SIETE

Joe Garboden dejó los faxes sobre el escritorio y se acomodó en el sillón de cuero.

– Están demasiado oscuras -comentó-. Esta de aquí parece tomada a medianoche.

– Pero se puede distinguir el cuerpo de O'Brien -insistió Michael-. Mira… ésa es la curva de la espalda… ahí es donde hubiera debido estar la cabeza.

– Bueno, eso son indicios -admitió Joe-. Pero están muy lejos de constituir una prueba.

– Las pólizas de seguros de O'Brien con Plymouth Insurance le cubrían en caso de muerte o de lesiones causadas por accidente -dijo Michael-, pero no por acciones de guerra, terrorismo u homicidio. Le cortaron la cabeza, por el amor de Dios. ¿Qué clase de accidente es ése?

– Ya ha habido algunos casos de personas que han resultado decapitadas en accidentes -le contestó Joe-. Acuérdate de la pobre Jane Mansfield. ¡Y pensar que esa mujer me volvía loco cuando yo tenía quince años!

Michael recogió los faxes y volvió a ponerlos dentro del sobre.

– Aquí tenemos suficiente para retar al forense a que nos enseñe los originales.

– Vamos, Michael, tenemos que ir con pies de plomo en este asunto. Esas fotos son pruebas policiales. Ni siquiera estoy seguro de que no estuvieras infringiendo la ley al copiarlas. Primero quiero consultar con nuestros abogados. No vamos a poner en peligro el caso por una actuación ilegal.

– Si un juez del Tribunal Supremo ha sido asesinado, ¿no crees que todo el mundo tiene derecho a saberlo, prescindiendo de cómo se haya obtenido la información? Es decir, dejando aparte los intereses que Plymouth Insurance tenga en el asunto.

– Esos faxes no constituyen una prueba concluyente de que fuera asesinado. Como tampoco lo son las fotografías de donde los has copiado. Tú dices que los muslos cercenados de McAllister estaban cauterizados y que las visceras de la señora O'Brien se encontraban resecas a causa del calor… pero la tuya no es la opinión de un experto. Necesitamos ver el informe de la autopsia que hizo Moorpath y el informe del accidente de la Administración Federal de Aviación antes de poder afirmarlo con seguridad. -Joe se aclaró la garganta y luego continuó-: Estoy de acuerdo contigo… parece probable que O'Brien y su familia fueran asesinados. Pero no podemos arriesgarnos a comprometer el caso de Plymouth o su reputación saltándonos la ley a la torera.

Michael sabía que Joe tenía razón. Los jueces estaban poniéndose cada vez más críticos acerca de hasta dónde podían llegar las compañías de seguros para intentar evitar el pago de reclamaciones dudosas. Plymouth Insurance ya se había visto humillada en una ocasión aquel año, cuando cierto juez de un tribunal de apelación había rechazado como prueba la grabación de una conversación telefónica mantenida por una mujer que, supuestamente, se había quedado muda a resultas de un accidente de coche, porque le habían intervenido el teléfono ilegalmente.

– De acuerdo -le dijo a Joe-. Seguiré estrechando el cerco paulatinamente.

– Hay una cosa… -le sugirió Joe-. ¿Te has fijado si Cecilia O'Brien aparece en alguna de las fotografías? Ya sabes… Sissy, la hija.

Michael se quedó pensando durante unos instantes y negó con la cabeza.

– No… no aparece. Sólo hay cuatro cuerpos… el de O'Brien, el de su esposa, el de McAllister y el de Coward. Pero no hay ninguna fotografía de Cecilia.

– Ésa es otra cosa que quizás valiera la pena investigar -le recomendó Joe.

Michael levantó el sobre y le hizo a Joe un gesto de despedida con él.

– ¿Tienes tiempo para tomar una copa conmigo esta noche? -le preguntó.

– Qué va. La hermana de Mildred viene a vemos. Yo la llamo la Alienígena. En Brooklin no se puede oír gritar a nadie.

– Buenas noches, Joe -se despidió Michael. Y se marchó del despacho.

Empujó las puertas giratorias de cristal ahumado del edificio de Plymouth Insurance y salió al calor y a los empujones de la avenida Huntington. Se sintió repentinamente solo. Había llamado por teléfono a Patsy antes de salir de la oficina, pero el teléfono había estado sonando y ella no había contestado. Había intentado imaginar dónde estaría ella, qué estaría haciendo, y de pronto se había encontrado con que la echaba de menos… con mucho más cariño que nunca hasta entonces.

La noche anterior se había quedado a dormir en casa de Joe y Mildred, en una cama plegable del apartamento que tenían en Brooklin; pero Joe ya le había buscado un apartamento de un solo dormitorio en la calle Hanover, justo encima de la Cantina Napolitana. Siempre le había gustado la zona norte, con todo aquel ruido, la mugre y las pequeñas tiendas de barrio de olor penetrante, y por eso sabía que allí iba a encontrarse como en casa. Sólo que Patsy y Jason no estarían con él; y además tendría que trabajar de verdad, y mucho. Se acabó aquello de soñar junto al mar.

Atravesó la plaza Copley junto a los parterres de geranios rojos fangosos y el estanque, cuyas aguas se veían onduladas por la brisa. A sus espaldas se alzaban imponentes las brillantes agujas de la bahía Back: la torre Prudential, el edificio de Plymouth Insurance y el hotel Marriot. Pero ante él, bastante lejos en dirección sur, el humo marrón oscuro seguía oscureciendo el cielo mientras la calle Seaver y veinte manzanas de los suburbios que había a su alrededor eran saqueadas y quemadas.

Dos enormes helicópteros de la Guardia Nacional rugían en lo alto, con los rotores gemelos lanzando destellos al sol. Michael se protegió los ojos con la mano para observarlos mientras volaban hacia el sur. Cuando hubieron desaparecido por encima de los edificios se dio media vuelta, y entonces le llamó la atención un repentino movimiento entre las cercanas hileras de árboles esmeradamente plantados. Le dio la impresión de que alguien lo hubiera visto volverse y se hubiera ocultado rápidamente entre los árboles, en las sombras, para pasar inadvertido.

Michael no estaba seguro de por qué le había dado esa impresión, pero había algo furtivo en el modo en que aquella persona había desaparecido y había quedado oculta en las sombras, sin salir a la luz, como habría hecho si hubiese estado paseando por allí normalmente. Podría tratarse de una mujer, desde luego, pero le había parecido alguien demasiado alto para ser una mujer.

Se detuvo y entornó los ojos para intentar averiguar de qué se trataba. A lo mejor no había nadie en absoluto. Posiblemente, las horripilantes imágenes que había visto en el despacho del doctor Moorpath estaban empezando a alterarle los nervios. Una vez había soñado que todos los muertos del accidente de Rocky Woods se metían de noche en su jardín arrastrando los pies, llamaban a su puerta, y, de pie a la luz de la luna, silenciosos y acusadores, esperaban con toda la paciencia del mundo a que él les devolviera la vida que habían perdido. Aquel sueño había estado obsesionándolo durante casi cuatro meses, y había hecho falta toda la ciencia del doctor Rice para conseguir que aquella pesadilla desapareciera. Una noche había soñado que alguien llamaba a su puerta, y cuando había salido a ver quién era, había encontrado el jardín iluminado por la luna, pero vacío; y en aquel momento se había dado cuenta de que las víctimas ya no le pedían redención, ni resurrección, ni nada de lo que le hubieran pedido antes. Pero nunca se había quitado de encima la sensación de que los muertos pueden seguirnos, suplicándonos ayuda sin palabras.

Continuó su camino, volviendo de vez en cuando la cabeza y mirando fugazmente por encima del hombro. Al principio no vio nada, pero al acercarse a los parterres de flores le pareció vislumbrar el aleteo de un abrigo detrás de los árboles. Se detuvo y esperó, pero no apareció nadie. Se movió a un lado y luego al otro en un intento de captar aquella sombra. Pero sólo vio las sombras moteadas de sol y el ruido, chirridos y bocinazos del tráfico bajo la templada brisa del sudoeste.

