capitán, dar la vuelta sin levantarse del sillón y abrir uno de los cajones del escritorio. Oyó el tintineo de vasos pequeños y el gluglú de una botella de whisky.

– ¿Y usted? -dijo Victor-. ¿Quiere?

Michael negó con la cabeza.

– ¿Quiere hablar con alguien? -le preguntó Victor.

– Yo… eh… hablaré con mi siquiatra esta misma noche, más tarde.

– Si quiere, puede llamarlo desde aquí.

– Ya lo he hecho. Ahora no está, ha salido a hacer una visita domiciliaria. A hipnotizar a una mujer de West Yarmouth que quiere adelgazar.

Víctor se acercó a la ventana y se quedó de pie a su lado apoyado en el marco, haciendo girar repetidamente el bourborí en el vaso.

– Parece que ustedes los bostonianos están destruyendo su propia ciudad la mar de bien, ¿no? -comentó.

– A mí no me pregunte -dijo Michael-. Después de lo que he visto hoy, creo que la gente es capaz de hacer absolutamente cualquier cosa. Quiero decir, ¿cómo puede alguien…?

Victor esperó a que terminara la frase, pero Michael no lo hizo, así que la terminó por él.

– ¿Cómo es posible que alguien sea capaz de torturar hasta la muerte a una muchacha joven e inocente, y luego matarla de una manera que ni usted ni yo podríamos soñar siquiera en la peor de nuestras pesadillas?

Michael lo miró con ojos inexpresivos. Victor se quitó las gafas y le sonrió.

– Hay algo que aprendí en Newark -dijo-. Si a alguien le importa una mierda la vida humana, es que le importa una mierda la vida humana. No les importa cómo maten a la gente, con disparos, a puñaladas, estrangulándolos, ¿qué más da, con tal de que acaben muertos? Sólo a las personas como usted y como yo nos importa la forma en que muere alguien. A los asesinos no les importa en absoluto. Si están quitándole la mismísima existencia a alguien, ¿qué más da que sufran?

Tras un silencio, Michael dijo:

– ¿No cree usted que a los que mataron a Sissy O'Brien o a Elaine Parker les importase cuánto sufrieran?

Victor dio un trago de whisky.

– Empiezo a pensar que sí… pero no en el sentido a que usted se refiere.

– No comprendo.

– Bien, déjeme expresarlo de este modo: estoy empezando a pensar que esas marcas de pinchazos de aguja son fundamentales en este asunto. No tenemos ninguna prueba física realmente consistente de que se las hicieran a Elaine Parker para llegar a las glándulas suprarrenales. Todos sus órganos internos estaban ya demasiado descompuestos. Pero las marcas externas de Elaine Parker son idénticas a las marcas de Sissy O'Brien. Incluso podrían haber sido infligidas con las mismas agujas. De modo que, de momento, creo que podemos suponer con bastante certeza que hemos establecido unas conexiones, hasta cierto punto fuertes, entre la muerte de Elaine y la muerte de Sissy. Ambas fueron torturadas sádicamente. Ambas pasaron un infierno, créame… y Elaine pasó por un infierno durante casi un año antes de que finalmente la mataran. Si es usted capaz de soportar el informe de la autopsia, le enviaré una copia. En todo esto hay mezclado mucho alambre cortante y muchos cigarrillos encendidos, y cucarachas, y también una rata viva.

¡Oh, Dios! -exclamó Michael. Realmente no deseaba escuchar nada más.

Pero Victor insistió.

– La cuestión es… ¿por qué las torturaron? No lo hicieron por dinero, porque no sabemos que nadie exigiera un rescate por ninguna de las dos, ¿no es así? Tampoco las torturaron a fin de obtener información. Estoy seguro de que ni Elaine ni Sissy conocían secretos que hicieran temblar la tierra, ¿no le parece? Y tampoco creo que Sissy pudiera influir en las opiniones legales de su padre. Tampoco las utilizaron para extorsionar a alguien, no las utilizaron para retorcerle a nadie el brazo y obligarle a hacer algo que no quisiera hacer.

– Entonces, ¿por qué? -preguntó Michael.

– Yo antes solía decir que sólo había tres grandes fuerzas en la vida humana que son la causa de todo: el dinero, el poder y el sexo. Pero si no se trata de dinero, ni se trata de poder, ni se trata de sexo… ¿de qué se trata?

Michael lo miraba fijamente, demasiado aturdido para poder decir nada sensato.

– Se trata de la vida en sí -dijo Victor al tiempo que le daba una palmada en el brazo-. No sólo el dinero, no sólo el poder, no sólo el sexo, sino la vida en sí misma.

– No le entiendo.

