NUEVE

Iban conduciendo en dirección sur por la autopista Pilgrims; era una mañana brumosa iluminada por el sol, y en la radio sonaba rock’n’roll de los años setenta: Staying alive, The Air That I Breath y Reason to Be Cheerful

– Debería tomarme unas vacaciones -dijo Victor-. Hace años que no lo hago. Cada día un cadáver nuevo. ¿Sabes lo que quiero decir?

– Debe de ser muy deprimente -le comentó Michael.

– Oh, no, ni hablar, no es deprimente. Solamente resulta aburrido. ¿Sabes qué quiero decir? Cuando has visto un páncreas, los has visto todos.

Salieron de la carretera y tomaron el desvío hacia New Seabury justo antes de las once. Michael giró el volante para meter el coche en el jardín de su casa y comenzó a tocar la bocina de forma escandalosa. Patsy abrió inmediatamente la puerta de la cocina y bajó corriendo por las escaleras de madera; iba vestida con unos tejanos muy ajustados y una camisa de cuadros rosas, y llevaba el pelo sujeto hacia atrás con horquillas. Michael la estrechó con fuerza entre sus brazos y la notó tan cálida y sexy como siempre; olía a Lauren, como de costumbre.

– Éste es Victor Impronunciable -dijo por fin Michael a la vez que se daba la vuelta.

– Kurylowicz -aclaró Victor al tiempo que le tendía la mano.

Patsy le estrechó la mano y le sonrió.

– Me alegro de conocerte. Michael me ha hablado mucho de ti por teléfono.

– No diría la verdad, espero.

– Dijo que eras un amigo.

Subieron los escalones hasta la cocina y luego pasaron al cuarto de estar, donde se encontraban los dos sofás gastados y las sillas propias de un bazar de oportunidades; desde allí se veía la asombrosa vista del océano ázul y blanco.

– Queréis café? -les preguntó Patsy. Le brillaban los ojos porque estaba contentísima de ver a Michael,

– Sería estupendo -dijo éste.

Cuando Patsy se hubo marchado a la cocina, Victor observó:

– Fíjate en este lugar. Es precioso. No entiendo por qué quieres trabajar en la ciudad.

– Falta de ingresos -le explicó Michael-. Si no fuera por eso, ni con caballos salvajes podrían arrastrarme fuera de aquí.

– Cómo te encuentras? -le preguntó Victor.

– Desequilibrado, si quieres que te diga la verdad.

– Vas a ir a ver a ese siquiatra tuyo?

– Claro, esta tarde.

– Eso del hipnotismo, ¿de verdad sirve de algo?

– Desde luego. Es como vivir la peor de las pesadillas de cada cual. Uno las vive, se pasea por ellas, las conoce bien, aprende a entenderse con ellas…, del mismo modo que tú aprendiste a entenderte con la muerte.

Victor sonrió y miró hacia el mar.

– Sabes lo que me dijo mi padre antes de morir? «Por el amor de Dios, no dejes que el tío Kazyk me pinte los labios. No quiero que me entierren pareciéndome a tu tía Krysta.» Nos reímos tanto que casi se nos saltaron las lágrimas; luego lloramos, de todos modos. Bueno, tenía cáncer.

– Qué hizo que te trasladases desde Newark hasta aquí?

– Nada en particular. Este trabajo fue una oferta que me hicieron, así que me vine.

– ¿No estás casado?

Victor negó con la cabeza.

– Cuando uno ha visto lo que hay dentro de la gente, resulta difícil mantener cualquier tipo de relación física con las personas. Ello, en cierto modo, te hace distanciarte, si entiendes lo que quiero decir.

Patsy volvió con el café. Lo sirvió, se sentó junto a Michael y le dio un beso en la mejilla.

– Te llamé esta mañana -le dijo-, pero ya te habías marchado.

– Ah, sí?

– Estaba un poco preocupada. Había dos tipos rondando por la acera de enfrente. Parecía como si estuvieran vigilando la casa. Pensé en llamar a la policía, pero al cabo de diez minutos ya se habían marchado.

– Cómo eran?

– No sé… eran bastante raros. Uno iba vestido de negro y el otro de gris. Los dos llevaban gafas de sol, así que no pude distinguirles bien la cara. Lo único que pude ver es que tenían la cara terriblemente pálida. Casi como si fueran albinos, ¿sabes?

Michael se encogió de hombros.

– Ah, bueno, por aquí a veces viene gente de todas clases. Una vez vino una limusina cargada de gángsters; fueron a sentarse a la playa con los abrigos de vicuña y los zapatos Gucci puestos y se pusieron a fumar puros. Después todos volvieron a marcharse por donde habían venido.

– Esos dos no tenían aspecto de ladrones de casas ni nada parecido -dijo Patsy-. Pero me preocupé, no sé por qué.

– Bueno, si vuelves a verlos, llama a la policía.

– Hay algo más. Anoche, muy tarde, un hombre llamó por teléfono tres veces. Yo le dije que se equivocaba de número, pero él siguió llamando.

– Dijo a qué número llamaba?

– No.

– Conocías la voz?

– No… no.

– ENo te dijo nada obsceno?

– No, nada de eso. Pero fue muy insistente. No hacía más que preguntar por el «señor Hillary».

Michael se quedó mirándola fijamente. Una sensación punzante y fría le recorrió la espalda.

– El «señor Hillary»? ¿Estás segura?

– Eso es lo que dijo: «Quiero hablar con el “señor Hillary”.»