Echó a andar en diagonal por el camino de cemento. Si alguien lo estaba siguiendo, quería ver quién era. Saltó la baja valla de contención y luego se puso a caminar cada vez más de Prisa en dirección a los árboles. Al entrar en la sombra bajo las hojas y las ramas, se encontró con un viejo ciego, vestido con una chaqueta de lino desteñida, que iba dando golpecitos con el bastón al caminar en dirección a Michael. El ciego llevaba boina y gafas de sol negras, e iba acompañado de un perro callejero blanco y negro de aspecto aburrido.

Pero no había nadie más. Michael se volvió a un lado y a otro, y no encontró el menor rastro de nadie que llevase puesto un abrigo, ni de nadie que pareciera tener motivos para seguirlo, bien fuera un ser real, imaginario o producto de sus pesadillas.

El ciego se detuvo a unos pasos de distancia.

– ¿Ha perdido usted algo, señor? -le preguntó con voz seca. El perro se pasó la lengua por los belfos.

– Me ha parecido ver a alguien que conocía -le mintió Michael. Y luego dijo-: ¿Cómo ha sabido usted que buscaba algo?

– ¡Ah! Por el modo como movía usted los pies: primero hacia aquí, luego hacia allá, luego otra vez hacia acá.

– Debe de tener usted un oído muy sensible.

– Demasiado sensible a veces. De vez en cuando oigo cosas que sería mejor que no oyera.

– Bueno… gracias por su interés -le dijo Michael; y dio media vuelta dispuesto a marcharse.

– Ha estado aquí, ¿sabe usted? -le indicó el ciego.

– ¿Quién ha estado aquí? ¿De qué está hablando?

– El hombre que usted busca ha estado aquí, ¿sabe?

– ¿Cómo lo sabe? Ni siquiera yo sé cómo es.

– Creí que me había dicho que era alguien que usted conocía -replicó el ciego.

– No estoy seguro.

– Pero él lo conoce a usted muy bien. Ha estado siguiéndolo, deteniéndose cuando usted se detenía y manteniéndose oculto todo el tiempo.

Michael miró a su alrededor rápidamente.

– ¿Y dónde está ahora?

El ciego sonrió.

– Hay muchos sitios adonde ir, aparte de «marcharse» simplemente.

«Está trastornado -pensó Michael-. No sólo está ciego, sino también loco.»

Se hizo un extraño silencio entre ellos. Durante unos instantes, Michael se preguntó si habría hablado en voz alta sin darse cuenta. Pero luego el ciego dijo:

– A mí también me han hipnotizado, ¿sabe usted? Cuando tenía ojos me hipnotizaron seis o siete veces.

Michael no respondió. Aquello tenía que ser alguna especie de juego; alguna clase de broma retorcida. ¿Cómo podía saber aquel hombre que estaba sometiéndose a un tratamiento de hipnoterapia? No era una cosa que se le notase en la cara. Y, además, aquel hombre ni siquiera podía verle la cara. Y tampoco era algo que afectase al tono de voz.

El perro soltó un gruñido gutural, ansioso por marcharse.

– Hay gente que vive aquí -continuó diciendo el ciego-, hay gente que vive allí, y hay gente que vive en los dos sitios a la vez aquíyallí.

– Me temo que no lo comprendo.

El ciego esbozó una sonrisa y levantó la mano con la palma hacia afuera.

– Y espero que nunca lo comprenda.

– Ha oído a alguien que me seguía? -insistió Michael.

El ciego asintió.

– Su viejo amigo, el «señor Hillary».

No conozco a ningún «señor Hillary».

Y sin decir más, el ciego se marchó arrastrando los pies y dando golpecitos con el bastón entre los árboles. Michael se quedó observando cómo se iba aquel hombre. Luego se alisó el pelo hacia atrás con la mano. Se sentía extrañamente turbado, como si hubiese descubierto por casualidad que el mundo no era en absoluto como él siempre había creído que era… como si por todas partes hubiera puertas invisibles a través de las cuales la gente pudiera ir y venir, pero en las que él nunca se había fijado ni nunca había sabido de su existencia.

Pero… qué va, aquel viejo ciego no era más que un viejo ciego de mente delirante. El «señor Hillary» probablemente sería alguien que habría conocido cuando era joven… algún maestro del colegio, algún tendero o algún amigo de la familia. De todos modos resultaba bastante poco tranquilizador que hubiese adivinado que Michael estaba sometiéndose a hipnosis. Concretamente había dicho: «A mí también me han hipnotizado.»

Michael llegó a la avenida Columbus y detuvo un taxi. Cuando estaba en el centro de Boston casi siempre se trasladaba en autobús o cogía el metro; pero aquella tarde le parecía que necesitaba alejarse de la oficina lo más rápidamente posible. Le dio la dirección al conductor:

– Hanover 346.

Y el taxista, un hombre de pelo negro y ensortijado que llevaba una gorra de béisbol de Red Sox, se internó en el tráfico sin decir palabra.

Otros dos helicópteros Chinook de la Guardia Nacional retumbaron en el cielo. El taxista echó una mirada a Michael por el retrovisor y Michael vio que tenía un ojo inyectado en sangre.

– Esto parece la guerra -comentó el taxista.

– No estoy muy al corriente -le dijo Michael-. ¿Todavía siguen los disturbios?

– La policía continúa disparando contra inocentes transeúntes, si se refiere usted a eso.

– Oiga -le dijo Michael-, no me apetece hablar de política.

– ¿Quién habla de política? -replicó el taxista-. Éste es el día de la expiación de nuestros pecados, ¿no le parece? Y eso no es político, eso es bíblico.

– Sea lo que sea, es una vergüenza -dijo Michael.

– Es el día de la expiación de nuestros pecados -repitió el taxista-. Siempre he sabido que llegaría, y ahora por fin ha llegado.

Dejó a Michael a la puerta de la Cantina Napoletana. Las últimas luces de la tarde llenaban la calle Hanover de oro derretido. La Cantina Napolitana era un pequeño restaurante al viejo estilo, con un toldo rojo y verde, una ventana iluminada con brillantes letras doradas y un laurel de forma redondeada a cada lado de la puerta principal.

El taxista le devolvió el cambio a Michael y lo miró fijamente con el ojo bueno y el otro inyectado en sangre.

– Es una ofrenda de fuego, eso es lo que es -dijo con un exagerado y agresivo énfasis-. Una ofrenda al Señor mediante el fuego de un aroma apaciguador.

– ¿Un qué?

– Un aroma apaciguador -repuso el taxista. Y volvió a mezclarse con el tráfico.

Joe había hecho las cosas realmente bien. El apartamento era grande y bien ventilado, con el suelo de roble recién pulido y barnizado y las paredes pintadas de blanco. El cuarto de estar daba a la calle Hanover, con una terraza de hierro forjado lo bastante amplia para albergar dos sillas plegables, una jardinera de terracota dada la vuelta que servía de mesa, y una maceta de plástico llena de geranios polvorientos. Los muebles de la habitación de color de avena eran agradables. Sólo había un cuadro: representaba una playa herbosa y blanquecina bajo un cielo azul tinta.

Michael subió las persianas de lino blanco y abrió las puertas de la terraza; la habitación se llenó de ruido y del calor de la tarde, así como de los aromas del restaurante de abajo: cebollas, ajos, tomates y albahaca, cocinándose lentamente en sartenes llenas de dorado aceite de oliva virgen.

Joe le había llevado al apartamento la gastada maleta de cuero tostado de Michael y la había dejado en el pasillo. Michael la trasladó hasta el dormitorio y la puso encima de la cama. Desabrochó las hebillas, la abrió y se quedó mirando con resignación los polos arrugados y los pantalones mal doblados. Nunca se le había dado demasiado bien aquello de doblar la ropa y hacer la maleta, y siempre acababa por llevar demasiadas cosas. No sabía por qué se le había ocurrido traer aquel jersey marrón de pescador que le había ganado a John McClusky, el vendedor de anzuelos de la playa; o quizás sí que lo supiera. Puede que fuera una especie de manta de seguridad: un recuerdo del hogar, de la costa, de Patsy y de Jason también, de todo aquel amor y libertad que se había visto obligado a poner en peligro por dinero.