– Yo tampoco me entiendo. No sé qué demonios está pasando aquí, pero en el momento en que alguien empieza a manipular cuerpos humanos, puede usted apostar el culo a que alguien, en alguna parte, está buscando vida. Mire el Tercer Mundo -India, África-, la gente es capaz de vender cualquier parte del cuerpo, y eso es porque hay alguien en Occidente que las compra. Existe un mercado de ríñones, un mercado de hígados, incluso hay un mercado de testículos. Venga a ver al doctor Tijeretazo y llévese unas pelotas nuevas. ¡Por el amor de Dios! Y cuando la gente de Occidente no consigue comprar los órganos que quiere, dan el siguiente paso, que consiste en organizar lo que nosotros, doctores en pompas fúnebres, llamamos «donación a la fuerza». Encuentran a alguien compatible, lo matan y cogen lo que quieren.

– ¿Habla en serio? -preguntó Michael.

Víctor asintió enfáticamente con la cabeza.

– Nadie en su sano juicio debería apuntarse nunca para hacer donación de órganos o de médula. Siempre existe el riesgo de que un día alguien más rico que tú quiera tu hígado, puede que tus pulmones, o incluso el corazón… Y, tío, si da la casualidad de que eres compatible…

– Pero ahora estamos hablando de adrenalina -dijo Michael.

– Eso es -convino Víctor-. Adrenalina humana. Y puede que también cortisona. No sé por qué alguien habría de necesitarlas de una forma tan desesperada… pero tengo intención de averiguarlo.

– ¿Le ha hablado de esto a Thomas? -le preguntó Michael. Víctor asintió-. ¿Y qué ha dicho?

– No mucho. Thomas es lo que podríamos llamar un hombre pragmático. Aparte de eso, Thomas tiene el estómago sensible y no le gusta hablar de realidades fisiológicas. A Thomas no le importa oír lo mal que están las cosas mientras no se le diga que son mucho peores de ver.

Michael no pudo evitar recordar aquellos horrorosos ojos de gato mirándole fijamente desde las entrañas de Sissy O'Brien. Era como algo de Edgar Allan Poe o de George Fielding Eliot: El gato negro y El cuenco de cobre.

Pero ahora empezaba a mirar a Víctor bajo una perspectiva diferente, y estaba sorprendido y turbado; y, lo que era extraño, se sentía también complacido. Aquel forense delgado y poco afable de Newark, Nueva Jersey, había mostrado de pronto una buena disposición para pensar de un modo tangencial, para utilizar la imaginación. Víctor lo miró oscura y atentamente, sin la menor insinuación de sonrisa en el rostro, pero existía una fuerte corriente de simpatía profesional entre ellos, y también cierta clase de comprensión personal.

– No lo sé -dijo Víctor-. No estoy seguro. Pero alguna clase de pauta saldrá de todo esto, un motivo de alguna clase, algún móvil. En realidad, lo que estoy haciendo es pensar en voz alta. Me he tenido que enfrentar a la muerte durante la mayor parte de mi vida profesional. Mi tío era director de pompas fúnebres, y cuando yo tenía nueve años le ayudé a preparar a mi propio padre. ¿Qué le parece eso como educación? Conozco a la muerte, Michael. Para mí, la muerte es como una casa vacía una vez que se han sacado los muebles y han salido todas las personas. Puedo pasearme por ella; me hace sentir pesar, pero no me asusta. Pero mucha gente no quiere morir nunca, y lo que son capaces de hacer para permanecer vivos… bueno, apunte eso en su cerebro, en la casilla que dice «posibles móviles», ¿vale?

Michael consultó el reloj.

– ¿Tiene algo que hacer esta noche? -le preguntó a Victor-. No me importaría seguir hablando de estas cosas un poco más.

– Tengo que escribir algunas anotaciones.

– ¿Y después?

– Después nada, supongo. Una cena delante del televisor y a dormir un poco.

– En ese caso -le dijo Michael-, le invito a cenar. Yo vivo justo encima de la Cantina Napoletana de la calle Hanover. Sirven un saltimbocca de ternera que le hará llorar.

Victor lo pensó un poco y luego asintió.

– Vale, acepto. Me vendría bien un buen llanto.


Las persianas estaban bajadas en el cuarto de estar de Matthew Monyatta, en la urbanización Mission Hill, de modo que sólo un pequeño triángulo de luz caía sobre la pared izquierda. La habitación estaba vacía, desnuda, excepto por unos grandes almohadones negros y una mesa japonesa baja del mismo color. En el centro de la mesa, tres palitos de incienso de sándalo se consumían en un recipiente de cobre. El propio Matthew Monyatta estaba reclinado en el suelo, junto a la mesa, repartiendo los huesos. Tenía la cara seria y sudorosa. En el compact-disc sonaba Jah África, un hipnótico ritmo afrocaribeño, a un volumen muy bajo.

Aquellos huesos ya los leían los brujos mucho antes del comercio de esclavos. Al principio siempre se usaban huesos humanos: se mataba a la gente a propósito para obtener huesos, ya que éstos seguían proporcionando las mejores profecías. El secreto de los huesos había atravesado el Atlántico en los barcos de esclavos, y en las plantaciones sureñas, las predicciones se habían llevado a cabo con huesos de pollo, huesos de cerdo o, mejor aún, con huesos de niños que no habían llegado a nacer.

