ONCE

Ralph subió el coche a la acera al final de la calle Seaver, seguido del Eldorado púrpura metalizado del 82 que lo había escoltado todo el camino hacia el sur por la Combat Zone. Saltó del vehículo y cerró la puerta con llave, aunque se daba cuenta de lo absurdo que resultaba cerrar la puerta de un Volkswagen de tres años aparcado en la calle Seaver. Absurdo porque nadie en la calle Seaver querría robar un coche como aquél, y absurdo también porque, si quisieran, las estadísticas del departamento de policía ponían en evidencia que incluso los modelos que traían alarma de fábrica se podían forzar y poner en marcha en un minuto y cincuenta y ocho segundos, y con frecuencia en menos tiempo.

No obstante, de alguna manera presentía que aquel día no le robarían el coche. Patrice Latomba estaba esperándolo en la acera flanqueado por seis o siete de sus hombres de confianza, incluido Bertrand, que, nerviosos y salvajes, lucían trenzas rastafarianas y gafas negras; también había un atractivo joven negro que llevaba la cabeza afeitada, pendientes de aro de plata y un justillo de cuero sin mangas, y un ex boxeador con los ojos hinchados y la nariz aplastada, a quien Ralph (con cierta tristeza) reconoció como Henry Rivers, el Martillo, uno de sus héroes de los días de la televisión en blanco y negro con los ángulos redondeados. Los días de Cassius Clay; los días de Kennedy.

Dio la vuelta al coche y subió a la acera; Patrice lo recibió con una mirada glacial.

– Lo siento -dijo Ralph-. Quiero que sepas esto antes de que digamos nada más. Fue un accidente, sólo eso. Pero tu hijo está muerto y yo le disparé. Lo siento.

– No hablemos de eso, ¿vale? -dijo Patrice-. Hablar no va a devolvérmelo. Nada ni nadie pueden devolvérmelo. -¿Cuál es tu apartamento? -le preguntó Ralph.

Patrice dio medio vuelta y se lo señaló.

– Es ahí arriba. Tercera planta. Pero han corrido las cortinas. No se puede ver nada.

Ralph retrocedió en la acera y examinó el edificio de ladrillos llenos de manchas. Los balcones eran mucho más estrechos de lo que había supuesto, apenas lo bastante anchos como para que cupieran allí un par de sillas. Pero sabía que los ataques por la puerta de entrada principal siempre resultaban asesinos. Había visto caer ya bajo los disparos a demasiados agentes de uniforme en los rellanos de Roxbury, y no le apetecía nada ser el siguiente de la lista.

– ¿Has hablado con ellos hace poco? -le preguntó a Patrice.

– Lo he intentado. Pero al parecer no tienen la menor capacidad de raciocinio, tío. Dicen que quieren el dinero y ya está. No les importa quién lo tenga, y yo tengo que encontrarlo. Mierda, tío, lo he intentado, he desplegado todas las antenas que te puedas imaginar, pero no sé quién lo tiene. Jesús, si lo supiera, a estas horas ya lo tendrían ellos.

– ¿Hablan por teléfono? -le preguntó Ralph.

– Eso es.

– ¿Y son dos?

– Sólo dos, de eso estoy seguro.

– ¿Cuánto tiempo hace que no duermen? -quiso saber Ralph.

– Desde ayer no han dormido nada, tío. Hemos hablado con ellos durante todo el día de ayer; y toda la noche pasada, y toda esta mañana.

– ¿Con los dos?

– Desde luego. Tienen la voz diferente. Uno de ellos habla como si fuera de Salem o de Marblehead, ¿sabes lo que quiero decir? Del norte, con clase. Con ese acento lento tan raro. El otro parece más normal, de Boston.

– Deben de estar muy cansados.

– Qué dices, tío. No parecen cansados. Ninguno de los dos.

Ralph se quedó pensando durante unos instantes y luego, con bastante brusquedad, dijo:

– Tú no sabes dónde está el dinero, ¿verdad?

– Tío, si yo lo supiera…

– Vale, vale, te creo -le interrumpió Ralph-. ¿Tampoco sabes quiénes son esos tipos? Quiero decir, ¿no tienes ni idea? ¿Ni una pista?

– No son nadie de quienes yo haya oído hablar, y eso es una verdad como un templo.

Ralph se frotó la frente con la punta de los dedos.

– Pues yo ni siquiera tenía ni idea de que hubiese alguien más metido en esa operación, aparte de Jambo, de DuFreyne, de Little Johnson, y de todos esos contactos de familia bien de Harvard, de la Facultad de Medicina de Harvard y del Instituto de Tecnología de Massachusetts.

– Pues yo ni siquiera sabía tanto -le dijo Patrice-. Sí sabía que Luther se dedicaba al tráfico de drogas; todo el mundo sabía que era traficante. Lo que quiero decir es que así es como se gana la vida.

– Entonces, ¿cuál es la situación ahora? -le preguntó Ralph. Estaba tenso, ansioso, se sentía fuera de lugar. El negro guapo lo miraba con un odio inquebrantable, y Henry el Martillo se removía, encogía el cuello y se golpeaba sin parar la palma de una mano con el puño de la otra.

– Han estado haciéndole daño a Verna -dijo Patrice con voz tensa y desafinada-. No sé cuánto, no sé cómo. La oí por el teléfono y estaba chillando. Nunca había oído gritar así a nadie. Dicen que si no les traigo la bolsa antes de las doce, la matarán. Sin condiciones ni peros.

De pronto, a Patrice le brotaron lágrimas de los ojos. Ralph lo miró y se vio atrapado por algo inesperado. Por primera vez en toda su carrera comprendió que las personas contra las que él actuaba como policía eran seres humanos; y que eran exactamente iguales a él; y que lloraban y se preocupaban, aunque fueran ladrones, traficantes de drogas o chulos. No era cuestión de perdonar. El perdonar era cosa de los jurados. Pero sí era cuestión de comprensión; y Patrice estaba llorando; y Ralph lo comprendía. Y aquél era el hombre a cuyo hijo había matado.

– Yo la sacaré de ahí -prometió Ralph-. Tengo cuerda y un gancho en el coche.

– ¿Y ya está? ¿Con una cuerda y un gancho?

– Ya está. Siempre que alguien pueda llevarme al apartamento que está justo encima.

De pronto, Verna abrió los ojos y sintió un dolor atroz en las muñecas y en los tobillos. Tal como estaba, con la mejilla apretada contra la mesa de la cocina, podía ver el reloj eléctrico cuadrado de color amarillo que había en la pared, y descubrió con dolor y alivio al mismo tiempo que sólo había dormido durante veinte minutos. Con dolor porque tenía necesidad de dormir mucho más; y con alivio porque, mientras dormía, por lo menos se había visto libre de las lascivas torturas a que habían estado sometiéndola Bryan y Joseph de modo continuo. Y porque todavía faltaban dos horas y media para mediodía, hora en que Patrice había prometido devolver el dinero.

Durante unos instantes pensó que quizás Bryan y Joseph estuviesen dormitando también. Pero en cuanto abrió los ojos e intentó removerse para buscar una postura más cómoda, apareció Bryan, con los ojos ensangrentados, la cara blanca, y limándose las uñas.

– ¿Tienes hambre? -le preguntó él.

Verna tragó con la garganta seca.

– Me vendría bien un poco de agua. Me duelen muchísimo las muñecas y no siento las manos.

Bryan asintió, como si lo comprendiera perfectamente.