Michael frunció el ceño. El «señor Hillary». Aquél era el nombre que había mencionado el ciego mientras él estaba cruzando la plaza Copley. Era demasiada coincidencia que se hubieran hecho dos referencias al «señor Hillary» por casualidad en tan breve espacio de tiempo, y además de un modo tan gratuito.

– Sucede algo? -preguntó Victor al tiempo que daba un sorbo de café.

– No sé… he oído ese nombre antes, eso es toçlo.

– Extraño -comentó Victor.


Victor y Patsy fueron de compras en Hyannis mientras Michael iba a visitar al doctor Rice. Era una tarde clara y soleada, soplaba un viento vivificante y las nubes cruzaban yelozmente el cielo como ovejas retozonas. El doctor Rice lo tuvo esperando más de veinte minutos, y cuando abrió la puerta del despacho, una mujer de mediana edad con la cara escarlata y vestida con un traje de chaqueta de lino color naranja salió a toda prisa, con los ojos vidriosos y la pintura de ojos corrida.

– Siento haberle hecho esperar, Michael -dijo el doctor Rice. Aquel día tenía un aspecto desacostumbradamente informal, pues llevaba una camisa amarilla de manga corta, pantalones de golf a cuadros azules y mocasines blancos con clavos-. Perdone usted el atuendo. Voy a jugar un partido en Chatham esta tarde. Siquiatras contra dentistas. Vamos a darles una paliza tal que van a quedar destrozados por una temporada.

Michael se sentó en el sillón de lona y metal cromado. Habían arreglado el brazo desde la última sesión de terapia a la que había asistido. El doctor Rice se acercó a la ventana y ajustó las persianas para que el despacho quedase sumido en una penumbra pardusca.

– Cómo le ha ido, Michael? -le preguntó a la vez que apoyaba una.nalga en el borde del escritorio-. Por teléfono parecía estar usted presa del pánico.

– He estado… inestable, si he de decirle la verdad -confesó Michael.

– ¿Inestable?

– Es este trabajo, no cabe la menor duda. No hago más que experimentar imágenes retrospectivas de Rocky Woods. Y otras cosas, además. Incidentes realmente extraños en la calle; incidentes que no puedo comprender.

– Estamos hablando de pesadillas?

– No, no. Son pesadillas que tengo cuando estoy despierto. No hago más que tener la repentina sensación de estar cayéndome de aquel avión; de que estoy a punto de morir.

– Bueno -dijo el doctor Rice discretamente-, ya sé que necesita este trabajo, pero a lo mejor debería considerar la posibilidad de dejarlo. Como le dije el otro día, su cordura vale mucho más que cualquier suma de dinero. De nada sirve ser millonario si uno está demasiado jodido para disfrutar de ello.

– No quiero dejarlo. No puedo dejarlo. Hay demasiadas preguntas, demasiados rompecabezas… si no averiguo lo que les pasó a John O’Brien y su familia, creo que estaré más jodido de lo que estaba antes.

– Cree realmente que averiguar lo que le pasó a John O’Brien tiene gran importancia? Está muerto, nada puede hacerlo regresar. Puede que a Plymouth Insurance le importe cómo muriese, pero, ¿a usted realmente qué más le da? Quiero decir sicológicamente.

– Sí me importa, y mucho -dijo Michael-. Supongo que habrá visto en las noticias que la hija de O’Brien fue arrojada a la arena por el mar en la bahía Nahant.

– Desde luego -dijo el doctor Rice con cautela. Alargó una mano y encendió la grabadora.

– Estuve allí en persona y vi el cadáver. Pero hay más, la bahía Nahant es la misma que vi la última vez que usted me hipnotizó.

El doctor Rice pareció sorprendido.

– Está seguro de eso?

– Absolutamente. La misma playa, el mismo faro. Todo.

…y nunca había estado en la bahía Nahant antes?

– Nunca.

– Nunca la había visto en alguna guía turística, o en alguna revista? -Michael negó con la cabeza enfáticamente-. Bien… eso es notable -admitió el doctor Rice-. He oído que algunos pacientes tienen fogonazos de percepción cuando están bajo hipnosis… pero ninguno que pudiera ver el futuro.

– Quiéro que me hipnotice de nuevo -le pidió Michael.

El doctor Rice se levantó y dio la vuelta al escritorio. La amortiguada luz del sol se le reflejó en las huesudas mejillas recién afeitadas, pero sus ojos permanecieron como círculos de impenetrable oscuridad.

– Está seguro?

– Estoy seguro. ¿Porqué lo pregunta? Nunca lo había hecho.

– Porque estoy preocupado por usted. Normalmente, los pacientes emplean sus experiencias hipnóticas para llegar a un acuerdo con sus traumas sicológicos. Pero en su caso, parece que está haciéndolo a la inversa… como si estuviera creando más traumas sicológicos mientras está bajo hipnosis y trayéndolos de regreso para turbar su vida cotidiana.

– Vi la bahía Nahant, el faro, la playa, aquellas casas verdes. Estaban allí, por amor de Dios. Estaban allí de verdad. Tengo que saber cómo es posible que lograra verlas antes de haber ido allí; y por qué.

El doctor Rice bajó la cabeza.

– Debe comprender que la hipnosis sólo puede revelar cosas que ya estén dormidas dentro de su cerebro. No puede decirle algo que usted no sepa ya.