A Matthew le había enseñado a leerlos su abuelo, y ahora estaba leyéndolos. Cuando los huesos caían en forma de estrella significaba que se avecinaban malos tiempos. Cuando caían en zigzag quería decir que habría conflictos. Dos huesos paralelos representaban a los hombres blancos. Tres huesos paralelos, siempre que cayeran en forma de cuernos de cabra, significaban algo más que hombres blancos. Aquello significaba hombres blancos blancos, hombres para el sacrificio. Aquello significaba horror, horror y más horror; el mundo se volvía del revés.

Matthew llevaba presintiendo la actividad de los hombres blancos blancos hacía más de diez años. Cada vez que leía los huesos, siempre había algo que sugería su presencia, por insignificante que fuera. Quizás estuviera equivocado, pero había empezado a establecer cierto paralelismo entre esto y la progresiva erosión de Jamaica Plain, Roxbury y otras zonas del sur de Boston. Roxbury había sido en otro tiempo una sólida comunidad de judíos de clase media, con excelentes tiendas y escuelas ejemplares. Ahora estaba enredada entre el crack, el crimen y los tiroteos desde coches en marcha. El último supermercado ya había cerrado sus puertas hacía tiempo, y el último banco acababa de cerrar.

Y como quiera que Matthew los lanzase, los huesos significaban los hombres blancos blancos, los hombres que nunca cerraban los ojos. Éste era el mundo que ellos querían. Esto era Armagedón que venía de paso.

Matthew estaba recogiendo los huesos cuando oyó que el teléfono sonaba en la cocina. Al cabo de unos momentos entró su hija Yasmin, esbelta y graciosa, con un sari de color escarlata.

– Es para ti, papá. Patrice.

Le dio el teléfono. Matthew dijo:

– ¿Patrice? Creía que habías dicho que yo era más blanco que los jodidos blancos.

Patrice tenía la voz extraña y asustada.

– Matthew… tienes que ayudarme.

– ¿De qué hablas, Patrice? ¿Qué clase de ayuda podrías necesitar de mí?

– Escucha, Matthew… te pido perdón por lo que te dije, ¿de acuerdo? Siento mucho haberlo dicho. He llegado a las dos a mi casa y me he encontrado con que la puerta está cerrada con llave y alguien tiene a Verna como rehén.

– ¿Lo dices en serio? ¿Quién querría a Verna de rehén?

– No lo sé, tío. Son dos tipos, los dos blancos. Los he visto por la ventana.

– ¿Has hablado con ellos?

– Les he preguntado qué quieren, nada más.

– ¿Y qué han dicho?

– Dicen que quieren su dinero.

– ¿Qué dinero?

– ¿Cómo demonios voy a saberlo? Yo no he cogido el dinero de nadie.

– Puede que le hayas robado a alguien y se te haya olvidado.

– ¡Escucha, tío, esto no es una broma! ¡Yo nunca le he robado a nadie! ¡Hay dos petimetres blancos en mi apartamento que han cogido a Verna y van a hacerle daño, tío, eso es lo que dicen!

Matthew miró fugazmente a Yasmin y por señas le pidió un refresco. Yasmin fue a la cocina mientras Matthew continuaba hablando:

– ¿Qué puedo hacer yo? Eso es un asunto criminal, Patrice. No tiene nada que ver con la identidad negra. Si necesitas ayuda, llama a la policía.

– ¿Cómo voy a llamar a la policía? Ésta es una puñetera zona de guerra, tío. Hay edificios ardiendo y ni siquiera mandan a los bomberos.

Matthew sabía que iba a tener que hacerlo. Por mucho que Patrice Latomba lo irritase, por mucho que Patrice Latomba minase su credibilidad y su trabajo sobre la autosuficiencia de los negros, Patrice Latomba era un hermano necesitado y Matthew iba a tener que ir.

– ¿Me llevas a Roxbury? -le preguntó a Yasmin-. Calculo que tendré que apretujarme en ese minúsculo Volkswagen tuyo.

– Como me rompas el coche, te mato -le dijo Yasmin.

Seguido por Patrice, Bertrand y otros dos hermanos, Matthew se acercó con cautela a la puerta del apartamento de Patrice. En el edificio había un denso olor a humo de madera y de goma quemada, y a otra cosa también: al hedor de patatas quemadas.

Matthew dudó unos instantes y luego apretó el timbre.

La respuesta fue casi instantánea, como si alguien hubiese estado esperándolos dentro.

– ¿Quién es?

– Matthew Monyatta -repuso Matthew-. Soy amigo de Patrice. He venido para ver qué se puede hacer. Ya sabe… para ver si se pueden facilitar las cosas.

Hubo una pausa de varios segundos, y luego se oyó decir:

– Queremos nuestro dinero, eso es todo.

– Pregúntales qué dinero -le susurró Patrice a Matthew.

– Patrice quiere saber de qué dinero habláis -repitió Matthew.

– El dinero que alguien se llevó después de que mataron a su bebé.

– ¿De qué estás hablando? -gritó Patrice lleno de miedo y frustración-. ¡Yo nunca he cogido el dinero de nadie!

