Tercera parte

Di a mucha gente que tienes una excelente reputación; ellos lo repetirán, y esas repeticiones formarán tu reputación.

Deseo vivir rápidamente…

La teoría de la ambición, un ensayo:

Jean-Marie Hérault de Séchelles



***

I. Vírgenes

(1789)

El señor Soulès, elector de París, estaba solo en las torres de la Bastilla. Habían ido a buscarlo por la tarde y le habían dicho que Lafayette deseaba hablar con él. De Launay ha sido asesinado, le informaron, de modo que le habían nombrado gobernador pro tem. ¿Por qué a mí?, preguntó asustado.

No te preocupes, hombre, le aseguraron, no pasará nada.

Son las tres de la mañana. Soulès ha enviado de regreso a su escolta. La noche es negra como un alma pecadora; el cuerpo ansia la muerte. Desde Saint-Antoine, a sus pies, un perro gime patéticamente. A su izquierda, una antorcha ilumina débilmente las húmedas piedras, los espíritus errantes.

Jesús, María y José, ayudadnos en la hora de nuestra muerte.

Soulès se topó con un individuo corpulento que sostenía un mosquetón.

Ya deberían de estar aquí, pensó preocupado; uno debería preguntar ¿quién va, amigo o enemigo? ¿Y si contestan «enemigo» y no se detienen?

– ¿Quién eres? -preguntó el individuo del mosquetón.

– El gobernador.

– El gobernador está muerto.

– Ya lo sé. Soy el nuevo gobernador. Me ha enviado Lafayette.

– ¿De veras? Lo ha enviado Lafayette -repitió el individuo con tono burlón. Se oyeron unas risitas en la oscuridad-. Enséñanos la orden.

Soulès sacó del bolsillo un documento que había conservado junto a su corazón durante esas angustiosas horas.

– Está demasiado oscuro, no puedo leerlo -dijo el individuo, arrugando el papel-. Soy el capitán D’Anton, del batallón de cordeliers de la milicia ciudadana, y te arresto porque me pareces un sujeto muy sospechoso. Ciudadanos, cumplid con vuestro deber.

Soulès abrió la boca para protestar.

– Es inútil que grites. He inspeccionado a la guardia. Están borrachos y duermen a pierna suelta. Te llevaremos a nuestro cuartel general.

Soulès miró a su alrededor. Había por lo menos cuatro hombres armados detrás del capitán D’Anton, ocultos entre las sombras.

– No se te ocurra oponer resistencia.

El capitán tenía una voz culta y educada. Un pequeño consuelo. No pierdas la cabeza, se dijo Soulès.


Tocaron a rebato en Saint-André-des-Arts. Al cabo de pocos minutos aparecieron centenares de personas en las calles. Era un distrito muy animado, según había afirmado siempre D’Anton.

– Hay que ser precavidos -dijo Fabre-. Quizá deberíamos matarlo.

– Exijo que me lleven al Ayuntamiento -repetía Soulès una y otra vez.

– No estás en condición de exigir nada -contestó D’Anton. Y poco después añadió-: De acuerdo, te llevaremos al Ayuntamiento.

Fue un viaje memorable. Tuvieron que utilizar un coche descubierto, puesto que no había otro disponible. Las calles estaban atestadas de gente que veían que los ciudadanos cordeliers necesitaban ayuda. «¡Matadlo!», gritaban.

Cuando llegaron, D’Anton dijo:

– Lo que me temía. El gobierno de la ciudad está en manos del primero que se presente y tome el mando.

Hacía unas semanas, un cuerpo no oficial de electores había formado la Comuna, el Gobierno municipal; el señor Bailly, de la Asamblea Nacional, que había presidido las elecciones de París, era su espíritu organizador. Es cierto que hasta ayer había habido un preboste, nombrado por el Rey; pero la multitud lo había asesinado después de liquidar a De Launay. ¿Quién gobernaba ahora la ciudad? ¿Quién era el guardasellos? La pregunta era difícil de responder. El marqués de Lafayette, según dijo un oficial, se había ido a casa a dormir.

– Bonito momento para irse a dormir. Ve a buscarlo. Una patrulla de ciudadanos se levanta de la cama para ir a inspeccionar la Bastilla, conquistada tras grandes esfuerzos, encuentra a los guardias borrachos y a este hombre, que asegura ser el gobernador. Alguien tiene que dar la cara. Hay que contar los muertos. Quizá queden todavía algunas víctimas encadenadas en las mazmorras.

– No es difícil contar los muertos -respondió el oficial-. Sólo había siete personas.

No obstante, D’Anton insistió:

– ¿Y los efectos de los prisioneros? He oído hablar de una mesa de billar que instalaron allí hace veinte años.

Los hombres se echaron a reír. El oficial lo miró perplejo.

– Ve a buscar a Lafayette -le ordenó D’Anton.

Jules Paré sonrió en la oscuridad. Las luces iluminaban la Place de Grève. Soulès dirigió la mirada hacia la Lanterne, un lugar donde, pocas horas antes, la cabeza del marqués De Launay había rodado sobre los adoquines como si se tratara de una calabaza.

– Le recomiendo que rece, señor Soulès -dijo D’Anton amablemente.


Había amanecido cuando apareció Lafayette. D’Anton observó que iba impecablemente vestido y afeitado, pero tenía las mejillas encendidas.

– ¿Sabe usted qué hora es?

– Las cinco -respondió D’Anton-. Siempre supuse que los soldados estaban dispuestos a levantarse a cualquier hora de la noche.

Lafayette se volvió un instante, con los puños crispados, y alzó la mirada al cielo. Luego se volvió de nuevo hacia D’Anton y dijo amablemente:

– Lo siento. No debí decir eso. Es usted el capitán D’Anton, ¿no es cierto? Pertenece a los cordeliers.

– Y un gran admirador suyo, general -respondió D’Anton.

– Muchas gracias. -Lafayette observó a su nuevo subordinado, un hombre gigantesco con el rostro cubierto de cicatrices-. No estoy seguro de que fuera necesario traerme aquí, pero supongo que hace usted lo que puede…

– En efecto, hago lo que puedo -respondió D’Anton.

Durante unos instantes el general lo miró con recelo. ¿Se trataría de alguna broma?

– Éste es el señor Soulès, al cual he concedido plena autoridad. Por supuesto, le entregaré un nuevo documento. ¿Satisfecho?

– Sí -contestó el capitán-. Aunque me habría bastado su palabra, general.

– Si ha terminado, capitán D’Anton, regresaré a mi casa.

El capitán no percibió la ironía en sus palabras.

– Buenas noches -dijo.

Lafayette dio media vuelta, sin saber si despedirse con el saludo militar o no.

D’Anton condujo a su patrulla de nuevo al río. Gabrielle le aguardaba en casa.

– ¿Por qué lo hiciste?

– Para demostrar que tengo iniciativa.

– Lafayette se habrá enojado contigo.

– A eso me refiero.

– Ése es el tipo de jueguecitos que le gusta a la gente -dijo Paré-. Creo que te nombrarán capitán de la milicia, D’Anton. También creo que te elegirán presidente del distrito. Todo el mundo te conocerá.

– Lafayette ya me conoce -respondió D’Anton.


Ultimas noticias de Versalles: el Rey ha llamado de nuevo al señor Necker. El señor Bailly ha sido nombrado alcalde de París. Momoro ha permanecido toda la noche en vela para imprimir el panfleto de Camille. Han comenzado a demoler la Bastilla. La gente se lleva las piedras, como recuerdo.

Comienza la emigración. El príncipe de Condé abandona el país precipitadamente, dejando atrás numerosas facturas sin pagar. Artois, el hermano del Rey, se marcha, al igual que las Polignac, las favoritas de la Reina.

El 17 de julio, el alcalde Bailly parte de Versalles en un coche cubierto de flores, llega al Ayuntamiento a las diez de la mañana y parte de nuevo apresuradamente, acompañado de un grupo de dignatarios, para reunirse con el Rey. Al llegar a la bomba de incendios de Chaillot, el alcalde, unos electores y los guardias se encuentran con trescientos diputados y la comitiva real.

– Señor -dice el alcalde Bailly, ofreciendo al Monarca las llaves de la ciudad sobre una bandeja de plata-, tengo el honor de entregar a Vuestra Majestad las llaves de la ciudad de París. Son las mismas que le fueron ofrecidas a Enrique IV. El Rey había reconquistado a su pueblo, y en esta ocasión el pueblo ha reconquistado a su Rey.

Suena poco delicado, pero el alcalde lo ha dicho de buena fe. Los presentes aplauden espontáneamente. A lo largo de la ruta están apostados numerosos milicianos. El marqués de Lafayette camina delante del carruaje del Rey. Suenan unas salvas. Su Majestad se apea del coche y acepta de manos del alcalde Bailly la nueva roseta tricolor. El color blanco de la monarquía ha sido añadido al rojo y al azul. Prende la roseta en su sombrero y el público lo aclama y vitorea. (El Rey ha hecho testamento antes de partir de Versalles.) Luego sube por la escalinata del Ayuntamiento, bajo un arco formado por espadas. La delirante multitud intenta acercarse a él para tocarlo, para comprobar si es de carne y hueso.

– ¡Viva el Rey! -gritan. (La Reina temía no volver a verlo con vida.)

– Dejadlos -ordena el Monarca a los soldados-. Creo que sus muestras de afecto hacia mi persona son sinceras.

Las cosas vuelven a la normalidad. Las tiendas abren de nuevo.

Un anciano, demacrado y apoyado en un bastón, con una larga barba canosa, desfila a través de la ciudad saludando a las multitudes que siguen atestando las calles. Es el mayor Whyte -un inglés o irlandés-, y nadie sabe cuánto tiempo ha permanecido encerrado en la Bastilla. Parece halagado por las atenciones que le dispensan, pero cuando le preguntan el motivo de su encarcelación se pone a llorar. A veces no recuerda su nombre. Otras, afirma que es Julio César.


Interrogatorio de Desnot, en julio de 1789, en París


Al preguntarle si había mutilado la cabeza del señor De Launay con un cuchillo, respondió que lo había hecho con su navaja; y cuando alguien observó que era imposible decapitar a alguien con un instrumento tan pequeño y endeble, Desnot respondió que, dada su experiencia como cocinero, sabía cómo manipular la carne.


18 de agosto de 1789

En Astley’s Amphitheatre, Puente de Westminster

(Después de una actuación en la cuerda floja a cargo

del Signior Spinacuta)

Un nuevo y espléndido espectáculo

LA REVOLUCIÓN FRANCESA

Del domingo 12 de julio al miércoles 15 de julio (inclusive)

titulado

LA SUBLEVACIÓN DE PARÍS

una extraordinaria obra basada en

hechos reales

Palcos, 3 chelines; platea, 2 chelines; anfiteatro 1 libra,

Asientos laterales, 6 peniques

Las puertas se abrirán a las cinco y media, y la representación

comenzará a las seis en punto.


Camille se había convertido en persona non grata en la rue Condé. Tenía que recurrir a Stanislas Fréron para que le diera noticias y transmitiera sus sentimientos (y sus cartas) a Lucile.

– Si he comprendido bien la situación -le dijo Fréron-, ella te amaba por tus cualidades espirituales. Porque eras sensible, elevado. Porque -según creía ella- te hallabas en un planeta distinto del resto de los mortales. ¿Y qué ha sucedido? Pues que de pronto resulta que eres un tipo que se pasea por las calles cubierto de lodo y de sangre, incitando a la insurrección y organizando una salvaje matanza.

D’Anton dijo que Fréron «trataba de desbancarlo para ocupar su lugar». Tenía un tono cínico. Citó el comentario que había hecho Voltaire a propósito del padre de Conejo: «Si una serpiente mordiera a Fréron, la serpiente moriría en el acto.»

Lo cierto -aunque Fréron no dijo una palabra sobre ello- era que Lucile estaba más enamorada que nunca de Camille. Claude Duplessis estaba convencido de que si conseguía presentar a su hija al hombre adecuado se curaría de su obsesión. Pero sabía que no sería fácil hallar a un hombre que se interesara en ella; y si lo hallaba, sería ella quien no mostraría el menor interés. Todo lo relacionado con Camille la excitaba: su ausencia de respetabilidad, sus pequeños amaneramientos faux-naïf, su singular intelecto. Pero sobre todo el hecho de que de pronto se había hecho famoso.

Fréron -viejo amigo de la familia- había asistido al espectacular cambio que había experimentado Lucile. De una muchacha tímida y discreta se había transformado en una espléndida joven, con una boca sensual, llena de términos políticos, y una mirada cautivadora. Debe de ser estupenda en la cama, pensó Fréron, que estaba casado con una mujer insignificante que no encajaba en sus futuros planes. Todo es posible en estos tiempos, pensó Fréron. Desgraciadamente, Lucile había adoptado la ridícula costumbre de llamarlo «Conejo».


Camille apenas dormía; no tenía tiempo. Cuando conseguía dormir, tenía unos sueños agotadores. Soñaba, ínter alia, que todo el mundo había acudido a una fiesta. Los distintos escenarios eran la Place de Grève, el salón de Annette y el Salón de los Pequeños Placeres. Todos estaban presentes. Angélique Charpentier charlaba con Hérault de Séchelles sobre los rumores que circulaban respecto a él. Sophie, una muchacha de Guise con la que se había acostado cuando tenía dieciséis años, se lo contaba todo a Laclos; Laclos tomaba notas en su cuaderno mientras maître Perrin, que estaba junto a él, le exigía a voces que le prestara atención. El sonriente diputado Pétion se paseaba agarrado del brazo del difunto gobernador de la Bastilla, De Launay, a quien le faltaba la cabeza. Su viejo compañero de escuela, Louis Suleau, discutía en la calle con Anne Théroigne. Fabre y Robespierre jugaban a un juego de niños; cada vez que dejaban de hablar, se quedaban inmóviles como estatuas.

A Camille no le inquietaban esos sueños pues salía todas las noches a cenar. Sabía que contenían cierto grado de verdad; todas las personas que poblaban su vida se habían juntado.

– ¿Qué opinas de Robespierre? -preguntó un día a D’Anton.

– ¿El pequeño Max? Es un tipo estupendo.

– No debes decir eso. Es muy susceptible en lo tocante a su estatura. Al menos lo era cuando íbamos a la escuela.

– Está bien -contestó D’Anton-, dejémoslo en que es un tipo estupendo. No he tenido tiempo de ocuparme de las pequeñas vanidades de la gente.

– Y luego me acusas de no tener tacto…

– ¿Pretendes discutir conmigo?

Camille no consiguió averiguar lo que D’Anton opinaba sobre Robespierre.

– ¿Qué opinas de D’Anton? -le preguntó a Robespierre.

Robespierre se quitó las gafas y limpió los cristales mientras reflexionaba.

– Es muy agradable -dijo al cabo de una larga pausa.

– ¿Eso es todo? No me contestes con evasivas. Uno no opina simplemente que una persona es agradable.

– Te equivocas, Camille -respondió Robespierre suavemente.

De modo que tampoco llegó a averiguar qué opinaba Robespierre sobre D’Anton.


El ex ministro Foulon había comentado en cierta ocasión, durante una hambruna, que si la gente tenía hambre podía comer hierba. Al menos eso se decía. Ese fue el motivo por el que el 22 de julio se encontraba en la Place de Grève ante un grupo de gente.

Estaba custodiado por unos guardias, pero daba la impresión de que el pequeño pero feroz grupo de gente que lo rodeaba estaba dispuesto a despedazarlo.

En eso apareció Lafayette y habló con ellos. Dijo que no deseaba interponerse en el camino de la justicia popular, pero creía que al menos debían juzgar a Foulon.

– ¿De qué sirve juzgar a un hombre que ha sido condenado durante los últimos treinta años? -replicó una voz.

Foulon era viejo; hacía muchos años que había pronunciado la célebre frasecita. Para escapar a una muerte segura, había permanecido oculto y había difundido el rumor de que había muerto. Se decía que habían celebrado un funeral con un ataúd lleno de piedras. Descubierto y arrestado, en estos momentos miraba al general con aire de súplica. En las estrechas callejuelas que rodeaban el Ayuntamiento sonaban las pisadas de una nutrida multitud.

– Vienen hacia aquí -informó un ayudante al general-. Desde el Palais-Royal y desde Saint-Antoine.

– Lo sé -respondió el general-. ¿Cuántos son?

Era imposible calcularlo. Eran demasiados. El general dirigió a Foulon una mirada de lástima. No disponía de fuerzas; si las autoridades municipales querían proteger a Foulon tendrían que hacerlo ellas mismas. Lafayette miró a su ayudante y se encogió de hombros.

Arrojaron manojos de hierba a Foulon y también se la metieron en la boca, instándole a que se la comiera. Luego lo arrastraron por la Place de Grève y lo colgaron del saliente de hierro de la Lanterne. Durante unos instantes el anciano quedó suspendido de la cuerda, que se rompió y el pobre hombre cayó entre la multitud. Tras golpearlo brutalmente, volvieron a suspenderlo de la cuerda, que se rompió de nuevo. La multitud sujetó al anciano con cuidado, para no asestarle el golpe de gracia, y lo colgaron otra vez. La cuerda resistió. Cuando Foulon estaba muerto, o casi, le cortaron la cabeza y la clavaron en una pica.

Al mismo tiempo, el yerno de Foulon, Berthier, el intendente de París, había sido arrestado en Compiègne y trasladado al Ayuntamiento, con los ojos vidriosos y aterrorizado. Al llegar lo introdujeron en el edificio mientras la multitud le arrojaba mendrugos de pan negro. Al poco rato lo sacaron de nuevo para trasladarlo a la prisión de Abbaye; poco después murió, estrangulado o de un tiro en la cabeza. Y quizá no estuviera muerto todavía cuando alguien empezó a rebanarle el cuello con una espada. Acto seguido clavaron su cabeza en una pica. Cuando se encontraron las dos macabras procesiones, la multitud empezó a gritar: «¡Besa a papá!» Luego abrieron a Berthier en canal, le arrancaron el corazón, lo clavaron en una espada y lo trasladaron al Ayuntamiento, donde lo arrojaron sobre la mesa de Bailly. Al alcalde estuvo a punto de darle un ataque. Por último llevaron el corazón al Palais-Royal, lo estrujaron hasta llenar una copa con sangre y la gente la bebió, mientras cantaba:


Una fiesta no es una fiesta

si no pones en ella el corazón.


La noticia de los linchamientos en París causó gran consternación en Versalles, donde se hallaba reunida la Asamblea para debatir sobre los derechos humanos. Los diputados se sentían conmocionados, indignados. ¿Dónde estaba la milicia mientras se producían esos hechos? Todo el mundo pensaba que Foulon y su yerno habían especulado con el grano, pero los diputados, que se movían entre el Salón de los Pequeños Placeres y las despensas de sus viviendas, habían perdido contacto con lo que suele llamarse sentimiento popular. Irritado ante semejante alarde de hipocresía, el diputado Barnave les espetó:

– ¿Acaso era tan pura esa sangre que ha sido derramada?

Sus compañeros protestaron ante ese ataque y reanudaron el debate. Estaban decididos a redactar una «Declaración sobre los derechos del hombre». Algunos murmuraron que la Asamblea debía redactar primero la constitución, puesto que los derechos existen en virtud de las leyes; pero la jurisprudencia es un tema muy aburrido, y la libertad, en cambio, muy emocionante…

La noche del 4 de agosto, deja de existir el sistema feudal en Francia. El vizconde de Noailles se levanta y, con voz trémula por la emoción, se desprende de cuanto posee, lo cual, dicho sea de paso, no es gran cosa. La Asamblea Nacional se pone en pie en una orgía de magnanimidad: se desprenden de siervos, leyes de caza, diezmos y cortes señoriales, mientras por sus mejillas ruedan lágrimas de felicidad. Un miembro pasa una nota al presidente: «Cierra la sesión, han perdido el control». Pero nadie, ni la mano divina, puede frenarlos; todos rivalizan para demostrar quién es el más patriótico y generoso. A la semana siguiente, tratarán de dar marcha atrás, pero será demasiado tarde. Entretanto, Camille se pasea por Versalles dejando un rastro de pelotas de papel arrugado, generando en el profundo silencio de las noches estivales la prosa que ya no desprecia:


Esa noche, más que el Sábado Santo, fue cuando al fin nos liberamos de las crueles cadenas de la esclavitud… Esa noche restituyó a los franceses los derechos del hombre y proclamó que todos los ciudadanos eran iguales, igualmente admisibles a todos los cargos, lugares y administraciones públicas. Esa noche arrebató los cargos civiles, eclesiásticos y militares a los ricos, a los nobles y a los miembros de la realeza para entregárselos a la nación en virtud de sus méritos. Esa noche arrebató a la señora d’Epr… su pensión de 20.000 libras por haberse acostado con un ministro. El comercio con las Indias está abierto a todos. Quien desee abrir una tienda puede hacerlo. El maestro sastre, el maestro zapatero y el maestro peluquero llorarán de rabia, pero los asalariados se alegrarán y encenderán luces en sus ventanas. Fue una noche desastrosa para el gran chambelán, para los funcionarios, abogados, alguaciles, mayordomos, secretarios y subsecretarios, para todos los ladrones… Pero una noche maravillosa, vera beata nox, feliz para todos, pues las barreras que excluían a muchos de honores y cargos han sido derribadas para siempre, y hoy no existe entre los franceses ninguna distinción salvo la de la virtud y la inteligencia.


Un rincón oscuro de un tenebroso bar: el doctor Marat está sentado en una mesa. Según él, el 4 de agosto fue una broma macabra.

– Ojalá fuera cierto, Camille -dijo, examinando el manuscrito que tenía ante sí, titulado «Vera beata nox»-, pero es un mito, estás convirtiendo la Revolución en una leyenda. Adornas los hechos… -De pronto se detuvo, mientas su frágil cuerpo se contraía en un espasmo de dolor.

– ¿Te encuentras mal?

– ¿Y tú?

– No, lo único que pasa es que he bebido demasiado.

– Con tus nuevos amigos, supongo -dijo Marat. En su rostro se adivinaba la tensión y el dolor que experimentaba en aquellos momentos-. ¿Así que te crees a salvo?

– No. Me han advertido que es posible que me arresten.

– No esperes que el Tribunal se ande con formalidades. Lo más probable es que te liquide un tipo armado con un cuchillo. O a mí. Voy a trasladarme al distrito de los cordeliers, donde puedo pedir auxilio si me veo en un apuro. ¿Por qué no haces lo mismo? -sugirió Marat, sonriendo y mostrando su espantosa dentadura-. Estaremos todos juntos. -Luego se inclinó sobre los papeles y dijo, señalando un párrafo con el índice-: Eso que dices es cierto. En otra época nos habría llevado años de guerra civil librarnos de enemigos como Foulon. Y en las guerras siempre mueren miles de personas. Por tanto, los linchamientos son perfectamente aceptables. Son una alternativa caritativa. Puede que algunos no estén de acuerdo con esa opinión, pero no temas llevar tu manuscrito al impresor. -El doctor se frotó el caballete de su aplastada nariz en un gesto muy prosaico y prosiguió-: Lo que hay que hacer, Camille, es cortar cabezas. Cuanto más tiempo pase, más gente tendremos que decapitar. Escríbelo. Escribe que es necesario cortar cabezas.


Los músicos afinaban sus instrumentos. Uno, dos. D’Anton acariciaba la empuñadura de su sable, impaciente. En la calle, frente a su ventana, los vecinos habían organizado un alboroto para protestar contra la distribución de los asientos. La orquesta de la Real Academia de Música iba a ofrecer un concierto. Había sido una excelente idea por parte de D’Anton el contratarlos, daría tono a la ocasión. También tocaría, por supuesto, una banda militar. Como presidente del distrito y capitán de la Guardia Nacional (como se denominaba ahora la milicia ciudadana), D’Anton era responsable de la organización de los festejos de aquel día.

– Estás muy guapa -dijo a su esposa, sin mirarla.

D’Anton lucía un nuevo uniforme -pantalones blancos, botas negras, guerrera azul con ribetes blancos y el cuello rojo- que le hacía sudar a mares. Afuera, el sol caía a plomo.

– Invité a Robespierre, el amigo de Camille, a pasar el día con nosotros -dijo-. Pero está muy ocupado en la Asamblea.

– Pobre muchacho -dijo Angélique-. No sé qué clase de familia tendrá. Le pregunté un día si no añoraba a los suyos, y me dijo que al único que añoraba era a su perro.

– Me cae bien ese joven -terció Charpentier-. No comprendo por qué pierde el tiempo con Camille. Bien -dijo frotándose las manos-, ¿cuál es el programa del día?

– Lafayette llegará dentro de quince minutos. Después de asistir a misa, durante la cual el sacerdote bendecirá la nueva bandera de nuestro batallón, la izaremos y desfilaremos ante ella, mientras Lafayette actúa como comandante en jefe. Imagino que habrán suficientes imbéciles presentes para aclamarlo y vitorearlo.

– No lo comprendo -dijo Gabrielle con aire preocupado-. ¿Acaso la milicia está de parte del Rey?

– Todos estamos de parte del Rey -dijo su marido-. A quienes no soportamos es a sus ministros, a sus sirvientes, a sus hermanos y a su mujer. Luis parece un viejo estúpido, pero no es mala persona.

– ¿Pero por qué dice la gente que Lafayette es republicano?

– En América es un republicano.

– ¿Es que hay republicanos allí?

– Muy pocos.

– ¿Matarían al Rey?

– ¡Por el amor de Dios, claro que no! Eso se lo dejamos a los ingleses.

– ¿Lo encarcelarían?

– No lo sé. Pregúntaselo a la señora Robert. Es una extremista. O a Camille.

– De modo que si la Guardia Nacional está de parte del Rey…

– De parte del Rey -la interrumpió ella- siempre y cuando no intente retroceder a la situación en que nos encontrábamos antes de julio.

– Comprendo. O sea que está de parte del Rey, y en contra de los republicanos. Pero Camille, Louise y François son republicanos, ¿no es cierto? De modo que si Lafayette te ordenara que los arrestaras, ¿qué harías?

– Puedes estar segura que no haré sus trabajos sucios.

Además, pensó D’Anton, podemos crear nuestras propias leyes en el distrito. Puede que no sea el comandante del batallón, pero lo tengo bajo el pulgar.

Camille llegó jadeando y entusiasmado.

– Traigo excelentes noticias -dijo-. En Toulouse, el fiscal ha quemado mi panfleto en la plaza pública. Ha sido muy amable, la publicidad significará una segunda edición. Y en Oléron, un grupo de monjes atacó una librería donde lo vendían, quemaron todos los libros y le cortaron el pescuezo al librero.

– No le veo la gracia -dijo Gabrielle.

– Realmente es una tragedia.

En un taller de cerámica en las afueras de París habían fabricado unos platos con su efigie pintada en azul y amarillo chillón. Eso es lo que sucede cuando uno se convierte en un personaje popular; la gente come encima tuyo.

Cuando izaron la nueva bandera no soplaba una gota de viento, de modo que permaneció colgando lánguidamente como una lengua tricolor. Gabrielle estaba de pie entre su padre y su madre. A su izquierda se hallaban sus vecinos, los Gély. La pequeña Louise llevaba un sombrero nuevo del que se sentía insoportablemente orgullosa. Gabrielle era consciente de que todos la miraban, comentando que era la esposa de D’Anton. Oyó que alguien decía: «Es muy guapa, ¿tienen hijos?» Gabrielle miró a su marido, que estaba de pie en los escalones de la iglesia, junto a Lafayette. Los dos hombres se esforzaban en mostrarse mutuamente corteses. El comandante del batallón agitó su sombrero en el aire y empezó a dar vivas a Lafayette. El público lo coreó, mientras el general sonreía. Gabrielle cerró los ojos, cegada por el resplandor del sol. Detrás de ella oyó la voz de Camille, hablando con Louise Robert como si ésta fuera un hombre. Los diputados de Bretaña, decía Camille, y la iniciativa en la Asamblea. Yo quería ir a Versalles en cuanto tomaron la Bastilla -Gabrielle oyó a la señora Robert soltar una pequeña exclamación de sorpresa- pero debe hacerse cuanto antes. Se estará refiriendo a otro levantamiento, pensó Gabrielle, a otra Bastilla. De pronto, alguien gritó:

– ¡Viva D’Anton!

Gabrielle se giró, asombrada y complacida. El grito fue coreado por los asistentes.

– Se trata de unos cuantos cordeliers -dijo Camille con pesar-, pero pronto será toda la ciudad.

Al cabo de unos minutos concluyó la ceremonia y comenzaron los festejos. Georges se acercó a su esposa y la abrazó.

– Estaba pensando -dijo Camille-, que ya va siendo hora que le quites el apóstrofo a tu apellido. En estos tiempos queda fuera de lugar.

– Puede que tengas razón -respondió Georges-. Lo haré poco a poco, no es necesario proclamarlo a los cuatro vientos.

– No, debes hacerlo enseguida -insistió Camille-. Para que nadie se confunda.

– Eres un déspota -dijo Georges-Jacques afectuosamente. Luego se giró hacia su esposa y le preguntó-: ¿Qué te parece?

– Haz lo que te parezca mejor -contestó Gabrielle-. Lo que creas más oportuno.

– ¿Y si ambas cosas no coincidieran? -preguntó Camille-. Me refiero a lo que le parezca mejor y lo que crea más oportuno.

– Estoy segura de que coincidirán -respondió Gabrielle-, porque es un buen hombre.

– Una respuesta muy profunda. Georges-Jacques empezará a sospechar que te dedicas a pensar cuando no está en casa.

Camille había pasado el día anterior en Versalles, y por la tarde fue con Robespierre a una reunión en el Club Bretón. Éste se había convertido en el foro de los diputados liberales, los que apoyaban la causa popular y los que recelaban de la Corte. Aquí fue donde se estudiaron todos los detalles del espectacular Cuatro de Agosto. A la reunión asistieron algunos nobles; cualquier hombre cuyo patriotismo estuviera fuera de toda duda era bien recibido, aunque no fuera diputado.

No existía nadie cuyo patriotismo fuera más manifiesto que el suyo. Robespierre le pidió que pronunciara unas palabras. Pero Camille estaba nervioso y tuvo problemas para hacerse oír. Para colmo, aquel día tartamudeaba más que de costumbre. El público se mostró impaciente. Dijeron que no era más que un vulgar orador que sólo servía para arengar a las masas, un anarquista. En resumidas cuentas, su intervención resultó desastrosa. Robespierre permaneció sentado, contemplando las hebillas de sus zapatos. Cuando Camille abandonó la tribuna para sentarse a su lado, Robespierre se limitó a esbozar una sonrisa paciente, tímida, sin alzar la cabeza. No es de extrañar que fuera incapaz de animar a Camille. Cada vez que se levantaba para tomar la palabra en la Asamblea, algunos miembros de la nobleza hacían ver que apagaban una vela o imitaban los balidos de un cordero. Era inútil que intentara consolar a Camille.

Tras finalizar la reunión, Mirabeau subió a la tribuna de oradores y realizó para sus seguidores y partidarios una imitación del alcalde Bailly, tratando de decidir si era lunes o martes; del alcalde Bailly examinando las lunas de Júpiter en busca de la respuesta, para acabar reconociendo (con unas alusiones obscenas) que su telescopio era demasiado pequeño. Camille bostezó un par de veces. Tras concluir su actuación, que fue muy aplaudida, el conde abandonó la tribuna, dio unos golpes en la espalda a algunos compañeros y estrechó unas cuantas manos.

Robespierre dio un golpecito en el codo a Camille y preguntó:

– ¿Nos vamos?

Demasiado tarde. El conde vio a Camille y se precipitó hacia él.

– Estuviste magnífico -dijo, dándole un abrazo-. No hagas caso de esos provincianos. No saben nada. Ninguno de ellos es capaz de hacer lo que hiciste tú. Les infundes terror.

Robespierre se había retirado discretamente hacia el fondo de la sala. Camille parecía entusiasmado ante la perspectiva de aterrar a la gente. ¿Por qué no podía haberle dicho Robespierre lo que le había dicho Mirabeau? En parte, era cierto. Veinte años atrás, Robespierre se había prometido cuidar de Camille, protegerlo, animarlo, pero no tenía el don de pronunciar la frase oportuna en el momento preciso. Las necesidades y deseos de Camille eran para él un libro cerrado, un libro escrito en una lengua que desconocía.

– Ven a cenar -oyó que le decía el conde-. Dile al cordero que nos acompañe. Le invitaremos a un buen plato de carne.

Había catorce comensales a la mesa. Empezaron comiendo carne, y continuaron con rodaballo con una salsa de hierbas, acompañado de berenjenas asadas.

El conde vivía esos días por todo lo alto. Nadie sabía si había vuelto a endeudarse o si había cobrado algún dinero, en cuyo caso cabía preguntarse de dónde procedía. Mantenía una correspondencia secreta con varios personajes. En público solía soltar frases crípticas a la vez que sonoras, y había regalado un brillante a su amante, la esposa de un editor. Esa noche se mostró extremadamente amable con Robespierre. ¿Por qué? Los buenos modales no cuestan nada, pensó. Pero durante las últimas semanas había observado atentamente al diputado, notando la sequedad de su tono, su (aparente) indiferencia a la opinión de los demás y las brillantes ideas que se le ocurrían de vez en cuando.

Mirabeau pasó toda la velada charlando con la Vela de Arras en voz baja y tono confidencial. Si uno se detiene a analizarlo, se dijo, apenas existe diferencia entre la política y el sexo; las dos cosas tienen que ver con el poder. No imaginaba que era la primera persona en el mundo que había llegado a dicha conclusión. Era un problema de seducción, de la rapidez con que uno alcanzaba sus fines sin invertir demasiado dinero en la empresa. Si Camille, pensó, se parecía a uno de esos pequeños tenderos que apenas consiguen llegar a fin de mes, Robespierre era una carmelita decidida a convertirse en la madre superiora. Es imposible corromperla; uno puede agitar la verga bajo sus narices sin conseguir que muestre el menor interés ni curiosidad. ¿Por qué iba a hacerlo, si no tiene ni idea de qué es ni para qué sirve?

Hablaron de si el Rey debía tener el veto sobre la legislación aprobada por la Asamblea. Robespierre se oponía. Mirabeau opinaba que sí, o pensó que podría opinar que sí, si el precio le convenía. Hablaron sobre cómo funcionaban esas cosas en Inglaterra; Robespierre se apresuró a rectificar algunos de los datos que expuso Mirabeau. Este aceptó las correcciones, y cuando su interlocutor le recompensó con su precisa sonrisa triangular, experimentó una extraordinaria sensación de alivio.

Las once. El cordero rabioso se disculpó y salió de la habitación. Al menos demuestra que es mortal, que tiene que orinar como los demás hombres. Mirabeau se sentía extraño, curiosamente sobrio, curiosamente frío. Miró a uno de los ginebrinos que estaba sentado a la mesa. «Ese joven llegará lejos -pensó-. Cree a pies juntillas en todo lo que dice.»