Colgó la ropa en los armarios blancos de puertas de persiana. Olían a madera nueva recién prensada. Metió la maleta vacía debajo de la cama. El dormitorio era tan sencillo como el cuarto de estar, con una mesilla blanca de bambú y una cama barata cubierta con una colcha de colores blanco y avena. Había tantas cosas de color de avena en aquel apartamento que Michael empezó a preguntarse si lo habría decorado un caballo. Pero las ventanas del dormitorio tenían unas buenas cortinas de rejilla, a través de las cuales podía ver el patio pavimentado de ladrillo que había detrás del restaurante, adonde los cocineros salían de vez en cuando a limpiarse el cuello con paños de cocina, a fumarse un cigarrillo, a dar voces y a reírse.

Se lavó la cara y las manos en el pequeño cuarto de baño, cuyas paredes estaban revestidas de azulejos blancos, y luego volvió a telefonear a Patsy.

– Acabo de llegar a la calle Hanover.

– ¿Cómo es? ¿Está bien?

– De primera. Hay un buen cuarto de estar, un dormitorio, un cuarto de baño y una cocina. Es todo lo que necesito. Bueno, digamos que es todo lo que necesito de momento. Y es fantástico que me guste la comida italiana, ya que está justo encima de un restaurante napolitano. -Con la melodía de Pennies from Heaven, cantó-: Cada vez que respiro, respiro pollo abruzzesse.

Patsy se echó a reír, pero luego dijo:

– ¿Cómo va? Me refiero al trabajo. Parecías un poco tenso en la oficina.

– Muy bien, el trabajo va estupendamente. El problema es que ya os echo de menos.

– ¿No tienes problemas?

– ¿Problemas? ¿Qué problemas?

– Bueno, ya sabes… estrés, o algo así.

Se acordó de la fugaz figura que al parecer había estado siguiéndolo entre los árboles de la plaza Copley y del ciego que había adivinado que estaba buscando a alguien. El «señor Hillary», quienquiera que fuese.

También se acordó del taxista que había hablado de expiación, de castigo bíblico, y de la ofrenda al Señor mediante el fuego de un aroma apaciguador.

Con cierta rigidez, dijo:

– Toda va de primera. Tengo la cabeza en su sitio.

– No intentarás ocultármelo, ¿verdad, Michael? -le preguntó Patsy-. Me refiero a si las cosas empiezan a salir mal. No es culpa tuya. No hay nada de lo que tengas que avergonzarte. Lo único que tienes que hacer es llamarme y podemos hablar de ello. O llamar al doctor Rice. Ya sé que necesitamos el dinero, pero no de una forma tan desesperada.

Michael se aclaró la garganta. Las cortinas de rejilla subían y bajaban al sol.

– Está bien, todo está muy bien. Joe se ocupa de mí. Hasta me ha traído la maleta.

– He visto los disturbios en televisión.

– Bueno, se ve mucho humo y un montón de helicópteros que sobrevuelan continuamente la zona; cuando fui al Hospital Central esta mañana, las víctimas llegaban sin parar. Pero todo lo demás parece normal. Es una de esas cosas propias de un largo verano caluroso, nada más.

– Cuídate -le dijo Patsy-. Nos veremos el fin de semana, ¿de acuerdo?

– A lo mejor tengo trabajo.

– Entonces yo iré a Boston a hacerte una visita. Supongo que no le pondrás pegas a tener un poco de compañía aunque estés trabajando, ¿verdad?

Michael sonrió. El Boston Globe descansaba en una esquina de la cama, donde él lo había dejado caer. Los titulares decían: «Monyatta llama a la calma: el número de muertos se eleva a veintitrés.» Se le desvaneció la sonrisa al mismo tiempo que se desvanecía la luz que entraba por la ventana. Se sentía extrañamente responsable, como si los disturbios, de alguna manera, fueran culpa suya; como si su inesperada llegada a Boston hubiera turbado el equilibrio de la ciudad.

– ¿Michael? -le llamó Patsy.

– Sigo aquí -le dijo en tono tranquilizador. Abajo estaban empezando a freír pescado.

Todavía había luz en el exterior cuando el teléfono lo despertó. No era luz del día, ni luz de luna, sino la luz que inundaba el patio trasero de la Cantina Napoletana; los lavaplatos hacían ruido y los cocineros reían, fumaban y hablaban de chicas de figura conseguida a base de fettucine. (Una hora más tarde estarían en su casa, en pijama, roncando al lado de sus esposas.)

Al principio no consiguió encontrar el teléfono en aquel apartamento aún desconocido; pero el timbre seguía sonando una y otra vez. Por fin, Michael lo descubrió sobre la silla de lona que había en un rincón del dormitorio, debajo de la chaqueta que se había quitado. Lo cogió y dijo:

– ¿Sí? ¿Quién es?

Se sentía atontado y desorientado. Ni siquiera se acordaba de qué había estado soñando. Era algo que tenía que ver con árboles y con los faldones de un abrigo aleteando al perderse de vista. Michael tenía la lengua como si se la hubieran espolvoreado con sal.

– ¿Micky? ¿Eres tú?

– ¿Quién es?

– Joe… ¿Quién creías que iba a ser?

– Hola, Joe. ¿Qué quieres? ¿Qué hora es, demonios?

– Algo más de las tres. Estaba mirando las noticias. ¿Tú no?

– ¿Bromeas? ¿Quién demonios mira las noticias a las tres de la madrugada? Estaba dormido.

– Oh, estabas dormido. Eso lo explica todo. Tardabas tanto en contestar que pensé que habías hecho la maleta y te habías vuelto a New Seabury. Me preocupaba que sintieras nostalgia y que lo dejases.

– Creo que acabaré dejándolo si sigues llamándome a estas horas de la noche.

– Michael… sólo es esta vez. Pon las noticias.

– Todavía no tengo televisor. Vas a tener que contármelo.

– Oh… en ese caso, escucha lo que voy a decirte. Acaban de encontrar a Sissy O'Brien.

Michael se sentó al borde de la cama.

– ¿Que la han encontrado? ¿A Sissy O'Brien? ¿Quién la ha encontrado? ¿Dónde? ¿Está viva?

– Los guardacostas la han encontrado en la bahía Nahant. Y está muerta.

– ¿Dónde dices que la han encontrado? ¿En la bahía Nahant? Eso está a casi veinte quilómetros al norte de la playa de Nantasket.

– Eso es. Y si su cuerpo hubiera ido flotando desde el lugar del accidente, en Sagamore Head, hasta East Point, justo donde la han encontrado, habría tenido que pasar flotando por la bahía Wingham y por la bahía Quincy, sin olvidar las islas Peddock, Long y Georges, y todas las demás islas y todas las demás mareas… atravesar la bahía de Massachusetts y volver finalmente a la costa.

– ¿Eso es todo lo que han dicho? ¿Que la habían encontrado y que estaba muerta?

– Eso es todo, de cabo a rabo.

Michael captó en el espejo su propia imagen, flaca, pálida y desnuda, con el pelo castaño muy revuelto, sus débiles brazos y piernas, y el miembro colgando. Se aclaró la garganta y luego dijo:

– La bahía Nahant está en el condado de Essex, ¿verdad? Entonces, ¿quién lleva el caso? ¿No será Wellman Brock?

– Todavía no lo sé -le dijo Joe-. Pero lo dudo mucho. El sheriff Brock, el pobre, no podría encontrar una mierda en una cloaca llena de aguas fecales.

– Recógeme dentro de veinte minutos -le pidió Michael-. Vamos a ir a la bahía Nahant a echar un vistazo.

