Quinta parte

El terror no es otra cosa que la justicia, pronta, rigurosa e inflexible; no es tanto un principio concreto cuanto una consecuencia del principio general de la democracia aplicado a las más urgentes necesidades de nuestro país… El gobierno de la Revolución es el despotismo de la libertad contra los tiranos.

Maximilien Robespierre

En resumen, durante esos reinados, la muerte natural de un hombre famoso era un acontecimiento tan raro que los historiadores han dejado constancia de ello para la posteridad. Bajo un Consulado, según dice el analista, hubo un pontífice llamado Pisonius que murió en la cama, lo cual fue considerado un hecho prodigioso.

Camille Desmoulins



***

I. Conspiradores

(1792)

– ¡Suegro! -exclama Camille, sonriendo. Luego señala a Claude y añade-: Nunca se debe tirar nada. Cualquier objeto, por viejo y gastado que esté, puede resultar útil. Ahora, ciudadano Duplessis, cuéntame, en frases breves, en verso o en divertidas canciones, cómo dirigir un ministerio.

– Esto es peor que la peor de las pesadillas -responde Claude.

– Descuida, no me han ofrecido un ministerio, al menos hasta ahora; tendrían que producirse muchas catástrofes antes de que eso ocurra. La noticia es que Danton ha sido nombrado ministro de Justicia y Guardasellos, y Fabre y yo somos sus secretarios.

– Un actor -dice Claude-. Y tú. Danton no me gusta, pero lo lamento por él.

– Danton es el jefe del Gobierno provisional, y yo le ayudaré a dirigir el ministerio. Fabre no quiere molestarse. Tengo que escribir de inmediato a mi padre para comunicárselo. No, le escribiré desde el ministerio. Me sentaré ante mi enorme mesa y le escribiré la carta en una hoja con el membrete del ministerio.

– ¿No crees que deberías felicitarle, Claude? -pregunta Annette.

Claude se estremece.

– Quisiera subrayar un detalle, un tecnicismo. El ministro de Justicia es también el Guardasellos, pero es una sola persona. Siempre ha tenido un solo secretario. Siempre.

– Georges-Jacques no es tacaño -replica Camille-. Nos instalaremos en la Place Vendôme. Residiremos en un palacio.

– Querido papá -dice Lucile-, no te lo tomes así.

– No lo comprendes -responde Claude-. Ha llegado donde se proponía, se ha convertido en el Sistema. Cualquiera que desee organizar una revolución tendrá que hacerlo contra él.

Claude se siente más trastornado que el día que cayó la Bastilla. A Camille le sucede lo mismo cuando piensa en lo que acaba de decir Claude.

– Eso no es cierto -protesta Camille-. Todavía quedan muchas batallas por ganar. Debemos luchar contra los hombres de Brissot.

– Te gustan las batallas, ¿no es cierto? -pregunta Claude.

Durante unos instantes imagina que está sentado en un café, charlando con unos amigos, y de pronto suelta «mi yerno, el secretario». Pero lo cierto es que ha desperdiciado su vida. Ha trabajado duramente durante treinta años y jamás ha mantenido una estrecha amistad con un secretario; en cambio ahora, por culpa de su mujer y su hija, se ve obligado a mantener una estrecha relación con un impresentable joven que resulta ser su yerno y además secretario del ministro. Claude observa enojado la forma en que las dos mujeres se apresuran a felicitar y besar al secretario. No le costaría nada acercarse a él y darle unas palmaditas en la cabeza; al fin y al cabo en más de una ocasión ha visto al secretario sentado, con el cuello torcido, mientras el ministro, disertando sobre un tema patriótico, le acariciaba distraídamente el cabello. ¿Se atreverá el nuevo ministro a hacerlo delante de sus funcionarios públicos? A Claude le repugnan esas muestras de afecto. Dirige a su yerno una mirada asesina. Le irrita verlo allí sentado, con la cabeza agachada y los ojos clavados en la alfombra. ¿En qué estará pensando? Probablemente en algo que no debería pensar un secretario.

Camille contempla fijamente la alfombra, pero está pensando en Guise. La carta que se propone escribir ya está escrita en su mente. Flota invisiblemente, a través de la Place des Armes. Se desliza a través de la puerta de la casita blanca. Insinúa su presencia en el estudio de su padre. Allí, sobre la mesa, yace la Enciclopedia de Derecho; su padre debe de haber alcanzado ya las últimas letras del alfabeto.

En efecto, éste es el volumen VI. Sobre él yace una carta de París. ¿Quién la ha escrito? Él mismo. Es la letra de la que se quejan sus editores, su inimitable caligrafía. De pronto se abre la puerta y aparece su padre. ¿Qué aspecto tiene? El mismo que cuando Camille lo vio por última vez: delgado, con el pelo canoso, severo y remoto.

Su padre ve la carta. Pero, un momento, ¿cómo ha llegado hasta ahí, qué hace sobre la Enciclopedia de Derecho? Esta escena resulta bastante inverosímil, a menos que imaginemos la llegada de la carta y a su madre, a Clément o a quien sea, llevándola al estudio de su padre sin echarle una ojeada.

Está bien, empecemos de nuevo.

Jean-Nicolas sube la escalera, seguido por Camille (en forma de espectro). Jean-Nicolas sostiene una carta en sus manos. La mira; la letra le resulta familiar. Sí, es la letra casi ilegible de su primogénito.

¿Desea leerla? No, no especialmente. Pero el resto de la familia le pregunta qué noticias ha recibido de París.

Jean-Nicolas saca la carta del sobre y la lee, no sin cierta dificultad. De pronto se le ilumina el semblante.

¡Es asombroso! ¡Es increíble! El mejor amigo de mi amigo (uno de sus dos mejores amigos) ha sido nombrado ministro. Mi hijo será su secretario. Vivirá en un palacio.

Jean-Nicolas estrecha la carta contra su pecho, por encima del chaleco, a la izquierda, contra su corazón. Hemos juzgado mal a Camille. Ese chico es un genio. Correré a contárselo a todo el mundo, se pondrán verdes de envidia. El padre de Rose-Fleur se pondrá enfermo. Su hija podría ser ahora la esposa del secretario.

Pero no, piensa Camille, las cosas no sucederán de ese modo. ¿Se apresurará su padre a escribirle una carta de felicitación? ¿Se encasquetará el sombrero y correrá a comunicar la noticia a sus vecinos? Ni mucho menos. Observará la carta y murmurará: «Dios mío, ¿qué cosa indigna habrá hecho mi hijo para merecer ese favor?» ¿Se sentirá orgulloso? No. Se sentirá receloso, apenado, experimentará un vago dolor en la región lumbar y se acostará.

– ¿En qué piensas, Camille? -pregunta Lucile.

– En que es imposible complacer a ciertas personas -responde Camille.

Lucile y su madre se apresuran a tranquilizarlo, manifestándole su cariño y admiración, mientras dirigen a Claude miradas de reproche.


– Si hubiera fracasado -dice Danton-, me habrían tratado como a un criminal.

Habían transcurrido doce horas desde que Camille y Fabre lo habían despertado para encomendarle el gobierno de la nación. Había tenido un confuso sueño en el que se le aparecía un laberinto de habitaciones y puertas. Había abrazado a Camille, murmurando incoherentes palabras de gratitud, aunque quizás hubiera sido más oportuno un toque de nolo episcopari, un toque de humildad ante el destino que se erguía ante a él. No, estaba demasiado cansado para fingir. Le habían encomendado la tarea de gobernar los destinos de Francia, lo cual le parecía lo más natural del mundo.

Al otro lado del río, el problema más acuciante era cómo desembarazarse de los cuerpos, vivos y muertos, de la Guardia Suiza. Sobre el palacio se elevaba una columna de humo.


– ¿Que va a encargarse de guardar los sellos? ¿Estás seguro de lo que haces? -le había preguntado Gabrielle-. Pero si Camille lo pierde todo…

Robespierre estaba sentado en un sillón de terciopelo en casa de los Danton, con un aspecto pulcro y aseado, como recién sacado de una caja. Tras advertir a Gabrielle que no recibiría a nadie -«únicamente a mis secretarios de Estado»-, Danton se disponía a escuchar la valiosa opinión de Robespierre.

– Necesito tu ayuda.

– Cuenta con ella, Georges-Jacques.

Robespierre le escuchaba muy serio y atento; esta mañana, cuando todos se habían despertado sintiéndose distintos, él seguía siendo el mismo.

– Te lo agradezco -contestó Georges-Jacques-. ¿Aceptas un cargo en el ministerio?

– Lo lamento. No puedo.

– ¿Por qué? Te necesito. De acuerdo, tienes que ocuparte de los jacobinos, ocupas un escaño en la nueva Comuna, pero todos tenemos que… -El nuevo ministro se detuvo, haciendo un gesto de resolución con sus poderosos puños.

– Si lo que necesitas es un jefe de la Administración Pública, te recomiendo que nombres a François Robert. Lo hará perfectamente.

– Estoy seguro de ello.

¿Acaso imaginabas, pensó Danton, que iba a ofrecerte un cargo de funcionario? Por supuesto que no; quería ofrecerte un cargo no oficial aunque excelentemente remunerado, como consejero político, mi tercer ojo, mi tercer oído. ¿Cuál es el problema? Quizá seas una de esas personas que encajan mejor en la oposición que en el Gobierno. ¿Es eso, o es que no quieres trabajar para mí?

Robespierre alzó la cabeza y miró sonriendo a Danton.

– Espero que comprendas mi decisión.

– Como gustes -responde Danton.

Danton era consciente de su refinado acento de abogado, de las expresiones que solía utilizar; y de su otra voz, la de la calle, no menos artificial. En cambio Robespierre sólo tenía una voz, seca, normal; jamás se le ocurriría fingir ni hacerse pasar por lo que no era.

– Supongo que ahora te encargarás de todo en la Comuna -dijo Danton, tratando de suavizar el tono de su voz-. Fabre es miembro, estará a tus órdenes.

– No soy tan aficionado como tú a dar órdenes -respondió irónicamente Robespierre.

– Tu primer problema es la familia Capeto. ¿Qué vas a hacer con ellos?

Robespierre se miró las uñas y contestó:

– Alguien sugirió mantenerlos bajo vigilancia en el palacio del Ministerio de Justicia.

– ¿Ah, sí? Supongo que me cederéis el desván o el cuarto de los trastos para que instale en él mi despacho.

– Les advertí que no te gustaría la idea -contestó Robespierre, como buscando una confirmación a sus sospechas.

– Encerradlos en la torre del Templo.

– Sí, esa es la opinión de la mayoría de la Comuna. Aunque creo que sería algo triste para los niños, comparado con lo que están acostumbrados.

¿Fuiste alguna vez un niño, Maximilien?, pensó Danton.

– Me han asegurado que estarán cómodos -continuó Robespierre-. Podrán pasear por el jardín. ¿Crees que a los niños les gustaría tener un perrito para jugar con él?

– ¿Cómo quieres que lo sepa? -le espetó Danton-. De todos modos, existen otros problemas más urgentes que los Capeto. Tenemos que poner a la ciudad en pie de guerra. Tenemos que emitir órdenes de registro y requisa. Tenemos que detener a los monárquicos que todavía estén armados. Las cárceles están llenas.

– Eso es inevitable. Supongo que los que se han opuesto a nosotros debemos considerarlos como criminales, ¿no? Debemos otorgarles algún estatus, catalogarlos de alguna forma. Y si los consideramos unos criminales, debemos ofrecerles un juicio, aunque no sé exactamente de qué vamos a acusarlos.

– De haberse quedado rezagados, rebasados por los acontecimientos -contestó Danton-. Por supuesto, como jurista que soy, entiendo que no pueden ser juzgados por un tribunal ordinario, sino por un tribunal especial. Debemos informar a las provincias de lo que sucede. ¿Alguna sugerencia al respecto?

– Los jacobinos quieren emitir una…

– ¿Versión?

– Si deseas expresarlo así… Lógicamente, la gente tiene que estar informada sobre lo ocurrido. Camille se encargará de redactarlo. El club lo publicará y distribuirá a toda la nación.

– Camille es un experto en esas lides -dijo Danton.

– Luego debemos empezar a preparar las elecciones. Dada la situación, no veo cómo podemos impedir que regresen los hombres de Brissot.

El tono de Robespierre extrañó a Danton.

– ¿No crees que podamos trabajar con ellos?

– Creo que sería un grave error intentarlo siquiera. Su política no puede ser más clara. Están a favor de las provincias y contra París. Son unos federalistas. Pretenden dividir a la nación en pequeñas zonas. Si eso llegara a suceder, si se salieran con la suya, el pueblo francés no podría defenderse contra el resto de Europa.

– Cierto.

– Por consiguiente, su política tiende hacia la destrucción de la nación. Es una política traidora, daría el triunfo a nuestro enemigo. Quizás haya sido el enemigo quien ha inspirado dicha política, quién sabe.

– Un momento -dijo Danton-. Veamos si lo he entendido bien. Según tú, primero provocarían la guerra y luego procurarían que la perdiéramos, ¿no es así? Si pretendes que crea que Pétion, Brissot y Vergniaud son agentes de los austriacos, tendrás que presentarme pruebas legales. -Y ni siquiera entonces te creería, pensó Danton.

– Intentaré complacerte -contestó Robespierre, con aire de un alumno aplicado-. Entretanto, ¿qué vamos a hacer con el duque?

– Pobre Philippe -respondió Danton-. Merece un cargo. Creo que deberíamos animar a los parisienses a que lo nombren diputado de la nueva Asamblea.

– Querrás decir la Convención Nacional -le rectificó Robespierre-. Si te empeñas…

– Y luego está Marat.

– ¿Qué quiere?

– No me ha pedido nada, pero debemos tenerlo en cuenta. Tiene multitud de seguidores entre el pueblo.

– Es cierto -contestó Robespierre.

– ¿Lo aceptarías en la Comuna?

– ¿Y la Convención? La gente dice que Marat es demasiado extremista, y Camille también, pero no podemos prescindir de ellos.

– ¿Extremistas? -repitió Danton-. Es una época extremista. Los ejércitos son extremistas. Nos hallamos en un momento crucial.

– No lo pongo en duda. Dios nos protege. Tenemos ese consuelo.

Danton lo miró estupefacto.

– Lamentablemente -dijo al cabo de unos instantes-, Dios no nos ha proporcionado todavía ninguna pica.

Robespierre se giró. Es como jugar con un erizo, pensó Danton, en cuanto le tocas el hocico se enrolla y te pinchas con las púas.

– Yo no deseaba esta guerra -dijo Robespierre.

– Desgraciadamente ha estallado, y no podemos fingir que no es nuestra.

– ¿Confías en el general Dumouriez?

– No nos ha dado ningún motivo para desconfiar.

– Pero eso no es suficiente -replicó Robespierre-. ¿Qué ha hecho para convencernos de que es un patriota?

– Es un soldado, y supongo que será leal al Gobierno de turno.

– Esa suposición resultó ser infundada en 1789, cuando los guardias franceses se pasaron al bando del pueblo. Perseguían sus intereses naturales. Dumouriez y nuestros aristocráticos oficiales no tardarán en hacer lo mismo. Me pregunto qué hará Dillon, el amigo de Camille.

– No he dicho que la lealtad de los oficiales esté asegurada, sino que el Gobierno lo da por sentado hasta que no demuestren lo contrario. De no ser así, sería imposible tener un Ejército.

– ¿Me permites que te dé un consejo? -preguntó Robespierre, mirando fijamente a Danton. Seguro que no me va a gustar, pensó Danton-. Hablas demasiado del «Gobierno». La Revolución te ha hecho un revolucionario, y en las revoluciones los viejos presupuestos se vienen abajo. En tiempos de paz y estabilidad es posible que un Estado ignore a sus enemigos, pero en tiempos como éstos debemos identificarlos y tomar medidas para defendernos de ellos.

¿Cómo?, se preguntó Danton. ¿Razonando con ellos? ¿Convirtiéndolos? ¿Matándolos? Pero tú no quieres que matemos a nadie, ¿verdad, Max? No lo aceptas.

– La diplomacia puede poner límites a la guerra -dijo Danton-. Mientras sea el jefe del Gobierno, haré cuanto pueda por mantener a raya a Inglaterra. Pero cuando deje de serlo…

– ¿Sabes que diría Marat? Diría: «¿Y por qué tienes que dejar de serlo?»

– Deseo ser miembro de la Convención. Ése es mi escenario, donde puedo ser más útil. No quiero pasarme la vida sujeto a una mesa de despacho. Como bien sabes, un diputado no puede ser ministro.

– Escucha -respondió Robespierre, sacando del bolsillo el pequeño volumen de El contrato social.

– ¿Acaso me vas a contar un cuento? -preguntó Danton.

Robespierre abrió el librito por una página señalada y dijo:

– Escucha atentamente: «La inflexibilidad de las leyes puede, en determinadas circunstancias, hacer que éstas sean peligrosas y causen la ruina de un Estado en crisis… Si el peligro es tal que el aparato de las leyes representa un obstáculo, se nombra un dictador, el cual suprime las leyes.»

Robespierre cerró el libro y miró interrogativamente a Danton.

– ¿Es una afirmación categórica o una recomendación facultativa? -preguntó Danton.

Robespierre guardó silencio.

– Esas frases no me impresionan, aunque las haya escrito el mismo Jean-Jacques.

– Quiero prepararte para los argumentos que te expondrán los demás.

– Observo que has señalado el párrafo. En adelante, no te molestes en andarte con rodeos. Pregúntame directamente lo que desees saber.

– No he venido aquí para provocarte. He señalado el párrafo porque he reflexionado mucho sobre él.

– ¿Y qué conclusiones has sacado? -preguntó Danton.

– Me gusta… -Robespierre dudó unos instantes y luego prosiguió-: Me gusta analizar todas las circunstancias. No debemos ser doctrinarios. Por otra parte, el pragmatismo puede fácilmente degenerar en una falta de principios.

– A los dictadores siempre acaban matándolos -dijo Danton.

– Pero, ¿y si antes de morir han salvado a su país? «Es inevitable que un hombre muera por el pueblo.»

– Olvídalo. No tengo el menor deseo de convertirme en un mártir. ¿Y tú?

– De todos modos, son meras hipótesis. Pero tú y yo, Danton… -dijo Robespierre con aire pensativo-. Tú y yo no nos parecemos.


– Me pregunto qué opina Robespierre sobre mí -dijo Danton a Camille.

– Opina que eres maravilloso -contestó Camille sonriendo, tratando de disimular su inquietud-. Siempre habla muy bien de ti.

– Me gustaría saber qué piensa Danton de mí -dijo Robespierre.

– Te tiene en gran estima -respondió Camille, esbozando una sonrisa forzada-. Cree que eres maravilloso.


La vida va a cambiar. Lo que han presenciado hasta ahora no es nada comparado con los cambios que van a producirse.

Todo lo que no aprueben, lo tacharán de «aristocrático», término que puede aplicarse a la comida, a los libros, a las obras teatrales, a las formas de expresarse, a los peinados y a instituciones tan venerables como la prostitución y la Iglesia católica.

Si la «libertad» fue la consigna de la primera Revolución, la «igualdad» es la consigna de la segunda. Lo de la «fraternidad» posee una cualidad menos contundente.

Todas las personas han pasado a ser simples «ciudadanos» o «ciudadanas». De ahora en adelante la Place Louis XV se llamará Place de la Révolution, y la científica máquina para decapitar a la gente será instalada allí y se denominará «guillotina», en honor del doctor Guillotin, el célebre experto en salud pública. La rue Monsieur-de-Prince se llamará rue Liberté, la Place de la Croix-Rouge se convertirá en la Place de la Bonnet-Rouge. Nôtre Dame se convertirá en el Templo de la Razón. Bourg-la-Reine se llamará en adelante Bourg-la-République. Y, andando el tiempo, la rue des Cordeliers se convertirá en la rue Marat.

El divorcio será un trámite sencillísimo.

Durante un tiempo, Annette Duplessis seguirá paseando por los jardines de Luxemburgo. Dentro de unos meses instalarán allí una fábrica de cañones, cuyo patriótico ruido y hedor será increíble, y sus patrióticos desperdicios serán arrojados al Sena.

La Sección de Luxemburgo se convertirá en la Sección Mutius Scaevola. Los romanos están muy de moda, al igual que los espartanos. Los atenienses no tanto.

En una localidad provinciana, la obra titulada El casamiento de Fígaro, de Beaumarchais, será prohibida, al igual que años atrás la había prohibido el Rey. En ella su autor describe un estilo de vida caduco; por otra parte, exige que los actores luzcan trajes aristocráticos.

Los trabajadores se denominan sansculottes porque llevan pantalones en lugar de calzones. Visten también un chaleco de rayas tricolores, una casaca de lana tosca, llamada carmagnole, y el gorro rojo de la «libertad», aunque ignoramos qué tiene que ver la libertad con el hecho de llevar un gorro.

El objetivo de los ricos y poderosos es ser aceptados como sansculottes en espíritu, sin ponerse ese ridículo uniforme. Sólo Robespierre y un puñado de hombres mantienen viva la llama de la esperanza para los peluqueros franceses en paro. Muchos miembros de la nueva Convención llevan el pelo peinado hacia adelante y un flequillo, como las estatuas de los héroes de la antigüedad. Se ven botas de montar a todas horas, incluso en los recitales de arpa. Los caballeros tienen un aire de estar dispuestos a aplastar una columna prusiana, cualquier día de la semana, después de cenar.

Las corbatas se hacen más anchas, como si estuvieran destinadas a proteger la garganta. El personaje que luce las corbatas más anchas es el ciudadano Antoine Saint-Just, miembro de la Convención Nacional y del Comité de Salvación Pública. En los tenebrosos días de 1794 aparecerá una obscena versión femenina de la misma: una fina cinta escarlata, colocada alrededor de un cuello blanco y desnudo.

El Gobierno impone controles económicos y límites a los precios. Estallarán huelgas debido a los precios del café y el azúcar. Un mes no habrá leña, otro faltará jabón, o velas. Crecerá el mercado negro, y se aplicará la pena de muerte a los acaparadores y traficantes.

Asimismo, correrán persistentes rumores sobre ci-devant condes y marqueses, los emigrados que han regresado al país. Alguien ha visto a un marqués trabajando de limpiabotas, mientras su esposa hace de costurera. Un duque está empleado como mayordomo en su propia casa, que actualmente pertenece a un banquero judío. A algunos les gusta creer que esos rumores son ciertos.

En la Asamblea Nacional se producen unos deplorables incidentes en que los caballeros, dejándose arrastrar por los nervios, desenvainan la espada. En la Convención y en el Club de los Jacobinos, las peleas a puñetazos y navajazos están a la orden del día. Los duelos han dado paso a los asesinatos.

Los ricos -es decir, los nuevos ricos- viven tan bien como solían vivir bajo el régimen anterior. Camille Desmoulins, en una conversación semiconfidencial en el Club de los Jacobinos una tarde de 1793, dijo:

– No sé por qué se queja la gente de que no consiguen ganar dinero. A mí no me cuesta ningún esfuerzo.

Las iglesias son saqueadas, las estatuas destrozadas. Los santos con ojos de piedra alzan un dedo amputado en un truncado gesto de bendición. Si uno quiere salvar una estatua de la Virgen, tiene que encasquetarle un gorro rojo y convertirla en una diosa de la Libertad. Así es como se salvan todas las vírgenes. ¿Quién quiere a esas feroces mujeres que se dedican a la política?

Debido a los cambios en los nombres de las calles, la gente anda desorientada. El calendario también ha sufrido modificaciones; enero ha sido abolido, adiós al aristocrático junio. La gente se pregunta: «¿En que fecha estamos hoy realmente?»

1792, 1793, 1794. Libertad, igualdad, fraternidad o muerte.


Lo primero que hizo Danton al llegar al Ministerio de Justicia fue convocar a los funcionarios públicos más antiguos.

– Les aconsejo -dijo sonriendo-, que acepten una jubilación anticipada.


– La voy a echar mucho de menos -dijo Louise Gély a Gabrielle-. ¿Quiere que vaya a visitarla en la Place Vendôme?

– La Place des Piques -corrigió Gabrielle, sonriendo con tristeza-. Por supuesto. De todos modos, no tardaremos en regresar aquí porque Georges sólo ha aceptado el cargo ya que se trata de una emergencia, y cuando la situación se haya normalizado… -Pero no terminó la frase. No quería tentar a la suerte.

– No tenga miedo -dijo Louise, abrazándola con ternura-. Debería estar orgullosa de su marido. Mientras él sea el jefe de Gobierno, tendremos la seguridad de estar a salvo del enemigo.

– Eres muy valiente, Louise…

– Danton está convencido de ello.

– A veces me pregunto si un hombre puede abarcar tantas cosas.

– Ése no es el problema -contestó Louise. A veces resultaba difícil no enojarse con Gabrielle-, sino de que éste sea el mejor de los dirigentes.

– Pensaba que mi marido no te caía bien.

Louise la miró perpleja.

– Jamás he dicho tal cosa. Le estoy muy agradecida por haber ayudado a mi padre.

El señor Gély ocupaba un cargo en el Ministerio de Marina.

– No tiene importancia -respondió Gabrielle-. Ha colocado a todos sus amigos y antiguos empleados. Incluso a Collot d’Herbois, al que no podemos soportar.

– Confío en que se lo agradezcan -dijo Louise, cosa que dudaba-. Ha ofrecido cargos a sus amigos, a gente que no le cae bien, a personas sin la menor importancia, creo que si pudiera ofrecería un cargo a toda la ciudad. Me pregunto por qué ha enviado al ciudadano Fréron a Metz…

– Supongo que se debe a que el consejo ejecutivo de Metz necesita a alguien que les ayude a dirigir su revolución -se apresuró a contestar Gabrielle, aunque no estaba muy segura de ello.

– Metz está en la frontera.

– Así es.

– Pensaba que lo había hecho como un favor al ciudadano Desmoulins. ¿No es cierto que Fréron seguía a su esposa a todas partes, dedicándole piropos y miradas de cordero degollado? A Danton no le gustan estas cosas. Sin duda se alegrará de habérselo quitado de en medio.

Gabrielle hubiera preferido no mantener esa conversación con Louise. Incluso una niña de catorce años se daba cuenta de esas cosas.


Cuando llegó la noticia del golpe del 10 de agosto a su cuartel general, Lafayette trató de organizar los Ejércitos para marchar sobre París y derrotar al Gobierno provisional. Sólo un puñado de oficiales se mostraron dispuestos a respaldarlo. El 19 de agosto, el general atravesó la frontera junto a Sedan, y fue arrestado por los austriacos.


Los inquilinos del Ministerio de Justicia solían desayunar juntos para organizar un plan del día. Danton saludó a todos excepto a su esposa; al fin y al cabo, ya la había visto antes. Ambos pensaban que había llegado el momento oportuno de ocupar habitaciones separadas, pero ninguno tenía el valor de proponerlo. Así pues siguieron utilizando el lecho conyugal, y amaneciendo bajo un pesado dosel y rodeados por gruesos cortinajes de terciopelo.

Lucile llevaba esa mañana un vestido gris perla. Ofrecía un aspecto curiosamente puritano, pensó Danton; se imaginó que se inclinaba sobre ella y que la besaba salvajemente en los labios.

Nada afectaba el apetito de Danton, ni un arrebato de pasión, ni una crisis nacional ni el histórico polvo de los cortinajes del lecho. Lucile no probó bocado pues estaba tratando de recuperar su figura tras el parto.

– Te vas a quedar esquelética -le dijo Danton.

– Trata de parecerse a su marido -observó Fabre-. No quiere reconocerlo, pero por alguna razón que sólo ella conoce eso es justamente lo que hace.

Camille bebía una taza de café a sorbitos. Su esposa lo miró de soslayo mientras abría la correspondencia con un abrecartas.

– ¿Dónde están François y Louise? -preguntó Fabre-. Debe de haberlos retenido algo. Son una pareja la mar de curiosa; todavía se despiertan juntos en el mismo lecho en el que iniciaron su vida conyugal.

– ¡Basta de impúdicos cotilleos antes de desayunar! -exclamó Danton.

Camille dejó la taza de café sobre la mesa y dijo:

– Algunos de nosotros no podemos empezar el día sin haber ingerido nuestra ración cotidiana de escándalos y perversos chismorreos.

– Confiemos en que el austero ambiente de este lugar influya en nuestro ánimo -contestó Danton-. Incluido Fabre. Esto no será como vivir entre los cordeliers, quienes aplaudían todas tus pequeñas depravaciones.

– No soy un depravado -protestó Fabre-. El depravado es Camille. A propósito, supongo que no tendrás ningún inconveniente en que Caroline Rémy se instale aquí.

– No me parece correcto -respondió Danton.

– ¿Por qué? A Hérault no le importa, puede venir a visitarla aquí.

– Me importa un comino lo que opine Hérault. No dejaré que conviertas este lugar en un prostíbulo.

– ¿Lo dices en serio? -preguntó Fabre. Miró a Camille en busca de apoyo, pero éste estaba leyendo su correspondencia.

– Si te divorcias de Nicole y te casas con Caroline, puedes traerla a vivir aquí.

– ¿Casarme con ella? -preguntó Fabre-. Estás loco.

– Si te parece una idea tan impensable, ello demuestra que esa mujer no debería tratarse con nuestras esposas.

– Ya comprendo -contestó Fabre, que estaba de un humor agresivo. No podía dar crédito a lo que oía. El ministro y su colega, el otro secretario, se habían beneficiado ese verano en numerosas ocasiones de Caroline-. De modo que hay una ley para ti y otra para mí.

– No sé a qué te refieres. ¿Acaso me propongo mantener a una amante aquí?

– Sí -masculló Fabre.

Camille soltó una carcajada.

– Te ruego que comprendas -dijo Danton-, que si Caro se traslada aquí, los ministerios y la Asamblea se enterarán de ello al cabo de una hora y lloverán las críticas, especialmente sobre mí.

– Muy bien -respondió Fabre, enojado-. Cambiemos de tema. ¿Quieres saber lo que dice Condorcet sobre tu nombramiento, ministro, en el periódico de hoy?

– Espero que no nos deleites todas las mañanas refiriéndonos lo que opinan y dicen los brissotinos -terció Lucile-. Pero continúa.

Fabre abrió el periódico y leyó:

– «El primer ministro tenía que ser alguien que contara con la confianza de los agitadores responsables de haber derrocado la monarquía. Tenía que ser un hombre con suficiente autoridad personal para controlar a los más nefastos instrumentos de esta beneficiosa, gloriosa y necesaria Revolución.» Se refiere a nosotros, Camille. «Tenía que ser un hombre que poseyera la suficiente elocuencia, espíritu y carácter para estar a la altura del cargo que ostenta y de los miembros de la Asamblea Nacional que deben tratar con él. Sólo Danton reunía esas cualidades. Yo voté a favor de él, y no me arrepiento de mi decisión.» Fabre se inclinó hacia Gabrielle y añadió-: ¿No estás impresionada?

– Hay algo que no me convence en ese artículo -dijo Camille.

– Tiene un tono paternalista -declaró Lucile, arrebatando el periódico de manos de Fabre-. «Los miembros que deben tratar con él.» Parece como si vayan a encerrarte en una jaula y se aproximen a ti con unos palos y temblando de miedo.

– Como si nos importara el que Condorcet se arrepintiera o no de su decisión -dijo Camille-. En primer lugar, no tenía elección. Las opiniones de los brissotinos carecen de importancia.

– Te equivocas. Cuando se elija a los diputados de la Convención Nacional tendrán una gran importancia -respondió Danton.

– Me gusta eso del carácter -dijo Fabre-. ¿Imaginas lo que hubiera dicho si te llega a ver arrastrando a Mandat por todo el Ayuntamiento?

– Olvidemos ese episodio -contestó Danton.

– Pensaba que había sido uno de tus momentos más gloriosos, Georges-Jacques.

Camille distribuyó las cartas en montoncitos y dijo:

– No he recibido noticias de Guise.

– Quizás estén impresionados por tu nuevo domicilio.

– Supongo que no me creen. Pensarán que es una de mis mentiras habituales.

– ¿Acaso no leen los periódicos?

– Sí, pero desde que soy periodista no se fían de ellos. Mi padre está convencido de que acabarán ahorcándome.

– Quizá tenga razón -dijo Danton con tono burlón.

– Puede que esto te interese. He recibido carta de mi querido primo Fouquier-Tinville -dijo Camille, examinando la esmerada caligrafía de su pariente-. Halagos, envidia, servilismo, envidia, mi querido primo Camille, envidia y más envidia… «el nombramiento de los patrióticos ministros… conozco bien su reputación, pero no tengo la suerte de que ellos me conozcan a mí…»

– Yo sí lo conozco -dijo Danton-. Un tipo útil. Hace lo que le ordenan.

– «Confío en que intercederás en mi favor ante el ministro de Justicia para que me ofrezca un cargo… Como sabes, soy padre de familia numerosa y no ando sobrado de dinero…» -Camille arrojó la carta frente a Danton-. Permite que interceda en favor de tu humilde y leal servidor Antoine Fouquier-Tinville. La familia lo considera un abogado muy competente. Puedes darle un cargo si te apetece.

Danton cogió la carta y se echó a reír.

– Qué tono tan servil… Hace tres años no te habría dado ni los buenos días, Camille.

– Tienes razón. Si me lo hubiera encontrado en la calle ni siquiera me hubiera dirigido la palabra, hasta que cayó la Bastilla.

– No obstante -dijo Danton tras leer la carta-, tu primo puede sernos útil en el tribunal especial que montaremos para juzgar a los perdedores. Déjame reflexionar, ya le encontraré un trabajo.

– ¿Quiénes envían esas cartas? -preguntó Lucile.

– Éstas son de felicitación, y éstas otras obscenas -contestó Camille, indicando con la mano los dos montoncitos de cartas. Lucile observó su mano; parecía casi transparente-. Solía entregárselas a Mirabeau. Las coleccionaba.

– ¿Puedo verlas?

– Más tarde -contestó Danton-. ¿Recibe Robespierre ese tipo de cartas?

– Sí, algunas. Maurice Duplay inspecciona su correspondencia. Los Duplay constituyen una maravillosa presa para una imaginación calenturienta. Todas esas hijas, y los dos chicos… Según me ha informado Maurice, en ellas mencionan mi nombre con frecuencia. Pero no puedo hacer nada para remediarlo.

– Robespierre debería casarse -dijo Fabre.

– No sirve de nada -respondió Danton. Luego se giró hacia su esposa y le preguntó-: ¿Qué vas a hacer hoy, cariño?

Gabrielle guardó silencio.

– Tu alegría de vivir es admirable -dijo Danton con tono sarcástico.

– Echo de menos mi hogar -contestó Gabrielle, contemplando fijamente el mantel. No le gustaba airear su vida privada.

– ¿Por qué no vas de compras? -sugirió su marido-. Vete a la modista.

– Estoy encinta de tres meses. La ropa no me interesa.

– No seas malo con ella, Georges-Jacques -terció Lucile.

Gabrielle la miró furiosa y le espetó:

– No necesito que me defiendas, zorra. -Luego se levantó y añadió-: Disculpadme.

Tras esas palabras, salió precipitadamente de la habitación.

– Olvídalo, Lolotte -dijo Danton-. Está nerviosa.

– Gabrielle tiene el temperamento de las personas que escriben esas cartas -dijo Camille-. Todo lo ve bajo un prisma pesimista.

– Ya puedes satisfacer tu morbosa curiosidad -dijo Danton a Fabre, indicando las cartas-. Pero llévatelas de aquí.

Fabre se inclinó profundamente ante Lucile y salió con expresión fría y digna.

– No le gustarán -observó Danton-. Ni siquiera pueden gustarle a Fabre.

– Maximilien recibe proposiciones de matrimonio -soltó Camille inopinadamente-. Recibe dos o tres a la semana. Las conserva en su habitación, sujetas con una cinta. Tiene la manía de guardarlo todo.

– ¿No será una de tus fantasías? -le preguntó Danton.

– No, te lo aseguro. Las oculta debajo del colchón.

– ¿Cómo lo sabes? -preguntó Danton, echándose a reír.

– No se lo cuentes a nadie -contestó Camille-, porque Max sospechará que te lo he dicho yo.

En aquel momento apareció de nuevo Gabrielle, seria y tensa.