Brulard de Sillery, conde de Genlis, se levantó, bostezó y dijo:

– Gracias, Mirabeau. Ya es hora de tomarse unas copas. ¿Nos acompaña, Camille?

La invitación parecía general. Excluía a dos personas: a la Vela de Arras (que en aquellos momentos estaba ausente) y a la Antorcha de Provenza. Los ginebrinos se disculparon, se levantaron y se despidieron; luego doblaron sus servilletas, cogieron sus sombreros, se ajustaron la corbata y se subieron las medias. De pronto, Mirabeau sintió que los detestaba. Detestaba sus casacas de seda gris, su precisión y su servilismo. Deseaba encasquetarles los sombreros hasta los ojos y lanzarse a la aventura que le ofrecía la noche, acompañado por su sombrero y por un novelista de éxito. Era muy curioso; si había alguien a quien no podía soportar, éste era Laclos, y si existía alguien con quien hubiera deseado emborracharse, ése era Camille. Esos curiosos sentimientos sólo podían ser producto de una velada apacible y abstemia dedicada a cultivar a Maximilien de Robespierre.

Cuando regresó Robespierre, se despidieron con un seco apretón de manos. Cuídate, Vela. Gracias por la cena, Antorcha.


Tuvieron que sacar los naipes; De Sillery se negaba a acostarse sin jugar una partida. Después de una larga racha de mala suerte, se reclinó en la silla y se echo a reír.

– El señor Miles y los Elliot se pondrían furiosos si supieran lo que hago con el dinero del Rey de Inglaterra.

– Imagino que saben perfectamente lo que haces con él -dijo Laclos mientras barajaba-. No creo que piensen que lo destinas a obras benéficas.

– ¿Quién es el señor Miles? -preguntó Camille.

Laclos y De Sillery se miraron.

– Creo que deberías decírselo -dijo Laclos-. Camille no debe vivir como un rey ignorante que no sabe de dónde proviene el dinero.

– Es muy complicado -respondió De Sillery, depositando los naipes boca abajo sobre la mesa-. ¿Conoces a la encantadora Grace Elliot? Sin duda la habrás visto por la ciudad, tratando de enterarse de los rumores políticos que circulan. Lo hace porque trabaja para el Gobierno inglés. Sus aventuras amorosas la han colocado en una interesante posición. Fue la amante del príncipe de Gales antes de que Philippe la trajera a Francia. Ahora, por supuesto, su amante es Agnès de Buffon -mi esposa, Félicité, se encarga de organizar esas cosas-, pero Grace y el duque siguen siendo muy amigos. Pues bien -De Sillery se detuvo y se frotó la frente con aire cansado-, la señora Elliot tiene dos cuñados, Gilbert y Hugh. Hugh vive en París, Gilbert viene de vez en cuando a la capital. Ambos tienen tratos con otro inglés, un tal señor Miles. Todos ellos son agentes del Foreign Office. Han venido para observar los acontecimientos, redactar informes y entregarnos fondos.

– Bien hecho, Charles-Alexis -dijo Laclos-. Admirablemente lúcido. ¿Un poco más de clarete?

– ¿Por qué? -preguntó Camille.

– Porque los ingleses están muy interesados en nuestra Revolución -contestó De Sillery-. Sí, pásame la botella, Laclos. No creas que lo hacen porque quieran que disfrutemos de un parlamento y una constitución como la suya, no se trata de eso; lo que les interesa es socavar la posición de Luis. Como en Berlín. Como en Viena. Los ingleses saldrían muy beneficiados si echáramos al rey Luis y lo sustituyéramos por el rey Philippe.

El diputado Pétion alzó la vista lentamente. Su apuesto rostro denotaba preocupación.

– ¿Nos has traído aquí para darnos esa información? -preguntó a De Sillery.

– No -contestó Camille-. Nos lo ha revelado porque ha bebido demasiado.

– Es prácticamente del dominio público -dijo Charles-Alexis-. Pregúntaselo a Brissot.

– Siento un profundo respecto por Brissot -insistió el diputado Pétion.

– ¿De veras? -murmuró Laclos.

– No es el tipo de hombre que participaría en esos tejemanejes.

– El amigo Brissot -dijo Laclos-, es tan ingenuo que cree que el dinero aparece en su bolsillo por generación espontánea. Pero te aseguro que lo sabe, aunque no lo reconozca. Jamás pregunta nada. Si quieres darle un susto, Camille, acércate a él y susúrrale al oído: «William Augustus Miles».

– Si me permitís expresar mi opinión -terció Pétion-, Brissot no tiene pinta de recibir dinero. Siempre lo he visto con la misma casaca, bastante raída en los codos.

– No le pagamos mucho -respondió Laclos-. No sabría qué hacer con mucho dinero, a diferencia de los aquí presentes, a quienes les gustan las cosas buenas de la vida. ¿No crees, Pétion? Díselo, Camille.

– Probablemente es cierto -contestó Camille-. Solía aceptar dinero de la policía. Charlaba con sus amigos y luego informaba a la policía sobre sus opiniones políticas.

– Me dejáis asombrado -dijo Pétion, con tono controlado.

– ¿Cómo creéis que se ganaba la vida? -preguntó Laclos.

Charles-Alexis soltó una carcajada y dijo:

– Todos esos escritores, toda esa gente saben lo suficiente como para enriquecerse haciéndose chantaje mutuamente. ¿No es cierto, Camille? Sólo desisten por temor a ser los primeros en ser chantajeados.

– Pero eso que decís… -Durante unos instantes Pétion parecía sobrio. Apoyó la frente en la palma de la mano y añadió-: No alcanzo a comprenderlo.

– No es necesario que lo comprendas -dijo Camille-. No te preocupes.

– Resultará muy difícil mantener una cierta… integridad -dijo Pétion.

Laclos le sirvió otra copa.

– Quiero editar un periódico -dijo Camille.

– ¿Y quién te apoyará económicamente? -preguntó Laclos. Le complacía que la gente reconociera públicamente que necesitaba el dinero del duque.

– El duque tendrá suerte si decido aceptar su dinero -respondió Camille-. Cuento con algunas otras fuentes. Es posible que necesitemos al duque, pero éste nos necesita mucho más a nosotros.

– Puede que os necesite colectivamente -dijo Laclos sin inmutarse-. Pero no os necesita individualmente. Individualmente podéis arrojaros del Pont Neuf. Individualmente podéis ser sustituidos.

– ¿Eso crees?

– Sí, Camille, estoy convencido de ello. Estás exageradamente convencido de tu propia importancia.

Charles-Alexis se inclinó hacia adelante y apoyó una mano en el brazo de Laclos.

– Ten cuidado -dijo-. ¿Por qué no cambiamos de tema?

Laclos permaneció en silencio y sólo se animó cuando De Sillery contó unas anécdotas sobre su esposa. Félicité, según dijo, ocultaba un montón de cuadernos debajo de su lecho matrimonial. A veces, mientras su marido yacía sobre ella, esforzándose en procurarle placer, ella metía la mano debajo de la cama para asegurarse de que seguían allí. De Sillery se preguntaba si esa manía disgustaba al duque tanto como a él.

– Tu mujer es muy irritante -dijo Laclos-. Mirabeau dice que está harto de ella.

– Lo creo -respondió De Sillery-. Está harto de todo el mundo. No obstante, estos días apenas hace nada. Prefiere organizar la vida de los demás. Cuando recuerdo que hace unos años… -De Sillery se sumió en unas breves ensoñaciones-. ¿Cómo iba a imaginar que acabaría casándome con la mejor alcahueta de Europa?

– A propósito, Camille -dijo Laclos-. Agnès de Buffon se ha divertido mucho leyendo tu panfleto. La prosa. Se cree muy culta. Tengo que presentártela.

– Y a Grace Elliot -dijo De Sillery, soltando una carcajada.

– Se lo comerán vivo -observó Laclos.

Al amanecer, Laclos abrió una ventana y se puso una elegante bata, aspirando ávidamente el aire del Rey.

– No hay nadie en Versalles que esté tan borracho como nosotros -dijo-. Permitidme que os diga, mis buenos piratas, que a cada uno le llega su merecido, y a Philippe le llegará el suyo muy pronto, en agosto, septiembre u octubre.


El nuevo panfleto de Camille apareció en septiembre. Ostentaba el título de «Un discurso para los parisienses, junto a la Lanterne» y el siguiente epígrafe de San Mateo: «Qui male agit odit lucem.» Traducido libremente por el autor: los canallas detestan la Lanterne. La horca de hierro en la Place de Grève se disponía a ajusticiar a otras víctimas. El autor sugería sus nombres, aunque el suyo no aparecía entre ellos. Firmaba como «El señor verdugo de la Lanterne».

En Versalles, María Antonieta leyó sólo las dos primeras páginas.

– En circunstancias normales -dijo a Luis-, ese escritor permanecería encerrado en la cárcel durante mucho tiempo.

El Rey leía un libro de geografía. Alzó la cabeza y contestó:

– En tal caso consultaremos a Lafayette.

– ¿Te has vuelto loco? -replicó su esposa. Durante ese tipo de discusiones, solían expresarse de una forma bastante ordinaria-. El marqués es enemigo nuestro. Paga a tipos como ése para que nos calumnie.

– El duque también -respondió el Rey en voz baja. Le costaba pronunciar el nombre de Philippe. La Reina lo llamaba «nuestro primo rojo»-. ¿Cuál te parece más peligroso?

Tras reflexionar unos instantes, la Reina se decidió por Lafayette.


Lafayette había leído el panfleto y se lo llevó al alcalde Bailly.

– Es demasiado peligroso -dijo el alcalde.

– Estoy de acuerdo.

– Me refiero que sería demasiado peligroso arrestarlo. Se ha mudado al distrito de los cordeliers.

– Con todos mis respetos, señor Bailly, opino que ese panfleto es un acto de traición.

– Sólo puedo decir, general, que el mes pasado me vi en un serio apuro cuando el marqués de Saint-Huruge me envió una carta abierta ordenándome que me opusiera al veto del Rey o me dispusiera a ser linchado. Como sin duda sabe, cuando lo arrestamos, los cordeliers armaron tal trifulca que decidí soltarle de nuevo. No me gusta, pero así están las cosas. No quiero provocarlos. ¿Conoce usted a ese tal Danton, el presidente de los cordeliers?

– Sí -respondió Lafayette-. Lo conozco.

– Debemos proceder con mucha cautela -dijo Bailly-. Es preciso impedir que estallen más revueltas. No nos conviene convertirlos en mártires.

– Debo reconocer -dijo Lafayette-, que no deja de tener razón. Si todas las personas amenazadas por Desmoulins fueran ahorcadas mañana, no sería precisamente una Matanza de los Inocentes. Así que no haremos nada. Pero nuestra posición se volverá muy incómoda, porque nos acusarán de apoyar la ley de las masas.

– ¿Qué sugiere que hagamos?

– Me gustaría… -Lafayette cerró los ojos-. Me gustaría enviar a tres o cuatro tipos forzudos al otro lado del río para que redujeran al Señor Verdugo a una minúscula manchita roja.

– ¡Pero marqués!

– No lo digo en serio -respondió Lafayette-. Pero a veces preferiría no ser un caballero tan honorable. A menudo me pregunto si los métodos civilizados tendrán alguna eficacia con esa gentuza.

– Es usted el caballero más honorable de Francia -dijo el alcalde-. Es bien sabido. -De no ser astrónomo, habría dicho universalmente sabido.

– ¿Por qué cree que nos causa tantos problemas el distrito de los cordeliers? -preguntó Lafayette-. Ahí vive Danton, y ese feto llamado Marat, y este… -dijo, indicando el papel-. A propósito, cuando este sujeto va a Versalles se aloja en casa de Mirabeau, lo cual resulta muy significativo.

– Tomo nota de ello. Lo cierto es que desde un punto de vista literario -dijo el alcalde- el panfleto es admirable.

– No me hable de literatura -le espetó Lafayette. En aquel momento recordaba el cadáver de Berthier, con los intestinos colgándole del vientre. Se inclinó sobre la mesa y levantó el panfleto con el índice-. ¿Conoce usted a Camille Desmoulins? ¿Lo ha visto alguna vez? Es abogado. Jamás ha utilizado nada más peligroso que un abrecartas.

Me pregunto de dónde sale esa gente. Son vírgenes. Jamás han participado en una guerra. Nunca han pisado un coto de caza. Nunca han matado a un animal, y mucho menos a un hombre. Pero les entusiasma la sangre.

– Siempre y cuando no sean ellos los que tengan que matar -contestó el alcalde. Aún no se había recobrado de la impresión de ver el corazón de Berthier sangrando sobre su mesa.


En Guise.

– ¿Cómo voy a ir por la calle con la cabeza en alto? -preguntó Jean-Nicolas retóricamente-. Lo peor es que cree que debería sentirme orgulloso de él. Dice que lo conocen en todas partes. Cena todas las noches con aristócratas.

– Espero que coma lo suficiente -dijo la señora Desmoulins. No dejaban de resultar curiosas estas palabras en sus labios, puesto que nunca había manifestado una fuerte inclinación maternal. Pero le preocupaba que Camille no comiera lo bastante.

– No podré mirar a los Godard a la cara. Sin duda lo habrán leído en los periódicos. Seguro que Rose-Fleur se alegra de que la obligaran a romper su compromiso con Camille.

– No conoces a las mujeres -respondió su esposa.

Rose-Fleur conservaba el panfleto sobre su costurero y no cesaba de citarlo, para enojar al señor Tarrieux de Tailland, su nuevo prometido.


D’Anton había leído el panfleto y se lo había pasado a Gabrielle.

– Es mejor que lo leas -le dijo-. Todo el mundo habla de él.

Gabrielle leyó la mitad y lo dejó, aduciendo que, puesto que tenía que vivir con Camille, por decirlo así, prefería no conocer sus opiniones. Había recuperado la serenidad tras la trágica muerte de su hijito. Nunca preguntaba a Georges lo que sucedía en las reuniones de la asamblea del distrito. Cuando aparecían nuevos rostros a la hora de cenar, se limitaba a poner más platos en la mesa y conversaba amablemente con ellos. Estaba de nuevo encinta. Nadie esperaba mucho de ella. Nadie esperaba que se preocupara por el estado de la nación.


Mercier, el célebre autor, introdujo a Camille Desmoulins en los salones de París y Versalles. Antes, conversando con sus amigos, había profetizado:

– Dentro de veinte años, se habrá convertido en nuestro más insigne escritor.

¿Veinte años? Camille era incapaz de aguardar siquiera veinte minutos.

Durante esas reuniones, su estado de ánimo oscilaba bruscamente, pasando del entusiasmo al más profundo desaliento. Las anfitrionas de sociedad, que se esforzaban por conseguir que acudiera a dichas reuniones, con frecuencia fingían ignorar quién era. Preferían que la gente fuera descubriendo su identidad poco a poco, de modo que si alguien deseaba marcharse pudiera hacerlo sin montar una escena. Todas las anfitrionas insistían en invitarlo a sus salones, para observar el impacto que causaba entre sus amistades. Una fiesta no era una fiesta…

Volvía a padecer jaqueca; quizá porque agitaba constantemente la cabeza. Un elemento invariable de todas esas fiestas era que no tenía que decir nada. Eran los otros quienes hablaban, generalmente sobre él.

Viernes por la noche, en casa de la condesa de Beauharnais. Está llena de jóvenes que la halagaban, y unos acaudalados e interesantes criollos. Las espaciosas habitaciones estaban pintadas con colores pasteles. Fanny de Beauharnais cogió a Camille del brazo; un gesto protector, muy distinto de cuando nadie quería saber nada de él.

– Arthur Dillon -murmuró la condesa-. ¿No se conocen? Es hijo del undécimo vizconde Dillon. Miembro de la Asamblea de Martinica. -Un toque, un roce, un murmullo de seda-. ¿General Dillon? Le presento a alguien que sin duda despertará su curiosidad.

Dillon se volvió. Tenía unos cuarenta años y era un hombre extraordinariamente apuesto; parecía la caricatura de un aristócrata, con su delgada nariz y su boca pequeña y roja.

– Es el abogado de la Lanterne -murmuró Fanny-. No se lo diga a todo el mundo.

Dillon lo examinó de pies a cabeza.

– Es muy distinto a como lo había imaginado -dijo.

Fanny se alejó dejando un leve rastro de perfume. Dillon miró a Camille, fascinado.

– Los tiempos han cambiado, y nosotros también -dijo en latín. Luego apoyó la mano en el hombro de Camille y añadió-: Venga, le presentaré a mi esposa.

Laure Dillon ocupaba una chaise-longue. Llevaba un vestido de gasa blanco y plateado y el cabello recogido en un turbante de gasa también blanco y plateado. Practicaba uno de sus caprichos favoritos, mordisquear un cabo de vela.

– Querida -le dijo Dillon-, te presento al abogado de la Lanterne.

– ¿Quién? -preguntó Laure, un tanto irritada.

– El que organizó las revueltas antes de que cayera la Bastilla. El que hace que cuelguen a la gente y les corten la cabeza.

– Ah -respondió Laure, mirando a Camille con sus hermosos ojos. Sus pendientes de plata relucían-. Es encantador.

Arthur se echó a reír.

– Mi esposa no entiende nada de política -dijo.

Laure se sacó de la boca el trozo de cera y suspiró, acariciando la cinta que llevaba en el escote de su vestido.

– Venga a cenar una noche -dijo.

Mientras Dillon y él atravesaban de nuevo la habitación, Camille vio reflejado en un espejo su rostro afilado y demacrado. Los relojes dieron las once.

– Es casi la hora de cenar -dijo Dillon. Al volverse advirtió la expresión de desconcierto de Camille-. No ponga esa cara. Lo importante es el poder. Usted lo tiene. Cambia las cosas.

– Lo sé. Aún no me he acostumbrado a él.

Todos lo miraban con curiosidad, murmurando entre sí: «¿Quién es?» «¿Ese?» «¿De veras es él?»

El general Dillon lo observó, minutos más tarde, rodeado de un grupo de mujeres. Su identidad había sido descubierta. Las mujeres lo miraban con franca admiración, con la boca levemente abierta y los ojos clavados en él. Un espectáculo poco edificante, pensó el general. Pero así son las mujeres. Hace tres meses, ni siquiera se habrían fijado en él.

El general era un buen hombre. Se había propuesto seguir de cerca la trayectoria de Camille, y eso es lo que hizo a partir de aquella noche, intermitentemente, a lo largo de los cinco años siguientes. Aunque parezca estúpido, cuando pensaba en Camille sentía deseos de protegerlo.


¿Debía tener el Rey el poder de vetar las acciones de la Asamblea Nacional?

La gente apodaba a la Reina la Señora Veto.

Sin veto, dijo Mirabeau crípticamente, era como vivir en Constantinopla. Pero dado que los ciudadanos de París se oponían unánimemente al veto (la mayoría de ellos creían que se trataba de un nuevo impuesto), Mirabeau soltó ante la Asamblea un discurso incomprensible, que más bien parecía obra de un contorsionista de feria que de un estadista. Al fin llegaron a un acuerdo: el Rey tendría el poder no de bloquear sino de postergar la legislación. Una solución que no satisfizo a nadie.

La confusión de la gente iba en aumento. Un orador en una esquina de París:

– La semana pasada se dio a los aristócratas los vetos suspensivos, y han empezado a utilizarlos para comprar todo el maíz y sacarlo del país. Por eso no tenemos pan.


Octubre: nadie sabía si el Rey pensaba ejercer la resistencia, o huir. En cualquier caso, había unos nuevos regimientos en Versalles, y cuando llegó el regimiento de Flandes la guardia personal del Rey les ofreció un banquete en palacio.

Fue una cosa poco delicada, aunque los agitadores también hubieran puesto el grito en el cielo si se hubiera tratado de una gira.

Cuando apareció el Rey, acompañado de su esposa y el pequeño Delfín, un coro de embriagadas voces lo aclamaron con fervor. El niño fue subido sobre la mesa y todos alzaron sus copas gritando contra los rebeldes. La roseta tricolor fue arrojada al suelo y pisoteada.

Eso sucedió el sábado, 3 de octubre. En Versalles se celebraba un fastuoso banquete mientras en París la gente se moría de hambre.

A las cinco de esa tarde, el presidente Danton habló ante la asamblea del distrito, golpeando la mesa con el puño. Los ciudadanos cordeliers arrasarán la ciudad, dijo. Se vengarán de ese insulto a los patriotas. Salvarán París de la amenaza real. Los batallones convocarán a sus camaradas de todos los distritos y se lanzarán a las calles. Obligarán al Rey a regresar a París, para vigilarlo. Si todo falla, el mismo presidente Danton irá a Versalles y traerá a Luis aunque sea a rastras. No quiero saber nada más del Rey, dijo el abogado de la Corona.

Stanislas Maillard, un funcionario del tribunal del Châtelet, arengaba a las vendedoras del mercado, refiriéndose a sus pobres hijos hambrientos. No tardó en formarse una procesión encabezada por Maillard, un hombre alto y enjuto que parecía una de esas ilustraciones de la Muerte que figuran en los libros. A su derecha marchaba una vendedora ambulante, una vagabunda, conocida en los ambientes marginales como la Reina de Hungría. A su izquierda un loco escapado de un asilo, sujetando una botella de licor barato. La bebida se deslizaba por las comisuras de su boca y su barbilla. Sus ojos carecían de expresión. Era domingo.

El lunes por la mañana, Danton preguntó a sus secretarios:

– ¿Acaso teníais pensado ir a algún sitio?

En realidad, habían pensado pasar el día en Versalles.

– Esto es un bufete, no un cuartel general de campo.

– Danton tiene un importante caso entre manos -informó Paré a Camille-. No quiere que le molesten. ¿Acaso pensaba usted ir a Versalles?

No, realmente no. A propósito, ¿se trata del mismo caso que llevaba entre manos el día que tomaron la Bastilla?

– La apelación -contestó Danton al otro lado de la puerta de su despacho.


Santerre, comandante de un batallón de la Guardia Nacional, dirige un ataque contra el Ayuntamiento; roban un poco de dinero y destruyen unos documentos. Las vendedoras del mercado corren por las calles, obligando a las mujeres que encuentran a unirse a ellas, exhortándolas, amenazándolas. En la Place de Grève la multitud coge algunas armas. Quieren que la Guardia Nacional les acompañe a Versalles, con Lafayette a la cabeza. Desde las nueve hasta las once de la mañana, el marqués trata de disuadirlos.

– El Gobierno nos está engañando -le dice un joven-. Debemos traer al Rey a París. Si, tal como dicen, es un imbécil, coronaremos a su hijo, usted será el regente y todo irá mucho mejor.

A las once, Lafayette discute con el comité de policía. Durante toda la tarde permanece tras una barricada, a la espera de recibir noticias. A las cinco parte para Versalles a la cabeza de quince mil guardias nacionales. La multitud es incalculable. Está lloviendo.

Un grupo de mujeres ha invadido la Asamblea. Están sentadas en los bancos de los diputados, con las faldas arremangadas, bromeando y metiéndose con los diputados. Una pequeña delegación de las mujeres se presenta ante el Rey, y éste les promete todo el pan que consigan reunir. ¿Pan o sangre? Théroigne está fuera, hablando con los soldados. Lleva un traje de montar escarlata y sostiene un sable. La lluvia ha deslucido las plumas del sombrero.

El general Lafayette recibe un mensaje: el rey Luis ha decidido aceptar la Declaración de los Derechos del Hombre. ¿De veras? Al general, cansado y desalentado, con las manos apoyadas en la silla mientras la lluvia se desliza por su puntiaguda nariz, esa noticia le trae sin cuidado.


París: Fabre habla en los cafés, expresando su opinión.

– El caso -dice-, es que cuando alguien inicia una cosa así, es justo y lógico que la gente lo reconozca. No se puede negar que la iniciativa fue tomada por el presidente Danton y su distrito. En cuanto a la marcha, nadie mejor que las mujeres de París para emprenderla. No van a disparar contra las mujeres.

Fabre no se sentía decepcionado por el hecho de que Danton se hubiera quedado en casa sino más bien aliviado. Empezaba a percibir por dónde soplaba el viento. Camille tenía razón; en público, ante sus seguidores, Danton poseía un aura de grandeza. A partir de ahora, Fabre le instaría siempre a proteger su integridad física.


Es de noche. Todavía llueve. Los hombres de Lafayette aguardan en la oscuridad mientras éste es interrogado por la Asamblea. ¿Cuál es la razón de esa inoportuna manifestación militar?

Lafayette lleva en el bolsillo una nota del presidente de esta Asamblea, rogándole que conduzca a sus hombres a Versalles para rescatar al Rey. Está tentado de meter la mano en el bolsillo para comprobar que la nota no es un sueño, pero no puede hacerlo delante de la Asamblea porque lo considerarían un gesto irrespetuoso. ¿Qué haría Washington en su lugar?, se pregunta inútilmente. Así pues, permanece de pie, cubierto de barro, respondiendo a esas extrañas preguntas con voz ronca. ¿Sería posible persuadir al Rey de que pronunciara, para ahorrarnos problemas, un breve discurso en favor de los nuevos colores nacionales?

Algo más tarde, agotado, es conducido en presencia del Rey y, todavía cubierto de barro, habla con Su Majestad, con el hermano de Su Majestad, el conde de Provenza, el arzobispo de Burdeos y el señor Necker.

– Bien -dice el Rey-, supongo que has hecho lo que has podido.

El general se lleva las manos al pecho en un gesto que ha visto en algunas pinturas, y pone su vida a disposición del Rey. Asegura ser también el devoto servidor de la constitución, y alguien, dice, ha estado pagando una gran cantidad de dinero.

La Reina lo observaba con enojo desde la penumbra.

Lafayette apostó unas patrullas alrededor del palacio y la ciudad, observó desde una ventana la luz de las antorchas y oyó voces que cantaban. Unas baladas, sin duda, referentes a la vida de la corte. De pronto se sintió presa de la melancolía, una especie de nostalgia de sus días heroicos. Tras comprobar que todo estaba en orden, se dirigió de nuevo a los aposentos reales pero no le permitieron pasar. El Rey y su familia se habían acostado.

Hacia el amanecer se acostó vestido y cerró los ojos. Al cabo de un rato lo llamó el general Morfeo.

Ha salido el sol. Suenan unos tambores. Una pequeña puerta ha quedado abierta, por negligencia o traición. De pronto se oyen unos disparos, los guardias se ven incapaces de contener a la multitud, y a los pocos minutos aparecen unas cabezas clavadas en las picas. La muchedumbre invade el palacio. Las mujeres, armadas con cuchillos y palos, corren por las galerías en busca de víctimas.

El general se despierta. Antes de que llegue al palacio, la multitud alcanza la puerta del salón del Ojo de Buey, pero los guardias nacionales la obligan a retroceder. «¡Dame el hígado de la Reina! -grita una mujer-. ¡Lo echaré en el puchero!» Antes de que Lafayette se dirija a pie hacia el castillo -no tiene tiempo de esperar a que le traigan un caballo-, la muchedumbre ya ha colgado a varios miembros de la guardia personal del Rey. La familia real está a salvo en el salón. Los hijos de los Reyes lloran. La Reina está descalza. Ha escapado por los pelos.

Al fin llega Lafayette. Mira a la mujer que va descalza, la mujer que le obligó a abandonar la Corte, que solía burlarse de sus modales y de su forma de bailar. Ahora, sin embargo, necesita que le demuestre algo más que las habilidades de un cortesano. La multitud grita enfurecida bajo las ventanas. Lafayette señala el balcón.

– Es necesario -dice.

Cuando aparece el Rey, la multitud agita las picas y los fusiles y grita: «¡A París!»

Luego piden que salga la Reina.

En el salón, el general le invita a que aparezca en el balcón.

– ¿No oís lo que gritan? -protesta la Reina-. ¿No habéis visto los gestos que hacen?

– Sí -contesta Lafayette, pasándose un dedo por el cuello-. Pero o salís a su encuentro o ellos vendrán a por vos. Salid, señora, os lo ruego.

La Reina agarra a sus hijos de la mano y sale al balcón.

– ¡Los niños no! -grita la multitud.

La Reina suelta la mano del Delfín, y éste y su hermana entran de nuevo en el salón.

María Antonieta se enfrenta sola a la muchedumbre, mientras Lafayette trata de calcular las consecuencias. Al anochecer habrá estallado la guerra, será un infierno. Al cabo de unos instantes sale al balcón y se coloca junto a la Reina, confiando en protegerla con su cuerpo en caso de que… La multitud no deja de rugir. De pronto, Lafayette se inclina ante la Reina y le besa la mano.

La muchedumbre comienza a gritar: «¡Viva Lafayette!» El general se estremece ante ese repentino cambio. Una voz grita: «¡Viva la Reina!» Hace una década que nadie vitoreaba a la Reina. Ésta se apoya ligeramente en Lafayette y lanza un suspiro de alivio. Un guardia sale para atenderla, luciendo un sombrero con la roseta tricolor. La multitud aclama a los monarcas. El Rey declara que irá a París.

El viaje dura todo el día.

De camino a París, Lafayette cabalga junto al coche del Rey, sin apenas despegar los labios. A partir de ese día, él mismo se encargará de elegir a la escolta del Soberano. Desea proteger a la nación del Rey, y al Rey del pueblo. He salvado la vida de la Reina. En aquel momento recuerda su rostro pálido como la cera, sus pies descalzos, la siente apoyarse en él cuando la multitud empezó a aclamarla, a punto de desfallecer. Jamás se lo perdonará. Las fuerzas armadas están ahora a mi disposición, piensa Lafayette, mi posición será inatacable… Pero por el camino, entre las sombras, una multitud de rostros anónimos grita: «¡Aquí vienen el panadero, la mujer del panadero y el aprendiz del panadero!» Los guardias nacionales y los guardias personales del Rey se intercambian los sombreros, lo cual les da un aire ridículo. Pero más ridículas son las cabezas ensangrentadas, clavadas en unas picas, que se agitan e inclinan ante la comitiva real.

Eso sucedió en octubre.


La Asamblea siguió al Rey a París, alojándose temporalmente en el palacio del arzobispo. El Club Bretón reanudó sus sesiones en el refectorio de un edificio conventual vacío situado en la rue Saint-Jacques. La gente llamaba a los dominicos, antiguos inquilinos del mismo, «jacobinos», nombre que siguieron ostentando los diputados, periodistas y hombres de negocios que se reunían allí para debatir, como si se tratara de una segunda Asamblea. A medida que el número de miembros aumentaba, se trasladaron a la biblioteca; y por último a la vieja capilla, que tenía una galería abierta al público.

En noviembre la Asamblea se mudó a una vieja escuela de equitación. La sala era pequeña, estaba mal iluminada y tenía una forma extraña, por lo que resultaba difícil hacerse oír en ella. Los miembros se sentaban los unos frente a los otros, separados por un pasillo. En un extremo de la sala estaba situado el sillón del presidente y la mesa de los secretarios; en el otro, la tribuna de oradores. Los defensores del poder real ocupaban unos asientos a la derecha del pasillo; los patriotas, como solían denominarse, se situaban a la izquierda.

Una estufa colocada en medio del suelo proporcionaba calor, pero debido a la deficiente ventilación el aire era casi irrespirable. El doctor Guillotin sugirió que esparcieran todos los días por el suelo unas gotas de vinagre y unas hierbas. Las galerías públicas eran también muy reducidas, por lo que los trescientos espectadores que albergaban podían ser fácilmente organizados y controlados, no necesariamente por las autoridades.

A partir de entonces, los parisienses llamaban siempre a la Asamblea «la Escuela de Equitación».

Rue Condé: hacia finales de año, Claude permitió que se suavizaran las tensiones familiares. Annette dio una fiesta. Sus hijas invitaron a sus amigos, y los amigos invitaron a sus amigos. En un determinado momento, Annette miró a su alrededor, pensando: «Si estallara un fuego, buena parte de la Revolución quedaría reducida a cenizas.»

Antes de que llegaran los convidados había discutido con Lucile, como de costumbre.

– Deja que te recoja el cabello en un moño -dijo Annette-. Como solía hacerlo, con flores.

Lucile respondió con vehemencia que prefería morirse. No quería llevar horquillas, cintas ni flores en el pelo. Quería llevar la melena suelta, para agitarla a su antojo.

– Si quieres imitar a Camille -replicó su madre, enojada-, al menos hazlo bien. Si sigues moviendo la cabeza de ese modo acabarás con tortícolis. -Adèle se tapó la boca con la mano y se echó a reír-. Debes hacerlo así -dijo Annette, haciendo una demostración-. No puedes echar la cabeza hacia atrás y al mismo tiempo sacudirla para apartarte el flequillo de los ojos. Son dos movimientos separados.

– Puede que tengas razón -contestó Lucile-. Inténtalo tú, Adèle. Ponte de pie, para que veamos el efecto.

Las tres mujeres se colocaron delante del espejo y se echaron a reír a carcajadas.

– Fijaos en esto -dijo Lucile.

De pronto se puso seria, mirándose en el espejo en un arrebato de narcisismo, y se apartó un mechón imaginario con un delicado gesto.

– Idiota -dijo su madre-. El ángulo de la muñeca no es correcto. ¿Es que no tienes ojos en la cara?

Lucile la miró con cara de asombro, imitando a Camille, y respondió:

– Sólo nací ayer.

Adèle y su madre estallaron de nuevo en carcajadas. Adèle se arrojó sobre la cama de su madre, llorando de risa.

– ¡Basta, basta! -dijo Annette. El moño se le había deshecho y se le había corrido el colorete. Lucile estaba tendida en el suelo, golpeando la alfombra con el puño y diciendo:

– No puedo más. Me voy a morir de risa.

Hacía cuatro meses que las tres mujeres apenas se dirigían la palabra. Al cabo de un rato se levantaron, tratando de dominarse, se empolvaron y perfumaron, y bajaron al salón.

– Maître Danton, creo que ya conoce a Maximilien Robespierre -dijo Annette, girándose bruscamente presa de otro ataque de hilaridad.

Maître Danton tenía la agresiva costumbre de apoyar los puños en la cadera y fruncir el ceño mientras charlaba sobre el tiempo o cualquier otro tema intrascendente. El diputado Maximilien Robespierre tenía la curiosa manía de mirar sin parpadear y de deslizarse sigilosamente por la habitación, como si persiguiera a un ratón. Annette dejó a los dos hombres conversando amigablemente.

– ¿Dónde vives ahora? -preguntó Danton.

– En la rue Saintonge, en el Marais.

– ¿Te sientes cómodo?

Robespierre no contestó. No tenía idea de lo que Danton consideraba como un aceptable nivel de comodidad, de modo que su respuesta no significaba nada. Por fortuna, Danton no insistió en que contestara a su pregunta.

– A la mayoría de los diputados no les apetece trasladarse a París.