– ¿Qué? Pero si sólo son las tres y cuarto.

– ¿Y qué importa? Cuando lleguemos allí ya será de día.

Michael y Joe dejaron el coche en un recodo, contra las dunas, y saltaron fuera del coche. Joe se volvió hacia atrás y dijo:

– Mierda. ¿Sabes lo que esa maldita arena puede hacerle a la pintura del coche?

Fueron caminando y resbalando por las dunas. Joe lanzó una maldición cuando la arena se le metió en los zapatos deportivos de Gucci y en los ojos. Michael estaba acostumbrado a ella y sabía cómo volver la cara cuando llegaba una ráfaga de viento.

Aunque a aquellas horas ya no quedaba nada que ver, en un tramo de sesenta metros al norte de East Point, la playa estaba acordonada con tiras de papel del que colgaban banderolas de color naranja que revoloteaban movidas por la brisa. El cielo matinal tenía un tono malva pálido. El océano Atlántico también estaba de color malva, pero discontinuo. Un poco enfadado, el mar arremetía contra la orilla, se retiraba y arremetía de nuevo, arrastrando al hacerlo algunas algas que luego volvía a llevarse.

Michael tenía los orificios nasales resentidos a causa de la sal, el frío y el aire acondicionado del Seville de Joe. Llevaba puesto el jersey de pescador marrón y se alegraba de ello, porque Joe tiritaba dentro de una chaqueta italiana verde esmeralda y tenía los zapatos Gucci manchados de arena.

Dos coches patrulla del departamento del sheriff del condado de Essex estaban todavía aparcados allí, al igual que otros tres automóviles sin ningún distintivo, incluido un Caprice de color arce oscuro y un Buick Century verde guisante con una abolladura espectacular en la parte exterior del guardabarros izquierdo. Junto a la orilla se encontraban un hombre muy alto ataviado con un impermeable arrugado de color beige, otro hombre más joven peinado hacia atrás que llevaba un traje, y un tercero, de constitución pesada, con un sombrero de boy-scout, y al que Michael reconoció casi inmediatamente como el sheriff Brock.

Joe levantó las banderolas y un ayudante con la cara cubierta de acné se dirigió a él y levantó una mano.

– Lo siento, señor, área restringida.

– ¡Tom! -llamó Joe con un grito, y dirigió un amplio saludo con la mano al hombre alto del impermeable beige arrugado.

El hombre alto del impermeable beige arrugado le devolvió el saludo de la misma manera y Joe dejó caer las banderolas detrás de él y continuó caminando por la arena.

– Eh, lo siento -repitió el ayudante-. Esta área es realmente restringida. Quiero decir que eso significa que es…

Joe se volvió hacia él, le dirigió una mirada furibunda y le soltó:

– ¡Vete a hacer puñetas! -Y siguió caminando hacia la orilla. Se volvió otra vez y repitió-: ¡Vete a hacer puñetas!

– ¡Alto! -gritó el ayudante.

Y se desabrochó la pistolera. Michael se le acercó y puso una mano sobre la del ayudante. A pesar del frío -o por culpa del mismo-, el muchacho temblaba.

– Escuche -le dijo Michael por un lado de la boca, como si no estuviera hablando con él-. Algunas veces, todos nos vemos atrapados en situaciones en las que no podemos ganar. Ésta es una de ellas. Usted está cumpliendo con su deber, y está haciéndolo bien, pero ninguna de esas personas va a ver las cosas de ese modo. Ese tipo alto del impermeable es el teniente Thomas Boyle, del departamento de Policía de Boston, ¿verdad? Y aquel otro es su jefe, ¿no es así? El sheriff Wellman Brock, cuyo más íntimo capricho es una orden para usted; y ese otro es Joe Garboden, de Plymouth Insurance, que no llega a ser mi dueño, incluidas las pelotas, por un pelo. Así que usted y yo pensemos en nuestras pensiones de jubilación y dejemos que los tipos importantes anden por ahí pisoteando la arena. Ya nos tocará el turno a nosotros, créame.

El joven ayudante lleno de granos se lo quedó mirando como si estuviera loco. Pero luego dijo:

– De acuerdo… -Daba la impresión de que no lo había comprendido del todo, pero se abrochó la pistolera.

Michael le dio al muchacho un apretón en el brazo.

– Ya le llegará a usted el turno, créame, cuando esos tipos estén sentados en residencias para ancianos y se les haya olvidado ya que alguna vez comieron en cazuelas de aluminio.

El ayudante asintió y sonrió enseñando mucho los dientes.

– De acuerdo -convino. Y dio la vuelta sobre los talones sin dejar de sonreír.

Michael cruzó por la arena húmeda hacia la orilla con la mejilla izquierda vuelta contra el viento.

Jirafa -dijo mientras le tendía la mano al teniente Boyle-. ¿Cómo le va a Megan? Vi su artículo en la revista Boston. Uno sobre asados de carne, o algo así.

– Vaya, vaya. Mikey Rearden -le saludó Thomas sonriendo. Parecía cansado. Tenía las mejillas blancas y la nariz enrojecida por el viento-. Me habían dicho que te habías retirado.

– Por problemas sicológicos -confesó Michael-. Un simple caso de chifladura.

Thomas sorbió por la nariz y sacó el pañuelo.

– Eso había oído -dijo.

Michael se dio unos golpecitos en la frente.

– No fue nada demasiado grave. Sólo que no era capaz de impedir que lo del exterior se me metiera dentro. ¿Sabes lo que quiero decir? Pero ya estoy prácticamente curado del todo. He estado sometiéndome a una terapia de hipnosis.

– ¿Sí? ¿Y eso funciona de veras?

– Depende. Supongo que has de querer que funcione.

– ¿Tú crees que la hipnoterapia le serviría a Megan? -le preguntó Thomas-. Ya sabes, sólo para que se sienta más segura y optimista. A veces se deprime mucho. No me lo dice, pero a mí me pasaría si estuviese en su lugar.

– No sé -repuso Michael a la vez que se encogía de hombros. Y era cierto que no lo sabía-. Supongo que Megan podría hablar de ello con su médico. Pero a mí a veces me parece que la hipnoterapia puede abrir más latas de gusanos que otra cosa. Yo ni siquiera sabía que la oscuridad me daba miedo hasta que me hipnotizaron.

Joe parecía sentirse incómodo. Y también el sheriff Brock, un hombre enorme y tembloroso como la gelatina, que llevaba un uniforme de color arena y un peluquín que resultaba descaradamente artificial. La mirada se le disparaba sin cesar de un lado a otro y tenía el aspecto de un hombre que necesita con desesperación el desayuno, el sillón de su despacho y una prolongada continuación del sueño de la noche anterior.

Thomas le apretó el codo a Michael.

– Ya hablaremos de esto más tarde, ¿vale? Esos tipos llevan levantados desde las tres.

– ¿Dónde la encontraron? -le preguntó Joe en voz mucho más alta de lo normal.

Thomas los guió hasta la arena, mucho más suave, de la orilla. Había un sencillo indicador de madera entre las olas… un palo, nada más. Todo rastro de la llegada de Sissy O'Brien a aquel lugar había sido borrado por el mar.

– ¿Has hablado con los guardacostas? -quiso saber Mi-chael.

Thomas levantó la mirada hacia él y asintió.

– Estás pensando en vientos, mareas y corrientes, ¿no es cierto?

– Eso es -convino Michael.

– Bien…, los guardacostas han prometido darme un informe de las mareas justo desde el momento en que cayó el helicóptero. Puede que hasta hagan la prueba con un muñeco flotante desde Sagamore Head para ver qué pasa… se pueden calcular los vientos y las mareas matemáticamente, pero un cuerpo flotando no siempre hace lo que se espera que haga.

– Estás diciéndoselo a un pescador -le recordó Joe.