– Estas cosas se nos envían para ponernos a prueba.

Apareció Joseph, con el ceño fruncido en un gesto distraído.

– He perdido una de mis pipas -dijo.

– Probablemente la habrás dejado en el cuarto de estar -le dijo Bryan-. ¿Quieres traerle a Verna un poco de agua?

– Estoy seguro de que la dejé aquí.

– Tráele a Verna un poco de agua, ¿quieres? No nos conviene que se deshidrate. Es malo para el organismo. Hace que la sangre se espese y agria la adrenalina.

– ¿No podríais desatarme? -les suplicó Verna-. Prometo que no intentaré escaparme.

Bryan hizo un gesto negativo con la cabeza.

– Pronto necesitaremos alimentos.

– Yo podría prepararos algo de comer. Tengo un montón de chuletas de cerdo en la nevera.

Joseph estaba llenando una taza en el fregadero. Soltó una aguda carcajada.

– Nosotros no comemos cerdo -le explicó Bryan.

– También tengo carne de vaca, y alubias, y atún.

– Nosotros no comemos carne, no comemos alubias y no comemos atún -le dijo Joseph. Se acercó con la taza de agua y le levantó la cabeza a Verna para que pudiese beber. La mayor parte del agua se le derramó por un lado de la boca, pero Verna consiguió tragar la suficiente para calmar la sed.

Volvió a apoyar la cabeza en la mesa. Joseph permanecía muy cerca de ella, tan cerca que Verna podía olerlo, un olor floral débilmente pútrido, como rosas medio marchitas en un florero cuya agua se hubiera secado.

Ellos no comían carne, no comían alubias y no comían atún. Verna no quiso preguntarles qué era lo que comían, por si no le gustaba la respuesta. Además, ya había aprendido a no provocarlos, a ninguno de los dos. Aquellos dos hombres mostraban una conducta extrañamente formal, pero ya le habían infligido suficiente dolor como para que Verna se hubiera dado cuenta de que su capacidad de crueldad no conocía límites.

Era incapaz de entender cómo alguien podía sentir deseos de hacerle daño a otro ser humano en semejante medida, especialmente teniendo en cuenta que ninguno de ellos parecía obtener placer en ello, ni siquiera el más mínimo placer sexual. Siempre que se ponían a hacerle daño, siempre que la tocaban, lo hacían de un modo tan natural que ella se sentía completamente impersonal, como un pedazo de carne que ellos estuvieran torturando no porque tuvieran nada contra ella, sino por algún incomprensible ritual propio de ellos.

No la odiaban, eso se notaba. Ni siquiera les caía mal. De hecho le hablaban en un tono tan desenfadado y amistoso que casi creía que se habían encariñado con ella.

Eso era lo que hacía que su crueldad resultara aún más aterradora. Eso era lo que la asustaba más que nada.

Había otra cosa que la inquietaba. Algo que le había penetrado profundamente en la conciencia, como una pedazo de vidrio roto que se le hubiera clavado en un pie. La mayor parte del tiempo había estado demasiado aturdida, demasiado agraviada y demasiado agotada para pensar en ello, pero no hacía más que venirle a la cabeza una y otra vez.

Aquellos hombres no habían dormido. Los había visto juntos, los había visto separados. Justo cuando pensaba que uno de ellos estaría descansando, éste reaparecía, sonriente, con los ojos de un color rojo sangre, como rubíes.

Verna tenía la extrañísima sensación de que nunca dormían.

La corpulenta mujer negra, vestida con un vestido estampado de flores azules, le abrió a Ralph el balcón de su apartamento y le enseñó la estrecha terraza. En un extremo de la misma había una silla de mimbre con el asiento medio hundido y un cojín raído.

– Aquí es donde acostumbro a sentarme -le dijo la mujer-. Eso cuando no hay incendios y las balas no vuelan por ahí. -En la otra parte de la terraza había una colección de macetas de barro llenas de una mezcla de flores de vivos colores y hierbas: tomillo, perejil italiano, cilantro, albahaca y salvia-. Y éste es mi jardín, mi orgullo y mi alegría.

– Es verdaderamente bonito -comentó Ralph-. Es bonito ver algo que crece.

Se inclinó sobre el borde del balcón para ver el del apartamento de Patrice Latomba, unos tres metros más abajo. En él había una bicicleta roja y unas plantas altas como ortigas, sospechosamente parecidas a la cannabis sativa, que crecían en latas oxidadas de aceite de cocina. Se agarró a la barandilla de metal que rodeaba la terraza y la zarandeó. Parecía ser lo suficientemente firme.

– Creo que la tienen atada en la cocina -le indicó Patrice-. Gritó un par de veces y los gritos venían de esa dirección.

– De acuerdo -asintió Ralph-. Y tu cocina tiene la misma situación que la del apartamento de esta señora, ¿verdad?

– Eso es.

– De acuerdo -repitió Ralph intentando parecer animado-. Ahora no hay más que ponerse a ello.

Volvió a entrar en el apartamento de la mujer y cogió la pesada cuerda gris que había traído en el maletero del coche. Patrice y la mujer lo miraron en silencio mientras él ataba con destreza un extremo alrededor del pasamanos y tiraba de él con fuerza para probarlo. Luego levantó el arma del calibre 44 que llevaba en la pistolera, bajo el hombro, abrió el tambor, le dio vueltas, lo cerró y amartilló la pistola.

– Tendrás cuidado y apuntarás sólo a quien debes, ¿verdad? -le preguntó Patrice-. Ya me quitaste a mi hijo, no me quites también a mi mujer.

Ralph le dirigió una mirada dura y no dijo nada. Hubiera podido negarse en redondo a acudir allí, y todavía, en aquel mismo momento, podía volverle la espalda a aquella situación, aunque no iba a hacerlo. La adrenalina le corría a raudales y estaba dispuesto a hacer cualquier cosa. Lo único que deseaba era descolgarse por aquel balcón y darle patadas en el culo a alguien; y ni la palabrería engreída de Patrice Latomba iba a detenerle.

– Recen un poco -les pidió.

La mujer se santiguó y dijo:

– Aleluya, aleluya.

Patrice se quedó mirándolo fijamente, como si él estuviera loco, cosa que probablemente era cierta.

Se enrolló la cuerda alrededor de la muñeca izquierda, luego trepó a la barandilla y se mantuvo allí en equilibrio, con las piernas separadas, de espaldas a la calle, que quedaba casi a veinte metros debajo de él. Tenía la 44 levantada en la mano derecha. Eso era lo que significaba ser un hombre. Oyó el lejano golpeteo de un rifle automático. Miró hacia abajo, hacia la calle Seaver, donde todo era devastación y denso humo marrón, y eso era lo que él quería, aquel peligro, aquel paisaje de batalla, aquella abrumadora sensación de que él podía ser importante para algo.

Soltó un grito que le asustó hasta a él mismo, luego saltó de espaldas de la barandilla del balcón y se lanzó al vacío. Dio una vez con los pies contra la pared, para impulsarse más hacia afuera, y bajó balanceándose hasta el balcón de Patrice, todavía gritando como un loco. Se le enganchó un tobillo en la barandilla del balcón, tiró la bicicleta de un golpe, dio la vuelta, se balanceó, y después entró directamente por la puerta del balcón de Patrice en medio de una explosión de vidrios y maderas barnizadas. Cayó de bruces en el cuarto de estar y se encontró envuelto en unas cortinas blancas, como si fueran una mortaja.