– La mayoría de ellos casi nunca vienen por aquí. Y cuando lo hacen se dedican a hablar sobre la forma de clarificar el vino y engordar a los marranos.

– Añoran su casa. Al fin y al cabo no deja de ser una interrupción en su vida cotidiana.

Robespierre sonrió irónicamente.

– Pero su vida es ésta -contestó.

– Te equivocas. Lo que les preocupa es que la cosecha se eche a perder, la educación de sus hijos y que su mujer se la pegue con otro… es humano.

Robespierre lo miró fijamente.

– A veces no entiendo, Danton. Los tiempos no están para esas cosas. Creo que todos deberíamos esforzarnos un poco más.

Annette se movía por entre sus invitados, sonriendo amablemente. De algún modo le resultaba imposible ver a sus convidados masculinos como ellos deseaban que los viera. El diputado Pétion (con su eterna sonrisita burlona) parecía un hombre muy amable, al igual que Brissot (que padecía una serie de molestos tics). Danton la observaba al otro lado de la habitación. ¿En qué estaría pensando? Annette imaginó que pensaba: «Es una mujer muy guapa, a pesar de su edad.» Fréron estaba solo, sin apartar la mirada de Lucile.

Camille, como de costumbre, se hallaba rodeado de un nutrido público.

– Lo único que debemos hacer es decidir el título -decía-, y organizar las suscripciones provinciales. Aparecerá todos los sábados, o con mayor frecuencia si las circunstancias lo requieren. Irá en octavo, con una cubierta de papel gris. Contaremos con la colaboración de Brissot, Fréron y Marat. Propondremos a los lectores que nos escriban cartas. Publicaremos unas críticas teatrales feroces. El universo y todas sus locuras hallarán espacio en las páginas de nuestro periódico, que pretendemos que sea extremadamente crítico.

– ¿Cree que ganará dinero con él? -preguntó Claude.

– No -contestó Camille-. Ni siquiera espero cubrir gastos. La idea es mantener el precio lo más bajo posible, para que prácticamente todo el mundo pueda comprarlo.

– ¿Y cómo piensa pagar al impresor?

– Dispongo de ciertas fuentes -respondió Camille con aire misterioso-. La idea es que la gente te pague por escribir lo que te proponías escribir de todos modos.

– Me asusta usted -dijo Claude-. No tiene el menor sentido ético.

– Lo que cuentan son los resultados. No destinaré más que un par de columnas a alabar a las personas que me financian. El resto del periódico lo utilizaré para dar publicidad al diputado Robespierre.

Claude miró a su alrededor, temeroso. El diputado Robespierre conversaba con su hija Adèle en tono confidencial, casi íntimo. De todos modos, Claude reconocía que si uno separaba los discursos que pronunciaba el diputado Robespierre en la Escuela de Equitación sobre la persona, no tenía nada de alarmante. Más bien todo lo contrario. Parecía un joven agradable, discreto y responsable. Adèle hablaba de él con frecuencia; posiblemente estuviera enamorada de él. Robespierre no tenía dinero, pero no se puede tener todo en la vida. Uno podía darse por satisfecho de tener un yerno que no pegara a su mujer.

Adèle se había ido aproximando a Robespierre a lo largo de la conversación. En estos momentos hablaban de Lucile.

– Es terrible -dijo-. Hoy… bueno, hoy todo ha sido distinto, nos hemos reído mucho. -Es mejor que no le cuente el motivo, pensó-. Pero normalmente el ambiente es terrible. Lucile tiene un carácter muy fuerte, le gusta discutir. Está completamente decidida respecto a Camille.

– Supuse que, puesto que lo habéis invitado, tu padre había cedido -aventuró Max.

– Yo también. Pero fíjate en su expresión. -Ambos jóvenes se volvieron para mirar a Claude-. No obstante -prosiguió Adèle-, al final se saldrán con la suya. Los dos están decididos a casarse. Lo que me preocupa es si serán felices.

– Todo el mundo considera a Camille una persona conflictiva -dijo Robespierre-. Pero en realidad no lo es. Es mi mejor amigo.

– Eres muy bueno -respondió Adèle. Lo pensaba sinceramente. ¿Qué otra persona se hubiera atrevido a afirmar semejante cosa en estos tiempos tan complicados?-. Mira, Camille y mi madre están hablando sobre nosotros.

Era cierto. Los dos charlaban confidencialmente, como en los viejos tiempos.

– Lo lamento, pero el papel de casamentera no me va -decía Annette.

– ¿No conoces a nadie que se preste a ello? Me gusta hacer las cosas como es debido.

– Él se la llevará a Artois.

– ¿Y qué? Iré a verla allí. ¿O acaso crees que París está rodeado de un profundo precipicio y que te despeñas al llegar a Chaillot? Además, no creo que él regrese a casa.

– ¿Pero qué sucederá una vez hayan redactado la constitución y la Asamblea se disuelva?

– No creo que las cosas sucedan como tú las ves.

Lucile los observaba con rabia, pensando: «¿Por qué no te echas encima de él, madre? Podrías acostarte con él sobre la alfombra.» Su buen humor se había disipado. No quería permanecer en aquella habitación, rodeada de gente que no paraba de hablar. A los pocos minutos se dirigió a un discreto rincón, seguida de Fréron.

Se sentó en una silla y esbozó una sonrisa forzada. Mientras charlaban de cosas intrascendentes, Fréron, sin apartar la vista de su rostro, apoyó el brazo en el respaldo de su silla. Al fin le preguntó suavemente, con tono insinuante:

– ¿Todavía eres virgen, Lucile?

Lucile se sonrojó vivamente y agachó tímidamente la cabeza.

– Por supuesto -contestó.

– Ése no es el Camille que conozco -dijo Fréron.

– Prefiere esperar a que nos hayamos casado.

– Eso es muy cómodo para él, puesto que debe de tener otros medios de… desahogarse.

– No quiero saberlo -contestó Lucile con firmeza.

– Lo comprendo. Pero ya no eres una niña. ¿No empiezas a estar cansada de ser todavía virgen?

– ¿Y qué pretendes que haga, Conejo? ¿Qué oportunidades crees que se me ofrecen?

– Me consta que os seguís viendo. Probablemente en casa de Danton. Ni él ni Gabrielle son excesivamente morales.

Lucile lo miró de reojo. Le molestaba hablar de esas cosas, pero por otro lado era un alivio poder manifestar sus sentimientos, desahogarse con alguien, aunque se tratara de Fréron. ¿Por qué tenía que calumniar a Gabrielle? Es capaz de decir cualquier cosa, pensó Lucile. Al mirarlo, vio que él se había dado cuenta de que había ido demasiado lejos. ¡Qué ocurrencia!, pensó Lucile. «¿Te importa prestarnos tu lecho, Gabrielle?» Gabrielle jamás se prestaría a semejantes jueguecitos.

Al pensar en el lecho de los Danton, Lucile notó una sensación muy especial. Una sensación indescriptible. Cuando llegue el día, pensó, Camille no me hará daño, pero Danton sí. De pronto sintió que el corazón le daba un vuelco y se puso colorada como un tomate, porque no sabía cómo se le había ocurrido semejante idea, era totalmente espontánea, no la había buscado…

– ¿Te encuentras mal? -preguntó Fréron.

– Deberías avergonzarte -le espetó Lucile enfurecida.

Pero no consigue borrar esas imágenes de su mente: esa beligerante energía, esas manos grandes y poderosas, ese peso… Gracias a Dios que las mujeres tenemos una imaginación limitada, piensa Lucile.


El periódico atravesó por varios cambios de nombre. Comenzó titulándose Courier du Brabant. Al otro lado de la frontera también había estallado una revolución, y Camille creyó oportuno darlo a conocer. Luego se convirtió en Révolutions de France et du Brabant, y finalizó llamándose simplemente Révolutions de France. Por supuesto, Marat era el mismo, siempre cambiando el título de su periódico por oscuras razones. Se había titulado El publicista de París, y actualmente se llamaba El amigo del pueblo. Un título, según opinaban en el Révolutions, ridículamente ingenuo; sonaba como una medicina contra la sífilis.

Todo el mundo está empeñado en publicar un periódico, incluso las personas que no saben escribir y que, según dice Camille, ni siquiera son capaces de pensar. El Révolutions destaca entre todos ellos; es un bombazo; impone una rutina. No importa que la plantilla sea reducida, provisional y un tanto desorganizada; si se ve obligado a ello, Camille puede redactar él solo un número entero. ¿Qué son treinta y dos páginas en octavo para un hombre que tiene tantas cosas que decir?

El lunes y el martes llegaban temprano a la oficina, para ponerse a trabajar en la edición semanal, y el miércoles buena parte del periódico estaba lista para la imprenta. El miércoles recibían también las citaciones del juzgado por las querellas presentadas el sábado, aunque algunas víctimas obligaban a sus abogados a regresar del campo el domingo por la mañana para que las citaciones llegaran a la redacción el martes. Los desafíos a duelos se recibían esporádicamente a lo largo de la semana.

El jueves se imprimía el periódico. Tras realizar unas correcciones de última hora, un oficinista lo llevaba al impresor, el señor Laffrey, que tenía el taller en el Quai des Augustins. El jueves al mediodía solían presentarse en la redacción el señor Laffrey acompañado por el señor Garnery, el distribuidor, protestando airadamente por el contenido de algunas noticias. ¿Acaso pretende que me embarguen las prensas, que nos envíen a la cárcel? Siéntense y tómense una copa, decía Camille. Pocas veces accedía a cambiar algo; en realidad, casi nunca. Todos sabían que cuanto mayor era el riesgo, más ejemplares se vendían.

René Hébert aparecía de vez en cuando por la oficina. Era un hombre de tez rubicunda y expresión desagradable, aficionado a hacer comentarios burlones sobre la vida privada de Camille; todas sus frases encerraban un doble sentido. Camille explicó a sus empleados que Hébert solía trabajar de taquillero en un teatro, del que fue despedido por robar.

– ¿Quieres que la próxima vez que aparezca lo echemos de aquí? -preguntaron sus empleados, ansiosos de hacer algo que rompiera la monotonía.

– No, dejadlo en paz -contestó Camille-. Siempre ha tenido un carácter desagradable. Es su forma de ser.

– Quiero editar un periódico -declaró Hébert-. Totalmente distinto del suyo.

Brissot había ido aquel día a ver a Camille. Estaba sentado en la esquina de una mesa, balanceando una pierna.

– No creo que te resulte muy difícil -replicó-. Éste ha tenido un éxito sin precedentes.

Brissot y Hébert no se tenían simpatía.

– Tú y Camille escribís para las personas cultas -dijo Hébert-. Lo mismo que Marat. Yo voy a seguir otra línea.

– ¿Pretendes editar un periódico para analfabetos? -le preguntó Camille-. Te deseo suerte.

– Quiero editar un periódico para el hombre de la calle, con su misma forma de hablar.

– En tal caso, cada dos palabras tendrás que intercalar una blasfemia -dijo Brissot.

– Exactamente -respondió Hébert.

Brissot es el editor del Patriota francés (diario, cuatro páginas en cuarto, y muy aburrido). Por otra parte es el más concienzudo e imaginativo colaborador de los periódicos editados por otras personas. Acude casi todas las mañanas a la oficina, lleno de luminosas ideas. Se queja de que se ha pasado toda la vida doblegándose ante los editores y de que le roban las ideas y le plagian los manuscritos. No parece darse cuenta de que existe cierta relación entre su triste historial y lo que hace en estos momentos. Son las once y media de la mañana y está en la oficina de otro editor, jugueteando con el sombrero y hablando sin cesar.

– Mi familia era muy pobre, ¿comprendes, Camille? Muy pobre e ignorante. Querían que me hiciera monje, creían que era lo mejor para mí. Pero perdí la fe y… Por supuesto, ellos no lo comprendieron. ¿Cómo iban a comprenderlo? Era como si habláramos idiomas distintos, como si ellos fueran suecos y yo italiano. Existía un profundo abismo entre mi familia y yo. Entonces sugirieron que me hiciera abogado. Un buen día, mientras caminaba por la calle, un vecino me dijo: «Mira, ahí va el abogado Janvier.» Era un hombre de aspecto estúpido, barrigudo, que caminaba apresuradamente portando unos folios bajo el brazo. «Si trabajas con ahínco -continuó mi vecino-, algún día llegarás a ser como él.» En aquel momento me sentí totalmente desmoralizado y decidí que prefería que me metieran en la cárcel a ser como él. Naturalmente, el abogado Janvier no era tan estúpido como parecía; tenía dinero, era muy respetado, no oprimía a los pobres y había contraído segundas nupcias con una bonita y agradable joven… Pero, ya ves, la perspectiva de acabar como él no me tentaba en absoluto.

Uno de los empleados de Camille se asomó y dijo:

– Ha venido a verte una mujer, Camille.

En aquel momento apareció Théroigne. Llevaba un vestido blanco con un fajín tricolor, y sobre los hombros la guerrera de un guardia nacional, desabrochada. Su pelo castaño caía en una descuidada cascada de rizos; se notaba que la había peinado uno de esos peluqueros que dan a las mujeres un aire como si jamás hubieran pisado una peluquería.

– Hola -dijo-. ¿Cómo estás?

Su talante no concordaba con el escueto y democrático saludo; irradiaba vitalidad y una excitación casi sexual.

Brissot saltó de la mesa, le quitó la guerrera, la dobló cuidadosamente y la colocó sobre una silla. Ella lo miró irritada. Brissot había notado un objeto pesado en uno de los bolsillos de la guerrera.

– ¿Lleva usted una pistola? -preguntó sorprendido a la joven.

– Me la dieron cuando atacamos los Inválidos. ¿Recuerdas, Camille? Apenas te dejas ver últimamente.

Théroigne se acercó a él, le cogió la mano y examinó la palma. Todavía podía verse la cicatriz de una herida de bayoneta, apenas más gruesa que un cabello, que había recibido el 13 de julio. Théroigne la recorrió sensualmente con un dedo.

Brissot la miró boquiabierto y al cabo de unos segundos dijo:

– Si queréis que os deje solos…

– No, no -se apresuró a contestar Camille.

No quería que Lucile se enterara de que Théroigne iba a visitarle. Por lo que sabía, Anne llevaba una vida casta e intachable, aunque se empeñara en dar otra impresión. Los periódicos monárquicos escandalosos se cebarían en ella.

– ¿Quieres que escriba algo para ti, amor mío? -preguntó ella.

– Puedes intentarlo. Pero te advierto que soy muy exigente.

– ¿Serías capaz de rechazarme?

– Me temo que sí. De hecho, me sobran las ofertas.

– Muy bien -respondió Théroigne, cogiendo la guerrera de la silla. Al pasar frente a Brissot, le dio un beso en la mejilla.

Al salir de la habitación, dejó tras de sí un potente aroma a sudor femenino y agua de lavanda.

– Calonne también utilizaba agua de lavanda, ¿te acuerdas, Camille? -preguntó Brissot.

– No solía moverme en esos círculos.

– Yo creía que lo conocías.

Brissot lo sabía todo. Creía en la hermandad de los hombres. Opinaba que todos los hombres inteligentes de Europa deberían reunirse para hablar sobre el método de gobierno y el desarrollo de las artes y las ciencias. Conocía a Jeremy Bentham y a Joseph Priestley. Dirigía una sociedad contra la esclavitud y escribía artículos sobre jurisprudencia, el sistema parlamentario inglés y las epístolas de san Pablo. Había llegado a la pequeña vivienda que ocupaba en la actualidad, situada en la rue de Grètry, tras unos breves periodos en Suiza, Estados Unidos, una celda en la Bastilla y un piso en Brompton Road. Tom Paine era amigo suyo (según decía él) y George Washington solía pedirle consejo. Brissot era un optimista. Creía que siempre prevalecería el sentido común y el amor a la libertad. Su actitud hacia Camille era afectuosa, amable y ligeramente paternalista. Le gustaba hablar sobre su pasado, y confiaba en que el destino le deparara un futuro mejor.

La visita de Théroigne -sobre todo el beso- le había dejado muy intrigado.

– He tenido una vida muy dura -dijo-. Al poco de morir mi padre, mi madre se volvió loca.

Camille apoyó la cabeza en la mesa y rompió a reír a carcajadas.

Fréron acudía a la oficina los viernes. Camille salía a almorzar y tardaba varias horas en regresar. Luego se reunían para hablar sobre las citaciones judiciales y decidir si era oportuno disculparse con la víctima. Dado que Camille no solía estar del todo sereno a esas horas, nunca se disculpaban. Los que se ocupaban del Révolutions trabajaban con ahínco, sin importarles que los insultaran y escupieran por la calle. Cada semana, después de imprimir el periódico, Camille juraba que ésta sería la última edición. Pero al siguiente sábado el periódico salía de nuevo a la calle porque no soportaba que alguien pensara que «ellos» podían intimidarlo con sus amenazas e insultos, con su dinero y sus amigos en la Corte. Cuando llegaba el momento de escribir, cogía la pluma sin pensar en las consecuencias; sólo le importaba el estilo. En ocasiones se decía: «No sé por qué le doy tanta importancia al sexo; no existe nada en el mundo más gratificante que un punto y coma bien colocado.» Una vez que comenzaba a escribir, era inútil tratar de frenarlo, recordándole que podía destruir una reputación o la vida de una persona. Por sus venas fluía un dulce veneno, más suave y potente que el coñac. Al igual que algunas personas necesitan opio, Camille necesitaba ejercer su talento para ridiculizar a las personas, vituperarlas y ofenderlas. Puede que el láudano aplaque los sentidos, pero un buen editorial hace que se le forme a uno un nudo en la garganta y que el corazón le lata más deprisa. Escribir es como bajar corriendo una cuesta: aunque quieras no puedes detenerte.


Citaremos algunas intrigas para cerrar el annus mirabilis… Lafayette comunica a Philippe que está buscando pruebas de su participación en las revueltas de octubre, y que si las encuentra… procederá en consecuencia. El general quiere echar al duque del país; Mirabeau, que necesita al duque para llevar a cabo sus planes, desea que permanezca en París.

– Dígame quién le está presionando -le ruega Mirabeau, aunque lo sabe de sobra.

El duque está desconcertado. A estas horas ya debería ser Rey, pero no lo es.

– Uno lo organiza todo -se lamenta a De Sillery-, y vienen otros y te fastidian los planes.

– A veces uno pierde el rumbo -dice Charles-Alexis amablemente.

– Por favor -contesta el duque-, esta mañana no estoy de humor para tus metáforas náuticas.

El duque está asustado, asustado de Mirabeau, asustado de Lafayette, y bastante más asustado de éste último. Incluso le asusta el diputado Robespierre, que no hace más que oponerse a todo lo que dicen los demás en la Asamblea, sin alzar la voz, sin perder la compostura, observando a sus compañeros con una mirada implacable tras las gafas.

Tras los acontecimientos de octubre, Mirabeau traza un plan para que la familia real huya. La Reina lo aborrece, pero él trata de manipular la situación para hacerse imprescindible en la Corte. Mirabeau odia a Lafayette, pero piensa que puede serle útil. El general sostiene la bolsa de los fondos del servicio secreto, y eso no es grano de anís cuando uno tiene que invitar a gente a almorzar y cenar, pagar los sueldos de sus secretarios y ayudar a jóvenes con escasos recursos que ponen a tu disposición su talento e ingenio.

– Puede que me paguen -dice el conde-, pero no me han comprado. Si alguien depositara su confianza en mí, no tendría que recurrir a estas artimañas.

– Sí, señor -responde Teutch-. Yo que usted, señor, no insistiría en ese epigrama.


Entretanto, el general Lafayette estaba preocupado.

Mirabeau, pensó fríamente, es un charlatán. Si decidiera poner al descubierto sus planes, conseguiría hundirlo. Hay que desterrar la idea de que ocupe un ministerio. Es un hombre corrupto. No me explico cómo sobrevive su popularidad e incluso aumenta de día en día. Le ofreceré un cargo, alguna embajada, para sacarlo de Francia… Lafayette se pasó la mano por sus escasos cabellos rubios. Por fortuna, Mirabeau había dicho una vez en público que no emplearía a Philippe ni como mayordomo. Porque si esos dos se aliaban… No, era imposible. Orléans debía abandonar Francia, Mirabeau debía ser comprado y el Rey debía ser vigilado día y noche por seis guardias nacionales, al igual que la Reina. Esta noche ceno con Mirabeau y le ofreceré… Lafayette dejó su pensamiento en suspenso. No importaba dónde empezaban y terminaban sus frases, porque hablaba consigo mismo. ¿En quién podía confiar? Alzó la cabeza y vio reflejada en el espejo su calva, que los cordeliers encontraban cómica; luego suspiró y salió de la habitación vacía.


El conde de Mirabeau al conde de Marck


Ayer por la noche vi a Lafayette. Mencionó el lugar y la cantidad. Yo rechacé la oferta; preferiría una promesa por escrito de una embajada importante. Mañana recibiré un anticipo. Lafayette está muy preocupado por el duque de Orléans… Si mil luises te parece una suma indiscreta, no los pidas, pero es la cantidad que necesito…


Orléans partió para Londres, malhumorado, en compañía de Laclos. «Una misión diplomática», decía el anuncio oficial. Camille estaba con Mirabeau cuando recibieron la mala noticia. El conde se puso a dar vueltas de un lado al otro de la habitación, blasfemando.

A principios de noviembre, la Asamblea aprobó una moción excluyendo a los diputados de los cargos de ministros.

– ¡Se han unido contra mí! -rugió Mirabeau-. Esto es obra de Lafayette.

– Cuando se enfurece de ese modo -contestó el esclavo Clavière-, tememos por su salud.

– Está bien, ríanse, búrlense de mí, abandónenme -dijo el conde-. Son una pandilla de oportunistas. Unos traidores. El muy marrano.

– Esa medida iba destinada a usted, sin duda.

– Aplastaré como a una pulga a ese cabrón. ¿Quién se ha creído que es? ¿Cromwell?


Tres de diciembre de 1789: maître G.-J. Danton pagó a maître Huet de Paisy y a la señorita Françoise Duhauttoir la suma de 12.000 libras, más 1.500 de intereses.

Decidió contárselo a su suegro, para quitarse un peso de encima.

– ¡Con dieciséis meses de antelación! -exclamó Charpentier, tratando de calcular los beneficios y los gastos. Luego sonrió y dijo-: Bueno, así te sentirás más a gusto.

En privado, pensó, es imposible. ¿Qué demonios se propone Georges-Jacques?

II. Libertad, alegría, democracia real

(1790)

«Nuestro carácter es nuestro destino -dice Félicité de Genlis-. Por ese motivo la gente corriente no tiene destino, pertenecen al ámbito del azar. Una mujer bonita e inteligente que tenga ideas originales tendrá una vida llena de extraordinarios acontecimientos.»


Nos hallamos en 1790. En la vida de Gabrielle se producen ciertos acontecimientos extraordinarios.


En mayo de ese año, di un hijo a mi marido. Le pusimos el nombre de Antoine. Tiene un aspecto robusto, como mi primer hijo. Nunca hablamos de nuestro primer hijo. A veces, sin embargo, sé que Georges piensa en él, cuando sus ojos se humedecen.

Les contaré también lo que sucedió en el mundo. En enero mi marido fue elegido miembro de la Comuna, junto con Legendre, nuestro carnicero. Aunque no lo dije -nunca digo nada-, me sorprendió que presentara su candidatura puesto que siempre critica a la Comuna, y en especial al alcalde Bailly.

Poco antes de que ocupara su escaño, sucedió ese asunto del doctor Marat. Marat insultó a las autoridades de forma que decretaron su arresto. Marat se alojaba en el Hotel de la Fautrière, en nuestro distrito. Enviaron a cuatro oficiales para arrestarlo, pero una mujer corrió a avisarlo, y pudo escapar.

No comprendo por qué Georges se preocupa tanto de Marat. Suele traer a casa el periódico que edita el doctor Marat, y cuando lee exclama: «¡Basura, basura, basura!» y lo arroja al suelo, o al fuego si se encuentra frente al hogar. De todo modos, dijo que era una cuestión de principios. Advirtió a la asamblea del distrito que nadie iba a ser arrestado sin su permiso. «Aquí mando yo», dijo.

El doctor se ocultó. Yo supuse que eso sería el fin del periódico durante un tiempo, que tendríamos un poco de paz. Pero Camille dijo: «Creo que deberíamos ayudarnos mutuamente. Me ocuparé de que el siguiente número salga con puntualidad.» El siguiente número publicaba un artículo feroz contra las autoridades del Ayuntamiento.

El 21 de enero, el señor Villette, comandante de nuestro batallón, vino a casa y me dijo que debía hablar con Georges urgentemente. Cuando Georges salió de su despacho, el señor Villette le mostró un papel y dijo:

– Órdenes de Lafayette. Arrestar a Marat. ¿Qué debo hacer?

– Acordonar el Hotel de la Fautrière.

Luego se presentaron los oficiales del alguacil con otra orden de arresto contra Marat, y mil hombres.

Georges se puso furioso. Dijo que eso era una invasión de tropas extranjeras. Todo el distrito se lanzó a la calle. Georges se dirigió al comandante y le espetó:

– ¿Para qué sirven esas tropas? Haré que toquen a rebato, sacaré a las fuerzas de Saint-Antoine. Puedo colocar a veinte mil hombres armados en las calles con sólo chasquear los dedos.


– Asómate a la ventana -dijo Marat-, a ver si oyes lo que dice Danton. Yo no me asomo porque temo que me peguen un tiro.

– Pregunta dónde demonios está el comandante del batallón.

– He escrito a Mirabeau y a Barnave -dijo Marat, mirando a Camille con unos ojos con reflejos dorados-. Supuse que debía comunicarles lo sucedido.

– Imagino que no habrán contestado.

– No -dijo Marat-. Renuncio a la moderación.

– La moderación renuncia a ti.

– Eso es.

– Danton se está jugando el cuello por ti.

– Me gusta esa expresión -contestó Marat.

– A mí también.

– ¿Por qué no intentan arrestarte a ti? Llevo ocultándome desde octubre -Marat empezó a pasearse por la habitación, recitando un monólogo entre dientes y rascándose de vez en cuando-. Este asunto encumbrará a Danton. Necesitamos buenos hombres. Podríamos volar la Escuela de Equitación; total, sólo hay media docena de diputados que valgan la pena. Buzot tiene buenas ideas, pero es demasiado arrogante. Pétion es un imbécil. Robespierre promete mucho.

– Coincido contigo. Pero no han aprobado ni una sola de las medidas que ha propuesto. El mero hecho de que apoye una moción basta para que la mayoría de los diputados vote en contra.

– Pero es perseverante -dijo Marat-. Y la Escuela de Equitación no es Francia. En cuanto a ti, tienes buenas intenciones pero estás loco. Siento una profunda estima por Danton. Hará cosas importantes. Me gustaría… -Marat se detuvo, acariciándose el mugriento pañuelo que llevaba alrededor del cuello-. Me gustaría que el pueblo se librara del Rey, la Reina, los ministros, Bailly, Lafayette y la Escuela de Equitación. Me gustaría que el país fuera gobernado por Danton y Robespierre. Yo los vigilaría estrechamente -dijo sonriendo-. Nadie nos impide soñar.


Gabrielle: las tropas que había enviado Lafayette acordonaron el edificio, mientras Marat se ocultaba dentro. Georges vino varias veces para cerciorarse de que no nos había sucedido nada. Parecía muy sereno, pero cada vez que salía a la calle se ponía furioso.

– Podéis permanecer aquí hasta mañana -dijo a las tropas-, pero no os servirá de nada.

Algunos se pusieron a blasfemar.

A medida que transcurría la mañana, nuestros hombres y las tropas de Lafayette se pusieron a charlar. Había unas tropas regulares y otras voluntarias. La gente decía que, puesto que eran nuestros hermanos de otros distritos, no iban a luchar contra nosotros. Camille aseguraba que no se atreverían a arrestar a Marat, el Amigo del Pueblo.

Georges se dirigió a la Asamblea pero le impidieron tomar la palabra y aprobaron una moción diciendo que el distrito de los cordeliers debía respetar la ley. Yo estaba preocupada porque Georges tardó mucho en regresar. Una se casa con un abogado, y de pronto descubre que vives en un campo de batalla.


– Le he traído unas ropas, doctor Marat -dijo François Robert-. El señor Danton espera que le vayan bien.

– Yo también -respondió Marat-. Confiaba en poder huir en globo. Hace mucho tiempo que me gustaría viajar en globo.

– No tuvimos tiempo de conseguirle uno.

– Seguro que ni siquiera lo han intentado.

Después de que Marat se lavara, afeitara, vistiera y peinara, François Robert dijo:

– Es asombroso.

– Siempre me ha gustado ir bien vestido -dijo Marat-, en los tiempos en que frecuentaba la alta sociedad.

– ¿Y qué paso?

– Que me convertí en el Amigo del Pueblo -contestó irritado Marat.

– Pero nada le impide seguir vistiendo bien. Por ejemplo, el diputado Robespierre, a quien tanto admira, es un patriota y siempre va impecablemente vestido.

– El señor Robespierre tiene un toque frívolo -contestó Marat secamente-. No tengo tiempo para frivolidades; dedico las veinticuatro horas del día a pensar en la Revolución. Si desea prosperar, le aconsejo que siga mi ejemplo. Ahora -dijo-, voy a salir, atravesaré el cordón y las tropas de Lafayette. Saldré sonriendo, cosa que reconozco que no hago a menudo, balanceando con aire desenvuelto este bastón que me ha proporcionado el señor Danton. Es como un cuento, ¿no le parece? Luego partiré para Inglaterra, hasta que se hayan calmado las aguas. Lo cual me consta que será un alivio para todos ustedes.


Gabrielle: cuando oí que llamaban a la puerta, no sabía qué hacer. Pero era Louise, la niña que vive arriba.

– He salido, señora Danton.

– No debiste hacerlo, Louise.

– No tengo miedo. Además, ya ha pasado todo. Las tropas se han dispersado. Lafayette no se ha atrevido a atacar el edificio. Le contaré un secreto que el señor Desmoulins me dijo que le contara. Marat ya no está aquí. Salió hace una hora, disfrazado de ser humano.

Al cabo de unos minutos, Georges llegó a casa. Esa noche celebramos una fiesta.

Al día siguiente mi marido se dirigió al Ayuntamiento, donde estalló otra disputa, como de costumbre. Algunos trataron de detenerlo, diciendo que no tenía derecho a ser miembro de la Comuna porque no sentía el menor respeto hacia la ley ni el orden. Lo acusaron de comportarse en su distrito como un rey. Dijeron muchas cosas terribles sobre Georges, que recibía dinero de los ingleses para atizar el fuego de la Revolución y de la Corte para impedir que la Revolución empeorara. Un día, el diputado Robespierre vino a casa y estuvieron hablando sobre quién se dedicaba a calumniar a Georges. El diputado Robespierre dijo que no era el único al que calumniaban. Mostró a Georges una carta de su hermano Augustin, de Arras, y se la dio para que la leyera. Al parecer, la gente de Arras decía que Robespierre era un desalmado que pretendía matar al Rey, lo cual es mentira porque jamás he conocido a un hombre más bueno y gentil. Sentí lástima de él; incluso habían publicado en «la prensa monárquica amarilla», como la denomina Georges, un estúpido artículo afirmando que descendía de Damiens, el hombre que trató de asesinar al viejo Rey. Escribieron su apellido incorrectamente, para ofenderlo. Cuando fue nombrado presidente del Club Jacobino, Lafayette se marchó para manifestar su protesta.

Cuando nació Antoine, la madre de Georges vino del campo para pasar unos días con nosotros. El padrastro de Georges no pudo acompañarla porque estaba muy ocupado inventando telares, al menos eso fue lo que dijo, pero creo que se alegraba de librarse unos días de su mujer. Fue un desastre. Lamento decirlo, pero la señora Recordain es la mujer más desagradable que he conocido en mi vida.

Lo primero que dijo fue:

– París es una ciudad inmunda. ¿Cómo puedes criar a tu hijo en este ambiente? No me extraña que muriera el primero que tuviste. Te aconsejo que cuando dejes de dar de mamar a Antoine lo envíes a Arras.

Una excelente idea, pensé yo, lo enviaré allí para que le cornee un toro y le deje la cara señalada para el resto de su vida.

Luego mi suegra echó una ojeada a su alrededor y observó:

– El papel de las paredes ha debido costaros una fortuna.

Durante la comida se quejó de las verduras y me preguntó cuánto pagaba a nuestra cocinera.

– Es demasiado -respondió-. De todos modos, me gustaría saber de dónde sacáis el dinero.

Le expliqué que Georges trabajaba mucho, pero ella replicó que sabía perfectamente lo que cobraban los jóvenes abogados y que no era suficiente para mantener una casa que parecía un palacio, y a una esposa rodeada de lujos.

Eso es lo que piensa de mí.

Cuando la llevé de compras, comentó que los precios le parecían ofensivos. Reconoció que la carne era muy buena, pero dijo que Legendre era vulgar, y que no había criado a Georges «con todo el cariño y dedicación» para que fuera amigo de un carnicero. Yo no salía de mi asombro. Al fin y al cabo Legendre no se ocupa de cortar y envolver la carne. Nunca se pone un delantal. Lleva una casaca negra como un abogado y se sienta junto a Georges en el Ayuntamiento.

Por las mañanas, la señora Recordain decía:

– No es necesario que me acompañes a ningún sitio.

Pero si no salíamos, por la noche se quejaba:

– No merece la pena hacer un viaje tan largo para quedarme encerrada entre cuatro paredes.

Un día se me ocurrió llevarla a la tienda de Louise Robert, dado que la señora Recordain es una esnob y Louise es tan fina y distinguida. Louise estuvo muy amable con ella. No dijo una palabra sobre la república, ni Lafayette, ni el alcalde Bailly. Enseñó a mi suegra la tienda y le explicó la procedencia de las especias y la forma de cultivarlas, y le regaló un paquete para que se lo llevara a casa. Pero al cabo de diez minutos la señora Recordain dio media vuelta y se marchó sin despedirse siquiera de Louise. Una vez en la calle, me dijo:

– Es una vergüenza que una mujer se case con un hombre de una posición inferior a ella. Demuestra pocas ambiciones. No me sorprendería que ni siquiera estuvieran casados.

Un día, Georges protestó:

– No entiendo por qué no puedes invitar a unos amigos a casa por el mero hecho de que mi madre haya venido a visitarnos. Podrías invitar a cenar a los Gély, o la pequeña Louise…

Yo sabía que eso representaba un sacrificio por su parte, dado que la señora Gély no le cae demasiado bien.

– En realidad -dije-, ya se conocen. Tu madre opina que la señora Gély es una mujer ridícula que se da muchos aires. Y que Louise necesita que le den unos buenos azotes.

– ¡Vaya por Dios! -dijo Georges, una expresión que no solía utilizar con frecuencia-. ¿No conocemos a nadie digno de su aprobación?