– Oh, no… eso ya lo sabemos -repuso la voz-. Pero alguno de tus amigos lo hizo, Patrice. Uno de los llamados hermanos. Mira a tu alrededor, comprueba quién falta. Haz algunas preguntas por ahí, Patrice. Alguien cogió ese dinero y no fueron los policías ni nuestro hombre, así que debió de ser uno de los tuyos.

– ¿Puedo hablar con usted cara a cara? -le interrumpió Matthew.

Hubo otra pausa. Luego la voz dijo:

– De acuerdo… ¿quiere entrar? Pero con tal de que sea usted y nadie más.

– ¡Es a mi mujer a quien tenéis ahí dentro! -gritó Patrice-. Si llegáis a tocarla…

Matthew sujetó con fuerza a Patrice por el brazo.

– Quédate tranquilo, ¿vale? Será lo mejor. Por favor.

Patrice estampó el puño contra la pared y agrietó el enlucido. Estaba a punto de llorar.

– Es a mi mujer a quien tienen ahí dentro. Primero matan a nuestro bebé… y ahora esto.

– Haré todo lo que pueda por ti, tío -lo tranquilizó Matthew. Y llamó suavemente a la puerta.

La puerta se abrió, pero sólo un par de centímetros.

– Que todos los demás se aparten de la puerta y se queden bien lejos -exigió la voz.

Bertrand había ido acercándose poco a poco a la puerta, pero Patrice le indicó con un gesto de la cabeza que debía hacer lo que le decían y mantenerse alejado.

La puerta se abrió un poco más. Matthew se volvió hacia Patrice y le dirigió una larga mirada de comprensión. Luego empujó la puerta para abrirla más y entró en el apartamento.

La puerta se cerró velozmente tras él. Matthew se encontró en el cuarto de estar, frente a un hombre de cara blanca, delgado, que llevaba gafas de sol negras.

El hombre de cara blanca lo miró de arriba abajo.

– Gruesos refuerzos, ¿eh? -dijo con una sonrisa torcida.

– No creo que sea momento para chistes, ¿no le parece? -le indicó Matthew-. ¿Qué le habéis hecho a Verna?

– No mucho, todavía. Pero se lo haremos si nos provocan.

– Quiero verla.

– ¿Quiere usted ver a Verna? ¡Desde luego! La tenernos en la cocina. Adelante, entre. Por cierto, me llamo Joseph y éste es mi amigo Bryan.

Intranquilo, Matthew siguió al hombre de cara blanca hasta la cocina. Lo que vio le hizo volver la cara inmediatamente. A Verna le habían quitado la ropa a tirones y la habían atado desnuda de pies y manos boca abajo sobre la mesa de fórmica de la cocina, con los pies levantados en el aire.

Bryan tenía la cara tan blanca como Joseph. No levantó la vista cuando Matthew entró. Estaba muy concentrado sosteniendo una vela blanca encendida sobre la espalda desnuda de Verna. De vez en cuando, cuando la cera derretida rebosaba, inclinaba cuidadosamente la vela hacia un lado y la blanca y ardiente cera derretida caía y se solidificaba en la morena y desnuda piel. La mujer ponía cara de dolor cada vez que caía una gota y emitía un suave gritito. Ya tenía veinte o treinta gotas en la espalda, por los hombros y a lo largo de la columna vertebral.

– ¿Qué son ustedes, enfermos o algo así? -preguntó Matthew en voz baja; la voz le temblaba de la impresión.

– «Aquel que me robe la bolsa no roba cualquier cosa -citó erróneamente Joseph-. Aquel que me robe la bolsa sufrirá, y sufrirá, y sufrirá un poco más, hasta que yo recupere mi dinero.»

– ¡Esta mujer no os ha hecho nada!

– No creo que eso tenga importancia -dijo Joseph-. Es una víctima, nada más, y no podemos evitarlo. ¿Verdad, Bryan?

– No -contestó Bryan mientras dejaba caer más cera en la espalda de Verna-. No podemos evitarlo.

– Os daréis cuenta de que Patrice va a mataros por esto -dijo Matthew.

Joseph rodeó la mesa y pasó la punta de los dedos por la espalda de Verna salpicada de cera.

– No lo creo, señor Monyatta. En realidad, es más bien lo contrario.

– Soltad a Verna -insistió Matthew-. Tenéis que hacerlo… ella es totalmente inocente.

– Oh, no vamos a hacerle mucho daño a menos que sea necesario -repuso Joseph-. Pero alguien cogió nuestra bolsa cuando detuvieron a Jambo, ¿sabe? Y había un montón de dinero en ella, y también cocaína y municiones. Es propiedad nuestra, y queremos que se nos devuelva.

– No creo que Patrice sepa quién la cogió -dijo Matthew-. Me imagino que alguien la cogió y se escapó con ella, simplemente.

Joseph se quitó las gafas oscuras, y Matthew se quedó helado al verle los ojos. Eran de color rojo sangre, como los ojos de un demonio, y estaban tan llenos de desprecio y odio que no pudo evitar estremecerse.