Se debatió por ponerse en pie. Tenía un corte en la mejilla izquierda y de una herida larga que se había hecho en la base de la mano derecha le chorreaba abundantemente la sangre, que iba a parar a la alfombra. Pero, en medio de un ataque de tos, logró desenredarse de las cortinas e ir al vestíbulo. La puerta de la cocina estaba ligeramente entreabierta, y pudo oler a humo de cigarrillo y oír a alguien que decía algo. Titubeó unos instantes, pero luego irrumpió en la cocina sosteniendo rígidamente la 44 delante de él con ambas manos. Gritó:

– ¡Quietos!

Los dos hombres de gafas oscuras estaban de pie uno a cada lado de la mesa de la cocina. No parecían sorprendidos en absoluto. Uno de ellos estaba fumándose un cigarrillo y echaba el humo en delgados chorros por los agujeros de la nariz, mientras que el otro se limaba las uñas.

Verna Latomba seguía atada fuertemente a la mesa, desnuda, magullada, con los tobillos y las muñecas atadas a la espalda. Tenía un dibujo de espiga hecho a base de cortes en la espalda, y las nalgas y la parte superior de los muslos estaban salpicados de cera blanca y seca.

Verna intentó volverse para ver quién era.

– ¿Patrice? -preguntó con voz aguda y jadeante-. ¿Eres tú, Patrice?

Ralph dio unos cuantos pasos muy despacio hacia adelante, apuntando con la pistola entre los ojos de Joseph. Cuando Verna vio quién era dijo:

– ¿Usted?

– Digamos que le debo un favor a Patrice -le explicó Ralph. Bryan dejó de limarse las uñas y dejó caer la lima en el bolsillo de la chaqueta.

– ¡He dicho que no os mováis! -rugió Ralph.

El joven levantó las dos manos.

– Ya estamos quietos, por amor de Dios, ya estamos quietos.

– Poned las manos sobre la cabeza -les ordenó Ralph a los dos-. Poned las manos sobre la cabeza y daos la vuelta. Cara a la pared, ¿comprendido?

Los dos hombres se miraron largamente el uno al otro, se encogieron de hombros y luego hicieron lo que Ralph les decía. El que estaba fumando conservó el cigarrillo entre los dedos, de manera que el humo parecía salirle como una cinta de la parte superior de la cabeza.

Tenso, con los ojos muy abiertos, Ralph dio la vuelta a la mesa. Uno de los jóvenes se volvió a mirar, pero Ralph le dijo al instante con brusquedad:

– ¡De cara a la pared, cabrón!

– Perdóneme usted por mirar -se excusó el joven casi con petulancia.

Ralph fue abriendo uno tras otro los cajones de la cocina hasta que encontró lo que buscaba: cuchillos. Sacó el que parecía más afilado y procedió a cortar con la mano izquierda las ataduras que sujetaban los tobillos y las manos de Verna.

– No sé qué clase de pervertidos de mierda sois vosotros dos -dijo jadeando mientras cortaba las cuerdas.

– Mejor para ti -observó uno de los hombres.

Cortó la última de las ataduras. Con una mueca de dolor, Verna bajó lentamente los pies. Ralph dejó caer el cuchillo y se quedó de pie muy cerca de ella, cubriéndole la espalda con el brazo en actitud protectora.

– ¿Crees que podrás andar? -le preguntó.

– No sé -dijo Verna. Intentó débilmente agarrarle la manga.

– Vale… si no puedes caminar, no me va a quedar más remedio que llevarte a hombros, ¿de acuerdo? Intenta sentarte, sólo eso. Sólo intenta sentarte.

El joven del cigarrillo se dio la vuelta hasta quedar frente a Ralph y bajó las manos. Ralph le gritó:

– ¡Date la vuelta! ¡Vuelve a ponerte de espaldas! ¿Estás sordo o qué?

El joven se quedó donde estaba. Dio una tenue chupada al cigarrillo y luego dijo:

– ¿Podemos deducir de esta equivocada misión de rescate que el señor Latomba es incapaz de encontrar nuestro dinero?

– Por última vez, chico, te lo advierto. ¡Date la vuelta!

– Mi querido señor, necesito saber si hemos estado perdiendo el tiempo aquí o no. Si el señor Latomba no es capaz de devolvernos el dinero, entonces vamos a tener que averiguar dónde podremos recuperarlo.

– ¡Date la vuelta! -repitió Ralph.

El joven se quedó donde estaba, fumando, esperando, sonriendo. Entonces, el otro joven bajó las manos y se dio la vuelta también, y los dos se quedaron mirando y esperando, como si estuvieran desafiando a Ralph a que los matase.

– Vamos, arriba -le sugirió Ralph a Verna. Se apoyó sobre una rodilla al lado de la mesa y consiguió levantarla sobre el hombro. No pesaba mucho, Ralph podía notar las costillas y las caderas de la mujer, y oler su perfume y su sudor. No obstante a él empezó a temblarle el brazo a causa de la tensión. Debió de sufrir un tirón en el hombro al saltar al balcón, y la mano derecha empezaba a flaquearle del esfuerzo de mantener levantado el revólver del 44, que pesaba más de dos quilogramos.

Se puso en pie, gruñendo por el esfuerzo, y dio un paso a un lado con evidente dificultad para mantener el equilibrio.

– Quedaos atrás -les advirtió a los hombres de cara blanca-. No quiero disparar, pero lo haré si es necesario.

– Me temo que no le corresponde a usted decidir cuándo hemos de morir -le dijo el joven del cigarrillo. Empezó a acercarse con cautela, apartando una de las sillas de la cocina que se interponía en su camino.

Ralph retrocedió hacia la puerta y levantó a Verna un poco más. La llevaba colgada del hombro tan inerte y poco cooperadora como un antílope muerto, hasta el punto de que casi le hacía caer hacia adelante. Las muñecas y los tobillos debían de habérsele entumecido de tal manera que ni siquiera podía aguantarse en equilibrio sobre él. Por algún motivo, Ralph se acordó de su padre, que había sufrido esclerosis múltiple. Un día, su padre se encontraba de pie delante del fuego, peinándose en el espejo que había sobre la repisa de la chimenea, completamente ajeno al hecho de que un pie calzado con zapatilla estaba enterrado entre los leños encendidos, de modo que estaba quemándose.

Recordó a su madre, que entró en la habitación y se puso a gritar, y aquel grito todavía tenía el poder de romperle la concentración, incluso ahora.

Justo cuando Ralph alcanzaba la puerta de la cocina, el otro joven salió agazapándose, dando vueltas y bailando alrededor de la mesa para cortarle la huida.

Ralph movió el arma ante él.

– Quítate de en medio, ¿vale? ¿Sabes lo que es esto? Un 44, te arrancará la cabeza de cuajo. Te quedarán sólo los hombros, ni señal de la cabeza.

El joven se encogió de hombros y retrocedió con las manos levantadas en gesto apaciguador.

– Está bien, amigo… no hay que excitarse.

Por el rabillo del ojo, Ralph vislumbró al otro joven, que también intentaba acercarse. Se volvió bruscamente y el joven se lanzó a por él, y ahora Ralph disparó, los buenos reflejos de Ralph Brossard. La pistola le saltó en la mano y la cocina pareció expandirse a causa del ensordecedor estruendo de una bala del 44 sobrecargada y disparada casi a quemarropa. Vio cómo las solapas del joven se rompían, tiras de tela negra. Había humo, y el joven se retorcía en medio del mismo; lo vio caer, desplomarse hacia el suelo.