Envié una nota a Annette Duplessis rogándole encarecidamente que permitiera a Lucile venir a cenar a casa. Para tranquilizarla, le dije que estaría presente la madre de Georges, y que Lucile no estaría a solas ni un momento con etcétera… Annette accedió. Lucile llevaba un vestido blanco con un lazo azul y se comportó como un ángel, formulando a la madre de Georges todo tipo de preguntas sobre la vida en el campo. Camille estuvo muy educado, como casi siempre, excepto cuando escribe esos terribles artículos en el periódico. Yo, por si acaso, había tomado la precaución de ocultar los números atrasados. También invité a Fabre, porque es muy simpático y ameno. Varias veces trató de entablar conversación con la señora Recordain, pero ésta le contestaba con monosílabos y al fin Fabre se rindió y se limitó a observarla a través de sus quevedos, aunque le había rogado que no lo hiciera.

Mientras tomábamos café, mi suegra se levantó y desapareció. La encontré en nuestro dormitorio, pasando el dedo por la repisa de la ventana para comprobar si había polvo.

– ¿Sucede algo malo? -le pregunté.

Ella me contestó agriamente:

– ¿Es que no tienes ojos en la cara? Yo que tú vigilaría a esa chica y a tu marido.

Al principio no comprendí a qué se refería.

– También te aconsejo que vigiles a ese chico y a tu marido. Así que él y esa joven van a casarse, ¿eh? No me extraña. Dios los cría y ellos se juntan.

Un día asistimos a un debate de la Escuela de Equitación desde la galería pública, pero era muy aburrido. Georges dice que el día menos pensado se pondrán a discutir sobre la conveniencia de arrebatar las tierras a la Iglesia y cedérselas a la nación, y que si su madre hubiera asistido a ese debate habría organizado una trifulca impresionante. El caso es que mi suegra empezó a insultar a los diputados, llamándolos canallas e ingratos. El señor Robespierre se acercó a saludarnos y estuvo muy amable. Señaló a mi suegra todos los personajes importantes, incluyendo a Mirabeau.

– Ese hombre irá derechito al infierno cuando muera -soltó la madre de Georges.

El señor Robespierre me miró de reojo y sonrió. Luego se dirigió a mi suegra y dijo:

– Es usted encantadora. Coincido plenamente con usted.

Eso alegró mucho a mi suegra.

Durante todo el verano pagamos las consecuencias del asunto de Marat. Sabíamos que existía una orden de arresto contra Georges, redactada y lista para ser emitida, en un cajón, en el Ayuntamiento. Cada mañana me despertaba temblando, temerosa de que lo arrestaran aquel día. Habíamos decidido que si lo detenían, yo haría la maleta y partiría de inmediato a casa de mi madre, entregaría las llaves de la vivienda a Fabre y dejaría que él se ocupara de todo lo demás. No sé por qué se nos ocurrió pensar en Fabre, supongo que porque siempre está dispuesto a hacernos un favor.

Por aquel entonces Georges tenía una vida muy complicada. Apenas pisaba su oficina. Supongo que Jules Paré debe de ser un hombre muy competente, porque seguía entrando dinero.

A principios de año sucedió algo que según Georges demostraba que las autoridades le tenían miedo. Abolieron nuestro distrito, junto con los otros, y reorganizaron la ciudad en zonas electorales. A partir de entonces los ciudadanos de un determinado distrito no podían seguir celebrando más reuniones públicas salvo que se tratara de unas elecciones. Nos prohibieron llamar a nuestro batallón de la Guardia Nacional, «los cordeliers». Dijeron que debíamos llamarlo simplemente el «número 3».

Georges dijo que, pese a esas medidas, no conseguirían aplastar a los cordeliers. Dijo que habían decidido montar un club, como los jacobinos, pero mejor. Cualquier persona, de cualquier zona de la ciudad, podía asistir, para que nadie dijera que era ilegal. Su verdadero nombre era Club de los Amigos de los Derechos del Hombre, pero desde el principio todo el mundo lo conocía como el Club de los Cordeliers. Al principio solían reunirse en un salón de baile. Querían utilizar el viejo monasterio de los cordeliers para celebrar sus reuniones, pero el Ayuntamiento mandó que precintaran el edificio. Entonces, un buen día -sin la menor explicación- retiraron los precintos y pudieron trasladarse allí. Louise Robert dijo que había sido por influencia del duque de Orléans.

Es difícil describir el Club de los Jacobinos. La cuota anual de suscripción es bastante elevada, uno tiene que estar avalado por varios miembros, y las reuniones son muy formales. Cuando Georges fue allí un día a pronunciar un discurso, regresó a casa furioso porque le habían tratado de forma muy grosera.

Todo el mundo era bien recibido en el Club de los Cordeliers. Solían acudir muchos actores, abogados y comerciantes, junto con algunos sujetos de mala catadura. Por supuesto, nunca fui allí cuando había reunión, pero vi lo que habían hecho con la capilla. La habían dejado desnuda. Cuando se rompieron unas ventanas, tardaron varias semanas en repararlas. Qué extraños son los hombres, pensé, en casa les gusta sentirse cómodos pero fuera les importa un comino. La mesa del presidente consistía en el banco de un ebanista que encontraron al mudarse al monasterio. En realidad, de no ser por los turbulentos tiempos en que vivíamos, Georges no hubiera tenido tratos con un ebanista. La tribuna de oradores consistía en cuatro palos que sostenían una tabla. Alguien había clavado en la pared un trapo con un eslogan pintado en rojo que decía: Libertad, Igualdad, Fraternidad.

Después de mi desastrosa experiencia con la madre de Georges, me disgusté mucho cuando Georges me comunicó que quería ir a pasar unos días en Arcis. Afortunadamente nos alojamos en casa de su hermana Anne Madeleine, y, para mi sorpresa, todo el mundo nos recibió con gran deferencia y respeto. Era asombroso. Las amigas de Anne Madeleine prácticamente me saludaban con una reverencia. Al principio supuse que los habitantes de Arcis debían haberse enterado de los éxitos de Georges como presidente del distrito, pero luego comprendí que no recibían los periódicos de París ni les importaba lo que ocurría en la capital. La gente me hacía unas preguntas muy curiosas, como, ¿cuál es el color favorito de la Reina?, ¿qué es lo que le gusta comer?, etcétera. Un día dije a Georges:

– Creo que la amabilidad de la gente se debe a que como eres abogado de la Corona, creen que el Rey te invita a ir todos los días a palacio para que le aconsejes.

Durante unos instantes, Georges me miró perplejo. Luego se echó a reír.

– ¿Eso creen? ¡Qué ingenuos son! ¡Y pensar que tengo que vivir en París, rodeado de esos cínicos y mentecatos! Dentro de cuatro o cinco años nos instalaremos aquí y tendremos una granja. Abandonaremos París para siempre. ¿Qué te parece?

Francamente, no sabía qué responder. Por una parte, pensé, sería maravilloso alejarse de los periódicos, las pescaderas, la abundancia de delincuencia y la escasez de productos. Pero luego pensé en la perspectiva de toparme todos los días con la señora Recordain. Así pues, no dije nada, imaginando que se trataba de un capricho pasajero. No creía que Georges estuviera dispuesto a abandonar el Club de los Cordeliers. Ni la Revolución. Al cabo de un tiempo empezaría a ponerse nervioso y un buen día me diría: «Mañana regresamos a París.»

De todos modos, Georges fue con su padrastro a ver unos terrenos, y habló con el notario de Arcis sobre la compra de una parcela.

– Me alegro de que te vayan bien las cosas, hijo -dijo el señor Recordain.

Georges sonrió.

Nunca olvidaré aquel verano. En el fondo estaba preocupada, porque opino que pase lo que pase debemos ser leales al Rey, a la Reina y a la Iglesia. Pero si algunos consiguen salirse con la suya, la Escuela de Equitación será más importante que el Rey, y la Iglesia pasará a ser otro departamento gubernamental. Sé que estamos obligados a obedecer a la autoridad, y que Georges se ha burlado de ella en más de una ocasión. Él es así, porque en la escuela, según me ha contado Paré, solían llamarlo «el anti-superior». Naturalmente, uno debe procurar superar sus defectos, pero entretanto yo estoy obligada a obedecer a mi marido, a menos que me incite a que cometa un pecado. ¿Acaso es un pecado invitar a cenar a unas personas que hablan de enviar a la Reina de regreso a Austria? Cuando pedí a mi confesor que me aconsejara, dijo que debía obedecer a mi esposo e intentar que regresara al seno de la Iglesia católica. Sus palabras no me ayudaron mucho. De modo que aunque exteriormente acepto todas las opiniones de Georges, en mi corazón tengo ciertas reservas, y rezo todos los días para que modifique algunas de sus opiniones.

Sin embargo, todo nos va bien. Siempre tenemos algún motivo para celebrar algo. Cuando llegó el aniversario de la toma de la Bastilla, todas las ciudades y poblaciones en Francia enviaron unas delegaciones a París. En los Campos de Marte construyeron un enorme anfiteatro, junto con un altar, que llamaron el Altar de la Patria. Acudió el Rey, que juró defender la constitución, y el obispo de Autun celebró misa. (Es una lástima que sea ateo.) Nosotros no fuimos, porque Georges dijo que no soportaba ver a la gente lamiendo el culo de Lafayette. Hubo bailes donde antes se alzaba la Bastilla y por las noches se celebraron unos festejos en nuestro distrito. Asistimos a todas las fiestas, y regresamos a casa de madrugada. Yo me puse un poco piripi, y todos se rieron de mí. Había llovido todo el día, y alguien compuso una poesía que afirmaba que Dios era un aristócrata. Jamás olvidaré las caras de la gente al tratar de lanzar unos fuegos artificiales bajo la lluvia torrencial; ni el momento en que Georges y yo regresamos a casa cogidos del brazo, por las calles mojadas, mientras despuntaban las primeras luces. Al día siguiente comprobé que mis nuevos zapatos de raso estaban destrozados.

Deberían vernos ahora; hemos cambiado mucho desde el año pasado. Algunas damas de la sociedad han dejado de empolvarse el pelo; en lugar de recogérselo en un moño, lo llevan suelto. Muchos caballeros también han dejado de empolvárselo, y la gente lleva menos encajes. El maquillaje ha caído en desuso; no sé que harán las damas de la Corte, pero Louise Robert es la única mujer que conozco que todavía lleva colorete. Admito no obstante que sin él tiene un color enfermizo. Vestimos sencillamente, y los colores de moda son el rojo, el blanco y el azul, los colores nacionales. La señora Gély dice que la nueva moda no favorece a las mujeres maduras, y mi madre está de acuerdo con ella. «En cambio tú -me dice mi madre-, puedes permitirte el lujo de prescindir de los encajes y el corsé.» No estoy de acuerdo con ella. No he vuelto a recuperar mi figura desde que nació Antoine.

La joya de moda este año es un fragmento de una de las piedras de la Bastilla engastado en un broche o un colgante. Félicité de Genlis tiene un broche en el que figura la palabra libertad en brillantes. Me lo contó el diputado Pétion. Hemos renunciado a nuestros suntuosos abanicos; ahora utilizamos unos hechos con sencillos trozos de madera y papel plisado, que representan vistosas escenas patrióticas. Yo siempre procuro llevar uno cuya escena encaje con las opiniones de mi marido. No puedo llevar un retrato del alcalde Bailly luciendo una corona de laurel, o de Lafayette montado en su caballo blanco, pero puedo mostrar un retrato del duque Philippe, o la toma de la Bastilla, o Camille pronunciando un discurso en el Palais-Royal. Aunque, como lo veo prácticamente todos los días, no veo la necesidad de llevar su retrato encima.

Recuerdo a Lucile en nuestra vivienda la mañana de las celebraciones de la Bastilla, despeinada, con sus cintas tricolores hechas trizas y calada hasta los huesos. Tenía el vestido empapado y pegado al cuerpo, y daba la sensación de llevar poca ropa interior. ¡No quiero ni imaginar lo que hubiera dicho la madre de Georges! De todos modos, le reprendí severamente por su imprudencia. Encendí la chimenea, le ordené que se quitara la ropa y la envolví en una manta. Lamento decir que Lucile estaba guapísima sentada junto al fuego, envuelta en una manta. Parecía un gato.

– Qué infantil eres -dije-. Me sorprende que tu madre te dejara salir vestida de ese modo.

– Dice que debo aprender de mis errores -contestó, sacando los dos brazos por debajo de la manta-. Déjame sostener al niño.

Deposité a Antoine en sus brazos y ella le hizo unas carantoñas.

– Hace un año que Camille se hizo famoso -dijo-, pero todavía no hemos fijado la fecha de la boda. Pensé que si me quedaba encinta precipitaría las cosas, pero no consigo que se acueste conmigo. A veces es exageradamente recto. A su lado, John Knox era un aprendiz.

– No seas mala -dije, por decir algo.

Lucile me cae bien. Por supuesto, no soy tonta, sé que Georges se siente atraído hacia ella, como todos los hombres. Camille vive ahora cerca de nosotros. Tiene una vivienda muy bonita, y un ama de llaves, de aspecto un tanto feroz, llamada Jeanette. No sé de dónde la ha sacado pero es una excelente cocinera y a veces, cuando tenemos invitados, viene a ayudarme. Hérault de Séchelles nos visita con frecuencia, lo cual me complace mucho. Tiene unos modales exquisitos, a diferencia de los amigos actores de Fabre. También vienen varios diputados y periodistas, sobre los cuales sostengo diversas opiniones, que me guardo mucho de expresar. Según Georges, si alguien es un patriota su personalidad carece de importancia. Eso es lo que dice, pero rehuye a Billaud-Varennes como la peste. ¿Recuerdan a Billaud? Solía trabajar para Georges de vez en cuando. Desde la Revolución se le ve mucho más animado. Al parecer tiene un empleo fijo.

Una noche, en julio, vino a cenar un hombre llamado Collot d’Herbois. Qué nombre tan raro, ¿verdad? Se parecía a Fabre, en el sentido de que era actor, dramaturgo, y había sido gerente de un teatro. Debía tener aproximadamente la edad de Fabre. En aquella época ponían una obra suya, titulada, La familia patriótica, en el Théâtre de Monsieur. Era el tipo de obra que estaba de moda, aunque nosotros no la habíamos visto. Tuvo un gran éxito de taquilla, pero Collot parecía un hombre amargado. Insistió en contarnos la historia de su vida, y, según dijo, todo cuanto había emprendido hasta la fecha le había salido mal. Cuando era joven, le desconcertaba el que la gente pretendiera siempre estafarlo, hasta que comprendió que envidiaban su talento. Achacaba su mala fortuna al destino, hasta que se dio cuenta de que todo el mundo conspiraba contra él. (Al decir eso, Fabre me hizo un gesto indicando que estaba loco). Todos los temas que tocábamos despertaban en Collot amargos recuerdos. Se ponía rojo de ira y empezaba a gesticular violentamente, como si estuviera pronunciando un discurso en la Escuela de Equitación. Yo temí que fuera a romper una copa o un plato.

Más tarde comenté a Georges:

– No me gusta ese Collot. Tiene peor carácter que tu madre, y estoy segura de que su obra debe de ser horrible.

– Un comentario típicamente femenino -respondió Georges-. A mí no me cae mal, aunque me aburre. Sus opiniones son… -Georges se detuvo unos instantes y sonrió-… iba a decir correctas, pero en realidad son las que yo sostengo.

Al día siguiente, Camille dijo:

– Ése Collot es horrible. Es la peor persona del mundo. Supongo que su obra es insoportable.

– Quizá tengas razón -contestó Georges dócilmente.

Hacia finales de año, Georges pronunció una alocución ante la Asamblea. Al cabo de unos días cayó el ministerio. La gente decía que había sido culpa de Georges. Mi madre me dijo que estaba casada con un hombre muy poderoso.


La Asamblea Nacional está reunida

Lord Mornington, septiembre de 1790


No disponen de un sistema normal de debate sobre asuntos ordinarios; algunos se dirigen a la Asamblea desde sus asientos, otros desde el centro de la sala, otros desde el banco o la tribuna… El tumulto es tal que resulta muy difícil entender lo que dicen. En ocasiones se alzan más de cien voces al mismo tiempo. El presidente se tapa los oídos con las manos y ruge «¡orden!», como si reconviniera a un cochero, y se pone a golpear la mesa con los puños y a blasfemar… El público de las galerías manifiesta su aprobación y desaprobación por medio de bramidos y aplausos.

Esta mañana fui a la corte en las Tullerías. Es una corte muy tétrica… El Rey tenía buen aspecto, pero me pareció menos arrogante que la última vez que nos vimos; ahora se inclina ante todo el mundo, cosa que ningún Borbón solía hacer antes de la Revolución.


El año de Lucile: ahora tengo dos diarios. Uno lo reservo para los pensamientos más puros y elevados y el otro para anotar en él las cosas que suceden.

Solía vivir como Dios, en distintas Personas. El motivo era que la vida me parecía muy aburrida. Me gustaba fingir que era María Estuardo, y, a decir verdad, todavía lo hago de vez en cuando. No es fácil desprenderse de esos hábitos. Asignaba un papel a todas las personas que me rodeaban -generalmente de doncella o de algo por el estilo- y me enfurecía cuando no lo desempeñaban bien. Cuando me cansaba de María E., asumía la personalidad de Julie, en La Nouvelle Heloïse. Actualmente me pregunto qué clase de relación mantengo con Maximilien de Robespierre. Vivo dentro de su novela favorita.

Uno tiene que emplear la imaginación para no dejarse arrastrar por la cruda realidad. A principios de año Camille fue demandado por daños y perjuicios por el señor Sanson, el verdugo. Es curioso, uno no suele pensar que los verdugos tengan derecho a recurrir a la justicia, como cualquier persona corriente.

Por fortuna la justicia es lenta, los procesos complicados y el duque está dispuesto a pagar los daños y perjuicios. No, no es la justicia lo que me preocupa. Cada mañana me despierto pensando: ¿estará vivo aún?

Lo atacan por la calle. Lo denuncian ante la Asamblea. Lo desafían continuamente a duelos, aunque los patriotas han acordado no aceptar jamás un duelo. La ciudad está llena de locos deseosos de clavarle un cuchillo. Esos mismos locos le escriben cartas, unas cartas tan repugnantes que ni siquiera se digna leerlas. Las mete en un cajón. Luego hace que sus empleados las revisen, por si contienen amenazas muy concretas, como por ejemplo, te mataré tal día, a tal hora y en tal sitio.

Mi padre se comporta de forma muy extraña. Dos veces al mes me prohíbe que vuelva a ver a Camille. Pero por la tarde se apresura a leer el periódico. «¿Alguna noticia?», pregunta ansioso, como si quisiera que le dijéramos que han hallado el cadáver degollado de Camille flotando en el río. No lo creo. De no ser por Camille, mi padre se aburriría mucho. Mi madre se divierte tomándole el pelo. «Reconócelo, Claude -le dice-. Es el hijo que nunca tuviste.»

Con frecuencia Claude trae a cenar a apuestos jóvenes, confiando en que me enamore de alguno. Funcionarios públicos. ¡Dios!

A veces me escriben versos, unos sonetos muy hermosos. Adèle y yo los leemos con la adecuada expresión sentimental. Alzamos la vista al cielo, nos llevamos las manos al pecho y suspiramos. Luego hacemos con ellos unas bolitas y nos entretenemos atacándonos mutuamente con ellas.

Estamos llenas de energía y vitalidad. Procuramos mostrarnos siempre alegres. Más vale estar alegre que triste y llorosa. Preferimos tomarnos la vida a broma.

Mi madre, en cambio, está siempre tensa, melancólica; pero en el fondo, creo que sufre menos que yo. Probablemente porque es mayor que yo y ha aprendido a dosificar esas cosas. «No temas, Camille sobrevivirá -dice-. ¿Por qué crees que se rodea siempre de tipos tan corpulentos?» Pero pueden atacarlo con una pistola, protesto yo, o con un cuchillo. «¿Un cuchillo? ¿Te imaginas a alguien intentando alcanzar a Camille con un cuchillo a través del señor Danton? Suponiendo, naturalmente, que éste se interpusiera en su camino. De todos modos, Camille es un experto en conseguir que la gente se sacrifique por él -dice mi madre-. Fíjate en mí, o en ti.»

Suponemos que dentro de poco Adèle nos comunicará su compromiso. Max ha venido a visitarnos, y alabó al abate Terray. Buena parte de lo que ha hecho el abate, según dijo, no se le ha reconocido. A partir de entonces, a Claude ya no le importa el hecho de que Max sólo cuente con su salario de diputado, ni que mantenga a sus dos hermanos menores.

Me pregunto cómo será la vida de Adèle. Robespierre también recibe cartas, pero no como las que le llegan a Camille. Proceden de todos los rincones de la ciudad; son cartas de personas insignificantes que se han enemistado con las autoridades o que están en un apuro y confían en que él les solucione el problema. Se levanta a las cinco de la mañana para contestar a esas cartas. A veces pienso que tiene un escaso sentido del confort doméstico. Al parecer, no necesita distraerse ni divertirse. No sé si Adèle conseguirá acostumbrarse a ese estilo de vida.


Robespierre: no es sólo París que debe tener en cuenta. Las cartas proceden de todo el país. En las ciudades provinciales han instalado unos clubes jacobinos, y el comité de correspondencia del club de París les envía noticias, informes y directrices. En sus cartas sus admiradores destacan, entre sus colegas parisienses, al diputado Robespierre, deshaciéndose en alabanzas hacia él. Ya es algo, después de las injurias y vituperios de los monárquicos. Entre las hojas de El contrato social conserva una carta de un joven de Picardía, un entusiasta llamado Antoine Saint-Just: «Le conozco, Robespierre, como conozco a Dios, por sus obras». Cuando siente una angustiosa opresión en el pecho, cosa que suele sucederle a menudo, o cuando sus ojos están demasiado cansados para seguir leyendo, el recuerdo de esa carta le da energías para continuar su labor.

Todos los días asiste a la Asamblea, y todas las tardes al Club Jacobino. Cuando puede pasa por la casa de los Duplessis, cena de vez en cuando con Pétion, pero se trata de cenas de trabajo. Acude al teatro unas dos veces por temporada, pues no es muy aficionado y le disgusta perder el tiempo. La gente aguarda frente a la Escuela de Equitación, al club, al inmueble donde habita, para verlo siquiera unos segundos.

Por las noches se acuesta rendido. Duerme profundamente. No sueña sino que se sumerge en la oscuridad, como si cayera a un pozo. El mundo de la noche es real; las mañanas, con su luz y su aire, están pobladas de sombras, de espectros. Siempre se levanta antes del amanecer.


William Augustus Miles, observando la situación para informar

al Gobierno (inglés) de Su Majestad


El hombre que goza de menos consideración en la Asamblea Nacional…, pronto se convertirá en el más importante. Es un hombre severo, de rígidos principios, poco agraciado, de talante sencillo, austero en su forma de vestir, incorruptible, que desprecia la riqueza y sin un ápice de la volubilidad típica de los franceses. Nada de lo que pudiera ofrecerle el Rey le haría abandonar sus propósitos. Lo observo atentamente cada noche. Es un personaje singular; con cada hora que pasa crece su importancia, y sin embargo todos los miembros de la Asamblea Nacional lo consideran insignificante; cuando afirmé que se convertiría en un hombre de gran influencia en poco tiempo, y que gobernaría a los millones de franceses, se rieron de mí.


A principios de año Lucile fue presentada a Mirabeau. Jamás olvidaría a ese hombre, de pie sobre una exquisita alfombra persa en una habitación decorada con increíble mal gusto. Era inmenso, de labios delgados y con el rostro cubierto por numerosas cicatrices.

– Tengo entendido que su padre es un funcionario -dijo Mirabeau, mirándola de pies a cabeza-. ¿Tiene una hermana gemela?

Mirabeau parecía utilizar todo el aire disponible de una habitación. También parecía utilizar todo el cerebro de Camille. Era asombroso que Camille se dejara engañar de ese modo. Por supuesto que Mirabeau no recibía dinero de la Corte. Por supuesto que Mirabeau era el perfecto patriota. Cuando llegara el día en que Camille no pudiera seguir engañándose, se pegaría un tiro. Aquella semana casi no hubo periódicos.

– Max se lo advirtió -dijo Adèle-. Pero no le hizo caso. Mirabeau ha calificado a esa ignorante austríaca como «una gran y noble mujer». Y sin embargo, para las personas de la calle, Mirabeau es un dios. Eso demuestra lo fácilmente que se dejan engañar.

Claude apoyó la cabeza en las manos y exclamó:

– ¿Es necesario que soporte esas blasfemias, esa sedición de labios de mis hijas y en mi propia casa?

– Supongo -dijo Lucile-, que Mirabeau debe de tener sus razones para conspirar con la Corte. Pero ha perdido prestigio entre los patriotas.

– ¿Sus razones? Sus razones son el dinero y la ambición de poder. Quiere salvar a la monarquía para que le estén eternamente agradecidos y en deuda.

– ¿Salvar a la monarquía? -preguntó Claude-. ¿De qué? ¿De quién?

– Padre, el Rey ha pedido a la Asamblea una asignación de veinticinco millones, y los muy imbéciles se la han concedido. Ya conoces el estado de la nación. Pretenden exprimirla como a una naranja. ¿Cuánto crees que puede durar esa situación?

Claude miró a sus hijas, tratando de reconocer en ellas a sus dulces pequeñas.

– Pero si no tuviéramos al Rey, a Lafayette, a Mirabeau o a los ministros -os he oído hablar mal de todos ellos- ¿quién gobernaría la nación?

Las hermanas se miraron y respondieron al unísono:

– Nuestros amigos.

Camille atacó a Mirabeau en su periódico con inusitada brutalidad. Sentía una incontenible rabia que fluía por sus venas. Durante un tiempo, Mirabeau siguió defendiéndolo contra quienes pretendían silenciarlo. Se refería a él como «mi pobre Camille». Andando el tiempo, se pasó a las filas enemigas. «Soy un buen cristiano -decía Camille-. Amo a mis enemigos.» En efecto, sus enemigos contribuían a definir su personalidad. Podía adivinar sus propósitos en su mirada.

Al alejarse de Mirabeau, su relación con Robespierre se hizo más estrecha. Eso supuso para Camille un cambio radical en su estilo de vida. Pasaban las veladas juntos revisando documentos, escribiendo, escuchando el tictac del reloj. Para estar con Robespierre, Camille tuvo que revestirse de rigor y seriedad, como quien se pone una capa de invierno.

– Él es todo lo que me gustaría ser -le confesó a Lucile-. A Max no le importa el fracaso ni el éxito. Le tiene sin cuidado lo que los demás piensen de él, la opinión que les merezcan sus actos. Es uno de los pocos hombres al que sólo le preocupa obrar según su propia conciencia.

Sin embargo, el día anterior, Danton dijo a Lucile:

– El joven Maximilien es un enigma. No logro descifrarlo.

Pero Robespierre no se había equivocado respecto a Mirabeau. Independientemente de lo que uno opinara sobre él, era preciso reconocer que casi siempre tenía razón.


En mayo, Théroigne abandonó París. No tenía dinero y estaba cansada de que los periódicos monárquicos la llamaran prostituta. No habían vacilado en exponer implacablemente su turbio pasado. La época en que había vivido en Londres con un lord arruinado. Su relación, más provechosa, con el marqués de Persan. Su estancia en Génova con un cantante italiano. Unas semanas locas en París, cuando se presentaba ante todo el mundo como la condesa de Campinado, una aristócrata venida a menos. Nada delictivo ni exageradamente hiperbólico: sólo el tipo de cosas que todos hemos hecho cuando la necesidad aprieta. Sin embargo, se exponía a ser criticada, ridiculizada e insultada. ¿Quién sería capaz de soportar el tipo de escrutinio que he tenido que sufrir yo?, pensó mientras hacia la maleta. Se proponía regresar al cabo de unos meses, cuando la prensa hubiera caído sobre otra víctima.

En París se la veía con frecuencia en la Escuela de Equitación, sentada en la galería pública con su casaca roja, rodeada de admiradores; o paseando por el Palais-Royal, con una pistola en la cintura. Se dijo que había desaparecido de su casa de Lieja; sus hermanos creyeron que se había fugado con un hombre, pero al poco tiempo empezó a circular el rumor de que la habían secuestrado los austriacos.

Espero que no la suelten, dijo Lucile. Estaba celosa de Théroigne. ¿Qué derecho tenía a comportarse como un seudo-hombre, presentándose en las reuniones de los cordeliers y tomando la palabra desde la tribuna de oradores? Eso enfurecía a Danton. A él le gustaba el tipo de mujer que solía conocer en casa del duque: Agnès de Buffon, que le dirigía miradas lánguidas, y una joven inglesa llamada Grace Elliot, con sus misteriosas conexiones políticas y su maquinal forma de coquetear. Lucile había estado en casa del duque y había observado allí a Danton. Suponía que éste estaba al tanto de lo que pasaba. De hecho, Danton sabía que Laclos le había tendido una trampa, cuyo señuelo eran esas mujeres. Félicité, la alcahueta, se la dejaba a Camille. A Camille le gustaba sostener una conversación inteligente con una mujer. Era una de sus perversiones, decía Danton.

Ese verano llegó a París Louis Suleau, el viejo enemigo de Camille de los tiempos de la escuela. Venía de Picardía bajo arresto, acusado de escribir panfletos sediciosos y anticonstitucionales. Su rebeldía, sin embargo, era distinta de la de Camille pues era más monárquico que el Rey. Louis fue absuelto y esa misma noche él y Camille permanecieron charlando hasta el amanecer. Era una conversación culta, brillante, cuyo santo patrón era Voltaire.

– Tengo que mantener a Louis alejado de Robespierre -confió Camille a Lucile-. Louis es una de las mejores personas del mundo, pero me temo que Max no lo comprendería.

Louis era un caballero, pensó Lucile. Tenía estilo, empaque, presencia. Al poco tiempo dispuso de una plataforma, entró en el consejo editorial de un periódico monárquico de línea escandalosa titulado Los hechos de los Apóstoles. Los diputados que se sentaban a la izquierda solían autodenominarse «los apóstoles de la libertad», pomposidad que en opinión de Louis debía ser severamente castigada. ¿Quiénes eran los colaboradores? Una pandilla de crápulas y ex sacerdotes, decían indignados los patriotas. ¿Cómo se hacía el periódico de marras? El Hechos solía organizar «cenas evangélicas» en el Restaurant du Mais y en Chez Beauvillier, donde comentaban los últimos chismorreos y tramaban el siguiente número. Invitaban a sus rivales y los emborrachaban para sonsacarles alguna noticia sabrosa. Camille comprendía el principio por el que se regían: un rumor por aquí, una confidencia por allá, total, una juerga a expensas de los idiotas que trataban de ocupar la vía del medio. Con frecuencia los artículos que rechazaba el Révolutions eran publicados por el Hechos.

– Querido Camille -dijo Louis-, deberías unirte a nosotros. Estoy seguro de que algún día coincidirán nuestras opiniones. Déjate de esas bobadas de «libertad, igualdad y fraternidad». ¿Conoces nuestro manifiesto? «Libertad, alegría y democracia real.» En el fondo los dos queremos lo mismo, que la gente sea feliz. ¿De qué os sirve vuestra Revolución si os convierte en seres tristes y malhumorados? ¿De qué sirve una revolución dirigida por individuos amargados desde míseros cuartuchos?

Libertad, alegría y democracia real. Las mujeres Duplessis dieron a sus modistos instrucciones para el otoño de 1790. Trajes de seda negros con cinturones escarlatas y capas cortas ribeteadas con una cinta tricolor para asistir a estrenos teatrales, cenas para conocer a gente nueva…

Era todavía verano cuando Antoine Saint-Just llegó a París. No sólo de visita. Lucile estaba ansiosa de conocerlo. Camille le había hablado de él, contándole que había huido con la plata de la familia y había dilapidado el dinero en quince días. Estaba convencida de que era un joven encantador.

Antoine tenía veintidós años. El asunto de la plata familiar había sucedido tres años antes. ¿Se lo había inventado Camille? Costaba creer que una persona pudiera cambiar tanto. Lucile miró a Saint-Just y observó la chocante neutralidad de su expresión. Tras las presentaciones de rigor, él la miró como si no le interesara lo más mínimo. Iba acompañado de Robespierre, con quien al parecer mantenía correspondencia. Es curioso, pensó Lucile, la mayoría de los hombres se esfuerzan en conseguir de mí algo más que unas palabras amables. De todos modos no le molestó. Al contrario, era un cambio agradable.

Saint-Just era un joven muy apuesto, alto, de complexión atlética, con una mirada aterciopelada y una lánguida sonrisa. Tenía la tez pálida y el cabello castaño oscuro; su único defecto era su pronunciada barbilla, excesivamente ancha y larga. Lucile pensó que la barbilla impedía que resultara demasiado guapo, aunque visto desde ciertos ángulos, su rostro ofrecía un aspecto un tanto desequilibrado.

Camille iba con ella, por supuesto. Estaba de mal humor.

– ¿Sigues escribiendo poesías? -preguntó a Saint-Just. El año pasado su primo había publicado un poema épico y se lo había enviado para conocer su opinión. Era interminable, violento y ligeramente obsceno.

– ¿Por qué lo preguntas? ¿Te gustaría leerlas? -Saint-Just le miró ilusionado.

Camille sacudió la cabeza.

– La tortura ha sido abolida.

– Supongo que mi poema te ofendió -dijo Saint-Just con tono irónico-. Quizá te pareció pornográfico.

– Ni siquiera eso -contestó Camille, soltando una carcajada.

– Era un poema serio -insistió Saint-Just-. ¿Acaso crees que escribo poesías para perder el tiempo?

– Lo ignoro -respondió Camille.

Lucile notó que tenía la boca seca. Observó a los dos hombres tratando de ridiculizarse: Saint-Just pálido, pasivo, esperando los resultados; Camille nervioso, agresivo, con la mirada enfebrecida. Eso no tiene nada que ver con un poema, pensó Lucile. Robespierre también parecía algo alarmado.

– Eres demasiado severo, Camille -observó Robespierre-. Sin duda la obra tendría algún mérito.

– En absoluto -contestó Camille-. Pero si quieres, Antoine, te mostraré unas poesías que escribí en mis años mozos, para que puedas burlarte de ellas. Probablemente eres mejor poeta que yo, y sin duda serás mejor político, porque sabes controlarte. Te gustaría pegarme, pero no lo harás.

Saint-Just lo miró impertérrito.

– ¿Te he ofendido? -preguntó Camille con tono afligido.

– Profundamente -le contestó Saint-Just, sonriendo-. Me has herido en lo más íntimo de mi ser. Porque eres la única persona cuya opinión tengo en cuenta. Ninguna cena aristocrática estaría completa sin tu presencia.

Tras esas palabras, Saint-Just se volvió hacia Robespierre.

– ¿No puedes ser más amable con él? -murmuró Lucile.