– Por favor -dijo Michael-. Tal como están las cosas, estoy al borde de un ataque de nervios. Me aguanto por los pelos. Veo cosas que no debería estar viendo, sufro toda clase de experiencias raras. En Boston tuve la impresión de que me seguían, luego aquel viejo empezó a hablar conmigo y, por último, el taxista se puso a citar cosas de la Biblia.

– A mí me parece que todo eso es normal en Boston -le dijo el doctor Rice con una sonrisa torcida.

– Tengo que someterme a hipnosis -insistió Michael.

Por fin, el doctor Rice dijo:

– Muy bien. La grabadora está en marcha, quiero que quede grabado que voy a hipnotizarlo a petición suya, que usted asume todos los riesgos y que me exonera de cualquier responsabilidad.

Michael titubeó. Nunca había oído hablar así al doctor Rice.

– Está asustado -le dijo.

– Sólo estoy preocupado. La hipnosis no es un juego para exhibirlo en fiestas. Podría quedar usted seriamente traumatizado.

– Cuando estoy despierto tengo la sensación de que me caigo de aviones. Son verdaderas visiones a plena luz del día, como que el mundo se abre justo debajo de mis pies. Veo cadáveres y pedazos de cuerpos. ¡Los veo, por el amor de Dios! ¿Qué puede haber peor que eso?

– Muy bien -dijo el doctor Rice-.-. Si cree que hipnotizarle puede servirle realmente de algo, adelante. Pero permítame que se lo repita otra vez: no experimentará usted nada bajo hipnosis que no conozca previamente. Y puede que sea mejor que piense en qué es lo que ya conoce.

– Qué? -le preguntó Michael volviendo la cabeza mientras el doctor Rice daba la vuelta alrededor de él.

– Me cae bien -dijo el doctor Rice-. No puedo decirle nada más que eso.

– Por favor… -dijo Michael-. Hipnotíceme, ¿de acuerdo?

El doctor Rice acercó una silla y se sentó en ella al lado de Michael. Éste podía oler la pasta de dientes Binaca en el aliento del médico.

– Está usted cómodo? -le preguntó el doctor Rice. Michael asintió. Entonces, el doctor Rice le dijo-: Ponga la mano izquierda sobre la rodilla izquierda, con la palma hacia arriba, y luego ponga la mano derecha sobre la mano izquierda, también con la palma hacia arriba. Relájese -le indicó-. Está usted ansioso, está asustado, no sabe qué hacer… pero ha venido aquí en busca de ayuda, y yo voy a dársela. Gire la cabeza, deje que los músculos se suelten. Relájese.

Michael se relajó realmente. Dejó que el alma se le saliera por los pies, hasta que no fue nada más que una marioneta sin hilos derrumbada en el sillón. Se sentía vacío, completamente sugestionable, dispuesto para cualquier cosa.

El doctor Rice sacó el disco de zinc y cobre con el que hipnotizaba y lo apretó contra la palma abierta de Michael.

– Concéntrese en el centro del disco, en el punto de cobre. Mantenga los ojos fijos ahí y no desvíe la mirada.

Michael miró fijamente el punto de cobre ylo vio bailar ante sus ojos. «Esta vez -pensó- no conseguirá hipnotizarme. Esta vez va a fallar.»

– Tiene ganas de dormir -le dijo el doctor Rice-. No se resista a la sensación de sueño… permita que se apodere de usted en el momento en que él quiera. Cuando yo le diga que cierre los ojos, ciérrelos. -El doctor Rice le pasó las manos a Michael por delante de la cara una y otra vez-. Tiene sueño -le dijo-… Le pesan tanto los ojos que apenas puede mantenerlos abiertos. No tiene ningún tacto en los brazos ni en las piernas. Siente todo el cuerpo entumecido. Se le están cerrando los ojos, se va a dormir.

– Le rozó los párpados a Michael y luego murmuró-: Le resulta imposible mantener los ojos abiertos. Va a dormirse, va a dormirse, va a dormirse. No puede abrir los ojos. Está dormido.

Michael no quería quedarse dormido. Por lo menos no con tanta facilidad. Esta vez quería demostrarle al doctor Rice que podía resistirse. Pero al mismo tiempo que pensaba «No, esta vez no, no», iba deslizándose poco a poco hacia la irrealidad, hacia aquel cálido, acogedor y oscuro océano de la inconsciencia, y no era capaz de abrir los ojos por mucho que lo intentase. Sencillamente, no podía. Y en realidad tampoco quería, porque el océano era tan profundo y tan relajante que podía nadar cada vez más, y dormir mientras nadaba.


Vio aquel resplandor rosado y brillante que siempre veía antes de que el doctor Rice lo sometiera a hipnosis por completo, y esta vez le pareció más brillante que nunca. Oía el oleaje arrastrándose incansablemente por toda la orilla, y notaba el viento salado soplándole en la cara y oía a las gaviotas chillando. Oyó decir a Jason:

bicicleta…

Luego abrió los ojos.

Había un hombre alto cerca de él, mirándolo. Tenía el pelo de color blanco hueso, largo, sedoso y peinado hacia atrás, aunque parte del mismo volaba movido por la brisa de la costa. Tenía la cara larga y esculpida, con la nariz recta y estrecha, diferenciados pómulos y ojos oscuros y exigentes. Resultaba espantosamente atractivo, la clase de hombre cuya presencia hace que los maridos cojan a sus mujeres del brazo en un gesto protector.