– Quiero que nos devuelvan esa bolsa, y esta señora va a quedarse aquí con nosotros, disfrutando de nuestras atenciones, hasta que tengamos la bolsa en nuestro poder. -Sonrió y enseñó una hoja de afeitar de doble filo que tenía sujeta entre el dedo índice y el dedo corazón, como quien hace un juego de manos-. ¿No cree usted que ella disfrute con esto? Permítame que se lo muestre. -Y mientras decía esto puso la mano izquierda entre las nalgas de Verna y se las separó con los dedos, dejando a la vista el oscuro y arrugado ano y la vulva cubierta de pelo rizado-. ¿Ve esto? -dijo al tiempo que mojaba la punta de los dedos en la suave carne color escarlata de la vagina-. Está mojada, está preparada para el sexo. El terror siempre produce ese efecto, excita a las mujeres. Si quiere usted excitar a una mujer, Matthew, quiero decir excitar realmente a una mujer, asústela de muerte. Ella se empapará, se lo aseguro, antes de que usted pueda decir Monyatta. -Cogió la hoja de afeitar y, muy cuidadosamente, le dibujó una cuadrícula de tres en raya en la nalga izquierda. Apenas salió sangre; sólo unas cuantas gotas finas que se cuajaron casi de inmediato-. Dígale a su amigo que queremos nuestro dinero, Matthew. Que de otro modo, Verna va a sufrir muchísimo más de lo que es necesario.

Matthew dio la vuelta alrededor de la mesa. Estaba tan impresionado que tuvo que apoyarse en uno de los armarios de la cocina. La cara de Verna estaba apoyada sobre la fórmica roja. Tenía los ojos llenos de lágrimas y los labios hinchados y con señales de golpes.

Matthew se inclinó hacia ella y le dijo con suavidad:

– Verna… ¿me oyes? Me llamo Matthew… Matthew Monyatta. A lo mejor has oído a Patrice hablar de mí. -Verna parecía no comprender. Volvió los ojos hacia él, pero no podía enfocar la mirada-. Verna… vamos a sacarte de aquí, te lo prometo.

– Saldrás de aquí, Verna, no te preocupes por eso -le dijo Bryan-. Probablemente saldrás hecha picadillo como una hamburguesa… pero saldrás.

Matthew se incorporó furioso. Pero Bryan levantó al instante la mano izquierda ante él, con el dedo índice y el dedo meñique estirados, muy tiesos, y los demás dedos doblados haciendo el cornu, el signo de la cabra. Y fue entonces cuando Matthew se acabó de convencer de que tenía razón, y que lo que los huesos habían estado advirtiéndole era totalmente cierto.

Sintió una horrible y estremecedora frialdad en el estomago. Los huesos habían estado previniéndole, noche tras noche, cada vez con más fuerza, año tras año. Los hombres blancos blancos. Los hombres que nunca cierran los ojos. En Etiopía y en Egipto, siglos atrás, los llamaban los vigilantes, los ángeles insomnes.

Matthew nunca había pasado tanto miedo en toda su vida. Con voz ronca, dijo:

– Yo os conozco.

– ¿Tú nos conoces? -le preguntó Joseph mientras volvía a ponerse las gafas de sol sonriendo.

– Sois vigilantes, ¿verdad? Seirim.

Joseph se echó a reír.

– Parece que ha estado imaginando cosas, señor Monyatta. Ha estado teniendo sueños. Nosotros somos honrados comerciantes que buscan su dinero, eso es todo.

– Dígame de cuánto dinero se trata -dijo Matthew-. Veré si puedo encontrárselo.

Aunque hacía calor y el aire estaba muy cargado en la cocina de Patrice, Matthew empezaba a tiritar de frío.

– Cuatrocientos cincuenta.

– ¿Nada más? -le preguntó Matthew con incredulidad.

– Cuatrocientos cincuenta mil.

Matthew tocó a Verna con suavidad en la cabeza; una bendición; una esperanza; un deseo santo.

– Dios te guarde -le dijo. Luego se volvió al hombre blanco blanco y le pidió-: Déme un poco de tiempo, por favor. ¿Lo hará? Puedo reunir el dinero si me da usted tiempo.

– No se trata solamente del dinero, señor Monyatta -intervino Bryan.

– ¿Qué más hay? -quiso saber Matthew.

– Los disturbios -explicó el hombre a la vez que hacía remolinos con las manos en el aire-. Los saqueos, los tiroteos, el caos.

– ¿Quieren que se acaben?

Joseph se echó a reír con una risa ronca y quebrada.

– ¿Que se acaben? ¿Está loco? ¡Queremos que continúen! ¡Queremos que empeoren! ¡Queremos ventanas rotas, coches incendiados y cerdos muertos a tiros sin necesidad de provocación!

– Eso no puedo consentirlo -dijo Matthew temblando. Tenía las mejillas cenicientas.

– ¿Por qué no? Dígame, ¿por qué no?