– Cuando hayáis terminado, me gustaría hablar un momento con mi marido, si no tenéis inconveniente.

Danton se levantó y dijo, dirigiéndose a Camille:

– Hoy puedes hacer de ministro de Justicia, mientras yo me ocupo de lo que Gabrielle llama «los asuntos extranjeros». ¿Qué querías decirme, cariño?

– ¡Maldita sea! -exclamó Lucile, cuando los Danton se hubieron marchado-. Me ha llamado zorra.

– No lo ha dicho en serio -respondió Camille-. Se siente desgraciada, confundida.

– Y nosotros no hacemos nada para ayudarla.

– ¿A qué te refieres?

Camille acarició suavemente la mano de su esposa mientras ambos se miraban fijamente. Ninguno estaba dispuesto a renunciar a su jueguecito.


Los aliados habían aterrizado en Francia.

– París es una ciudad tan segura -comunicó Danton a la Asamblea-, que he traído a mis hijos y a mi anciana madre a la capital, a mi casa de la Place des Piques.

Más tarde se encontró con el ciudadano Roland en los jardines de las Tullerías y dieron un paseo bajo los árboles. Sobre el rostro de su colega caían los rayos del sol que se filtraban entre las hojas.

– Quizás ha llegado el momento de marcharse -dijo Roland con voz temblorosa-. El Gobierno debe permanecer unido a toda costa. Si nos trasladáramos más allá del Loira, cuando ocupen París…

Danton se giró y lo miró enfurecido.

– Cuidado, Roland -dijo-, pueden oírte. Si tanto te asusta la lucha, huye, pero yo me quedo para gobernar el país. Jamás ocuparán París. Antes le prenderemos fuego.

Como saben, el pánico es contagioso. Danton está convencido de que existe un mecanismo que lo pone en marcha, un proceso que forma parte de la mente humana o del alma. Sin embargo, confía en que, mediante ese mismo proceso, a lo largo de las vías por las que se extiende el pánico también puede extenderse el valor. En cualquier caso, está resuelto a permanecer al pie del cañón, a modo de ejemplo.

La señora Recordain estaba sentada en una silla, contemplando admirada el palacio del ministro de Justicia. De pronto olfateó el aire, alarmada.

Habían empezado a cavar trincheras alrededor de las murallas de París.


Durante las primeras semanas, Marat solía acudir con frecuencia al ministerio. No se molestaba en bañarse para tales ocasiones, ni anunciaba su visita con antelación. Recorría los pasillos con paso apresurado y decía con cara de pocos amigos: «Vengo a ver al ministro, o al secretario», como si estuviera dispuesto a pelearse con quien intentara impedírselo.

Una mañana se topó con dos funcionarios que conversaban junto a la puerta del despacho del secretario Desmoulins. Parecían nerviosos e irritados. Ninguno de ellos trató de detener al doctor Marat sino que lo miraron como diciendo: «Adelante, el secretario merece recibir la visita de un tipejo como tú.»

Era una habitación espaciosa, espléndidamente amueblada, en la que Camille no acababa de encajar. De las paredes colgaban unos retratos de viejos ministros que observaban con expresión vacía, debajo de sus empolvadas pelucas, al ocupante de la mesa que antaño les había pertenecido, como si la presencia de Camille les dejara totalmente indiferentes.

– Longwy ha caído -dijo Marat.

– Lo sé. Me lo han señalado en ese mapa, porque ni siquiera sabía dónde quedaba eso.

– Dentro de unos días caerá Verdun -continuó Marat, sentándose frente a Camille-. ¿Qué problemas tienes con tus funcionarios? Me he encontrado a dos ahí fuera, murmurando.

– Aquí me asfixio -contestó Camille-. Ojalá me hubiera quedado en la redacción del periódico.

Marat, en aquellos momentos, en lugar de publicar sus opiniones en el periódico, las escribía en unos carteles que pegaba por toda la ciudad. Ciertamente, no era un estilo sutil, que alentara las simpatías de la gente.

– A ti y a mí, querido amigo, nos van a matar de un tiro.

– Quizá tengas razón.

– Llegado el momento, ¿qué harás? ¿Suplicar misericordia?

– Probablemente -contestó Camille con franqueza.

– Pero tu vida es muy valiosa. La mía también, aunque supongo que muchos no estarían de acuerdo con esta afirmación. Tenemos un deber hacia la Revolución, no podemos rendirnos. Brunswick se ha movilizado. ¿Qué dice Danton? La situación es grave, pero no desesperada. Danton no es idiota, e imagino que no ha perdido las esperanzas. Sin embargo, tengo miedo. El enemigo dice que está dispuesto a arrasar la ciudad. El pueblo sufrirá, como quizá jamás ha sufrido en nuestra historia. ¿Imaginas cómo se vengarán los monárquicos?

Camille sacudió la cabeza, dando a entender que trataba de no pensar en ello.

– Provenza y Artois regresarán. María Antonieta regresará, para ocupar de nuevo su lugar. Los sacerdotes regresarán. Los niños que ahora están en la cuna sufrirán por lo que hicieron sus padres. -Marat se inclinó hacia adelante, con la espalda encorvada y la mirada fija en Camille, como si estuviera pronunciando un discurso desde la tribuna del Club de los Jacobinos-. La nación se convertirá en un matadero.

Camille apoyó los codos en la mesa y observó a Marat, sin saber qué responder.

– No sé cómo podemos detener el avance del enemigo -le dijo Marat-. De eso se ocuparán Danton y los soldados. Lo que me concierne es la defensa de esta ciudad, los traidores que hay entre sus muros, los subversivos, los monárquicos que llenan nuestras cárceles. Esas prisiones no son seguras; tenemos a gente encerrada en conventos, en hospitales, no hay espacio para ellos, ni forma de encerrarlos en un lugar seguro.

– Es una lástima que derribáramos la Bastilla -dijo Camille.

– ¿Y si logran escapar? -preguntó Marat-. No, no es imposible, el arma que representa la cárcel exige cierto consentimiento por parte de la víctima, cierta colaboración. Supón que se niegan a colaborar… Cuando nuestras tropas partan hacia el campo de batalla, dejando a la ciudad en manos de las mujeres, los niños y los políticos, los aristócratas saldrán de las cárceles, localizarán los escondites donde guardan las armas…

– ¿Los escondites? Nos seas estúpido. ¿Por qué crees que la Comuna ha registrado todas las casas…?

– ¿Estás seguro de que las han registrado todas?

Camille sacudió la cabeza.

– ¿Qué quieres que hagamos? -preguntó-. ¿Matar a los presos en las cárceles?

– Por fin -respondió Marat-. Creí que nunca íbamos a llegar a este punto.

– ¿A sangre fría?

– Como sea.

– ¿Y tú te encargarías de organizarlo, Marat?

– No, sucedería espontáneamente. La gente, aterrada, llevada por el odio hacia el enemigo…

– ¿Espontáneamente? -repitió Camille-. No lo creo probable.

Sin embargo, pensó: tenemos una ciudad que corre un peligro inmediato, tenemos un populacho enfurecido, tenemos un mar de odio inútil contra las instituciones del Estado que fluye a través de las plazas públicas, y tenemos a las víctimas, el objetivo de ese odio, tenemos a los traidores a mano, dispuestos a lo que sea… Bien pensado, no es tan descabellado.

– Venga, hombre -dijo Marat-. Los dos sabemos cómo suceden esas cosas.

– Hemos empezado a juzgar a los monárquicos -contestó Camille.

– ¿Crees acaso que disponemos de uno o dos años? ¿De un mes, de una semana?

– No, tienes razón. Pero jamás… quiero decir que jamás hemos cometido nada semejante, Marat. Sería un asesinato, lo mires como lo mires.

– No seas hipócrita. ¿Qué crees que hicimos en 1789? Fueron los asesinatos los que te convirtieron en el personaje que eres hoy, que te sacaron del anonimato y te colocaron en este despacho. ¡Los asesinatos! ¿Qué significa eso? Se trata simplemente de una palabra.

– Hablaré de ello con Danton.

– Sí, hazlo.

– Pero dudo de que acepte tu plan.

– Allá él. De todos modos sucederá. Podemos ejercer cierto control sobre ello o bien dejar que se nos escape de las manos. Danton tendrá que elegir entre ser el amo o el sirviente. ¿Qué crees tú que elegirá?

– Manchará su buen nombre. Su honor.

– Ay, Camille -murmuró Marat-. ¡Su honor! ¡Mi pobre Camille!

Camille se reclinó en la silla y alzó la cabeza, contemplando los cuadros que cubrían las paredes. Los ministros tenían los ojos enrojecidos, sin duda debido a su avanzada edad. ¿Tenían esposa, hijos? ¿Sentimientos? Debajo de sus elegantes chalecos ¿se movían sus costillas con el latir de sus corazones? Los retratos lo observaban impasibles, en silencio. Los funcionarios se habían alejado de la puerta. Camille oyó el tictac de un reloj.

– El pueblo llano no tiene honor -dijo Marat-. No se puede permitir ese lujo.

– Supón que los otros ministros tratan de impedirlo.

– ¿Los otros ministros? No me hagas reír. ¿Qué otros ministros? Si son unos eunucos.

– A Danton no le gustará esa idea.

– No tiene por qué gustarle -contestó Marat enérgicamente-. Basta con que comprenda que es necesario. Hasta un niño comprendería que es necesario. ¿Gustarle? ¿Crees que me gusta a mí?

Camille no contestó.

Al cabo de unos instantes, Marat dijo:

– Lo cierto es que me tiene sin cuidado. Absolutamente sin cuidado.


Los preliminares para las elecciones de la Convención han comenzado. La vida continúa como siempre. El pan es horneado todos los días. Se ensayan obras teatrales.

Lucile ha recuperado a su hijito. Súbitamente suenan unos berridos a través de los amplios salones, debajo de los techos abovedados, entre los documentos y los libros encuadernados en piel, en unos lugares donde jamás han resonado las voces ni los berridos de un niño.

Verdun cae el 1 de septiembre. Si el enemigo decidiera marchar sobre París, se hallaría tan sólo a dos días de marcha.


Robespierre piensa con frecuencia en Mirabeau, el cual solía decir, haciendo un amplio gesto con la mano: «Mirabeau hará esto», o «el conde Mirabeau responderá…», refiriéndose a sí mismo como si fuera un personaje en una obra dirigida por él. Es consciente de que lo observan atentamente. Robespierre actúa. O Robespierre no actúa. Robespierre observa mientras es observado.

Se había negado a actuar de juez en el tribunal especial creado por Danton.

– ¿Todavía te opones a la pena de muerte? -le preguntó Danton, enojado.

Sin embargo, Danton había hecho gala de su misericordia. Había muy poco trabajo para el ciudadano Sanson. Habían ejecutado a un oficial de la Guardia Nacional -mediante la guillotina- y al secretario de la Lista Civil, pero habían perdonado la vida a un aristocrático periodista. Camille apoyó las manos sobre los hombros de Danton y le convenció de que era un mal precedente ejecutar a periodistas. Danton se echó a reír y respondió:

– Como quieras. Puedes revocar el veredicto; seguiremos aplazando indefinidamente la ejecución, y al final no se llevará a cabo. Haz lo que creas más conveniente. Tienes el sello con mi firma.

Era arbitrario, afirmó Fabre, el que la vida de un hombre dependiera de que Camille recordara una victoria en un intercambio de insultos con él en 1789, y que se sintiera magnánimo, y que hiciera el papel de puta barata para divertir a Danton y ponerlo de buen humor al final de una dura jornada. (Un secreto, dijo Fabre, que Camille hubiera podido vender a la esposa de Danton.) A Fabre le disgustaba el incidente, no por la pasión que sentía por la justicia, según dijo Robespierre, sino porque no poseía unas dotes similares para conseguir sus fines. ¿Acaso Robespierre era el único que pensaba que la ley no debía ser vulnerada de esa forma? Le producía náuseas, ofendía su intelecto. Pero ese sentimiento provenía de los viejos tiempos, antes de la Revolución. La justicia se había convertido en sirviente de la política: ningún otro cargo era compatible con el de la supervivencia. Sin embargo, le hubiera disgustado profundamente oír a Danton exigir a gritos que cortaran la cabeza a los detenidos. En todo caso, a Danton le faltaba carácter, era sensible a los halagos, y no sólo por parte de Camille.

Brissot. Vergniaud. Buzot. Condorcet. Roland. Roland y Brissot de nuevo. En su sueño, esperan, riendo, atraparlo en una red. Y Danton se niega a actuar…

Ésos son los conspiradores. ¿Por qué teme una conspiración, se pregunta (pues es un hombre razonable), cuando nadie más parece temerla?

Temo las consecuencias de lo que en el pasado contribuí a provocar, se dice. En mi interior se agitan otros conspiradores: el corazón que late aceleradamente, la cabeza que no cesa de dolerme, las tripas a las que les cuesta hacer la digestión y los ojos que se sienten heridos por la luz del sol. Detrás de ellos está el jefe de los conspiradores, la parte oculta de la mente. Las pesadillas le despiertan a las cuatro y media de la mañana, y no logra conciliar el sueño de nuevo.

¿Con qué fin conspira el individuo que hay en su interior? ¿Para tomarse una noche libre y leer una novela? ¿Para tener más amigos, para que le quieran más? La gente comenta extrañada el hecho de que Robespierre luzca unas gafas tintadas que le dan un aspecto de lo más siniestro.


Danton lucía una casaca escarlata. Al ponerse en pie en la Asamblea, sus colegas lo aclamaron con fervor; algunos incluso sollozaban. Las voces y exclamaciones del público que llenaba las galerías se oían al otro lado del río.

Respirando tal como le había enseñado a hacer Fabre, su voz sonaba inmensa y poderosa. A través de su mente discurrían dos líneas de pensamiento: la organización de los planes, el despliegue de los Ejércitos y las maniobras diplomáticas. Mis generales son capaces de contenerlos durante quince días; luego (repetía mentalmente), luego ya se me ocurrirá otra cosa. Los venderé a la Reina si está dispuesta a comprarlos, o a mi madre, o me rendiré, o me cortaré las venas.

La segunda línea de pensamiento: las acciones surgen de palabras. ¿Cómo pueden unas palabras salvar al país? Las palabras generan mitos, y la gente lucha por defender esos mitos. Louise Gély: «Hay que guiarles, enseñarles lo que deben hacer. Una vez que han aprendido a afrontar la situación, todo resulta muy sencillo.» Tiene razón. La situación no puede ser más sencilla. Hasta una niña de catorce años lo comprende. Es preciso utilizar palabras sencillas. Pocas, y breves. Danton se yergue, extiende un brazo y dice:

– Hay que mostrar arrojo. Siempre hay que mostrar arrojo. De esta forma salvaremos a Francia.

En aquel momento alguien escribió: «Ese hombre, pese a su grotesco aspecto, resulta hermoso.»

Danton se sentía como un emperador romano, presente en su propia deificación. Los dioses vivientes caminan por las calles; los avatares cargan los cañones; los iconos cargan los dados.


Legendre: «El enemigo se hallaba a las puertas de París. Apareció Danton, y salvó al país.»


Es muy tarde. El rostro de Marat presenta, a la luz de las velas, un tono lívido, como el de un ahogado. Fabre se ríe. Tiene una botella de coñac junto a él. En la habitación hay aproximadamente una docena de personas. No se han saludado por su nombre, y evitan mirarse a los ojos. Es posible que dentro de un año ni siquiera recuerden quién estuvo allí y quién no. El jefe de una Sección está sentado junto a una ventana abierta, porque a sus compañeros les molesta el olor de su pipa.

– No será una arbitrariedad -dice un miembro de la Comuna-. Utilizaremos a patriotas de confianza, hombres de las Secciones, a quienes facilitaremos unas listas completas. Podrán entrevistar a todos los prisioneros que aún no hayan sido liberados, y condenar a los otros. ¿Qué os parece?

– Me parece bien -responde Marat-. Siempre y cuando la sentencia sea la misma.

– ¿A qué viene esa farsa? -pregunta Camille al miembro de la Comuna-. ¿No sería mejor entrar en las cárceles y matarlos a todos?

– De todos modos, eso es lo que acabará sucediendo -contesta Marat-. Pero debemos seguir los trámites establecidos y actuar rápidamente, ciudadanos. El pueblo está sediento de justicia.

– Estamos un poco cansados de tus consignas, Marat -protesta Camille.

El sansculotte que fuma en pipa se la quita de la boca y dice:

– Esto no te va, te sientes incómodo, ¿no es cierto, Camille? ¿Por qué no te marchas a casa?

– Porque este asunto me concierne, concierne al ministro -responde Camille, golpeando con un dedo los documentos que yacen sobre la mesa.

– Si te sirve de consuelo -insiste el sansculotte-, considéralo una continuación de lo que hicimos el 10 de agosto. Aquel día iniciamos algo, ahora lo vamos a terminar. ¿De qué sirve fundar una república si uno no puede tomar las medidas pertinentes para defenderla?

– No hago más que repetírselo -terció Marat-. Pero es inútil, está obcecado.

En el centro de la mesa, como un trofeo, está el sello con la firma del ministro de Justicia. Es el único requisito que se precisa para liberar a un hombre o a una mujer de la cárcel. Por supuesto, el ciudadano Roland, en calidad de ministro del Interior, debería participar en los asuntos que afectan a las prisiones. Pero todos piensan que Roland ni lo sabe ni le importa; que le importa pero no lo sabe; que lo sabe pero no le importa; que le importa pero no se atreve a intervenir. De todos modos, ¿qué importa Roland? Si tiene que tomar otra decisión importante se expone a sufrir un ataque al corazón.

– Examinemos las listas -dice el ciudadano Hébert.

Existen unas dos mil personas encerradas en las cárceles; es difícil calcular la cifra exacta. Los nombres que tachen hoy de las listas serán liberados esta noche; los demás deberán comparecer ante un improvisado tribunal.

Cuando llegan al nombre de un sacerdote, un tal Bérardier, Camille dice:

– Quiero que lo soltéis.

– Es un sacerdote obstinado, que se ha negado a jurar lealtad a la constitución.

– No me importa, quiero que lo soltéis -insiste Camille con firmeza.

Los demás se encogen de hombros y estampan el sello sobre el documento. Camille es imprevisible, es mejor no ponerlo nervioso; además, siempre existe la posibilidad de que cierta persona sea un agente del Gobierno. Danton ha redactado una lista de personas que desea que sean liberadas, la cual ha entregado a Fabre. Camille le pide que se la muestre; Fabre se niega. Camille acusa a Fabre de haberla modificado. Fabre le pregunta que por quién le toma. Silencio. Fabre insinúa que Camille ha conseguido la liberación de un abogado de mediana edad que había sido uno de sus amantes a principios de 1780, cuando Camille era un joven muy atractivo y próspero. Camille replica que es posible, pero que en todo caso es preferible a salvar la vida de alguien a cambio de dinero, que es lo que suele hacer Fabre.

– Es fascinante -dice Hébert-. ¿Continuamos?

Unos mensajeros aguardan junto a la puerta para transmitir las órdenes urgentes de liberación. Es difícil, cuando la pluma se detiene junto a un nombre, asociarlo al cadáver al que quizá pertenezca, mañana o pasado mañana. En la habitación no se respira un ambiente de rencor sino más bien de cansancio y hastío. Camille toma varios tragos del coñac de Fabre. Hacia el amanecer se crea un clima de tibia camaradería.

Quedaba por resolver la cuestión de quién iba a encargarse de matarlos. Era evidente que no lo harían los hombres que sostenían las listas en sus manos, ni siquiera el sansculotte que fumaba en pipa. Al fin decidieron reclutar a unos cuantos carniceros y ofrecerles una determinada cantidad por hacer el trabajo. No se trataba de una idea descabellada ni macabra, sino prudente y humanitaria.

Sin embargo, a medida que fueron extendiéndose los rumores sobre un complot de los aristócratas, sembrando el pánico en la ciudad, tuvieron que echar mano de unos entusiastas principiantes. Carecían de experiencia, y los carniceros se burlaron de sus escasos conocimientos de anatomía. A menos que se propusieran torturar y mutilar a sus víctimas, claro está.

A mediodía, todos están agotados y nerviosos.

– Creo que ha sido una pérdida de tiempo quedarnos en vela toda la noche repasando estas listas -dice Fabre-. De todos modos, se harán un lío y matarán a quienes no deben matar.

Camille recuerda las palabras de Marat: o controlamos nosotros la situación, o se nos escapará de las manos. Las noticias que llegan son cada vez más alarmantes. Durante toda su vida se verán atormentados por los remordimientos; jamás lograrán recuperar su nombre. Sin embargo, ni lo planeamos ni deseábamos que sucediera, piensa Camille. Simplemente, nos lavamos las manos, confeccionamos una lista y nos fuimos a acostar a casa mientras los otros provocaban un baño de sangre y ellos pasaban a convertirse de héroes en aves de rapiña, en unos salvajes, unos caníbales.

Al principio trataron de imponer cierto orden, cierto parecido, aunque risible, de legalidad. Un grupo de sansculottes, tocados con su inevitable gorro rojo, armados, sentados ante una gigantesca mesa, contemplan al sospechoso que tienen ante sí. En el patio aguardan los verdugos, armados con alfanjes, hachas y picas. Al fin deciden liberar a la mitad de los sospechosos, por un motivo fundado, por sentimentalismo o porque en el último momento comprueban que no es quien creían que era. A medida que transcurre el día, la identificación de los reos se hace cada vez más complicada; unos alegan haber perdido sus documentos, otros que se los han robado. Pero si estás en la cárcel será por algún motivo, ¿no?, por un motivo que perjudica al bienestar del pueblo. Como dijo uno: «A mí todos los aristócratas me parecen iguales.»

Algunos ya saben que están condenados a muerte; algunos todavía tienen tiempo de rezar, otros mueren gritando y luchando con sus asesinos hasta el fin. Uno de los verdugos irrumpe en el tribunal e increpa a los jueces:

– ¡Utilizad la cabeza! No damos abasto, necesitamos un respiro.

De modo que los jueces perdonan la vida a un nutrido grupo de prisioneros.

– Puedes irte, quedas libre.

Junto a la puerta les espera un individuo, sosteniendo un hacha. Lo último que oyen antes de morir es la palabra «libre».


A media tarde: Prudhomme, el joven periodista, esperó a que finalizara la reunión presidida por Danton. Ignoraba que Danton se había reído de las declaraciones del Supervisor de Prisiones y que hubiera insultado al secretario particular efe Roland. Desde aquel aciago día de 1791, cuando unos guardias nacionales lo habían confundido con Camille y casi lo habían matado, Prudhomme se creía con todo el derecho de interesarse por Danton y sus amigos.

Danton lo miró como si no lo reconociera.

– Están asesinando indiscriminadamente a los prisioneros -le informó Prudhomme.

– ¡Que se jodan los prisioneros! Debieron haberlo pensado antes -contestó Danton.

Acto seguido dio media vuelta y se alejó.

Camille estudió detenidamente a Prudhomme, sin conseguir trasladar las pálidas cicatrices de éste a su propio rostro.

– No te preocupes -dijo nervioso. Parecía inquieto, como si se sintiera culpable; era el efecto que le causaba Prudhomme más que la situación en sí. Dio a Prudhomme unas palmaditas en la mano y añadió-: Todo está organizado. No tocarán a ningún inocente. Si una Sección avala a un prisionero, será puesto en libertad. Es…

– ¡Camille! -gritó Danton-. ¡Ven aquí inmediatamente!

Camille sintió deseos de golpear a Danton. O a Prudhomme. Su actitud oficial era: no sé nada de esto.


La princesa de Lambelle fue asesinada en la prisión de La Forcé. Es posible incluso que la violaran. Después de que le arrancaran casi todos los órganos para ensartarlos en unas picas, le cortaron la cabeza y la llevaron a un peluquero, a quien obligaron, a punta de cuchillo, a que peinara los bonitos rizos de la princesa. Luego marcharon en procesión hasta la torre del Templo, donde estaban encerrados los Capeto. Clavaron la cabeza en una pica y la alzaron hasta la ventana superior.

– Saluda a tu amiga -exhortaban a la mujer que estaba encerrada en la celda.


Voltaire


La razón debe implantarse primero en las mentes de los dirigentes; luego va descendiendo hasta alcanzar al pueblo, el cual ignora su existencia, pero que, al percibir la moderación de sus gobernantes, acaba imitándolos.

Nueve formas mediante las cuales uno se convierte en partícipe del pecado de otra persona:


Por consejo

Por orden

Por consentimiento

Por provocación

Por halagos o elogios

Por ocultación

Por participar directamente en el pecado

Por el silencio

Por defender la fechoría


Cuando Robespierre hablaba, los miembros del comité de vigilancia de la Comuna dejaban sus plumas y lo miraban fijamente. No jugueteaban con sus papeles ni se sonaban la nariz ni se distraían. Si tenían tos, procuraban reprimirla. Todos estaban serios. Robespierre esperaba que le dedicaran toda su atención, y ellos obedecían.

Existía un complot, según les explicó, destinado a colocar al duque de Brunswick en el trono de Francia. Por increíble que esto pudiera parecer -echó un vistazo alrededor de la sala, pero nadie se atrevió a manifestar la menor incredulidad- tal era la aspiración del comandante de las fuerzas aliadas, que algunos franceses alentaban, Brissot entre ellos.

Billaud-Varennes, el antiguo secretario de Danton, se apresuró a respaldar las declaraciones de Robespierre. A Max no le gustaba Billaud, el cual se jactaba de reconocer a un conspirador simplemente mirándole a los ojos.

Los funcionarios de la Comuna emitieron de inmediato órdenes de arresto contra Brissot y Roland. Robespierre se fue a casa.

Eléonore Duplay se lo encontró cuando cruzaba el patio.

– ¿Es verdad que están matando a todos los presos en las cárceles? -le preguntó la joven.

– Lo ignoro -respondió Max.

– Pero forzosamente tienes que saberlo -insistió Eléonore-. No pueden hacer nada sin consultártelo.

Robespierre la atrajo hacia sí, no en un gesto de cariño, sino porque deseaba influir en la expresión de su rostro.

– Suponiendo que fuera cierto, querida Eléonore, querida Cornélia, ¿acaso llorarías por ellos? Piensa en las personas que los austriacos están asesinando en estos momentos, expulsándolos de sus granjas, quemando sus hogares… ¿Por quiénes llorarías?

– No dudo de que hayas tomado la decisión acertada -contestó la joven-. Tú jamás te equivocas.

– Bueno, ¿por quiénes llorarías? -insistió Robespierre. Tras un breve silencio respondió él mismo a la pregunta-. Supongo que por todos.


Danton examinó los papeles que yacían en la mesa del fiscal. A fin de cuentas, siempre terminaba enterándose de todo.

Cuando vio las dos órdenes de arresto, las cogió y luego volvió a dejarlas sobre la mesa. Mientras las contemplaba, cavilando lentamente, empezó a temblar de pies a cabeza, como la mañana en que le comunicaron que su primer hijo había muerto. ¿Quién había estado todo el día en la Comuna? Robespierre. ¿Quién mandaba allí? Él, y Robespierre. ¿Quién había ordenado que se emitieran esas órdenes? Robespierre. Podía pedir que le mostraran las actas, para leer y juzgar las palabras que habían conducido a dictar las dos órdenes de arresto, para averiguar quiénes eran los culpables. Pero era tan imposible que la Comuna hubiera hecho eso sin la aprobación de Robespierre, como que Roland y Brissot fueran arrestados y no murieran aquella misma noche. Debo moverme rápidamente, pensó Danton.

Louvet, el frágil y atractivo novelista, amigo de Manon Roland, le tocó el codo y dijo:

– Robespierre denunció a Brissot…

– Eso veo -contestó Danton, cogiendo las órdenes. Luego se volvió hacia Louvet y dijo con tono feroz-: ¿Cómo habéis sido tan idiotas? ¿Cómo he podido ser yo mismo tan idiota? Ve a ocultarte en alguna parte.

A continuación dobló los documentos y los guardó en el bolsillo interior de la casaca.

– El pequeñajo tendrá que pasar sobre mi cadáver para recuperar estos papeles -dijo.

– Debemos librar otra guerra -dijo Louvet, rojo de ira-. O matamos a Robespierre, o él nos matará a nosotros.

– No me pidas que te salve -respondió Danton, empujándolo hacia el otro lado de la habitación-. Bastante tengo con salvar mi propio pellejo y ocuparme de los malditos alemanes.


Pétion cogió las órdenes de arresto y las dejó de nuevo sobre la mesa, como había hecho Danton.

– ¿Las ha autorizado Robespierre? Vaya, vaya, vaya… -dijo-. ¿Crees que lo sabía, Danton? ¿Crees que sabía que iban a matarlos?

– Por supuesto que lo sabe -contestó Danton, sentándose y cubriéndose la cara con las manos-. Mañana se habrá disuelto el Gobierno. Dios sabe qué pretendía con ello. O ha perdido la razón, o ha sido un gesto calculado, deliberado. En cuyo caso lo que pretende es alcanzar el poder, y desde 1789 nos ha estado mintiendo, no directamente, sino indirectamente… ¿Tú que crees, Pétion?

Pétion, aterrado, parecía hablar consigo mismo:

– Creo que… es mejor que la mayoría de nosotros, desde luego, pero la tensión de los últimos acontecimientos… -Le consideraban amigo de Brissot; su natural antipatía hacia éste no había impedido que le colgaran la etiqueta. Desde el 10 de agosto, los brissotinos habían gobernado por consentimiento tácito. Fingían haber invitado a Danton a participar en el Gobierno, cuando lo cierto es que éste les había devuelto los cargos y era él quien imponía su voluntad en todas las reuniones del gabinete, instalado en el enorme sillón que tiempo atrás había ocupado Capeto-. ¿Crees que Robespierre quiere matarme?

Danton se encogió de hombros. Lo ignoraba. Pétion se volvió, como si se sintiera avergonzado de sus pensamientos.

– Manon dijo esta mañana: «Robespierre y Danton sostienen la espada de Damocles sobre todos nosotros…»

– ¿Y qué le contestaste? -inquirió Danton.

– Al fin y al cabo, ciudadana, Robespierre no es más que un insignificante oficinista.

Danton se levantó y dijo:

– No es cierto que sostengo la espada de Damocles sobre vuestras cabezas. Puedes decírselo de mi parte. Pero no voy a arriesgar el cuello.

– No comprendo qué hicimos para merecer esto -se lamentó Pétion.

– Yo sí. Me refiero a que si fuera Robespierre, lo comprendería perfectamente. Hace tanto tiempo que estáis obsesionados con alcanzar ciertas ventajas políticas que habéis olvidado por qué anhelabais alcanzar ese poder. Me niego a defenderos, al menos en público. Hace meses que Camille intenta prevenirme contra Brissot. Lo mismo que Marat, aunque a su manera. Y Robespierre también ha hablado. Creíamos que lo único que hacía era hablar.

– Robespierre debe de haber descubierto que lo has bloqueado.

– No es un dictador.

Los afables rasgos de Pétion habían adquirido una intensa palidez.

– ¿Crees que te agradecería que lo salvaras de las consecuencias de una acción imprudente, fruto de un arrebato de ira?

– ¿Ira? Robespierre no conoce el significado de esa palabra. Me equivoqué al decir que había perdido la razón. No conseguirías que enloqueciera ni aunque lo encerraras en una mazmorra durante cincuenta años. Todo cuanto necesita lo tiene en la cabeza. -Danton apoyó unos instantes la mano en el hombro de Pétion-. Estoy seguro de que nos sobrevivirá a todos.


Cuando Danton entró en su casa, envuelto en una voluminosa casaca roja, su esposa le dirigió una mirada de rencor y se apartó de él. Luego cruzó los brazos sobre su vientre, como para ocultar el hecho de que se hallaba en estado.

– ¿Por qué me haces eso, Gabrielle? -preguntó Danton-. Si supieras… Si supieras a cuánta gente he salvado.

– Aléjate de mí -contestó ella-. No soporto siquiera tu presencia.

Danton llamó a una de las sirvientas y le ordenó:

– Atiende a mi esposa.

Luego irrumpió en la casa de los Desmoulins. Sólo estaba Lucile, sentada plácidamente con un gato acurrucado en su regazo. Se había llevado todo a la Place des Piques: el niño, el gato y hasta el piano.

– Quería hablar con Camille -dijo Danton-. Pero no importa.

Luego se arrodilló junto a Lucile. El gato se encaramó de un salto en el brazo opuesto del sillón. He visto a ese gato acercarse ronroneando a Robespierre, pensó Danton. Los gatos son muy listos.

Lucile le acarició la mejilla y la frente tan suavemente que él apenas sintió el tacto de su mano.

– Deja que te lleve a la cama -dijo Danton, aunque no quería decir precisamente eso.

Lucile sacudió la cabeza.

– Me das miedo, Georges. Además, ¿sería en tu cama o en la nuestra? Son unos lechos imponentes. Sobre la tuya tienes una coronita, pero la nuestra está adornada con un montón de querubines. Siempre chocamos con sus puños y sus pies.

– Te lo ruego, Lucile. Te necesito.

– No, en el fondo te disgustaría romper con tu vieja rutina. Me lo has pedido amablemente y yo me he negado, como gente civilizada que somos. Hoy no es el día indicado. Más tarde lo confundirías todo con Robespierre. Me odiarías, y no podría resistirlo.

– No te odiaría -contestó Danton. De pronto le preguntó bruscamente-: ¿Qué sabes de Robespierre?

– Te asombraría la de cosas de las que se entera una si escucha atentamente.

– ¿Entonces Camille sabía… sabía lo que se proponía Robespierre…?

Lucile le acarició de nuevo y dijo con tono casi reverencial:

– No hagas tantas preguntas, Georges.

– ¿No te disgusta lo que hemos hecho?

– Quizá sí, pero sé que formo parte de ello. A Gabrielle le repugna, está convencida de que has condenado tu alma y la de ella. Pero yo… creo que cuando vi a Camille por primera vez, yo tenía entonces doce o trece años, y pensé: «Ese es un tipo de cuidado.» Ahora es inútil que me queje. Gabrielle se casó con un joven y simpático abogado. Yo no.

– No puedes convencerme de eso… de que sabías lo que te esperaba.

– Uno puede saberlo. Y no saberlo.

Danton le cogió la mano y la apretó con fuerza.

– Lolotte, no podemos seguir así. Yo no soy Fréron, ni Dillon. No soy el primer hombre con el que coqueteas, no permitiré que te diviertas a costa mía.

– ¿Y?

– Estoy decidido a poseerte.

– ¿Me estás amenazando?

– Supongo que sí -contestó Danton, levantándose.

– Ésta es una nueva fase de mi existencia -dijo Lucile, mirándole con una expresión dulce y confiada-. Pero has olvidado las artes ortodoxas de la persuasión, Georges. ¿Es así como pretendes seducirme? ¿Mirándome con rabia y estrujándome la mano hasta partírmela? ¿Por qué no me diriges miradas lánguidas? ¿Por qué no suspiras? ¿Por qué no me escribes un soneto?

– Porque he comprobado que a los otros no les ha servido de nada -respondió Danton-. Vamos, Lucile, esto es absurdo.

La muy arpía, pensó Danton, sé que me desea tanto como yo a ella. Mientras ella pensó: Esto le distrae, le impide pensar en cosas más graves.

Danton cogió los documentos y regresó a sus habitaciones. El gato se acurrucó de nuevo en el regazo de Lucile, mientras ella contemplaba el fuego, como una vieja solterona.

Es posible que la cifra de muertos ascienda a mil cuatrocientos. Comparado con las bajas que suelen producirse en un campo de batalla, es una insignificancia. Pero reflexionen (como hace Lucile): tan sólo poseemos una vida.


Las elecciones a diputado en la Convención Nacional se llevaron a cabo según el sistema habitual de doble votación. Cuando los novecientos electores de la segunda vuelta acudieron a la sala de reuniones del Club de los Jacobinos, contemplaron los montones de cadáveres que tapizaban las calles.