Pero en lugar de caerse del todo, siguió retorciéndose y dando vueltas, casi como un bailarín cosaco, y luego se irguió de nuevo, entre el humo, sonriendo; y se enfrentó a Ralph con la misma despreocupación con la que se había enfrentado antes.

– Ya se lo dije -repitió sonriendo-. No le corresponde a usted decidir cuándo hemos de morir.

Ralph volvió a disparar, qué demonios. El retroceso del arma le sacudió el brazo hacia arriba y le dio un tirón en el otro hombro. La chaqueta del joven estalló en jirones negros, y él soltó un jadeo humeante, pero eso fue todo. Ralph disparó otra vez, aunque sabía que era inútil.

Oyó que alguien aporreaba la puerta de entrada del apartamento. Parecía Patrice.

– ¡Brossard! ¡Brossard! ¿Qué demonios está pasando ahí, tío?

– ¡Nada! -le contestó-. ¡Nada! Tengo a Verna, todo va bien.

El joven soltó una carcajada vacía.

– ¿Todo va bien? ¿Todo va bien? ¡No creo! Yo creo que todo va mal, está que arde.

Se acercó a Ralph; la chaqueta seguía humeando a causa de la pólvora. Tenía los ojos ensangrentados y sin expresión. Ralph levantó el 44, pero el joven se limitó a desviar el cañón hacia un lado y a decir:

– No, ésa no es la manera.

– Voy a llevarme de aquí a esta mujer -le advirtió Ralph.

– Desde luego -convino el joven-. Vas a llevártela de aquí… fuera de aquí, y muy, muy lejos. Donde esté a salvo.

Metió la mano en el bolsillo de la destrozada chaqueta y sacó un pequeño disco de cobre y bronce que sostuvo frente a su cara con los dedos índice y pulgar.

– ¿Sabe qué es esto? -le preguntó el joven con voz tranquila.

Éste dio un paso vacilante hacia atrás.

– Me importa una mierda. Me llevo de aquí a esta mujer, y se acabó.

– Pero mírelo… -le animó el joven, que sostenía más alto el disco delante de sus ojos-. ¿No le hace sentir sueño… no le hace sentirse cansado? ¿No le entran ganas de dejar un momento a Verna en el suelo y tomarse un bien merecido descanso?

– Estás desquiciado -le dijo Ralph.

Pero al mismo tiempo le resultaba imposible apartar la vista de aquel disco de cobre y bronce, que parecía lanzarle destellos con una especie de simplicidad cómplice. «Todos tus problemas podrían ser el cobre. Todas tus penurias podrían ser el bronce. Todas tus tensiones y fatigas, toda culpa y toda ansiedad podrían ser tan sencillas como yo. Un círculo dentro de otro círculo. Como todas las demás relaciones de la galaxia, como planetas dentro de otros planetas, como ruedas dentro de otras ruedas.»

– Apuesto a que se encuentra cansado -le dijo el joven.

– Me voy.

– Claro que se va. No nos importa que se vaya. ¿Qué más nos da? El señor Latomba ha perdido nuestro dinero, las palomas han volado del palomar.

Parpadeó lentamente con aquellos ojos de color rojo sangre y en ellos, Ralph empezó a ver pájaros que volaban poco a poco, aleteando, girando despacio sobre playas de color rojo sangre, donde océanos coagulados se removían viscosamente. No pudo evitar fijar la mirada en el disco de cobre y bronce, que de algún modo parecía hacer guiños y chispear.

Se encontró sumergiéndose entre el cálido y sangriento oleaje, en el mar. El sol brilló unos instantes entre la espuma, que era rosa; y luego no hubo más que oscuridad, una oscuridad abrumadora y cada vez más helada, pero él siguió nadando más y más profundo, porque tenía que nadar más hacia el fondo.

– ¿De qué tienes miedo? -le dijo la voz del joven.

– Del fuego… mi padre se quemó un pie en el fuego.

– ¡Ah, el fuego! No debería tener miedo del fuego. El fuego es nuestro amigo.

Ralph continuó nadando hacia abajo; y cuanto más se adentraba, cuanto más nadaba, más frío sentía. Estaba seguro de que notaba cómo funcionaba su cuerpo, todo a su alrededor, como una máquina silenciosa y atareada.

«Fuego -pensó-. El fuego es mi amigo.»

Pero no se daba cuenta de que no estaba nadando, sino que simplemente arrastraba los pies por la cocina de los Latomba en un profundo trance hipnótico, tropezándose con la mesa, chocando con las sillas, todavía llevando a cuestas a Verna, indefensa, sobre su hombro. El brazo derecho se le desplomó y el pesado revólver rebotó contra el suelo de baldosas de plástico. Ni Bryan ni Joseph hicieron intento alguno de recogerlo. No hacía falta hacerlo. Nadie podía decir cuándo tenían que morir ellos.

– ¡Brossard! -gritó Patrice dando golpes en la puerta-. ¡Brossard! ¿Qué pasa?

Bryan sonrió a Joseph y éste le devolvió la sonrisa. Verna empezó a retorcerse y a debatirse intentando soltarse, liberarse, pero Ralph la sujetaba con una fuerza sobrenatural -la misma fuerza que había hecho que Michael doblase el brazo del sillón del doctor Rice-, y ella estaba debilitada y entumecida por el largo sufrimiento a que había sido sometida sobre la mesa de la cocina.

– ¡Suelte! ¡Suelte…me! -consiguió decir jadeante.

Pero Ralph echó hacia atrás la mano derecha, le agarró el pelo y le torció la cabeza hacia atrás con tanta fuerza que los tendones del cuello crujieron secamente y casi la mata allí mismo. Ella soltó un grito suave y falto de aire… pero, perdido en el trance, Ralph no la oyó.

Ahora creía que estaba saliendo del mar y que iba hacia la orilla. El cielo estaba tan negro como sangre recién derramada. A media distancia podía ver un fuego oscilante y cenizas que se llevaba el viento en forma de remolinos. Un hombre alto con un abrigo gris estaba de pie no lejos del fuego, con las manos en los bolsillos y el pelo de color blanco hueso alborotado por delante de la cara. Nunca había visto a aquel hombre antes, pero de alguna manera sabía quién era, y que siempre habían estado destinados a encontrarse.

Echó a andar por la arena y se acercó al fuego… tanto que podía sentir el calor en las manos y en la cara. El hombre le dijo «Hola, Ralph» sin abrir la boca siquiera, y Ralph pensó: «Es él…-es el "señor Hillary".»

Al mismo tiempo, con Verna agarrada fuertemente al cuello, estaba girando los mandos que encendían los dos quemadoresde la parte delantera de la cocina de gas. Se encendieron, y Ralph pasó por ellos la mano desnuda, adelante y atrás tres veces, para poder sentir el calor. Se extendió por toda la cocina un fuerte olor a vello chamuscado al encogerse y humear el del dorso de la mano, pero él ni siquiera se inmutó.

«Hace mucho frío, ¿verdad, Ralph? -dijo el "señor Hilla-ry"-. Vamos a calentarnos, ¿quieres? Agáchate junto al fuego.»

Ralph acercó ambas manos al fuego tanto como pudo. Ahora ardía ferozmente, una hoguera pequeña de color naranja cálido de maderos arrastrados por la marea y cajas de embalaje rotas. Estaba fascinado por las brillantes chispas que se removían alrededor de los troncos y luego salían en remolinos hacia el cielo de color sangre. Notó como si quisiera coger uno de aquellos leños ardiendo con las manos para poder mirarlo más de cerca.