Michael miró en torno a él. Había algo extrañamente familiar en aquella curva de playa, aunque no acababa de saber qué. Se acercó a la orilla hasta que el oleaje estuvo a punto de mojarle los zapatos. Se protegió los ojos con las dos manos y miró fijamente hacia el horizonte. Había estado allí antes, estaba seguro de ello. Quizás cuando era niño, con su padre. Cada vez que su padre acababa un barco ballenero que le gustase de verdad, lo hacía navegar hasta Marblehead o hasta Plymouth, y Michael lo acompañaba. Llevaban chocolate caliente en termos y bolsas de papel marrón con emparedados de queso y mortadela, y cantaban canciones marineras a dúo, viejas coplas tradicionales o tontas canciones marineras que se habían inventado ellos mismos.


Navegamos en el buen barco Bum,

con una enorme provisión de ron.

El Bum no se hundió, pero desde luego apestó.

Deberíamos haberle puesto un nombre

que no fuera tan grosero. Pero ése es nuestro problema,

que somos así de crudos.


Sonrió para sus adentros, aunque también tenía ganas de llorar. Miró hacia atrás, hacia el lugar donde se encontraban Joe y Thomas. Éste estaba encendiendo un cigarrillo.

– ¿Se la han llevado ya? -preguntó a gritos.

Thomas se volvió hacia él.

– No… la ambulancia todavía está aquí. Tenemos una pequeña diferencia de opinión sobre cuál es el lugar más oportuno para llevarla. El jefe de policía Hudson quiere que la lleven al Hospital Central de Boston con el resto de los O'Brien fallecidos. Yo quiero llevármela con nosotros… con la otra señorita que encontramos el martes.

– ¿Qué otra señorita? -preguntó Michael.

– ¿No lo viste en las noticias? Encontramos a una chica en una casa de la calle Byron, al otro lado del Public Garden. La habían atado con alambre y la habían estado torturando y todo lo que se te ocurra.

– ¿Y qué relación tiene con esto?

Thomas le hizo un gesto con la cabeza hacia la parte de atrás de la playa. Michael echó una última mirada rápida al océano y echó a andar tras él. Era difícil subir por las dunas, y Thomas empezó a toser antes de llegar a la cima.

– Deberías dejar de fumar -le comentó Joe.

– A mí me lo vas a decir -repuso Thomas.

La ambulancia de la oficina del forense del condado de Essex estaba aparcada en un recodo del camino arenoso. Las luces rojas giraban en silencio, como si fueran faros, avisando de la muerte. Una de las puertas traseras todavía estaba abierta, y un sanitario joven con un suave bigote rubio estaba apoyado en ella, con aspecto cansado y aburrido.

– ¿Alguna novedad, teniente? -le preguntó a Thomas al ver que se acercaban.

Thomas hizo un movimiento negativo con la cabeza.

– Éste es uno de esos casos en que la política prevalece sobre el sentido común. Estos caballeros que vienen conmigo representan a Plymouth Insurance, son investigadores de seguros. ¿Quiere dejarles echar un vistazo?

– ¿De veras quieren mirarla? -les preguntó el sanitario con una incredulidad que hizo que a Michael comenzaran a hormiguearle las palmas de las manos.

– Abra, ¿quiere? -le pidió Thomas con impaciencia.

– ¡Brrr! -exclamó el sanitario dando a entender claramente que cualquiera que quisiera mirar aquellos restos humanos flotantes en concreto no estaba en sus cabales.

Abrió de par en par las dos puertas traseras y subió a la ambulancia. Una bolsa gris de las que usan para guardar cadáveres yacía sobre la camilla plegable con una etiqueta de identificación. El joven abrió la cremallera hasta abajo y, de pronto, un brazo de color gris verdoso quedó colgando de la bolsa, lo que causó un sobresalto a Michael. El sanitario debió de advertirlo, porque comentó divertido:

– No se preocupe, está muerta. No va a levantarse y ponerse a perseguirlo por la playa.

– Gracias -dijo Thomas; y subió a la ambulancia. Al contrario de la mayoría de las personas que se ocupan de levantar cadáveres, a él no le gustaba el humor macabro, especialmente cuando el fallecido había sufrido del modo en que lo había hecho aquella pobre niña. La muerte a veces podía llegar a ser divertida, igual que la vida puede serlo en ocasiones. Pero por alguna razón, Thomas no llegaba a acostumbrarse a ello, y rara vez le hacía reír.

Michael subió también a la ambulancia, agachando la cabeza al entrar en ella. El cuerpo de la chica emanaba un fuerte olor a agua de mar y a descomposición. Era una muchacha joven y delgada, de no más de catorce o quince años, a juzgar por su figura. Llevaba el pelo rubio muy corto, lo tenía mojado y en él se habían enredado algunas algas. La oreja que quedaba a la vista estaba llena de arena, pero todavía llevaba puesto un decorativo pendiente que parecía ser de vidrio y de algún metal de los que pierden brillo con facilidad, posiblemente de plata.

Tenía los ojos abiertos y miraba fijamente al techo. Sin embargo, tenía los iris lechosos, como un bacalao hervido, y desde luego no parpadeaba. Había arena en los orificios nasales y también en la boca, que la tenía entreabierta.

Lo que más horrorizó a Michael fue el cuerpo. Tenía los pequeños pechos atravesados en zigzag por cortes profundos, como si la hubieran cortado con un cuchillo de carnicero. Los pezones habían sido grapados seis o siete veces con grapas para papel, de modo que estaban desfigurados y retorcidos. El estómago desnudo estaba cubierto de cientos de quemaduras, arañazos y laceraciones, la mayoría de ellas pálidas y abultadas a causa de la larga inmersión en aguas del océano. La parte superior de los muslos estaba también llena de quemaduras y cortes.

– ¿Ésta es Sissy O'Brien? -preguntó Michael al tiempo que sentía que la boca se le llenaba de saliva.

Thomas sacó una fotografía en color del bolsillo del impermeable y la sostuvo en el aire delante de Michael. La fotografía temblaba y Michael se vio obligado a sujetarla para poder examinarla con claridad.

– Es Sissy O'Brien, no cabe duda -dijo Thomas-. Compruébalo por ti mismo. Desde luego, tendrán que realizar una identificación formal.

– Dios mío, ¿quién ha podido hacer esto?

– Nosotros creemos que las mismas personas que mataron a la otra joven no identificada de la calle Byron. El mismo pervertido modus operandi, los mismos cortes, las mismas marcas de látigo y quemaduras de tortura… Nosotros no le contamos nada de eso a la prensa, así que no puede hablarse de la posibilidad de acto de imitación.

– ¿Y qué es? ¿Alguna especie de culto sadomasoquista o qué?

Thomas hizo un gesto negativo con la cabeza. Le habría venido bien otro cigarrillo, pero sabía que no estaba permitido fumar dentro de las ambulancias. No es que importase demasiado, la paciente ya estaba muerta.

Michael, con enorme reticencia, bajó unos cuantos centímetros más la cremallera. Había quemaduras lívidas y cicatrices entre las piernas de Sissy O'Brien, por toda la zona de alrededor de la vulva y en la parte interna de los muslos.

– Algún bromista estuvo divirtiéndose con un Zippo -comentó Thomas con voz completamente inexpresiva. No quería pensar en cómo habría gritado Sissy O'Brien. A lo mejor ni siquiera había sido capaz de gritar. Tenía unas magulladuras alrededor de la boca que indicaban que había sido amordazada, probablemente con una de aquellas mordazas de goma hinchable que usan los fetichistas.

Michael se inclinó hacia adelante y entonces fue cuando vio algo que lo hizo retroceder presa del horror y mirar a Thomas con los ojos abiertos de par en par. Algo oscuro y espeso le colgaba a Sissy O'Brien entre los muslos.

– Ahí hay algo -le indicó, y la voz no le sonó en absoluto como su voz.

Thomas tragó saliva y se encogió de hombros.

– Se lo hicieron pasar muy mal, créeme.