– Como amigo, no me importa ser amable con él. Pero él se estaba dirigiendo al editor, no al amigo. Quería que escribiera un artículo ensalzando su talento. No le interesaba mi opinión personal, sino mi opinión profesional.

– ¿Qué ha pasado? Pensaba que te caía bien.

– Ha cambiado. Era un loco, siempre estaba metido en algún lío de faldas. Pero se ha vuelto solemne y formal. Me gustaría que lo viera Louis Suleau, es el ejemplo típico de un revolucionario amargado. Se declara republicano. No me gustaría vivir en su república.

– Quizás él no te lo permitiría.

Más tarde Lucile oyó murmurar a Saint-Just:

– Es un frívolo.

Lucile meditó sobre esa palabra. La asociaba con divertidas giras veraniegas y resopones después del teatro. La actriz, sudorosa y pintarrajeada, sentada junto a ella, dijo: «Veo que está muy enamorada. Es muy guapo. Espero que sean felices.» Era la primera vez que oía pronunciar esas palabras como una condena, cargadas de desprecio y malos presagios.


Aquel año la Asamblea convirtió a obispos y sacerdotes en funcionarios públicos, asalariados del Estado sometidos a elección, y les exigió que juraran lealtad a la nueva constitución. Si se negaban eran tachados de desleales y peligrosos. Todo el mundo coincidía (en las tardes pasadas en el salón de su madre) que el conflicto religioso era la fuerza más peligrosa que podía desatarse en una nación.

De vez en cuando Annette suspiraba y decía:

– La vida es muy prosaica. La constitución, la rectitud, los sombreros al estilo cuáquero…

– ¿Qué prefiere? -le preguntó Danton-. ¿Plumas y grandes pasiones en la Escuela de Equitación? ¿Pánico en el Municipio? ¿Amor y muerte?

– No se ría. Nuestras románticas aspiraciones se han visto pisoteadas. He aquí la Revolución, el espíritu de Rousseau convertido en realidad, creíamos…

– Y lo cierto es que se trata sólo del señor Robespierre, con la vista cansada y un acento provinciano.

– Un montón de gente hablando de sus cuentas bancarias.

– ¿Quién le ha hablado de mis asuntos?

– Todo el mundo habla de usted, señor Danton. -Annette se detuvo unos instantes-. Dígame, ¿le disgusta Max?

– ¿Disgustarme? -contestó Danton, sorprendido-. No lo creo. Me hace sentirme algo incómodo. Tiene unos principios muy elevados, que trata de imponer a todo el mundo. ¿Será usted capaz de estar a su altura cuando se convierta en su suegra?

– Eso todavía no está… decidido.

– ¿Acaso Adèle está indecisa?

– Él no le ha pedido que se casen.

– ¿Entonces aún no están comprometidos? -preguntó Danton.

– No estoy segura de que Max…, pero no debo hacer ningún comentario al respecto. No me mire de ese modo. ¿Cómo puede una simple mujer adivinar lo que piensa un diputado?

– Ya no existen «simples mujeres». La semana pasada sus dos futuros yernos me vencieron en una discusión sobre ese tema. Tengo entendido que las mujeres son, en todos los aspectos, iguales que los hombres. Sólo quieren que les den la oportunidad de demostrarlo.

– Esto es obra de Louise Robert -respondió Annette-. Una mujer de mucho carácter. No me parece lógico que los hombres pierdan el tiempo defendiendo la igualdad de las mujeres. Va contra sus propios intereses.

– Robespierre se muestra totalmente indiferente. Como siempre. Y Camille dice que debemos conceder el voto a las mujeres. Dentro de poco las tendremos en la Escuela de Equitación, luciendo sombreros negros y discutiendo sobre el sistema fiscal.

– La vida será entonces aún más prosaica.

– No se preocupe -dijo Danton-. Puede que aún se produzca alguna sórdida tragedia.


– ¿Acaso tiene esta revolución una filosofía? -preguntó Lucile-. ¿Un futuro?

No se atrevía a preguntárselo a Robespierre por temor a que le lanzara un discurso sobre el general Will; ni a Camille, por temor a que se pasara dos horas hablando sobre la república romana. De modo que decidió preguntárselo a Danton.

– Yo creo que sí -contestó-. Agarra lo que puedas y lárgate cuanto antes.


Diciembre de 1790: Claude ha cambiado de opinión. Sucedió un infausto día de diciembre, cuando unos densos nubarrones que presagiaban nieve se cernían sobre los tejados y las chimeneas de la ciudad.

– No puedo más -dijo-. Que se casen, antes de que me maten a disgustos. Amenazas, lágrimas, promesas, ultimátums… No soporto esta situación ni una semana más. Debí mostrarme más severo hace tiempo, pero ahora es demasiado tarde. Que sea lo que Dios quiera, Annette.

Annette se dirigió a la habitación de su hija. Lucile estaba escribiendo en su diario. Al ver entrar a su madre, tapó la hoja de papel con la mano, derramando una gota de tinta.

Cuando Annette le comunicó la noticia, miró a su madre atónita.

– ¿Así de sencillo? -murmuró-. ¿Conque Claude ha cambiado de parecer? Yo creía que sería más complicado -dijo. Luego apoyó la cabeza entre las manos y rompió a llorar, dejando que sus lágrimas se deslizaran sobre las palabras prohibidas de su diario-. ¡Qué alivio! -exclamó.

Su madre apoyó las manos sobre sus hombros y dijo:

– Ya has conseguido lo que querías, de modo que deja de tontear con el señor Danton. Compórtate como es debido.

– Seré un dechado de virtudes -contestó Lucile, enjugándose las lágrimas-. Nos casaremos enseguida.

– ¿Enseguida? ¡Qué dirá la gente! Además, estamos en Adviento. No puedes casarte en Adviento.

– Pediremos una dispensa. En cuanto a lo que diga la gente, no me importa en absoluto. Allá ellos.

Lucile se levantó de un salto y echó a correr por la casa, riendo y llorando al mismo tiempo. En aquellos momentos llegó Camille.

– ¿Por qué tiene una mancha de tinta en la frente? -preguntó, desconcertado.

– Es como si hubiera recibido un segundo bautismo -contestó Annette-. O el equivalente republicano de la unción con los sagrados óleos. Al fin y al cabo, querido, vuestra vida está llena de tinta.

Camille tenía también una manchita de tinta en el puño. Presentaba el aire de un hombre que acaba de escribir un editorial y le preocupa que pueda aparecer una errata. En cierta ocasión se había referido a Marat como «el apóstol de la libertad», y habían escrito «el apóstata de la libertad». Marat se había presentado en su despacho hecho una furia, exigiendo una explicación.

– ¿Está usted seguro, señor Duplessis? -preguntó Camille-. No puedo creerlo. ¿No será un error? ¿Un error de imprenta?

Por más que lo intentaba, Annette no conseguía borrar las imágenes. Se imaginaba paseándose por esta misma habitación, diciendo a Camille que todo había terminado entre ellos. La lluvia batía sobre las ventanas. Y el beso, un beso de diez segundos que, de no haber aparecido en aquellos momentos Lucile, habría terminado en la chaise-longue de terciopelo azul.

– ¿Por qué estás tan enojada, Annette? -preguntó Claude.

– No estoy enojada, querido. Es un día maravilloso.

– Si tú lo dices… ¡Mujeres! -exclamó Claude, mirando a Camille con aire de complicidad. Camille lo observó fríamente-. Lucile también parece un tanto confundida sobre sus sentimientos. Espero que… -Claude se detuvo frente a Camille, como si fuera a apoyar una mano en su hombro, pero se abstuvo-. Bien, espero que seáis felices.

– Camille, querido -dijo Annette-, tu vivienda es muy bonita pero creo que debéis buscar una más grande. Necesitaréis algunos muebles… ¿Quieres que te regale esta chaise-longue? Sé que siempre te ha gustado.

– He soñado con ella muchas veces -respondió Camille, bajando la vista.

– La mandaré al tapicero.

– No, te lo ruego -protestó Camille-. Así está bien.

– Bueno, os dejo para que sigáis hablando sobre los muebles -dijo Claude, sonriendo-. Debo reconocer, muchacho, que nunca dejas de sorprenderme.


– ¿De veras? ¡Es maravilloso! -exclamó el duque de Orléans-. Es la primera buena noticia que recibo desde hace mucho tiempo.

Camille le había presentado a Lucile, quien le había parecido una joven encantadora. Tenía estilo, porte, como una inglesa; sería una excelente amazona. Les haré un buen regalo, pensó el duque.

– Laclos, ¿dónde está situada esa casa que en estos momentos tengo vacía? Ésa con un jardín y doce habitaciones. No recuerdo la calle…


– ¡Es increíble! -exclamó Camille-. Me imagino la cara que pondrá mi padre… ¡Va a regalarnos una casa! Dispondremos de espacio suficiente para instalar en ella la chaise-longue…

– A veces no te entiendo -dijo Annette-. ¿Qué sería de ti si no tuvieras a tanta gente ocupándose de ti, Camille? ¿Cómo puedes aceptar una casa del duque, el soborno más grande, más visible que pueda hacerte? Es demasiado comprometedor. ¿No temes que te ataque la prensa monárquica?

– Tienes razón.

– Dile que te dé dinero. Hablando de casas, mira estos bocetos -dijo Annette, mostrándole los planos de su propiedad en Bourg-la-Reine-. Me gustaría construir para vosotros una casita aquí, al final de esa avenida de tilos.

– ¿Por qué?

– Porque no estoy dispuesta a vivir bajo el mismo techo contigo y con Claude durante las vacaciones. Sería como irse de vacaciones al Purgatorio. Siempre he deseado diseñar una casita. Por supuesto, es posible que, dado que soy una simple amateur, olvide algún detalle fundamental. Pero no te preocupes, incluiré un bonito dormitorio para ti. Yo iré a visitaros de vez en cuando.

Annette sonrió de forma ambigua, como entre aterrada y entusiasmada. Los próximos años serán muy interesantes, pensó. Camille tiene unos ojos extraordinarios, de un gris tan oscuro que casi parecen negros, y una mirada absorta, como si contemplara el futuro.


– En Saint-Sulpice -dijo Annette-, las confesiones son a las tres.

– Lo sé -respondió Camille-. Todo está arreglado. He enviado recado al padre Pancemont de que llegaría a las tres en punto. Le dije que no suelo hacer esas cosas todos los días y que no me hiciera esperar. ¿Vienes?

– Ordena que traigan el coche.


Al llegar frente a la iglesia, Annette dijo al cochero:

– Tardaremos… ¿Cuánto crees que tardarás en confesarte?

– En realidad no voy a confesarme. Sólo unos pocos pecadillos. Treinta minutos.

Al fondo de la iglesia había un hombre vestido con una casaca oscura, paseándose arriba y abajo, con una carpeta bajo el brazo. En aquel momento el reloj dio las tres.

– Las tres en punto, señor Desmoulins. ¿Entramos?

– Es mi abogado -dijo Camille.

– ¿Cómo? -preguntó Annette, perpleja.

– Mi abogado, notario público. Está especializado en ley canónica. Me lo recomendó Mirabeau.

El abogado tenía aire satisfecho. Qué interesante, pensó Annette, que todavía veas a Mirabeau.

– ¿Acaso pretendes que tu abogado te acompañe durante la confesión, Camille?

– Una simple medida de precaución. Ningún pecador serio debería pasarla por alto.

Tras esas palabras, Camille cogió a Annette del brazo y atravesaron la iglesia apresuradamente.

– Te espero aquí -dijo Annette.

Se arrodilló en un banco, junto a unas abuelas que rezaban para que regresaran los viejos tiempos, y un perrito dormido en el suelo, roncando. El sacerdote preguntó en voz alta:

– ¿Eres tú?

– Escriba esto -ordenó Camille al abogado.

– Debo admitir que no pensé que vinieras. Cuando recibí tu mensaje supuse que era una broma.

– No es ninguna broma. Para casarme debo estar en estado de gracia, ¿no es así?

– ¿Eres católico?

– ¿Por qué lo pregunta? -quiso saber Camille.

– Porque si no eres católico no puedo administrarte los sacramentos.

– De acuerdo. Soy católico.

– ¿Acaso no has afirmado… -Annette oyó carraspear al sacerdote-, en tu periódico que la religión mahometana es tan válida como la de Jesucristo?

– ¿Lee usted mi periódico? -preguntó Camille, complacido. Silencio-. ¿Se niega a casarnos?

– Hasta que hayas declarado públicamente que profesas la fe católica…

– No tiene usted derecho a pedirme eso. Debe aceptar mi palabra. Mirabeau dice…

– ¿Desde cuándo es Mirabeau una autoridad eclesiástica?

– Le gustará esa frase, se la diré. Le ruego que cambie de opinión, padre, porque estoy muy enamorado y es preferible que nos casemos a que nos abrasemos en el infierno.

– Ya que citas a San Pablo -respondió el sacerdote-, me permito recordarte que es Dios quien me ha otorgado mis poderes. Y que quienquiera que se resista a mis poderes en realidad se estará resistiendo a las reglas de Dios, y los que se resistan se condenarán.

– Es un riesgo que debo correr -replicó Camille-. Como sabe de sobra, creo que es el versículo catorce, el marido no creyente será santificado por su esposa. Si se niega a casarnos, presentaré el caso ante una comisión eclesiástica. Me está poniendo obstáculos, me impide unirme en santo matrimonio con mi prometida. En lugar de comparecer ante los tribunales, sería preferible que se expusiera a ser engañado. Ver capítulo seis.

– Eso se refiere a llevar a los tribunales a los no creyentes. El vicario general de la diócesis de Sens no es un no creyente.

– Sabe que no tiene razón -insistió Camille-. ¿Dónde cree que me educaron? No me venga con esas majaderías. No -dijo a su abogado-, no es necesario que escriba eso.

Al salir del confesionario, Camille ordenó a su abogado:

– Tache esa última frase. Me he precipitado. Escriba en la parte superior de la hoja: «En relación a la celebración del matrimonio de L. C. Desmoulins, abogado.» Eso es. Subráyelo.

– ¿Has rezado con fervor? -preguntó a Annette, cogiéndola del brazo. Luego añadió en voz baja a su abogado-: Envíelo inmediatamente a la comisión.


– Ni iglesia, ni sacerdote -dijo Lucile-. Maravilloso.

– El vicario general de la diócesis de Sens dice que soy responsable de la pérdida de la mitad de sus ingresos anuales -respondió Camille-. Dice que por culpa mía han quemado su castillo. Deja de reírte, Adèle.

Estaban sentados en el cuarto de estar de Annette.

– Bien, Maximilien -dijo Camille-, dado que eres un experto a la hora de resolver problemas, espero que resuelvas éste.

– ¿No conocéis a un sacerdote más tolerante? -preguntó Adèle, tratando de contener la risa-. ¿Algún compañero de la escuela?

– Quizá pudiéramos convencer al padre Bérardier -contestó Robespierre-. Era nuestro rector en el Louis-le-Grand, y ahora es miembro de la Asamblea. Siempre te tuvo mucho afecto, Camille…

– Cuando me ve, sonríe como diciendo: «Ya sabía cómo ibas a acabar.» Dicen que se negará a jurar lealtad a la constitución.

– Eso no importa -terció Lucile-. Si existe alguna posibilidad…


– Con las siguientes condiciones -dijo Bérardier-. Que declares públicamente en tu periódico que profesas la fe católica. Que dejes de hacer chistecitos anticlericales en tu periódico y que elimines de él su tono blasfemo.

– ¿Y cómo quiere que me gane la vida? -inquirió Camille.

– Podías haber previsto lo que sucedería cuando decidiste meterte con la Iglesia. Pero nunca fuiste un muchacho previsor.

– Bajo las condiciones estipuladas -dijo el padre Pancemont-, permitiré que el padre Bérardier os case en Saint-Sulpice. Pero yo me niego a hacerlo, y creo que el padre comete un error.

– Es un joven que se deja llevar por sus impulsos -dijo el padre Bérardier-. Un día sus impulsos lo conducirán por el camino adecuado, ¿no es cierto, Camille?

– El problema es que no pensaba sacar otro número antes de Año Nuevo.

Los sacerdotes se miraron.

– Entonces debes hacerlo en el primer número de 1791.

Camille asintió.

– ¿Lo prometes? -preguntó Bérardier.

– Lo prometo.

– Siempre fuiste un consumado embustero.


– No lo hará -dijo el padre Pancemont-. Hubiéramos debido exigirle que se retractara antes de casarlo.

Bérardier suspiró.

– ¿De qué serviría? Uno no puede forzar las conciencias -dijo.

– Tengo entendido que el diputado Robespierre también era alumno suyo.

– Sí, durante un tiempo.

El padre Pancemont lo miró como si acabara de decir: «Estuve en Lisboa durante el año del terremoto.»

– Así pues, ¿ha abandonado la enseñanza? -preguntó.

– Mire, existen personas que son peores.

– No se me ocurre ninguna -contestó el sacerdote.


Los testigos de la boda: Robespierre, Pétion, el escritor Louis-Sébastien Mercier y el marqués De Sillery, amigo del duque. Un grupo elegido diplomáticamente que representa al ala izquierda de la Asamblea, las fuerzas literarias y las conexiones orleanistas.

– Espero que no te importe -dijo Camille a Danton-. En realidad, quería que los testigos fueran Lafayette, Louis Suleau, Marat y el verdugo.

– Por supuesto que no me importa -contestó Danton. Al fin y al cabo, pensó, voy a ser testigo de todo lo demás-. ¿Piensas hacerte rico?

– La dote asciende a cien mil libras. Y poseo algunos objetos de plata. No me mires así. He sudado lo mío para conseguirlos.

– ¿Vas a serle fiel?

– Naturalmente -respondió ofendido Camille-. Qué pregunta. La amo.

– Me alegra saberlo.


Alquilaron una vivienda en el primer piso de un edificio situado en la rue des Cordeliers, junto a los Danton; y el 30 de diciembre ofrecieron una comida de bodas para cien invitados. Hacía un día gris y lluvioso. A la una se encontraron por fin solos. Lucile llevaba todavía su vestido rosa de novia, un tanto arrugado y manchado de champán. Se sentó en la chaise-longue de terciopelo azul y se quitó los zapatos.

– ¡Qué día! -exclamó-. No ha habido un día igual en los anales del sagrado matrimonio. Filas y filas de gente llorando y gimiendo… Mi madre llorando, mi padre llorando, el viejo Bérardier amonestándote públicamente, tú llorando, y la mitad de París que no estaba en la iglesia corría por las calles lanzando eslóganes y frases obscenas. Y…

Lucile se detuvo. Estaba nerviosa y mareada. Debe ser como navegar en alta mar, pensó. Camille parecía hablarle desde muy lejos:

– … y jamás pensé que me sentiría tan feliz, porque hace dos años no tenía nada y ahora te tengo a ti, tengo una posición desahogada y soy famoso…

– He bebido demasiado -dijo Lucile.

Al recordar la ceremonia le parecía que todo estaba envuelto en una bruma, y de pronto se preguntó angustiada: «¿Estaremos realmente casados? ¿No será la embriaguez un impedimento? La semana pasada, cuando visitamos la casa, ¿estaba sobria? ¿Dónde está la casa?»

– Temí que no se fueran nunca -dijo Camille.

Lucile lo miró. Durante cuatro años había imaginado las cosas que le diría al llegar este momento, pero ahora era incapaz de esbozar siquiera una tímida sonrisa. Abrió los ojos para impedir que la habitación siguiera girando, pero estaba tan cansada que volvió a cerrarlos. Luego se tumbó boca abajo en la chaise-longue, se instaló cómodamente y cayó dormida. Una caritativa mano acomodó una almohada debajo de su mejilla.


– Escucha los epítetos que me dedica si no apoyo el juramento constitucional de los pobres obispos -dijo el Rey, ajustándose las gafas para leer el periódico que sostenía en las manos:

– … traidor, conspirador, enemigo de las libertades públicas, perjuro, cobarde, príncipe sin honor, sinvergüenza, bellaco… -Luis se detuvo, dejó el periódico y se sonó enérgicamente con un pañuelo que llevaba bordado el escudo real-. Feliz año nuevo, doctor Marat.

III. El placer de las damas

(1791)

– Lafayette -dijo Mirabeau a la Reina- sigue muy de cerca los pasos de Cromwell.

Estamos acabados, dice Marat. Los secuaces de María Antonieta están confabulados con Austria, los reyes han traicionado a la nación. Es preciso cortar 20.000 cabezas.

Francia será invadida desde el Rin. En junio, el hermano del Rey, Artois, tendrá un ejército apostado en Coblenza. El antiguo cliente de maître Desmoulins, el príncipe de Condé, dirigirá una fuerza en Worms. Una tercera, en Colmar, estará bajo el mando del hermano menor de Mirabeau, conocido, por su silueta y sus aficiones, como Barril Mirabeau.

Barril pasó sus últimos meses en Francia persiguiendo al abogado de la Lanterne a través de los tribunales. Actualmente confía en perseguirlo por las calles, con una tuerza armada. Los emigrados desean que regrese el viejo régimen y que Lafayette sea pasado por las armas. Exigen el apoyo de las potencias europeas.

Pero las potencias europeas tienen sus propias opiniones. Esos revolucionarios son peligrosos; representan una amenaza para todos. Sin embargo Luis no ha muerto, ni ha sido depuesto; aunque los muebles y los festejos en las Tullerías no pueden compararse con los de Versalles, vive cómodamente. Más adelante, cuando la Revolución haya concluido, quizá reconozca que ha sido una dura pero beneficiosa lección. Entretanto, es un verdadero placer observar a un vecino rico esforzándose en no irse a pique, a un ejército destrozado por los motines y a los señores demócratas ponerse en ridículo. Es preciso mantener en Europa el orden establecido por Dios; pero de momento no es necesario dar mayor lustre a la flor de lis borbónica.

En cuanto a Luis, los emigrados le aconsejan que emprenda una campaña de resistencia pasiva. A medida que pasan los meses, sin embargo, pierden toda esperanza y recuerdan la máxima del conde de Provenza: «Cuando seáis capaces de mantener unidas varias bolas de marfil untadas de aceite, lograréis sacar algún provecho del Rey.» Les enfurece comprobar que cada vez que Luis abre la boca se doblega ante el nuevo orden, hasta que éste les asegura que todo lo que dice significa justamente lo contrario. No alcanzan a comprender que algunos de esos monstruos, esos salvajes, esos bárbaros de la Asamblea Nacional defiendan los intereses del Rey. La Reina tampoco alcanza a comprenderlo.

– Sólo mantengo tratos con ellos al objeto de utilizarlos -declara-. En realidad, me inspiran un profundo horror.

Es posible que Lafayette tenga una idea más clara que Mirabeau de los méritos de la ilustre dama. Le ha dicho a la cara (según dicen) que se propone demostrar que es culpable de adulterio y enviarla de regreso a Austria. A tal fin, deja todas las noches una puerta abierta, sin custodiar, para que pueda colarse su supuesto amante, Axel von Fersen.

– La reconciliación es imposible -escribe la Reina-. Sólo las fuerzas armadas pueden reparar los daños causados.

Catalina, la Zarina: «Trato por todos los medios de que las cortes de Viena y Berlín participen en los asuntos de Francia, para tener yo las manos libres.» Catalina tiene las manos libres, como de costumbre, para ahogar a Polonia. Asegura que emprenderá una contrarrevolución en Varsovia, y dejará que los alemanes emprendan la suya en París. Leopoldo, en Austria, está muy ocupado con los asuntos de Polonia, Bélgica y Turquía; William Pitt piensa en la India y en las reformas económicas. Todos observan y esperan que los conflictos y las divisiones intestinas debiliten a Francia, para que ésta deje de ser una amenaza para sus respectivos planes.

Federico de Prusia opina de distinta manera; cuando estalle la guerra con Francia, como está convencido de que sucederá, se propone sacar las máximas ventajas. Tiene agentes en París con órdenes de azuzar los sentimientos de odio contra María Antonieta y los austriacos; instar al pueblo al uso de la fuerza, desestabilizar la situación y conducirla al caos. El que propugna con más entusiasmo una contrarrevolución es Gustavo de Suecia, quien está decidido a borrar París de la faz de la Tierra; Gustavo, que percibía un millón y medio de libras al año bajo el viejo régimen; Gustavo y su ejército imaginario. Y desde Madrid se dejan sentir los enardecidos sentimientos reaccionarios de un Rey imbécil.

Esos revolucionarios, dicen, son peores que la peste. Yo los atacaré, si tú los atacas primero.

Desde París, el futuro ofrece un aspecto precario. Marat ve conspiradores por doquier, olfatea la traición y contempla la nueva bandera tricolor junto a la ventana del Rey. Detrás de la fachada, custodiada por guardias nacionales, el Rey come, bebe, se engorda y apenas se inmuta. «Mi mayor defecto -escribió en cierta ocasión-, es una pereza mental que hace que todo esfuerzo intelectual me resulte cansado y doloroso.»

La prensa de izquierdas se refiere a Lafayette no por su título sino por su nombre de Mottié. Al Rey lo llama Luis Capeto, y a la Reina «la esposa del Rey».

Existen disensiones de carácter religioso. Aproximadamente un tercio de los curas de Francia accede a jurar fidelidad a la constitución. El resto son, digamos, curas refractarios. Sólo siete obispos apoyan el nuevo orden. En París, las monjas son atacadas por las pescaderas. En Saint-Sulpice, donde el padre Pancemont permanece empecinado, la multitud recorre la nave cantando: «Ça ira, ça ira, les aristocrats à la Lanterne.» Las tías del Rey, Adelaide y Victoire, parten en secreto para Roma. Los patriotas temen que se hayan marchado llevándose consigo al Delfín. El Papa declara que la constitución civil es cismática. La cabeza de un policía es arrojada dentro de la carroza del nuncio papal.

En una barraca en el Palais-Royal, un varón y una hembra «salvajes» se exhiben desnudos. Comen piedras, hablan en una jerga extranjera y por unas pocas monedas están dispuestos a copular.

Barnave, en verano: «Otro paso hacia la libertad, y la monarquía quedará destruida; otro paso hacia la igualdad, y la propiedad privada quedará destruida.»

Desmoulins, en otoño: «Nuestra revolución de 1789 era un asunto acordado entre el Gobierno inglés y una minoría de la nobleza, preparada por algunos con la esperanza de arrojar a la aristocracia de Versalles y apoderarse de sus castillos, mansiones y cargos; por otros para encasquetarnos a un nuevo amo, y por todos para darnos dos Cámaras y una constitución parecida a la de Inglaterra.»

1791: han transcurrido dieciocho meses desde que estallara la revolución, y Francia se halla bajo el dominio de una nueva tiranía.

– El hombre que afirme que yo he propugnado alguna vez desobedecer las leyes es un embustero -dice Robespierre.


Enero en Bourg-la-Reine. Annette Duplessis estaba junto a la ventana, contemplando las ramas de un castaño que crecía en el jardín. Desde allí no se distinguían los cimientos de la nueva casa, que tenían un aire tan melancólico como unas ruinas. Annette suspiró en el denso silencio que la envolvía. En la sala de estar reinaba una evidente tensión. Cualquiera diría que nos hemos reunido para discutir un asunto grave, pensó Annette, en lugar de tomarnos una simple taza de chocolate a media mañana.

Claude leía con aire desafiante El diario de la ciudad y la Corte, un escandaloso periódico de derechas. Camille observaba a su esposa, como hacía con frecuencia. (A los dos días de casados, Lucile había descubierto estupefacta que aquellos ojos negros que la hacían derretirse eran miopes. «¿Por qué no te pones gafas?» «Soy demasiado vanidoso.») Lucile leía una traducción de Clarisa, con escaso interés. Cada dos minutos alzaba la cabeza para mirar a su esposo.

Annette se preguntaba si sería el aire de triunfo sexual de Lucile, el vivo color de sus mejillas, lo que había sumido a Claude en un humor de perros. Desearías que tuviera nueve años, pensó Annette, observando las canas repeinadas y empolvadas de su marido, y que todavía jugara a muñecas. Esos descansos rurales no sentaban bien a Claude. Camille, a unos pocos metros de distancia, parecía un gitano que había perdido su violín y lo estaba buscando debajo de un seto. Su descuidada vestimenta parecía subrayar el colapso del orden social.

De pronto, Claude dejó caer el periódico.

– Te advertí que si leías esa basura te llevarías más de un sobresalto -dijo Camille.

Claude señaló la página sin poder articular palabra. Camille se inclinó para coger el periódico, pero Claude se negó a entregárselo.

– No seas tonto, Claude -dijo Annette, como si se dirigiera a un niño-. Dale el periódico a Camille.

Camille echó un vistazo al artículo que estaba leyendo su suegro y dijo:

– Caramba. Sal un momento, Lolotte.

– No.

¿De dónde había sacado ese apodo? Annette sospechaba que se lo había puesto Danton. Es un tanto íntimo, pensó, y ahora lo utiliza Camille.

– Haz lo que te ordena Camille.

Lucile no se movió. Soy una mujer casada, pensó, no tengo por qué hacer lo que me ordene nadie.

– Entonces quédate -dijo Camille-. Sólo intentaba evitar que te llevaras un susto. Según este artículo, no eres hija de tu padre.

– Quema ese maldito periódico -dijo Claude.

– Ya sabes lo que solía decir Rousseau -dijo Annette-: «Quemar no es una respuesta.»

– ¿Entonces de quién soy hija? -preguntó Lucile-. ¿Soy hija de mi madre, o soy huérfana?

– Eres hija de tu madre, y tu padre es el abate Terray.

Lucile soltó una carcajada.

– Como vuelvas a reírte -la amonestó su madre-, te doy una bofetada.

– Así pues, el dinero de la dote es fruto de la especulación con el grano por parte del abate durante la época de hambruna -agregó Camille.

– El abate no especuló con el grano -replicó Claude, mirando enfurecido a Camille.

– Me limito a repetir lo que dice el periódico.

– Ya -dijo Claude.

– ¿Conocías a Terray? -preguntó Camille a su suegra.

– Nos vimos en una ocasión. Cambiamos tres palabras.

– Terray tenía fama de mujeriego -dijo Camille, dirigiéndose a Claude.

– No era culpa suya -protestó enérgicamente Claude-. Nunca quiso ser sacerdote. Su familia le obligó a tomar los hábitos.

– Cálmate, querido -dijo Annette.

Claude se inclinó hacia adelante, con las manos entre las rodillas, y dijo:

– Teníamos todas nuestras esperanzas depositadas en Terray. Era un trabajador infatigable. La gente le temía. -Súbitamente se detuvo, como si comprendiera que por primera vez en muchos años había añadido una nueva frase, una coda.

– ¿Tú también le temías? -preguntó Camille por simple curiosidad, sin ánimo de burlarse de él.

– Es posible -respondió Claude.

– Yo le tengo miedo a mucha gente -confesó Camille.

– ¿A quién? -inquirió Lucile.

– Por ejemplo a Fabre. Cuando me oye tartamudear, me sacude y me golpea la cabeza contra la pared.

– Han habido otras insinuaciones, Annette -dijo Claude-. En otros periódicos. -Miró disimuladamente a Camille-. Pero he conseguido borrarlas de mi mente.

Annette guardó silencio. Camille arrojó el periódico al suelo y gritó:

– ¡Me querellaré contra ellos!

– ¿Qué? -preguntó Claude.

– Me querellaré contra ellos por difamación -repitió Camille.

Claude se puso de pie y dijo:

– Adelante.

Acto seguido abandonó la sala de estar, riendo a mandíbula batiente, y se dirigió a su habitación.


En febrero, Lucile estaba muy ocupada dando los últimos toques a la casa. Quería poner unos cojines de seda rosas. Camille no estaba muy convencido. Cuando vio unos grabados de la Vida y Muerte de María Estuardo, soltó una palabrota. No le gustaba contemplar esos cuadros. Bothwell tenía una expresión cruel que le recordaba a Antoine Saint-Just. Mientras unos fornidos sirvientes, ataviados con unas faldas escocesas que dejaban al descubierto sus rechonchas rodillas, esgrimían unas espadas, unos distinguidos caballeros ayudaban a la atribulada reina de Escocia a subir a un bote de remos. Para su ejecución, María, que parecía que tuviera veintitrés años, lucía un ceñido vestido que ponía de realce su espléndida figura.

– ¿No te parece romántico? -le preguntó Lucile.

Desde que se habían mudado, Camille había instalado las oficinas del periódico en su nueva casa. Unos hombres con los dedos manchados de tinta, nerviosos y malhumorados, subían y bajaban continuamente la escalera formulando a Lucile todo tipo de preguntas a las que ella no sabía responder. Sobre las mesas yacían montones de pruebas sin corregir. Parecía la casa de los Danton, que se encontraba en el mismo edificio. A todas horas entraba y salía gente de la casa, el comedor estaba colonizado por los redactores, el dormitorio era utilizado como cuarto de estar y, en términos generales, reinaba el más absoluto caos.

– Debemos encargar más estanterías -dijo Lucile-. Hay montones de libros por todas partes. No sé por dónde pisar. ¿Necesitas todos esos viejos periódicos, Camille?

– Sí. Los utilizo para poner al descubierto las incoherencias de mis oponentes -contestó su marido, escogiendo al azar uno de Hébert.

– Eso es basura -dijo Lucile.

René Hébert expresaba en la actualidad sus opiniones a través de un personaje que fingía ser el portavoz del pueblo, un farmacéutico ficticio llamado Père Duchesne. Era un periódico vulgar, en todos los sentidos de la palabra, escrito de forma pedestre y tachonado de palabras malsonantes.

– Père Duchesne es un empecinado monárquico -observó Camille.

– ¿Es Hébert realmente como Père Duchesne? -preguntó Lucile-. ¿Fuma en pipa y suelta palabrotas como él?

– En absoluto. Es un hombre menudo y afectado que mueve las manos constantemente. ¿Eres feliz, Lolotte?

– Muy feliz.

– ¿Estás segura? ¿Te gusta la casa? ¿Quieres mudarte a otra?

– No, me gusta ésta. Me gusta todo. Soy muy feliz -contestó Lucile, conmovida-. Lo único que me preocupa es que suceda algo malo.

– ¿Qué puede suceder? -preguntó Camille, aunque lo sabía de sobra.

– Que vengan los austriacos y te maten. O que te secuestren y te encierren en una mazmorra y no vuelva a verte.

Lucile se tapó la boca, como si temiera exteriorizar sus angustiosos pensamientos.

– No soy un personaje tan importante -respondió Camille-. Tienen otras cosas más importantes que hacer que mandar que me asesinen.

– El otro día vi una carta en la que te amenazan de muerte.

– No debes leer la correspondencia de otras personas. Te expones a enterarte de cosas que no te conviene saber.

– ¿Quién nos obliga a vivir de ese modo? -preguntó Lucile, arrojándose en sus brazos-. Dentro de poco tendremos que vivir en un sótano, como Marat.

– Sécate las lágrimas. Tenemos visita.