«El fuego es nuestro amigo, Ralph», le dijo el «señor Hillary».

En la cocina, Ralph agarró a Verna por el cuello, oprimiéndole con fuerza en los nervios con los dedos. Ella trató de escapar, y en su intento por hacerlo le arañó a Ralph la cara con furia, lo golpeó con el codo y lo agarró por los testículos. Gritó una y otra vez, pero Ralph no se daba cuenta. Tenía los ojos abiertos de par en par, pero no parpadeó ni una vez, ni siquiera cuando ella le arañó como un rastrillo la mejilla izquierda con las uñas rotas, desde el ojo hasta la boca.

– El fuego es nuestro amigo -repitió Ralph. La sangre le corría por la cara en cuatro riachuelos separados y le caía sobre el cuello de la camisa-. ¿Me oyes? ¡El fuego es nuestro amigo!

Verna gritó histérica:

– ¡No! ¡No! ¡No!

Tenía la cara grotescamente desfigurada por el miedo y el dolor. Intentó escapar dejándose caer de rodillas, pero Ralph la izó a la fuerza, sin piedad. Luego, sin la menor vacilación, la puso violentamente boca abajo sobre uno de los quemadores de gas que estaban encendidos.

Y la sostuvo así.

El pelo de Verna se prendió. Toda la cabeza se convirtió en una bola de llamas naranjas. De sus labios llenos de ampollas salió un grito que no parecía humano en absoluto: un interminable, chirriante y desafinado quejido, como cuando se arrastra un cincel a todo lo ancho de una pizarra, hasta que Ralph le levantó brevemente la cabeza y volvió a empotrársela en el quemador. Ella tomó aire y, al hacerlo, respiró gas ardiendo.

El pelo sólo tardó unos segundos en convertirse en unos grumos chispeantes y llameantes. Los chorros de gas rugieron contra su frente y le consumieron con fuerza las orejas. Las mejillas se le enrojecieron y se le encogieron, y la piel se le abrió, como la de un pimiento rojo asado.

Todo el tiempo se convulsionaba, se debatía y golpeaba, pero Ralph le apretó la cara con una fuerza implacable contra el quemador, aunque su propia mano izquierda también estaba ardiendo y las llamas empezaban a lamerle la manga de la chaqueta.

– El fuego es nuestro amigo -seguía repitiendo Ralph con los ojos fijos en la cara del «señor Hillary», a tres metros de distancia en algún lugar de la pared de la cocina-. El fuego es nuestro amigo.

La carne de los dedos se le hinchó y se llenó de ampollas. Ahora tenía toda la manga ardiendo, de manera que el brazo se había convertido en una columna de fuego. Los distintos olores del pelo y la lana quemados, junto con el de la carne quemada, se combinaron para formar una niebla rancia e irrespirable, e incluso Bryan empezó a toser. Joseph lo cogió por el brazo y empezó a empujarlo rápidamente hacia la puerta.

Ralph no los vio: no podía verlos porque seguía sumido en un profundo trance hipnótico. El trance afectaba al sistema nervioso de Ralph del mismo modo que la esclerosis múltiple había afectado a su padre: le hacía insensible al dolor. Estaba ardiendo, pero no lo sentía, y creía que el fuego era su amigo.

Verna representaba una danza frenética, una extraordinaria danza en la que arqueaba la espalda y saltaba, doblándose, hasta que por fin consiguió soltarse. Se tambaleó y cayó de lado, lejos del horno, con la cabeza ennegrecida y llena de humo, ciega, con la nariz quemada del todo y los labios humeantes y en carne viva. Intentó levantarse, pero no pudo, y se quedó tumbada en el suelo de la cocina completamente rígida, tan sólo con un espasmo en la mano derecha que indicaba que seguía con vida.

Ralph comprendía que estaba demasiado cerca del fuego. Tenía mucho calor. Le parecía que la mano izquierda estaba convirtiéndosele toda ella en una ampolla, y se levantó para asegurarse de que no se había quemado.

Al hacerlo, todo su mundo se vio engullido por las llamas. Comenzó a gritar y se despertó, y de pronto notó el dolor en el brazo ardiendo.

Todo lo que le había resultado extrañamente atractivo, la playa, la noche y la hoguera del «señor Hillary» se convirtió de pronto en un infierno en la Tierra.

Su brazo, todo su jodido brazo, estaba en llamas. Trató de apagarlo a golpes, pero lo único que consiguió al hacerlo fue quemarse los dedos de la otra mano. Cada golpe parecía no hacer más que avivar las llamas. ¿Qué le habían explicado en las clases de supervivencia? Había que tirarse al suelo, rodar, apagar el fuego como mejor se pudiera.

Agarró un paño de la percha que había encima del horno y se envolvió con él el brazo. Vio que tenía la mano horriblemente quemada… un dibujo de cinco dedos de hueso y cenizas ennegrecidas. El dolor era más de lo que podía soportar, y empezó a tambalearse con las piernas rígidas por toda la cocina completamente fuera de sí, con el brazo todavía humeante, intentando hallar algún modo de poder soportar el más abrumador sufrimiento que había experimentado en su vida. Una vez se había aplastado los dedos con la puerta de un coche, se había quemado un brazo al intentar encender una barbacoa reacia con gasolina, había perdido una uña en una pelea con un violento traficante de crack. Dolor, todo ello dolor, pero nada comparado con aquello. No hubiera creído que fuese posible que un ser humano sufriera semejante dolor sin morirse.

Pero no estaba muerto. Seguía vivo, y ni siquiera se daba cuenta de que estaba sufriendo en voz alta.

Oyó un llanto y unos golpes furiosos que aporreaban la puerta. Luego oyó disparos, y el ruido que produjo algo al hacerse astillas. Alguien discutía a grito pelado. La siguiente cosa de la que tuvo conciencia fue de que Patrice Latomba aparecía en la puerta de la cocina, jadeando, sudoroso, sin nada encima más que un chaleco manchado de grasa y unos téjanos.

Patrice miró a Verna, que se encontraba en el suelo tumbada de espaldas, con la cara aún ardiendo lentamente, el cuerpo presa de convulsiones de dolor, y los talones traqueteando sobre el suelo de la cocina. Luego se volvió hacia Ralph, que tenía los ojos en blanco, como un demente.

– ¿Qué ha pasado aquí, tío?

Ralph no pudo hacer otra cosa más que sonreírle, como un enfermo. El dolor le empañaba los ojos con un velo escarlata y estaba a punto de desmayarse.

– ¿Qué puñetas ha pasado aquí, tío? ¿Dónde están esos tipos? ¿Dónde están esos tipos?

– Yo… no sé… ellos… -empezó a decir Ralph. Y luego, en un angustiado alarido-: ¡Yo no quería quemarla! ¡No sé por qué lo he hecho! ¡Yo no quería quemarla, por el amor de Dios!

Patrice se apartó el humo de la cara con la mano. De pronto se puso muy serio.

– ¿Tú la has quemado? -le preguntó a Ralph. Tenía una frialdad tan terrible en la voz, gravemente conmocionada, que dejó un gusto a metal y a aceite en el paladar de Ralph.

– Yo no quería quemarla.