– Ésta es mi gente… aquí es donde viven. Están pidiéndoles que arruinen su propia comunidad. Cristo sabe… Cristo lo sabe… ya estaba bastante mal antes de que sucediese esto.

– No invoque el nombre de Cristo contra mí, señor Monyatta -dijo Joseph en voz baja con frialdad-. Puede que seamos vigilantes, puede que no. Pero si yo fuera usted, no me arriesgaría, ¿sabe? Trae -dijo; y tendió una mano hacia Bryan, quien le pasó la vela encendida. Sin dejar de mirar a Matthew retorció el extremo de la vela, se lo metió a Verna en el trasero y lo dejó allí. Matthew, horrorizado, miró fijamente la vela y luego levantó los ojos hacia Joseph-. No dispone usted de mucho tiempo, señor Monyatta -le advirtió Joseph-. Digamos que una hora, puede que hora y media. A partir de ese momento, el dolor va a empezar de verdad. Oh… y no se le ocurra intentar convencer a la policía para que le ayude. Si noto un tufillo a cerdo, un solo tufillo, la señora Latomba se encontrará meciendo a su bebé allá arriba, en el cielo. Y no bromeo.

Fuera, en las calles, Matthew oyó una descarga de disparos y el sonido de cristales al romperse. Se santiguó y dijo:

– Dios me proteja. Y Dios proteja a esta mujer inocente. Y Dios os condene a los dos al infierno.

Bryan dijo en tono amenazador:

– Me parece que ya es hora de que se vaya, señor Monyatta. Joseph y yo no somos famosos por nuestra inagotable paciencia.

Matthew le dirigió una última mirada de desesperación a Verna, que seguía con la llama de la vela metida oscilando entre las nalgas. Luego, pegado a la pared, fue acercándose a la puerta de la cocina y cruzó el cuarto de estar. Abrió de un tirón la puerta principal y salió, sudando y tiritando, al rellano antes de darse cuenta siquiera, de tan rápidamente como lo hizo.

Patrice lo agarró inmediatamente de la manga.

– ¿Qué pasa? -quiso saber-. ¿La sueltan o qué?

Matthew lo miró fijamente; tenía el labio superior perlado de sudor.

– No puedo hacer nada por ti, tío. Vosotros mismos habéis hecho que esto caiga sobre vosotros. Vosotros los habéis dejado entrar, tío. No podéis culpar a nadie más que a vosotros mismos.

Recorrió el rellano dando tumbos y empezó a bajar las escaleras pesadamente. Patrice titubeó, sorprendido, pero luego echó a correr tras él.

– ¿Y Verna? -le gritó por encima de la barandilla.

– Ojalá que Dios la conserve a salvo, es lo único que puedo decirte.

– Pero… ¿qué tengo que hacer yo?

Matthew se detuvo a mitad de las escaleras.

– Van a hacerle daño, Patrice. Van a hacerle daño de una forma que tú no puedes ni imaginar.

– ¡Eso es! ¡Eso es! -chilló Patrice. Sacó la automática del 45 y la amartilló-. ¡Voy a volarles los puñeteros sesos! ¡Bertrand! ¡Voy a volarles los puñeteros sesos!

– La matarán antes de que llegues a pasar por la puerta -le advirtió Matthew-. Créeme, Patrice, no sabes con quién estás viéndotelas.

– Pero, ¿qué demonios quieren? -le preguntó Patrice a gritos desde arriba.

– Ya te lo han dicho. Quieren su dinero.

– ¡Yo no tengo su dinero, por el amor de Dios!

– Entonces más vale que averigües quién lo tiene; o si no, será mejor que reúnas cuatrocientos cincuenta de los grandes, y ahora mismo.

– ¡Qué dices! ¿De dónde quieres que yo saque semejante montón de dinero?

– Eso es lo que quieren, Patrice.

– ¿Qué vas a hacer tú? -exigió Patrice-. ¿Vas a dejarme plantado aquí o qué? ¿Me dejas aquí para que me las arregle yo solo con esas cucarachas?

– Patrice… deseo que Verna se encuentre a salvo y en libertad tanto como tú, pero no hay nada más que yo pueda hacer, aquí no, no a menos que encuentres el dinero.

– ¿Y el jefe de policía? ¿No podrías hablar con ese hombre? Escucha, pararemos los disturbios, lo pararemos todo.

– Dicen que si traes a la policía la matarán inmediatamente.

– ¿Y qué vas a hacer tú? ¿Te vas y ya está?

– Sólo hay una cosa que yo pueda hacer, y es averiguar contra quién y contra qué tenemos que vérnoslas. Entonces volveré.

Dicho esto, continuó bajando las escaleras.

– ¡Matthew! -aulló Patrice-. ¡Matthew, no puedes abandonarme! ¡Te necesito, tío!

Matthew se agarró con fuerza al pasamanos de la barandilla y le dijo con voz de trueno:

– ¡Están aquí! ¡Los hombres blancos blancos están aquí por tu culpa! ¡Les proporcionaste todo lo que querían! ¿Y ahora me pides que te salve?