Se realizaban varios escrutinios, hasta que un candidato obtenía mayoría absoluta. Era un proceso muy largo. Un candidato podía presentarse en más de un distrito electoral. No era necesario que fuera ciudadano francés. La cantidad de candidatos confundía a veces a los electores, pero Robespierre siempre estaba dispuesto a asesorarlos. Abrazó a Danton, tímidamente, cuando éste obtuvo el 91 % de votos; o si no llegó a abrazarlo, le dio unas palmaditas en el brazo. Sonrió complacido ante los aplausos que le dispensaron cuando él mismo derrotó a Pétion, obligándole a ocupar un escaño correspondiente a una ciudad de provincias; era muy importante para él que los diputados de París formaran un sólido bloque antibrissotino. Se sintió al mismo tiempo satisfecho e inquieto cuando el electorado de París eligió a su hermano menor, Augustin, pues le preocupaba que el nombre de su familia tuviera una exagerada influencia. No obstante, Augustin había trabajado con ahínco en favor de la revolución en Arras, y era justo que se trasladara ahora a la capital. Me servirá de ayuda y apoyo, pensó Max, sonriendo satisfecho. Durante unos instantes, parecía haber rejuvenecido.

El periodista Hébert no obtuvo más de seis votos en los escrutinios. Robespierre sonrió de nuevo satisfecho, y los tensos músculos de su mandíbula se relajaron. Hébert cuenta con un amplio número de seguidores entre los sansculottes, aunque posee un espléndido carruaje; Hébert, en propia persona, no es tan importante como la imagen detrás de la que se oculta y, afortunadamente, Père Duchesne, el fabricante de hornos, no exhalará el humo de su abominable pipa sobre los escaños de la Convención.

Pero no todo discurrió suavemente… El científico inglés, Priestley, iba adquiriendo creciente apoyo, en una rebelión del electorado contra Marat.

– Lo que se precisa no es un talento excepcional -dijo Robespierre-, y mucho menos un talento extranjero, sino hombres que posean sótanos ocultos para fomentar la Revolución. Y para ocultar a los carniceros -añadió.

No lo dijo en son de ironía. Legendre fue elegido al día siguiente, al igual que Marat.

Su protegido, Antoine Saint-Just, se instalaría al fin en París, y el duque de Orléans se sentaría junto a los hombres a quienes había pagado y apoyado en otros tiempos. Tras devanarse los sesos buscando un apellido que le conviniera, el duque adoptó el que le había impuesto medio en broma el pueblo, pasando a convertirse en Philippe Égalité.

El 8 de septiembre sufrieron un pequeño sobresalto.

– Ese tal Kersaint, un brissotino que se las da de intelectual -dijo Legendre-, ha obtenido suficientes votos para impedir que Camille resulte elegido en la primera vuelta. ¿Qué vamos a hacer?

– No te preocupes -le tranquilizó Danton-. Es mejor que elijan a un intelectual.

Estaba convencido de que los electores se resistirían a poner en manos de Camille los destinos de la nación. En cualquier caso, Kersaint no era un intelectual propiamente dicho sino un oficial de la Marina procedente de Bretaña, que había formado parte de la antigua Asamblea.

– Ten por seguro, ciudadano Legendre -le dijo Robespierre-, que si existe una conspiración para impedir que Camille resulte elegido, yo mismo la aplastaré.

– Un momento… -contestó Legendre, nervioso, pero no terminó la frase. No había mencionado la palabra «conspiración», pero el ciudadano Robespierre tenía unos reflejos rapidísimos-. ¿Qué piensas hacer?

– Propondré que de aquí a que concluyan las elecciones dediquemos una hora al día a debatir públicamente los méritos de los candidatos.

– Ah -dijo Legendre, soltando un suspiro de alivio. Durante unos momentos temió que Robespierre emitiera una orden de detención contra Kersaint. La semana anterior, uno sabía con qué tipo de hombre tenía que habérselas; esta semana era una incógnita. De todos modos, Robespierre subió varios puntos ante el bueno de Legendre.

– Será mejor que redactes una lista de los méritos de Camille y la distribuyas por toda la ciudad -dijo Danton, sonriendo-. No todos somos tan ingeniosos como tú. No sé cómo vas a justificar a Camille, salvo bajo el rótulo de «talento excepcional».

– ¿Acaso no quieres que sea elegido? -le preguntó Robespierre.

– Por supuesto. Me gusta charlar con alguien durante los aburridos debates.

– No te lo tomes a broma, esto es muy serio.

– Preferiría que no hablarais de mí como si estuviera ausente -respondió Camille.

En el siguiente recuento de votos, el ciudadano Kersaint, que antes había obtenido 230 votos, descubrió misteriosamente que sólo había alcanzado 36.

Robespierre se encogió de hombros.

– Uno hace lo que puede para convencer a la gente. Eso es todo -dijo-. Enhorabuena, querido amigo.

De pronto imagina a Camille a los doce o trece años de edad, violento, divertido, propenso a estallar en llanto.

Entretanto, miles de voluntarios marchan al frente cantando, con unas hogazas de pan y unas salchichas ensartadas en las puntas de las bayonetas. Las mujeres les lanzan besos y ramos de flores. ¿Recuerdan los tiempos en que el sargento de reclutamiento iba a las aldeas? Ahora nadie se oculta. La gente rasca los muros de sus sótanos para extraer salitre para fabricar pólvora.


– ¿Picas? -preguntó Camille.

– Picas -respondió Fabre con aire solemne.

– No quiero ponerme en plan legalista, pero no entiendo por qué el Ministerio de Justicia tiene que comprar picas. ¿Lo sabe Georges-Jacques?

– ¿Acaso pretendes que le enseñe todas las facturas que recibimos?

– Lo cierto -dijo Camille, pasándose la mano por el pelo-, es que hemos gastado mucho dinero durante estas últimas semanas. Me preocupa pensar que ahora que somos todos diputados no tardarán en elegir a nuevos ministros, los cuales querrán saber en qué hemos gastado el dinero. Yo, sinceramente, no tengo la menor idea. ¿Y tú?

– Todo lo que te cause un problema -dijo Fabre-, anótalo en el apartado de «fondos secretos». Así nadie te hará preguntas porque se trata de algo secreto, ¿comprendes? No te preocupes. Todo irá bien, siempre y cuando no pierdas el Gran Sello. No lo habrás perdido, ¿verdad?

– No. Creo haberlo visto esta mañana.

– Bien. ¿Qué te parece si nos ocupamos ahora de nuestros propios asuntos financieros? ¿Qué hay del dinero que necesita Manon para que su ministerio edite los boletines de noticias?

– Georges le dijo que me pidiera amablemente que los editara yo.

– Es cierto. Yo estaba presente. Manon contestó que su marido hablaría contigo para asegurarse de que eras la persona adecuada. Nuestro ministro se puso como una furia.

Los dos amigos se echaron a reír.

– Bien, un bono de la Tesorería… -dijo Camille, revolviendo entre los papeles que había sobre la mesa-. Esto me lo enseñó Claude. Nunca preguntan nada si lleva la firma de Danton.

– Lo sé -contestó Fabre.

– ¿Dónde habré puesto el sello con su firma? Se lo presté a Marat. Confío en que me lo devuelva.

– A propósito de la reina Coco -dijo Fabre-. ¿No has notado nada nuevo en ella?

– ¿Cómo voy a notarlo? Se niega a verme.

– Lo había olvidado. Pues bien, he observado cierta ligereza en su paso, cierto rubor en sus mejillas… ¿No te sugiere nada?

– Que está enamorada.


Fabre ha cumplido cuarenta años. Es un hombre elegante, pálido y enjuto. Tiene la mirada y las manos de un actor. De vez en cuando, por las noches, relata algunos episodios autobiográficos, no necesariamente en orden cronológico. No es de extrañar que nada le sorprenda ni impresione. En cierta ocasión, en Namur, con ayuda de unos oficiales amigos suyos, se fugó con una joven de quince años llamada Catiche. Según dice, lo hizo para proteger de su propio padre la virginidad de la joven. La reservaba para él mismo… El caso es que los detuvieron. Los padres de Catiche la casaron apresuradamente, y Fabre fue sentenciado a morir en la horca. ¿Cómo consiguió escapar? Hace tantos años de aquello, y han pasado tantas cosas, que apenas lo recuerda.

– Georges-Jacques, en comparación con Fabre, tú y yo hemos vivido una vida de monjes -comenta Camille.

– Es cierto -responde el ministro.

– No es para tanto -dice Fabre modestamente.

Fabre acompaña al ministro en sus visitas a los distintos ministerios, golpeando con sus enormes manazas las espaldas y las mesas de sus compañeros, alcanzando acuerdos con ellos por medio de todo tipo de métodos y maniobras. El poder le sienta bien, como una vieja casaca; sus ojillos lanzan peligrosos destellos cuando alguien trata de discutir con él. Fabre alimenta su ego de forma descarada; ambos se sienten cómodos en su mutua compañía. Por las noches se toman unas copas mientras comentan los asuntos del ministerio. Al amanecer, Danton se encuentra a solas con el mapa de Europa.

Fabre es un hombre limitado, se queja Danton, me hace perder el tiempo. Pero su compañía es agradable, y el ministro está acostumbrado a él, siempre está a su lado cuando lo necesita.

Una mañana, el ministro, sentado con la barbilla apoyada en las manos, con aire pensativo, preguntó a Fabre:

– ¿Has planeado alguna vez un robo, Fabre?

Fabre lo miró alarmado.

– No -dijo Danton, sonriendo-. Ya sé que eres aficionado a las pequeñas estafas. Hablaremos de ello más tarde. Necesito tu ayuda porque quiero robar las joyas de la Corona. Sí, será mejor que te sientes.

– ¿Podrías explicarte mejor?

– Desde luego, aunque no admito peros ni exclamaciones de incredulidad. Utiliza la imaginación. Como hago yo. Tomemos al duque de Brunswick.

– El duque de Brunswick…

– Ahórrame tu diatriba jacobina… Me la sé de memoria. El caso es que Brunswick, como hombre, siente cierta simpatía hacia nosotros. El manifiesto de julio no fue obra de él; los austriacos y los prusianos le obligaron a firmarlo. Es un hombre inteligente, franco. No malgasta el tiempo llorando por los Borbones. Por otra parte, es un hombre muy rico. Es un gran soldado. Pero a los ojos de los aliados es un mercenario.

– ¿Cuáles son sus aspiraciones?

– Brunswick sabe tan bien como yo que Francia no está preparada para un Gobierno republicano. Puede que el pueblo no quiera a Luis ni a sus hermanos, pero quieren un rey, porque están acostumbrados a los reyes, y más pronto o más tarde la nación caerá bajo el gobierno de un rey, o de un dictador que se convertirá en un rey. Si no me crees, pregúntaselo a Robespierre. En otras circunstancias -tras establecer una constitución- quizás habríamos buscado en Europa a un tipo razonablemente presentable, con empaque, para que hiciera ese papel. Brunswick sin duda lo expresaría de otra forma, pero es evidente que aspira a desempeñar ese papel.

– Eso ya lo dijo Robespierre. -(Y tú, pensó Fabre, fingiste no creerlo)-. Pero luego, en julio, con el manifiesto…

– Brunswick arruinó sus oportunidades. Manchó su historial. ¿Por qué lo obligaron los aliados a firmar el manifiesto? Porque lo necesitan. Pretendían que lo odiáramos, para hundir sus ambiciones personales, y lo contrataron a su servicio.

– Y lo consiguieron. ¿Y qué?

– La situación no es… irreversible. He estado pensando en cómo sobornar a Brunswick. He pedido al general Dumouriez que inicie las negociaciones.

Fabre lo miró atónito.

– Ha sido una imprudencia. Ahora estamos en sus manos.

– Es posible, pero no se trata de esto. Se trata de los resultados para Francia, no la cuestión que tenemos pendiente el general y yo. Porque… al parecer podemos sobornar a Brunswick.

– Es humano, ¿no? No es Robespierre, ni siquiera el virtuoso Roland, como llaman los periódicos al ministro del Interior.

– No te burles -dijo Danton, sonriendo-. Es cierto que tenemos a unos cuantos santos de nuestro lado. Cuando hayan muerto, los franceses podrán ir a la guerra llevando sus reliquias para protegerse en vez de cañones, de los cuales andamos un poco escasos.

– ¿Cuánto quiere Brunswick?

– Quiere brillantes. ¿Sabías que los colecciona? Ya conocemos la codicia que inspiran los diamantes, ¿no es cierto? Sólo tenemos que fijarnos en el ejemplo de la esposa de Capeto.

– No puedo creer… -empezó a decir Fabre.

Danton lo interrumpió bruscamente:

– Robaremos las joyas de la Corona. Enviaremos a Brunswick las piedras que ha pedido, y recuperaremos las otras. Para utilizarlas en el futuro.

– ¿Pero es posible robarlas?

– ¿Acaso crees que me habría metido en esto si no lo creyera posible? -replicó Danton enojado-. El robo en sí mismo no presenta mayores problemas para unos profesionales con un poco de ayuda por nuestra parte. Los agentes de seguridad cometerán una torpeza, la investigación tropezará con ciertos obstáculos…

– Pero todo eso; la seguridad de las joyas, la investigación, concierne al Ministerio del Interior, es competencia de Roland.

– Obligaremos al virtuoso Roland a participar en nuestro plan. Después de que le hayamos referido algunos detalles sobre éste, no podrá traicionarnos sin traicionarse a sí mismo. Yo mismo me ocuparé de ello, no te preocupes. Pero le contaremos sólo lo imprescindible, de forma que no sabrá con seguridad quién está implicado en el asunto. Si las cosas se ponen feas, le echaremos la culpa a él. A fin de cuentas, como muy bien dices, el asunto concierne a su ministerio.

– Pero él se defenderá alegando que fuiste tú quien lo ideó todo…

– Quizá no tenga tiempo de defenderse.

– Eres otro hombre, Danton -dijo Fabre, estupefacto.

– No, Fabre, soy un repugnante patriota, como he sido siempre. Pretendo comprar una batalla, una batalla para nuestros pobres soldados desnutridos y descalzos. ¿Qué tiene eso de malo?

– Eso significa…

– Eso significa que no tengo tiempo para discutir los pormenores. No quiero ponerme a discutir contigo si está justificado o no. La salvación del país es la justificación.

– ¿La salvación del país? -repitió Fabre-. ¿Para qué?

Danton lo miró irritado.

– Si dentro de quince días un soldado austriaco te agarra por el pescuezo y te pregunta si quieres vivir, ¿le contestarás «para qué»?

– Tienes razón -murmuró Fabre, dándose la vuelta-. Lo importante es sobrevivir. ¿De modo que Brunswick está dispuesto a perder una batalla, y arriesgarse y manchar su prestigio?

– Se hará de forma que su prestigio permanezca intacto. Sabe perfectamente lo que debe hacer. Lo mismo que yo. Necesitamos unos delincuentes profesionales, Fabre. Pero no deben saber para quién trabajan. Luego… nos desharemos de ellos -dijo Danton, haciendo un significativo gesto con la mano-. Dejaremos que Roland conduzca a la policía por la senda equivocada. Se trata de un asunto muy grave, por supuesto, y los procesados serán condenados a muerte.

– ¿No temes que hablen durante el juicio? Tendremos que dejar que la policía capture a alguno de ellos.

– Asegúrate, en la medida de lo posible, de que no puedan revelar ningún detalle importante. Es preciso que exista un manto de ofuscamiento entre los distintos niveles de esta conspiración, y entre los conspiradores. Encárgate de ello. Si alguien empezara a sospechar que el Gobierno está envuelto en el asunto, dejaríamos que las pistas condujeran a Roland. Hay dos personas que no deben saber nada de ello. Una es la esposa de Roland. No entiende nada de política y es muy indiscreta. Lo malo es que Roland se lo cuenta todo.

– La otra persona es Camille -dijo Fabre-. Porque temes que se lo cuente a Robespierre, y que Robespierre nos acuse de traidores por hacer un trato con Brunswick.

Danton asintió.

– No puedo exigir a Camille que elija entre la amistad que le une a Robespierre y la que le une a mí. Quizá lo elegiría a él.

– Pero ambos pueden enterarse de lo que nos llevamos entre manos.

– Es un riesgo que debemos correr. Puedo comprar una batalla, y al hacerlo confío en invertir el proceso de la guerra. Posteriormente tendré que abandonar el cargo. Estaría expuesto a ser chantajeado, por Brunswick o por…

– El general Dumouriez.

– Exactamente. Sé que esto no te gusta, Fabre. Pero reflexiona. Ignoro cuánto dinero has estafado al ministerio durante las últimas semanas, pero imagino que será una cantidad sustancial. Sin embargo, siempre y cuando tus ambiciones no rebasen el límite de lo razonable, estoy dispuesto a cerrar los ojos. Quizá pienses que una vez que haya abandonado el cargo ya no te seré de ningún provecho. La guerra es muy lucrativa, Fabre. Siempre estarás cerca del poder. Dispondrás de información confidencial… Yo sé cuánto vales para mí.

Fabre volvió la cara, ofuscado.

– ¿No temes…, no te importa que todo se base en mentiras y más mentiras?

– Es peligroso decir esas cosas. No me gustan.

– No me refería a ti… sino a mí -se apresuró a contestar Fabre, sonriendo.

Por primera vez desde que se conocían, Danton observó que Fabre se sentía desconcertado, confuso, como si de pronto hubiera perdido el control sobre su vida.

– No tiene importancia -dijo Fabre-, no pretendía ofenderte, Danton.

– No debes hablar sin pensar lo que dices. Nadie debe conocer jamás la verdad sobre este asunto. Los franceses van a ganar una batalla, esto es todo. Tu silencio es el precio del mío, y ninguno de nosotros podemos romper ese silencio, ni siquiera para salvar nuestras vidas.

II. Robespierricidio

(1792)

– Me enamoré de ti en cuanto te vi.

Oh, pensó Manon, un tanto decepcionada, yo creí que había sido antes. Estaba convencida de que sus cartas, sus encendidas epístolas, habían impresionado profundamente a este hombre que, según había descubierto, era el único capaz de hacerla feliz.

No había sido un proceso rápido. Cuando estaban separados habían corrido ríos de tinta entre ellos; cuando estaban juntos -o al menos en la misma ciudad- apenas habían gozado de un momento a solas. Habían tenido que resignarse a las conversaciones de salón; antes de expresarse en el idioma del amor hablaban el lenguaje de los legisladores. Incluso ahora, Buzot apenas desplegaba los labios. Parecía perplejo, angustiado, atormentado. Era más joven que ella, menos experimentado en los asuntos del corazón. Tenía esposa, una mujer poco agraciada, mayor que Manon.

Manon le tocó suavemente el hombro, mientras Buzot permanecía con el rostro oculto entre las manos. Era un gesto de consuelo, e impedía que ella se pusiera a temblar.

Era preciso guardar el secreto. Los periódicos se divertían enumerando a los amantes de Manon, entre los cuales citaban con frecuencia a Louvet. Hasta la fecha ella había reaccionado con despecho, al menos públicamente. ¿Acaso no tienen nada más interesante que hacer que ocuparse de mi vida sentimental? (En privado, sin embargo, esos malévolos rumores la disgustaban profundamente; se preguntaba por qué la trataban como si fuera la Théroigne, o la Capeto). De todos modos, podía soportar los cotilleos de los periódicos; lo que no podía tolerar era la actividad del circo de chismorreos que se centraba en el Ministerio de Justicia.

Siempre había alguien que le informaba puntualmente sobre los comentarios de Danton. Este afirmaba que hacía años que su marido llevaba cuernos, en un sentido moral si no físicamente. Pero ¿cómo podía imaginar su situación? ¿Cómo podía apreciar las delicadas satisfacciones que procura una relación entre una mujer casta y un hombre honorable? Era un bruto a quien sólo podía interesarle una relación carnal. Manon conocía a Gabrielle; desde que Danton ocupaba el cargo de ministro, la había llevado una vez a la Escuela de Equitación, instalándola en la galería que ocupaba el público para que pudiera oírle rugir ante los diputados. Era una mujer tímida, encinta, que probablemente sólo pensaba en biberones y papillas. Pero no dejaba de ser una mujer. ¿Cómo puede soportarlo? ¿Cómo puede soportar acostarse con ese tosco gordinflón?

Fue un comentario indiscreto, un comentario que se le había escapado sin querer. Al día siguiente, como era de suponer, se había extendido por toda la ciudad. Manon se puso como un tomate sólo de pensarlo.

El ciudadano Fabre de Églantine fue a verla. Se sentó, cruzó las piernas y juntó las manos.

– ¿Y bien, querida?

Ese tono de confianza disgustó a Manon. No le caía bien ese hombre tan poco serio que frecuentaba a mujeres que no eran aceptadas entre la buena sociedad, ese ridículo personaje con sus teatrales ademanes y sus comentarios irónicos sobre la gente. Lo habían enviado para vigilarla, para espiarla.

– El ciudadano Camille me ha dicho que su célebre comentario indica que en el fondo se siente poderosamente atraída por el ministro, tal como él ha sospechado siempre.

– No alcanzo a comprender cómo puede adivinar mis sentimientos. Ni siquiera nos conocemos.

– Ya lo sé. ¿Por qué se niega usted a conocerlo?

– Porque no tendríamos nada que decirnos.

Manon había visto a la esposa de Camille Desmoulins en la Escuela de Equitación, y en la galería pública del Club de los Jacobinos. Parecía una muchacha complaciente, que según decían complacía a Danton. También decían que Camille lo sabía y lo toleraba…

Fabre observó el pequeño gesto despectivo que hizo Manon con la cabeza. Esa mujer debía tener una imaginación como una cloaca; ni siquiera nosotros especulamos en público sobre lo que hacen nuestros colegas en la cama.

¿Por qué tengo que soportar la presencia de ese hombre?, se preguntó Manon. Si tengo que comunicarme con Danton, ¿no podía haber escogido a otro mediador? Por lo visto, no. Pese a su temperamento extrovertido, Danton se fiaba de poca gente.

– Usted se lo pierde -dijo Fabre-. Se equivoca respecto a Camille; estoy seguro de que le caería mejor que yo. A propósito, Camille opina que las mujeres deberían haber votado en las elecciones.

Manon sacudió la cabeza y respondió:

– No estoy de acuerdo. La mayoría de las mujeres que conozco no saben nada de política. No razonan… -En realidad pensaba en las mujeres de Danton-. No tienen criterio propio, se dejan influir por sus maridos.

– O sus amantes.

– Tal vez en los círculos en los que se mueve usted…

– Transmitiré a Camille lo que me ha dicho.

– No se moleste. No tengo el menor deseo de entrar en una polémica con él.

– Se llevará un disgusto tremendo al saber la pobre opinión que tiene usted de él.

– ¿Me toma usted por tonta?

Fabre la miró perplejo, como solía hacer cuando había conseguido enojarla. La observaba atentamente, día tras día, calibrando su estado de ánimo y analizando las expresiones de su rostro.

Sí, era preciso guardar el secreto. Sin embargo, François-Léonard sentía la necesidad de ser sincero con ella.

– Ambos estamos casados, y comprendo que es imposible que tú… hagas algo que te deshonre…

– ¡Pero me siento tan a gusto contigo! -exclamó Manon-. Mi intuición me dice que esto no puede ser malo.

– ¿Tu intuición? -preguntó él, alarmado-. Manon, sabes perfectamente que no tenemos derecho a ser felices… es decir, debemos reflexionar sobre la naturaleza de la felicidad… No tenemos derecho a ser felices a costa del sufrimiento de otros.

Manon apoyó la mano en su hombro, pero no parecía convencida. Su rostro denotaba… ¿avidez, quizá?

– ¿Has leído la obra titulada Sobre el deber, de Cicerón? -preguntó él.

¿Que si había leído a Cicerón? ¿Que si era consciente de su deber?

– Sí -contestó Manon-. Me gusta mucho la lectura. Sé que las obligaciones pesan mucho, que nadie puede ser feliz a costa de los demás. ¿Crees acaso que no he reflexionado sobre nuestra situación?

– Confieso que te he subestimado -contestó François-Léonard.

– Tengo un defecto -dijo Manon, haciendo una breve pausa-. Soy demasiado sincera, no soporto la hipocresía, no soporto ese sentido de la educación que en ocasiones impide a la gente sincerarse… Debo hablar con Roland.

– ¿Hablar con tu marido? ¿Por qué?

Buena pregunta. Nada había sucedido entre ellos, al menos en el sentido que creían Danton y sus amigos. (Manon imaginó los pequeños pechos de Lucile Desmoulins estrujados entre los dedos de Danton.) Tan sólo la precipitada declaración de él y la precipitada respuesta de ella. Pero desde entonces, él apenas la había tocado, ni siquiera la mano.

– Querido -dijo Manon, agachando la cabeza-, esto trasciende la esfera de lo físico. Como es lógico, debo apoyar a Roland, vivimos en tiempos de crisis, soy su esposa, no puedo abandonarlo. Sin embargo, no puedo permitir que sospeche, que dude sobre la verdadera naturaleza de nuestra relación. Forma parte de mi carácter, debes comprenderlo.

Él la miró preocupado.

– Pero, Manon, no tienes nada que confesar a tu marido. No ha sucedido nada entre nosotros. Simplemente, hemos hablado de nuestros sentimientos…

– ¡Y te parece poco! Roland jamás me ha revelado sus sentimientos, pero los respeto. Sé que tiene sentimientos, como todo el mundo. Debo confesarle la verdad. Debo decirle: «He conocido a un hombre del que me he enamorado. Las cosas están así y así; no debo revelarte su nombre; nada ha ocurrido entre él y yo; sigo siendo fiel.» Él lo comprenderá. Comprenderá que no se puede luchar contra el amor.

Buzot bajó la vista.

– Eres implacable, Manon. Jamás he conocido a una mujer como tú.

No lo dudo, pensó ella.

– No puedo traicionar a Roland. No puedo abandonarlo. Quizá pienses que mi cuerpo ha sido creado para el placer. Pero el placer no es lo más importante.

Sin embargo, Manon no dejaba de pensar en las manos de Buzot, más bien robustas para un hombre tan pulcro y elegante. Sus pechos no son como los de la señora Desmoulins, sino unos pechos que han amamantado a un niño, unos pechos responsables.

– ¿De veras crees que es una buena idea contárselo? -preguntó Buzot-. ¿Crees que servirá de algo?

Temía haber enfocado este asunto equivocadamente. Pero, claro está, no tenía experiencia. En estos asuntos era virgen; y su esposa, con la que se había casado por su dinero, era mayor, y poco agraciada.


– Sí, sí, sí -dijo Fabre-. Te aseguro que existe un hombre. Resulta reconfortante descubrir que los demás son tan malos como nosotros.

– ¿No se trata de Louvet?

– No. Quizá Barbaroux.

– No. Tiene mala fama. Le gustan otro tipo de mujeres -dijo Camille-. Además, es demasiado tosco para atraer a la señora Roland.

– Me pregunto cómo se lo tomará el virtuoso Roland.

– A la edad de Manon… -contestó Camille con una mueca de disgusto-. Y con lo fea que es.


– ¿No te encuentras bien? -preguntó Manon a su marido, sin poder apenas disimular su enojo. Roland estaba sentado en un sillón, y su expresión reflejaba un intenso dolor físico.

– Lo siento -dijo Manon. Quería decir que lo sentía por él. No se sentía en la obligación de disculparse; simplemente le había expuesto la situación, para no tener que seguir fingiendo ni mantener unas absurdas apariencias.

Tras unos instantes de silencio, continuó:

– Espero que comprendas que no puedo revelarte su nombre.

Roland asintió.

– Porque entorpecería nuestro trabajo. Crearía obstáculos. Aunque somos personas razonables. -Manon aguardó unos momentos-. No soy capaz de reprimir sus emociones. Mi conducta, sin embargo, ha sido y seguirá siendo intachable.

Roland rompió al fin su silencio.

– ¿Cómo está Eudora, nuestra hija? -preguntó.

Manon se quedó de una pieza ante aquella salida.

– Sabes que está perfectamente atendida.

– Sí, ¿pero por qué no está aquí, junto a nosotros?

– Porque el ministerio no es un lugar adecuado para un niño.

– Los hijos de Danton viven en la Place des Piques.

– Sus hijos son muy pequeños, los cuidan unas nodrizas. Eudora es otra cuestión, tendría que atenderla personalmente, y en estos momentos estoy muy ocupada. Sabes que no es bonita y que no tiene talento, ¿qué haría con ella?

– Pero si sólo tiene doce años.

Manon observó que su marido tenía las manos crispadas. De pronto observó que estaba llorando, que unas gruesas lágrimas resbalaban por sus mejillas. No le gustaría que yo lo viera así, pensó, y salió de la habitación cerrando la puerta sigilosamente, como solía hacer cuando él estaba enfermo, cuando era su paciente y ella su enfermera.

Roland esperó a que sus pasos se desvanecieran. Luego soltó un profundo gemido, un gemido de dolor que más bien parecía el balido de un carnero. Durante unos minutos siguió sollozando y gimiendo, por él, por Eudora, por todas las personas que habían teñido la desgracia de interponerse en el camino de Manon.


Eléonore había pensado que, cuando todo hubiera terminado, Max se casaría con ella. Incluso se lo había insinuado a su madre.

– Sí, creo que es posible -contestó la señora Duplay.

Unos días más tarde su padre le dijo que quería hablar con ella. Parecía incómodo, preocupado. Al cabo de unos minutos se pasó la mano por la calva y dijo:

– Es un gran patriota. Creo que siente un gran cariño hacia ti. Es un hombre muy reservado, ¿no crees? Me refiero a que no le gusta airear sus sentimientos. Pero es un gran patriota, sin duda.

Eléonore estaba empezando a impacientarse. ¿Acaso imaginaba su padre que no se sentía orgullosa de Max?

– Es un gran honor que viva con nosotros, y por supuesto debemos hacer cuanto podamos por… Ante mis ojos, es como si estuvierais casados…

– Ah, comprendo -contestó Eléonore-. Ya sé a qué te refieres.

– Confío en ti… Si puedes hacer algo para alegrarle la vida, para que se sienta más a gusto…

– ¿No me has oído, padre? He dicho que ya sé a qué te refieres.


Eléonore se soltó el pelo y éste se desparramó como una cascada por sus hombros y su espalda. Luego se lo apartó para revelar sus pequeños pechos y se miró en el espejo. Quizá sea una locura imaginar que con mis escasos atributos físicos… Lucile Desmoulins había venido el día anterior y les había traído al niño para que lo conocieran. Todos se volcaron en mimos y caricias con él. Al fin se lo entregó a Victoire y ella permaneció sentada, con la mano colgando sobre el brazo del sillón, como una flor invernal cubierta de nieve. Cuando entró Max, Lucile giró la cabeza y sonrió. Él la miró complacido. Sin duda siente por ella un cariño fraternal; pero yo deseo que experimente otro tipo de sentimiento hacia mí, pensó Eléonore.

Mientras seguía mirándose en el espejo, se pasó la mano sobre su vientre plano y sus caderas, gozando de la suavidad de su piel, imaginando el tacto de las manos de él. Pero cuando se apartó del espejo, observó durante uno segundos las líneas cuadradas y sólidas de su cuerpo. Se tendió sobre la cama y apoyó la cabeza en la almohada de él, aguardando, sintiendo que todos los músculos de su cuerpo se tensaban.

Al cabo de unos minutos oyó que subía la escalera y se giró hacia la puerta. Durante unos terribles instantes imaginó que -Dios mío, ¿es posible?- entraría el perro y se abalanzaría sobre ella, jadeando, gimiendo y babeando, y se pondría a juguetear con su pelo limpio y recién cepillado.

La manecilla de la puerta giró, pero no entró nadie. Max vaciló unos segundos, como si fuera a dar media vuelta y bajar de nuevo la escalera. Pero al fin entró con paso decidido. Sus miradas se cruzaron. Max sostenía en la mano unos papeles, y al depositarlos en la mesa cayeron algunos al suelo.

– Cierra la puerta -dijo Eléonore. Confiaba en no tener que añadir nada más; que él comprendería perfectamente sus intenciones. Pero en boca de ella sonaba simplemente como una sugerencia práctica, como si lo hubiera dicho para impedir que penetrara una corriente de aire.

– ¿Estás segura de esto, Eléonore? -le preguntó él.

La miró con una mezcla de enojo e ironía. Sí, parecía decidida. Él le cogió las manos y le besó las yemas de los dedos. Quería decirle, con toda claridad, que no podían hacerlo. Pero al inclinarse para recoger los papeles del suelo, sintió que la sangre le golpeaba las sienes y comprendió que era imposible pedirle que se levantara y se marchara.

Cuando se giró hacia ella, Eléonore se incorporó y dijo:

– Nadie protestará. Lo comprenden. No somos niños. No van a ponernos las cosas difíciles.

Eso es lo que tú te crees, pensó él. Luego se sentó en la cama y le acarició los pechos, sintiendo que sus pezones se ponían tiesos y duros. El rostro de Max denotaba preocupación.

– No habrá ningún problema -insistió ella-. De veras.

Nadie la había besado jamás. Max la besó suavemente. Al cabo de unos minutos decidió quitarse la ropa, antes de que ella se lo pidiera, asegurándole de nuevo que no había ningún problema. Luego acarició su suave y desconocido cuerpo. Había una chica a la que iba a visitar cuando estaba en Versalles, pero no era una buena chica, y había dejado de verla; desde entonces no había tenido ninguna relación estable. El celibato es fácil, pero el medio celibato es muy difícil, porque las mujeres no saben guardar un secreto y les encanta chismorrear… Eléonore estaba impaciente. Lo abrazó con fuerza, aunque estaba tensa, como si temiera que fuera a hacerle daño. Conoce la mecánica del asunto, pensó él, pero nadie le ha enseñado el arte de hacer el amor. ¿Sabe que puede sangrar? De pronto Max sintió una sensación de náuseas.

– Cierra los ojos, Eléonore -murmuró-. Trata de relajarte unos minutos, hasta que te sientas… -Iba a decir hasta que te sientas mejor, como si estuviera enferma. Le acarició el pelo y volvió a besarla. Ella no lo tocó; no se le había ocurrido. Max le separó un poco las piernas y dijo-: No tengas miedo.

– Estoy bien -respondió ella.

Pero no era cierto. Seguía tensa y él no podía penetrar en su rígida y tensa vagina sin hacerle daño. Al cabo de un minuto, Max se incorporó y la miró a los ojos.

– No debemos precipitarnos -dijo, deslizando una mano debajo de sus nalgas.

Eléonore sintió deseos de decirle: «No tengo experiencia, y tú tampoco eres un experto que digamos», pero no dijo nada y lo abrazó de nuevo con fuerza. Alguien le había dicho una vez que hay que aplicarse con ahínco para conseguir lo que uno desea en esta vida… Pobre Eléonore, pobres mujeres. Al fin, inesperadamente, y desde un ángulo un tanto extraño, Max la penetró. Ella no gritó ni se quejó. Él apoyó la cabeza sobre su hombro para no ver su expresión de dolor e intentó colocarse en una posición más cómoda. Ha pasado demasiado tiempo, pensó él; estas cosas hay que hacerlas con frecuencia o abstenerse. Como era de prever, todo terminó rápidamente. Al cabo de unos minutos, Max la soltó y Eléonore apoyó la cabeza en la almohada.

– ¿Te he hecho daño?

– No, estoy bien.

Max se tumbó de costado y cerró los ojos. Supuso que ella estaría pensando: «¿Eso es todo? Pues no hay para tanto.» Seguro que lo estaba pensando. Pero lo peor no era eso sino el regusto amargo que sentía. Había aprendido una lección: cuando los placeres que uno se niega no resultan un placer, uno se siente doblemente decepcionado pues no sólo pierde una ilusión sino que además siente que ha perdido el tiempo. Con la chica de Versalles había sido mucho mejor, por supuesto, pero aquello había acabado hacía tiempo. Por otra parte, Max no conseguía vencer la repugnancia que le inspiraban los encuentros casuales. Pensó disculparse con Eléonore por el hecho de que todo hubiera terminado tan rápidamente, pero no merecería la pena, ya que ella carecía de experiencia y seguramente le diría «no te preocupes, estoy bien».

– Creo que es mejor que me levante -dijo ella.

Max la abrazó y le besó los pechos.

– Quédate un rato -le dijo.

– Está bien.

Tras unas exploraciones de tanteo, Max comprobó que no había sangre en la sábana. Supuso que Eléonore imaginaba que hacer el amor era un arte que requería práctica, experiencia, puesto que para algunas personas representaba algo muy importante en sus vidas.