– Vuestra ama de llaves me dijo que podía pasar -dijo Robespierre, tímidamente.

– Adelante -contestó Lucile-. Como verás, esto no es exactamente un nido de amor. Puedes sentarte en la cama. Medio París se presentó aquí esta mañana mientras me estaba vistiendo.

– Desde que nos hemos mudado, nunca encuentro nada -se quejó Camille-. No tienes idea de lo cansado que es estar casado. Tienes que tomar decisiones sobre todo tipo de cosas, como pintar el techo o dejarlo como está.

– No quiero entreteneros -dijo Robespierre-. Sólo deseaba saber si has escrito el artículo que me prometiste, sobre mi panfleto a propósito de la Guardia Nacional. Supuse que lo publicarías en el último número del periódico.

– No sé dónde lo he metido -contestó Camille-. Me refiero a tu panfleto. ¿Tienes una copia? Si quieres, tú mismo puedes escribir el artículo.

– No me importa ofrecer a tus lectores una muestra de mis ideas, Camille, pero preferiría que lo escribieras tú y que dijeras si mis ideas te parecen coherentes y lógicas, si están bien expresadas. No sería correcto que escribiera una artículo ensalzándome a mí mismo.

– No veo por qué.

– No estoy de humor para bromas.

– Lo lamento -contestó Camille, pasándose una mano por el pelo y sonriendo-. Eres nuestra política editorial, ¿no lo sabías? Nuestro héroe. -A continuación se acercó a Robespierre y apoyó las manos en sus hombros-. Admiramos tus principios, apoyamos tus iniciativas y tus escritos. Siempre te daremos buena publicidad.

Robespierre retrocedió y contestó irritado:

– Nunca cumples tus promesas. Eres un irresponsable.

– Sí, lo siento.

– No le reprendas como si fuera un niño, Maximilien -terció Lucile.

– Escribiré el artículo esta misma tarde -dijo Camille.

– Te espero en el club a las seis.

– No faltaré.

– Eres un tirano -dijo Lucile, dirigiéndose a Robespierre.

– Te equivocas, Lucile -respondió éste suavemente-. De vez en cuando tengo que amonestarlo. Camille es un soñador. Estoy seguro de que si yo estuviera casado con una mujer como tú, también me sentiría tentado de pasar todo el día contigo, descuidando mi trabajo. Camille es débil, nunca ha sabido resistirse a la tentación. Pero me disgusta que me creas un tirano.

– Está bien -contestó Lucile-, te perdono. Pero intenta utilizar ese tono agresivo de voz para atacar a la derecha, no para meterte con Camille.

Robespierre la miró con expresión tensa, a la defensiva. En aquel momento, Lucile comprendió por qué Camille prefería disculparse antes que enzarzarse en una discusión con él.

– A Camille no le importa que nos metamos con él. Al menos, eso dice Danton. Adiós. No olvides escribir el artículo esta tarde.

Cuando Robespierre se hubo marchado, Camille y Lucile se miraron a los ojos.

– ¿Qué ha querido decir con esa alusión a Danton? -preguntó Lucile.

– Nada. Le molestó que le criticaras.

– ¿Es que no puedo criticarlo?

– No. Se lo toma todo muy a pecho. Además, tenía razón. Hubiera debido escribir el artículo hace días. No seas tan dura con él. En realidad, es su timidez lo que le hace aparecer brusco.

– A su edad ya debería haberla superado. Además, un día me dijiste que no tenía debilidades.

– Por supuesto que las tiene. Como todo el mundo.

– Tengo miedo de que algún día me abandones -dijo Lucile inesperadamente-. Que me dejes por otra persona.

– ¿Qué te hace pensar eso?

– Temo que ocurra algo que destruya mi felicidad. Jamás me había sentido tan feliz como ahora.

– ¿Acaso no fuiste feliz de niña?

– Sí.

– Yo también.

– Tengo miedo de que puedas morir a causa de un accidente o de una enfermedad. Tu hermana Henriette murió tísica, ¿no es cierto? -insistió Lucile, mirándolo fijamente, como si quisiera ver el tejido que había debajo de la piel.

Camille se volvió. No podía soportarlo. Temía comprobar que la felicidad era un hábito, una cualidad inherente al temperamento de uno, o algo que se adquiere de niño, como un idioma, más difícil que el latín y el griego, que es preciso aprender a dominar. Pero, ¿y si uno no aprende nunca a dominarlo? ¿Y si uno fuera demasiado estúpido, o ciego, para aprender a dominar la felicidad? Ciertas personas analfabetas, que se avergüenzan de serlo, fingen ante los demás saber leer y escribir. Lógicamente, un día se descubre que no es cierto. Pero siempre cabe la posibilidad de que mientras uno finge saber leer y escribir, de pronto te des cuenta de que puedes hacerlo, y estás salvado. Análogamente, es posible que mientras uno trata de escribir unas expresiones rudimentarias -como las frases que figuran en las guías de viajeros-, súbitamente se revelen en tu mente la gramática y la sintaxis de ese idioma desconocido. Pero, el proceso podía llevar años, pensó Camille. Comprendía perfectamente el problema de Lucile: ¿cómo sabe uno si vivirá lo suficiente para llegar a dominar esa lengua?


El amigo del pueblo , número 497, J. P. Marat, editor


… nombre de inmediato un tribunal militar, un dictador supremo… Están ustedes perdidos si siguen haciendo caso de los actuales líderes, quienes les halagan impidiéndoles ver que tienen a los enemigos en casa… Ha llegado la hora de cortar la cabeza a Mottié, a Bailly… a todos los traidores de la Asamblea Nacional… dentro de unos días Luis XVI avanzará a la cabeza de todos los desafectos y las legiones austriacas… Un centenar de espíritus enardecidos amenazarán con destruir su ciudad si se resisten… todos los patriotas serán arrestados y los escritores de moda encerrados en mazmorras… Si no despiertan inmediatamente de su letargo, la muerte les sorprenderá mientras estén durmiendo.


Danton en casa de Mirabeau.

– ¿Qué tal está? -pregunta el conde.

Danton asintió.

– ¿Es usted un cínico, o se lleva entre manos algunos turbios manejos? -preguntó Mirabeau, sonriendo-. Confiéselo, Danton. Ardo en deseos de saberlo. ¿Quién será rey, Luis o Philippe?

Danton no respondió.

– O quizá ninguno de los dos. ¿Es usted republicano, Danton?

– Robespierre dice que lo que importa no es la etiqueta de un gobierno sino su naturaleza, la forma en que funciona, y si es justo y democrático. La república de Cromwell, por ejemplo, no era un gobierno popular. Estoy de acuerdo con él. No tiene importancia que lo llamemos monarquía o república.

– Dice que lo que importa es su naturaleza, pero no dice qué naturaleza prefiere que tuviera.

– Prefiero no responder a eso.

– Lo comprendo. Se pueden ocultar muchas cosas detrás de unas consignas. Libertad, igualdad y fraternidad.

– Suscribo eso totalmente.

– Tengo entendido que usted lo inventó. ¿Pero qué significa la libertad?

– ¿Acaso quiere que se lo defina? Debería de saberlo.

– Eso es mero sentimentalismo -respondió Mirabeau.

– Lo sé. El sentimentalismo tiene su lugar en la política, como en la alcoba.

– Más tarde hablaremos sobre alcobas -dijo el conde-. Ahora vayamos a lo práctico. Va a haber elecciones, cambios en la Comuna. El cargo inmediatamente inferior al de alcalde será el de administrador. Habrá dieciséis administradores. ¿Desea ser uno de ellos, Danton?

– Deseo servir a la ciudad.

– Sin duda. Yo tengo un cargo asegurado. Entre sus colegas estarán Sieyès y Talleyrand. Por su expresión, deduzco que se sentirá cómodo en compañía de esos tergiversadores. Pero si pretende que lo apoye, quiero que me garantice que se comportará con moderación.

– Se lo garantizo.

– Me refiero a su moderación. ¿Me ha comprendido bien?

– Sí.

– ¿Está seguro?

– Sí.

– Lo conozco, Danton. Se parece a mí. ¿Por qué cree que le llaman el Mirabeau de los pobres? No posee usted una onza de moderación en su cuerpo.

– Creo que nuestro parecido es superficial.

– ¿Se tiene usted por un hombre moderado?

– No lo sé. Es posible. Casi todo es posible.

– Aunque en ocasiones desee mostrarse conciliador, va en contra de su naturaleza. Usted no trabaja con las personas, trabaja sobre las personas.

Danton asintió.

– Las dirijo a mi antojo -dijo-. Hacia la moderación, o hacia los extremos.

– El problema es que la moderación puede parecer debilidad, ¿no es cierto? Lo sé, Danton, conozco bien el tema. A propósito de extremismos, no me gustan los ataques emprendidos contra mi persona por los periodistas cordeliers.

– La prensa es libre. Yo no dicto los artículos que escriben los periodistas de mi distrito.

– ¿Ni siquiera del que vive cerca de usted?

– Camille siente la necesidad de adelantarse a la opinión pública.

– Recuerdo la época -dijo Mirabeau-, en que ni siquiera existía la opinión pública. Nadie había oído hablar de semejante cosa. -El conde se acarició la barbilla, pensativo-. Muy bien, Danton, considérese usted elegido. Recuerde que me ha prometido moderación, y cuento con su apoyo. Bueno, ahora cuénteme algún cotilleo. ¿Cómo va el matrimonio?


Lucile miró la alfombra. Era una buena alfombra, y estaba satisfecha de haberla comprado. No es que estuviera admirando el dibujo, sino que había bajado la cabeza para ocultar la expresión de su rostro.

– Francamente -dijo-, no comprendo por qué me cuentas todo esto, Caro.

Caroline Rémy apoyó los pies sobre la chaise-longue. Era una hermosa mujer, una actriz de la compañía del Théâtre Montansier. Mantenía una relación con Fabre d’Églantine y otra con Hérault de Séchelles.

– Para que no tengas que enterarte por otras personas -dijo-, que estarían encantadas de burlarse de tu ingenuidad. ¿Cuántos años tienes, Lucile?

– Veinte.

– ¡Veinte! -exclamó Caroline. Ella no debía ser mucho mayor, pensó Lucile. Pero, debido a su profesión y a su estilo de vida, tenía un aspecto un tanto baqueteado-. Me temo, querida, que no sabes nada de la vida.

– Eso es lo que me dicen todos. Supongo que deben de tener razón. -(Una pequeña capitulación. Camille, la semana pasada, tratando de educarla, le había dicho: «Lolotte, nada se convierte en verdad a fuerza de repetirlo.» ¿Pero cómo podía mostrarse educada y amable cuando la gente se ponía tan pesada?)

– Me sorprende que tu madre no te lo advirtiera -dijo Caro-. Estoy segura de que lo sabe todo sobre Camille. Pero si hubiera tenido el valor -y créeme que me lo reprocho- de haber venido a verte antes de Navidad para contarte, por ejemplo, lo de maître Perrin, ¿cómo habrías reaccionado?

– Con curiosidad -contestó Lucile.

No era la respuesta que esperaba Caro.

– Eres una muchacha muy singular -dijo, como dándole a entender que no era conveniente ser singular-. Tienes que estar preparada para todo.

– Trato de imaginarlo -respondió Lucile.

En aquellos momentos deseó que se abriera la puerta de golpe y apareciera uno de los empleados de Camille, buscando un papel que hubiera perdido. Pero la casa estaba en silencio y sólo se oía la bien modulada voz de Caro, un tanto ronca y con cierto acento trémulo, como todas las actrices trágicas.

– La infidelidad es perfectamente tolerable -le dijo-. En los círculos en los que me muevo, esas cosas se comprenden. -Caro hizo un elegante gesto con las manos indicando que el adulterio, tanto desde el punto de vista estético como social, resultaba correcto y aceptable-. Una acaba hallando un modus vivendi. No me cabe la menor duda de que encontrarás la forma de divertirte. Una puede aceptar la existencia de otras mujeres, siempre y cuando no vivan demasiado cerca de casa…

– Un momento -dijo Lucile-. ¿A qué te refieres?

– Camille es un hombre muy atractivo -respondió Caro-. Sé muy bien lo que digo.

– Si te refieres a que te has acostado con él -replicó Lucile-, no es necesario que me lo cuentes.

– Soy tu amiga -protestó Caro. Al menos había averiguado que Lucile no estaba encinta, por tanto el motivo de que se casaran apresuradamente no era ése. Sin duda era algo más interesante, pero no se le ocurría lo que podía ser. Se arregló el cabello, se levantó de la chaise-longue y dijo-: Debo marcharme. Tengo un ensayo.

No creo que necesites ensayar, pensó Lucile, eres una consumada arpía.


Cuando Caro se hubo marchado, Lucile se reclinó en el sillón, respiró hondo y trató de dominarse. Entró Jeanette, el ama de llaves, y dijo:

– ¿Le apetece una tortilla?

– Déjame en paz -respondió Lucile-. No sé qué te hace pensar que la comida lo resuelve todo.

– ¿Quiere que vaya a avisar a su madre?

– Ya soy mayorcita, no necesito a mi madre.

Al fin Lucile accedió a beberse un vaso de agua helada que le congeló la mano y las tripas. Camille llegó a las cinco y cuarto y corrió a escribir el artículo que le había prometido a Danton.

– Debo estar en el Club de los Jacobinos a las seis -dijo.

Lucile se acercó y le observó mientras escribía con una letra torpe y descuidada.

– No tengo tiempo de corregirlo -dijo Camille-. ¿Qué sucede, Lolotte?

Lucile se sentó y soltó una risita nerviosa.

– Nada -contestó.

– Eres una pésima embustera -dijo Camille.

– Ha venido a verme Caroline Rémy.

– ¿Ah, sí? -contestó Camille, con cierto aire de desdén.

– Quiero hacerte una pregunta, aunque reconozco que es un tanto delicada.

– Adelante.

– ¿Has tenido una aventura con ella?

Camille arrugó el ceño y contestó:

– Esa frase no me suena bien. -Después de tachar la frase, dijo-: He tenido una aventura con todo el mundo, ¿no lo sabías?

– No, pero me gustaría saberlo.

– ¿Por qué?

– ¿Por qué?

– ¿Por qué quieres saberlo?

– En realidad, no lo sé.

Camille arrancó la hoja y empezó a escribir en otra.

– No me parece una conversación muy inteligente. -Tras una pausa, preguntó-: ¿Te lo ha dicho Caroline?

– No.

– ¿Entonces qué te hace pensar que he tenido una aventura con ella? -preguntó Camille, alzando la vista al techo mientras buscaba un sinónimo.

– Me lo dio a entender.

– Quizás interpretaste mal sus palabras.

– ¿Entonces por qué no lo niegas?

– Es probable que haya pasado una noche con ella, pero no lo recuerdo -contestó Camille. Al fin había dado con la palabra adecuada.

– ¿Cómo es posible que no lo recuerdes?

– ¿Por qué habría de recordarlo? No todo el mundo piensa que hacer el amor sea la actividad más interesante que existe en el mundo.

– Supongo que el hecho de no acordarse indica un absoluto desprecio hacia esa mujer.

– Es posible. ¿Has visto el último número publicado por Brissot?

– Estás escribiendo encima de él.

– Ah, sí.

– ¿De veras no lo recuerdas?

– Ya sabes que soy muy distraído. Quizá ni siquiera pasé una noche con ella. Puede que fuera una tarde. O unos minutos, o puede que no sucediera nunca. Quizá la confundí con otra persona.

Lucile soltó una carcajada.

– Me choca que este asunto te divierta -dijo Camille con tono burlón-. Deberías mostrarte escandalizada.

– Caroline te encuentra muy atractivo.

– Me alegro. Falta la página que busco. Debí arrojarla al fuego. Mirabeau dice que Brissot es un jockey literario. No estoy seguro de lo que quiere decir, pero supongo que es muy ofensivo.

– Caroline me contó algo sobre un abogado que conoces.

– Conozco a quinientos.

Camille se había puesto a la defensiva. Lucile guardó silencio. Después de limpiar la pluma, Camille la dejó en la mesa y miró a su esposa de reojo, sonriendo ligeramente.

– No me mires así -dijo ella-, como dándome a entender lo bien que lo pasaste. ¿Lo sabe la gente?

– Algunas personas.

– ¿Lo sabe mi madre?

Silencio.

– ¿Por qué no me lo contaste?

– No lo sé. Posiblemente porque tenías unos diez años cuando ocurrió. No te conocía. No imagino cómo hubiera podido decírtelo.

– Ah. Caroline no me dijo que había sucedido hace tanto tiempo.

– Estoy seguro de que te dijo sólo lo que le convenía. ¿Acaso tiene tanta importancia, Lolotte?

– No. Supongo que era un hombre muy agradable.

– Sí, fue muy amable conmigo. En realidad, no tiene la menor importancia.

Lucile se lo quedó mirando. Es un hombre muy singular, pensó.

– Pero ahora… -dijo-… eres un personaje público. Todo el mundo está pendiente de lo que haces.

– Ahora estoy casado contigo. Y nadie podrá reprocharme nunca nada, excepto el hecho de amar a mi esposa con locura y no darles motivos para chismorrear. -Camille se levantó de la silla y añadió-: Los jacobinos pueden esperar. No me apetece escuchar sus discursos. Prefiero escribir una reseña teatral. ¿Quieres que vayamos al teatro? Me gusta llevarte al teatro. Me gusta pasear contigo. Sé que todos me envidian. ¿Sabes lo que más me gusta? Que la gente te admire, especulando sobre si estarás casada o no. Seguramente, piensan con tristeza, pero de todos modos, quién sabe… Y alguien dice, está casada con el abogado de la Lanterne, y todos se quedan muy sorprendidos.

Lucile corrió a vestirse para ir al teatro. Más tarde, al recordar aquella conversación, tuvo que reconocer que Camille había desviado el tema con gran habilidad.


La esposa de Roland, una mujer menuda, salió de la Escuela de Equitación del brazo de Pétion.

– París ha cambiado mucho desde la última vez que estuve aquí, hace seis años -dijo-. Jamás olvidaré esa visita. Asistimos al teatro todas las noches. Lo pasé estupendamente.

– Confío en que esta vez también se lleve un buen recuerdo -contestó Pétion galantemente-. Sin embargo, según me ha informado mi amigo Brissot, usted es parisiense, ¿no es cierto?

Te estás pasando, Jérôme, pensó su amigo Brissot.

– Así es, pero los negocios de mi marido nos obligan a vivir en las provincias. Ardía en deseos de regresar, y ahora, gracias al Municipio de Lyon, por fin estoy aquí.

Se expresa como en una novela, pensó Brissot.

– Estoy seguro que su marido es un digno representante -dijo Pétion-, pero confío en que no concluya sus asuntos demasiado rápidamente. Lamentaría que me privara usted de sus valiosos consejos… y de su radiante belleza.

La señora Roland lo miró sonriendo. Era el tipo de mujer que a él le gustaba, menuda, regordeta, con los ojos pardos, el cabello castaño y el rostro ovalado, aunque iba vestida de forma un tanto juvenil para su edad.

Debía tener unos treinta y cinco años. Pétion pensó en la posibilidad de hundir la cabeza en su voluminoso pecho… pero habría que esperar una ocasión más propicia.

– Brissot me ha hablado con frecuencia de su corresponsal en Lyon -dijo-, de su «dama romana». He leído todos su artículos, por supuesto, y admiro su elegante prosa, pero jamás imaginé que su inteligencia fuera unida a tan resplandeciente belleza.

La sonrisa de la señora Roland, un tanto rígida, hizo temer a Pétion que había sido demasiado generoso en sus alabanzas. Brissot puso los ojos en blanco.

– ¿Qué le ha parecido la Asamblea Nacional, señora? -preguntó Pétion, para cambiar de tema.

– Con franqueza, opino que ha dejado de ser útil y eficaz. ¡Qué algarabía! ¿Siempre se comportan así?

– Me temo que sí.

– Pierden el tiempo peleándose como niños. Lo cierto es que esperaba otro tono.

– Supongo que los jacobinos la habrán complacido más. Son más comedidos.

– Al menos se preocupan de los asuntos importantes. Estoy convencida de que en la Asamblea hay muchos patriotas, pero me choca que unos hombres adultos se dejen engañar tan fácilmente. Me temo que algunos deben de haberse vendido a la Corte. De no ser así, no avanzaríamos tan lentamente. ¿Acaso no comprenden que si queremos que impere la libertad en Europa debemos deshacernos de todos los monarcas?

Danton, que en aquellos momentos se dirigía a su despacho, miró desconcertado a Pétion y a sus acompañantes, se quitó el sombrero y pasó de largo sin saludarlos siquiera con un lacónico «Buenos días, señora revolucionaria y señores.»

– ¿Quién es ése? -preguntó la señora Roland.

– El señor Danton -respondió Pétion-. Uno de los personajes más curiosos de la capital.

– ¿Cómo consiguió esas cicatrices?

– Nadie lo sabe con certeza -contestó Pétion.

– Tiene un aspecto un tanto agresivo.

– Las apariencias engañan -respondió Pétion, sonriendo-. Es un hombre culto, abogado de profesión y gran patriota. Es uno de los administradores de la ciudad.

– Jamás lo hubiera imaginado -dijo la señora Roland.

– ¿A quién ha visto la señora en el Club de los Jacobinos? -preguntó Brissot-. ¿Ha conocido a alguno de nuestros amigos?

– Ha conocido al marqués de Condorcet… lo siento, no hubiera debido decir marqués, y al diputado Buzot. ¿Recuerda, señora, a aquel individuo bajito y delgaducho que le cayó tan mal?

Qué grosero, pensó Brissot. Yo también soy bajito y delgaducho, lo cual es preferible a parecer un cerdo como tú.

– ¿Aquel individuo vanidoso y sarcástico que miraba a todos a través de unos quevedos?

– El mismo. Es Fabre d’Églantine, un gran amigo de Danton.

– Nunca lo hubiera imaginado -contestó la señora Roland-. Ah, ahí está mi marido.

Pétion y Brissot miraron asombrados al señor Roland, observando su calva, su solemne semblante, su piel macilenta y arrugada y su enjuto cuerpo. Podía haber sido el padre de su mujer, pensaron ambos.

– ¿Te diviertes, querida? -preguntó Roland a su esposa.

– He preparado los extractos que me pediste. He verificado las cifras y he redactado varios borradores para tu discurso ante la Asamblea. Cuando hayas decidido el que te gusta más, lo pasaremos en limpio. Todo está en orden.

– Es mi pequeña secretaria -dijo Roland, besando la mano de su esposa-. Soy muy afortunado. Sin ella estaría perdido.

– ¿No le gustaría tener un salón, señora? -preguntó Brissot-. No se sonroje, está perfectamente cualificada para ello. Los hombres que debatimos los grandes asuntos del momento necesitamos hacerlo bajo una dulce influencia femenina. -(Pomposo cretino, pensó Pétion)-. Para darle un tono más alegre e informal. Podría invitar a algunos caballeros del mundo de las artes.

– No -contesto secamente la señora Roland-. No invitaría a pintores, poetas ni actores por el mero hecho de ser artistas. Debemos ser serios. Aunque si además fueran patriotas, desde luego serían bien recibidos.

– Una respuesta muy inteligente -dijo Pétion-. ¿Invitaría usted al diputado Buzot? Tuve la impresión de que le cayó simpático.

– En efecto. Me pareció un joven íntegro, un patriota. Posee una gran fuerza moral.

(Y un hermoso rostro de expresión lánguida y melancólica, pensó Pétion, que sin duda contribuye a su atractivo. Dios se apiade de la pobre señora Buzot si ésta decide clavar sus garras en François-Léonard.)

– ¿Quiere que traiga a Louvet?

– No estoy segura. Creo recordar que escribió una obra un tanto censurable. Se ríe usted de mí, me toma por una provinciana. No se trata de eso, sino de sostener unos principios.

– Por supuesto. Pero Faublas es un libro totalmente inofensivo -contestó Brissot, sonriendo al imaginar al pálido y frágil Jean-Baptiste escribiendo un libro obsceno. La gente aseguraba que era autobiográfico.

– ¿Y Robespierre? -preguntó Brissot.

– Sí, traiga a Robespierre. Me intriga. Es muy reservado. Me gustaría descubrir su verdadera personalidad.

Quién sabe, pensó Pétion, quizá seas la primera mujer que lo consiga.

– Robespierre está siempre muy ocupado -dijo-. No tiene tiempo para disfrutar de una vida social.

– Mi salón no formará parte de la vida social de nadie -le corrigió dulcemente la señora Roland-. Será un foro donde se debatirán cuestiones serias e importantes que interesan a los patriotas y a los republicanos.

Preferiría que no hablara tanto de la república, pensó Brissot. Es un tema delicado. Le daré una lección.

– Si le gustan los republicanos, le traeré a Camille.

– ¿Quién es?

– Camille Desmoulins. ¿Acaso no se lo presentaron en el Club de los Jacobinos?

– Un joven de aspecto taciturno, con el cabello largo -dijo Pétion-. Tartamudea ligeramente, pero creo que aquel día no pronunció ningún discurso. Estaba sentado junto a Fabre, murmurando.

– Son muy amigos -dijo Brissot-. Unos grandes patriotas, desde luego, pero no precisamente unos ejemplos de virtudes cívicas. Camille hace pocas semanas que se ha casado y ya…

– Caballeros -terció Roland-, no creo que deban comentar eso delante de mi esposa.

Resultaba tan gris e insignificante junto a su alegre y dicharachera mujer, que Pétion y Brissot se habían olvidado de su presencia.

– El señor Desmoulins, querida -prosiguió Roland-, es un inteligente periodista aficionado a escribir artículos escandalosos. Se le conoce como el abogado de la Lanterne.

La señora Roland se sonrojó levemente y respondió con firmeza:

– No veo la necesidad de conocerlo.

– Es uno de los personajes de moda en París.

– ¿Y eso qué tiene que ver?

– Pues que es importante conocerlo -contestó Pétion.

– Según parece -dijo Brissot-, la señora Roland considera poco recomendables a Danton y a sus amigos.

– No es la única -dijo Pétion-. Danton posee ciertas cualidades, pero le faltan escrúpulos. Es despilfarrador, extravagante y uno no puede por menos que preguntarse de dónde saca el dinero. Los antecedentes de Fabre son más que dudosos. En cuanto a Camille, sin duda es inteligente y popular, pero un bala perdida.

– Sugiero -continuó Brissot-, que la señora Roland abra su apartamento a los patriotas entre el cierre de la Asamblea -hacia las cuatro de la tarde, en un día normal- y la reunión de los jacobinos a las seis. -(De este modo podrá abrirse de piernas a los patriotas un poco más tarde, pensó Pétion)-. Habrá un continuo ir y venir de gente, será muy agradable.

– Y útil -apostilló ella.

– Caballeros -dijo Roland-, creo que han tenido una gran idea. Como ven, mi esposa es una mujer culta y sensible -añadió, mirándola como un padre observando a su hija dar los primeros pasos.

– Me siento muy feliz de hallarme en París -dijo la señora Roland, radiante de emoción-. Durante años he observado, he estudiado, he discutido, conmigo misma, por supuesto; mi gran anhelo era regresar algún día. De haber sido una mujer de fe, habría rezado… Ansiaba que en Francia se estableciera una república. Ahora estoy aquí, en París, y mi sueño va a cumplirse. -Sonrió a los tres hombres, mostrando su blanca dentadura, de la que estaba muy orgullosa-. Antes de lo que imaginan.

Danton vio a Mirabeau en el Ayuntamiento. Eran las tres de la tarde de un día de finales de marzo. El conde estaba apoyado en la pared, con la boca ligeramente entreabierta, como si se recuperara de un violento esfuerzo. Danton se detuvo. Observó que el conde había cambiado desde su último encuentro, aunque no solía reparar en esas cosas.

– Mirabeau…

Mirabeau sonrió con tristeza y contestó:

– No debe llamarme de esa forma. A partir de ahora me llamo Riquetti. Los títulos nobiliarios han sido abolidos por la Asamblea. El decreto fue apoyado por Marie Joseph Paul Yves Roch Gilbert du Mottié, ci-devant marqués de Lafayette, y rechazado por el abate Mauray, hijo de un zapatero.

– ¿Se encuentra bien?

– Sí -respondió Mirabeau-. No. A decir verdad no me encuentro bien, Danton. Estoy enfermo. Siento un dolor aquí, y la vista empieza a fallarme.

– ¿Ha ido a ver al médico?

– He visto a varios. Dicen que mis dolencias se deben a mi carácter colérico, y me han recetado unas cataplasmas. ¿Sabe lo que pienso estos días, Danton?

– Procure reposar, o al menos siéntese en una silla -contestó Danton, como si hablara con un niño o un anciano.

– No necesito una silla. ¿Sabe lo que pienso? -repitió Mirabeau, apoyando una mano en el brazo de Danton-. Pienso en la muerte del viejo Rey. Cuando murió, según me han contado, no encontraron a nadie dispuesto a ponerle la mortaja. El hedor era tan atroz, el espectáculo tan dantesco, que nadie de su familia se atrevía a acercarse al cadáver, y los sirvientes se negaron en redondo. Al fin trajeron a unos pobres campesinos, les pagaron una determinada cantidad y lo colocaron en el ataúd. Ese fue el fin del Rey. Dicen que uno de los campesinos murió poco después. Ignoro si es cierto. Cuando trasladaron el ataúd a la cripta, la multitud comenzó a escupir y a gritar obscenidades. «¡Ahí va el placer de las damas!», decían. ¡Dios! Se creen invulnerables porque reinan por la gracia de Dios, creen tener a Dios en el bolsillo. Hacen caso omiso de mis consejos, unos consejos sinceros y leales. Deseo salvarlos, soy el único que puede hacerlo. No tienen el menor sentido común, ignoran lo que es la compasión. -Mirabeau presentaba un aspecto envejecido; su rostro estaba rojo de ira, pero debajo asomaba una palidez mortal-. Me siento muy cansado. Mi tiempo se ha agotado. Si creyera en un veneno lento, Danton, diría que alguien me ha envenenado, porque siento que me estoy muriendo lentamente. -Danton observó que Mirabeau tenía los ojos llenos de lágrimas-. Salude de mi parte a su querida esposa. Y al pobre Camille. Debo volver a mi trabajo.


El 27 de marzo, el ci-devant conde de Mirabeau se desplomó súbitamente aquejado de fuertes dolores y fue trasladado a su vieja casa, situada en la rue Chaussée-de-l’Antin. Falleció sin haber recuperado el conocimiento el 2 de abril, a las ocho y media de la mañana.


Camille se había instalado en la chaise-longue de terciopelo azul, pertrechado tras sus libros. Las tiendas habían cerrado, en señal de respeto, y las calles estaban casi desiertas. El funeral iba a celebrarse esta noche, a la luz de las antorchas.

Camille había ido a verlo a su casa. Mirabeau padece fuertes dolores, le habían dicho, no puede recibirle. Camille rogó que le permitieran verlo, siquiera unos segundos. Es imposible. Estampe su firma en el libro de visitas que hay junto a la puerta.

Al toparse con uno de los ginebrinos, este le dijo:

– Mirabeau preguntó por usted, pero le dijimos que no había venido.

La Corte enviaba a un mensajero dos veces al día para interesarse por el estado del enfermo. Tiempo atrás, cuando Mirabeau pudo haberlos ayudado, le volvieron la espalda. Ahora todo estaba olvidado, la desconfianza, las evasivas, el orgullo, la codiciosa garra de un egocéntrico sobre el futuro de la nación. La gente se lamenta de su muerte y expresa su temor ante el futuro.

Sobre la mesa de Camille yacía una hoja con una nota escrita en una letra casi ilegible. Danton la cogió y leyó en voz alta:

– «Id, estúpidos, y postraos ante la tumba de este dios…» No entiendo lo que sigue.

– «este dios de los mentirosos y de los ladrones.»

Danton dejó el papel, escandalizado.

– No puedes escribir eso. Todos los periódicos del país alaban la figura de Mirabeau. Barnave, uno de sus más duros detractores, ha pronunciado un panegírico en el Club de los Jacobinos. Esta noche la Comuna y todos los miembros de la Asamblea se unirán al cortejo fúnebre. Hasta sus enemigos lo ensalzan. Si publicas ese artículo, Camille, te desollarán vivo. Lo digo en serio.

– Escribiré lo que me plazca -replicó Camille-. La opinión es libre. Si los demás son unos hipócritas, allá ellos. No voy a variar de opinión porque haya muerto.

– ¡Dios! -exclamó Danton, y salió precipitadamente.

Había anochecido. Lucile había ido a la rue Condé. Habían transcurrido diez minutos; Camille permanecía sentado en la habitación, en la penumbra. Jeanette asomó la cabeza y preguntó:

– ¿No desea hablar con nadie?

– No.

– Sólo ha venido el diputado Robespierre.

– Hazlo pasar.

Al cabo de unos instantes entró Robespierre. Estaba pálido y tenía aspecto fatigado. Cogió una silla y se sentó junto a Camille.

– Tienes mala cara -dijo Camille.

– Apenas duermo. Sufro pesadillas, y cuando me despierto, me cuesta respirar -contestó Robespierre, llevándose la mano al pecho. Temía la llegada del verano, el sofocante calor en las calles y edificios públicos-. Estoy enfermo, me siento débil.

– ¿Te apetece que abra una botella de vino para brindar por los gloriosos difuntos?

– No, gracias. He bebido demasiado. Me conviene no beber por las tardes.

– Pero si ya ha anochecido -insistió Camille. Luego añadió-: ¿Qué va a suceder ahora, Max?

– La Corte buscará un nuevo consejero. Y la Asamblea un nuevo amo. Él era su amo, tienen una naturaleza servil, al menos eso diría Marat. -Robespierre se acercó a Camille. Su complicidad era total; sólo ellos habían comprendido a Mirabeau-. Barnave tratará de ocupar su lugar, pero está muy lejos de ser un Mirabeau.

– Tú detestabas a Mirabeau -dijo Camille.

– Te equivocas -contestó Robespierre bruscamente-. Yo no odio. Es un sentimiento que nubla el juicio.

– Yo no tengo juicio.

– Por eso trato de guiarte. Eres capaz de juzgar acontecimientos, pero no a las personas. Estabas demasiado unido a Mirabeau. Era peligroso para ti.

– Sí. Pero me gustaba.

– Lo sé. Reconozco que fue generoso contigo, te dio confianza en ti mismo. Se comportó casi como un padre.

¿Es ésa la impresión que te dio?, pensó Camille. Mis sentimientos, en cambio, no eran del todo filiales.

– No todos los padres son buenos -dijo.

Max guardó silencio durante unos minutos. Luego dijo:

– En el futuro, debemos elegir con más cuidado a nuestras amistades. Quizá debamos deshacernos de algunas… -Robespierre se detuvo de pronto, consciente de que había dicho lo que había venido a decirle.