Patrice levantó la automática, con la muñeca rígida, y disparó una vez. La bala del 45 le dio a Ralph justo en el puente de la nariz y esparció los sesos por las cortinas de la cocina. Un estampado de flores beige y rojo sangre apareció al instante en la ventana, dibujado a una velocidad de trescientos metros por segundo.

Incluso antes de que Ralph hubiera caído de bruces al suelo, Patrice dio la vuelta y le disparó en la cabeza a ella también, un disparo justo en medio del cartílago humeante que era el rostro.

Bertrand apareció en la puerta y contempló la escena presa del más absoluto terror.

– Los has matado a los dos, tío. ¿Y la ley?

Patrice tenía los ojos llenos de lágrimas.

– No hay más ley, tío. No más jodida ley. En la calle Seaver se acabó la ley.

Bertrand miró a Verna y susurró:

– María, madre de Dios. -Y se santiguó.

Patrice lo empujó para que saliera de la cocina y cruzaron el recibidor.

– No más religión, tío, y no más ley. Nada más. Esto es la guerra, tío. ¡Esto es la guerra! Si ves a un solo cerdo en un radio de dos quilómetros a la redonda, si ves a una sola cara blanca, a un judío, a un árabe o a un puñetero indio… ¡los haces volar en pedazos! ¡Los haces volar en pedazos, tío! ¡Con mi permiso específico para ello! ¡Porque yo soy la ley! ¡Y lo que han hecho hoy aquí me da todo el derecho!

Bertrand sacó una automática niquelada del 45 del bolsillo de la cazadora roja con flecos y comenzó a disparar al techo. El yeso cayó como una ducha y Bertrand se lo sacudió de los hombros y se puso a chillar:

– ¡La Navidad! ¡La Navidad se ha adelantado!

Michael estaba sentado en el estudio cuando llamaron con suaves golpes a la puerta y entró Patsy. Era ya media tarde, todos habían tomado una buena comida, pastel de pollo, y Victor se había llevado a Jason a la playa para intentar echar a volar la cometa nueva del muchacho.

El sol salía y se ocultaba al pasar velozmente las nubes por la costa. Michael podía ver a lo lejos a Víctor y a Jason con la cometa roja y amarilla, que caracoleaba y caía a pesar de los esfuerzos que ambos realizaban para hacerla volar. El viento era demasiado turbulento aquel día, había demasiada corriente hacia abajo.

Patsy se puso detrás de él y comenzó a darle masaje en los músculos de los hombros.

– ¡Estás tenso! -le dijo-. Hacía muchos meses que no te ponías así.

– Es el trabajo, sólo eso. En cuanto acabemos con ello y haya cobrado mi cheque, todo volverá a reducirse a pescar percebes. Te lo prometo.

– No sé -dijo ella poco convencida-. A lo mejor te conviene un poco de estrés.

Michael le dio la vuelta a la silla y abrazó a su mujer; se la sentó en las rodillas y la besó. Patsy tenía el pelo recogido atrás con un pañuelo de seda amarillo, y llevaba puesto un vestido corto de algodón, amarillo como los girasoles, como la pintura, como la mantequilla. Los labios le sabían a barra de labios rosa y a perfume recién aplicado. La gran pulsera de cuentas tintineaba.

Cuando hubieron terminado de besarse se miraron a los ojos, inquisitivamente, sin apuro.

– Tú has cambiado -le dijo ella con considerable certeza.

– ¿Cambiado? No lo creo.

– No… lo noto, tú has cambiado. Estás… ¿cómo diría yo? Más… profundo.

– ¿Más profundo? ¿Es que hasta ahora era superficial? Haces que yo parezca una piscina.

Patsy le tocó la punta de la nariz con el dedo.

– No quería decir eso. Quiero decir que pareces mucho más seguro de ti mismo, mucho más confiado. Tengo la impresión de que, de pronto, sabes exactamente adonde vas.

Michael miró el ajado ejemplar de la revista Mushing que estaba en el suelo, al lado del sofá, y comprendió que Patsy tenía razón. Sabía adonde iba por primera vez desde hacía casi un año, y no era precisamente al polo magnético con un equipo de perros y cuatro cajas de Labatt's.

Desde lo de Rocky Woods había dejado pasar todas sus responsabilidades de investigador de seguros y de marido, e incluso de hombre. Había intentado fingir que era capaz de ser alguien completamente diferente… no sólo diferente, sino alguien más afortunado. Debía haber sabido que él nunca había sido afortunado, en el sentido de que nunca había conseguido nada a cambio de nada. Nunca había ganado una competición ni una lotería, ni siquiera había sacado provecho de ninguna máquina tragaperras. Incluso en el trabajo, su más inspirada investigación jamás le había proporcionado una subida de sueldo ni un ascenso, por modesto que fuese. Tomemos el caso Hunt como ejemplo, hacía tres años y medio. Había descubierto que una acaudalada esposa, la señora Lynnfield, ya estaba muerta cuando se había incendiado el coche con ella dentro, porque no había marcas de inhalación de humo alrededor de la nariz y de la boca. Ni siquiera los investigadores del departamento de bomberos lo habían notado. Le había ahorrado a Plymouth Insurance un millón trescientos cincuenta mil dólares, y a cambio había recibido una palmadita de felicitación en la espalda por parte de Joe Garboden y una nota de agradecimiento de Edgar Bedford, y eso había sido todo.

Pero Patsy tenía razón. La investigación sobre el caso de John O'Brien lo había hecho más profundo. Le había hecho caer en la cuenta de que no era sólo un observador, no era sólo un entrometido en las humeantes ruinas de las vidas de otras personas, sino un individuo capaz de cambiar el modo como eran las cosas, empezando por el modo como era él mismo.

Parte de esta recién hallada confianza procedía de los trances hipnóticos a que lo habían sometido… la playa, el faro y el hombre huesudo de cara blanca. Tenía el fortísimo presentimiento de que el hombre de aquellos trances era real, y que era de la clase de hombres que pueden cambiar el curso de la historia. Estaba seguro de que el faro también estaba investido de algún significado trascendental, quizás fuese real, quizás fuese simbólico, pero ahora Michael estaba decidido a averiguar por qué tenía tanta importancia y quién era el hombre… y a causa de esa determinación estaba empezando a sentirse más fuerte.

Él también podía cambiar el curso de la historia.

Patsy lo besó en la frente y le revolvió el pelo.

– Entonces, ¿de qué se trata? -quiso saber-. ¿Has averiguado quiénes eran aquellos jóvenes que estaban merodeando por la acera de enfrente?

Él le devolvió el beso.

– Oh… no eran nadie.

– Debían de ser alguien.

Michael volvió a darse la vuelta en la silla, de modo que los dos quedaron de cara al escritorio. Éste estaba sembrado de las fotografías ampliadas en blanco y negro que Joe había escondido en la revista. Debían de haber sido ampliadas realmente hasta el límite, porque eran granulosas, estaban bastante borrosas, y algunas podrían haber formado parte de cualquier concurso de «adivine usted qué es».

– ¿Quiénes son? -le preguntó Patsy.

– ¿Reconoces a alguno de ellos?

Ella cogió una de las fotografías y la miró con atención frunciendo el ceño.

– No sé… ¿Dónde se han tomado?