Michael no se atrevió a mirar por segunda vez. Comprendía que Thomas estuviera cansado, pero no alcanzaba a comprender que nadie tomara como algo natural una locura como aquélla. Allí había algo: algo oscuro, asqueroso y peludo que estaba densamente entretejido con sangre y que salía de entre las nalgas mortalmente blancas de Sissy O'Brien.

– ¡Maldita sea, Thomas, tiene rabo!

– Salgamos de aquí -le indicó Thomas.

– ¿Qué?

– ¡Salgamos de aquí! -le ladró Thomas; y bajó por los escalones de la ambulancia hasta llegar a la arena. Joe se encontraba de pie, a unos cuantos metros de distancia, hablando con el sargento Jahnke, y los dos les dirigieron a Michael y a Thomas una mirada llena de preocupación.

– Lo siento -dijo Thomas. Respiró profundamente-. No hago más que decirme a mí mismo que no debo permitir que estas cosas me afecten, pero siempre me afectan.

– Tiene rabo -repitió Michael. Sabía que la voz le sonaba histérica, pero no le importaba mucho-. ¡Thomas, tiene un maldito rabo!

Thomas sacó una caja de cerillas y se entretuvo un buen rato encendiendo un cigarrillo; protegió la llama con las manos para que no se apagara con la brisa.

– Ya te he dicho que se lo hicieron pasar muy mal. Le han hecho algo… con un gato, por lo que nos ha parecido ver. Todavía no podemos estar seguros.

– ¿Un gato? ¿De qué demonios hablas, de un gato?

Michael estaba seriamente trastornado.

El viento levantaba la arena entre ellos. Entonces se oyó gritar a alguien:

– ¡Jack! ¡Jack! ¡Baja aquí!

En aquel momento, un joven delgado con gafas, que llevaba puesta una cazadora azul oscuro, apareció por uno de los lados de la ambulancia. Se acercó a Thomas y dijo:

– Está bien, teniente. Ya podemos llevárnosla. He hablado con el forense, el forense ha hablado con el jefe de policía y éste ha hablado con el gobernador.

– ¿Con el gobernador? ¿Qué le ha dicho, por el amor de Dios?

– Le he dicho que probablemente se trate de un caso de asesinato, y que posiblemente haya algo más; y le he explicado cómo quedaría por televisión que el departamento de Policía intentara mantenerlo oculto.

– Tiene temple, Víctor -le dijo Thomas con un gruñido no exento de admiración.

– Cualquiera puede tener temple, siempre que sepa bien lo que se hace.

– Mira, Mikey… éste es Víctor Kurylowicz, nuestro nuevo forense -le indicó Thomas a Michael-. Lo han trasladado aquí desde Newark, en Nueva Jersey. Víctor es experto en ahogados v también en víctimas de incendios.

Michael le tendió la mano. El apretón fue bastante frío, rendido y flojo, como darle la mano a un hombre recién muerto

– Encantado de conocerle -dijo-. Soy Michael Rearden de Plymouth Insurance. Bueno, en realidad me gano la vida inventando juegos de mesa y aparatos de marinería, pero Plymouth me ha pedido que investigue todo este asunto… el caso O'Brien.

– Bueno, le deseo suerte -le dijo Víctor-. Éste es un caso muy extraño.

– ¿Qué es eso del gato? -le preguntó Michael.

Víctor le dirigió una mirada rápida.

– No quiero hablar de eso. Todavía no he tenido ocasión de realizar un examen detallado.

A Michael le temblaba la voz al hablar.

– La chica tiene rabo, por el amor de Dios.

– Escuche -le dijo Víctor-, tengo una idea bastante clara de lo que le han hecho, pero no podré decirlo con seguridad hasta que le haga la autopsia. Es demasiado horrible para empezar a especular sobre ello.

Michael respiró profundamente tres o cuatro veces. Le daba la impresión de que la cabeza estaba empezando a llenársele de sangre negra y profunda.

– Pero esto no tiene ningún sentido. ¿Cómo ha podido llegar hasta aquí Sissy O'Brien? ¿Y quién podría desear hacerle daño a alguien de este modo?

– No tengo ni idea -repuso llanamente Thomas.

– ¿Cómo es posible que alguien pueda pensar siquiera en hacer una cosa así?

– Mikey… de veras que no tengo ni idea. Pero estamos trabajando en ello. Si podemos encontrar alguna relación entre Sissy O'Brien y aquella chica que fue asesinada en la calle Byron… bueno, quizás entonces empezaremos a hacer progresos.

– Existe una relación -afirmó Víctor con total seguridad, aunque con una voz exenta de toda emoción-. De hecho, hay algo más que cierta relación. Estos dos asesinatos están totalmente relacionados, créanme. Lo huelo.

– Es usted un detective en potencia -comentó Thomas-. Desde luego, habría podido conseguir el puesto fácilmente, pero en realidad es demasiado inteligente. En ningún cuerpo caen demasiado bien los intelectuales, ¿verdad, Victor? Pero en Boston aprietan los dientes y los toleran.

Michael echó un vistazo a la ambulancia. El joven sanitario bigotudo estaba cerrando la cremallera de la bolsa y sonreía. Jesús, a veces, los salvadores son tan duros de corazón como los asesinos.

Si la familia O'Brien fue asesinada deliberadamente, no tendríamos que pagar el seguro, eso tú ya lo sabes, ¿verdad? -le preguntó Michael.

Thomas expulsó el humo de cigarrillo.

– La única O'Brien que mí me preocupa es Sissy, y ella ha sido asesinada, no hay duda.

– Se vio a una persona que sacaba algo de entre los restos del helicóptero -dijo Michael-. Ese algo podría haber sido Sissy herida o inconsciente.

– Es una posibilidad -convino Thomas-. De hecho, eso es lo más probable. No creo que llegase flotando hasta aquí desde Segamore Head, ni en broma. Creo que la tiraron aquí anoche, ya tarde, los mismos que la mataron.

– Entonces, ¿cuál es el siguiente paso? -quiso saber Michael.

– El paso siguiente es relacionarla de manera concluyente con la víctima de la calle Byron, y al mismo tiempo empezar a hacer preguntas a todos y cada uno de aquellos que hayan podido ver a alguien arrojando algo al océano. Ir haciendo preguntas casa por casa, cosa que no va a ser demasiado difícil por aquí. Nahant tiene una población de cuatro mil doscientos habitantes, incluidos los gatos.

– ¿Crees que podrás relacionarlas?

Thomas asintió.

– La chica que encontramos en la calle Byron tenía dos marcas de pinchazos en la espalda, justo encima de la pelvis. Sissy O'Brien tiene unas marcas muy parecidas.

Michael se limpió el sudor frío de la frente con el dorso de la mano.

– ¿Marcas de pinchazos? -preguntó.

– No sabemos qué son, pero son mucho menos brutales que cualquiera de las otras heridas -le explicó Victor-. Quiero decir que son casi clínicas.

Michael se quedó contemplando durante unos instantes el humo del cigarrillo de Thomas y luego preguntó:

– ¿Qué demonios te parece que es todo esto?

Thomas arrojó la colilla a las olas.

– Cualquier cosa que tú supongas es tan buena como lo que pueda suponer yo.

– ¿Te importa que yo vea a la otra chica? A la que encontrasteis en la calle Byron. No es necesario que la vea al natural, con unas fotografías tendría bastante.

– Desde luego, llámame y lo arreglaré.

– Tiene tan mal aspecto como ésta -dijo Victor-, créeme… y llevaba muerta muchísimo más tiempo.

– ¿Cuánto tiempo crees que ha permanecido Sissy en el agua? -le preguntó Michael.

Victor hizo una mueca.

– Aún no lo sé. Ocho, nueve horas. Puede que más.

– ¿Se ahogó?

– No lo parece. No será difícil averiguarlo.

Michael entornó los ojos y se puso a mirar la playa barrida por el viento.

– Alguien se la llevó de Segamore Head, la torturó, la trajo aquí y la arrojó al océano. ¿Por qué crees que haría eso?