Camille lo miró en silencio. Al cabo de unos instantes, dijo:

– Quizá no hayas venido a hablar de Mirabeau. Tal vez me equivoque, pero quizás hayas decidido revelarme que no piensas casarte con Adèle.

– No quiero herir a nadie -contestó Robespierre, rehuyendo la mirada de Camille.

Los dos hombres permanecieron unos minutos en silencio. De pronto entró Jeanette, les dirigió una sonrisa y encendió las lámparas. Cuando se hubo marchado, Camille se levantó de un salto y exclamó furioso:

– ¡Explícate!

– Es difícil. Te ruego que tengas un poco de paciencia.

– ¿Pretendes que se lo comunique yo?

– Sí. Sinceramente, no sé cómo decírselo. Apenas conozco a Adèle.

– ¡Pero sí sabías lo que hacías!

– No me grites. No existe un compromiso en firme entre los dos. No puedo seguir así. Hay muchos hombres, mejores que yo, que estarán encantados de casarse con ella. Ni siquiera sé cómo empezó todo. No puedo permitirme el lujo de contraer matrimonio.

– ¿Por qué?

– Porque… estoy demasiado ocupado. Trabajo porque es mi deber. No tendría tiempo para dedicárselo a mi familia.

– Pero bien tienes que comer y dormir, ¿no? Necesitas un hogar. Adèle sabe que tu trabajo te absorbe.

– Ése no es el único motivo. Es posible que tenga que sacrificarme por la Revolución. No me importaría hacerlo…

– ¿Sacrificarte?

– ¿Y si tuviera que dar mi vida por la Revolución?

– ¿A qué te refieres?

– Se quedaría viuda por segunda vez.

– ¿Acaso has estado hablando con Lucile? Está convencida de que estallará una epidemia de peste bubónica. O que moriremos aplastados por una carroza. O que nos matarán los austriacos, lo cual reconozco que es bastante probable. Por supuesto que un día morirás. Pero si todos nos dejáramos llevar por tu pesimismo, la raza humana ya se habría extinguido.

– Lo sé -contestó Robespierre-. Has hecho muy bien en casarte, aunque tu vida corra peligro. Pero el matrimonio no está hecho para mí.

– Hasta los curas se casan. Tú mismo defendiste en la Asamblea su derecho a hacerlo. Tus opiniones son contrarias al espíritu de la época.

– Lo que hagan los curas y lo que haga yo son dos cosas muy distintas. La mayoría de ellos no soportaban el celibato.

– ¿Y tú? ¿Te resulta fácil?

– No se trata de si me resulta fácil o difícil.

– ¿Qué fue de aquella chica de Arras que se llamaba Anaïs? ¿Te hubieras casado con ella en otras circunstancias?

– No.

– ¿Entonces no es culpa de Adèle?

– No.

– Simplemente no quieres casarte.

– Eso es.

– Pero no por los motivos que aduces.

– No me acoses, no estamos ante un tribunal -protestó Robespierre, levantándose y paseándose nervioso por la habitación-. Sé que me consideras cínico y cruel, pero te equivocas. Aspiro a lo que todo el mundo, pero no puedo comprometerme sabiendo, temiendo… lo que el futuro puede depararme.

– ¿Temes a las mujeres?

– No.

– Reflexiona antes de responder.

– Siempre trato de ser sincero.

– Lo cierto -dijo Camille intencionadamente-, es que a partir de ahora la vida será muy distinta para ti. Aunque no te guste, las mujeres te encuentran atractivo. He observado que se precipitan sobre ti, jadeando de pasión. Cada vez que te levantas en la Asamblea para pronunciar un discurso, se percibe un murmullo de carnalidad en las galerías por parte del público femenino. Hasta ahora el hecho de estar comprometido las contenía, pero a partir de este momento te perseguirán por doquier intentando arrancarte la ropa. Piensa en ello.

Robespierre se sentó de nuevo. Su rostro expresaba consternación y disgusto.

– Cuéntame el verdadero motivo -dijo Camille.

– Ya te lo he dicho -contestó Robespierre. En el fondo de él bullían unas imágenes que le aterraban. Una mujer, con el cabello recogido en un moño; el crepitar del fuego en la chimenea; el zumbido de las moscas. Miró a Camille y dijo-: Trata de comprenderme. Quería decirte algo… pero lo he olvidado. En todo caso, necesito tu ayuda.

Camille alzó la mirada hacia el techo durante unos instantes y luego respondió.

– De acuerdo. No te preocupes. Ya se me ocurrirá algo. Lo que temes es que si te casas con Adèle quizá llegues a amarla. Si tienes hijos, los amarás más que a nada en este mundo, más que tu patriotismo, más que la democracia. Si tus hijos se hacen adultos y se convierten en traidores, ¿podrás exigir su muerte, como hacían los romanos? Quizá no seas capaz de ello. Temes que si amas a las personas no serás capaz de cumplir con tu deber, porque se trata de otra clase de amor que el que sientes hacia tu patria. En realidad, tu problema con Adèle es culpa mía y de Annette. Nos gustaba la idea, y procuramos atraerte hacia Adèle. Tú eras demasiado educado para resistirte. Ni siquiera la habías besado. Por supuesto, no lo harías. Lo sé, tu trabajo está ante todo. Nadie va a hacer lo que vas a hacer tú, e incluso has renunciado, en la medida de lo posible, a las necesidades y debilidades humanas. Ojalá pudiera ayudarte más.

Robespierre miró fijamente a Camille, tratando de adivinar si se estaba burlando de él, pero era evidente que hablaba en serio.

– Cuando éramos niños -dijo Robespierre-, la vida no nos resultó fácil a ninguno de los dos, ¿no es cierto? Pero nos ayudamos mutuamente. Los años en Arras, los años intermedios, fueron los peores. Ahora no me siento tan solo.

– Hummm. -Camille buscaba una fórmula, una fórmula que contuviera lo que su intuición rechazaba-. La Revolución es tu esposa -dijo al fin-. Como la Iglesia es la esposa de Jesucristo.


– En fin -dijo Adèle-, ahora tendré que soportar que Jérôme Pétion me mire fijamente el escote mientras murmura consignas sentimentales. En realidad, hace semanas que me he dado cuenta de la situación. De ahora en adelante, Camille, procura no inmiscuirte en la vida de los demás.

Camille estaba asombrado de que se lo tomara con tanta tranquilidad.

– ¿No sientes deseos de echarte a llorar?

– No. Debo reflexionar.

– Hay muchos hombres, Adèle.

– Lo sé.

– ¿Le guardas rencor?

– Por supuesto que no. Espero que podamos ser amigos. Supongo que eso es lo que él quiere.

– Desde luego. Me alegro mucho. Si hubieras reaccionado de otra forma, me habrías colocado en una situación delicada.

Adèle lo miró con afecto.

– Eres el ser más egoísta del mundo, Camille.


– Es un eunuco -dijo Danton, soltando una carcajada-. Esa muchacha no sabe la suerte que ha tenido de no casarse con él. Hubiera tenido que imaginarlo.

– ¿A qué viene tanto jolgorio? -protestó Camille-. Trata de ponerte en su lugar, de comprenderlo.

– ¿Comprenderlo? Lo comprendo perfectamente. Es muy fácil.

Danton se lo contó a todos los asiduos del Café des Arts. Lo sabía de buena tinta. El diputado Robespierre era sexualmente impotente. Se lo contó a sus colegas en el Ayuntamiento, a varios diputados, a las actrices del Théâtre Montansier, y a la práctica totalidad de los miembros del Club de los Cordeliers.


En abril de 1791, el diputado Robespierre se opuso a la tasación de bienes de futuros diputados y defendió la libertad de expresión. En mayo apoyó la libertad de prensa, se manifestó contrario a la esclavitud y pidió derechos civiles para los mulatos de las colonias. Cuando se debatía una nueva legislación, propuso que los miembros de la actual Asamblea no fueran elegidos para un segundo mandato y que cedieran el paso a hombres nuevos. Fue escuchado durante dos horas en respetuoso silencio, y su moción resultó aprobada. Durante la tercera semana de mayo, cayó enfermo debido a un agotamiento nervioso y exceso de trabajo.

A finales de mayo exigió infructuosamente la abolición de la pena de muerte.

El 10 de junio fue elegido fiscal. El magistrado superior de la ciudad dimitió para no tener que trabajar para él, y Pétion asumió el cargo que éste había dejado vacante. Poco a poco, como habrá podido verse, nuestros personajes van alcanzando el poder que ansían.

IV. Más hechos de los apóstoles

(1791)

Estamos a finales de Cuaresma. El Rey decide que el domingo de Pascua no desea recibir la comunión de manos de un sacerdote «constitucional». Ni tampoco desea provocar las iras de los patriotas.

Por tanto decide pasar la Pascua tranquilamente en Saint-Cloud, lejos del vigilante ojo de la ciudad.

Sus planes llegan a oídos de algunos.


Domingo de Ramos en el Ayuntamiento.

– Lafayette.

Era la voz que el general había venido a asociar con todas las calamidades. Danton se colocó frente a él y le dirigió la palabra, obligándole a contemplar su grotesco rostro:

– Lafayette, esta mañana un sacerdote refractario, un jesuita, dirá misa en las Tullerías.

– Estás mejor informado que yo -respondió Lafayette, notando que se le secaba la boca.

– No lo toleraremos -dijo Danton-. El Rey ha aceptado los cambios que se han producido en la Iglesia. Los ha suscrito. Si sigue adelante con sus planes, habrá represalias.

– Cuando la familia real parta hacia Saint-Cloud -respondió Lafayette-, la Guardia Nacional acordonará la zona de su partida, y si es necesario les proporcionaré una escolta. No te interpongas en mi camino, Danton.

Danton sacó del bolsillo de su casaca un pedazo de papel enrollado.

– Es un cartel redactado por el batallón de cordeliers -dijo-. ¿Te gustaría leerlo?

– ¿Obra del incisivo señor Desmoulins?

Lafayette miró el papel.

– ¿Exiges a la Guardia Nacional que impida al Rey partir de las Tullerías? -preguntó, mirando fijamente a Danton-. Mis órdenes serán otras. Por lo tanto, les instas a que se amotinen.

– Es una forma de expresarlo.

Danton observó el congestionado semblante del general, que parecía a punto de estallar.

– No pensaba que la intolerancia religiosa fuera uno de tus vicios, Danton. ¿Qué más te da quién administre al Rey la comunión? Según él, debe procurar salvar su alma. ¿Qué te importa a ti eso?

– Me importa el hecho de que el Rey rompa sus promesas y se burle de la ley. No es una insignificancia el que se proponga abandonar París y partir para Saint-Cloud, y de Saint-Cloud pasar a la frontera, donde se colocará a la cabeza de los emigrados.

– ¿Quién te ha comunicado sus intenciones?

– Puedo adivinarlas.

– Te expresas como Marat.

– Lamento que pienses eso.

– Solicitaré una reunión de urgencia de la Comuna. Pediré que se declare la ley marcial.

– Adelante -contestó Danton-. ¿Sabes cómo te llama Camille Desmoulins? El Don Quijote de los Capetos.


Una sesión de urgencia. El señor Danton influyó en los dóciles y pacíficos miembros de la Comuna para que votaran contra la ley marcial. Lafayette, en un arrebato de furia, ofreció al alcalde Bailly su dimisión. El señor Danton hizo notar que el alcalde no tenía competencias para aceptarla; si el general deseaba dimitir, tendría que visitar cada una de las cuarenta y ocho Secciones y comunicarles su intención.

Para más inri, el señor Danton había llamado cobarde al general Lafayette.


Las Tullerías, el lunes de Semana Santa, a las once y media de la mañana.

– Es una locura -afirma el alcalde Bailly-, hacer venir aquí al batallón de los cordeliers.

– Querrás decir el batallón número 3 -le rectificó Lafayette. Cerró los ojos, pues tenía jaqueca.

La familia real subió a la carroza, y allí permaneció. La Guardia Nacional desobedeció las órdenes de Lafayette. No permitieron que se abrieran las puertas de palacio. La multitud no dejaría que pasara la carroza. La Guardia Nacional se negaba a obligar a la multitud a dispersarse. La gente se puso a cantar el Ça Ira. El primer mayordomo de la alcoba real fue atacado. El Delfín rompió a llorar. El año pasado, y el antepasado, sus lágrimas podían haber despertado la compasión de la muchedumbre. Pero si sus padres no querían someter al niño a aquel sufrimiento, que lo hubieran dejado en palacio.

Lafayette insultó a sus hombres. Permaneció sentado sobre su caballo blanco, temblando de ira, mientras el animal relinchaba y sacudía la cabeza nervioso.

El alcalde pidió orden, pero fue en vano. Dentro de la carroza, los monarcas se miraron preocupados.

– ¡Cerdo! -gritó un hombre al Rey-. Te pagamos veinticinco millones al año, así que tienes que obedecernos.

– Proclama la ley marcial -ordenó Lafayette a Bailly.

Bailly no se movió.

– Haz lo que te ordeno.

– No puedo.

La paciencia de todos se agotaba. Al cabo de casi dos horas, los Reyes se habían hartado. Al entrar de nuevo en las Tullerías, la Reina se giró hacia Lafayette y dijo:

– Como habrá podido comprobar, no somos libres.

Era la una y cuarto de la tarde.


Ephraim, un agente al servicio de Federico Guillermo de Prusia,

a Laclos, al servicio del duque de Orléans


Durante unas horas, nuestra posición fue brillante. Incluso llegué a pensar que su augusto patrono se disponía a colocar a su primo en el trono; pero estaba equivocado. Lo único que me satisface de este asunto es el hecho de haber hundido a Lafayette, lo cual no es poco. Lamento que nuestras 500.000 libras han sido desperdiciadas; no podemos disponer todos los días de semejante suma de dinero, y el rey de Prusia se cansará de pagar.


Un hermoso día de junio, Philippe se hallaba en el camino de Vincennes, conduciendo a Agnès de Buffon en su ligero carruaje. Les seguía a corta distancia un nuevo vehículo, de grandes dimensiones, conocido como «berlina».

El duque lo detuvo con un restallido del látigo.

– Hola, Fersen. No corra tanto, hombre, que se va a partir el cuello.

El amante de la Reina era un conde sueco, alto y enjuto.

– Estoy probando mi nuevo carruaje, señor.

– ¿De veras? -Philippe observó las elegantes ruedas color limón, la carrocería verde oscuro y los adornos de nogal.

– ¿Se marcha de viaje? Es un poco grande, ¿no? ¿Va a llevarse a todas las chicas del coro de l’Opéra?

– No -le contestó Fersen, inclinando la cabeza respetuosamente-. Se las dejo a usted.

El duque observó el carruaje mientras se alejaba por el camino.

– Me pregunto… -dijo a Agnès-. Sería muy típico del Rey utilizar ese ardid para huir a la frontera.

Agnès sonrió. Se echaba a temblar de pensar que Philippe pudiera llegar a ser Rey algún día.

– Y no te hagas el inocente conmigo, Fersen -dijo el duque, con la mirada fija en la carretera-. Todos sabemos lo que haces cuando no estás en las Tullerías. Su última amiguita es una acróbata de circo, imagínate. Aunque cualquier cosa es mejor que esa arpía austríaca.


El niño, Antoine, se despertó a las seis y observó la luz del sol que se filtraba a través de los postigos. Cuando se cansó, comenzó a berrear.

Gabrielle acudió apresuradamente.

– Eres un pequeño tirano -murmuró.

El niño alzó los brazos para que su madre lo cogiera. Gabrielle lo sacó de la cuna y lo llevó a su dormitorio. Las dos camas estaban separadas del resto de la habitación por una cortina que servía para delimitar el territorio privado del matrimonio, del patriótico circo en el que se había convertido su dormitorio. Lucile tenía el mismo problema, dijo. Quizá deberían mudarse a otra vivienda más grande. Pero no, todo el mundo conocía la casa de Danton, éste no querría mudarse. Además, era muy complicado trasladarse de casa.

Gabrielle se metió en la cama, estrechando a su hijito entre sus brazos. Su padre estaba acostado en la otra cama, profundamente dormido.

A las siete sonó el timbre de la puerta. Gabrielle sintió que el corazón le daba un vuelco, temiéndose que fueran malas noticias. Oyó a Catherine protestar y al cabo de unos instantes la puerta del dormitorio se abrió bruscamente.

– ¡Fabre! -exclamo Gabrielle-. ¿Qué ha pasado? ¿Han llegado los austriacos?

Fabre se precipitó sobre Danton y empezó a sacudirlo para despertarlo.

– Se han ido, Danton. El Rey, su esposa, su hermana, el Delfín. Todos.

Danton se incorporó inmediatamente.

– Lafayette estaba a cargo de la seguridad -dijo-. O se ha vendido a la Corte, traicionándonos, o es un majadero. De todos modos, lo tengo acorralado. Dame mis ropas, mujer.

– ¿Adónde vamos? -preguntó Fabre.

– En primer lugar, al Club de los Cordeliers. Localiza a Legendre y dile que reúna a unos cuantos hombres. Luego iremos al Ayuntamiento, y después a la Escuela de Equitación.

– ¿Y si no logran detenerlos? -inquirió Fabre.

– ¿Qué más da? -respondió Danton-. Lo importante es que la gente los haya visto huir.

Siempre da con la respuesta oportuna, pensó Fabre.

– ¿Sabías que iba a suceder esto? ¿Deseabas que sucediera?

– Estoy seguro de que los atraparán. Luis es un desgraciado -dijo Danton-. A veces siento lástima de él.


Grace Elliot: «No dudo de que Lafayette les ayudó a huir, y más tarde, temiendo ser descubierto, los traicionó.»


Georges-Jacques Danton, dirigiéndose a los miembros del Club de los Cordeliers: «Al defender la monarquía hereditaria, la Asamblea Nacional ha reducido a Francia a la esclavitud. Debemos abolir el nombre y la función del Rey; debemos convertir este reino en una república.»


Alexandre de Beauharnais, presidente de la Asamblea: «Señores, el Rey ha huido durante la noche. Procedamos con el orden del día.»


La multitud aclamó a Danton cuando éste llegó a la Escuela de Equitación, acompañado por una pequeña escolta militar.

– ¡Viva Danton, nuestro padre! -gritó una voz.

Danton se quedó atónito.

Más tarde, el señor Laclos llegó a la rue des Cordeliers. Observó a Gabrielle atentamente, no con una mirada lujuriosa, sino como si la estuviera estudiando. Ella se ruborizó. Todo el mundo ha debido darse cuenta de que me he engordado, pensó. Laclos lanzó un pequeño suspiro.

– Hace mucho calor, ¿no le parece, señora Danton? -preguntó, quitándose los guantes. Luego se dirigió a Danton y añadió-: Debemos hablar de ciertos asuntos.

Tres horas más tarde volvió a ponerse los guantes y se marchó.

París sin el Rey. Un imbécil había colgado una pancarta en las Tullerías que decía: Se alquila local. Danton no cesaba de hablar de la república. En el Club de los Jacobinos, Robespierre se puso en pie para contestarle, ajustándose la corbata con sus delgados dedos de uñas mordidas:

– ¿Qué es una república? -preguntó.

Danton debe definir claramente el término. Maximilien de Robespierre no acepta nada a ojos cerrados.


El duque descargó un violento puñetazo en la frágil mesa, incrustada con un dibujo de rosas, cintas y violines.

– No me hables como si tuviera tres años -rugió.

Félicité de Genlis tenía mucha paciencia. Sonrió decidida. Si fuera necesario estaba dispuesta a discutir todo el día con el duque.

– La Asamblea te ha pedido que aceptes el trono en caso de que quede vacante -dijo.

– ¡Y dale! -contestó el duque-. Eso ya lo sabemos. No te pongas pesada.

– No te exaltes, querido. En primer lugar, permíteme decirte que no es probable que el trono quede vacante. Tengo entendido que el viaje de tu primo se ha visto bruscamente interrumpido. En estos momentos está de regreso a París.

– Sí -contestó el duque, sonriendo satisfecho-. El muy idiota. ¡Mira que dejarse atrapar! Han enviado a Barnave y a Pétion para que los escolten. Espero que el diputado Pétion le diga al Rey lo que todos pensamos de él.

– Como sabes -continuó Félicité-, la actual Asamblea ha redactado la nueva constitución, que está lista para ser firmada por el Rey. La Asamblea desea instaurar un clima de estabilidad. Los cambios han sido tan rápidos y profundos que la gente está deseosa de que se restituya el orden. Es posible que dentro de un mes Luis sea colocado de nuevo en el trono, como si nada hubiera sucedido.

– ¡Pero se ha fugado! ¡Es el Rey de este país, y se ha fugado de él!

– Puede que la Asamblea no interprete sus actos de este modo.

– ¿Acaso existe otra interpretación? Perdona, soy un hombre torpe y sencillo…

– No. Pero son muy ingeniosos. Sobre todo los abogados.

– No me fío de ellos -dijo Philippe-. Son una pandilla de embaucadores.

– Piensa un poco, querido. Si Luis es restituido en el trono, no debes dar la impresión de que estás ansioso de ocupar su puesto.

– Pero lo estoy -respondió Philippe. ¿Qué demonios se proponía Félicité? ¿Acaso no era esto lo que había provocado todos los disturbios de los últimos años? ¿Acaso no había soportado, para llegar a ser Rey, la compañía de gentes que no eran caballeros, que no sabían cazar, que no sabían distinguir a un purasangre de un podenco? ¿Acaso no había tolerado, para llegar a ser Rey, los paternalistas consejos del imbécil de Laclos? ¿Acaso no había sentado a su mesa, para llegar a ser Rey, a ese bruto de Danton, que no paraba de mirar descaradamente a su amante Agnès y a su ex amante, Grace? ¿Acaso para llegar a ser Rey no había cesado de pagar, pagar y pagar?

Félicité cerró los ojos. Cuidado, se dijo. Habla con cuidado, pero habla: por la nación, por los hijos de este hombre, a los que he criado. Y por nosotros.

– Reflexiona, querido.

– ¿Qué reflexione? -explotó el duque-. Muy bien, no te fías de mis seguidores. Yo tampoco. Ya les tengo calados.

– Lo dudo.

– ¿Crees que voy a dejar que esos cretinos me manipulen a su antojo?

– No eres el hombre capaz de frenar sus ambiciones, Philippe. Te tragarán vivo, a ti, a tus hijos y a todas las personas de tu entorno. ¿No te das cuenta de que unos hombres que son capaces de destruir a un Rey pueden destruir a otro? ¿Crees que tendrían el menor escrúpulo en deshacerse de ti cuando ya no les sirvas? Te utilizarán hasta que puedan prescindir de ti. ¿Recuerdas cuando cayó la Bastilla? Luis te decía que fueras aquí y allá, que regresaras a Versalles, que te fueras de Versalles… Te tenía dominado. Te quejabas de no tener libertad. Ahora, desde el momento en que digas: «Sí, quiero ser Rey», volverás a renunciar a tu libertad. A partir de ese día, vivirás encerrado en una cárcel. No una cárcel con barrotes y cadenas, sino una cárcel dorada que el señor Danton construirá para ti. Una cárcel con una asignación anual, con protocolo, con fiestas, con representaciones de ballet, con bailes de disfraces y carreras de caballos.

– El ballet no me gusta -dijo el duque-. Me aburre.

Félicité se alisó la falda y observó sus manos. Las manos de una mujer siempre traicionan su edad, pensó. Durante un tiempo existía la esperanza de un mundo más justo, más limpio. Nadie había tenido más esperanzas que ella, ni se había esforzado más para alcanzarlas.

– Una cárcel -repitió-. Te engañarán, te mantendrán distraído y ocupado mientras ellos se reparten el pastel. Ese es su objetivo.

Philippe se la quedó mirando.

– Te crees más lista que yo, ¿no es así? -preguntó.

– Mucho más, querido, mucho más.

– Siempre he reconocido mis limitaciones -dijo él, bajando la vista.

– Lo cual demuestra que eres más sabio que la mayoría de los hombres. Y más sabio que esos manipuladores que tanto admiras.

Eso complació a Philippe. Pensó vagamente que quizá conseguiría engañarlos.

– ¿Qué debo hacer, Félicité? Dímelo, te lo ruego.

– No tengas más tratos con ellos. Defiende tu buen nombre. Niégate a hacer de títere.

– ¿Pretendes… pretendes… que me presente en la Asamblea y les diga no, no quiero el trono, quizá pensasteis que lo ambicionaba, pero estabais equivocados?

– Coge este papel. Siéntate. Escribe lo que yo te dicte.

Félicité se apoyó en el respaldo de la silla. Tenía las palabras preparadas en la mente. Es muy precario, pensó. Si consiguiera apartarlo de toda influencia ajena, impedir que ellos lo persuadan… Pero eso es imposible. He tenido suerte de tenerlo a solas durante una hora.

Era preciso obrar con rapidez, antes de que Philippe cambiara de opinión.

– Firma aquí. Ya está.

Philippe arrojó la pluma sobre la mesa, manchando las rosas, las cintas y los violines.

– Laclos me matará -gimió.

Félicité le acarició la cabeza como si tranquilizara a un niño con dolor de barriga y cogió el papel para corregir la puntuación.


Cuando el duque comunicó a Laclos su decisión, éste se inclinó ante él y respondió: «Como guste, milord», y se retiró. Más tarde se preguntó por qué le había hablado en inglés. Al llegar a su casa, agarró una botella de coñac y se la bebió entera.

Cuando llegó a la vivienda de Danton, atravesó la sala de estar tambaleándose y sujetándose en los muebles, hasta dejarse caer en un sillón.

– Ten paciencia -dijo-. Estoy a punto de pronunciar una frase profunda.

– Me marcho -dijo Camille.

No le interesaba lo que pudiera decir Laclos. Prefería no conocer los detalles de los líos de Danton; y aunque sabía que debía considerar a Philippe simplemente como un medio para alcanzar un fin, resultaba muy difícil cuando todo el mundo se había portado también con uno. Cada vez que un cordelier se presentaba en su casa, gritando a voz en cuello, recordaba el regalo de bodas que quería hacerle el duque, consistente en una vivienda de doce habitaciones, y le entraban ganas de romper a llorar.

– Siéntate, Camille -dijo Danton.

– Puedes quedarte -dijo Laclos-, pero no se te ocurra repetir lo que voy a contaros.

– Adelante -dijo Danton.

– Mis observaciones se dividen en tres partes. Una, Philippe es un cretino integral. Dos, Félicité es una puta asquerosa.

– De acuerdo -contestó Danton-. ¿Y la tercera?

– Un golpe de Estado -respondió Laclos, mirando a Danton sin alzar la cabeza.

– Vamos, no te excites.

– Obliga a Philippe, hazle comprender que debe cumplir con su deber. Colócalo en una posición en la que… -recitó Laclos, mientras movía la mano derecha como si partiera un trozo de carne.

– ¿Qué es lo que pretendes exactamente? -preguntó Danton.

– La Asamblea decidirá restituir a Luis en el trono. Porque lo necesitan para que su bonita constitución funcione. Porque son hombres del Rey, Danton, porque el maldito Barnave ha sido comprado. -De pronto, Laclos fue presa de un ataque de hipo-. Y si no lo había sido, lo habrán comprado ahora, después del viajecito desde la frontera con la puta austríaca. Tienen unas ideas delirantes. ¿Has visto la proclamación de Lafayette?: «Los enemigos de la Revolución se han apoderado de la persona del Rey.» Hablan de secuestro -dijo Laclos, asestando un puñetazo en el reposabrazos del sillón-. Dicen que condujeron a ese imbécil gordinflón hasta la frontera contra su voluntad. Son capaces de decir cualquier cosa con tal de salvarse. Cuando pretenden engañar tan miserablemente al pueblo, ¿acaso no es hora de derramar un poco de sangre, Danton?

Laclos se miró los pies y prosiguió:

– La voluntad del pueblo debe incidir en la Asamblea. La gente jamás perdonará a Luis por haberlos abandonado. Por tanto, dignum et justum est, aequum et salutare que la Escuela de Equitación haga lo que le ordenemos. Por consiguiente, les haremos una petición. Puede redactarla el mismo Brissot. Pediremos que Luis sea depuesto. La petición estará respaldada por los cordeliers. Quizá consigamos convencer a los jacobinos para que la firmen. El 17 de julio, toda la ciudad se congregará en los Campos de Marte para celebrar la toma de la Bastilla. Nosotros aprovecharemos para conseguir que miles de personas firmen nuestra petición. Luego la llevaremos a la Asamblea. Si la rechazan, la gente invadirá la Asamblea para imponer su sagrada voluntad, etcétera, etcétera. Más tarde, con calma, redactaremos la doctrina que ha impulsado la acción.

– ¿Sugieres que empleemos a las fuerzas armadas contra la Asamblea?

– Sí.

– ¿Contra nuestros representantes?

– No representan nada.

– ¿Que se produzca un baño de sangre?

– ¡Maldito seas! -gritó Laclos enfurecido-. ¿Acaso hemos llegado hasta aquí para rendirnos? ¿Crees que puedes organizar una revolución sin derramamiento de sangre?

– No he dicho eso.

– Ni siquiera Robespierre cree que seas capaz de hacerlo.

– Sólo quería que me aclararas tus intenciones.

– Ya.

– ¿Y si conseguimos deponer a Luis?

– Nos repartimos el botín.

– ¿Con Philippe?

– Ha rechazado el trono en una ocasión. Pero esta vez, aunque tenga que estrangular a Félicité con mis propias manos, le obligaré a cumplir con su deber. Nosotros gobernaremos el país, Danton. Nombraremos a Robespierre, que es un hombre honesto, ministro de Finanzas. Repatriaremos a Marat y dejaremos que se las entienda con los suizos. Haremos…

– Esto no es serio, Laclos.

– Lo sé, lo sé -respondió éste, tratando de ponerse en pie-. Sé lo que pretendes. Un mes después del ascenso de Philippe el Ingenuo, el cuerpo del señor Laclos es hallado tendido en la calle, muerto. A causa de un accidente de tráfico. Dos meses más tarde, el rey Philippe es hallado tendido en la calle, muerto, debido también a un accidente de circulación. Es que aquel tramo está en muy mal estado. Los herederos de Philippe mueren accidentalmente y se produce el fin de la monarquía y el advenimiento del reinado del señor Danton.

– Tienes una imaginación muy viva.

– Dicen que cuando uno se excede en la bebida empieza a ver serpientes por todas partes -respondió Laclos-. Serpientes, dragones y cosas así. ¿Lo harías, Danton? ¿Te arriesgarías conmigo?

Danton no respondió.

– Creo que sí -dijo Laclos, oscilando levemente y extendiendo los brazos-. Triunfo y gloria. Luego quizá me matarías. Pero no me importa correr ese riesgo con tal de que mi nombre figure en los libros de historia. Me aterra el anonimato. Me aterra una miserable y mediocre vejez, saris todo, como dice el poeta inglés. «Ahí va el desgraciado de Laclos. Escribió un libro cuyo título no recuerdo.» Me marcho -dijo con aire digno-. Sólo te pido que reflexiones.

Al salir se topó con Gabrielle.

– Una mujer encantadora -farfulló Laclos. Luego lo oyeron bajar atropelladamente la escalera.

– Supuse que querrías saberlo -dijo Gabrielle-. Han regresado.

– ¿Los Capeto? -preguntó Camille.

– Sí, la familia real. -Gabrielle salió y cerró la puerta sigilosamente tras ella.

El calor y el silencio se habían adueñado de la ciudad.

– Las crisis me emocionan -dijo Camille. Una breve pausa. Danton lo miró fijamente-. En el futuro me encargaré de recordarte tus recientes alegatos republicanos. Estaba pensando en ello cuando se presentó Laclos. Lo lamento, pero creo que Philippe tendrá que desaparecer. Puedes utilizarlo y deshacerte de él más tarde.

– Eres tan frío y desalmado como… -Danton se detuvo. No se le ocurría nadie que fuera tan frío y desalmado como Camille, mientras decía, apartándose el pelo de la frente con un delicado gesto, «puedes utilizarlo y deshacerte de él más tarde»-. ¿Naciste con ese gesto, o lo aprendiste de una prostituta?

– Primero deshazte de Luis y luego ya nos pelearemos.

– Quizá lo perdamos todo -dijo Danton.

Pero lo tenía decidido. En ocasiones, cuando de pronto estallaba y arremetía contra alguien de forma absurda e irrazonable, su mente se movía fríamente, con calma, en una determinada dirección. Lo había decidido.

Estaba resuelto a hacerlo.


La familia real había sido interceptada en Varennes; habían recorrido doscientos sesenta kilómetros para nada. Seis mil personas rodeaban las dos carrozas durante la primera etapa del viaje. Un día más tarde se unieron a la comitiva tres diputados de la Asamblea Nacional. Barnave y Pétion viajaron con la familia en la berlina. El Delfín charló animadamente con Barnave y jugueteó con los botones de su casaca, en los que figuraba la leyenda «Vivir en libertad, o morir».

– Debemos demostrar carácter -repetía la Reina sin cesar.

Al final del viaje era evidente el futuro del diputado Barnave. Mirabeau había muerto y él lo sustituiría como consejero secreto de la Corte. Pétion creía que la rolliza hermana del Rey, Elisabeth, se había enamorado de él.

Es cierto que durante el largo viaje de regreso la ilustre dama se había quedado dormida con la cabeza apoyada en su hombro. Durante dos meses, Pétion no dejó de hablar de ello.

Un día de asfixiante calor, el Rey entró de nuevo en París. Una inmensa y silenciosa multitud recibió a la familia real. La berlina estaba llena de polvo de la carretera, y a través del cristal de la ventanilla se distinguía el rostro tenso y preocupado de una mujer de cabellos grises: María Antonieta. Al fin llegaron a las Tullerías. Cuando la familia real se hubo instalado en palacio, Lafayette apostó a sus guardias y corrió a presentarse ante el Rey.

– A sus órdenes, Majestad -dijo.

– Al parecer soy más bien yo quien está a tus órdenes -respondió el Monarca.

Cuando atravesaron la ciudad, los soldados apostados a lo largo del recorrido presentaron armas pero con las culatas al revés, como si se tratara de un funeral.


Camille Desmoulins, Révolutions de France , número 83


Cuando Luis XVI entró de nuevo en sus aposentos en las Tullerías, se dejó caer en un sillón y exclamó: «¡Uf, qué calor! ¡Qué viaje más pesado! Sin embargo, hacía tiempo que me había propuesto partir.» Más tarde, observando a los guardias nacionales que se encontraban presentes, dijo: «He cometido una torpeza, lo reconozco. Pero ¿quién no tiene algún capricho? Traedme otro pollo.» En aquel momento entró un mayordomo, y el Monarca observó: «Hete aquí, y henos aquí.» Le trajeron el pollo y Luis XVI comió y bebió con un apetito digno de un marajá de la India.


Hébert ha cambiado de parecer sobre la familia real


Os encerraremos en Charenton y a vuestra puta en el hospital. Cuando estéis a buen recaudo y ya no dispongáis de privilegios ni riquezas, podéis darme un hachazo si conseguís escapar.