Eléonore lo miró sonriendo, más relajada. Era una sonrisa de triunfo, aunque resultaba difícil adivinar lo que estaba pensando.

– Esta cama no es muy grande -dijo.

– No, pero… -Si se veía obligado a ello, tendría que decirle: Eléonore, Cornélia, aunque te agradezco que me ofrezcas generosa y gratuitamente tu cuerpo, no tengo la menor intención de pasar mis noches contigo, aunque toda tu familia nos ayude a trasladar los muebles. Luego cerró los ojos de nuevo, pensando en el pretexto que daría a Maurice cuando abandonara su casa, en cómo sortearía el interrogatorio de su mujer, que sin duda estaría deshecha en llanto. Pensó en las recriminaciones que lloverían sobre la pobre y confundida Eléonore, víctima de la envidia femenina. Por otra parte, no le apetecía mudarse a una fría y solitaria habitación en otro distrito, ni encontrarse con Maurice Duplay en el Club de los Jacobinos y saludarlo fríamente, sin atreverse a preguntar por su familia. Y sabía con toda certeza que esto volvería a suceder. Cuando Eléonore le apeteciera, subiría y le aguardaría acostada, y él no podría echarla de su habitación, como tampoco había podido hacerlo esta vez. Max se preguntó en quién se confiaría Eléonore, a quién pediría consejo para saber la frecuencia con que convenía hacer el amor. Mientras trataba de delimitar el círculo de amigas de la joven, se le ocurrió una serie de desastrosas posibilidades. Menos mal que apenas conocía a la señora Danton.

Al cabo de un rato se quedó dormido. Al despertar, comprobó que Eléonore se había marchado. Mañana, pensó él, caminaría alegremente por la calle, sonriendo a todo el mundo, e iría a visitar a alguna amiga.


A lo largo de los días siguientes, Max se sintió presa de un sentimiento de culpabilidad. La segunda vez resultó más fácil, pero Eléonore nunca daba muestras de experimentar placer. Temía que si la joven se quedaba encinta tendrían que casarse apresuradamente. Quizá, pensó, después de que se haya reunido la Convención acudirán otras personas a visitarlos y Eléonore conocerá a un muchacho que se enamorará de ella; entonces yo me mostraré generoso y la liberaré de cualquier tipo de compromiso contraído conmigo.

Pero en el fondo sabía que eso no ocurriría. Nadie se enamoraría de ella. Se lo impediría la familia. Las personas que están casadas, pensó Max, pueden divorciarse. Pero lo único que puede liberarnos de este vínculo es el que uno de nosotros muera.


Camille estaba sentado ante su mesa de despacho, pensando en cosas irrelevantes. Recordó la noche que había pasado en la casa de su primo de Viefville, antes de ir a ver a Mirabeau. Había recibido la visita de Barnave, el cual le había hablado como si Camille fuera alguien digno de consideración. Le caía simpático ese Barnave. Actualmente estaba en la cárcel, acusado de conspirar con la Corte, cargo del que era culpable, por supuesto. Camille suspiró y se puso a dibujar unos barquitos en el margen de la inspirada carta que estaba escribiendo a los jacobinos de Marsella.

Los miembros de la Convención se habían reunido en París. Augustin Robespierre: no has cambiado nada, Camille. Y Antoine Saint-Just… tendría que mostrarse paciente con Saint-Just, reprimir el desastroso y absurdo antagonismo que sentía hacia él…

– Tengo la impresión de que alberga unos sentimientos inconfesables -dijo Camille a Danton.

Danton, obsesionado con la solidaridad, contestó con el severo tono de un letrado:

– Te recomiendo que intentes llevarte bien con él. Para suavizar las cosas y no disgustar a Maximilien. Le das mucho trabajo, siempre está tratando de ocultar tus indiscreciones.

– Estoy seguro que Saint-Just comete muchas más indiscreciones que yo.

– No lo creo.

– Y supongo que eso hará que todo el mundo le acoja con los brazos abiertos.

– Lo dudo -contestó Danton, echándose a reír-. Ese chico me alarma. Me irrita su actitud fría y distante.

– Quizá trate de congraciarse con nosotros.

– Hérault se sentirá celoso al comprobar que las mujeres dirigen su atención hacia él.

– No tiene motivos para preocuparse. A Saint-Just no le interesan las mujeres.

– Eso mismo solías decir de Saint Maximilien, y sin embargo sostiene una apasionada historia de amor con la encantadora Cornélia, ¿no es cierto?

– No lo sé.

– Yo sí.

De modo que eso era del dominio público, además de la supuesta infidelidad de la esposa de Roland y la situación en la Place de Piques. ¿Es que la gente no tiene nada más interesante de qué ocuparse?, pensó Camille.

Era posible que Danton abandonara pronto el cargo. Personalmente, se alegraría de ello. Sin embargo, los partidarios de Roland tratarían de convencer a éste de que permaneciera en el Ministerio del Interior, aunque había sido nombrado diputado de la Convención. Incluso después del escándalo sobre las joyas de la Corona, el viejo burócrata seguía en el candelero. Y si él permanecía en su cargo, ¿por qué no iba a hacerlo Danton, que era mucho más necesario para la nación?

No deseo permanecer aquí mucho tiempo, pensó Camille. Acabaría convirtiéndome en una especie de Claude. Tampoco deseo pronunciar discursos ante la Convención, no podrán oírme. Aunque en realidad, se dijo, no se trata de lo que yo desee hacer.

Lo que le preocupaba era el hecho de que Danton deseara abandonar el cargo. No había renunciado a sus sueños -a sus fantasías- de abandonar para siempre París. Una noche lo había encontrado sentado a la luz de las velas, examinando la escritura de su propiedad en Arcis, cada mojón, cada riachuelo, cada servidumbre de paso. Cuando alzó la cabeza, Camille observó en sus ojos la imagen de unas casitas campestres, prados, matorrales y arroyos.

– Ah, eres tú -dijo Danton, sobresaltándose-. Pensaba que era mi asesino. Me subleva pensar que los prusianos pudieran llegar aquí -añadió, señalando el documento.

De un tiempo a esta parte Fabre se mostraba escurridizo, pensó Camille. Nunca había sido un hombre franco y abierto. Si Fabre tenía que elegir entre el dinero y la fama revolucionaria… se negaría a elegir, continuaría reclamando ambas cosas.

– ¿Cómo debemos interpretar el robo de las joyas de la Corona? -preguntó Camille a Danton.

¿Qué debemos pensar… o qué debemos decir? Observó a Danton mientras éste trataba de asimilar la ambigüedad.

– Creo que debemos achacar la culpa a la torpeza de Roland.

– Sí, debió verificar el sistema de seguridad, ¿no es cierto? Fabre estuvo con la ciudadana Roland el día después de perpetrarse el robo. Llegó a las diez y media y regresó a la una. ¿Crees que la estuvo amonestando?

– ¿Cómo lo sabes?

Camille le dirigió una mirada divertida.

– Y cuando se despidió de la ciudadana Roland, ésta le dijo a su marido que el hombre que había robado las joyas de la Corona había ido a visitarla.

– ¿Cómo te has enterado de eso?

– Puede que me lo esté inventando. ¿Tú qué crees?

– Es posible -respondió Danton.

– No te fíes de Dumouriez.

– No. Robespierre está cansado de decírmelo.

– Robespierre no se equivoca nunca.

– Quizá debería ir al frente para entrevistarme con algunas personas y aclarar algunas cosas.

Cuando se apoderaban de él esos pastorales estados de ánimo, era como para echarse a temblar. Era un hombre muy vulnerable, aunque parezca extraño aplicarle ese término. Era vulnerable a Dumouriez y a los partidarios de los Borbones, quienes no cesaban de recordar sus promesas… «No hay de qué preocuparse. El señor Danton se ocupará de nosotros.»

Camille se apresuró a apartar este pensamiento de su mente, junto con un mechón que le caía sobre la frente, como si hubiera alguien en la habitación con él. Le parecía oír la voz de Robespierre, un frío día de primavera de 1790: «Una vez que tomas afecto a una persona, la razón queda anulada. Tomemos el ejemplo del conde Mirabeau, objetivamente. Su estilo de vida, sus palabras, sus actos me ponen inmediatamente en guardia. Es evidente que a ese hombre sólo le interesa su propia persona. ¿Por qué no puedes llegar tú también a esa conclusión? En otros aspectos no cedes ante tus sentimientos, cuando se trata de alcanzar tus ambiciones; por ejemplo, temes hablar en público, pero no dejas que ello te lo impida. Uno debe ser implacable con sus sentimientos.»

Supongamos que un día Camille oía esa persistente e implacable voz, insistiendo en que Danton no era un hombre honesto. Tenía una respuesta preparada, no una respuesta lógica, pero infinitamente más eficaz. Cuestionar el patriotismo de Danton era poner en duda toda la Revolución. Un árbol se conoce por sus frutos, y el 10 de agosto había sido obra de Danton. En primer lugar, había creado la república de los cordeliers, y posteriormente la República Francesa. Si Danton no es un patriota, hemos actuado de forma inconcebiblemente negligente. Si Danton no es un patriota, tampoco lo somos nosotros. Si Danton no es un patriota, hay que rehacerlo todo desde mayo de 1789.

Era una reflexión capaz de agotar al mismo Robespierre.


Cuando la noticia de la victoria en Valmy llegó a París, la ciudad se puso a delirar de alivio y alegría. No fue hasta más tarde cuando algunos empezaron a preguntarse por qué los franceses no se habían aprovechado de su ventaja, persiguiendo a Brunswick y cortándole la retirada. La Convención Nacional, que se reunía por primera vez, proclamó oficialmente la República Francesa; era el mejor de los presagios. Dentro de poco no quedará un sólo enemigo en suelo francés, al menos ningún enemigo extranjero. Los generales avanzarán hacia Mainz, Worms, Frankfurt; Bélgica será ocupada, Inglaterra, Holanda y España intervendrán en la guerra. Con el tiempo se sucederán las derrotas, y las traiciones y conspiraciones serán duramente castigadas. A medida que disminuye el número de miembros de la Convención, a uno le parece ver todos los días en los desiertos escaños la figura de la Muerte, sonriendo, familiar, enérgica.

De momento el fenómeno más sorprendente de la Convención era la voz de Danton, que se dejaba oír todos los días, abordando todo tipo de asuntos, pero su arrogante potencia nunca dejaba de asombrarles. En lugar de sentarse en el escaño reservado a los ministros, ocupaba uno situado en la parte superior de la cámara, hacia la izquierda de la misma, junto con los otros diputados de París y los agresivos provincianos. Dichos escaños, y por extensión quienes los ocupaban, eran denominados la Montaña. Los girondinos, los brissotinos -o como quieran llamarlos- estaban instalados a la derecha, y entre ellos y la Montaña se extendía una zona llamada la Planicie, o la Ciénaga, de acuerdo con el carácter blando y timorato de quienes se sentaban allí. Ahora que la división era profunda y evidente, no había motivo para la discreción ni la moderación. Día tras día, Buzot difundía por la asfixiante e irrespirable cámara las sospechas que albergaba Manon Roland sobre París, ciudad tirana, parásita, necrópolis. A veces ella le observaba desde la galería destinada al público, aplaudiendo rígidamente. En público se comportaban como unos educados extraños; en privado, de forma más familiar pero no menos educadamente. Louvet llevaba en su bolsillo un discurso titulado Robespierricidio, que reservaba para el momento indicado.

El quid de la cuestión -septiembre, octubre, noviembre- era el intento por parte de los brissotinos de gobernar. Su ejército privado compuesto por 16.000 hombres llegados de las provincias, cantaba por las calles, exigiendo la sangre de los presuntos dictadores -Marat, Danton, Robespierre- a quienes denominaban el Triunvirato. El ministro de la Guerra se apresuró a facturar a ese ejército hacia el frente antes de que estallaran enconadas batallas en las calles; pero los frentes de batalla de la Convención no estaban dentro de su jurisdicción.

Marat estaba sentado solo, con las espaldas encorvadas, meditando, preocupado. Cuando se puso en pie para hablar, algunos brissotinos abandonaron precipitadamente la cámara, mientras otros se quedaron para contemplarlo despectivamente, murmurando entre sí; pero al cabo de un rato empezaron a prestar más atención a lo que decía, pues sus palabras les concernían personalmente. Hablaba con un brazo apoyado en la tribuna y la cabeza inclinada hacia atrás, subrayando sus comentarios con la demoníaca risa que había cultivado. Estaba enfermo, pero nadie conocía el nombre de su enfermedad.

Robespierre se lo encontró por los pasillos. Aunque lo conocía desde hacía muchos años, siempre había procurado rehuirlo. Existía el peligro de que si le veían hablando con Marat le acusaran de dictar sus escritos y alentar sus ambiciones. Sin embargo, uno no podía permitirse el lujo de ser demasiado rígido; dada la situación, era necesario apoyarse en los amigos. Desde ese punto de vista, podía decirse que la reunión había sido un fracaso, pues tan sólo había servido para poner de relieve la profunda división que separaba a los patriotas. El cuerpo de Robespierre, joven y compacto, mostraba una tensión felina dentro de sus ropas impecables; sus emociones, o las emociones que pudiera exhibir su rostro, estaban sepultadas con las víctimas de septiembre. Marat lo observaba al otro lado de una mesa, tosiendo, con un mugriento pañuelo envuelto alrededor de la cabeza. Hablaba a borbotones, con pasión, rojo de ira, golpeando la mesa con el puño.

– No me comprendes, Robespierre.

Robespierre lo miró fríamente, con la cabeza ligeramente ladeada.

– Es posible -contestó.

10 de octubre: habían transcurrido dos meses desde el golpe de Estado. Bajo la atenta mirada de Robespierre (hablaba allí todas las noches) el Club de los Jacobinos «se purgó» a sí mismo. Brissot y sus colegas fueron expulsados, arrojados del cuerpo del patriotismo como si fueran unos repugnantes humores. 19 de octubre: Roland habló ante la Convención. Sus partidarios le vitoreaban y aclamaban, pero el anciano parecía una marioneta de cuyos hilos tiraban los dedos del deber y la costumbre. A Robespierre, dijo, le gustaría que se repitiera la matanza de septiembre. Al oír pronunciar el nombre de Robespierre, la Gironda estalló en gritos y silbidos.

Robespierre se levantó de su escaño en la Montaña y se dirigió a la tribuna de oradores, con la cabeza agachada y expresión agresiva. Gaudet, un girondino que era presidente de la Convención, trató de impedir que hablara. De pronto se oyó la voz de Danton por encima de la algarabía:

– ¡Dejadle hablar! Y cuando haya terminado, exijo hablar yo. Ha llegado el momento de aclarar ciertas cosas.

Vergniaud [Con los ojos fijos en Danton]: Esto me lo temía…

Gaudet [Junto a él]: No te inquietes, llegaremos a un acuerdo con Danton.

Vergniaud: Hasta cierto punto.

Gaudet: Hasta que el dinero se agote.

Vergniaud: La cosa es algo más complicada, ¿es que no lo comprendes?

Gaudet: Robespierre está en el uso de la palabra.

Vergniaud: Como de costumbre. [Cierra los ojos, su pálido rostro adopta una expresión atenta.] Ese hombre no sabe expresarse.

Gaudet: Desde luego, no como te expresas tú.

Vergniaud: Le falta sentido del espectáculo.

Gaudet: Sin embargo, al pueblo le gusta su estilo.

Vergniaud: Oh, sí, el pueblo. El Pueblo.

Robespierre estaba más enojado que de costumbre. Le ofendía tener como oponente a Roland, ese imbécil cuya esposa era una zorra y el cual no dejaba de insistir obsesivamente en las cuentas del ministerio de Danton, aparte de sus insinuaciones y su afición a difundir rumores e infundios. Danton también los ha oído. A veces, su rostro refleja la rabia que le producen.

La voz de Robespierre, elevándose sobre los murmullos que llenaban la cámara, exhalaba desprecio:

– Ni uno de vosotros se atreve a acusarme directamente.

De pronto se hizo una pausa, un breve silencio para que la Gironda contemplara su cobardía.

– Yo os acuso.

Louvet se adelantó hacia la tribuna, mientras sacaba del bolsillo de la casaca las hojas del Robespierricidio.

– Ah, el pornógrafo -dijo Philippe Égalité.

La voz del duque rodó desde la cima de la Montaña entre las risotadas de sus colegas. Luego se hizo de nuevo el silencio.

Robespierre se retiró, cediendo la tribuna de oradores a Louvet. Max mostraba una sonrisa vacilante, paciente. Tras alzar la vista hacia los escaños ocupados por los diputados de París, tomó asiento delante de Louvet y esperó a que éste soltara su andanada.

– Te acuso de calumniar continua y persistentemente a nuestros mejores patriotas. De difundir tus calumnias durante la primera semana de septiembre, cuando los rumores representaban golpes mortales. Te acuso de haber degradado y prescrito a los representantes de la nación. -Se detuvo unos momentos (los de la Montaña no dejaban de lanzarle gritos y silbidos), ante la imposibilidad de continuar. Robespierre se giró, los miró y el estruendo cesó hasta hacerse de nuevo el silencio.

Louvet reanudó su discurso, pero su voz, preparada para responder a su oponente, para enzarzarse con él en una agria batalla verbal, sonaba demasiado estridente. Louvet se dio cuenta, y al tratar de moderar el tono su voz comenzó a temblar. Para serenarse, apoyó las manos en la tribuna, pero tenía las palmas sudorosas y resbaladizas.

Su víctima lo miraba fijamente, pero la luz se reflejaba sobre sus gafas tintadas, ocultando sus ojos. Louvet se inclinó hacia adelante, como dispuesto a abalanzarse sobre él.

– Te acuso de haberte convertido en un objeto de idolatría, de permitir que la gente se refiriera a ti en tu presencia como el único hombre capaz de salvar a la nación, y de haberlo afirmado tú mismo. Te acuso de pretender alcanzar el poder supremo.

Cuando hubo terminado, o simplemente cuando se detuvo, los ocupantes de la Montaña empezaron a gritar de nuevo con redoblada intensidad. Danton se levantó de un salto y se dirigió hacia el pasillo como si se propusiera obligarles a callar con sus puños. Los amigos de Danton se pusieron inmediatamente en pie, mientras Fabre intentaba contener a su jefe con gesto teatral. Louvet abandonó la tribuna de oradores con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Parecía consumido por una misteriosa enfermedad. Robespierre se levantó y se dirigió a la tribuna con paso ágil, indicando con su talante que no se proponía extenderse, y con voz fría pidió a la cámara tiempo para preparar su defensa. Danton se hubiera puesto a rugir, aterrorizándolos, a destrozar el lugar con sus propias manos, pero ése no era el estilo de Robespierre. Hizo una seña a Danton, una leve inclinación de cabeza, casi una reverencia, y abandonó la cámara. Un nutrido grupo de «montañeros» se congregaron a su alrededor, y su hermano Augustin le advirtió que los girondinos lo asesinarían.

– Éste es un mal momento -observó Legendre-. Francamente, no me lo esperaba.

Danton estaba muy pálido, lo que ponía de realce su grotesca cicatriz.

– Es una trampa -dijo.

– ¿Una trampa?

– Sí. Si golpean a Robespierre me golpean a mí, si lo arrastran a él me arrastran también a mí. Díselo a Brissot de mi parte.

Más tarde se lo comunicaron a Vergniaud.

– Yo no soy Brissot -respondió-. Ni siquiera soy un brissotino, al menos no me tengo por tal. Utilizáis ese término con excesiva generosidad. Sin embargo, reconozco que hemos sido duros con Danton. Nos molesta el poder que detenta en el ministerio, nos hemos metido con sus amigos. Algunos de nosotros hemos permitido que nuestras esposas hagan comentarios personales. Le hemos exigido que nos enseñe sus cuentas, lo cual, lógicamente, le pone nervioso. En resumen, nos hemos negado a doblegarnos ante él. Sin embargo, no creía que sintiera rencor hacia nosotros. Ha sido una peligrosa ingenuidad por mi parte. Pero estoy convencido de que, en privado, él y Robespierre sienten una profunda antipatía mutua. ¿Creéis que eso no tiene importancia? Os equivocáis. Al final ya se verá que tiene mucha importancia.

Aunque Louvet había alcanzado su gran momento estaba aterrado, recordando los aplausos del duque como una pesadilla. A fin de cuentas, tan sólo era Louvet, el novelista, un peso ligero, insignificante, la pequeña presa del poderoso tigre. Ahora sus amigos, los enemigos declarados de Robespierre, se preguntarían por qué le permitieron hacerlo. La Planicie había visto a Robespierre abandonar la tribuna, ocupar su escaño e imponer silencio por medio de una seña. Pero sólo yo, pensó Louvet, comprendí que antes de empezar ya había terminado, a los pies de la tribuna, hipnotizado por una mirada que hizo que sintiera un nudo en el estómago a pesar de las falsas sonrisas de aliento de esos judas.


– Nosotros lo consideramos nuestro hijo -dijo la señora Duplay.

– Pero el caso es que es mi hermano -replicó Charlotte Robespierre-, motivo por el cual mi petición prevalece sobre cualquier derecho que usted o su hija imaginen tener sobre él.

La señora Duplay -madre de tantos hijos- afirmaba comprender a las jóvenes. Comprendía a su tímida Victoire, a su seria y torpe Eléonore y a su bonita e ingenua Babette. También comprendía a Charlotte Robespierre. Pero no sabía qué hacer con ella.

Cuando Maximilien le informó que su hermano Augustin iba a trasladarse a París, le pidió consejo con respecto a su hermana. Al menos así lo entendió ella. Daba la impresión de que a Max le costaba hablar de su hermana.

– ¿Qué tipo de muchacha es? -le preguntó la señora Duplay con curiosidad. Max no solía hablar de su familia-. ¿Es tímida y reservada como tú? ¿Qué debo esperar?

– No demasiado -contestó él, con aire preocupado.

Maurice Duplay insistió en que tenían espacio de sobra para alojarlos a los dos. En efecto, había dos habitaciones sin amueblar, que nadie utilizaba.

– No podemos permitir que tu hermano y tu hermana se alojen en casa de unos extraños -dijo Maurice-. No, debemos permanecer todos juntos, como una familia unida.

Al fin llegó el día. Augustin les causó una excelente impresión. Parecía un muchacho agradable y responsable, pensó la señora Duplay, ansioso por reunirse con su hermano. La señora Duplay abrió los brazos para acoger como a una hija a la joven y dulce hermana de Max, pero Charlotte la saludó con una mirada fría como el hielo.

– Nos gustaría retirarnos a nuestras habitaciones -dijo Charlotte-. Estamos cansados.

La señora Duplay les acompañó a sus habitaciones, roja de ira. Aunque no era una mujer orgullosa ni exigente, estaba acostumbrada a que sus hijas y los empleados de su marido le mostraran el debido respeto. Charlotte había empleado con ella un tono reservado a las criadas.

– Aquí todo es muy sencillo -dijo-. La nuestra es una casa sencilla.

– Ya lo veo -replicó Charlotte.

El suelo de su habitación estaba pulido, las cortinas eran nuevas, la pequeña Babette había colocado unas flores en un jarrón. La señora Duplay cedió el paso a Charlotte.

– Si desea cualquier cosa, no dude en pedírmela.

Charlotte la miró como diciendo: «Lo que deseo es que te mueras.»

Maurice Duplay llenó su pipa y se concentró en el aroma del tabaco. Cuando el ciudadano Robespierre se encontraba en casa o era probable que llegara pronto a casa, el bueno del carpintero se abstenía de fumar, por respeto a sus patrióticos pulmones. A Augustin, sin embargo, no le importaba.

– Es tu hermana, por supuesto -dijo Duplay tras una pausa-. Y no puedo ni debo criticarla.

– No me importa -respondió Augustin-. Supongo que debo tratar de explicarte cómo es Charlotte. Max no lo hará jamás. Es demasiado buenazo. No le gusta pensar mal de la gente.

– ¿De veras? -preguntó Duplay, un tanto sorprendido ante ese comentario, que atribuyó a una fraternal ceguera. El ciudadano Robespierre era sin duda un hombre sincero, justo y ecuánime, pero la caridad no era su punto fuerte.

– No recuerdo cómo era nuestra madre -dijo Augustin-. Max sí la recuerda, pero no le gusta hablar de ella.

– No sabía que vuestra madre hubiera muerto.

Augustin lo miró perplejo.

– ¿Es que Max no os ha hablado de nuestra familia? -preguntó, sacudiendo la cabeza-. Qué raro.

– Supusimos que se debía a rencillas familiares y no quisimos entrometernos.

– Nuestra madre falleció siendo yo niño. Mi padre se fue de casa. No sabemos si está vivo o muerto. En caso de que aún viva, me pregunto si sabe que Max se ha convertido en un personaje importante.

– Supongo que estará enterado, si vive en un lugar civilizado y sabe leer.

– Claro que sabe leer -contestó Augustin, que solía tomárselo todo al pie de la letra-. Me pregunto qué opinará de su carrera política. Nuestro abuelo nos crió a nosotros, los varones, y las chicas se fueron a vivir con nuestras tías. Hasta que nos trasladamos a París. Charlotte, por supuesto, no podía marcharse. Luego murió Henriette, nuestra hermana. Charlotte y Max se llevaban muy bien; creo que ella estaba un poco celosa. Charlotte era todavía una niña cuando tuvo que ocuparse de nosotros. Supongo que eso la obligó a madurar. No ha cumplido los treinta años. Aún podría casarse.

– ¿Cómo es que no se ha casado? -inquirió Duplay, dando una calada a la pipa.

– Un tipo la dejó plantada. Probablemente lo conoces, vive cerca de aquí. Es el diputado Fouché. ¿Lo recuerdas? Carece de pestañas y tiene un rostro verdoso.

– Supongo que se llevaría un disgusto tremendo.

– No creo que estuviera enamorada, pero como es lógico se sintió… Algunas personas nacen con mal carácter y utilizan la mala suerte que tienen en la vida como pretexto. Yo he estado tres veces a punto de casarme, pero mis novias no soportaban la idea de tener a Charlotte como cuñada. Nos ha convertido en el centro de su vida. No quiere que ninguna mujer se ocupe de nosotros y le haga sombra.

– Hummm. ¿Crees que ése es el motivo de que tu hermano no se haya casado?

– Lo ignoro. Ela tenido muchas oportunidades. Las mujeres se sienten atraídas por él. Pero quizá no le agrade la idea del matrimonio.

– Te recomiendo que no lo vayas diciendo por ahí -sugirió Duplay-. Se presta a equívocos.

– Quizá tema que todas las familias acaben como la nuestra. No superficialmente… sino a un nivel más profundo. Debería existir una ley contra las familias como la nuestra.

– En todo caso, son meras conjeturas y no deberíamos especular sobre lo que tu hermano piensa o deja de pensar. Es evidente que no le gusta hablar de ello. Muchos niños pierden a sus padres. Nos gustaría que nos considerarais vuestra familia.

– Estoy de acuerdo en que muchos niños pierden a sus padres, pero el problema es que no sabemos si nuestro padre está vivo o muerto. Resulta extraño pensar que quizás esté viviendo aquí mismo, en París, y se haya enterado de la carrera política de Max por los periódicos. ¿Y si aparece un día? Todo es posible. Quizá se presente un día en la Convención para vernos… Si me cruzara con él por la calle no lo reconocería. Cuando era niño confiaba en que regresara algún día, pero al mismo tiempo lo temía. Nuestro abuelo solía hablar con frecuencia de él, cuando estaba de mal humor. Decía: «Supongo que vuestro padre acabará convirtiéndose en un alcohólico», y cosas por el estilo. Todo el mundo nos observaba para ver si seguíamos sus pasos. La gente de Arras, los que no están de acuerdo con el giro que ha tomado la carrera de Max, suelen decir: «Su padre era un borracho y un mujeriego, y la madre tampoco era muy recomendable.» Aunque emplean palabras más fuertes.

– Debes tratar de olvidar todo eso, Augustin. Ahora estás en París, puedes rehacer tu vida. Espero que tu hermano se case con mi hija mayor. Le dará muchos hijos. -Augustin guardó silencio-. Lo importante es que Max cuenta con buenos amigos.

– ¿Lo crees así? Hace poco que he llegado a París, pero tengo la impresión de que tiene compañeros, colegas. Por supuesto que cuenta con numerosos seguidores, pero no lo apoya un grupo de amigos, como a Danton.

– Son muy distintos. En todo caso, cuenta con la amistad de los Desmoulins. El hijo de Camille es ahijado suyo.

– Suponiendo que sea hijo de Camille… Siento lástima de mi hermano, nada de lo que tiene es como aparenta.


– Poseo un marcado sentido del deber -dijo Charlotte-, lo cual, al parecer, no es corriente.

– Lo sé, Charlotte -contestó su hermano mayor, tratando de aplacarla-. ¿Qué es lo que no hago que según tú debería hacer?

– No deberías vivir aquí.

– ¿Por qué?

Max conocía un contundente motivo por el que no debería vivir allí, y probablemente su hermana también.

– Eres un hombre importante, un hombre grande. Debes comportarte de acuerdo con tus circunstancias. Las apariencias cuentan. Y mucho. Danton lo sabe perfectamente. Se comporta como si fuera el amo del mundo. A la gente le encanta. Hace poco que he llegado, pero no he tardado mucho en darme cuenta. Danton…

– Danton despilfarra el dinero, Charlotte. Y nadie sabe exactamente de dónde lo saca -respondió Max, insinuando que era preferible cambiar de tema.

– Danton posee estilo -insistió su hermana-. Dicen que no tiene reparos en sentarse en el sillón del Rey cuando el gabinete se reúne en las Tullerías.

– No lo dudo, suponiendo que quepa en él -respondió Max secamente-. Si dispusiera de una mesa que hubiera utilizado el Rey, apoyaría los pies en ella. Ciertas personas son más propensas a esas cosas que otras. Pero se crean muchos enemigos.

– ¿Desde cuándo te importa crearte enemigos? Que yo sepa, siempre te ha importado un comino. ¿Crees que la gente te admira por vivir en este cuchitril?

– No comprendo por qué le das tanta importancia. Aquí me siento cómodo. Tengo cuanto necesito.

– Estarías más cómodo si yo cuidara de ti.

– Querida Charlotte, siempre has cuidado de nosotros. ¿Por qué no te tomas un descanso?

– ¿En casa de otra mujer?

– Todas las casas pertenecen a alguien, y la mayoría de ellas están ocupadas por una mujer.

– Gozaríamos de mayor intimidad. Podríamos instalarnos en una vivienda cómoda y céntrica.

Eso resolvería muchos problemas, pensó Robespierre.

Su hermana lo observó atentamente, esperando que la contradijera. Max abrió la boca para responder, pero ella se apresuró a añadir:

– Existe otro motivo.

– ¿Cuál?

– Estas chicas, Maximilien. He visto cómo Augustin destrozaba su vida por culpa de las mujeres.

De modo que Charlotte lo sabía.

– ¿A qué te refieres?

– Hubiera terminado destrozando su vida de no ser por mí. Esa vieja se ha propuesto que te acuestes con sus hijas. No sé si lo ha conseguido; allá tú con tu conciencia. Esa mocosa, Elisabeth, mira a los hombres como si… No puedo describirlo. Si alguna vez se mete en un lío será culpa de ella, no del hombre.

– ¿De qué estás hablando, Charlotte? Babette es una niña. Jamás he oído a nadie decir nada contra ella.

– Pues ahora ya sabes lo que pienso. ¿Quieres que busque una vivienda?

– No. Prefiero quedarme aquí -contestó Robespierre-. No podría vivir contigo. Eres una mujer dura e inflexible.

Y estás loca de remate, se dijo para sus adentros.


5 de noviembre. La gente ha hecho cola toda la noche para ocupar un lugar en las galerías reservadas al público. Si esperan que el rostro de Robespierre refleje la crisis personal por la que atraviesa, se equivocan. Está acostumbrado a las calumnias. Parece que han pasado veinte años desde que abandonó Arras. Ya en los tiempos de los Estados Generales solían atacarlo despiadadamente. Debe de ser por mi carácter, pensaba Max.

Durante su discurso, se apresura a negar toda responsabilidad en los acontecimientos de septiembre, pero no condena explícitamente las matanzas. Se abstiene también de utilizar palabras excesivamente duras contra Roland y Buzot, como si no mereciera la pena ocuparse de ellos. Sostiene que lo sucedido el 10 de agosto fue ilegal, al igual que la toma de la Bastilla. ¿Cómo pueden justificarse esos actos en una revolución? En las revoluciones siempre se vulneran las leyes. No somos jueces sino legisladores de un nuevo mundo.

– Hummm -dice Camille, instalado en lo alto de la Montaña-. Eso no es una postura ética. Es una excusa.

Habla en voz baja, casi como si hablara consigo mismo. Sus colegas se revuelven contra él con inusitada violencia.

– Es un político -replica Danton-. ¿Para qué coño iba a adoptar una postura ética?

– No me gusta la idea de unos delitos comunes y unos delitos políticos. Nuestros rivales podrían utilizarla para aniquilarnos, como podríamos utilizarla nosotros para aniquilarlos a ellos. No veo su utilidad. Debemos reconocer que todos los delitos son idénticos.

– Rotundamente no -contestó Saint-Just.

– Me asombra que digas eso precisamente tú, el abogado de la Lanterne.

– Cuando era el abogado de la Lanterne defendía la violencia, decía que ahora nos había tocado el turno a nosotros, pero no me disculpaba alegando que era el legislador del nuevo mundo.

– No se está disculpando -dijo Saint-Just-. La necesidad no requiere disculpas ni justificaciones.

– ¿De dónde has sacado eso, idiota? -le espetó Camille-. Tu idea de la política es como las fábulas que cuentan a los niños, que al final siempre acaban en una moraleja. ¿Qué significa eso? Ni siquiera lo sabes. ¿Por qué lo has dicho? Por decir algo.

Saint-Just se puso rojo de rabia.

– ¿De qué lado estás? -masculló Fabre.

Cuidado, se dijo Camille, los estás volviendo a todos en contra tuya.

– ¿De qué lado? Eso es lo que solemos decir de los brissotinos, ¿no es así?, que los intereses partidistas les impiden razonar.

– Eres un peligro -contestó Saint-Just.

Camille se puso en pie, más asustado de las palabras que brotaban de sus labios que de las de ellos, temiendo que dentro de unos minutos pasara a formar parte de las ramas negras y los rostros indiferentes de los jardines de las Tullerías. Fue Orléans quien lo detuvo con la mano, esbozando una leve sonrisa de circunstancias.

– No te vayas -dijo el duque, como si se tratara de una reunión social-. No puedes marcharte ahora, en mitad de un discurso de Robespierre.

Acto seguido, el duque obligó a Camille a sentarse.

– No te muevas -le ordenó-. Si te marchas, la gente hará todo tipo de conjeturas.

– Saint-Just me detesta -dijo Camille.

– Desde luego no parece que le inspires simpatía, pero no eres el único. Yo tampoco figuro en su lista de amigos.

– ¿Qué quieres decir?

– Sin duda tiene una lista donde anota el nombre de sus amigos y enemigos.

– Laclos también era aficionado a las listas -respondió Camille-. A veces desearía regresar a los tiempos de 1789. Echo de menos a Laclos.

– Yo también, yo también.

Hérault de Séchelles ocupaba la presidencia. Miró a sus colegas «montañeros» arqueando una ceja, como exigiendo una explicación. Daba la impresión de que ahí arriba estuvieran celebrando una sesión parlamentaria privada. Camille discutía acaloradamente con Égalité. Robespierre había alcanzado el punto álgido de su perorata, dejando a sus oponentes sin nada que decir. Camille no oyó el final del discurso, ni los aplausos, pues salió apresuradamente antes de que terminara. Hérault recordaba haberlo visto, hacía años, abandonar la sala del tribunal, mucho antes de que se conocieran, con aire digno y una expresión de desprecio y satisfacción. En estos momentos corre el año de 1792, y su expresión denota una mezcla de desprecio y temor.


Annette no estaba en casa. Camille intentó emprender la retirada, pero Claude, que había oído su voz, se lo impidió.

– Pareces disgustado -dijo-. No intentes escapar, quiero hablar contigo.

Claude también parecía nervioso, víctima de una discreta agitación causada por un par de periódicos girondinos.