– Querrían algo -sugirió Thomas.

– ¿Querrían algo? ¿Qué iban a querer?

– No lo sé… pero nunca se asesina a nadie por nada. Nunca. Puede que un marido quiera paz y tranquilidad y mate a sus hijos, que un empleado quiera ascender y mate al único tipo que se interpone en su camino o que una mujer se ponga celosa y mate a la esposa de su amante.

– Pero, ¿qué podrían querer de Sissy O'Brien, sobre todo teniendo en cuenta que sus padres ya habían muerto y que nadie habría pagado rescate por ella?

– Bueno… -dijo Thomas a la vez que agarraba a Michael con fuerza por el hombro y le dedicaba una de sus famosas sonrisas retorcidas-. No querían dinero, ni sexo, ni sangre. Dime tú por qué otra razón podrían haber querido matarla.

Una gaviota pasó volando muy bajo chillando.

– Puede que te lo diga -repuso Michael.

Era hora de marcharse. Joe llamaba a Michael por señas, y el sargento Jahnke estaba levantando el radiotransmisor en el aire para indicarle a Thomas que alguien lo llamaba, alguien que quería hablar con él con urgencia.

Michael y Victor echaron a andar trabajosamente por las dunas. Victor le dijo:

– Están ocultando algo, ¿sabe?

– ¿Quiénes?

– Los que tienen el poder. El forense, el jefe de policía, el gobernador. Puede que incluso esferas más altas.

– ¿Cómo sabía usted eso?

– En Jersey ocurría lo mismo cuando mataban a una persona importante dJ gobierno local o de la judicatura, o de la mafia. Siempre quitaban a toda prisa los cuerpos de en medio, las pruebas se perdían. Los únicos asesinatos que acababan con condenas como es debido eran los de personas que no tenían importancia.

Michael se quedó pensando durante unos momentos, luego le confió:

– Yo he visto algunas fotografías del helicóptero de O'Brien después de estrellarse.

– Se quemó, ¿verdad?

– Pero no estaba tan quemado como hicieron creer a la prensa. Se podían identificar los cuerpos perfectamente.

– Yo creía qiie estaban tan chamuscados que era imposible distinguir a unos de otros.

– No, no, ni hablar. Como mucho debió de haber una llamarada, pero nada más.

– ¿Está tomándome el pelo? El forense me ha dicho que estaban tan quemados que la identificación resultaba imposible. Para ser exactos, me dijo que estaban carbonizados.

– Había cuatro personas entre aquellos restos: el piloto, un hombre llamadd Coward; un joven ayudante del departamento de Justicia, Dean McAllister; la señora O'Brien, y el propio John O'Brien. Cuando vi las fotografías, me pregunté si faltarían dos o tres… ya sabe, dos o tres fotografías de Sissy O'Brien, pero ahora sé que ella ni siguiera se encontraba allí.

– ¿Por qué iba a querer mentir el jefe de policía? -quiso saber Victor.

– No lo sé. Piero tengo copia de esas fotografías, y me gustaría que usted les echase un vistazo. La calidad no es muy buena. Tuve que mandarlas por fax desde el despacho del doctor Moorpath mientras él estaba ocupado en asistir a las víctimas de la calle Seaver. Como digo, están muy borrosas y oscuras, pero quizás usted pueda ver en ellas algo que yo no he visto.

Victor se detuvo, se quitó las gafas y las limpió pensativamente con un trocito arrugado de papel de cocina.

– Está corriendo un riesgo al contármelo a mí, ¿no es cierto? ¿Cómo sabe que el doctor Moorpath y yo no somos amigos íntimos? Los forenses con los mismos intereses tienden a mantenerse unidos, ¿no sabe ustted eso? Y el doctor Moorpath y yo somos miembros de la Asociación de Patólogos en Activo de Massachusetts.

– Claro que estoy corriendo un riesgo -le comentó Michael-. Pero lo hago porque usted parece el tipo de hombre que ni muerto querría que lo vieran jugando ocho hoyos en Chestnut Hill en compañía de Raymond Moorpath. Y dejando aparte eso, esa asociación de que usted habla no existe.

Víctor volvió a ponerse las gafas.

– De acuerdo -aceptó por fin. Consultó el reloj-. Hoy es imposible. Pero vaya a verme mañana… digamos a las once. Primero tengo que ir a cortarme el pelo.

Michael no estaba seguro de si había descubierto un aliado en Victor Kurylowicz o no, pero le gustaba la combinación que Victor tenía de insensibilidad, de rareza y de capacidad de reírse de sí mismo. Hacían falta las tres cosas para ser un buen forense. Michael había quedado síquicamente tocado tan sólo por la visión de los cadáveres; Victor tenía que pasarse el día cortándolos en pedazos, manoseando los órganos internos, sacándoles el cerebro e intentando, al mismo tiempo, no pensar que aquel cuerpo era la madre de alguien, el hijo de alguien… que se trataba de una persona que habría podido estar hablando con él unas cuantas horas antes. Se puso a caminar con dificultad por las dunas y echó una última mirada a su alrededor. Joe estaba esperándolo y hablaba impacientemente con el sargento Jahnke. Oyó, a sus espaldas, que la ambulancia se marchaba con un súbito y corto sonido de la sirena, que hizo que todos se sobresaltaran.

Fue entonces cuando vio, a corta distancia, algo blanco, algo que brillaba entre la dorada bruma matutina, como la vela de un barco.

Se protegió los ojos contra el resplandor, pero aun así no podía distinguir con claridad de qué se trataba. Se volvió hacia uno de los guardacostas que se encontraba de pie cerca y le preguntó si le prestaba los prismáticos.

– Vale, señor, pero trátelos con cuidado, ¿eh? Son unos Zeiss, y cuestan setecientos y pico pavos.

El guardacostas tenía un racimo de granos de un color escarlata muy vivo en cada mejilla, y Michael confió en que no fueran contagiosos.

Cogió los prismáticos y los enfocó hacia la blanca silueta que se veía a lo lejos. Incluso así no se distinguía con claridad, debido a la niebla matinal de verano que se levantaba del mar. Pero no había duda acerca de lo que era. Lo que había tomado al principio por una vela se encontraba bien metido tierra adentro, en la cima de un cabo tosco y lleno de hierbajos. Encima de una forma triangular blanca había una barandilla negra de rejilla y una lente de vidrio resplandeciente.

Era un faro… pero no un faro cualquiera. Era el mismo faro blanco y achaparrado que había tenido ocasión de ver en el trance hipnótico.

Y un poco más a la derecha, detrás de los árboles barridos por el viento, se veía una hilera de casas típicas de Nueva Ingla-terra que estaban pintadas de verde. Las mismas casas que había visto durante el trance.

Con creciente emoción, debida al temor y al descubrimiento, se volvió mirando de un lado a otro, y entonces fue cuando supo con toda certeza que aquélla era la bahía: la que había visto cuando el doctor Rice lo había hipnotizado por última vez.

Aquélla era la bahía y aquél era el faro; y allí era donde Sissy O'Brien había sido recogida del océano, y donde su propia vida iba a cambiar. Presentía que su destino estaba dando un giro del mismo modo que una veleta se da la vuelta. Oía cómo la arena crepitaba entre las hierbas marinas. Michael miró otra vez hacia el faro lleno de excitación y de miedo.

Joe se le acercó, lo cogió del brazo y le dijo:

– Vamos, Michael, estoy muriéndome de hambre. Vamos a desayunar algo.

Los ojos de Michael estaban abiertos de par en par y miraban fijamente. Joe instintivamente lo soltó.

– ¿Michael? ¿Qué ocurre?

– Nada. Pero algo está empezando a cobrar sentido.

– ¿Quieres contármelo?

– No lo sé… todavía no. Vamos a desayunar algo.

– ¡Eh! -le avisó a gritos el guardacostas cuando Michael ya se alejaba-. ¡Devuélvame los prismáticos!