Llevaba un abrigo largo, muy caro, de lana gris suavemente tejida, que ondeaba y resonaba al viento. Estaba pelando meticulosamente una lima, y dejaba caer los pedazos de cáscara en la arena.

– De manera que has venido a unirte a nosotros, Michael-le dijo el hombre sonriendo, aunque la voz no parecía estar sincronizada con los labios, como una película hecha en un idioma extranjero que estuviera mal doblada. Michael notó que el miedo se apoderaba de él de la cabeza a los pies, pero el hombre le echó un brazo por los hombros y le dijo-: Ven conmigo… no deberías tener miedo… ahora estás entre amigos… amigos y parientes.

– No comprendo -dijo Michael. Miró a su alrededor por toda la playa, a las dunas azotadas por el viento, a las achaparradas casas verdes, a las gaviotas que volaban silenciosamente en círculo. A media distancia vio algo grisáceo y pálido echado sobre la playa, algo que podría haber sido tanto un saco de correos como un viscoso montón de restos de algún ahogado, o algo peor. Unas cuantas gaviotas se paseaban majestuosamente alrededor de aquello, picoteándolo de vez en cuando.

El hombre, con suavidad, se llevó a Michael hasta alejarlo de allí. El abrigo se le enrollaba a Michael entre las piernas y hacía que le resultase difícil caminar. El hombre dijo:-Tú eres un privilegiado, ¿sabes? No muchos de vosotros continuáis teniendo algún recuerdo de lo que sois…

Subieron por las dunas con las piernas hundiéndoseles entre la blanda arena. Michael no pudo evitar volver la cabeza una vez más para mirar la forma que yacía sobre la playa. No podían ser los restos de Sissy O’Brien. ¿O si? No le gustaba el modo en que estaban picoteándola las gaviotas, ni el hecho de que se elevaran en el aire con un pedazo enorme de algo mojado y hecho jirones colgándoles del pico.

– Vámonos ya -le urgió el hombre-. No tenemos mucho tiempo.

– Adónde vamos? -preguntó Michael.

El hombre no dijo nada, pero lo cogió por el codo con una mano tan fuerte como una garra y lo empujó con suavidad hacia adelante. Subieron juntos a lo alto de las dunas, con el viento azotándoles la espalda, y luego comenzaron a descender por una ancha cuesta arenosa hacia el blanco faro que Michael había visto en su último trance hipnótico.

– Estoy soñando -dijo Michael-. Dígame que estoy soñando.

El hombre se volvió hacia él; tenía la cara angulosa y blanca, tan blanca como una cantera de tiza, y los ojos rojos como rubíes líquidos.

– No, Michael, no estás soñando. Esto es real… esto es aquí y ahora. Si estuvieras soñando, entonces yo también tendría que estar soñando, y tú y yo estaríamos compartiendo este sueño.

– Sin embargo, yo no me encuentro realmente aquí -insistió Michael.

– Por supuesto que estás aquí! ¿No notas el viento? ¿No oyes el mar?

– Estoy en trance. Estoy sentado en el despacho del doctor Rice, en Hyannis. Él me ha hipnotizado.

– Tú estás aquí, Michael. ¿Por qué fingir?

Michael daba tumbos por la arena mientras el hpmbre lo llevaba casi a rastras cada vez más cerca del faro blanqueado. El viento silbaba y siseaba entre la arena. El faro era tan blanco que incluso en una grisácea mañana como aquélla apenas si se podía mirar hacia él a causa del resplandor.

– Quiere dejar de tirar de mi? -le gritó al hombre; y de un tirón consiguió que soltara la manga-. ¡Sea como sea, no quiero ir!

El hombre se detuvo y lo miró fijamente, allí plantado, con las piernas muy separadas, la espalda erguida y las manos apoyadas en las caderas, tenía un aspecto bíblicamente serio.

– Tienes que hacerlo -le ordenó.

Michael movió la cabeza en un signo negativo.-No voy a ninguna parte. Esto es un sueño.

El hombre se inclinó hacia él.

– Yo nunca duermo, por lo tanto, no sueño. Esto no es ningún sueño, es la realidad. Tú estás aquí, Michael, en la costa; y vienes conmigo.

Agarró a Michael por el brazo y lo arrastró hacia adelante. Michael era consciente, en parte, de que era el doctor Rice quien lo arrastraba hacia adelante, y de que se encontraba todavía en su despacho. Sin embargo, la brisa del mar era fuerte y salada, y podía sentir la arena deslizándose bajo sus pies, y el abrigo del hombre que se le enroscaba en las piernas: Y pensó: «Cómo puede ser esto? ¿Cómo es posible que esto pueda ser? ¿Dónde estoy, por Dios? ¿Estoy hipnotizado, estoy soñando o estoy muerto?»

El hombre fue tirando de él metro a metro hasta que llegaron a la base del faro. De cerca, Michael pudo ver que estaba construido con cemento brillantemente blanqueado, aunque estaba mucho más manchado y erosionado por el tiempo de lo que parecÍa desde lejos.

– Pasa al interior -le ordenó el hombre, y tiró de él a la vez que daba la vuelta hasta una puerta pesada y baja de roble teñida de marrón. Giró el pomo de hierro y la abrió hacia afuera. Luego volvió a agarrar a Michael por el brazo y tiró de él hacia el interior del faro.