– El tono de la vida pública ha descendido a unos niveles inauditos -se lamentó Claude-. ¿Qué necesidad tenía Danton de decir esas cosas? El diputado Philippeaux pide a la Convención que ruegue a Danton que continúe al frente de su ministerio, lo cual me parece razonable. Danton se niega, cosa también de lo más razonable. Pero luego añade que si la Convención quiere que Roland siga ocupando el cargo, tendrán que pedírselo primero a su esposa. Eso ya me parece un comentario innecesario. Lógicamente, luego vienen los ataques personales. Ahora murmuran sobre Lucile y Danton.

– Eso no es ninguna novedad.

– ¿Por qué permites que digan esas cosas? ¿Es que son ciertas?

– Pensaba que después del asunto de Annette y el abate Terray estabas inmunizado contra lo que publican los periódicos.

– Aquello fue una mentira grotesca; esto es algo que la gente cree. ¿No te importa lo que insinúan sobre ti?

– ¿Qué insinúan?

– Que Danton puede hacer lo que guste, que eres incapaz de hacerle frente.

– No es cierto -respondió Camille.

– Mencionan a otros hombres, aparte de Danton. No me gusta que digan esas cosas de Lucile. Procura hacerle comprender…

– A Lucile le gusta dar que hablar, aunque lo que digan no sea cierto.

– ¿Por qué? ¿Cómo pueden gustarle esos rumores? Opino que la tienes demasiado abandonada.

– Ése no es el problema. En realidad, nos divertimos mucho. Y no me grites, Claude, te lo ruego. He tenido un día muy duro. Durante el discurso de Robespierre…

En aquel momento apareció una criada sin llamar previamente a la puerta y anunció:

– El ciudadano Robespierre desea verlo, señor.

Robespierre apenas los visitaba desde su absurdo compromiso con Adèle. Pero siempre era bien recibido. Claude, que conservaba una excelente opinión de él, se apresuró a saludarlo afectuosamente, mientras la criada salía dando un portazo.

– Me alegro de verte, Robespierre -dijo Claude-. Quizá puedas ayudarnos a establecer algún tipo de comunicación entre Camille y yo.

– A mi suegro le horrorizan los escándalos.

– Eres el mismísimo demonio -contestó Claude.

– Veamos -dijo Robespierre. Estaba de excelente humor, casi risueño-. ¿Quizás Asmodeus?

– Asmodeus era un serafín -respondió Camille.

– Tú también. ¿Por qué te largaste en mitad de mi discurso?

– Por nada. Simplemente hice un comentario, y todos se echaron sobre mí.

– Lo sé. Todos lamentan el incidente.

– Menos Saint-Just.

– Saint-Just tiene unas opiniones muy firmes. No permite que nadie le lleve la contraria.

– No necesito que me dé permiso. Dijo que yo era un peligro. ¿Qué derecho tiene a participar en una revolución que se fraguó mucho antes de que apareciera él insultando a la gente?

– No es necesario que me grites, Camille. Tiene derecho a expresar su opinión.

– ¿Y yo no?

– Nadie te niega ese derecho. Se han enfadado contigo precisamente por ejercerlo. Camille es excesivamente sensible -dijo Robespierre, dirigiéndose a Claude.

– Ojalá mostrara la misma sensibilidad en otras cuestiones -replicó éste, indicando los periódicos.

Robespierre lo miró perplejo. Al quitarse las gafas, Claude observó que tenía los ojos enrojecidos. Le admiraba su paciencia, su ecuanimidad, el que se molestara en atender los problemas de los demás.

– Hay que frenar estas murmuraciones -dijo Robespierre, y se apresuró a añadir-: No pretendo insinuar que sean ciertas, sino que es preciso obrar con discreción.

– Para no atraer la atención sobre nuestros pecados -dijo Camille.

– Me llevo a Camille -dijo Robespierre a Claude-. No dejes que los periódicos te amarguen la vida.

– Ya nada me importa -contestó Duplessis, levantándose para acompañarlos hasta la puerta-. ¿Irás a vernos este fin de semana a Bourg-la-Reine? -preguntó a Robespierre.

– Bourg-la-République -le corrigió Camille-. Los buenos patriotas no se van al campo los fines de semana.

– Tú puedes ir cuando te apetezca -contestó Robespierre.

– Nos gustaría que te reunieras con nosotros -insistió Claude-. Pero supongo que no puedes.

– No, en estos momentos estoy muy ocupado. Ese asunto con Louvet me ha hecho perder mucho tiempo.

Y tendrías que ir acompañado de Eléonore y de su madre como carabina de Eléonore, pensó Camille, y de Charlotte como carabina de la madre, y de Babette, que pondría el grito en el cielo si se lo impidieran, y de Victoire, porque no sería justo dejarla en casa.

– ¿Quieres que vaya yo? -preguntó a su suegro.

– Sí. A Lucile le vendrá bien un poco de aire fresco, y a ti descansar un poco.

– ¿Es una invitación formal? -inquirió Camille.

Claude sonrió débilmente.


– ¿Qué quieres hacer? -preguntó Camille.

– Caminar un rato para comprobar si la gente nos reconoce por la calle. ¿Sabes una cosa? Creo que en el fondo tu suegro te tiene afecto.

– ¿De veras?

– Se ha acostumbrado a ti. A su edad, a la gente le gusta tener a alguien de quien quejarse. No obstante, creo que…

– ¿Por qué quieres comprobar si la gente te reconoce por la calle?

– No sé, es una idea que se me ha ocurrido. He oído decir que soy vanidoso. ¿Crees que soy vanidoso?

– No, no es un término que utilizaría para describirte.

– Yo me tengo más bien por un hombre enigmático.

– ¿Enigmático? -Esto es el preludio a un ataque de timidez, pensó Camille. Robespierre no había conseguido acostumbrarse a la fama, y su modestia, si no le frenaban, solía convertirse en algo insoportable-. Lamento haber interrumpido tu concentración mientras pronunciabas el discurso.

– No tiene importancia. He aplastado a Louvet. Espero que a partir de ahora se lo piensen dos veces antes de atacarme. Tengo a la Convención… -dijo Robespierre, haciendo un significativo gesto con la mano-. Es maravilloso.

– Pareces muy cansado, Max.

– Supongo que lo estoy. Pero no importa. He conseguido lo que me proponía. En cambio tú tienes buen aspecto. Pareces pletórico de energía y vitalidad.

– Como dicen los amigos de Brissot, debe de ser la vida disipada que llevo. Me sienta bien.

Un hombre se detuvo para observarlos con curiosidad.

– No está seguro -dijo Camille-. ¿Te gustaría que la gente te reconociera?

– No -contestó Robespierre-. En realidad, quería hablar a solas contigo, sin que nos oiga nadie.

Su exuberancia empezaba a disiparse. Últimamente ofrecía un aire nervioso y preocupado.

– ¿Acaso crees que siempre te están espiando?

– Estoy convencido de ello. -Si vivieras con mi hermana Charlotte, no te cabría la menor duda, pensó Robespierre-. Te ruego que no te tomes tan a la ligera los periódicos de los brissotinos, Camille. Sabemos que escriben esos artículos para hacer daño, pero no les des pie para que se inventen cosas. Da mala espina, especialmente cuando la ciudadana Danton está indispuesta, que su marido apenas pare en casa, y que Danton y tú os paseéis por toda la ciudad acompañados de mujeres.

– Paso casi todas las noches con el comité de correspondencia de los jacobinos. Gabrielle no está indispuesta, sino en estado.

– Lo sé, pero cuando a principios de semana hablé con ella, tuve la impresión de que no se encontraba bien. Ella y Georges apenas van juntos a ninguna parte.

– Siempre están discutiendo.

– ¿Sobre qué?

– Sobre política.

– No pensaba que Gabrielle perteneciera a ese tipo de mujeres.

– No se trata de un argumento abstracto, sino de la forma en que vivimos.

– No quiero sermonearte, Camille, pero…

– Por supuesto que quieres.

– Abandona el vicio del juego. Procura que Danton también lo haga. Quédate en casa. Obliga a tu mujer a comportarse decorosamente. Si deseas tener una amante, elige a una mujer discreta, trata de que no os vea nadie.

– No quiero una amante.

– Mejor. Tu estilo de vida contradice nuestros ideales.

– Jamás he pretendido ser un modelo de esos ideales.

– Escucha…

– No, escúchame tú, Max. Desde que nos conocemos has tratado de evitar que me meta en líos. Pero al menos antes no te ponías pomposo. Hace unos meses no se te habría ocurrido decir que «mi estilo de vida contradice nuestros ideales». No le hubieras dado importancia. Tienes una gran capacidad para ignorar lo que no te interesa. Pero ahora te empeñas en sacar las cosas de quicio. Sin duda es por influencia de Saint-Just.

– ¿Por qué estás tan obsesionado con Saint-Just?

– Debo enfrentarme a él ahora, cuando puedo sacar algún provecho de ello. Ha dicho que yo era un peligro, lo cual me lleva a suponer que quiere deshacerse de mí.

– ¿Deshacerse de ti?

– Sí, eliminarme, obligarme a regresar a Guise, donde la sola mención de mi nombre no le cause una profunda indignación.

Los dos hombres se detuvieron y se miraron fijamente.

– No puedo ayudarte a resolver tus problemas personales -dijo Robespierre.

– Pero puedes abstenerte de tomar partido.

– No deseo tomar partido. No necesito hacerlo. Os respeto a los dos, personal y políticamente. ¿Te has fijado en lo sucias que están las calles?

– Sí. ¿Adónde vamos?

– ¿Quieres ir a saludar a mi hermana?

– ¿Estará Eléonore en casa?

– No, ha ido a clase de dibujo. Sé que no le caes bien.

– ¿Vas a casarte con ella?

– No lo sé. ¿Cómo puedo casarme con ella? Tiene celos de mis amigos, de mis ocupaciones.

– ¿No temes verte obligado a casarte con ella?

– Es posible.

– Mira… Da lo mismo.

Con frecuencia se sentía tentado de relatar a Robespierre lo que había sucedido entre Babette y él la mañana en que nació su hijo. Pero Max sentía gran afecto por la muchacha, confiaba en ella, y Camille decidió que era una crueldad abrirle los ojos. Por otra parte, corría el riesgo de que no le creyera. Además, ¿cómo podía contarle lo que ambos habían dicho y hecho de forma ecuánime e imparcial, sin ofrecer su propia interpretación, para que Max juzgara los hechos por sí mismo? Era imposible. En casa de los Duplay, Camille se mostraba siempre precavido y amable con todo el mundo, excepto con Eléonore. No obstante, no podía borrar el incidente de su mente. En cierta ocasión empezó a contárselo a Danton, pero enseguida abandonó el tema, temiendo que éste creyera que se lo había inventado y le tomara el pelo.

– … a veces creo que sería deseable que nadie pretendiera destacar sobre los demás, convertirse en héroe -siguió diciendo Robespierre-, en definitiva, ser más modestos. Toda la historia de la raza humana ha sido falseada, inventada por gobiernos nefastos, reyes y tiranos para aparecer bajo una luz más favorable. La idea de que la historia la han creado los grandes hombres es ridícula, si la contemplas desde el punto de vista del pueblo llano. Los verdaderos héroes son los que se han resistido a los tiranos, quienes no sólo asesinan a los que se oponen a ellos sino que pretenden borrar sus nombres de la historia, aniquilarlos, para impedir que se les resistan.

– Disculpe -dijo de pronto un extraño, deteniéndose-. ¿No es usted el ciudadano Robespierre?

– ¿Comprendes lo que quiero decir? -continuó Max, sin mirar siquiera al intruso-. No hay lugar para los héroes. La resistencia a los tiranos significa desaparecer de las páginas de la historia. Pues bien, estoy dispuesto a ello.

– Disculpe, ciudadano… -insistió el patriota.

– Sí, soy Robespierre -contestó Max secamente. Luego apoyó la mano en el brazo del ciudadano Desmoulins y añadió-: La historia es pura ficción, Camille.


Robespierre: Es difícil de explicar. Durante los dos primeros años en que asistí a la Escuela no es que fuera desgraciado, en cierto modo era feliz, pero me sentía marginado, encerrado en una celda, hasta que apareció Camille… ¿Crees que peco de sentimental?

Saint-Just: Sí.

Robespierre: No lo comprendes.

Saint-Just: ¿A qué viene esa obsesión con el pasado? Lo que importa es el futuro.

Robespierre: Muchos de nosotros querríamos olvidar el pasado, pero no podemos; mejor dicho, no del todo. Eres más joven que yo, es natural que pienses en el futuro. Todavía no tienes un pasado.

Saint-Just: No estoy de acuerdo contigo.

Robespierre: Antes de la Revolución eras un estudiante, te preparabas para afrontar la vida. No has desempeñado otro trabajo. Eres un revolucionario profesional. Perteneces a otra raza de hombres.

Saint-Just: Es probable que tengas razón.

Robespierre: Cuando apareció Camille yo era un muchacho tímido y reservado, me costaba hacer amigos. No comprendía por qué Camille se molestaba en dirigirme la palabra, pero le estaba agradecido. Siempre ha tenido la facultad de atraer a la gente como un imán. A los diez años ya poseía una especie de… extraña luminosidad.

Saint-Just: Tienes una imaginación muy viva.

Robespierre: Su amistad me ayudó mucho. Camille se queja siempre de que su familia no le quiere, cosa que me resulta difícil de comprender. De todos modos, teniendo tantos amigos como tiene, no debería darle tanta importancia.

Saint-Just: ¿Qué es lo que pretendes darme a entender? ¿Que debido a la amistad que te ofreció en unos momentos difíciles para ti, todo cuanto haga te parece de perlas?

Robespierre: No. Es un hombre muy complejo, pero haga lo que haga siempre seremos amigos. Camille es muy inteligente, y un excelente periodista.

Saint-Just: Tengo mis dudas sobre la utilidad de los periodistas.

Robespierre: Es evidente que lo detestas.

III. El ejercicio visible del poder

(1792-1793)

Los embajadores me producen jaqueca, pensó Danton. Cada día dedicaba buena parte de la jornada a contemplar en silencio los mapas, analizando el continente, Turquía, Suecia, Inglaterra, Venecia… Hay que evitar que Inglaterra intervenga en la guerra, rezar para que se mantenga neutral, impedir que la flota inglesa participe en ella… Pero hay agentes ingleses por doquier, se habla de sabotaje, de dinero falso… Robespierre tiene razón, Inglaterra es esencialmente hostil. Pero si nos metemos en una guerra de esas proporciones, jamás lograremos salir de ella.

Desde que ha abandonado el cargo, esos asuntos ya no le conciernen directamente. De todos modos, el juicio del Rey y la estupidez y las intrigas de los brissotinos lo mantienen ocupado. Incluso después de consumarse el Robespierricidio, confía en la buena fe de aquéllos. No quería verse envuelto en sus disputas, pero no ha tenido más remedio que intervenir.

Muy pronto, quizá dentro de un año, podrá abandonar París. Quizás se engañe, pero confía en dejarlo todo en manos de otra gente. Una vez que los prusianos hayan sido expulsados, sus casas y sus granjas estarán a salvo. Por otra parte, su hijo Antoine está ya hecho un hombrecito, y François-Georges es un niño sano y robusto. Además esperan otro hijo. En Arcis, Gabrielle le comprenderá mejor. Al margen de lo que él haya hecho, de sus diferencias, Danton la quiere y jamás la abandonará. En el campo podrán llevar una vida normal.

Danton imagina ese futuro sencillo y apacible cuando ha bebido demasiado. Con frecuencia Camille se encarga de despertarlo bruscamente de ese sueño, dejándolo lacrimoso o maldiciendo la trampa de poder en la que ha caído. No sabemos si en el fondo cree en ese futuro… Resulta difícil comprender su empeño en conquistar a Lucile, dadas las complicaciones que ello conlleva. Sin embargo, continúa persiguiéndola…


– No me gustan los palacios. Me alegro de regresar a casa -dice Gabrielle.

No es la única que piensa así. Camille se alegra de despedirse de sus colaboradores, y éstos se alegran de despedirse de Camille. Tal como afirma Danton, a partir de ahora podrán preocuparse de otras cosas. Lucile, sin embargo, no comparte del todo ese sentimiento. Le gustaba descender majestuosamente por grandes escalinatas, el ejercicio visible del poder.

Al menos, cuando regrese a casa no tendrá que seguir soportando la presencia de Gabrielle y de Louise Robert. Durante las últimas semanas, Louise ha aplicado su imaginación de novelista a la situación entre Lucile, Camille y Danton, y todos sabemos que los novelistas tienen una imaginación muy viva.

– Observad la expresión de placer e interés que adopta Camille cuando Danton se digna meter mano a su mujer en presencia suya -dice Louise-. ¿Por qué no os vais a vivir los tres juntos cuando la dejes? ¿No es eso lo que pretendéis?

– Espero que me invitéis a desayunar -tercia Fabre.

– Me asquea este melodrama -prosigue Louise-. Un hombre tiene la desgracia de enamorarse de la mujer de su mejor amigo, lo cual no deja de ser una tragedia, etcétera, etcétera. ¿Una tragedia? ¡Si os estáis divirtiendo de lo lindo…!

Era cierto. Todos, incluido Danton, se divertían de lo lindo. Por suerte, Gabrielle no estuvo presente durante el discurso de la inteligente novelista. Gabrielle se había portado siempre muy bien con ella, en el pasado; pero actualmente está siempre triste y deprimida. Ha engordado mucho debido a su estado; se mueve torpemente, dice que no puede respirar, que la ciudad la asfixia. Afortunadamente, los padres de Gabrielle han vendido su casa en Fontenay y se han mudado a Sèvres, donde han comprado dos mansiones rodeadas de un amplio jardín. Una de las casas la ocuparán ellos, y la otra la utilizarán su hija y su yerno cuando vayan a Sèvres. Los Charpentier nunca han sido pobres, pero es probable que Georges-Jacques haya puesto el dinero, lo que ocurre es que no quiere que nadie sepa el dinero que gasta.

Lucile envidia la posibilidad que tiene Gabrielle de huir, pero ésta permanece en su casa de la rue des Cordeliers, sentada con la espalda encorvada y las piernas separadas, como suelen hacer las mujeres encintas, inmóvil y en silencio. A veces, cuando se deja vencer por el desánimo y estalla en sollozos, esa mocosa de Louise Gély baja a hacerle compañía y a llorar un rato con ella. Gabrielle llora por su matrimonio, su alma y su rey; Louise porque se le ha roto una muñeca o porque un coche ha atropellado a su gatito. Es insoportable, piensa Lucile, prefiero la compañía de los hombres.

Fréron había regresado sano y salvo de su misión en Metz. Por los artículos que escribía, nadie hubiera dicho que Conejo era un caballero. Era un buen escritor -llevaba la profesión en la sangre- pero manifestaba unas opiniones cada vez más violentas, como si se tratara de un concurso y estuviera empeñado en ganarlo. En ocasiones, sus trabajos alcanzaban un grado de ferocidad superior al de Marat. Pese a ello, los otros admiradores de Lucile estaban convencidos de que no tenían nada que temer de él. En cierta ocasión, Lucile le preguntó: «¿Puedo contar siempre con tu ayuda?». A lo que Fréron se había apresurado a reiterarle su eterna devoción y cosas por el estilo. El problema era que gozaba del estatus de «viejo amigo de la familia». Así pues, los fines de semana iba a visitarlos a Bourg-la-Reine, donde seguía a Lucile a todas partes como un perrillo, buscando la oportunidad de quedarse a solas con ella. Pobre Conejo, no tenía la menor posibilidad de conquistarla.

A veces era difícil recordar que existía una tal señora Fréron y una señora Hérault de Séchelles.

Hérault iba a verla por las tardes, cuando los miembros del Club de los Jacobinos estaban reunidos. Según decía Hérault, eran muy aburridos. La política le atraía poderosamente, pero como suponía que Lucile no sentía el menor interés por esas cuestiones, procuraba distraerla.

– Hablan sobre controles económicos y la forma de aplacar a esos agitadores sansculottes -dijo Hérault-, que no dejan de lamentarse del precio del pan y las velas. Hébert no sabe si ridiculizarlos o tomar partido por ellos.

– Hébert ha prosperado mucho -respondió Lucile dulcemente.

– En efecto -contestó Hérault-. Hébert y Chaumette constituyen una poderosa fuerza en la Comuna y…

Súbitamente se detuvo al darse cuenta de que Lucile había vuelto a conducir hábilmente la conversación por otros derroteros.

Hérault era amigo de Danton, ocupaba un escaño en la Montaña, pero no podía ocultar su aristocrático talante.

– Tienes una forma de expresarte, un porte y una manera de pensar profundamente aristocráticos -afirmó Lucile.

– No, no, te equivocas. Me considero un hombre moderno. Eminentemente republicano.

– Tomemos tu actitud hacia mí, por ejemplo. Sabes perfectamente que antes de la Revolución hubiera fingido estar locamente enamorada de ti sólo con que te hubieras dignado mirarme. De no haberlo hecho, mi familia me habría dado un empujoncito. O quizá no hubiera fingido. En aquellos tiempos las mujeres nos comportábamos de otra forma.

– De ser así -respondió Hérault-, y sin duda tienes razón, ¿acaso influye eso en nuestra situación actual? -(Hérault está convencido de que las mujeres no han cambiado)-. No trato de ejercer ninguna prerrogativa sobre ti. Simplemente quiero que seas feliz.

– ¡Qué altruismo! -exclamó Lucile, llevándose las manos al corazón.

– Querida Lucile, lo peor que ha hecho tu marido es convertirte en una mujer sarcástica.

– Siempre he sido sarcástica.

– No lo creo. Camille manipula a la gente.

– Yo también.

– Trata de convencer a la gente de que es inofensivo, y cuando menos lo esperan los apuñala por la espalda. Saint-Just, por el que no siento una admiración incondicional…

– Cambiemos de tema. No me gusta Saint-Just.

– ¿Por qué?

– No me gustan sus ideas políticas. Me aterra.

– Tiene las mismas ideas políticas que Robespierre… y que tu marido, y que Danton.

– No estoy de acuerdo. El principal objetivo de Saint-Just es mejorar a la gente por medio de un plan que le cuesta articular de forma comprensible. No puedes acusar a Camille y a Georges-Jacques de tratar de mejorar a la gente. De hecho, es más bien lo contrario.

– Me admira tu inteligencia -dijo Hérault.

– Antes era bastante tonta. La inteligencia es algo que se contagia.

– El problema es que Camille está empeñado en pelearse con Saint-Just.

– Es lógico. Puede que seamos demasiado pragmáticos, pero cuando se produce un conflicto entre dos personalidades fuertes salen a relucir nuestros principios.

– Esta noche me había propuesto seducirte -dijo Hérault-, no hablar de estos temas.

– Deberías haber ido al Club de los Jacobinos -contestó Lucile, sonriendo. Hérault parecía deprimido.

Cuando estaba en París, el general Dillon iba siempre a visitarla. Era un placer verlo, con su espléndida altura, su abundante cabello castaño y su aspecto juvenil. Valmy le había sentado bien; no hay como una victoria para animar a un hombre. Dillon no hablaba nunca de la guerra. Solía ir a verla por las tardes, cuando estaba reunida la Convención. Utilizaba una táctica tan interesante que Lucile se lo comentó a Camille, quien coincidió en que era prodigiosamente indirecta. A diferencia de Conejo, que no cesaba de hacer insinuaciones sobre las infidelidades de Camille, y de Hérault, que insistía en que sólo él podía hacerla feliz, el general le relataba episodios de su vida en la Martinica y frívolas anécdotas de la vida en la Corte antes de la Revolución. Le contó que siempre advertían a su hija, que tenía la edad de Lucile, que no se colocara bajo una fuerte luz porque su radiante cutis provocaba la envidia de la Reina. Le refirió la historia de su loca y distinguida familia franco-irlandesa. Le relató las manías de su segunda esposa, Laure, y de sus bonitas y estúpidas amantes. Describió la fauna de las Antillas, el sofocante calor, el azul del mar, las verdes colinas cubiertas de una espesa vegetación, y sus exóticas flores; le habló sobre el absurdo ceremonial que rodeaba al gobernador de Tobago, es decir, al propio Dillon. En resumen, le relató la agradable vida de un miembro de una familia de rancio abolengo que jamás había tenido preocupaciones económicas ni de otra índole y que, por si fuera poco, era apuesto, elegante y poseía una asombrosa capacidad de adaptación.

Luego pasó a referirse a las cualidades de Camille, por quien sentía una gran admiración, y citó de memoria varios escritos suyos. Le explicó -a ella, que conocía a su marido mejor que nadie- que había que dejar que las personas sensibles como Camille hicieran su voluntad, siempre y cuando no se tratara de algo de carácter delictivo, o al menos no demasiado delictivo.

De vez en cuando le pasaba el brazo por los hombros, tratando de besarla, y decía: «Querida Lucile, permita que le haga el amor como usted merece.» Cuando ella se negaba, él la miraba incrédulo, insistiendo en que debía gozar de la vida y que no creía que Camille se opusiera a ello.

Lo que no sabían esos caballeros, lo que no podían alcanzar a comprender… En realidad, no sabían nada de ella. Ignoraban el exquisito tormento que sufría, la aburrida rutina que representaba su vida. Fríamente, Lucile se hizo la siguiente pregunta: ¿y si le sucediera algo malo a Camille? ¿Y si -para decirlo sin rodeos- alguien lo asesinaba? (Ella misma se había visto tentada de hacerlo en más de una ocasión.) Era una pregunta que venía haciéndose desde 1789, pero ahora se había convertido en una auténtica obsesión. Nadie le había advertido que las emociones se aplacan tras el primer año de delirio en un matrimonio por amor. Nadie le había dicho que uno podía seguir enamorándose una y otra vez, hasta sentirse espiritualmente trastornado y vacío, como si hubiera perdido su misma esencia. Si Camille desapareciera definitivamente, ante ella se extendería una vida hueca, fría, plagada de deberes y obligaciones, hasta que le llegara la muerte, aunque una parte de ella, la más importante, ya habría muerto. Si algo malo le sucediera a Camille, pensó Lucile, me suicidaría; lo anunciaría oficialmente, para que al menos pudieran enterrarme. Mi madre se ocuparía del niño.

Por supuesto, no refirió a nadie ese angustioso programa. Se habrían burlado de ella. Últimamente, Camille se esforzaba en dominar sus debilidades. Legendre le reprochó por no hablar más a menudo en la Convención. «Mi querido Legendre, no todos poseemos tus pulmones», replicó Camille con una sonrisa, dando a entender que el bueno del carnicero no era sino un imbécil y un engreído.

Él era quien se encargaba de traducir, para sus colegas en la Montaña, las peroratas de Marat, con quien sólo se trataban Camille y Fréron. (Marat tenía un nuevo oponente, un ex sacerdote, un sansculotte jactancioso y descarado, llamado Jacques Roux.)

– Nos llevas dos siglos de ventaja -le dijo un día Camille, mientras Marat, cada día más amargado y venenoso, le dirigía una mirada no se sabe si asesina o de admiración.

Camille estaba decidido a eliminar a los brissotinos de la Convención, y a que el Rey y la Reina fueran juzgados. Encaró el invierno de 1792 pletórico de energía y optimismo. Cuando estaba en casa, Lucile se sentía feliz y se dedicaba a hacer sus célebres imitaciones, las cuales (según afirmaban su madre y su hermana) rozaban la perfección. Cuando se hallaba ausente, Lucile se sentaba a esperarlo junto a la ventana. Hablaba a todo el mundo de él, aunque procurando ocultar sus sentimientos.

Nadie temía a los aliados, al menos de momento; mejor dicho, sólo los temían los oficiales del servicio de intendencia encargados de distribuir el pan rancio y las botas con suelas de papel entre sus hombres, mientras observaban a los campesinos escupir sobre los billetes de banco emitidos por el Gobierno y exigir que les pagaran en oro. La República era más joven que el hijo de Lucile, el cual aún andaba a gatas y lo contemplaba todo con ojos de asombro, sonriendo a todo el mundo. Robespierre iba a visitar con frecuencia a su ahijado, así como las viejas amigas de Annette, las cuales hacían arrumacos al pequeño y le contaban a Lucile estúpidas anécdotas sobre sus hijos cuando eran bebés. Camille se paseaba con él en brazos, murmurándole tranquilizadoras palabras, asegurándole que le daría todos los caprichos y que jamás lo enviaría a una escuela cuyos profesores fueran excesivamente rígidos. Annette mimaba a su nieto y le explicaba lo que era un gato, el cielo y los árboles. Pero Lucile, aunque se avergonzaba de ello, no quería dedicarse a amueblar la mente de su hijo; era una inquilina con un contrato de arriendo que expiraría en breve plazo.


Para llegar a casa de Marat hay que atravesar un estrecho pasaje entre dos tiendas hasta dar a un pequeño patio con un pozo. A la derecha hay una escalinata de piedra con una barandilla de hierro que conduce a su vivienda, situada en el primer piso.

Tras llamar a la puerta, hay que aguardar a la inspección que una de las dos mujeres que viven con él realiza a través de la mirilla. Eso requiere cierto tiempo. Albertine, su hermana, con la que ha compartido una increíble infancia, es una mujer seca, de aspecto feroz. Simone Evrard posee un rostro sereno, ovalado, el cabello castaño y una boca grave y generosa. Hoy no tienen motivos para recelar del visitante y le franquean la entrada. El Amigo del Pueblo se sienta en la salita de estar.

– Tiene gracia que acudas corriendo a mí -dijo Marat, insinuando que en realidad no le hacía la menor gracia.

– No he venido corriendo -replicó Camille-, sino con paso furtivo.

Simone, la concubina de Marat, les sirvió una taza de café negro y amargo.

– Si vais a hablar sobre los desmanes de los brissotinos -dijo-, os llevará un buen rato. Si necesitáis una vela, no tenéis más que pedírmela.

– ¿Has venido a esta casa por propia voluntad o te han enviado ellos? -preguntó Marat.

– Cualquiera diría que te fastidian las visitas.

– Quiero saber si te ha enviado Danton o Robespierre.

– Creo que a los dos les gustaría que nos ayudaras a resolver lo de Brissot.

– Brissot me da asco -contestó Marat. Era una frase que solía emplear cuando alguien no le caía bien-. Se comporta como si dirigiera la Revolución, como si fuera obra suya. Se considera un experto en asuntos exteriores simplemente porque ha tenido que largarse del país en numerosas ocasiones perseguido por la policía. En todo caso, yo soy más experto que él.

– Tenemos que atacar a Brissot en todos los frentes -dijo Camille-. Su vida antes de la Revolución, su filosofía, sus amigos, su conducta en todas las crisis patrióticas que se han producido desde mayo de 1789 hasta septiembre pasado…

– Me estafó con lo de la versión inglesa de mis Cadenas de esclavitud. Conspiró con los editores para plagiar mi obra, de la que no vi un céntimo.

– No querrás que aleguemos eso contra él -respondió Camille.

– Desde que viajó a Estados Unidos…

– Lo sé, a nivel personal es insufrible, pero no se trata de eso.

– No lo soporto.

– Era un espía de la policía antes de la Revolución.

– En efecto -respondió Marat.

– Firma un panfleto contra él.

– No.

– Te pido que, por una vez, colabores conmigo.

– Los borregos siempre van en manada -replicó Marat.

– Está bien, lo haré solo. Sólo quiero saber si sabe algo sobre ti que pudiera utilizar en tu contra. Algo realmente perjudicial.

– Siempre me he comportado de acuerdo con mis principios.

– ¿Quiere eso decir que nadie sabe nada perjudicial sobre ti?

– No me ofendas -le advirtió Marat.

– Muy bien, continuemos -respondió Camille-. Podemos sacar a colación su conducta antes de la Revolución, su traición a sus cantaradas, sus manifestaciones monárquicas, sobre las que conservo unos recortes de prensa, sus dudas y vacilaciones en julio de 1789…

– ¿A qué te refieres?

– Tenía un aire nervioso e inquieto, como si dudara sobre lo que debía hacer. Luego está su amistad con Lafayette, su participación en el intento fallido de los Capeto de huir del país, y sus contactos secretos con la esposa de Capeto y el Emperador.

– No está mal para empezar -observó Marat.

– Sus intentos de hundir la Revolución el 10 de agosto y sus infundadas acusaciones de que ciertos patriotas estaban implicados en las matanzas perpetradas en las cárceles. Su defensa de una destructiva política federalista, sin olvidar que hace un tiempo tuvo tratos con ciertos aristócratas como Mirabeau y Orléans…

– No confíes en la memoria de la gente. En todo caso, Mirabeau ha muerto y Orléans ocupa un escaño junto a nosotros en la Convención.

– Yo pensaba en más adelante, en la próxima primavera. Robespierre opina que la posición de Philippe es insostenible. Reconoce que ha prestado importantes servicios al pueblo, pero preferiría que todos los Borbones abandonaran Francia. Le gustaría que Philippe se llevara a toda su familia a Inglaterra. Podríamos concederles unas pensiones…

– ¿Cómo? ¿Dar dinero a Philippe? ¡Qué novedad! Pero tienes razón, la primavera sería el momento idóneo para ajustar cuentas. Dejaremos que los brissotinos sigan haciendo de las suyas durante otros seis meses, y luego los aplastaremos -dijo Marat, con aire satisfecho.

– Confío en que podamos acusarlos a todos (a Brissot, a Roland, a Vergniaud) de tratar de entorpecer el juicio contra el Rey. Y de votar a favor de mantenerlo vivo. Pero no debemos precipitarnos.

– Claro que es posible que existan otros que deseen que se produzcan aplazamientos, obstáculos. Me refiero al juicio de Capeto.

– Creo que al final conseguiremos que Robespierre venza el horror que le inspira la pena de muerte.

– Sí, pero no me refería a Robespierre. Es muy posible que Danton tenga que ausentarse en un determinado momento, que las actividades del general Dumouriez en Bélgica le obliguen a ir a reunirse con éste.

– ¿A qué actividades te refieres?

– Es indudable que no tardará mucho tiempo en estallar una crisis en Bélgica. Me gustaría saber si nuestras tropas se proponen liberar al país, anexionado, o ambas cosas al mismo tiempo. ¿A quién brinda sus conquistas el general Dumouriez? ¿A la República, a la difunta monarquía, o tal vez a sí mismo? Alguien tendrá que ir a aclarar esas cuestiones, alguien con la suficiente autoridad moral. No creo que Robespierre esté dispuesto a dejar su mesa de despacho para reunirse con los Ejércitos en el frente. Eso es más propio de Danton: negociaciones a alto nivel, dinero, bandas militares y todas las mujeres de un territorio ocupado.

El tono frío y conciso con que se expresaba Marat impresionó a Camille.

– Le comunicaré lo que has dicho.

– Perfectamente -contestó Marat-. En cuanto a Brissot… Bien mirado, es obvio que ha conspirado desde un principio contra la Revolución. Sin embargo, él y sus secuaces se han atrincherado… No será fácil deshacernos de ellos.

Camille lo miró con cierta aprehensión.

– ¿Te refieres simplemente a eliminarlos de la vida pública o algo más contundente?

– Creí que empezabas a enfrentarte a la realidad -respondió Marat-. ¿O acaso hablas por boca de tus timoratos jefes? Robespierre ya sabía en septiembre lo que teníamos que hacer para resolver la crisis, pero desde entonces parece haberlo olvidado.

Camille se hallaba sentado con la cabeza apoyada en la mano.

– Hace tiempo que conozco a Brissot -dijo, jugueteando con un mechón que le caía sobre la frente.

– Conocemos el mal desde que nacemos -replicó Marat-, pero ello no significa que debamos aceptarlo.

– Eso es simplemente una frase.

– Sí, pero muy profunda.

– Es una lástima. Los reyes siempre asesinan a sus adversarios, pero nosotros deberíamos tratar de razonar con nuestros oponentes.

– Debido a sus errores, mucha gente muere en el frente. ¿Por qué iban esos políticos a ser tratados con menos dureza? Ellos provocaron la guerra. Todos merecen morir una docena de veces. ¿De qué vamos a acusarlos si no de traición, y cómo vamos a castigar su traición si no es aplicándoles la pena de muerte?

– Cierto -contestó Camille, haciendo unos garabatos con la uña sobre la polvorienta superficie de la mesa.