Estaba mirando la fotografía de una valla sombreada por árboles. Había varias personas delante de la valla, una mujer con un vestido de lunares, un hombre con traje y abrigo deportivo, otra mujer con un vestido de manga corta y bolso, otro hombre con camisa a cuadros. Pero detrás de la valla había otras ocho o nueve personas de pie, cuyas caras resultaban más difíciles de distinguir a causa de la sombra moteada de los árboles. A la derecha, en el extremo más alejado, se veían tres jóvenes de cara pálida, todos ellos ataviados con sombrero negro de ala bajada por delante y subida por detrás, ese tipo de sombrero que se llevaba mucho en los años sesenta. Los tres llevaban gafas oscuras.

– ¿Qué te parece? -le preguntó Michael animándola a hablar.

Patsy observó con atención la fotografía, se la acercó mucho, hasta que casi la tocó con su nariz respingona. Luego miró a Michael, y éste pudo ver las motas grises en los iris color azul como la flor del maíz, y los finísimos pelos de las cejas.

– Son ellos, ¿verdad? -le preguntó Patsy.

– No lo sé. Es lo que estoy preguntándote.

– Son ellos -afirmó ella al tiempo que hacía un gesto de asentimiento con la cabeza-. Por lo menos, dos de ellos lo son. El de la derecha y el que está a su lado, en el centro. Al de la izquierda no lo reconozco.

– ¿Estás segura?

Patsy volvió a observar la fotografía y poco después asintió.

– Estoy segura. Estoy completamente segura. Mírale las orejas. Quiero decir, no es exactamente mister Spock, pero casi. No es que los reconozca individualmente, pero viéndolos a los dos juntos…

Michael la besó en la oreja y se enroscó un mechón de aquel cabello fino y rubio en un dedo.

– Yo quería irme a hacer mushing al polo -le dijo-. Quería abandonaros a ti y a Jason, marcharme en avión al norte de Groenlandia, y luego recorrer en trineo el resto del camino. Creo que medio confiaba en morir de hipotermia. Dicen que es muy placentero morir así… y aún lo es más si todos esos leales perros esquimales te lamen la cara mientras vas al encuentro del Gran Hacedor del polo en el cielo.

– Lo que querías tú, cabezota, era no pensar en la realidad. Y no te lo tomes a broma. Lo pasaste muy mal después de lo de Rocky Woods, y no trates de fingir que no, porque yo también me sentía fatal.

– Ya lo sé -aceptó Michael apretándole una mano-. Pero esto es la realidad. -Dio unos golpecitos sobre las fotografías-. Éstos eran los hombres que andaban merodeando por ahí afuera, los mismos que siguieron a Joe cuando se marchó de aquí en su coche. Quiero decir… bueno, voy a hacer que realcen estas fotografías en el ordenador de Plymouth Insurance, pero estoy prácticamente convencido de ello.

– ¿Dónde tomaron ésta?

– ¿Estás preparada para oírlo? Según lo que ha escrito Joe en el reverso, la hicieron el veintidós de noviembre de 1963, desde el lado este de la plaza Dealey, en Dallas.

Hubo una pausa muy larga. Luego Patsy volvió a mirar la fotografía.

– Pero la plaza Dealey de Dallas… allí es donde mataron al presidente Kennedy.

– Exacto.

Patsy se quedó pensando durante unos instantes mientras Michael la observaba. Por fin dijo:

– Pero… ¿cómo puede ser que estos hombres se encontraran allí… en 1963, si hoy mismo han estado aquí y tenían exactamente el mismo aspecto?

– Eso es lo que Joe estaba tratando de averiguar, y yo tengo que averiguarlo.

– Oh, Michael… es imposible que se trate de los mismos hombres. Los que yo vi no tenían más de veinticuatro o veinticinco años… como mucho treinta. Tendrían que ser unas criaturas cuando asesinaron a Kennedy. Y, de todos modos…, ¿estás seguro de que estas fotografías son auténticas? No se parecen a ninguna fotografía que yo haya visto antes. No las mostraron en aquel documental sobre Kennedy, ¿verdad?

– No, no lo hicieron. Según dice Joe, las fotografías las hizo un tipo llamado Jacob Parrot, que tenía una tienda de música en Grand Prairie. Fue uno de los pocos fotógrafos aficionados que se encontraban en la escena del crimen a los que no les confiscó las fotografías el FBI ni la policía. Cuando vio que a la gente le quitaban las cámaras, enrolló la película, la sacó y se la metió en el bolsillo. Por lo visto, Jacob Parrot le había pedido prestada la cámara a un amigo, y no había colocado el enfoque correctamente. En la mayoría de las fotografías, el presidente Kennedy se ve muy borroso, pero la gente que está en el montículo lleno de hierba y en la valla que se encuentra detrás del mismo están muy bien enfocados. Y aquí los tienes.

– ¿Crees de verdad que son los mismos hombres?

– Echa una ojeada a esta fotografía.

Michael le pasó una fotografía que mostraba claramente a uno de los hombres de gafas oscuras con un rifle levantado hasta la altura del hombro. El otro estaba dándose la vuelta y tenía una mano pegada contra la oreja, como si estuviera intentando protegerse del estallido.

Patsy sólo necesitó echarle un rápida ojeada antes de dejarla caer otra vez sobre el escritorio y decir:

– Sí… son ellos. Lo son realmente.

– ¿Seguro?

– No hay duda. Ese de las orejas, desde luego. Y el otro… hay algo como antiguo en él. Aunque solamente hubiera visto la fotografía de uno de ellos, habría dicho que sí. Pero estando los dos juntos… tienen que ser ellos por fuerza.

Michael le dio otro beso.

– Lo único que necesito saber ahora es… ¿por qué Joe ha dejado aquí estas fotografías?

– Para esconderlas, supongo.

– Bueno, eso es evidente. Pero, ¿por qué ha tenido que esconderlas aquí? ¿No podía haberlas escondido en su casa, o en la oficina, o en la consigna de una estación de autobuses, o algo así?

– Puede que sepa que van a por él.

– De todos modos…

– Puede que sepa que van a por él y, sencillamente, no haya tenido tiempo de esconderlas en otro sitio.

Michael repasó las fotografías del montículo lleno de hierba y movió lenta y dubitativamente la cabeza.

– No sé… no me gusta nada tenerlas aquí. Ésta es la clase de fotografías por la que matan a la gente.

– ¿Por qué no lo hablas con Joe?

– ¿Por un teléfono móvil que hasta tu hermana pequeña podría pinchar? Debes de estar de broma.

– No tienes que nombrar a Kennedy. Podrías decir vaguedades… algo así como: «Joe, muchas gracias por ese informe tan interesante que me enviaste.» O: «Me ha gustado mucho ver las fotografías de los niños.»

Michael le dio un abrazo y se echó a reír.

– ¿Qué te crees que es esto? ¿Una película de espías? No… pronto llegará a la oficina. Luego lo llamaré allí.

Por la ventana vieron que Víctor y Jason se dirigían de vuelta a casa.

– En serio -dijo Patsy-. ¿Qué vas a hacer ahora? ¿Vas a llamar a la policía?

– No… no. Todavía no. Tendremos que presentar muchas más pruebas. Además, si esos tipos llegan a enterarse de que estamos sobre su pista y de que sabemos quiénes son, bien podría ser que vinieran a por nosotros también. Mira lo que le pasó a ese tipo, como se llame, aquel que iba a demostrar en el juzgado que Lee Harvey Oswald tenía relación directa con Clay Shaw. David Ferrie, eso es. Apareció muerto en misteriosas circunstancias antes de llegar a subir al estrado. Y lo mismo les sucedió a otros muchos. Cualquiera que sea capaz de demostrar lo que nosotros estamos en situación de probar… que Lee Harvey Oswald no le disparó al presidente Kennedy… que no lo hizo y no pudo hacerlo… y que fueron estos hombres los que lo hicieron… Estos tipos de la cara blanca con esos sombreros, esos trajes y esas garitas tan raras.