Michael miró a su alrededor. Se encontraba de pie en una estancia grande y tenebrosa que olía a humedad, tenía el techo alto y las paredes espesamente enlucidas. Alrededor de la habitación, formando un semicírculo, se hallaban de pie sesenta o setenta jóvenes varones de rostros blancos; iban vestidos de negro, de gris y de verdes tormentosos. Lo miraron fijamente, sin sorpresa, con fría curiosidad. Michael los observó uno a uno, y lo único que vio fueron expresiones de crueldad y hostilidad; como si él les resultara demasiado insignificante, insignificante hasta para atarle los brazos y despellejarlo vivo.

– Esto es un sueño -insistió mientras recorría con la mirada aquellas caras arrogantes-. Esto tiene que ser un sueño.

– Nada de sueño -insistió el hombre-. ¿Quieres que te lo demuestre?

– Esto es un sueño -dijo Michael-. Estoy en Hyannis, no en la bahía Nahant. Estoy sentado en el despacho del doctor Rice sumido en un trance hipnótico. ¿Me oye, doctor Rice? ¡Quiero que me saque de aquí! ¡Quiero que me saque de aquí ahora mismo!

No sabía si hablaba con coherencia o no. Quizás su yo despierto estuviera balbuciendo… en cuyo caso, el doctor Rice probablemente lo dejaría continuar. Pero necesitaba salir de aquel trance. No podía soportar más el viento, ni la idea de que aquel bulto semejante a un saco de correos que se encontraba en la playa se pusiera de pronto en pie y viniera corriendo tras él, porque estaba seguro de que era Sissy O’Brien, con la cara gris, el pelo enredado de algas y aquel terrible gato que se hallaba oculto tan profundamente dentro de ella, feroz y vengativo, y dispuesto a sacarle los ojos a Michael.

– Usted me da miedo -le dijo al hombre de la cara blanca-. Me da miedo y tengo que marcharme ahora.

El hombre de la cara blanca le puso una mano en el brazo para retenerlo.

– Todo va bien, Michael. Todo está muy bien. Lo único que tienes que hacer es regresar junto a tu familia y olvidarte por completo de nosotros. No te gustaría que te ocurriera nada malo, ¿verdad que no?

– No -dijo Michael nervioso.

El hombre de la cara blanca se acercó a él y lo miró fijamente a los ojos. Michael no había visto nunca unos ojos rojos como aquéllos, y retrocedió.

– De qué tenemos miedo? -le preguntó el hombre con sorna-. No tendremos miedo de los ojos de color rojo sangre, ¿verdad? ¿No habías visto nunca los ojos de un hombre que no ha dormido en tres mil años? ¿No habías visto nunca los ojos de un hombre que ha permanecido despierto noche tras noche, mes tras mes, año tras año, mientras César subía y Julio caía, y se construían las pirámides, y los vikingos remaban para cruzar el océano, y los peregrinos tomaban tierra en Plymouth Rock?

– Estoy soñando -dijo Michael. Cerró los ojos y repitió-:Estoy soñando.

Cuando los abrió de nuevo, el hombre de la cara blanca seguía inclinado sobre él; y todos los demás hombres continuaban arracimados alrededor, con la mirada clavada en él como si prefirieran verlo muerto.

El hombre de la cara blanca le apretó con fuerza en el pecho para que pudiera sentirlo.

– Sabes quién soy yo? -le preguntó.

Michael negó con la cabeza.

– Tú has estado buscándome, has estado tratando de encontrarme, aunque todavía no lo sabes.

– Oué quiere decir? -Michael se estremeció-. Ni siquiera sé quién es usted, o qué es. ¿Cómo voy a haber estado buscándolo?

– Me llaman «señor Hillary» -le dijo el hombre de la cara blanca-. y has estado buscándome aun sin saberlo. Pero ahora…

Se detuvo, se incorporó y echó a caminar lentamente por la habitación, con el largo abrigo gris ondeando detrás de él como una nube de humo.

– Ahora ya sabes quién soy, ahora has sentido quién soy… y estoy aquí para advertirte que no me descubras; que te olvides de que me has visto y de que te he hablado. -Luego añadió, casi con pesar-: El mundo nunca ha sido fácil, Michael. Ni fácil, ni virtuoso. Uno no puede librarse de sus pecados rezándole a Dios, o envolviéndolos en el alma de una persona, y luego sacrificando esa persona al Señor, nuestro terrible Dios, ni tampoco puede hacerlo mediante la confesión, la absolución o el arrepentimiento.

»Un pecado es un pecado, nos guste o no. Y ahí se queda, y uno ha de vivir con ello. Y aunque uno se las arregle para, de algún modo, absolverse a sí mismo, esa absolución solamente puede ser temporal… ¿me comprendes…? Porque por mucho que intentes esconder los pecados, u olvidarlos, o fingir que nunca los has cometido, ellos siempre te descubrirán. -Se señaló hacia los ojos-. Y sabes por qué? Porque nosotros los tenemos y aunque vosotros los olvidéis, nosotros recordamos los pecados. Nosotros nunca dormimos, nosotros nunca olvidamos. Para nosotros no vale aquello de decir «bueno, sólo fue un sueño». Para nosotros no hay más que dolor y castigo hasta que os devolvamos vuestra maldad, hasta que os devolvamos a todos aquel caos y crueldad en los que vivíais antes de que Aarón expiase vuestros pecados. No habéis pagado, Michael. ¡No pagado! ¡Pero pronto llegará el día en que lo haréis!

Michael retrocedió, pero el «señor Hilary» fue tras él, cor aquellos ojos rojos resplandecientes.