Marat sonrió.

– Tiempo atrás, Camille, los aristócratas acudían a mí para pedirme que les facilitara un remedio contra la tuberculosis. En ocasiones, sus carruajes bloqueaban la calle donde vivía. Yo también tenía un hermoso carruaje, vestía impecablemente y tenía unos modales exquisitos.

– Lo sé -respondió Camille.

– Es imposible que lo sepas; en aquella época no eras más que un niño.

– ¿Conseguías curarlos?

– A veces. Según la fe del paciente. Cambiando de tema, ¿vais alguna vez por el Club de los Cordeliers? A fin de cuentas, vosotros lo fundasteis.

– De vez en cuando. Ahora lo dirigen otros. Eso no es ningún problema.

– Los sansculottes.

– En efecto.

– Mientras vosotros os movéis en otras esferas más elevadas.

– Sé lo que pretendes insinuar. Pero todavía somos capaces de convocar una reunión popular. No somos revolucionarios de salón. Uno no tiene que vivir en la miseria para…

– No sigas -dijo Marat-. Lo cierto es que estoy harto de nuestros sansculottes.

– Supongo que te refieres a Jacques Roux, ese ex sacerdote, aunque imagino que no es su verdadero nombre.

– Desde luego que no. Pero quizá creas que Marat tampoco es mi auténtico nombre.

– ¿Acaso importa?

– No. Los idiotas como Roux ejercen una nefasta influencia sobre la gente. En lugar de purificar la Revolución, les animan a saquear las tiendas de comestibles.

– Siempre hay alguien dispuesto a hacer el papel de defensor de los pobres oprimidos -contestó Camille-. No sé de qué les sirve. La situación de los pobres no cambia, sólo consiguen ser admirados en la posteridad.

– Cierto. Lo que no comprenden es que, en una revolución, los pobres siempre son conducidos de un lado a otro como animales. ¿Qué habría sido de nosotros en 1789 si hubiéramos esperado a los sansculottes? Hicimos la Revolución en los cafés y la llevamos a la calle. Ahora, Roux pretende arrastrarla por las cloacas. Todos ellos, Roux y esa gentuza, son agentes de los aliados.

– ¿Agentes voluntarios?

– Qué importa que sirvan los intereses del enemigo por maldad o por estupidez. El caso es que lo hacen. Sabotean la revolución desde dentro.

– Incluso Hébert ha empezado a atacarlos. Los llama los enragés. Los ultrarrevolucionarios.

Marat escupió violentamente en el suelo, haciendo que Camille se sobresaltara.

– No son ultrarrevolucionarios. Ni siquiera son dignos de ser considerados revolucionarios. Son unos atávicos. Creen en un dios que todos los días les arroja pan desde el cielo. Pero los imbéciles como Hébert no lo comprenden. Père Duchesne me inspira tanta simpatía como a ti.

– ¿Crees que Hébert es un brissotino?

Marat soltó una amarga carcajada.

– Estás progresando, Camille. Hébert te ha difamado, quizá consigas su cabeza. Pero antes que la suya caerán otras cabezas. Como dirían las mujeres, esperaremos a que pasen las Navidades y luego veremos qué se puede hacer para encauzar esta Revolución. Me pregunto si nuestros jefes se dan cuenta de lo que valemos. Tú con tu dulce sonrisa y yo con mi afilado cuchillo.


Hébert, Le Père Duchesne, a propósito de los Roland


Hace unos días, media docena de sansculottes se dirigieron a casa de ese viejo imbécil, Roland. Llegaron a la hora de la cena…

Nuestros sansculottes atravesaron el pasillo y llegaron a la antecámara del virtuoso Roland. Apenas consiguieron abrirse paso por entre la multitud de lacayos que la llenaban. Veinte cocineros, cargados con bandejas de fricando, exclamaron:

– ¡Cuidado, no vayáis a tropezar con las bandejas del virtuoso Roland!

Otros transportaban asado de carne, seguidos de otros con las verduras.

– ¿Qué queréis? -inquirió el mayordomo del virtuoso Roland.

– Queremos hablar con el virtuoso Roland.

El mayordomo transmitió el mensaje al virtuoso Roland, que apareció con expresión malhumorada, masticando y con la servilleta sobre el brazo.

– La República debe de estar en peligro -dijo-, para que hayáis venido a molestarme a estas horas…

Louvet, con su rostro de cartón piedra y sus ojos saltones, dirigía miradas lascivas a la esposa del virtuoso Roland. Uno de los sansculottes trató de entrar en la despensa y derribó el pastel del virtuoso Roland. Al enterarse de que se había quedado sin postre, la esposa del virtuoso Roland, furiosa, empezó a mesarse la peluca.


– Hébert dice muchas tonterías -observó Lucile, pasando el periódico a Camille-. ¡Cuando pienso en los célebres nabos que sirvieron a Georges-Jacques…! ¿Crees que los sansculottes dan crédito a estas majaderías?

– No te quepa duda. Ignoran que Hébert posee un carruaje. Creen que es Père Duchesne, que fuma en pipa y que fabrica hornos.

– ¿No puede alguien sacarlos de su error?

– Hébert y yo somos aliados. Colegas -respondió Camille, sacudiendo la cabeza.

No le ha contado su visita a Marat. No quiere que su esposa sepa lo que piensa.


– ¿De modo que te marchas? -preguntó Maurice Duplay.

– ¿Qué puedo hacer? Es mi hermana, quiere que tengamos nuestro propio hogar.

– Pero éste es tu hogar.

– Charlotte eso no lo comprende.

– No te preocupes, ya volverá -dijo la señora Duplay a su marido.


Condorcet, el girondino, respecto a Robespierre


Uno se pregunta por qué tantas mujeres siguen a Robespierre. Porque la Revolución Francesa es una religión, y Robespierre un sacerdote. Es evidente que su poder reside en sus seguidoras femeninas. Robespierre amonesta, Robespierre censura… Vive del aire y no tiene necesidades físicas. Tiene una sola misión: la de hablar. Arenga a los jacobinos cuando cree que puede atraer a algún discípulo entre sus filas, y guarda silencio cuando cree que puede perjudicar su autoridad… Le rodea una aureola de austeridad que roza la santidad. Le siguen las mujeres y las personas débiles, cuya adoración y halagos él recibe con modestia.


Robespierre: Han estallado dos revoluciones, en 1789 y en agosto, pero parece que apenas han influido en la vida de la gente.

Danton: Roland, Brissot y Vergniaud son aristócratas.

Robespierre: Bien…

Danton: Me refiero en el nuevo sentido de la palabra… La revolución es el gran campo de batalla de la semántica…

Robespierre: Quizá necesitamos otra revolución.

Danton: Más enérgica.

Robespierre: Exactamente.

Danton: Pero con tu forma de pensar, con tus escrúpulos sobre matar…

Robespierre: [sin demasiadas esperanzas]: ¿Acaso no puede producirse un cambio profundo sin violencia?

Danton: No lo creo.

Robespierre: Los que sufren son las personas inocentes. Pero quizá no existen personas inocentes. Quizá se trate de un tópico.

Danton: ¿Y los conspiradores?

Robespierre: Ellos son quienes deberían sufrir.

Danton: ¿Cómo sabemos quiénes son conspiradores?

Robespierre: Para eso están los tribunales, para juzgarlos.

Danton: ¿Y si uno supiera que son conspiradores pero no tuviera suficientes pruebas para condenarlos? ¿Y si simplemente lo supieras como patriota?

Robespierre: Tendrías que procurar convencer al tribunal de su culpabilidad.

Danton: ¿Y si no pudieras aportar pruebas por tratarse de secreto de Estado?

Robespierre: En ese caso, no podrían ser condenados. Lo cual sería una lástima.

Danton: Cierto. ¿Y si los austriacos estuvieran a las puertas de París y uno se viera obligado a entregarles la ciudad por respeto al sistema judicial?

Robespierre: Supongo que habría que modificar el concepto de lo que entendemos por pruebas judiciales. O ampliar la definición de conspiración.

Danton: Ya.

Robespierre: Como mal menor para evitar otro mayor. No soy muy aficionado a esa idea tan simple e infantil, pero sé que de prosperar una conspiración contra el pueblo francés, ésta provocaría un genocidio.

Danton: Falsear la justicia es un hecho muy grave, ¿no crees?

Robespierre: No lo sé, Danton, no soy un teórico.

Danton: Lo sé. Prefieres la práctica. Conozco tus maniobras, las matanzas que organizas a espaldas mías.

Robespierre: ¿Por qué toleras la muerte de mil personas y rechazas la de dos políticos?

Danton: Porque conozco a Roland y a Brissot. No conozco a las otras mil personas. Quizá sea un fallo de la imaginación.

Robespierre: Si uno no pudiera probar nada ante un tribunal, supongo que se podría detener a un sospechoso sin tener que someterlo a juicio.

Danton: En el fondo, los idealistas tenéis alma de tiranos.

Robespierre: ¿No te parece un poco tarde para mantener esta conversación? Ahora no queda más remedio que recurrir a la violencia. Esto hubiéramos debido disentirlo el año pasado.


Al cabo de unos días, Robespierre regresó a casa de los Duplay. Le dolía la cabeza por haber pasado tres noches consecutivas en vela, y una mano gigantesca le retorcía las tripas. Se sentó pálido y ojeroso con la señora Duplay en el pequeño cuarto de estar lleno de retratos suyos. No se parecía a ninguno de ellos, y dudaba de que algún día recuperara su buen aspecto.

– Todo está tal como lo dejaste -dijo la señora Duplay-. He avisado al doctor Souberbielle. Padeces una gran tensión a consecuencia de los recientes cambios. -La señora Duplay le acarició la mano y prosiguió-: Nos sentíamos como si hubiéramos perdido un hijo. Eléonore apenas ha probado bocado y se niega a hablar. No debes volver a marcharte.

Cuando se presentó Charlotte le dijeron que su hermano se había tomado un brebaje para dormir y le rogaron que bajara la voz. Cuando Max se hubiera recuperado y estuviera en condiciones de recibir visitas, ya se lo comunicarían.


Sèvres, el último día de noviembre. Gabrielle había encendido las lámparas. Estaban solos; los niños se encontraban en casa de su madre, el circo había quedado atrás, en la rue des Cordeliers.

– ¿Te acuerdas de Westermann, del general Westermann?

– Sí. El individuo que según Fabre es un delincuente. Lo trajiste a casa el 10 de agosto.

– No sé por qué dice eso. En cualquier caso, Westermann se ha convertido en un personaje importante y ha regresado del frente en calidad de emisario de Dumouriez. Como verás, se trata de un asunto urgente.

– ¿Por qué no ha enviado a un correo del Gobierno? ¿Es que a ese Westermann le han crecido alas en los pies a raíz de su ascenso?

– Ha venido para convencernos de la gravedad de la situación. Creo que Dumouriez hubiera preferido hacerlo personalmente, pero está demasiado ocupado.

– Y utiliza a Westermann para estos menesteres.

– Es como hablar con Camille.

– ¿Cierto? A ti también se te han pegado algunos de los hábitos de Camille. Cuando te conocí no solías agitar los brazos al hablar. Dicen que si tienes un perro, al cabo de un tiempo acabas pareciéndote a él.

Gabrielle se acercó a la ventana, a través de la cual veía el césped cubierto de escarcha y una pequeña luna otoñal.

– Agosto, septiembre, octubre, noviembre… -dijo-. Parece que ha pasado toda una vida.

– ¿Te gusta esta casa? ¿Te sientes cómoda aquí?

– Sí. Pero no pensaba que fuera a pasar tanto tiempo sola.

– ¿Prefieres regresar a París? Aquella vivienda es más cálida que esta casa. Si quieres, puedo llevarte esta noche.

– No, aquí me siento a gusto. Tengo a mis padres -respondió Gabrielle-. Pero te echaré de menos, Georges.

– Lo lamento. Es inevitable.

Había empezado a oscurecer. Danton estaba sentado junto a la chimenea, inclinado hacia adelante, con los codos apoyados en las rodillas y el puño izquierdo en la palma de la mano derecha, inmóvil, mientras las llamas proyectaban unas sombras sobre su rostro cubierto efe cicatrices.

– Hace tiempo que sabemos que Dumouriez tiene problemas. No consigue provisiones, y los ingleses han inundado el país con dinero falso. Dumouriez se ha peleado con el Ministerio de la Guerra, no tolera que los burócratas parisienses critiquen sus acciones en el campo de batalla. La Convención no imaginaba que iba a apoyar el orden existente, sino que iba a dedicarse a propagar la Revolución. La situación es complicada, Gabrielle. -Danton echó otro tronco en la chimenea-. La madera de haya arde estupendamente -observó. De pronto sonó el graznido de una lechuza, y el perro, que estaba sentado junto a la ventana, comenzó a ladrar-. Éste no es como Brount, que se limita a observar.

– De modo que se ha producido una crisis y Dumouriez quiere que vayas a comprobarlo por ti mismo.

– Dos miembros de la comisión han partido ya hacia el frente. El diputado Lacroix y yo saldremos mañana.

– ¿Quién es ese Lacroix?

– Es… un abogado.

– ¿Cómo se llama de nombre?

– Jean-François.

– ¿Cuántos años tiene?

– No lo sé. Unos cuarenta.

– ¿Está casado?

– Lo ignoro.

– ¿Qué aspecto tiene?

Tras una breve pausa, Danton contestó:

– Normal. Probablemente me relatará su vida durante el viaje. Ya te la contaré cuando regrese.

Gabrielle se sentó y giró la silla para protegerse del calor del fuego.

– ¿Cuanto tiempo estarás ausente? -preguntó, observándole con el rostro medio oculto por las sombras.

– No lo sé. Quizá regrese dentro de una semana. Volveré en cuanto sea posible. El juicio de Luis no tardará en comenzar.

– ¿Tan ansioso estás por presenciar la matanza, Georges?

– ¿Es eso lo que piensas de mí?

– No sé qué pensar -contestó Gabrielle con tono cansado-. Estoy segura que, al igual que Bélgica, el general Dumouriez y todo lo demás, la cuestión es mucho más complicada de lo que imagino. Pero también sé que terminará con la muerte del Rey, a menos que intervenga alguien con tu influencia. Dices que van a juzgarlo todos los miembros de la Convención, y me consta que puedes influir en ellos. Conozco tu poder.

– Lo que no comprendes son las consecuencias de ejercer ese poder. Dejemos el tema. Parto dentro de una hora.

– ¿Se encuentra mejor Robespierre?

– Creo que sí. Al menos, hoy habló en la Convención.

– ¿Ha regresado a casa de los Duplay?

– Sí -respondió Danton, reclinándose hacia atrás-. No dejan que Charlotte se le acerque. Según me han contado, ésta envió a una sirvienta con un tarro de mermelada, y la señora Duplay no la dejó pasar. Envió a Charlotte un recado diciendo que no permitiría que envenenara a Max.

– Pobre Charlotte -dijo Gabrielle, sonriendo con tristeza.

Danton la miró satisfecho de que hubiera abandonado el tema para ocuparse nuevamente de asuntos domésticos y triviales.

– Faltan sólo dos meses y una semana -continuó Gabrielle, refiriéndose al nacimiento del niño. Al cabo de unos minutos se levantó para ir a correr las cortinas-. Espero que regreses para celebrar conmigo el Año Nuevo.

– Lo intentaré.

Cuando Georges se hubo marchado, Gabrielle apoyó la cabeza en el respaldo del sillón y se quedó dormida. El tiempo transcurría lentamente. En la chimenea ardían unos rescoldos, y afuera se oía el batir de las alas de una lechuza y los gritos de unos animalitos entre los arbustos. Gabrielle soñó que era una niña y que jugaba bajo el sol.

De pronto irrumpió en sus sueños el sonido de unos pasos apresurados mientras ella se convertía, alternativamente, en el cazador y la presa.


Robespierre dirigiéndose en enero a la Convención


No se trata de juzgarlo. Luis no comparece aquí en calidad de acusado, ni vosotros sois unos jueces. Si Luis puede ser juzgado, puede ser absuelto; es posible que sea inocente. Pero si Luis es absuelto, si consigue demostrar su inocencia, ¿qué será de la Revolución? No tenéis que emitir un veredicto en contra ni a favor de él, sino adoptar las medidas oportunas en bien del país, llevar a cabo un acto de la Providencia… Luis debe morir para que la nación viva.

IV. Chantaje

(1793)

Rue des Cordeliers, 13 de enero.

– ¿Crees que el señor Pitt nos enviará dinero? -preguntó Fabre-. Me refiero para el Año Nuevo.

– El señor Pitt sólo envía saludos.

– Han terminado los días gloriosos de William Augustus Miles.

– Creo que dentro de poco estallará la guerra entre Francia e Inglaterra.

– No deberías emplear ese tono, Camille, sino mostrar tu patriótico fervor.

– Es imposible que ganemos. Supongamos que el populacho inglés no se amotina. Quizá prefieran la opresión nativa a la liberación por parte de los franceses. Al parecer -prosiguió Camille, recordando las recientes decisiones adoptadas por la Convención-, nuestra política consiste en anexionar territorios. Danton la aprueba, al menos en el caso de Bélgica, pero a mí me parece que así es como se han regido siempre los destinos de Europa. Imagina, tratar de anexionar Inglaterra. Los que aburren a la Convención serán enviados como emisarios especiales a Newcastle-on-Tyne.

– No te preocupes, tú no les aburres nunca. He dedicado mucho tiempo y esfuerzos a convertirte en un buen orador, pero nunca abres la boca.

– Hablé durante el debate sobre la anexión de Saboya. Dije que la república no debería comportarse como un rey, que no hacen más que apoderarse de territorios extranjeros. Nadie me hizo el menor caso. ¿Crees que al señor Pitt le importa que ejecutemos a Luis?

– ¿Personalmente? Luis no le importa un comino a nadie. Pero opinan que es un mal precedente cortarle la cabeza al Monarca.

– Fueron los ingleses quienes sentaron ese precedente.

– Ellos tratan de olvidarlo. Y nos declararán la guerra, a menos que nosotros lo hagamos primero.

– ¿Crees que Georges-Jacques cometió un error? Pensaba que se podría utilizar la vida de Luis como elemento negociador, mantenerlo vivo mientras Inglaterra se mantuviera neutral.

– Creo que en Whitehall no les importa nada la vida de Luis. Lo que les importa es el comercio, la industria naviera, el dinero.

– Danton regresa mañana -dijo Camille.

– Debe haberle disgustado que la Convención le obligara a volver. Dentro de una semana habrá concluido el juicio de Capeto, y Danton no habría tenido que comprometerse. Además, parece que se está divirtiendo de lo lindo. Es una lástima que esas historias llegaran a oídos de su esposa. Debió permanecer en Sèvres, lejos de las habladurías.

– Espero que no le hayas contado lo que dicen las malas lenguas.

– ¿Por qué iba a querer hacerle daño? Ya tiene suficientes problemas.

– No me fío de ti, eres perverso y vengativo.

– No me gusta hacer daño gratuitamente -replicó Fabre, cogiendo un periódico que había sobre la mesa-: No entiendo tu letra, pero supongo que opinas que Brissot debería arrojarse al río.

– ¿Te preocupa tu conciencia?

– Tengo la conciencia muy tranquila. Como verás he echado barriga, lo cual demuestra que no me siento en absoluto angustiado.

– Te equivocas, las manos te sudan y estás inquieto. Te comportas como un ladrón que trata de vender los primeros lingotes de oro que ha robado.

Fabre miró a Camille fijamente.

– ¿A qué te refieres? -le preguntó.

– Vamos, hombre, no te hagas el inocente… -respondió Camille.

– Quiero saber a qué te refieres -insistió Fabre. Camille se encogió de hombros-. Confío en que no habrás pretendido insinuar nada.

En aquel momento apareció Lucile.

– Supongo que estáis hablando de política -dijo. En la mano sostenía unas cartas que acababan de llegar.

– Fabre se ha llevado un buen susto.

– Como de costumbre, Camille ha descargado su veneno contra mí. Cree que no soy digno de ser el perrillo faldero de Danton, y mucho menos su confidente político.

– No es eso -protestó Camille-. Estoy convencido de que Fabre oculta algo.

– Es probable -dijo Lucile-, pero quizá sea mejor que no lo revele. Ha llegado carta de tu padre. No la he abierto.

– Has hecho bien -dijo Fabre.

– Y de tu prima Rose-Fleur. Ésa sí la he abierto.

– Lucile tiene celos de mi prima, con la que estuve comprometido algún tiempo.

– Me asombra que sienta celos cié una mujer que vive tan lejos -observó Fabre.

Camille leyó la carta de su padre.

– Supongo que imaginas lo que dice en ella.

– Sí -contestó Lucile-. Que no debes votar a favor de que Luis sea ejecutado, sino abstenerte. Te has pronunciado con frecuencia contra él y has publicado tu opinión sobre el caso. Por consiguiente, es como si lo hubieras prejuzgado, lo cual es excusable en un polemista pero no en un jurista. Debes negarte a participar en el proceso, para salvaguardar tu prestigio profesional.

– Para el caso de que se produzca una contrarrevolución. Has acertado. De esa forma, según mi padre, no podrían acusarme de regicidio.

– Qué familia tan singular y divertida… -dijo Fabre.

– ¿Te parece divertido Fouquier-Tinville?

– Me había olvidado de él. No, es un hombre serio, útil. Sin duda llegará muy lejos.

– Siempre y cuando demuestre su gratitud -terció Lucile con cierto tono de ironía-. Tus parientes no soportan estar endeudados contigo.

– Rose-Fleur me soporta, su madre siempre ha estado de mi lado. Sin embargo su padre…

– La historia se repite -dijo Fabre.

– Tu padre no imagina lo que nos reímos aquí en París de sus escrúpulos -dijo Lucile-. Mañana regresa Danton de Bélgica, y al día siguiente votará a favor de condenar a Luis, sin haber oído ninguna prueba. ¿Qué diría tu padre si lo supiera?

– Se quedaría horrorizado -respondió Camille con franqueza-. En su lugar, yo también lo estaría. Pero ya sabes lo que dice Robespierre. No se trata de un juicio, en el sentido convencional de la palabra, sino de adoptar las medidas oportunas para el bien del país.

– Para salvaguardar la seguridad pública -apostilló Lucile. Era una expresión que últimamente estaba en boca de todo el mundo-. La seguridad pública. Sin embargo, se tomen las medidas que se tomen, nadie se siente seguro. Qué extraño, ¿no?


14 de enero, en la Cour du Commerce. Gabrielle esperaba a que Georges terminara de revisar las cartas que se habían acumulado en su ausencia. De pronto apareció su marido, sosteniendo una carta en la mano, pálido como la cera.

– ¿Cuándo llegó esta carta? -preguntó a Gabrielle.

Su hijo Antoine levantó la cabeza y dijo:

– Papá está preocupado.

– No lo sé -contestó Gabrielle, observando el pulso que latía en su sien. Durante un instante le pareció contemplar ante sí a un extraño, y sintió temor de la violencia que anidaba en aquel gigantesco cuerpo.

– ¿No lo recuerdas? -insistió Georges, agitando la carta ante sus narices. Gabrielle no sabía si pretendía que la leyera.

– Está fechada el 11 de diciembre. Hace más de un mes, Georges.

– ¿Cuándo la recibiste?

– No lo recuerdo, lo lamento. ¿Acaso me acusan de algo? -preguntó Gabrielle-. ¿De qué se trata? ¿Qué he hecho?

Georges estrujó la carta con violencia y respondió:

– No tiene nada que ver contigo. ¡Dios mío, Dios mío, Dios mío!

Gabrielle lo miró perpleja, señalando a Antoine. El niño le tiró de la falda y preguntó:

– ¿Está enfadado papá?

Gabrielle se llevó un dedo a los labios, indicándole que guardara silencio.

– ¿Quién es el presidente de la Convención?

Gabrielle no lo recordaba, pues cada día quince días ocupaba el cargo un hombre distinto.

– Lo siento, Georges, no lo recuerdo.

– ¿Dónde están mis amigos? ¿Dónde se meten cuando los necesito? Robespierre debe de saberlo, él lo sabe todo.

– No seas ridículo -dijo Camille. Ni Georges ni Gabrielle le habían oído entrar-. Ya sé que debería estar en la Escuela de Equitación, pero no soporto los discursos sobre Luis. Podemos ir juntos más tarde. ¿Pero qué…? -Antoine se levantó de pronto, pisoteando sus soldados, y se arrojó gritando en brazos de Camille-. ¿Qué ha sucedido, Georges? Hace una hora, cuando te dejé, estabas perfectamente.

– Así que fuiste a ver a Lucile antes de venir aquí… -dijo Gabrielle, mirando a su marido con aire de reproche.

– ¡Basta! -contestó furioso Danton. Antoine se echó a llorar. Su padre llamó a gritos a Catherine, la cual apareció apresuradamente-. Llévate al niño -le ordenó Danton. La sirvienta trató de coger al pequeño en brazos, que seguía agarrado al cuello de Camille-. ¡Vaya recibimiento! Me ausento durante un mes y cuando regreso compruebo que mis hijos se han encariñado con otro hombre.

Catherine logró llevarse por fin al pequeño. Gabrielle sintió deseos de taparse los oídos para no oír los berridos de su hijo, pero temía incluso moverse. Jamás había visto a su marido tan enfurecido. Georges agarró a Camille de las solapas y lo obligó a sentarse en el sofá junto a Gabrielle.

– Toma -dijo, arrojando la carta sobre el regazo de su esposa-. Es de Bertrand de Molleville, el ex ministro, que se halla actualmente en Londres. Podéis leerla juntos y sufrir conmigo.

Gabrielle cogió la carta, la alisó y la sostuvo en alto para que Camille la leyera. Aunque era muy miope, éste consiguió descifrar la primera frase. Miró a Danton, horrorizado, y se llevó una mano a la frente, como presintiendo el desastre que estaba a punto de estallar.

– Eres un gran consuelo -rezongó Danton.

Gabrielle miró perpleja a Camille y a su marido, y luego leyó la carta:

– «Creo mi deber informarle, señor, que entre los documentos que me confió el difunto señor Montmorin, a finales de junio del pasado año -y que traje a Inglaterra conmigo- he hallado una nota en la que se detallan varias sumas de dinero que le fueron entregadas a usted, procedentes del fondo secreto del Ministerio de Asuntos Exteriores, junto con las fechas en que se llevaron a cabo los pagos, las circunstancias en que usted las recibió y los nombres de las personas que…»

– Sí -dijo Georges- soy como tú sospechabas que era.

Gabrielle siguió leyendo:

– «Obra también en mi poder una nota, escrita de su puño y letra… Le notifico que he adjuntado ambos documentos a una carta dirigida al presidente de la Convención Nacional…» ¿Qué es lo que pretende ese hombre, Georges? -murmuró Gabrielle.

– Continúa. Dice que ha enviado la carta y los dos documentos a un amigo suyo que vive en París, para que éste los remita al presidente de la Convención si no salvo al Rey.

Gabrielle continuó leyendo la carta, espantada ante la amenaza y los violentos términos contenidos en la misma.

– «… si se niega usted a comportarse, en el asunto concerniente al Rey, como un hombre a quien el Monarca remuneró generosamente. Si por el contrario se aviene a prestar el servicio que solicito, del que es perfectamente capaz, percibirá una justa recompensa.»

– Se trata de un chantaje, Gabrielle -dijo Camille-. Montmorin fue ministro de Asuntos Exteriores. Le obligamos a dimitir después de que Luis tratara de huir, pero siguió formando parte del círculo de allegados del Monarca. Murió en septiembre en la cárcel. De Molleville fue ministro de Marina.

– ¿Qué vas a hacer? -preguntó Gabrielle con tono angustiado, apoyando una mano en el brazo de Danton, como si quisiera consolarlo.

Danton la apartó bruscamente y contestó:

– Debí matarlos a todos cuando tuve ocasión de hacerlo.

El pequeño Antoine, que estaba en una habitación contigua, seguía llorando desconsoladamente.

– Siempre supuse -dijo Gabrielle-, que no estabas de acuerdo con esta Revolución, que eras partidario del Rey.

Danton se volvió hacia ella y soltó una carcajada.

– Le debes lealtad -prosiguió Gabrielle-. Has aceptado su dinero, con el que has vivido y has adquirido tierras. Debes serle leal. Sabes que es lo correcto, y si no lo haces… -Gabrielle se detuvo, sin saber cómo continuar. ¿Qué podía sucederle? ¿Ser menospreciado por todo el mundo, o incluso juzgado?-. Debes salvarlo. No te queda más remedio.

– ¿De veras crees que me recompensarán por mis servicios, querida? Te equivocas. Si salvo a Luis -tiene razón, puedo hacerlo- pondrán esos documentos a buen recaudo y seguirán utilizándome como un pelele. Cuando ya no les sea útil, cuando haya perdido mi influencia, los sacarán para difamarme y sembrar el caos.

– ¿Por qué no le pides que te entregue esos documentos a cambio de tus servicios? -preguntó Camille-. Junto con el dinero. Si pudieras hacerlo, si te pagaran una cantidad justa, lo harías, ¿no es así?

– Explícate -respondió Danton.

– Si pudieras salvar a Luis, conservar tu prestigio entre los patriotas y sacarles más dinero a los ingleses, supongo que lo harías, ¿no es cierto?

Tiempo atrás Danton hubiera contestado: «Sería un imbécil si no lo hiciera.» Camille habría sonreído, pensando: «Siempre finge ser peor de lo que es.» Pero ahora observó una expresión de perplejidad en el rostro de Danton, como si no supiera qué responder ni qué hacer, como si de pronto hubiera perdido el control. Gabrielle se puso de pie precipitadamente y recibió una bofetada en pleno rostro, que la derribó de nuevo sobre el sofá.

– ¡Dios mío! -exclamó Camille-. Ha sido un gesto muy valiente.

Danton se cubrió la cara con las manos, tratando de reprimir unas lágrimas de furia y humillación. No había vuelto a llorar desde que el toro lo había embestido, desde que era un niño incapaz de controlar sus lágrimas. Al cabo de unos minutos miró a su esposa y vio que ésta lo miraba con los ojos secos.

– Jamás podré perdonarme por haberte golpeado -dijo Danton, arrodillándose junto a ella.

– Podrías dedicarte a romper la vajilla en lugar de descargar tu ira sobre la gente -dijo Gabrielle, palpándose el labio inferior-. No somos tus enemigos -añadió, crispando los puños para no frotarse la mejilla y que él viera que le hacía daño.

– No te merezco -le dijo Danton-. Perdóname. No pretendía golpearte.

– Camille tampoco merece que le golpees.

– Un día te mataré -dijo Danton, dirigiéndose a Camille-. No temas, acércate. Tienes una mujer encinta que te protege. En septiembre, cuando los presos fueron muertos, me cubriste de mierda. Todo está organizado, informaste a Prudhomme y a algunos más. No os preocupéis, les dijiste, no habrá ningún problema… mientras yo trataba de negar toda participación en el asunto. Aquello fue necesario, pero al menos fingí no tener nada que ver en ello. Tú, en cambio, no hubieras dudado en responsabilizarte de la Matanza de los Inocentes. De modo que no me mires con ese aire de superioridad. Tú lo sabías. Estabas al corriente desde un principio.

– Sí, pero no supuse que iban a descubrirte -contestó Camille, sonriendo y retrocediendo unos pasos.

– Te aconsejo que te lo tomes en serio, Camille -dijo Gabrielle, mirándole asustada.

– Lávate la cara, Gabrielle -le ordenó su marido-. Porque si esos documentos salen a la luz pública mi futuro no valdrá ni dos sous, y tampoco el tuyo.

– Es posible que sea una trampa, que no posea esos documentos -dijo Camille-. ¿Cómo ha conseguido una nota escrita de tu puño y letra?

– Esa nota existe.

– Entonces te has comportado como un idiota. De todos modos, es posible que De Molleville haya visto esos documentos, pero dudo mucho que Montmorin se los haya entregado. De Molleville afirma que se los dio para que los guardara a buen recaudo, pero ¿cómo iban a estar a buen recaudo en la maleta de un emigrado que se fuga a Inglaterra? ¿De qué iban a servirle a Montmorin esos documentos en Londres? De Molleville hubiera tenido que remitírselos de nuevo. Además, Montmorin ignoraba que iban a matarlo en la cárcel.

– Es posible que tengas razón, pero las declaraciones de De Molleville bastarían para hundirme. Hace mucho tiempo que la gente murmura que trabajo para Pitt. De hecho, en estos momentos me esperan en la Convención.

– Procura no perder la calma. Si es una trampa, si esos documentos no existen, lo que diga De Molleville carece de importancia. Confiemos en que sea así. Pero ¿a qué presidente de la Convención se refiere? El actual presidente es Vergniaud.

– ¡Dios! -exclamó Danton.

– Sí, lo sé. No has conseguido sobornarlo ni atemorizarlo. Ha sido un descuido por tu parte.

– Es mejor que vayas inmediatamente -dijo Gabrielle-, y trates de defender al Rey.

– ¿Y ceder ante ellos? -protestó Danton-. Prefiero morir. Si intervengo ahora, a estas alturas, dirán que me han comprado, y los otros publicarán los documentos. Haga lo que haga, algún patriota me clavará un cuchillo en la espalda. ¡Pregúntaselo a Camille si no me crees! -gritó Danton-. Él mismo estaría dispuesto a hacerlo.

Gabrielle se giró hacia Camille y lo miró con aire interrogativo.

– Sin duda me pedirían que los ayudara. A fin de cuentas, no quiero correr la misma suerte que tú.

– ¿Por qué no regresas junto a Robespierre? -preguntó Danton.

– No, prefiero quedarme contigo, Georges-Jacques. Quiero ver cómo resuelves esto.

– ¿Por qué no vas corriendo a contárselo? Él te protegerá. ¿Temes que ya no te quiera? No te preocupes, con tus atributos siempre encontrarás a alguien.

– ¿Es así como pretendes conservar a tus amigos? -intervino Gabrielle. Jamás le había hablado en ese tono-. Te lamentas de que tus amigos desaparecen cuando los necesitas, pero si acuden a ti los insultas. Creo que te estás destruyendo. Creo que estás conspirando con ese De Molleville para destruirte.

– Espera -dijo Camille-. Escúchame, Gabrielle, escúchanos a los dos, antes de que se produzca un desastre. No estoy acostumbrado a ser la fría voz de la razón, de modo que no me pongas a prueba en ese sentido. Si Vergniaud tiene los documentos en su poder, estás acabado -dijo, girándose hacia Danton-. ¿Pero por qué iba Vergniaud a esperar tanto tiempo para darlos a conocer? Hoy es el último día que puedes intervenir en el debate. Te quedan pocas horas. Hace tres días que Vergniaud ejerce de presidente de la Convención, ha tenido tiempo de sobra para dar a conocer los documentos. Por consiguiente, es de suponer que no los tiene, que quizá los tenga otro presidente. ¿Qué día está fechada la carta?

– El 11 de diciembre.

– En aquellas fechas el presidente era Defermon.

– Es…

– Un gusano.

– Un moderado, Gabrielle -dijo Danton-. Ciertamente, no es amigo mío, pero al cabo de cuatro semanas, ¿cómo es posible que no haya hecho ni dicho nada?

– No lo sé, Georges-Jacques. Ni tú mismo conoces tu capacidad para intimidar a la gente. ¿Por qué no vas a verlo y tratas de asustarlo? Si tiene los documentos, es posible que consigas que te los entregue. En caso contrario, no tienes nada que perder.

– Pero si los tiene Vergniaud…

– Entonces da lo mismo que intentes aterrorizar a Defermon. Todo será inútil. No pierdas más tiempo. Puede que Defermon tenga escrúpulos de conciencia. El hecho de que no haya dicho nada hasta ahora, no significa que no vaya a hacerlo. Quizás espere a que comience la votación.

– Ah, veo que ya has regresado, Danton -dijo Fabre, que acababa de aparecer y no había oído las últimas frases-. ¿Qué ha sucedido?

Lo primero que pensó fue que Camille y Danton se habían peleado, como cabía esperar. Le habían informado que Danton había regresado a París y se había dirigido de inmediato a casa de los Desmoulins. Fabre no había averiguado aún cómo se habían desarrollado los hechos, pero el caso es que el ambiente estaba cargado de violencia. No vio la carta de De Molleville, pues Gabrielle estaba sentada sobre ella.