Verna Latomba estaba de pie en la cocina planchando una falda negra cuando sonó el timbre de la puerta. Se acercó al televisor y bajó el volumen. Había estado viendo a Oprah Winfrey hablando del incesto. Un hombre con la cara muy pálida había confesado que se había enamorado de una hija suya de dieciséis años. Ahora, Verna frunció el ceño y se puso a escuchar. Sabía que Patrice no volvería hasta que se hiciese de noche, puede que mucho más tarde, y en cualquier caso, él tenía llave y podía entrar sin llamar.

Dejó la plancha en la base y entró en el cuarto de estar. Vio que había olvidado poner la cadena en la puerta principal. Levantó las manos hacia ella, pero antes de que pudiera poner la cadena, el timbre volvió a sonar, sobresaltando a Verna. Ésta titubeó, sin dejar de escuchar, y aguardó, pero el timbre no volvió a sonar, así que se acercó a la puerta y preguntó:

– ¿Patrice? ¿Eres tú?

Hubo un largo silencio. No contestó nadie. Verna estaba segura de que allí fuera había alguien, y no sólo porque no hubiera oído pasos alejándose por el rellano. No oía hablar, no oía ninguna respiración, pero de algún modo podía notar la presencia de alguien que aguardaba, alguien con infinita paciencia e inimaginables intenciones.

– ¿Quién está ahí? -preguntó.

No hubo respuesta. Cogió el pomo del extremo de la cadena de la puerta, que estaba colgando. Al lado del marco de la puerta, en la pared empapelada de amarillo, un cuadro de Jesús la miraba con expresión de tristeza: Jesús pintado como un hombre negro con ojos amarillos.

– Somos amigos -dijo por fin una voz de hombre joven desde el rellano.

Verna estaba de pie con la cadena medio levantada hacia el soporte.

– ¿Amigos? -preguntó con voz exigente-. ¿Qué amigos?

– Amigos -repitió el joven, como si con eso bastase.

– No sois nadie que yo conozca -dijo Verna.

– Somos amigos de Patrice.

– Patrice me ha dicho que no deje entrar a nadie.

Hubo otra larga pausa; y luego:

– A nosotros puedes dejarnos entrar.

– No puedo hacerlo, lo siento.

– Patrice ha dicho que a nosotros sí puedes dejarnos entrar. Acabamos de ver a Patrice en la calle, justo a la puerta del Palm Diner.

– Patrice me ha dicho que no abra a nadie.

– ¿De verdad no quieres abrir la puerta?

– No puedo. Patrice se pondría furioso.

– Si no abres la puerta, ¿sabes lo que vamos a hacer?

– No me vengáis con amenazas.

– Si no quieres abrir la puerta, soplaremos y soplaremos y la casa derribaremos.

– ¿Qué sois, enfermos o algo así? ¡Largo de aquí!

Hubo otra pausa. A Verna le pareció oír susurros y arrastrar de pies. Hubiera podido jurar que oía a un hombre joven soltando una risita.

Luego, sin el menor aviso, la cerradura produjo un chasquido y la puerta se abrió de un empujón.

– ¡Fuera! -chilló ella-. ¡Salid de aquí!

Se lanzó contra la puerta, magullándose el hombro al hacerlo, pero no tenía la menor posibilidad. Los dos hombres de gafas oscuras irrumpieron en la habitación por la fuerza, empujando a Verna hacia adelante con las manos extendidas y dobladas hacia arriba. Uno de ellos cerró la puerta de golpe detrás de él y le puso la cadena de seguridad.

El otro empujó a Verna hasta el cuarto de estar, y entonces la obligó a sentarse en el sofá de un empujón. Era un sofá viejo que les había dado un amigo de Patrice, y estaba cubierto con una tela beige y blanca. Verna se dio con el sofá en la cadera al caer hacia atrás. Intentó levantarse, pero el joven la empujó y la obligó a echarse de nuevo.

– ¿Qué queréis? -les preguntó Verna mientras empezaba a temblar a causa de la ira y de la ansiedad-. Vosotros no sois amigos de Patrice, que yo sepa.

– ¿Qué vas a hacer, Verna? -le preguntó uno de los hombres a la vez que le dedicaba una sonrisa malévola-. ¿Llamar a la policía?

– ¿A la policía? -repitió ella; a Verna se le notaba un tono sobreexcitado en la voz-. La gente a la que pienso llamar va a hacer que sintáis todo esto mucho más de lo que nunca podría hacer la policía.

Intentó levantarse por segunda vez, pero el joven la empujó hacia atrás, esta vez con más fuerza, y le dijo:

– ¡Siéntate, Verna, siéntate! ¡Sé una buena perra!

Los jóvenes eran delgados y de complexión ligera, sin el menor exceso de grasa, y a primera vista le parecieron gemelos. Pero mientras ellos examinaban el apartamento, Verna comprobó que no se parecían prácticamente en nada, y que sólo era el color blanco harinoso de la cara y las pequeñísimas e impenetrables gafas de sol lo que les había hecho parecer tan iguales.

Uno de ellos era alto, con el pelo negro y grasiento peinado hacia atrás desde la frente y recogido en una cola de caballo pequeña y lacia. Tenía la nariz grande y carnosa, y las mejillas hundidas. Los labios eran tan pálidos que resultaban casi de color malva, y tenía un lunar en el lado izquierdo de la barbilla del que brotaba un único y largo pelo.

Llevaba una chaqueta negra de un tejido sedoso, una camiseta negra y pantalones negros muy holgados. A Verna le recordó a un representante de rock que había conocido en otro tiempo: moderno y muy al día, pero egoísta hasta el extremo de ser cruel con todos aquellos que dependían de él, y también infinitamente desaseado.

Tenía un olor extraño y particular: como a popurrí rancio mezclado con una especie de aceite de cocinar quemado, puede que aceite de nuez o de sésamo.

El otro joven tenía el pelo cortado a cepillo, muy corto, una nariz pequeña y puntiaguda, y una permanente sonrisa lobuna, con los labios estirados hacia atrás sobre los dientes. Era más bajo que su compañero, más nervudo y muchísimo más activo; se movía sin parar de un lado a otro del apartamento, cogiendo cosas y volviéndolas a dejar luego en su sitio. Vestía un polo negro, unos pantalones de cuero del mismo color, decorados con ganchos, cadenas e imperdibles, y botas de combate con la suela de goma. Llevaba colgada del hombro una bolsa de lona negra, que le rebotaba en la cadera mientras caminaba en círculos por la habitación.

– Entonces, ¿vamos a hacerlo, Joseph? -quiso saber. Se agachó y empezó a hacer fintas de derecha a izquierda como los boxeadores.

– Ciertamente -le dijo el llamado Joseph-. Ciertamente, vamos a hacerlo.

– Pero, ¿vamos a hacerlo ahora? -preguntó el joven con impaciencia.

Joseph esbozó una sonrisa malva, sin sangre.

– En efecto, Bryan, vamos a hacerlo ahora.

Bryan se sacó la bolsa de lona por la cabeza y la depositó sobre la mesa de café, que tenía el sobre de azulejos. Joseph se inclinó, la abrió y se puso a hurgar en el interior. Verna oyó el tintineo y entrechocar de metales; luego, Joseph sacó dos tiras de alambre delgado bañado en cromo, cada una de unos sesenta centímetros de longitud, y un par de tijeras de podar, de las que usan los jardineros.

Joseph se volvió hacia Verna y sonrió.

– ¿Has sentido alguna vez pánico? -le preguntó-. Quiero decir… ¿has sido alguna vez presa de un pánico total?

Verna lo miró fijamente, aterrada, incapaz de comprender la pregunta.

Joseph soltó el asa de las tijeras de podar y cortó el aire con amenazadores gestos, como si quisiera hacer jirones de la mismísima mañana. Lanzó una carcajada como un aullido.

– ¿Nunca has sentido un pánico total? ¿Nunca en tu vida? Bueno… ¡pues ahora es tu oportunidad!

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