«Esto es un trance -se recordó Michael a sí mismo.-. Este sentado en el despacho del doctor Rice, en Hyannis. Y todo es no es más que un trance.»

El «señor Hillary» se acercó cada vez más, hasta que Michael pudo sentir el frío de su aliento. Detrás de él, todos los jóvenes de cara blanca empezaron a removerse y a agitarse, como murciélagos albinos desprendiéndose de las paredes de una cueva ha permanecido largo tiempo sin ser descubierta.

– No habéis pagado, Michael. Ninguno de vosotros lo ha hecho. ¡Pero pronto llegará el día en que todos pagaréis!

Levantó una mano y le acarició la mejilla izquierda a Michael con infinita suavidad. Luego se inclinó hacia adelante, con lo labios ligeramente abiertos, y de pronto se hizo evidente que iba besarlo en la boca.

Michael lo empujó, lo golpeó con los puños y gritó en voz muy alta:

– Apártese de mí! ¡Apártese de mí! ¡Maldito pervertido apártese de mí!

Golpeó con los nudillos de la mano derecha contra el costado de metal del escritorio del doctor Rice y abrió los ojos, e inmediatamente se dio cuenta de que estaba en lo cierto. Había sido, un trance, un sueño. No había visitado la bahía Nahant, ni había subido por las dunas, ni había entrado al interior del faro, ni había visto aquel grupo de muchachos cuyos rostros eran mortalmente blancos.

Había estado todo el tiempo allí, en aquel sillón de lona y metal cromado, en aquella oficina sumida en tinieblas marrones. Allí estaba el título expedido en Viena del doctor Rice, en su marco, y allí estaba el cuadro de Charles Sheeler que representaba un trasatlántico: desierto, silencioso, meticuloso.

Un escenario desierto esperando a que algo ocurriese.

El doctor Rice estaba de pie de espaldas a la ventana. Parecía desanimado.

– ESe encuentra bien? -le preguntó a Michael.

– No lo sé -le dijo éste-. He tenido la misma experiencia que la última vez…, la del hombre de la playa. Sólo que esta vez ha ido mucho más lejos.

Le describió el trance en frases breves y entrecortadas, intentando no omitir nada.

Cuando hubo terminado, el doctor Rice dijo:

– Algo está turbándole gravemente.

– Ni siquiera consigo empezar a comprenderlo -le dijo Michael-. Ni siquiera había oído hablar del «señor Hillary» antes.

– Está creando todo esto en su imaginación subconsciente-le explicó el doctor Rice-. Es como una metáfora de lo que está haciendo en la vida real. La mente humana no acepta fácilmente la idea de los accidentes sin sentido, como el desastre de O’Brien… especialmente la suya, que ha sido entrenada para buscar respuestas y explicaciones. Este «señor Hillary» es exactamente igual que uno de esos amigos imaginarios que los niños tienen cuando son pequeños… sólo que en su caso, es su enemigo imaginario. Es alguien a quien puede culpar de la muerte de John O’Brien.

– Como un chivo expiatorio -dijo Michael.

El doctor Rice levantó la vista con inesperada brusquedad y se quedó mirando a Michael como si éste le hubiera tocado un nervio. Luego frunció los labios y asintió.

– Sí, eso es. Como un chivo expiatorio.

Removió y colocó algunos papeles. Michael le observó y luego le preguntó:

– Qué le parece?

– No sé, la decisión es suya. Pero en mi opinión, la única manera que tiene usted de mejorar es descansando y manteniéndose alejado de cualquier cosa que tenga que ver con la muerte violenta y accidental. Creo que, sencillamente, usted no tiene la fortaleza mental que se necesita para ello, Michael. No tiene que avergonzarse: muy poca gente la tiene.

Michael se puso en pie. Por alguna razón, presentía que no podía confiar por completo en que el doctor Rice le dijese la verdad acerca del «señor Hilary», aunque no sabía por qué. Siempre había confiado en él hasta aquel momento. Pero esta vez, el doctor Rice parecía tener demasiado empeño en convencerle de que abandonase su trabajo en Plymouth Insurance. En realidad, el doctor Rice nunca había intentado convencerle antes de que no hiciera algo… ni siquiera de cosas que, a todas luces, eran tonterías, como navegar alrededor del mundo, o ir a recorrer el Polo Norte en un trineo tirado por perros.

– Vuelvo a Boston mañana por la mañana -le dijo Michael-. A lo mejor vengo a hablar con usted otra vez antes de irme.

El doctor Rice asintió.

– Muy bien… pongamos a las diez menos cuarto. Más tarde no puede ser, porque todos los jueves por la mañana tengo a una de mis pacientes que quieren adelgazar, y no le gusta que hagan esperar a su celulitis.

Michael abandonó el despacho del doctor Rice y salió al viento y a la luz del día. Vio a Patsy y a Victor en la acera de enfrente mirando el escaparate de la librería Rayen. Los llamó, pero un enorme camión pasaba por allí y el ruido le ahogó la voz. Cuando estaba a punto de bajar del bordillo vio a un hombre de cara blanca y gafas oscuras de pie a la puerta de una ferretería, tan sólo a una manzana y media de distancia. Daba la impresión de que estuviera vigilando a Patsy y a Victor… aunque en cuanto Michael cruzó la calle para reunirse con ellos, abandonó la puerta y echó a andar rápidamente en dirección norte.

Michael cogió a Patsy del brazo.

– Ves a ese tipo de allí? ¿Ese que justo ahora desaparece calle arriba?