Père Duchesne, Número 61


Desde donde se encontraba, apoltronado en un sillón, Danton podía ver a Louise Robert, gesticulando y a punto de romper a llorar. Su marido había sido arrestado y estaba en la cárcel.

– Debes exigir su liberación -decía Louise-. Oblígales a dejarlo libre.

– ¿Qué se ha hecho de la dura y fuerte patriota republicana? -preguntó él.

– Déjame pensar -contestó Louise-. Debo reflexionar.

Danton observó la habitación a través de los párpados entornados. Lucile, cuyo infantil semblante expresaba una profunda tensión, jugueteaba con su anillo de casada. De un tiempo a esta parte Danton pensaba mucho en ella; el suyo era el primer rostro que veía al entrar en una habitación. Danton se decía que era una infamia, una deslealtad hacia la madre de sus hijos.

(Fréron: Hace años que la amo.

Danton: Tonterías.

Fréron: ¿Qué sabes tú?

Danton: Te conozco.

Fréron: Tú también estás enamorado de ella. Al menos eso dice todo el mundo.

Danton: Pero no le digo que la amo. Puede que se trate de un sentimiento más crudo. Soy más sincero que tú.

Fréron: ¿Serías capaz…?

Danton: Naturalmente.

Fréron: Pero Camille…

Danton: Camille no diría una palabra. Uno tiene que aprovecharse de las oportunidades que la vida le ofrece.

Fréron: Es cierto.)

Fréron observaba a Danton, tratando de adivinar sus pensamientos. El asunto había salido mal. Se habían enterado de su plan en al Ayuntamiento; Félicité, que siempre se las arreglaba para enterarse de todo, probablemente se lo había comunicado a Lafayette.

Lafayette había movido sus tropas hacia las Tullerías; el rubio idiota todavía disponía de hombres y armas, y controlaba la situación. Había acordonado la Escuela de Equitación para proteger a los diputados de cualquier incursión, y había impuesto el toque de queda. Los jacobinos -exhibiendo su moderación, su timidez-, habían rechazado su ayuda. A Fréron le hubiera gustado poder olvidarse del asunto.

– No creo que podamos dar marcha atrás, Danton -dijo.

– ¿Tanto te cuesta convencerte, Conejo? -contestó Danton. Al oír su voz todos se volvieron, inquietos, nerviosos-. Regresa al Club de los Jacobinos, Camille.

– No quieren escucharme -respondió Camille-. Dicen que la ley no les permite apoyar semejante petición, que la declaración del Rey es un asunto que compete a la Asamblea. Así que de qué sirve que vaya… Robespierre preside la reunión, pero el lugar está lleno de partidarios de Lafayette. ¿Qué puede hacer? Aunque quisiera apoyarnos, lo cual es… -Camille se detuvo un momento y luego prosiguió-: Robespierre quiere trabajar dentro de los márgenes de la ley.

– Y yo no tengo ningún deseo de infringirla -puntualizó Danton.

Tras dos días de discusiones, no habían llegado a ninguna conclusión. La petición había sido preparada entre la Asamblea, los jacobinos y los cordeliers, impresa, enmendada (a veces disimuladamente) e impresa de nuevo. Esperaban tres mujeres, Fréron, Fabre, Legendre y Camille. Danton recordaba lo que le había dicho Mirabeau en el Ayuntamiento: «Usted no trabaja con las personas, Danton, sino sobre ellas.» ¿Cómo iba a imaginar que la gente estaría tan dispuesta a acatar sus órdenes? Jamás lo había sospechado.

– Esta vez os apoyaremos -dijo a Camille-. Fréron, reúne a cien hombres armados.

– Los ciudadanos de este distrito siempre están dispuestos a coger las picas.

Danton miró enojado a Fréron por haberlo interrumpido. Camille se sentía violento por las cosas que decía Fréron, su falsa amabilidad, sus ganas de complacer.

– ¡Picas! -exclamó Fabre-. Espero que se trate simplemente de una expresión. Yo no siempre estoy dispuesto a coger una pica. Ni siquiera tengo una pica.

– ¿Acaso crees, Conejo, que vamos a clavar a los jacobinos a sus bancos? -preguntó Camille.

– Llámalo una muestra de determinación, no de fuerza -dijo Danton-. No conviene enojar a Robespierre. Pero, Conejo -añadió Danton cuando aquél había alcanzado la puerta-, concede a Camille quince minutos para que intente convencerlos. Un plazo decoroso…

Las personas que rodeaban a Danton reanudaron sus tareas. Las mujeres se levantaron, con aspecto nervioso y preocupado, y se alisaron la falda. Gabrielle trató de mirarlo a los ojos durante unos instantes. Cuando está angustiada, su tez adquiere un tono amarillento, pensó Danton. Un día notó -como uno nota que el cielo está encapotado, o la hora que señalan las manecillas de un reloj- que ya no la amaba.


Por la tarde la Guardia Nacional obligó a la gente a abandonar las calles. Habían aparecido los batallones voluntarios, pero también muchas compañías regulares de Lafayette.

– Es muy curioso -dijo Danton-. Hay muchos patriotas entre los soldados, pero la obediencia ciega es una vieja y persistente costumbre.

Y puede que debamos recurrir a esa vieja costumbre, pensó, si el resto de Europa nos ataca. Trató de no pensar en ello; de momento su problema no era ése sino pensar en las próximas veinticuatro horas.

Gabrielle se acostó pasada la medianoche. Le costaba conciliar el sueño. Oyó las pisadas de los caballos en la calle. Oyó sonar la campana de la puerta, en la Cour du Commerce, y el murmullo de voces de la gente que entraba y salía. Debían ser las dos, o las dos y media, cuando al fin se dio por vencida. Se incorporó y encendió una vela. La cama de Georges estaba vacía e intacta. Hacía mucho calor y tenía el camisón pegado al cuerpo. Se levantó de la cama, se quitó el camisón y se lavó con agua tibia. Luego se puso un camisón limpio, se dirigió al tocador y se puso unas gotas de colonia en las sienes y en el cuello, para refrescarse. Los pechos le dolían. Se deshizo la trenza, se peinó sus largos y ondulados cabellos, y volvió a trenzarlos. Su rostro mostraba, a la luz de las velas, una expresión sombría. A continuación se dirigió a la ventana. Nada: la rue des Cordeliers estaba desierta. Se puso las zapatillas, salió de la alcoba y se dirigió al comedor. Al abrir los postigos, la luz de la Cour du Commerce invadió la estancia. A sus espaldas parecían moverse unas sombras. La habitación, de forma octagonal, estaba llena de papeles, que la brisa agitaba levemente. Gabrielle se asomó a la ventana para dejar que la brisa le acariciara el rostro. No había un alma por las calles, pero oyó un ruido sordo. Supuso que debía ser la prensa de Guillaume Brune, o quizá la de Marat. ¿Qué estarían haciendo a esas horas? Viven de palabras, pensó Gabrielle, no necesitan dormir.

Al cabo de un rato cerró los postigos y se dirigió a la alcoba en la oscuridad. Al pasar frente al estudio de su marido oyó la voz de éste al otro lado de la puerta.

– Sí, te entiendo perfectamente. Nosotros ponemos a prueba nuestra fuerza, y Lafayette la suya. Él es quien tiene los fusiles.

– Es simplemente un aviso -contestó una voz que Gabrielle no reconoció-. Bienintencionado, desde luego.

– Son las tres -dijo Georges-. No voy a salir corriendo como si me persiguieran los acreedores. Nos reuniremos aquí al amanecer. Luego ya veremos.


Las tres. François Robert estaba sumido en un melancólico letargo. No era la peor celda -no había ratas y era fresca-, pero hubiera preferido encontrarse en otro lugar. No comprendía qué hacía allí, tan sólo estaba imprimiendo la petición. Él y Louise tenían que publicar un periódico; pasara lo que pasara, el Mercure National debía salir a la calle. Probablemente Camille iría a verla para ofrecerle su ayuda. Ella nunca se la pediría.

¡Dios bendito! ¿Qué era aquel ruido? Parecía como si alguien calzado con unas botas con la puntera metálica tratara de derribar la puerta a patadas. Luego oyó las pisadas de otras botas y una estentórea voz que decía:

– Algunos de esos cerdos tienen cuchillos.

Seguidamente oyó de nuevo unos pasos y una voz ebria entonando unas estrofas de una canción popular compuesta por Fabre. Las botas con la puntera metálica se detuvieron frente a la puerta de su celda y, tras unos segundos de silencio, oyó una voz que gritaba: «¡A la Lanterne!»

François Robert se echó a temblar. El abogado de la Lanterne ya debía de estar allí.

– ¡Muera la puta austríaca! -gritó el cantante borracho-. ¡Que cuelguen a la puta del Capeto! ¡Que cuelguen a la bestia de Babilonia, que le corten las tetas!

Entre los fríos muros de la prisión sonó una estremecedora carcajada, seguida de una voz juvenil, aguda e histérica:

– ¡Viva el Amigo del Pueblo!

Luego, François oyó una voz que no reconoció, y otra cerca de ésta mascullando:

– Dice que tiene diecisiete prisioneros y no sabe dónde meterlos.

– Es como para morirse de risa -contestó la voz juvenil.

Al cabo de unos instantes la luz naranja de una antorcha invadió la celda. François se levantó.

Por la puerta asomaron unas cabezas, por fortuna adheridas a unos cuerpos.

– ¿Puedo marcharme?

– Sí, sí -contestó un soldado con tono irritado-. Tengo que acomodar a más de cien personas, gente que vagaba por las calles sin una justificación legítima. Siempre podemos volver a arrestarte dentro de unos días.

– ¿Qué hiciste? -inquirió la voz juvenil.

– Es profesor de derecho -contestó el tipo de las botas con la puntera metálica, al cual pertenecía la voz ebria-. ¿No es así, profesor? Un buen amigo mío -añadió, apoyando la mano en el hombro de François y echándole su pestilente aliento a la cara-. ¿Dónde está Danton? Él es el cabecilla.

– Si tú lo dices -respondió François.

– Lo he visto -anunció el soldado a sus colegas-. Me dijo, en vista de lo que sabes sobre prisiones, cuando sea el jefe de esta ciudad te encomendaré la misión de arrestar a todos los aristócratas y cortarles la cabeza. Percibirás un buen sueldo, me dijo, pues se trata de un servicio público.

– Eso es un cuento -replicó el joven-. Danton nunca ha hablado contigo. Estás borracho. El verdugo es el señor Sanson, como lo fueron su padre y su abuelo. ¿Acaso piensas sustituirlo? No me creo que Danton te dijera eso.


François Robert había regresado a casa. Las manos le temblaban tan violentamente que apenas era capaz de sostener la taza de café.

– Jamás imaginé que eso iba a afectarme de este modo -dijo, esbozando una mueca al tratar de sonreír-. Mi liberación fue una experiencia tan traumática como mi arresto. Olvidamos cómo es la gente, Louise, su ignorancia, su violencia, su manía de sacar conclusiones precipitadamente.

Louise recordó la escena con Camille, dos años atrás: los héroes de la Bastilla por las calles, el café enfriándose junto al lecho, la expresión de pánico en sus ojos separados y de mirada helada.

– Los jacobinos se han dividido -dijo Louise-. Los de la derecha van a formar otro club. Todos los amigos de Lafayette se han esfumado, toda la gente que solía apoyar a Mirabeau. Sólo queda un puñado de hombres, Pétion, Buzot, Robespierre…

– ¿Qué dice Robespierre?

– Que se alegra de que las disensiones hayan salido al descubierto. Que empezará de nuevo, esta vez con patriotas.

Louise cogió la taza de manos de François e hizo que apoyara la cabeza sobre su pecho, mientras le acariciaba el pelo y el cuello.

– Robespierre irá a los Campos de Marte -dijo-. Dará la cara, no lo dudes. Pero no esperes ver allí a los amigos de Danton.

– Entonces, ¿quién llevará la petición? ¿Quién va a representar a los cordeliers?

Dios mío, no, pensó François.

Al amanecer, Danton le dio unas palmadas en la espalda y dijo:

– Buen chico. No te preocupes, nos ocuparemos de su esposa. Los cordeliers no olvidarán tu gesto, François.


Al amanecer se habían reunido en el estudio de Danton, empapelado de rojo. Los sirvientes dormían tendidos en el suelo de la primera planta de la casa. Dormían el sueño de los sirvientes, pensó Gabrielle. Les llevó café a los hombres, rehuyendo su mirada. Danton entregó a Fabre una copia del Amigo del Pueblo.

– Dice, Dios sabe con qué fundamento -le informó-, que Lafayette se propone abrir fuego contra el pueblo. Por consiguiente, Marat asegura que hará asesinar al general. Resulta que la noche en que nos avisaron…

– ¿No puedes evitarlo? -preguntó Gabrielle-. ¿No puedes impedir que suceda?

– ¿Quieres que envíe a la multitud a casa? Es demasiado tarde. Han salido a celebrarlo. Para ellos, la petición sólo constituye una parte del asunto. Y no puedo responder por Lafayette.

– En ese caso, ¿debemos prepararnos para partir, Georges? No me importa, pero dime lo que quieres hacer. Dime lo que está sucediendo.

Danton parecía inquieto. Su intuición le decía que ese día las cosas saldrían mal y que era preferible largarse cuanto antes. Echó un vistazo a su alrededor, buscando a alguien que sirviera como la voz de su intuición. Fabre abrió la boca, pero Camille le interrumpió:

– Hace dos años, Danton, podías cerrar la puerta de tu estudio para ocuparte del caso de la empresa naviera que tenías entre manos. Pero ahora las cosas han cambiado.

Danton lo miró con aire pensativo y asintió. Luego siguieron aguardando. Ya había amanecido; era el comienzo de otro día soleado y caluroso.


Campos de Marte, el día de la celebración. La gente va endomingada; las mujeres se pasean con sombrillas y perritos sujetos con una cadena. Los niños se agarran a las faldas de sus madres con dedos pegajosos. Un grupo de personas han comprado unos cocos y no saben qué hacer con ellos. El sol se refleja en el acero de las bayonetas mientras la gente se saluda fraternalmente, alzan a los niños en brazos, se empujan y gritan alarmados al verse separados de sus familias. Debe de tratarse de un error. Han izado la bandera roja de la ley marcial. ¿Qué hace esa bandera ondeando el día en que se celebra la toma de la Bastilla? De pronto suena la primera descarga. La muchedumbre retrocede horrorizada, tropieza, cae bajo los cascos de los caballos, mientras la hierba se tiñe de sangre. Todo termina en diez minutos. Se ha dado un escarmiento. Un soldado desmonta del caballo y vomita.


Hacia media mañana llegaron las primeras noticias. Al parecer, los muertos ascendían a cincuenta. Puede que fuera una exageración, pero en cualquier caso el balance de víctimas, resultaba difícil de encajar. El estudio empapelado de rojo se había vuelto pequeño, asfixiante. Habían echado el cerrojo a la puerta, la misma que habían cerrado hacía dos años, la que había permanecido cerrada a cal y canto el día en que las mujeres marcharon sobre Versalles.

– Para expresarlo sin rodeos -dijo Danton-, ha llegado el momento de marcharse. Cuando la Guardia Nacional se dé cuenta de lo que han hecho, buscarán a un chivo expiatorio y culparán a los autores de la petición, o sea, a nosotros. -Alzó la cabeza y preguntó-: ¿Acaso disparó alguien de entre la multitud? ¿Fue ése el motivo? ¿Un ataque de pánico?

– No -contestó Camille-. Creo a Marat. Creo que, tal como nos advirtieron, todo estaba planeado.

Danton sacudió la cabeza. Le costaba creerlo. Todas las bonitas frases, las cláusulas, los retoques de la petición, las idas y venidas entre el Club de los Jacobinos y la Asamblea, para que acabara así, en una súbita y estúpida matanza. Pensaba que las tácticas de los abogados bastarían para ganar la batalla; quizás estallara la violencia, pero sólo como último recurso. Había procurado jugar de acuerdo con las normas. Se había mantenido dentro de los límites de la ley. Confiaba en que Lafayette y Bailly jugaran también de acuerdo con las normas, que contendrían a la multitud, que los dejarían en paz. Pero estamos penetrando en un mundo donde las normas tienen que redefinirse, pensó, y hay que estar preparado para lo peor.

– Los patriotas consideraban la petición como una oportunidad -dijo Camille-. Al igual que Lafayette, según parece, que lo consideró la oportunidad de desencadenar una matanza.

Sabían que eran las palabras de un periodista. La vida real nunca es tan clara y concisa. Pero a partir de entonces se llamaría así: «La matanza de los Campos de Marte.»

Danton sintió rabia. La próxima vez, pensó, emplearemos las tácticas de un toro, de un león, pero de momento debemos emplear las tácticas de una rata acosada y perseguida.


A última hora de la tarde. Angélique Charpentier se paseaba por el jardín de su casa en Fontenay-sous-Bois, sosteniendo una cesta de flores. Trataba de comportarse de forma decorosa, pero sentía deseos de precipitarse sobre los parásitos que se ocultaban entre las lechugas. Es el calor, se dijo, este tiempo tormentoso. Todos tenemos los nervios de punta.

– ¿Estás ahí, Angélique? -preguntó la oscura y esbelta silueta que se recortaba sobre el sol.

– ¿Qué haces aquí, Camille?

– ¿Te importa que entremos en casa? Los otros llegarán dentro de una hora. Georges-Jacques pensó que éste era un lugar seguro, aunque sé que te disgusta que nos reunamos aquí. Ha habido una matanza. Lafayette ha disparado contra la multitud cuando celebraban la toma de la Bastilla.

– ¿Está herido Georges?

– No. Ya conoces a Georges. Pero la Guardia Nacional nos busca.

– Confío en que no se presenten aquí.

– No creo que aparezcan hasta dentro de unas horas. En la ciudad reina el caos.

Angélique lo cogió del brazo. Ésta no es la vida que yo deseaba, pensó, ni la que deseaba para Gabrielle.

Mientras se dirigían apresuradamente hacia la casa, Angélique se quitó la pañoleta de lino blanco que llevaba sobre los hombros para protegerse del sol y se alisó el pelo. ¿Cuántos serían?, pensó preocupada. Había que darles de cenar. Era como si la ciudad se hallara a miles de kilómetros de distancia. A esa hora de la tarde, los pájaros permanecían en silencio, y en el aire flotaba el intenso aroma de las flores.

En aquel momento apareció su marido François, con aire alarmado. Pese a la temperatura, ofrecía el aspecto pulcro y singular de costumbre. Iba en mangas de camisa, pero llevaba corbata y una peluca castaña. Sólo le faltaba la servilleta sobre el brazo.

– ¿Estás ahí, Camille? -preguntó.

Durante unos momentos, Camille tuvo la sensación de que había retrocedido media década. Deseaba encontrarse en el fresco ambiente del Café de l’École, entre cuyos muros resonaban las voces de los parroquianos; el café fuerte, Angélique esbelta, maître Vinot hablando sin parar sobre su Plan de Vida.

– ¡Mierda! -exclamó-. No sé adónde iremos a parar.


Todos fueron apareciendo a lo largo de la tarde, de uno en uno. Camille se les había adelantado. Cuando llegó Danton lo encontró sentado en la terraza, leyendo el Nuevo Testamento y bebiendo limonada.

Fabre les informó que François Robert seguía vivo. Legendre había visto a unas patrullas merodeando por el distrito de los cordeliers, destrozando las prensas mientras los buitres que seguían a las patrullas se llevaban varios artículos de su tienda.

– Hay días en que mi cariño hacia el pueblo soberano disminuye ligeramente -dijo. Había visto a los guardias nacionales apalear brutalmente a un joven periodista llamado Prudhomme-. Pensé en regresar por él, pero nos dijiste que no debíamos arriesgarnos -añadió mirando a Danton, como implorando su aprobación.

Danton asintió sin hacer ningún comentario.

– ¿Por qué atacaron a Prudhomme?

– Porque en el fragor de la lucha creyeron que habían atrapado a Camille -contestó Fabre.

– Yo hubiera regresado a buscar a Camille -dijo Legendre.

– No te creo -respondió Camille, alzando la vista del Evangelio según san Mateo.

En aquel momento apareció Gabrielle, cansada y atemorizada, y con suficiente equipaje para resistir un asedio en toda regla.

– Ve a la cocina -le ordenó Angélique, cogiendo las bolsas que transportaba-. Hay que preparar las verduras. Tienes cinco minutos para arreglarte y luego ponte a trabajar. -Se mostraba cruel para mantenerla ocupada, para distraerla.

Pero Gabrielle no estaba en condiciones de ponerse a preparar las judías verdes. Se sentó a la mesa de la cocina, sosteniendo a Antoine en el regazo, y rompió a llorar.

– Está a salvo -dijo su madre-. Seguro que estará trazando un nuevo plan. Lo peor ya ha pasado.

Pero Gabrielle no dejaba de llorar.

– ¿Te has vuelto a quedar encinta? -le preguntó Angélique, abrazando a su hija mientras ésta seguía sollozando desconsoladamente, acariciándole el cabello y sintiendo que le ardían las mejillas, como si tuviera fiebre. Qué momento para averiguarlo, pensó. El pequeño Antoine empezó a berrear. Los hombres estaban sentados en la terraza, charlando y riendo. Angélique supuso que estarían haciendo humor negro.

Excepto Georges, que dio buena cuenta de la comida, ninguno tenía mucho apetito. Apenas probaron el pato; la salsa se cuajó; las verduras se enfriaron en la bandeja. El último que llegó fue Fréron, descalabrado, maltrecho pero sobrio. Tras tomarse un par de copas les relató la historia. Lo habían pillado en el Pont-Neuf y le habían dado una paliza de muerte. Por fortuna habían pasado unos soldados del batallón de los cordeliers, quienes al reconocerlo organizaron un tumulto para distraer a los guardias mientras él huía. De no ser por ellos, en estos momentos estaría muerto.

– ¿Ha visto alguien a Robespierre? -preguntó Camille.

Todos sacudieron la cabeza. Camille cogió un cuchillo y acarició la hoja con aire pensativo. Suponía que Lucile estaría en la rue Condé; no habría cometido la imprudencia de permanecer sola en casa. Dos días atrás le había dicho: «Debemos ponernos de acuerdo sobre el papel de las paredes. ¿Qué te parece un dibujo floreado?» «Hazme una pregunta real», le había contestado Camille. De pronto presintió que debía regresar inmediatamente.

– Me marcho a París -dijo, poniéndose en pie.

Tras un breve silencio, Fabre le preguntó:

– ¿Por qué no te metes en la cocina y te degüellas? Te enterraremos en el jardín.

– Es una locura, Camille -dijo Angélique con tono de reproche, inclinándose sobre la mesa y agarrándole de la muñeca.

– Debo redactar un discurso -replicó Camille-. Para los jacobinos, o lo que quede de ellos. Para establecer nuestra línea de conducta y controlar la situación. Además, tengo que ir en busca de mi esposa y de Robespierre. Me largaré antes de que me atrapen. Conozco las vías de huida que utiliza Marat.

Todos le miraron atónitos. Les resultaba difícil recordar -entre una y otra crisis- que Camille había conseguido mantener a raya a la policía en el Palais-Royal, que había esgrimido una pistola amenazando con descerrajarse un tiro. Hasta a él mismo le parecía increíble. Pero los hechos eran irrefutables. Se había convertido en el abogado de la Lanterne. Estaba encasillado en un papel, que recitaba sin la menor dificultad, sin tartamudear, siempre y cuando se atuviera al guión.

– Quiero hablar a solas contigo -le dijo Danton, indicando la puerta que conducía al jardín.

– ¿Secretos entre compañeros? -preguntó molesto Fréron.

Nadie respondió. Silenciosa, respetuosa, consciente del estado de ánimo de los presentes, Angélique empezó a recoger los platos. Gabrielle farfulló unas palabras y abandonó el comedor.


– ¿Adónde irás? -preguntó Camille.

– A Arcis.

– Te perseguirán.

– Lo sé.

– ¿Y luego?

– A Inglaterra. Tan pronto como… -Danton soltó una palabrota-. Hablemos claramente, quizá no sea posible. No regreses a París. Quédate aquí esta noche. Debemos arriesgarnos, es preciso que durmamos unas horas antes de emprender viaje. Escribe una nota a tu suegro y pídele que se encargue de poner en orden tus asuntos. ¿Has hecho testamento?

– No.

– Pues hazlo y escribe a Lucile. Mañana al amanecer partiremos para Arcis. Nos ocultaremos allí durante unos días, hasta que podamos huir a la costa.

– No entiendo mucho de geografía -respondió Camille-, pero ¿no sería mejor huir desde aquí?

– Debo resolver unos asuntos, firmar unos papeles.

– Da la impresión de que no piensas regresar.

– No discutas. Las mujeres pueden seguirnos en cuanto sea factible. Incluso puedes pedir a tu suegra que se reúna con vosotros si no puedes vivir sin ella.

– ¿Crees que los ingleses se alegrarán de vernos? ¿Crees que nos recibirán en Dover con un banquete y una banda militar?

– Tenemos contactos.

– Es cierto -contestó Camille con tono burlón-, pero ¿dónde se mete Grace Elliot cuando uno la necesita?

– No es necesario que viajemos bajo nuestros nombres auténticos. Tengo documentos falsos, y conseguiré otros para ti. Nos haremos pasar por hombres de negocios, soy un experto en telares. Una vez en Inglaterra, nos pondremos en contacto con nuestros seguidores y buscaremos alojamiento. El dinero no será problema… ¿Qué sucede?

– ¿Cuándo planificaste esto?

– De camino hacia aquí.

– De modo que lo tenías todo planeado… Ésa ha sido siempre tu intención, ¿no es cierto? Aprovecharte de la situación cuando todo iba bien y largarte en cuanto las cosas se pusieran feas, ¿no es así? ¿Acaso te propones vivir en Hampshire como un caballero rural? ¿Es ésa tu máxima aspiración?

– No queda más remedio -contestó Danton. Tenía jaqueca, y las incesantes preguntas de Camille le producían más dolor de cabeza. Sentía deseos de decir: «Te conozco bien, desde que eras un mocoso tímido y apocado.»

– No puedo creer… -dijo Camille, temblando de rabia- que seas capaz de huir.

– Si vamos a Inglaterra podemos comenzar de nuevo. Trazar un plan.

Camille lo miró con tristeza. En realidad era una expresión que reflejaba más que tristeza, pero Danton estaba tan fatigado mentalmente ante la perspectiva de comenzar de nuevo que era incapaz de percibirla.

– Ve tú -dijo Camille-. Yo me quedo aquí. Me ocultaré el tiempo que haga falta. Cuando lo crea oportuno, te enviaré un recado. Confío en que regreses. No sé si lo harás, pero si me aseguras que regresarás creeré en tu palabra. No existe otra solución. Si no regresas, iré a Inglaterra. No tengo intención de continuar nuestra labor sin ti.

– Tengo esposa, un hijo y…

– Sí, lo sé. Gabrielle está encinta.

– ¿Te lo ha dicho ella?

– No, no tiene tanta confianza conmigo.

– A mí tampoco me lo ha dicho.

– Iré a hablar con nuestros amigos -dijo Camille, indicando la casa- y haré que se sientan avergonzados. Esta misma noche regresarán a París, puedes estar seguro de ello. Eso distraerá a los guardias y te dará oportunidad de escapar. El importante eres tú. No debí decir lo que dije antes. Pediré a Fabre que acompañe a Lucile a Bourg-la-Reine; puede ocultarse allí durante un par de semanas.

– No sé si confiaría la seguridad de mi esposa a Fabre.

– Entonces, ¿a quién? ¿A Conejo? ¿A nuestro valeroso carnicero?

Los dos amigos se miraron sonriendo.

– ¿Recuerdas lo que solía decir Mirabeau? -preguntó Camille-. «Vivimos en una época de grandes acontecimientos y hombres insignificantes.»

– Ten cuidado -dijo Danton-. Y de todos modos no te olvides de tu testamento. Yo me ocuparé de tu mujer.

Camille soltó una carcajada. Danton se volvió. No quería verlo partir.


Robespierre había caído contra una barrera al iniciarse el ataque. La conmoción había sido más intensa que el dolor. Había visto cadáveres por doquier. Tras retirarse las tropas, había observado cómo se llevaban a los heridos, y los absurdos despojos diseminados por el campo de batalla civil: sombreros adornados de flores, un zapato, muñecas y peonzas.

Al cabo de unos minutos echó a andar. No estaba seguro de la dirección que había tomado, pero tenía prisa por regresar a la rue Saint-Honoré, al Club de los Jacobinos, para tomar posesión del territorio. Casi lo había conseguido, cuando de pronto alguien le interceptó el paso.

Robespierre levantó la cabeza. El individuo llevaba una camisa rota, un gorro manchado de polvo y los restos de un uniforme de la Guardia Nacional.

Lo más curioso era que se reía a mandíbula batiente, mostrando unos dientes afilados como los de un perro.

En la mano sostenía un sable con una cinta tricolor atada a la empuñadura.

Detrás de él había otros dos hombres, armados con bayonetas.

Robespierre permaneció inmóvil. Nunca llevaba pistola, pese a que Camille se lo había aconsejado en numerosas ocasiones. «De todos modos, no la utilizaría -le había contestado-. Soy incapaz de matar a nadie.»

Era cierto. En cualquier caso, era demasiado tarde.

Se preguntó si moriría rápidamente o sufriría una lenta agonía. Sea como fuere, no dependía de él. No podía hacer nada para defenderse.

Dentro de unos momentos, pensó, descansaré para siempre. Me quedaré dormido.

La espantosa calma que sentía en su corazón se reflejaba en su rostro.

El individuo con cara de perro extendió el brazo, lo agarró por la pechera de la casaca y le ordenó:

– Arrodíllate.

De improviso alguien le empujó desde detrás y lo derribó al suelo.

Robespierre cerró los ojos.

No imaginé que sería de este modo, pensó.

En medio de la calle.


Entonces oyó que alguien pronunciaba su nombre, no desde el otro lado de la eternidad sino en su mismo oído.

Acto seguido, dos pares de manos lo ayudaron a incorporarse.

Luego oyó el ruido de un desgarrón, unas blasfemias, un grito y el contacto de un puño contra un rostro humano. Al abrir los ojos, vio al individuo con cara de perro sangrando por la nariz y a una mujer, tan alta como su agresor, de cuya nariz manaba también un chorro de sangre.

– De modo que te dedicas a atacar a las mujeres, ¿eh? Veamos qué puedo hacer con estas tijeras.

La mujer sacó de entre los pliegues de la falda unas tijeras de sastre. Otra mujer, detrás de ella, sostenía en la mano una pequeña hacha, como la que suele utilizarse para partir leña.

Mientras Robespierre trataba de recuperar el resuello aparecieron una docena de mujeres armadas con barras de hierro, astas de picas y cuchillos, gritando «¡Robespierre!» Al cabo de unos instantes salieron numerosas personas de las tiendas y las casas para presenciar la escena.

Los hombres armados con bayonetas habían sido obligados a emprender la retirada. El individuo con cara de perro lanzó un escupitajo de sangre y saliva, alcanzando el rostro de la mujer que sostenía las tijeras.

– ¡Escupe, aristócrata! -gritó ésta-. Muéstrame a Lafayette y lo abriré en canal y lo rellenaré con castañas. ¡Robespierre! -gritó de nuevo-. Si tenemos que tener un Rey, queremos que sea él.

– ¡El rey Robespierre! -corearon todas las mujeres-. ¡El rey Robespierre!

El hombre era alto y calvo, llevaba un delantal limpio de algodón y sostenía un martillo en la mano mientras agitaba el otro brazo para abrirse paso entre la multitud.

– Soy uno de los vuestros -gritó-. Mi casa está cerca de aquí.

Las mujeres retrocedieron.

– Es el carpintero Duplay -dijo una-, un buen patriota, un buen maestro carpintero.

Duplay blandió el martillo en las narices de los guardias mientras las mujeres lo vitoreaban.

– No sois más que basura -dijo a los guardias-. ¡Atrás, cerdos! -Luego agarró a Robespierre del brazo y repitió-: Mi casa está muy cerca. Acompáñame.

Las mujeres les abrieron paso, tratando de tocar a Robespierre. Éste siguió a Duplay a través de una pequeña puerta y entraron en casa del carpintero.

En el patio había un grupo de operarios, charlando.

– Volved al trabajo, muchachos -dijo su patrono-. Y poneos la camisa en señal de respeto a nuestro huésped.

– No es necesario -protestó Robespierre.

No quería que alteraran sus costumbres por él. En un arbusto junto a la puerta había un petirrojo cantando. El aire olía a madera recién cortada. Al otro lado del patio estaba situada la vivienda. Robespierre sabía lo que hallaría al otro lado de la puerta. El carpintero Duplay apoyó una mano en su hombro y dijo:

– Estás a salvo, muchacho.

Una mujer alta y poco agraciada, con un sencillo vestido negro, salió de una puerta lateral.

– ¿Qué sucede, padre? -preguntó-. Hemos oído unos gritos en la calle. ¿Lía pasado algo?

– No, Eleonore. Entra y dile a tu madre que el ciudadano Robespierre se alojará en nuestra casa.


El 18 de julio, un destacamento de policía se dirigió por la rue des Cordeliers hacia la redacción del Révolutions de France con orden de cerrar dicho periódico. No hallaron al editor, pero sí a su ayudante, el cual sacó una pistola. Tras intercambiar unos disparos, los policías golpearon salvajemente al ayudante del editor y lo detuvieron.

Cuando la policía llegó a casa de los Charpentier, en Fontenay-sous-Bois, encontraron sólo a un hombre que, debido a su edad, confundieron con Georges-Jacques Danton. Era Victor Charpentier, el hermano de Gabrielle. Cuando descubrieron su error, el joven yacía herido en un charco de sangre, pero en aquella época la policía no se molestaba en disculparse por haber cometido un error. Al cabo de unos días se emitieron unas órdenes de arresto contra Danton, abogado; Desmoulins, periodista; Fréron, periodista; y Legendre, maestro carnicero.

Camille Desmoulins permanecía oculto cerca de Versalles. Danton se apresuraba en Arcis a poner sus asuntos en orden. Había concedido a su cuñado plenos poderes, autorizándole inter alia a vender los muebles y anular el contrato de arriendo de la vivienda de París si lo juzgaba oportuno. Posteriormente adquirió una casa situada junto al río e instaló en ella a su madre, disponiendo al mismo tiempo que ésta recibiera una pensión anual vitalicia. A primeros de agosto, partió para Inglaterra.


Lord Gower, el embajador británico, en unos despachos


Danton ha huido, y el señor Robespierre, el gran denunciateur y accusateur publique, está a punto de denunciarse a sí mismo.


El Révolutions de París publica lo siguiente


¿Qué será de la libertad? Algunos aseguran que se ha acabado…

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