Tras decir esto, Matthew bajó apresuradamente las escaleras y salió por la puerta hacia la calle antes de que Patrice pudiera contestarle.

Patrice se volvió hacia Bertrand y le preguntó: -Los hombres blancos blancos? ¿Qué demonios son los hombres blancos blancos?

Bertrand se encogió de hombros.

– Nunca había oído hablar de ningún hombre blanco blanco. Patrice volvió a la puerta de su apartamento y la golpeó furiosamente con los puños.

– iHijos de puta! ¡Como le pongáis un dedo encima a mi mujer, voy a poneros marcando, hijos de puta!

No hubo respuesta. Patrice se volvió a Bertrand y le dijo;

– Quién se llevó ese dinero, tío? ¿Dónde demonios está dinero?

Bertrand se rascó la cabeza y se encogió de hombros.

– Creo que será mejor que empecemos a preguntar por ahí.

Patrice dio un puñetazo contra el pasamanos de la barandilla.

– Quienquiera que sea el que se llevó el dinero, lo mataré ¡Lo mataré!

Y entonces Verna empezó a gritar.

– Patrice! ¡Patrice! ¡Patrice!


Justo antes del amanecer, Michael vio al gato que salía arrastrándose de las entrañas de Sissy O’Brien, con los ojos amarillos, escuálido, cubierto de mucosidad humana y gruñendo, y se despertó gritando.

Victor, que estaba adormilado en el sofá del cuarto de esta corrió hasta el dormitorio y se encontró a Michael empotrado entre la cama y la pared, sin dejar de dar salvajes puñetazos papel de la pared.

– Michael! -lo llamó a gritos-. ¡Michael! ¡Por el amor d Dios, Michael! -Lo cogió por los hombros e intentó levantarlo pero no lo consiguió; Michael se debatía con demasiada fiereza-. ¡Michael! -repitió--. ¡Michael, escúchame!

Por fin, Michael dejó de aporrear la pared y se dio la vuelta se quedó mirándolo fijamente. Tenía las pupilas como puntas de alfileres y la cara espantosamente blanca.

– Michael, soy Victor. ¿Te encuentras bien? Lenta y dolorosamente, Michael se incorporó.

– Estoy bien -dijo al cabo de un rato-. Acabo de tener una experiencia, eso es todo.

– ¿Una experiencia? ¿Qué clase de experiencia?

Michael trató de sonreírle irónicamente.

– Si la tuvieras tú, la llamarías una pesadilla. -Se palmeó frente-. A causa de mi condición sicológica concreta… yo lo experimento virtualmente. Se llama reconstrucción postraumática de los hechos, o algo así.

– Quieres café? Michael asintió.

– Lo siento. Me parece que no debía de haber ido ayer al depósito. Me ha disparado algo por dentro.

– No hay problema, olvídalo. ¿Por qué no intentas hablar con tu siquiatra?

– Puede que sea una buena idea, pero tendré que ir a verlo en persona. M somete a hipnoterapia, y ésta no funciona por teléfono.

Victor consultó el reloj.

– Escucha… ¿por qué no te llevo yo hasta allí? Me vendría bien tomarme algún tiempo libre. ¿Dónde dices que es? ¿En Hyannis?


El inspector Ralph Brossard estaba dando cabezadas delante de Genghis Khan cuando sonó el teléfono. Al principio creyó que estaba soñando, y esperó a que alguien contestase, pero el teléfono seguía sonando sin parar. Por fin, Ralph abrió los ojos y se dio cuenta de dónde estaba y qué pasaba.

Apartó a un lado las cajas medio vacías de chow mein y buey con chiles que abarrotaban la pequeña mesa al lado del armario, y cogió el teléfono.

– No estoy -dijo con voz espesa.

– Ralph? Ralph, soy Newt.

– Ya te lo he dicho, Newt. No estoy.

– Ralph, ha sucedido algo raro.

Ralph pasó la mirada por su apartamento encajonado, empapelado de marrón, en busca de algún cigarrillo, pero no encontró ninguno. Por la ventana sin cortinas veía el interminable flujo del tráfico de primeras horas de la mañana en la autopista John Fitzgerald, y el amanecer que iba haciéndose cada vez más gris sobre el puerto de Boston. También vio reflejada su propia imagen fantasmal, más parecida aún a Ernest Hemingway, ya que los dos días de suspensión de empleo le habían permitido dejarse crecer un poco la barba.

– Yo… esto… he tenido un contacto con Patrice Latomba

– dijo Newt.

– Latomba? ¿Estás tomándome el pelo? Espera un minuto, Newt, tengo que ir a buscar cigarrillos.

A pesar de las protestas de Newt, Ralph dejó caer el auricular y recorrió, chocándose con todo, el cuarto de estar, levantando libros y revistas y dejándolos caer de nuevo. Por fin encontró un paquete medio aplastado de Winston en la estrecha cocina barnizada de verde, y se inclinó sobre el quemador de gas con los ojos entrecerrados para encender un cigarrillo.