– Qué le pasa?

– Crees que puede ser uno de los hombres que estaban vigilando nuestra casa?

Patsy se colocó la mano a modo de visera para protegerse los ojos del sol.

– No estoy segura… es que no puedo verle bien la cara. Llevaba esa misma clase de ropa… pero no, no podría decírtelo con certeza.

– Queréis que vaya tras él? -les preguntó Victor-. Yo jugaba en el equipo de fútbol de mi instituto.

Michael hizo un gesto negativo con la cabeza. El hombre había doblado la esquina y se había evaporado, y Michael tuvo la extraña sensación de que aunque corrieran tras él, no serían capaces de encontrarlo.

Volvieron al lugar donde habían aparcado el coche. Victor le preguntó a Michael:

– Cómo ha ido la hipnosis?

– Todavía no lo sé. Estoy un poco confuso. No siempre hace que uno se sienta mejor.

– Pero si no hace que uno se sienta mejor, ¿entonces para qué sirve?

– Se supone que ayuda a explorar el subconsciente.

– No estoy seguro de que a mí me gustara hacer eso -dijo Victor-. Tengo el subconsciente lleno de demonios.

– Como todos. Pero hoy ha resultado bastante raro, en cierto modo. Voy a volver mañana temprano sólo para ver si consigo encontrarle sentido.

– A mí nunca me han hipnotizado -observó Victor-. No creo que pudieran.

– Oh, te quedarías asombrado -le dijo Michael-. Yo a veces entro en el despacho del doctor Rice decidido a que no me hipnotice, pero aun así lo hace.

Abrió el coche y todos subieron a él, Victor en la parte de atrás. Luego se inclinó hacia adelante y dijo:

– Una vez vi un número de hipnosis en un espectáculo. Hacían que la gente se sostuviera sobre una pierna, o que se quitara los pantalones, esas cosas. Y eso cuando ya se suponía que habían despertado y abandonado el escenario.

– Eso es lo que se llama sugestión posthipnótica -dijo Michad mientras movía marcha atrás el Mercury-. Yo nunca creí que pudiese funcionar, pero funciona… siempre que la sugestión sea simple y clara.

– Y si la sugestión es destructiva?

Michael estaba a punto de responder cuando un autobús lo obsequió con un ensordecedor bocinazo. Cuando el autobús hubo maniobrado por detrás de ellos para esquivarlos y Michael acabó de gritarle al conductor por la ventanilla, ya habían perdido el hilo de la conversación.

De todos modos, cuando viajaban de regreso a New Seabury, Victor empezó a ponerse pensativo.

Patsy se volvió en el asiento y le dijo:

– Un penique por tus pensamientos.

– No sé. Acaba de ocurrírseme una cosa, eso es todo.

– Algo bueno? ¿Algo malo?

– Algo que empieza a cobrar sentido a partir de que no tiene sentido.


Ralph Brossard estaba friéndose un poco de jamón cuando sonó el teléfono.

– No estoy -anunció al tiempo que se metía el teléfono debajo de la barbilla-. Si quiere dejar un mensaje, hágalo después de oír la señal. Piiiit.

– ¿Es el inspector Ralph Brossard?

– Sí. ¿Quién es?

– Inspector Brossard, usted sabe muy bien quién soy. Usted mató a mi hijo.

Después de un largo silencio habló de nuevo.

– Me ha oído, inspector Brossard?

– Le he oído. El inspector Newton me llamó anoche y me dijo lo que usted quería.

– Ya hace casi veinticuatro horas que la tienen secuestrada inspector Brossard. He logrado ganar un poco de tiempo diciéndoles que sé dónde está el dinero, pero han estado haciéndole daño, tío, daño de veras, y no sé qué hacer.

Ralph le dio media vuelta con el tenedor a las lonchas jamón.

– Señor Latomba, va a tener que enfrentarse a esta situación usted solo, o si no tendrá que llamar a la policía. Yo estoy estoy suspendido hasta que se lleve a cabo la correspondiente investigación por la sección de Asuntos Internos, es decir, el procesamiento normal después de un tiroteo con resultados fatales. Y no podría hacer nada aunque quisiera.

Patrice contuvo la respiración.

– Inspector Brossard, yo le odio, odio sus tripas, pero odio todos los blancos por igual, y el hecho de que usted matase tiros a mi bebé no hace que mi odio por usted sea mayor de que ya era. Simplemente, no sería posible.

– Es agradable saber que es usted un individuo que hace gala de una mente tan ecuánime -repuso Ralph-. Pero eso no cambia nada, ¿verdad?

– Lo que estoy diciendo, tío, es que el que decida ayudarme no es cosa de su conciencia. Usted disparó a mi hijo, usted mató a mi pequeño Toussaint, y por eso está en deuda conmigo, tío. Está en deuda conmigo.

Ralph apagó el gas.

– Señor Latomba la muerte de su hijo fue una tragedia. Si yo tuviera manera de retroceder en el tiempo y asegurarme de que no sucediera, le aseguro que lo haría. Fue una tragedia, fue terrible y me siento mal por ello, pero fue un accidente. Jambo me disparó y yo respondí a sus disparos, y casualmente el cochecito de su hijo se interpuso.

– Usted está en deuda conmigo, tío! -le gritó Patrice al borde de las lágrimas.

– Lo siento, señor Latomba, pero yo no le debo a usted nada excepto respeto como ser humano.

– A mi mujer también?

A Patrice le temblaba la voz.