– ¿Qué te has hecho en la cara, querida?

– Me he dado un golpe.

– Me lo temía -murmuró Fabre como si hablara consigo mismo-. Nadie te tomaría por culpable, Danton. No, más bien tienes aspecto de víctima.

– ¿De qué estás hablando, Fabre? -preguntó Danton.

– ¿Culpable? -repitió Camille-. Jamás. Es la viva imagen de la inocencia.

– Me alegro de que lo pienses -respondió Fabre.

– Hay una carta… -empezó a decir Gabrielle.

– Calla -le ordenó Camille-, si no quieres recibir otra bofetada. Esta vez más fuerte.

– ¿A qué carta te refieres? -preguntó Fabre.

– No existe tal carta -replicó Camille-. Al menos, eso espero. Creo, Georges-Jacques, que todo depende de si el emisario era inteligente. La mayoría de las personas no son inteligentes.

– ¿Acaso tratas de confundirme? -preguntó Fabre.

Danton se inclinó para besar a su esposa y dijo:

– Quizá consiga salvarme.

– ¿Eso crees? -respondió Gabrielle, apartando la cara-. Sin embargo, persistes en destruirte.

Danton la miró durante unos instantes. Luego se giró hacia Camille, lo agarró por el pelo y le obligó a inclinar la cabeza hacia atrás.

– No conseguirás que me disculpe -dijo. Acto seguido se dirigió a Fabre y le preguntó-: ¿Conoces a un diputado, tímido y desconocido, llamado Defermon? Averigua dónde vive. Dile que iré a visitarlo dentro de una hora. No hay excusas que valgan. Que me espere allí. Dile que Danton en persona quiere verlo. Anda, ve inmediatamente.

– ¿Sólo eso? ¿No quieres que le dé ningún otro mensaje?

– Vete.

Al alcanzar la puerta, Fabre se volvió hacia Camille, sacudiendo la cabeza. Mientras caminaba apresuradamente por la calle se decía: «Creen que pueden engañarme, pero se equivocan. No tardaré en averiguar de qué se trata.»

Danton entró en su estudio y cerró la puerta de un portazo. Al cabo de un rato lo oyeron pasearse inquieto por otras habitaciones de la casa.

– ¿Qué crees que hará? -preguntó Gabrielle.

– Dado que existen otras personas de por medio y que se trata de un asunto complicado, éste requiere una solución complicada, pero Georges-Jacques suele resolver los problemas de forma rápida y sencilla. Es cierto lo que he dicho antes: tiene a todo el mundo atemorizado. Recuerdan lo que sucedió en agosto, cuando arrastró a Mandat por todo el Ayuntamiento. Es capaz de cualquier cosa, Gabrielle. Dinero de Inglaterra, de la Corte…

– Lo sé. No soy idiota, aunque él crea que lo soy. Antes de casarse conmigo tenía una amante que le costaba mucho dinero y un hijo que mantener. Cree que no lo sé. Por eso éramos tan pobres. Compró su bufete al nuevo amigo de su amante. No sé por qué te cuento eso, supongo que ya lo sabías -dijo Gabrielle, recogiéndose de nuevo el cabello. Era un gesto automático, pero tenía los dedos hinchados y los movía torpemente. Su rostro estaba tumefacto y presentaba unas profundas ojeras-. Le molestaba que yo tratara de aparentar cierta integridad. Al igual que tú, por eso está enojado con los dos, por eso quiere hacernos daño. Los dos lo sabíamos todo pero no queríamos reconocerlo. Yo no soy una santa, Camille, sabía de dónde procedía el dinero y lo acepté para poder vivir más cómodamente. Cuando me quedé encinta la primera vez, sólo pensaba en el hijo que iba a nacer.

– ¿De modo que en realidad no te importa lo que pueda sucederle al Rey?

– Sí me importa, pero durante este último año he tenido que mostrarme muy tolerante, cerrar los ojos a muchas cosas, para evitar que Georges se divorciara de mí.

– No creo que jamás se divorcie de ti. Es un hombre chapado a la antigua.

– Sí, pero ambos sabemos que sus pasiones son más fuertes que sus hábitos. Todo dependía de… Si Lucile hubiera sido tan complaciente como finge ser… Pero ella jamás te abandonaría. -Gabrielle pulsó el timbre para llamar a la sirvienta-. Cuando me mostró la carta estaba furioso, temí haber hecho algo malo. Supuse que era una de esas cartas anónimas en las que alguien se dedicaba a calumniarme.

– Difamarte -le corrigió Camille automáticamente.

En aquel momento entró Marie de la cocina, con un amplio delantal de hilo y con aspecto preocupado.

– Catherine se ha llevado al niño a casa de la señora Gély -dijo, sin que a nadie le preguntara qué deseaba.

– Tráeme una botella de algo de la bodega, Marie. ¿Qué te apetece, Camille? Tráenos lo que sea, Marie -dijo Gabrielle, suspirando-. Las sirvientas acaban tomándose demasiadas confianzas. Lamento no haber hablado antes contigo, Camille.

– Supongo que temías reconocer que ambos teníamos el mismo problema.

– ¿Te refieres a que estás enamorado de mi marido? Hace tiempo que lo sé. No me mires con esa cara. Sé sincero, si tuvieras que describir los sentimientos que te inspira, ¿qué dirías? Yo, en cambio, creo que ya no lo amo. Hoy he conocido a alguien que hace años deseaba conocer. He pensado… No soy una mujer tan débil que necesite casarme con ese tipo de hombre. Pero qué más da.

De pronto apareció Danton, con aire serio, sosteniendo el sombrero en una mano y la capa en la otra. Se había afeitado y lucía una casaca negra y una corbata de muselina blanca.

– ¿Quieres que te acompañe? -le preguntó Camille.

– No, espérame aquí.

Tras esas palabras, Danton se marchó.

– ¿Qué va a hacer? -murmuró de nuevo Gabrielle. En el ambiente flotaba un aire como de conspiración. Tomó un largo sorbo de vino. Estaba seria y pensativa; al cabo de cinco minutos estrechó la mano de Camille entre las suyas.

– Confiemos en que sea Defermon quien tenga la carta. Confiemos en que se sienta angustiado, que no sepa qué hacer con ella, mientras espera a que comience el juicio de Luis. Sin duda habrá pensado: «Si me tomo esta carta en serio, si se la enseño a la Convención, la Montaña caerá sobre mí. El diputado Lacroix se ha hecho amigo de Danton desde que ambos estuvieron en Bélgica, y tiene influencia sobre los de la Planicie. Defermon comprenderá que si enseñan la carta sólo complacería a Brissot, Roland y sus secuaces. Y se dirá: «Danton se ha presentado con aire enérgico y decidido, no como un hombre que se siente culpable. Afirmará que la carta es un fraude, un truco…» Defermon querrá creerlo. Como nos tienen por unos salvajes, Defermon temerá enojar a Danton y acabar asesinado. Ya oíste el mensaje que tu marido ordenó a Fabre que le llevara. «Dile que Danton en persona desea verlo.» Defermon le estará aguardando, preguntándose: «¿Qué debo hacer?» Empezará a sentirse culpable de que la carta obre en su poder. Georges-Jacques lo obligará a doblegarse.

Había oscurecido. Ambos permanecieron sentados en silencio, con las manos entrelazadas. Gabrielle pensó en su marido, cuya imponente estatura y corpulencia impresionaba a todo el mundo, mientras recorría con las yemas de los dedos los bordes de las cuidadas uñas de Camille, sintiendo que el pulso le latía aceleradamente, como el de un animalillo.

– Georges ya no siente temor.

– Cierto, pero yo formo parte de los timoratos de este mundo.

– ¿Tú, timorato? Deja de fingir, Camille. Eres tan timorato como una serpiente.

Camille sonrió y apartó el rostro.

– Antes creía que Georges no era una persona muy complicada -dijo-. Pero me equivocaba. Es muy complicado, muy sutil. Sus ambiciones sí son sencillas: poder, dinero, tierras…

– Y mujeres -apostilló Gabrielle.

– ¿Por qué has dicho que se estaba destruyendo?

– No estoy segura a qué me refería. Pero en aquel momento, cuando estaba tan enfadado que echaba espumarajos por la boca y nos insultaba, lo vi con toda claridad. Georges piensa: «La gente dice que estoy corrompido, pero tan sólo le sigo el juego al sistema, soy dueño de mis actos, nada puede mancharme.» Pero no es cierto. Ha olvidado lo que deseaba. Los medios se han convertido en el fin. Aunque no se dé cuenta, está corrompido. -Gabrielle se estremeció y apuró los dos dedos de vino tinto y dulzón que quedaban en la copa-. ¡Por la vida, la libertad y la felicidad!

Al cabo de un rato Danton regresó a casa. Entró en la habitación precedido por Catherine, quien sostenía unos candelabros de plata con altas velas de cera. El cuarto de estar se inundó de una luz amarillenta. La gigantesca sombra de Danton se proyectaba sobre las paredes. Se arrodilló junto al hogar y sacó unos papeles del bolsillo.

– Tenías razón -dijo, dirigiéndose a Camille-. Era un truco. Casi me sentí decepcionado.

– Hasta el juicio final resultaría pálido comparado con la escena que organizaste -respondió Camille.

– La carta obraba en poder de Defermon, tal como dijiste. Pero no había ninguna nota adjunta de mi puño y letra ni ningún recibo. Tan sólo esta carta -dijo Danton, arrojándola al fuego-. Sólo una larga lista de acusaciones por parte de De Molleville, dando al asunto un tinte siniestro. Alega que los documentos existen, pero no aporta ninguna prueba. Yo me puse a vociferar y dije: «De modo que haces más caso de la carta de un emigrado que de mi palabra, ¿eh?» El pobre Defermon no hacía sino repetir: «Tienes razón, tienes razón. ¡Dios mío!»

Camille observó cómo las llamas devoraban las hojas de papel. No me ha permitido leer la carta, pensó; ¿qué otras cosas habrá dicho De Molleville? Gabrielle cree que estamos enterados de todo, pero Georges-Jacques es muy listo.

– ¿Quién fue el emisario?

– Ese gusano no lo sabía -contestó Danton-. El portero no lo reconoció.

– Con Vergniaud no te habría resultado tan fácil. Quizá no hubieras conseguido obligarle a que te la entregara. Por otra parte, quizás esos documentos existan. Quizá todavía estén en París.

– Sea como sea -contestó Danton-, no puedo hacer nada al respecto. Pero te diré una cosa: cuando De Molleville firmó esa patética carta, al mismo tiempo firmó la sentencia de muerte de Luis. No moveré un dedo para salvar a Capeto.

Gabrielle agachó la cabeza, apenada.

– Has perdido -le dijo su marido, acariciándole suavemente el cuello-. Ve a acostarte. Te conviene descansar. Camille y yo nos beberemos otra botella de vino. Estoy agotado.

Y mañana todos se comportarán como si nada hubiera sucedido. Sin embargo, Danton se paseaba nervioso de un lado al otro de la habitación. Estaba pálido, aún no se había recuperado de la conmoción que le había producido la carta. Poco a poco fue recobrando el dominio de sus nervios y sus músculos, pero jamás volvería a sentirse tan seguro de sí mismo como antes. Sabía que había comenzado su declive.

V. Un mártir, un rey, un niño

(1793)

El juicio del Rey ha concluido. Las puertas de la ciudad se han cerrado. Un Rey nunca es inocente, según ha decidido la Convención. ¿Acaso el mero hecho de haber nacido condena a Luis?

– Es la lógica de la situación -dice Saint-Just con calma.

Son las cinco de la mañana. En una casa de la Place Vendôme, todas las luces están encendidas. Han mandado llamar a los mejores médicos de la república; también han mandado llamar a David, el artista, para que contemple a un mártir, para que observe cómo la muerte va borrando los rasgos mientras la inmortalidad los moldea a su manera. Es el primer mártir de la república, el cual percibe unas voces confusas, algunas cercanas y otras lejanas, algunas familiares y otras desconocidas; sus sentidos se disipan poco a poco mientras en una habitación contigua organizan su funeral. Se llama Michel Lepelletier, nacido noble, actualmente diputado. Nada pueden hacer ya por él; al menos, no en este mundo.

David saca sus lápices. Lepelletier es un hombre feo, sin paliativos. Sus rasgos ya han empezado a suavizarse. Yace con un brazo inerme y desnudo, como el brazo de Cristo cuando lo transportaron a la tumba. Las ropas están desgarradas y empapadas en sangre. David trata de reproducir la camisa, de vestir mentalmente al moribundo que yace en el lecho.

Unas horas antes, Lepelletier había estado cenando en el restaurante Feurier, en el Jardin de l’Égalité (tal como llamamos actualmente al Palais Royal). De improviso se le acercó un hombre -un desconocido, pero amistoso-, quizá para felicitarle por su republicana firmeza al votar a favor de la muerte de Capeto. Afable, aunque cansado tras las largas sesiones nocturnas en la cámara, el diputado se reclinó hacia atrás. Súbitamente el extraño sacó del bolsillo de su casaca un cuchillo y se lo clavó debajo de las costillas, en el lado derecho.

Lepelletier es transportado a casa de su hermano con los intestinos destrozados, chorreando sangre, con una herida grande como un puño. «Tengo frío -murmura-. Tengo frío.» Le cubren con unas mantas. «Tengo frío», repite.

Son las cinco de la mañana. Robespierre está acostado en su habitación de la rue Saint-Honoré. Ha echado el cerrojo a la puerta. Brount yace en el pasillo junto a ella, con las fauces entreabiertas, agitando de vez en cuando las patas, soñando con épocas mejores.

Las cinco de la mañana. Camille Desmoulins se levanta sigilosamente de la cama, como solía hacer en el colegio Louis-le-Grand. Danton quiere un discurso para tratar de obligar a Roland a dimitir de su cargo. Lolotte se gira, murmura unas palabras y extiende una mano. Camille la arropa y dice: «Duérmete.» Danton no utilizará el discurso. Sostendrá los folios arrugados en la mano y se lo irá inventando a medida que vaya hablando… Camille no lo hace por obligación sino para ejercitar su imaginación y para matar el tiempo hasta el amanecer.

Siente el aire helado como la hoja de un cuchillo sobre su oscura piel. Atraviesa la habitación de puntillas y se lava la cara para despejarse, procurando no hacer ruido. Si Jeanette le oye, se levantará para encender la chimenea, para decirle que es propenso a resfriarse -lo cual no es cierto- y para atiborrarlo de comida. En primer lugar escribe una carta a su padre, firmada: «Tu hijo, el regicida.» Luego coge otra hoja de papel y empieza a redactar el discurso. El gato de Lolotte juguetea con la pluma, observándola con recelo; Camille le acaricia el lomo mientras contempla el amanecer sobre los suburbios del este. De pronto, la llama de la vela oscila bruscamente y él se vuelve asustado. Pero está solo, rodeado por las negras siluetas de los muebles y los grabados que cuelgan en las paredes. Suavemente, como al gato, acaricia el cañón de una pequeña pistola que conserva en el cajón de la mesa. Una gélida lluvia cae sobre las enlodadas calles.

Las siete y media. En una pequeña habitación, junto a una estufa, están sentados un sacerdote y Luis el Último.

– Sobre nosotros hay un juez incorruptible… la Guardia Nacional se ha reunido… ¿Qué le he hecho a mi primo Orléans para que me persiga de esta forma…? Puedo soportarlo todo… Esas gentes ven cuchillos y venenos por todas partes, temen que me suicide… Estoy ocupado, aguarde unos minutos… Déme su última bendición, y rece para que el Señor me ayude en los instantes postreros… Entréguele mi reloj y mis ropas a Cléry, mi mayordomo…

Las diez y media de la mañana. La multitud arrebata la casaca de manos del ayudante de Sanson y la hacen jirones. En la Place de la Révolution venden tortas calientes y pan de jengibre. La gente congregada en torno al cadalso empapa unos trapos en la sangre derramada.

Lepelletier, el mártir, yace en el ataúd de cuerpo presente.

Los restos de Luis, el Rey, son rociados con cal viva.

Al final de la primera semana de febrero, Francia está en guerra contra Inglaterra, Holanda y España. La Convención Nacional promete ayuda armada a todos aquellos que decidan alzarse contra la opresión: «Guerra contra los castillos, paz para las casas de las gentes honestas.» Cambon, del comité de finanzas: «A medida que penetramos en territorio enemigo, aumentan los costes de la guerra.»

En Francia escasean los alimentos y la inflación aumenta vertiginosamente. En París, la Comuna lucha contra los ministros girondinos y trata de aplacar a los militantes de las Secciones; trata de estabilizar el precio del pan a tres sous, y el ministro Roland no cesa de lamentarse de la mala administración del dinero público. En la Convención, la Montaña constituye tan sólo una vociferante minoría.


Jacques Roux, un sansculotte, desde la tribuna de la convención


Debemos garantizar las existencias de pan porque cuando deje de haber pan no habrá ley, libertad ni república.


Estallan revueltas en Lyon, Orléans, Versalles, Rambouillet, Étampes, Vendôme, Courville y aquí, en la misma capital.


Dutard, un empleado del Ministerio del Interior,

a propósito de la Gironda


Pretenden establecer una aristocracia formada por ricos, comerciantes y terratenientes… Si pudiera elegir, preferiría el viejo régimen; los nobles y los sacerdotes poseían ciertas virtudes de las que estas gentes carecen. ¿Qué es lo que dicen los jacobinos? Es preciso controlar a estos individuos codiciosos y depravados. Bajo el viejo régimen, los nobles y los sacerdotes constituían una barrera que no podían atravesar. Pero bajo el nuevo régimen no existen límites para sus ambiciones; son capaces de matar al pueblo de hambre. Es necesario erigir una barrera que los contenga, y el único medio es convocar a las masas.


Camille Desmoulins, a propósito del ministro Roland


El pueblo constituye para usted tan sólo un medio necesario para organizar una insurrección; tras haber servido a la revolución, es dejado de lado, olvidado. Pretende que esas gentes se dejen conducir como ganado por quienes son más sabios que ellos y están dispuestos a molestarse en guiarlos. Toda su conducta se basa en estos repugnantes principios.


Robespierre, a propósito de la Gironda


Se creen unos caballeros, los justos beneficiarios de la Revolución. Nosotros no somos más que chusma.


10 de febrero. A primeras horas de la mañana, Louise Gély llevó a Antoine a casa de su tío Víctor.

Los dos niños -el hijo de los Desmoulins y François-Georges, que acaba de cumplir un año- están a cargo de su nodriza, la cual se ocupa, pese al ajetreo de la jornada, de darles de comer cuando tienen hambre.

Louise regresó apresuradamente a la Cour du Commerce para comprobar que Angélique se había adueñado de su territorio.

– Creo que el parto se producirá esta noche. De modo que pórtate bien y procura no estorbar, jovencita -dijo su madre.

– Y no pongas esa cara, que estás muy fea -apostilló Angélique.

Al poco rato llegó Lucile Desmoulins. Esa nunca está fea, pensó Louise con rabia.

Lucile llevaba una falda de lana negra, un elegante chaleco y el cabello recogido con una cinta tricolor.

– ¡Jesús! -exclamó, dejándose caer en un sillón y extendiendo las piernas para admirar las puntas de sus botas de montar-. Si hay algo que detesto es el melodrama que rodea a los embarazos y partos.

– Supongo que si pudieras estarías dispuesta a pagar a otra mujer para que tuviera a tus hijos -dijo Angélique con dulzura.

– Desde luego -respondió Lucile-. Creo que debería ser menos complicado.

Las mujeres intentaban mantener ocupada a Louise, impidiendo que participara en la conversación. En cierto momento oyó decir a Gabrielle, refiriéndose a ella, que era «muy amable, muy útil», lo cual hizo que se ruborizara. Le ponía violenta que hablaran de ella.

Cuando Lucile se disponía a marcharse, dijo a la señora Gély:

– Si me necesitan, acudiré inmediatamente. Gabrielle está muy agitada. Dice que tiene miedo, lamenta que Georges-Jacques no esté aquí.

– Es inevitable -respondió secamente la señora Gély-. Ha tenido que ir a Bélgica por un asunto urgente.

– De todos modos, no dejen de avisarme.

La señora Gély asintió. A sus ojos, Gabrielle era una chica dulce y piadosa a la que Lucile, que era poco menos que una prostituta, había traicionado.

Gabrielle expresó el deseo de descansar un rato, y Louise regresó de mala gana a la pequeña y sombría vivienda de sus padres. A media tarde, cuando ya había oscurecido, se sentó en el cuarto de estar, pensando en Claude Dupin. Si Lucile supiera que éste se le había declarado, que quizá se convertiría pronto en su esposa, no la trataría como si fuera una imbécil.

Su madre había sonreído de forma condescendiente, pero en el fondo estaba entusiasmada. Claude Dupin era un excelente partido. Cuando cumplas los dieciséis años, le dijo, hablaremos de ello. A los quince se es demasiado joven para pensar en el matrimonio. Sólo los aristócratas se casan a esa edad.

Claude Dupin tenía veinticuatro años, pero ya era (según había informado a Louise su padre) secretario general del département del Sena, aunque eso a ella le tenía sin cuidado. Aparte de otras cualidades, era un joven muy apuesto.

Hacía quince días lo había llevado a casa de Gabrielle, para presentárselo. Gabrielle lo encontró muy amable y educado. Pese a la proverbial reserva de su amiga, Louise había leído en sus ojos una expresión de aprobación y deseaba charlar al día siguiente a solas con ella sobre Claude Dupin y formularle un montón de preguntas. Si Gabrielle estaba a su favor, si Claude le había caído bien, Louise le pediría que hablara con sus padres para intentar convencerlos de que era lo suficiente madura para tener novio. No quería esperar. La vida era muy corta.

Pero cuando todo discurría de forma amable y civilizada, de repente irrumpió el ciudadano Danton acompañado de sus amigos. Tras las debidas presentaciones, el ciudadano Fabre dijo:

– Así que ésta es la niña prodigio, la famosa jovencita que ya es una experta administradora. Vaya, vaya…

Luego observó fijamente a Claude a través del monóculo.

El ciudadano Hérault miró a Claude Dupin como si no acabara de comprender de quién se trataba.

– Querida Gabrielle -dijo Hérault, dándole un beso.

A continuación se sentó, se sirvió una copa del mejor coñac de Danton y se dispuso a relatarles algunas anécdotas sobre Luis Capeto, al que, por supuesto, conocía íntimamente. Al cabo de un rato Camille, que estaba sentado en una esquina del sofá, con la cabeza apoyada en el hombro de Gabrielle, lo interrumpió.

– Hace tiempo que ardo en deseos de conocerlo, Dupin -dijo, dirigiendo al joven una lánguida mirada.

El ciudadano Danton sometió a Claude Dupin a un implacable interrogatorio sobre los asuntos del département, Gabrielle no se lo reprochaba, así era como solía trabajar. Claude Dupin ofreció unas respuestas claras e inteligentes; cada vez que decía algo particularmente interesante, el ciudadano Camille cerraba los ojos y se estremecía de placer. «Tan joven y un experto burócrata», observó Fabre. Louise pensó que si Gabrielle la estimaba debería inducir al ciudadano Camille a retirar la cabeza de su hombro y dejar de mostrarse sarcástico. Pero Gabrielle, que parecía divertirse de lo lindo con aquella situación, pasó el brazo por los hombros del ciudadano Camille y lo miró con afecto.

En cuanto entraron en la habitación -Louise no podía negarlo- Claude Dupin pareció encogerse. En cuanto hubo respondido a las preguntas de Danton, éste dejó de interesarse en él. A partir de ese momento, Claude Dupin apenas consiguió meter baza en la conversación.

Al cabo de unos minutos, Louise decidió que había llegado el momento de marcharse a casa.

– No os vayáis tan pronto -le rogó el ciudadano Fabre-. Camille lo está pasando divinamente.

Louise miró a Danton, el cual, a su vez, la observó imperturbable.

Louise, torpemente, le relató a su madre ese desagradable episodio.

– No sé si Claude es el hombre que me conviene. ¿Me comprendes?

– No -contestó ella-. La semana pasada me suplicaste de rodillas que te permitiera casarte con él, y ahora dices que te parece insignificante al lado de esa pandilla de sinvergüenzas que conociste en casa de los Danton. Debimos obligarte a permanecer en casa, para evitar que te mezclaras con esa gentuza.

El padre de Louise recordó suavemente a su madre que debía su vida al ciudadano Danton.


En estos momentos el doctor Souberbielle estaba examinando a Gabrielle y acababa de llegar la comadrona.

– Sé el aprecio que sientes por Gabrielle -dijo Angélique Charpentier a Louise, que subía y bajaba cada cinco minutos-, pero es preferible que te marches, créeme. Todo irá bien. Ve a acostarte. Por la mañana habrá nacido la criatura y podrás jugar con ella.

Louise regresó de nuevo a su casa. Estaba furiosa. Gabrielle es mi amiga, pensó. Yo soy su mejor amiga; no tengo la culpa de tener quince años; debería estar junto a ella. Es a mí a quien quiere a su lado. Me pregunto dónde estará esta noche el ciudadano Danton, y con quién. No soy tan tonta como imaginan.

Las diez. Su madre asomó la cabeza y dijo con cierto tono de aprehensión:

– ¿Quieres bajar, Louise? La señora Danton desea verte.

¡Por fin! Louise bajó precipitadamente.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó.

– No lo sé -respondió su madre-. ¿Estás preparada?

– Desde luego.

– Te advierto que Gabrielle no se encuentra bien. El parto se presenta complicado. Ha sufrido unas convulsiones. La situación se ha agravado.

Louise echó a correr y se topó con la comadrona cuando ésta salía de la habitación de la parturienta.

– No me parece oportuno que la niña la vea -dijo la comadrona a su madre-. No puedo responder…

– Se lo he prometido -contestó Louise-. Le dije que estaría con ella. Que si le sucedía algo malo, me ocuparía de los niños.

– ¿Eso le dijiste? No debes hacer promesas que no puedas cumplir -le reprendió su madre, propinándole un capón.


A medianoche, Louise abandonó la vivienda de Gabrielle y subió a su casa.

Se tendió en la cama, medio vestida, y cerró los ojos. En su mente seguía viendo los solemnes rostros de las mujeres. Lucile sentada en el suelo, con aire serio y entristecido, sin quitarse las botas de montar, y sosteniendo la mano de Gabrielle.

Al cabo de un rato, Louise se quedó dormida. Que Dios me perdone, pensó más tarde, pero al dormirme olvidé todo cuanto había sucedido y soñé cosas intrascendentes. El ruido del tráfico la despertó a la mañana siguiente. Era el 11 de febrero. El edificio estaba muy silencioso.

Louise se levantó, se lavó y se vistió. Luego se asomó al dormitorio de sus padres. Su padre estaba roncando, y el lado del lecho que ocupaba su madre estaba intacto. Tras beberse medio vaso de agua y peinarse, bajó las escaleras apresuradamente. En el descansillo se encontró con la señora Charpentier.

– Señora… -dijo Louise.

Angélique iba envuelta en una capa, con la espalda encorvada y la cabeza gacha. Pasó junto a Louise sin detenerse, como si no la hubiera visto. Tenía la mirada ausente. Al alcanzar la escalera se volvió y la miró en silencio.

– La hemos perdido -dijo al cabo de unos instantes-. He perdido a mi hijita.

Tras esas palabras, salió. Afuera estaba lloviendo.

En casa de los Danton hacía frío, pues aún no habían encendido la chimenea. La nodriza de los niños estaba sentada en un taburete en un rincón, dando de mamar al hijo de Lucile Desmoulins. Al entrar Louise, alzó la vista y cubrió el rostro del niño con gesto protector.

– Será mejor que te vayas -le dijo, como si no la reconociera.

– ¿Qué ha pasado? -preguntó Louise.

– ¿Eres la niña que vive arriba? ¿No te has enterado? Ha fallecido a las cinco. Pobre mujer, siempre fue muy buena conmigo. Que Dios la tenga en su gloria.

Louise se quedó helada.

– ¿Y el niño? -preguntó-. Le dije que me ocuparía de sus hijos si ella…

– Es un varón. Ojalá me equivoque, pero creo que no vivirá mucho tiempo. Una amiga, que vive cerca de mi casa, se encargará de él. La señora Charpentier está de acuerdo.

– Muy bien -respondió Louise-. ¿Dónde está François-Georges?

– Con la señora Desmoulins.

– Iré a buscarlo.

– Deja que descanse durante un par de horas.

Se lo prometí, pensó Louise. En aquel momento comprendió que los niños no eran unos vínculos morales sino seres de carne y hueso, frágiles, impacientes, con unas necesidades que ella no podía satisfacer.

– El marido de la señora Danton no tardará en regresar a casa -dijo la nodriza-. No te preocupes. Él se encargará de dar las instrucciones oportunas.

– Usted no lo comprende -contestó Louise-. La señora me pidió que cuidara de sus hijos. Debo cumplir mi promesa.


Danton tardó algunos días en recibir la noticia. El 16 de febrero, cinco días después de fallecer su esposa, regresó a casa. Habían enterrado a Gabrielle apresuradamente, sin darles tiempo a embalsamarla. Habían aguardado instrucciones de Georges-Jacques, pero al no dar éste señales de vida habían desistido de ponerse nuevamente en contacto con él, temiendo provocar un ataque de ira y remordimientos.

Los vestidos de Gabrielle colgaban inermes en el ropero, como víctimas de inenarrables torturas. Bajo el viejo régimen, algunas mujeres habían sido quemadas vivas, y muchos hombres habían muerto sobre el potro de tortura. Danton se preguntó si habían sufrido más que ella. No podía adivinarlo. Nadie quería decírselo. Nadie quería entrar en detalles. Los cajones, en esa casa mortuoria, exhalaban un leve aroma floral. Lo armarios estaban perfectamente ordenados. Gabrielle solía llevar un inventario de la vajilla. Dos días antes de su muerte había roto una taza. En una fábrica de Sèvres habían diseñado un nuevo modelo de servicio de café. Mientras uno tomaba una tacita de moca podía contemplar la cabeza de Capeto, chorreando gotitas doradas de sangre, sostenida por la mano dorada de Sanson.

La doncella halló un pañuelo de Gabrielle bajo el lecho en el que había fallecido. Danton encontró en su mesa un anillo que ella había extraviado hacía tiempo. Un día se presentó un vendedor con tejidos que ella le había encargado. Cada día sucedía algo que venía a rematar una tarea a medio hacer. En cierta ocasión Danton encontró una novela con un marcador entre sus páginas, tal como lo había dejado ella.


Y así termina la historia de Gabrielle.

VI. Una historia secreta

(1793)

El niño aún vivía, pero Danton no quiso verlo ni hizo ningún comentario sobre quién debía ocuparse de él. Sobre su mesa yacían numerosas cartas de pésame. Al abrirlas, pensó que los autores de las mismas eran unos hipócritas pues sabían lo que le había hecho a su esposa. Le escribían como si no supieran nada, para hacerse notar, para que no olvidara sus nombres.

La carta de Robespierre era larga y emotiva. Iba desde lo personal hasta lo político -lógico, tratándose de Max- y luego -lógico tratándose de Max- regresaba de nuevo a lo personal. «Soy tu amigo más leal, y lo seré hasta que muera. A partir de este momento debemos permanecer más unidos que nunca…», etcétera. Incluso en su presente estado, Danton lo consideró una exageración y le extrañó lo afectado que parecía Robespierre por lo sucedido.

Camille no le escribió ninguna carta. Fue a verlo y permaneció sentado en silencio, con la cabeza inclinada, mientras Danton hablaba sobre el pasado, sollozando amargamente, y arremetiendo de vez en cuando contra él. No sabía por qué se encontraba en la línea de fuego, ni por qué su carrera y su persona eran sometidas a tan duras críticas, pero al parecer servía a Danton para desahogarse. Al fin, agotado, Danton se quedó dormido, cosa que no había hecho en varios días. Gabrielle rondaba por el estudio empapelado en rojo, por el comedor octagonal, donde los empleados de Danton solían trabajar al principio de mudarse, y por el dormitorio, donde ocupaban lechos separados, cuya distancia entre ambos se hacía cada vez más pronunciada.

Danton leyó el diario que Gabrielle escribía esporádicamente, en cuyas páginas aparecía expuesta la mecánica de su propio pasado. Para evitar que otras personas lo leyeran decidió quemarlo, arrojando al fuego sus páginas de una en una y observando cómo eran devoradas por las llamas. Louise permanecía sentada en un rincón de la casa, con los ojos enrojecidos y la cara hinchada. Danton apenas reparó en su presencia. El 3 de marzo partió de nuevo para Bélgica.

Marzo fue un mes trágico. En Holanda los diezmados ejércitos sufrieron una grave derrota. En la Vendée la insurrección degeneró en una guerra civil. En París la multitud saqueó los comercios y destrozó las prensas girondinas. Hébert exigió la cabeza de todos los ministros y generales.

El 8 de marzo Danton subió a la tribuna de la Convención. Los patriotas se quedaron impresionados al verlo aparecer pálido, ojeroso, visiblemente agotado. En ocasiones, al referirse a la traición y la humillación que había experimentado, el dolor apenas le permitía hablar; en cierto momento se detuvo y miró a sus colegas fijamente, tocándose la cicatriz que le atravesaba la mejilla. Entre las tropas había visto mala fe, incompetencia y negligencia. Exige que envíen de inmediato unos refuerzos masivos. Los ricos de Francia deben sufragar los gastos de la liberación de Europa. Es preciso implantar un nuevo impuesto con carácter urgente. Los conspiradores contra la República deben ser juzgados por un Tribunal Revolucionario, cuyas sentencias no podrán recurrirse.

De pronto preguntó una voz:

– ¿Quién mató a los presos?

La Convención estalló en gritos y cánticos de septembriseur, haciendo temblar las paredes. Los diputados de la Montaña se alzaron a una de sus asientos. El presidente gritó pidiendo orden e hizo sonar la campana. Danton permaneció inmóvil, de cara a las galerías ocupadas por el público, con los puños crispados. Tan pronto como se restableció el orden, reanudó su discurso:

– De haber existido dicho tribunal en septiembre, los hombres a quienes se ha reprochado tan insistente y duramente ser los causantes de esos hechos no hubieran tenido que mancharse las manos de sangre. Su reputación y su buen nombre no me importan. Llamadme sanguinario si así lo deseáis. Estoy dispuesto a beber la sangre de los enemigos de la humanidad, si con ello consigo que Europa sea libre.

– Te expresas como un rey -dijo la voz de un girondino.

– Y tú como un cobarde -replicó Danton.

Habló durante casi cuatro horas. Afuera se había congregado una gran multitud que lo aclamaba enfervorecida. Los diputados, en pie, no cesaban de aplaudirle. Incluso Roland y Brissot se habían puesto en pie, como si se dispusieran a huir. Fabre gritó de pronto:

– ¡Un discurso magistral! ¡Un discurso magistral!

La Montaña se precipitó sobre él, mientras sonaban aplausos y vítores ensordecedores. El doctor Marat se acercó a él abriéndose paso a duras penas entre los numerosos partidarios que rodeaban a Danton, como un gusano ávido de participar en el festín.

– Éste es tu momento, Danton -le dijo.

– ¿Para qué? -preguntó Danton fríamente.

– Para instituir una dictadura. Todo el poder está en tus manos.

Danton se volvió. En aquel momento los diputados se apartaron respetuosamente para dejar paso a Robespierre. Cada vez que regreso a casa, pensó Danton, advierto que su popularidad ha aumentado. Robespierre tenía las mandíbulas apretadas y presentaba un aspecto tenso, envejecido. Pero al hablar lo hizo en voz baja, con serenidad:

– Deseaba ir a verte pero no quería importunarte. Nunca sé qué decir en estas circunstancias, y nuestra amistad no es tan estrecha como para que sobren las palabras entre nosotros. Lo lamento.

Danton apoyó una mano en su hombro y respondió:

– Gracias, amigo mío.

– Te escribí una carta, aunque sé que en estos momentos las cartas no sirven de ningún consuelo. Sólo quería que supieras que puedes contar conmigo.

– Lo sé.

– No existe ninguna rivalidad entre los dos. Sostenemos las mismas ideas políticas.