Volvió a coger el teléfono al tiempo que dejaba escapar el humo por la boca.

– Vale, Newt, ya estoy contigo. ¿De qué se trata?

– Patrice Latomba dice que a Verna, su mujer, la han cogido dos tipos blancos y la tienen como rehén en su propio apartamento.

– Mierda! ¿Están locos?

– No lo parece. Llevan allí desde ayer por la mañana.

– Sabe Patrice quiénes son?

– No tiene ni idea, pero cree que tú a lo mejor sí lo sabes.

– Cómo voy a saber yo quiénes son? Me paso la vida en una cajita con el letrero «Narcóticos»; no tengo nada que ver con los Musulmanes Negros ni con la sublevación africana, ni con nada en lo que esté metido Latomba.

– Esos dos tipos blancos dicen que quieren que les devuelvan su dinero,

– Dinero? ¿Qué dinero?

– Escucha, Ralph… el dinero que se perdió cuando le tendimos la emboscada a Jambo. Por lo visto, alguien cogió la bolsa durante la emboscada, y ahora esa gente quieren que se la devuelvan.

– De modo que eso es lo que sucedió -dijo Ralph mientras dejaba escapar el humo por entre los dientes-. Bueno. Entonces, ¿por qué no se lo devuelve? A nadie le importa ya un carajo, una vez que perdimos de vista el dinero ya no nos sirve como prueba, quiero decir que el departamento se ha quedado sin cuatrocientos cincuenta de los grandes, pero c’est la vie.

– Ni hablar, Ralph. Por lo visto, el hermano que lo cogió decidió que era demasiado dinero para compartirlo con los demás hermanos, y ahora está en alguna parte y no consiguen encontrarlo. A lo mejor está en las Bermudas, o en Las Vegas. ¿Quién sabe?

– Pues dile a Latomba que llame a la policía.

– Vamos, Ralph, el apartamento de Latomba está justo en medio de la zona de batalla. La gente de Latomba le dispara a la policía en nombre del bebé muerto de Latomba, y los policías les devuelven los disparos. Oficialmente no podríamos montar una operación para rescatar a un rehén de la calle Seaver sin que exista un riesgo más elevado de lo aceptable tanto para policías como para civiles. Extraoficialmente les importaría una mierda lo que le pase a la señora Latomba y cualquiera que se llame Latomba.

– Entonces, ¿qué se supone que he de hacer yo?

– Se supone que vas a prestarle a Patrice Latomba tu experta ayuda para liberar a su mujer de los que la han cogido como rehén, vivita y coleando. No sé cómo de vivita. Patrice dice que han oído gritos.

– Patrice quiere que yo le ayude? ¿A quién intenta tomarle el pelo? Yo maté a su bebé.

– Precisamente. Y por eso piensa que se lo debes.

Ralph observó los bordes de Genghis Khan, que galopaba salvajemente por el decorado de la Universal, con la espalda lanzando destellos.

– Ni hablar, Newt -dijo-. Si quieres saber mi opinión, toda esta historia no es más que un puñetero truco, estúpido y burdo, para hacerme ir a la calle Seaver y permitirle a Latomba que me deje frito. Dile que me envíe una bomba por correo y me ahorrará tener que conducir hasta allí.

– Dice que si puedes salvar a su mujer hará que paren los disturbios y no presentará quejas contra ti por lo que le pasó al pequeño Toussaint.

– Y si no puedo salvar a su mujer? ¿Y si los que la retienen la hacen volar por los aires? ¿Qué va a hacer él entonces? ¿Darme la mano e invitarme a cenar cocina negra del sur?

Se hizo un silencio hueco y prolongado entre ellos. Finalmente Newt habló:

– En realidad, yo creo lo que dice, Ralph.

– Tú le crees? ¡Bueno! Pero tú no eres el que tiene que meterse en la boca del lobo, o lo que sea.

– Ralph… esos tipos han amenazado con torturar y matar a la mujer de Latomba si no les devuelven el dinero.

Ralph se dh un fuerte golpe con la palma de la mano en la frente.

– Y qué esperas que haga yo? No puedo hacer más de lo que pueda hacer él, no sin una brigada especial. Dile que eche la puerta abajo a patadas y que entre a tiro limpio. A lo mejor salva a su mujer, a lo mejor no.

– Tú puedes negociar con ellos, eso es lo que ha dicho Latomba. Puedes ofrecerles algún tipo de trato.

– Qué trato? Estoy suspendido, por si se te había olvidado. No puedo ofrecerles ni un emparedado.

– Vale, Ralph… no hace falta que te pongas así. Sólo estaba pasándote el recado.

– Sí… gracias, Newt. Perdona. Me parece que me compadezco a mí mismo, más que otra cosa.

– Mañana es mi día libre -dijo Newt-. ¿Por qué no nos vamos tú y yo al Sunset y vemos cuántas cervezas diferentes somos capaces de aguantar?

Ralph dirigió una mirada a la fotografia de Hemingway, que estaba colocada encima de la chimenea.

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