– Michael… no se te habrá ocurrido seguirles la pista tú solo, ¿verdad?

– No. Les seguiremos la pista Joe y yo juntos… siempre que consigamos un poco de ayuda de la oficina del forense y del departamento de policía.

Víctor entró en el despacho con los ojos llorosos a causa de la brisa, seguido de cerca por Jason, que estaba muy sonriente.

– ¡Jesús, qué viento hace ahí afuera! -dijo jadeando.

– ¿Ha habido suerte con la cometa?

– Cayó en picado -comentó Jason mordazmente.

– Ésa es la historia de mi vida -dijo Víctor. Se sentó y se quitó las gafas-. Una desilusión en cada curva.

– Jason, ¿quieres ir a buscarte una Coca-cola? -le sugirió Michael.

Jason ya se había tirado encima del sofá.

– Ah, ya lo he pescado. Lo que queréis es tener una conversación de adultos.

Michael le revolvió el pelo con la mano.

– Nunca hubiera podido imaginar que alguien tan astuto pudiera salir de mis partes.

– ¿Partes? ¿Qué son las partes?

– Ve a buscar la Coca-cola, ¿vale?

– Quiero saber qué son las partes.

– Las partes son los genitales.

– ¿La pilila, quieres decir?

– Sí, Jason, la pilila.

– Bueno. ¿Y por qué no lo dices? «Partes.» Imagínate en el colegio. «¡Oye, Bradley, quita de ahí las partes!»

– Dios mío, estos trece años -exclamó Michael cuando Ja-son se hubo marchado (sin cerrar la puerta como es debido).

Pero Víctor ya había cogido las fotografías de Kennedy y estaba mirándolas.

– ¿Qué te parece? -le preguntó a Patsy.

Patsy tenía los labios apretados.

– A mí me parece algo espantoso. Yo creo que deberíais entregárselas al FBI o a la policía, que se encarguen ellos de este asunto.

– Pues yo no estoy seguro de que eso sea una buena idea -dijo Victor.

– ¿Ah, no?

– Piénsalo bien. Parece que Joe ha encontrado cierta conexión entre estos hombres y el asesinato del presidente Kennedy. Pero Joe también estaba dando a entender, y con mucho énfasis, que asimismo están relacionados con el asesinato de John O'Brien, mientras que la policía de Boston intenta explicar por todos los medios que fue un accidente.

– ¿Así que lo que quieres decir es que la policía también está implicada en los asesinatos?

Victor se encogió de hombros.

– Puede que no esté implicada directamente, pero desde luego están haciendo todo lo posible por encubrir las evidencias. Mi consejo es que, en lo que concierne a la policía, debemos andar realmente con pies de plomo.

Michael se acercó a la puerta del despacho y la abrió. Abajo, el jardín estaba vacío y la calle se veía desierta. La brisa siseaba suavemente entre la arena y formaba remolinos por la acera.

– Propongo que volvamos a Boston e indaguemos un poco más -dijo-. Podemos fiarnos de Thomas Boyle, ¿no?

– Creo que sí. Tanto como de cualquier otro.

– Tenemos que hablar con Thomas acerca de la actuación oficial de la policía en este asunto. Luego tenemos que volver a hablar con el doctor Moorpath. Hay que conseguir que nos explique cómo demonios ha podido decir en su informe que el grupo de O'Brien murió de forma accidental. Tenemos que hablar también con Edgar Bedford, en Plymouth, y preguntarle por qué quiere que pongamos punto final a nuestra investigación. Y finalmente con Kevin Murray y Arthur Rolbein. He leído sus informes y todavía quedan muchas preguntas sin contestar.

– Vas a remover un verdadero avispero, si quieres que te diga mi opinión -le comentó Víctor.

Michael asintió.

– Ya lo sé. Y voy a hablar con Joe primero. Quiero saber por qué está tan asustado… y hasta qué punto tenemos que estar asustados nosotros.

– Yo creo que tendríamos que estar asustados de cojones -dijo Víctor.

Patsy lo miró con ansiedad.

– No pensaréis volver a Boston ahora mismo, ¿verdad? -les preguntó.

Michael consultó el reloj. Eran las tres y once minutos.

– No inmediatamente, primero tengo que hablar de esto con Joe. No quiero dejarlo con el culo al aire.

Poco después de las cuatro llamó por teléfono a Joe a Plymouth Insurance. La secretaria de Joe le dijo que no había regresado todavía de New Seabury. En coche se tardaba poco más de dos horas en recorrer aquel trayecto aun suponiendo que el tráfico fuera muy denso, pero quizás Joe se hubiese detenido en alguna parte para comer, o quizás hubiese decidido pasar por su casa primero. Michael llamó al número privado de Joe y le contestó Marcia; ella tampoco lo había visto todavía.

Marcia le dio el número del teléfono móvil de Joe y Michael intentó llamarlo. Una voz impersonal y nasal, una grabación, le dijo que aquel teléfono móvil se encontraba fuera de servicio.

Michael le dijo a Víctor:

– Todavía no ha llegado a la oficina, no está en su casa y el teléfono móvil no tiene línea.

– Vamos a darle otra media hora -sugirió Víctor.

Michael volvió a llamar a la oficina a las cinco, luego a las cinco y media, y a las seis menos diez. Esta vez, las oficinas estaban cerradas y lo único que oyó fue el contestador automático: «Si sabe la extensión de la persona a la que está llamando, puede apretar ese número ahora…»

Apretó el número de la extensión de Joe y lo único que consiguió fue escuchar el contestador automático que había sobre su escritorio: «Hola, aquí Joe Garboden… en este momento no estoy en mi despacho…»

Sostuvo el auricular para que Victor también pudiera oír lo que decía el mensaje.

– Aquí pasa algo -dijo-. Sólo espero que no haya sido un accidente.

Victor hizo un gesto con la cabeza.

– Yo no me preocuparía demasiado. Probablemente se haya encontrado con alguien y se ha entretenido.

Michael llamó a Kevin Murray, pero su madre le dijo que se había ido a pasar el fin de semana a Maine. Telefoneó también a Arthur Rolbein, y éste quedó en reunirse con él el día siguiente a las dos de la tarde. De todos modos, parecía mostrarse extrañamente precavido.

– ¿Todo va bien? -le preguntó Michael.

– Oh, desde luego. Sólo que se ha dado la orden de que la investigación sobre el caso O'Brien ha quedado definitivamente cerrada.

– ¿Has visto el informe del doctor Moorpath?

– Todavía no lo he leído, pero han hablado de él en las noticias de las cuatro.

– ¿Y qué te parece?

– A mí no me parece nada. La investigación está cerrada. Muerte accidental, Plymouth suelta la pasta.

– ¿Tú crees que fue muerte accidental?

Se hizo un prolongado silencio. Luego Arthur Rolbein dijo:

– Ya estoy trabajando en otra cosa.

– Arthur… necesito tu opinión sobre este asunto.

– Ya hablaremos mañana -dijo Arthur. Y colgó el teléfono con tanta prisa que Michael no tuvo tiempo ni de decirle adiós.

Victor dio un trago de cerveza de la botella y dijo:

– ¿Qué te había dicho yo? Ve con pies de plomo.

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