– A su mujer también -dijo Ralph con voz apagada.

– Muy bien, entonces escuche esto. Es una cinta grabada en mi propio equipo de alta fidelidad, los que la mantienen como rehén la han sacado de mi apartamento hace sólo una hora.

– Señor Latomba, realmente no creo…

– Escuche! -le exigió Patrice con tal furia que Ralph se quedó en silencio y escuchó.

Oyó unoa cuantos traqueteos al ponerse en marcha el magnetófono de Patrice. Luego empezó a oírse una conversación distorsionada, con eco, como si se tratara de dos personas que estuviesen hablando en un cuarto de baño o en una cocina. Alguien se echó a reír, una risa de hombre. Luego una voz jadeante se acercó al micrófono y dijo: «Sabemos que estás haciendo todo lo posible por encontrar nuestro dinero, Patrice, pero nos ha parecido que quizás sería conveniente que saborearas anticipadamente un poco de lo que podría pasar si no lo encuentras.»

Otra voz, con más eco, dijo: «Para empezar, vamos a trabajar un poco con la navaja.»

Hubo una pausa momentánea seguida por el sonido de una mujer gritando. Chillába y chillaba sin parar. A Ralph se le pusieron de punta los pelos de la nuca, y al cabo de unos segundos bajó el teléfono y tapó con la mano el auricular. Ya había oído antes a mujeres gritando de dolor, y por ello sabía que aquello era real. No sólo era real, era el grito de mayor sufrimiento que había oído nunca… y eso que había oído gritar a mujeres a las que maridos celosos habían rociado con gasolina y luego incendiado. Esperó hasta estar seguro de que había terminado y luego levantó el teléfono de nuevo y dijo:

– Señor Latomba? -Se oyó un chasquido cuando Patrice apagó el magnetófono-. ¿Señor Latomba?

– Estoy aquí. ¿Ha oído eso, tío? Estaban rajándola, tío, estaban rajándola.

– Tiene alguna idea de dónde se encuentra el dinero? -le preguntó Ralph con voz muy seria.

– Tengo a siete hombres buscándolo. Uno de ellos cree que un hermano llamado Freddie lo cogió, pero nadie ha vuelto a verlo desde entonces.

– Lo más probable es que Freddie abriera aquella bolsa y pensara que la Navidad se había anticipado.

– Qué voy a hacer, tío? Ya ha oído lo que están haciéndole a Verna. Van a matarla de dolor. Van a matarla.

Ralph alargó un brazo para coger un cigarrillo.

– Dígame algo acerca de su apartamento -dijo.

– A qué se refiere?

– ¿Es un primer piso, un segundo, o qué?

– Segundo piso.

– Tiene puerta de servicio además de puerta principal?

– No, no. La puerta principal es la única entrada.

– ¿Y terrazas?

– Una especie de balcón estrecho en la parte delantera.

– Qué me dice del apartamento de encima? ¿Ése también tiene balcón?

– Así es. Todos tienen balcones.

– Y cómo se sale a ese balcón? ¿Por un ventanal o algo así?

– Eso es. Eh… ¿Por qué me hace tantas preguntas sobre el balcón de mi casa, tío? ¿Qué demonios tiene que ver el balcón con lo que está sucediendo?

Ralph encendió un cigarrillo en el fuego de gas de la cocina y estuvo a punto de chamuscarse las cejas.

– Tiene el balcón ventanales o no?

– Sí, los tiene.

– Se abren hacia afuera o hacia adentro?

– Nó lo sé, tío -protestó Patrice-. Hacia afuera o hacia adentro, ¿qué más da?

– Voy a preguntarle una cosa más -dijo Ralph-. ¿Me da su palabra de que si intento rescatar a su esposa y fracaso, me permitirá salir a salvo de la calle Seaver?

Oyó que Patrice tragaba saliva, emocionado.

– Quiere decir que está dispuesto a hacerlo?

– Deme su palabra, señor Latomba. Y todos esos mamarrachos y mentecatos que usted llama sus fuerzas de seguridad… asegúrese de que se enteren de que usted me ha dado su palabra.:

– Tiene mi solemne juramento, tío.

Ralph consultó el reloj.

– Deme veinte minutos, ¿de acuerdo? Voy a ir en un Volkswagen marrón.

Colgó el teléfono. «No debo de estar en mis cabales», pensó. Pero al mismo tiempo sentía algo, una especie de feroz placer que le corría por las venas como una oleada. Aquello sí que iba a ser peligroso y dramático y, lo mejor de todo, sin autorización. Aquello sí que era un asunto propio de Hemingway. Aquello sí que era cosa de hombres. Para eso era para lo que había entrado en la policía, aunque rara vez lo había encontrado. Siempre había anhelado entrar en acción, pero, ¿qué le habían dado? Papeleo y más papeleo, solamente aliviado por largas horas de vigilancia que sólo servían para entumecer la mente, o todavía más horas que entumecían la mente en el juzgado, esperando para prestar declaración.

Abrió el cajón de la mesilla de noche y sacó una pistola del 44 niquelada. Luego se acercó al buró, giró la llave, lo abrió y sacó dos cajas de balas. Volvió a la cocina y allí estaba el jamón, en el fondo de la sartén. Cogió una loncha con los dedos y se la metió en la boca, después se comió otra.

Con la boca llena y chupándose los dedos para quitarse la grasa del jamón, salió del apartamento, y lo hizo con resolución, dispuesto a convertirse en un héroe.

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