– ¿Oyes cómo me aclaman? -preguntó Danton-. Hace tan sólo unas semanas me escupían en la cara por no mostrarles las cuentas del ministerio.

En aquel momento se acercó Fabre, que había procurado informarse sobre las reacciones que había suscitado el discurso que Danton había pronunciado.

– La Gironda está dividida sobre el asunto del Tribunal Revolucionario -dijo-. Brissot te apoyará, lo mismo que Vergniaud. Roland y sus amigos se oponen.

– Han abandonado el republicanismo -respondió Danton-. Lo único que les interesa es destruirme.

Los diputados seguían acercándose para felicitarle. Fabre hacía reverencias a diestro y siniestro, como si fuera el artífice del discurso. Collot, el actor, gritaba con su bilioso rostro contraído por la emoción:

– ¡Bravo, Danton! ¡Bravo!

Robespierre se retiró discretamente, mientras seguían sonando los aplausos. Afuera, la muchedumbre le reclamaba insistentemente. Danton se pasó la mano por la cara. Tras no pocos esfuerzos, Camille había conseguido acercarse a él. Al verlo, Danton le echó un brazo sobre los hombros y dijo:

– Vamos a casa, Camille.


Louise mantuvo los oídos bien abiertos. Tan pronto como se enteró de que Danton había regresado a París, bajó y dio instrucciones a Marie y Catherine. Los niños estaban en casa de Victor Charpentier; quizás era mejor que su padre no los viera todavía. Louise decidió prepararle la cena, independientemente de la hora a la que llegara, y recibirlo personalmente. Su madre bajó cinco veces a buscarla.

– ¿Qué te propones? -le espetó-. No permitiré que tengas nada que ver con ese bruto.

– Puede que sea un bruto, pero sé que a Gabrielle le hubiera complacido que tratara de hacerle la vida más cómoda.

Louise se sentó en el sillón de Gabrielle, resuelta a conjurar a su espíritu. Desde aquí, pensó, Gabrielle había visto varios gobiernos irse a pique. Desde aquí había presenciado la caída de la monarquía. Había sido una mujer sencilla, una típica ama de casa, que sin embargo había convivido con unos hombres sanguinarios.

Al día siguiente, a las seis de la mañana, Danton entró en su casa para mudarse de ropa. Al ver a Louise, pálida, dormida en el sillón de Gabrielle, se sobresaltó. La transportó en brazos hasta el sofá y la cubrió con una manta. Louise no se despertó. Luego cogió lo que necesitaba y se fue.

En casa de los Desmoulins, Lucile se hallaba en la cocina, preparando café. Camille estaba sentado ante su mesa, redactando el boceto de un discurso que Danton iba a pronunciar aquel día en la Convención.

– Me complace este ambiente sosegado e industrioso -dijo Danton, ciñendo a Lucile por la cintura y besándola en el cuello.

– Me alegra comprobar que has reanudado tu rutina habitual -dijo Camille.

– Esa niña, la hija de los Gély, me estaba esperando en casa. Se había quedado dormida en un sillón.

– ¿Ah, sí? -Lucile y Camille se miraron. Las palabras sobraban entre ellos, pues habían conseguido perfeccionar otros medios de comunicación.


10 de marzo. Hacía un frío tan intenso que incluso costaba respirar. Claude Dupin fue a casa de los Gély para formalizar su compromiso con Louise. Su padre le dijo que aunque ésta era muy joven, estaban dispuestos a permitir que contrajeran matrimonio ese mismo año. La situación había cambiado, y el señor Gély confesó a Claude:

– Queremos que nuestra hija viva en otro ambiente. Louise ve y oye muchas cosas que no convienen a una jovencita de su edad. La muerte de su amiga ha supuesto un duro golpe para ella. Los preparativos de la boda la distraerán.

– Lo lamento -dijo Louise a Claude Dupin-, pero no puedo casarme contigo. Al menos por ahora. ¿Estás dispuesto a aguardar un año? Prometí a una amiga que ha muerto que me ocuparía de sus hijos y debo cumplir mi palabra. Si fuera tu esposa tendría otras obligaciones y viviría en otra calle. Creo que, dada la forma de ser del ciudadano Danton, no tardará en hallar una nueva esposa. Cuando esos niños tengan una madrastra, podré casarme contigo.

Claude Dupin la miró estupefacto. Había creído que todo estaba arreglado.

– No alcanzo a comprenderlo -respondió-. Gabrielle Danton me pareció una mujer sensata. ¿Cómo es posible que te permitiera hacerle semejante promesa?

– No lo sé -contestó Louise-. Pero el caso es que lo hizo.

Dupin asintió.

– Muy bien -dijo-, sigo sin comprenderlo, pero haremos lo que tú quieras. Esperaré. Una promesa es una promesa, aunque no esté de acuerdo con ella. Sólo te ruego que procures mantenerte alejada de Georges Danton.

Louise estaba preparada para la inevitable confrontación con sus padres. Cuando Claude Dupin se hubo ido, su madre rompió a llorar y su padre la miró con aire solemne, como si se sintiera profundamente apenado por todos. Su madre dijo que era un estúpida y se enfadó con ella.

– ¡No me vengas con que has hecho una promesa! -gritó, agarrándola por los hombros y zarandeándola-. Estás enamorada de uno de esos canallas, reconócelo. ¿De quién se trata? ¿Es ese periodista?

– No temas pronunciar su nombre -replicó Louise-, no se trata del demonio.

De pronto vio a Gabrielle sentada en el sofá, viva, risueña, con su hinchada mano apoyada en el hombro de Camille, y Louise sintió que las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– ¡Eres una golfa! -dijo su madre, propinándole un bofetón.

Era la segunda vez que le pegaba aquel mes. El ambiente de casa empieza a parecerse al de abajo, pensó Louise.


– ¿Se marcha de nuevo a Bélgica? -preguntó Louise a Danton.

– Confío en que sea la última vez. Me necesitan en la Convención.

– ¿Desea que los niños regresen a casa?

– Sí. Los sirvientes se ocuparán de ellos.

– No quiero dejarlos en manos de los sirvientes.

– Te agradezco lo que has hecho por mis hijos, pero eres demasiado joven para cargar con tanta responsabilidad. Deberías divertirte con tus amigos.

Danton se preguntó qué hacía una respetable joven de quince años para divertirse.

– Los niños están acostumbrados a mí -contestó Louise-. Me gusta cuidarlos. ¿Qué es lo que va a hacer en Bélgica?

– Voy a entrevistarme con el general Dumouriez.

– ¿Por qué?

– Es algo complicado. Algunas de las cosas que ha hecho el general últimamente no son propias de un revolucionario. Por ejemplo, montamos unos clubes jacobinos en toda Bélgica, y él los ha cerrado. La Convención quiere saber el motivo. Si Dumouriez no es un patriota, tendrá que ser arrestado.

– ¿Que no es un patriota? ¿Qué es entonces? ¿Partidario de los austriacos o del Rey?

– El Rey ya no existe.

– Sí que existe. Está en la cárcel. El Delfín es ahora el Rey.

– No, no es más que un niño.

– En tal caso, ¿por qué lo han encerrado?

– ¡Qué niña tan testaruda! ¿Te interesa la política? ¿Lees los periódicos?

– Sí.

– Entonces debes de saber que los franceses han decidido abolir la monarquía.

– No, lo ha decidido París, que es muy distinto. Por eso ha estallado la guerra civil.

– Los diputados de todo el país votaron a favor de abolir la monarquía.

– Pero no han permitido que se celebre un referéndum. No se han atrevido.

– ¿Son ésas acaso las opiniones que te han inculcado tus padres? -preguntó enojado Danton.

– Mi madre opina como yo. Mi padre no opina. Le gustaría hacerlo pero no se atreve.

– Te recomiendo que te andes con cuidado. En estos tiempos no es aconsejable ser monárquico.

– ¿Acaso no puedo expresar lo que pienso? Yo pensaba que la libertad de expresión estaba recogida en la Declaración de los Derechos del Hombre.

– Nadie te impide expresar tu opinión, pero estamos en guerra, y no puedes manifestar unas opiniones desleales o sediciosas. ¿Lo has comprendido?

Louise asintió.

– Debes tener presente quién soy.

– No es fácil que olvide quién es usted, ciudadano Danton.

– Acércate. Trataré de explicártelo -dijo él.

– No.

– ¿Por qué?

– Mis padres me han prohibido estar a solas con usted.

– Sin embargo, ahora está a solas conmigo. ¿Acaso temen que te convierta en una pequeña jacobina?

– No son mis ideas políticas lo que les preocupa, sino mi virginidad.

Danton sonrió.

– ¿Me toman por un canalla?

– Creen que está acostumbrado a hacer siempre lo que le viene en gana.

– ¿Me creen capaz de abusar de una jovencita?

– Sí.

– Pues diles de mi parte que jamás he intentado forzar a una mujer -replicó Danton-, pese a las provocaciones de cierta hermosa joven que vive cerca de aquí. Díselo a tu madre, ella sabe a lo que me refiero. ¿Sólo me temen a mí, o te han prevenido también contra Camille? Te aseguro que si estuvieras a solas con Camille, éste consideraría que su patriótico deber era desvirgarte.

– ¿Desvirgarme? ¡Menuda expresión! -exclamó Louise-. Pensaba que Camille se había acostado con su suegra.

– ¿De dónde has sacado eso? -le espetó furioso Danton-. Lamento que tus padres tengan una opinión tan pobre de mí. Hace apenas un mes que ha fallecido mi esposa. ¿Es que me toman por un monstruo?

Eso es exactamente lo que piensan de ti, se dijo Louise.

– ¿Ha renunciado a perseguir a las mujeres? -preguntó.

– No para siempre, sólo de momento.

– ¿Le parece eso correcto y moral?

– Demuestra que respeto a mi difunta esposa.

– Le hubiera demostrado más respeto siéndole fiel cuando vivía.

– Será mejor que dejemos el tema.

– De acuerdo. Seguiremos hablando cuando regrese de Bélgica.


Danton partió de París el 17 de marzo, acompañado por el diputado Lacroix. Después de varios viajes a Bélgica, ambos habían llegado a conocerse bastante bien; Danton hubiera podido informar a Gabrielle de todo cuanto deseara saber acerca de su compañero de viaje.

El 19 de marzo llegaron a Bruselas; pero cuando se reunieron con Dumouriez, éste había perdido una batalla en Neerwinden. Lo hallaron luchando en la retaguardia. «Me reuniré con vosotros en Lovaina», les dijo.

– ¿En qué consiste la Convención? -preguntó el general irritando a Danton aquella noche-. En trescientos imbéciles conducidos por doscientos canallas.

– Te ruego que moderes tu lenguaje -contestó Danton.

El general lo miró fijamente. Durante unos instantes se vio ensartado en su espada, pero no llevaba toga.

– Al menos -dijo Danton-, deberías escribir una carta a la Convención comprometiéndote a ofrecerles una detallada explicación sobre tu conducta, sobre las razones que te llevaron a cerrar los clubes jacobinos y tu negativa a colaborar con los representantes de la Convención. Y sobre tu derrota.

– ¡Maldita sea! -exclamó Dumouriez-. Me prometieron treinta mil hombres. Son ellos quienes deben escribirme una carta explicándome qué ha sido de los soldados que me habían prometido.

– ¿Sabes que ciertos miembros del Comité de Salvación Pública opinan que deberían arrestarte? El diputado Lebas, un joven a quien Robespierre tiene en gran estima, ha censurado abiertamente tu conducta. También lo ha hecho David.

– ¿De qué comités me hablas? -replicó el general-. Que lo intenten si se atreven. Me protegen mis ejércitos. ¿Qué va a hacer David? ¿Golpearme con un pincel?

– Te aconsejo que no te lo tomes a broma, general. Piensa en el Tribunal Revolucionario. No creo que los jueces hagan ninguna distinción entre el fracaso y la traición, y tú acabas de perder una importante batalla. Ten cuidado con lo que dices, porque he venido aquí para juzgar tu actitud e informar a la Convención y al comité General de Defensa.

– Creí que éramos buenos amigos, Danton -respondió el general, perplejo-. Hemos trabajado juntos… Apenas te reconozco. ¿Qué sucede?

– No lo sé. Quizá sean los efectos de una prolongada abstinencia sexual.

El general observó detenidamente a Danton, pero su expresión no revelaba nada. Al cabo de unos minutos se volvió, mascullando:

– ¡Al carajo con los comités!

– Los comités son muy eficaces, general, según hemos podido comprobar. Si todos los miembros colaboran, y trabajan duro, podemos conseguir muchas cosas. Los comités no tardarán en dirigir la Revolución. Los ministros ya actúan a sus órdenes. Actualmente, el cargo de ministro carece de importancia.

– Tengo entendido que se ha impedido a los ministros acudir a la Convención.

– Una medida provisional. La multitud les obligó a encerrarse en el Ministerio de Asuntos Exteriores para impedir que intervinieran en el debate. Por cierto que el ministro de la Guerra demostró el enérgico temple de un soldado y huyó saltando un muro.

– Esto no es una broma -dijo el general-. Esto es anarquía.

– Sólo pretendía ponerte al día -respondió Danton.

Dumouriez, desolado, se desplomó en un sillón y apoyó la frente en las manos.

– Estoy acabado -dijo-. A mi edad hay que ir pensando en la jubilación. ¿Cómo están las cosas en París, Danton? ¿Cómo están mis queridos amigos? Por ejemplo, Marat.

– El doctor está como siempre. Un poco más amarillento, y quizá más encogido. Toma unos baños especiales para calmar sus dolores.

– Eso ya es un adelanto -murmuró el general-. Cualquier tipo de baño le sentaría bien.

– En ocasiones, esos baños especiales le retienen en casa. Me temo que no han logrado mejorar su carácter.

– ¿Camille sigue tratándolo?

– Sí. Disponemos de una línea de comunicación. Es necesaria; su influencia sobre la gente no tiene rival. Hébert sueña con alcanzar un día la popularidad de Marat. Pero la gente no es idiota.

– ¿Y el joven ciudadano Robespierre?

– Ha envejecido. Trabaja mucho.

– ¿Se ha casado con aquella chica tan torpe?

– No, es su amante.

– ¿De veras? -preguntó el general Dumouriez arqueando una ceja-. Bueno algo es algo, supongo. Un soltero como él, podría haberlo pasado estupendamente… Es una tragedia, Danton, una verdadera tragedia. Supongo que no formará parte de ninguno de esos comités…

– No. Lo han elegido varias veces, pero él siempre rechaza el nombramiento.

– Es curioso. No tiene madera de político. Jamás he conocido a nadie menos aficionado al poder que él.

– Tiene mucho poder, aunque no oficial.

– Ese joven me desconcierta. Supongo que a ti también. En fin, dejemos eso. ¿Cómo está la hermosa Manon?

– Enamorada, según dicen las malas lenguas. Dicen que las mujeres enamoradas suelen ser dulces y tiernas, pero deberías oír los discursos que escribe para sus amigos de la Convención.

– ¿Y tu pequeño hijo? ¿Consiguió sobrevivir?

– No.

– Lo lamento sinceramente. Escucha, Danton, debo decirte algo. Pero necesito confiar en ti.

– Yo también te amo.

– Ahora eres tú quien se permite el lujo de bromear. Pon atención. Roland me escribió una carta pidiéndome que diera media vuelta y regresara con mis ejércitos a París para restaurar el orden en la capital y aplastar a cierta facción. Deduzco que se refería a los jacobinos. Quería que aplastara a Robespierre. Y a ti.

– ¿Aún conservas la carta?

– Sí, pero no puedo entregártela. No te he confiado eso para que conduzcas a Roland ante el Tribunal Revolucionario, sino para demostrarte mi lealtad.

– ¿Te sentiste tentado a intentarlo?

– ¿Cómo están tus amigos en Bretaña, ciudadano Danton?

– No sé a qué te refieres.

– Vamos, Danton, no te hagas el tonto. Tienes contactos con los rebeldes emigrados a Bretaña. Mantienes lazos de amistad con ellos por si consiguen sus fines. Tienes amigos en los escaños girondinos y en la Cámara de los Comunes. Tienes hombres en los ejércitos y en todos los ministerios, y has recibido dinero de todas las cortes europeas. -Dumouriez apoyó la barbilla en las manos y lo miró fijamente-. No se ha producido ningún acontecimiento en Europa en estos últimos tres años en los que no hayas participado de algún modo. ¿Cuántos años tienes, Danton?

– Treinta y tres.

– ¡Caramba! Bueno, supongo que las revoluciones las hacen los jóvenes.

– ¿A dónde quieres ir a parar, general?

– Regresa a París y prepara la ciudad para la entrada de mis tropas. Prepáralos para una monarquía, una monarquía que, por supuesto, estará sometida a la constitución. El pequeño Delfín se sentará en el trono, Orléans será regente hasta la mayoría de edad de aquél. Es lo mejor para Francia, lo mejor para mí y lo mejor para ti.

– No.

– ¿Qué te propones?

– Regresaré y acusaré a Roland y a Brissot. Los expulsaré de la Convención. Robespierre y yo uniremos nuestros talentos y nuestra influencia y lucharemos para alcanzar un acuerdo de paz. Pero si Europa se niega a firmar la paz, levantaré a toda la nación en armas.

– ¿De veras crees que puedes expulsar a los girondinos de la Convención?

– Desde luego. Puede que me lleve algunos meses, pero lo conseguiré. El terreno está abonado.

– ¿No estás cansado?

– Estoy más que cansado. Desearía abandonarlo todo.

– No te creo.

– Como gustes.

– La República ha cumplido seis meses y ya se está desmembrando. Carece de una fuerza de cohesión; sólo la monarquía posee esa fuerza. ¿No lo entiendes? Necesitamos a la monarquía para unir al país. Luego podremos ganar la guerra.

Danton sacudió la cabeza.

– Los ganadores ganan dinero -dijo Dumouriez-. Pensaba que te gustaba el dinero.

– Mantendré la República -afirmó Danton.

– ¿Por qué?

– Porque es lo más honesto.

– ¿Honesto? ¿Con gentes como vosotros?

– Puede que esté salpicada de corrupción, pero en general la República es una empresa honesta. Sí, estoy yo, Fabre, Hébert, pero también está Camille. En 1789 Camille hubiera sacrificado su vida por la República.

– En 1789 Camille no tenía nada que perder. Pregúntale ahora, que tiene dinero, poder, fama, si está dispuesto a sacrificar su vida.

– Y está Robespierre.

– Ah, sí, Robespierre… No dudo que estaría dispuesto a morir con tal de huir de la hija del carpintero.

– Eres un cínico, general. Allá tú. Pero te garantizo que haremos una nueva constitución, distinta de cuantas existen en el mundo, en la que estará previsto que todas las personas asistan a la escuela y tengan trabajo.

– Jamás conseguiréis ponerlo en práctica.

– No, pero incluso la esperanza es una virtud. Además, añadirá lustre a nuestros nombres.

– Al fin he descubierto tu auténtica naturaleza, Danton. Eres un idealista.

– Debo acostarme, general. Me aguarda un largo viaje.

– Así pues, en cuanto llegues a París te dirigirás directamente a la Convención, para denunciarme. O a uno de sus comités.

– Sabes perfectamente que no me dedico a denunciar a los amigos. Aunque sin duda otros lo harán.

– Pero debes presentar un informe a la Convención.

– Tendrán que reprimir su impaciencia hasta que esté listo para entregárselo.

El general se puso en pie y dijo bruscamente:

– Buenas noches, ciudadano Danton.

– Buenas noches, general.

– ¿No cambiarás de parecer?

– Buenas noches.


París, el 23 de marzo.

– Silencio -dijo Danton.

– Me alegro de que haya regresado -contestó Louise.

– No hagas ruido. ¿Qué estabas haciendo?

– Nada, miraba a través de la ventana.

– ¿Por qué?

– Tenía el presentimiento de que estaba a punto de llegar.

– ¿Me han visto tus padres?

– No.

En aquel momento apareció Marie.

– Disculpe, señor, no sabía que estuviera aquí -dijo la criada, cubriéndose la boca con las manos.

– ¿Qué sucede? -preguntó Louise.

– Es un secreto. Supongo que te gustan los secretos. ¿Están ya acostados los niños?

– Por supuesto, son más de las nueve. ¿A qué secreto se refiere? ¿A que ya ha regresado?

– Sí. Tienes que ayudarme a esconderme.

Danton observó con satisfacción la expresión de asombro que se pintó en el rostro de Louise.

– ¿Se ha metido en un lío?

– No. Pero si descubren que he vuelto, tendré que acudir inmediatamente a la Convención. Quiero dormir veinticuatro horas. No quiero saber nada de la Escuela de Equitación, ni de los comités ni de política.

– Necesita descansar. ¿Pero no debería informarles sobre su entrevista con el general Dumouriez?

– Ya lo haré más tarde. Ayúdame a ocultarme.

– No es fácil ocultar a un hombre de sus dimensiones.

– Pero podemos intentarlo.

– De acuerdo. ¿Tiene hambre?

– Una escena doméstica realmente encantadora -murmuró irónicamente Danton. Luego se dejó caer en un sillón y se cubrió los ojos con las manos-. En estos momentos no sé qué hacer… El único modo en que puedo honrar su nombre es defendiendo las ideas que ella no compartía… Aunque no estábamos de acuerdo en todo, lo más importante para ella era la verdad. Por defender esa verdad me alejé de ella, de las cosas en las que ella creía y aceptaba… -De pronto rompió a sollozar-. Perdóname -dijo.

Louise apoyó una mano en el respaldo del sillón.

– Supongo que la amaba -dijo-. Aunque a su manera.

– Sí, la amaba mucho -contestó Danton-. Muchísimo. Durante un tiempo creí que no la amaba, pero ahora comprendo que estaba equivocado.

– Si es cierto que la amaba, ciudadano Danton, ¿por qué pasaba las noches en los lechos de otras mujeres?

Danton la miró unos instantes.

– Por lujuria. Por vanidad. Supongo que me consideras un tipo grosero, insensible. Basta, no tolero este interrogatorio.

– No pretendía ser cruel. Pero no debe lamentarse de algo que jamás existió. Todo había muerto entre ustedes…

– No es cierto.

– Sí. Ella me lo contaba todo. Se sentía sola, asustada. Temía que quisiera divorciarse de ella.

Danton la miró atónito.

– ¡Si jamás había pensado tal cosa! ¿Por qué iba a divorciarme de ella?

– No lo sé. Usted gozaba de todas las ventajas del matrimonio sin cumplir con ninguna de sus obligaciones.

– Nunca me hubiera divorciado de ella. Si hubiera sabido que creía eso… la habría tranquilizado.

– ¿No vio que se sentía angustiada?

– No. Nunca me lo dijo.

– Nunca estaba usted aquí.

– No consigo comprender a las mujeres.

– Es usted un canalla -dijo Louise-. Se enorgullece de ello. Conozco a otros grandes personajes como usted y sus manifiestos, pero no tengo palabras para describir el asco que me inspiran. Más de una vez, mientras usted salvaba al país, yo me quedaba haciendo compañía a su esposa.

– Tenía que cumplir con mis obligaciones públicas.

– La mayoría de ustedes empiezan a beber a las nueve de la mañana y luego se dedican a tramar la forma de eliminarse mutuamente y fugarse con las esposas de sus colegas.

– Existe una excepción a esa regla -replicó Danton sonriendo-. Se llama Maximilien Robespierre. Aunque no creo que te gustara. No se me había ocurrido pensar que nos vieras como una pandilla de viejos verdes y borrachos… Bien, Louise, ¿qué te parece que debo hacer?

– Si desea salvarse como ser humano, debe renunciar a la política.

– ¿Como ser humano? -repitió Danton-. ¿Cuáles son las otras alternativas?

– Me ha entendido perfectamente. Durante los últimos años no ha vivido como debe vivir un ser humano. Si desea volver a ser el hombre que era antes de… -Louise hizo un gesto ambiguo con la mano.

– Antes de esta locura. Antes de esta herejía.

– No se burle, se lo ruego.

– No me burlo. Eres muy dura conmigo. No estoy seguro de poder salvarme. Aunque quisiera abandonar mi carrera, no sabría cómo hacerlo.

– Si de veras desea hacerlo, estoy segura de que hallará el medio de conseguirlo.

– ¿Tú crees?

Se está burlando de mí, pensó Louise.

– Si sólo le conociera por lo que publican los periódicos sobre usted, creería que era el mismísimo demonio. Temería incluso respirar el mismo aire que usted. Pero sé que no es así.

– ¿Acaso te has impuesto la tarea de salvarme?

– Ella me lo pidió, y yo se lo prometí.

Bien pensado, Louise no recordaba exactamente lo que le había prometido. Gabrielle le confió a sus hijos, pero ¿le confió también a su marido?


Al día siguiente Louise dio estrictas instrucciones a los sirvientes, advirtiéndoles que no dijeran a nadie que el señor estaba en casa. Bajó antes de la siete y encontró a Danton sentado ante su mesa de trabajo, repasando la correspondencia.

– ¿Va a salir? -le preguntó, decepcionada.

– No. No podía dormir… Tengo muchos problemas.

– ¿Y si pregunta alguien por usted?

– Cuéntele una mentira.

– ¿Lo dice en serio?

– Sí, necesito tiempo para reflexionar.

– Supongo que no sería un gran pecado.

– Te has vuelto muy liberal desde anoche.

– No se burle de mí. Si se presenta alguien no le dejaré pasar, y si me encuentro a alguien cuando vaya a comprar…

– Puedes enviar a Marie.

– No, prefiero que no salga. Temo que se vaya de la lengua. Diré que no le he visto a usted, que no sé cuándo regresará.

– Muy bien.

Danton continuó leyendo la correspondencia. Procuraba mostrarse amable con ella, pero el tono de su voz indicaba que se sentía un tanto irritado. No sé cómo hablar con él, pensó Louise. Me gustaría ser como Lucile Desmoulins.

Regresó a las nueve, cansada y jadeando, y encontró a Danton sentado ante una hoja en blanco, con los ojos cerrados.

– No se me ocurre nada -dijo Danton, abriendo los ojos-, al menos, nada profundo. Menos mal que soy dueño de un periodista.

– ¿Cuándo piensa salir de su encierro?

– Mañana. ¿Por qué lo preguntas?

– No creo que pueda permanecer oculto. He visto a su periodista. Sabe que está aquí.

– ¿Cómo es posible?

– No lo sabe con certeza, pero lo sospecha. Yo, lógicamente, lo negué. Tengo suerte de haber salido indemne de mi encuentro con él. No creyó una palabra de lo que le dije.

– Será mejor que vayas a disculparte, y dile confidencialmente que tiene razón. Pídele que me proteja de los miembros de los diversos comités que me acechan. Dile que todavía no he decidido qué hacer sobre Dumouriez, y que se pase esta noche por aquí para emborracharse conmigo.

– No sé si debo transmitirle ese mensaje tan poco edificante.

– La gente hace cosas mucho peores, te lo aseguro.


A la mañana siguiente Louise se levantó aún más temprano. Su madre salió apresuradamente del dormitorio, poniéndose la bata.

– ¿Adónde vas a estas horas? -le preguntó. Sabía que los sirvientes de Danton no dormían en la vivienda, sino en el entresuelo-. Estarás a solas con él. ¿Cómo vas a entrar?

Louise le mostró la llave de la casa.

Entró sigilosamente, abriendo y cerrando las puertas del estudio, donde encontraría a Danton si estaba despierto, aunque dudaba de que ya se hubiera levantado. Camille estaba junto a la ventana. Iba en mangas de camisa, llevaba unos pantalones y unas botas, y estaba despeinado. La mesa de Danton estaba cubierta de folios escritos por otra persona.

– Buenos días -dijo Louise-. ¿Está borracho?

Camille se volvió rápidamente.

– ¿Tengo aspecto de estar borracho? -contestó, molesto.

– No. ¿Dónde está el ciudadano Danton?

– Lo he asesinado y me he entretenido desmembrando su cadáver. ¿Quieres ayudarme a transportar sus restos a la bodega? ¡Qué cosas tienes, Louise! Está en la cama, durmiendo. ¿Dónde iba a estar?

– ¿Está borracho?

– Borracho perdido. ¿A qué viene esa obsesión?

– Danton dijo que era lo que iban a hacer, emborracharse.

– ¿Y eso te escandaliza?

– Sí. ¿Qué es lo que ha escrito?

Camille se acercó a la mesa de Danton, se sentó en la silla y observó el rostro de Louise.

– Una polémica.

– He leído algunos párrafos.

– ¿Te gustan?

– Creo que son crueles y destructivos.

– Si mi trabajo gustara a las jovencitas respetables como tú, sería un fracaso como periodista.

– Creo que le engañó usted. No debía de estar muy borracho si fue capaz de escribir eso.

– Soy capaz de escribir aunque esté borracho.

– Quizás eso lo explica todo -replicó Louise.

Mientras fingía examinar unos folios, era consciente de que Camille tenía sus ojos negros, de mirada solemne, clavados en su rostro. Al alzar la vista Louise notó que llevaba una cadena de plata alrededor del cuello aunque no vio lo que colgaba de ésta pues quedaba oculto entre los pliegues de la camisa. Tal vez fuera un crucifijo. Quizá no fuera un caso perdido, tal como ella creía. De pronto sintió unos incontenibles deseos de tocarlo, de averiguar lo que colgaba de la cadena; pero el impulso, que su confesor habría denominado un instante de tentación, se desvaneció enseguida. Al darse cuenta de que Louise contemplaba la cadena con curiosidad, Camille metió la mano dentro de la camisa y le mostró un medallón de plata en cuyo interior había un mechón de pelo.

– ¿Es de Lucile?

Camille asintió. Louise cogió el medallón con la mano izquierda y los dedos de su mano derecha le rozaron el cuello. Ya está hecho, pensó ella. De haber podido, se habría cortado la mano.

– No te preocupes -dijo Camille-. Te olvidarás de mí.

– Es usted increíblemente vanidoso.

– Tienes razón, ¿por qué voy a ocultarlo? Pero te recomiendo, ciudadana, que procures reprimir tus efusiones -contestó Camille sarcásticamente.

Louise sintió deseos de echarse a llorar.

– ¿Por qué es tan desagradable conmigo?

– Porque tú me ofendiste preguntándome si estaba borracho, lo cual me parece una grosería, y porque si alguien saca la artillería pesada a primeras horas de la mañana debo suponer que está pidiendo guerra. Ten esto bien presente, Louise: si crees estar enamorada de mí, te aconsejo que te lo quites de la cabeza. No quiero que exista ningún mal entendido entre tú y yo. Lo que Danton pueda hacer con mi mujer y lo que yo pueda hacer con la suya son dos cosas muy distintas.

Tras esas palabras se produjo un silencio.

– No te molestes en disimular -dijo Camille-. Lo sé todo.

– ¿Qué le ha dicho Danton? -preguntó Louise, temblando-. ¿Qué le ha contado?

– Que está enamorado de ti.

– ¿Eso le ha dicho? ¿Qué más?

– ¿Por qué habría de regalarte los oídos?

– ¿Cuándo se lo dijo? ¿Anoche?

– Esta mañana.

– ¿Qué le dijo exactamente?

– No recuerdo sus palabras exactas.

– Pero usted se gana la vida con las palabras -le espetó Louise-. No le creo.

– Dijo: «Estoy enamorado de Louise.»

Ella no está convencida; pero continuemos.

– ¿Lo dijo en serio? ¿Cómo se lo dijo?

– ¿Cómo?

– Sí, cómo.

– Pues como se suelen decir esas cosas a las cuatro de la mañana.

– ¿No podría ser más preciso?

– Cuando te cases tendrás ocasión de averiguarlo.

– Es usted perverso -dijo Louise-. Sé que suena muy fuerte, pero eso es lo que creo.

Camille bajó la vista tímidamente y dijo:

– Uno hace lo que puede. Pero no seas demasiado cruel conmigo, porque en cierto modo vas a tener que convivir conmigo. A menos que te propongas rechazar a Danton, cosa que dudo.

– Aún no sé lo que voy a hacer. Pero no creo una palabra de lo que me ha dicho.

– Lo cierto es que quiere acostarse contigo y no sabe cómo conseguirlo, excepto proponiéndote matrimonio. Georges-Jacques es un hombre honesto, pacífico y hogareño. Si yo estuviera en su lugar, la situación sería muy distinta.

De improviso, Camille se inclinó sobre la mesa y se tapó la boca con las manos. Louise no sabía si reía o lloraba, pero al cabo de unos segundos comprendió que se estaba riendo a mandíbula batiente.

– No me importa que se burle -dijo Louise-. Estoy acostumbrada a su extraño sentido del humor.

– Me alegro. Cuando le relate a Fabre esta conversación -dijo Camille, riendo y enjugándose los ojos-, no me creerá. Me temo que aún te queda mucho por aprender.

– ¿No tiene frío? -le preguntó Louise secamente.

– Sí -respondió Camille, levantándose-. Será mejor que acabe de vestirme. Hoy van a nombrarnos a Georges-Jacques y a mí miembros de un comité.

– ¿Qué comité?

– No creo que te interesen los detalles.

– ¿Cómo sabe que les van a nombrar si aún no se ha celebrado la votación?

– Qué inocente eres…

– Quiero que Danton abandone la política.

– Ni lo sueñes -contestó Camille.

El sol comenzaba a despuntar tímidamente. Louise se sentía sucia y humillada tras su encuentro con Camille. Danton seguía durmiendo.


Danton habló ante la Convención, y posteriormente ante los miembros del Club de los Jacobinos.

– En más de una ocasión me sentí tentado de hacer que arrestaran a Dumouriez. Pero luego me dije: «Si doy este paso, el enemigo se enterará y eso le dará mayores fuerzas.» Francamente, temía que mi decisión pudiera beneficiar al enemigo y que me tacharais de traidor. ¿Qué hubierais hecho en mi lugar, ciudadanos?

– Y bien, ¿qué hubieras hecho tú? -preguntó Danton a Robespierre. Abril estaba a las puertas y en la rue Saint Honoré soplaba una fresca brisa-. Os acompañaremos a casa, así podré saludar a su esposa, Duplay.

– Será un honor, ciudadano Danton.

– Opino que en semejante situación hubiera sido mejor hacer algo que cruzarse de brazos -dijo Saint-Just.

– A veces es preferible esperar a ver cómo se desarrollan los acontecimientos, ciudadano Saint-Just.

– Yo hubieran mandado que lo arrestaran -insistió éste.

– Pero no estabas allí, no sabes en qué situación se encontraban las tropas, no sabes cómo habrías reaccionado.

– Es cierto, no lo sé. Pero ¿por qué nos pediste nuestra opinión si no estás de acuerdo con nuestros criterios?

– No te pidió tu opinión -terció Camille-. Lo que tú pienses le trae sin cuidado.

– Tendré que ir personalmente al frente -dijo Saint-Just-, para descifrar esos misterios.

– Una decisión muy acertada -respondió Camille.

– Deja de comportarte como un chiquillo -le amonestó Robespierre-. En cuanto a ti, Danton, si piensas que actuaste de buena fe, no creo que haya nada más que añadir.

– No estoy de acuerdo -masculló Saint-Just.

Al entrar en el patio de los Duplay, Brount, que estaba sujeto a una cadena, se puso a ladrar con furia. Cuando su amo se acercó a él, el animal le apoyó las patas delanteras en los hombros. Robespierre le hizo una caricia y murmuró unas palabras, recomendándole que contuviera su impaciencia hasta que fuera practicable alcanzar la libertad. Todas las mujeres de Robespierre (por decirlo así) se hallaban en casa. La señora Duplay mostraba una expresión profundamente benevolente, como si su misión en la vida fuera dar de comer a un jacobino para luego exclamar: «¡He dado de comer a un patriota!» En ese aspecto, Robespierre no colmaba sus aspiraciones.

Luego pasaron al cuarto de estar, donde colgaban los numerosos cuadros de Robespierre. Danton echó una mirada a su alrededor y Robespierre lo miraba sonriendo, con una media sonrisa, serio, de perfil, o tenso y combativo en un estudio de frente, con aire pensativo o divertido, acompañado de un perro, con otro perro, sin un perro. El Robespierre original estaba tan quieto y silencioso que parecía formar parte de la colección de cuadros. Mientras los demás hablaban de diversos temas, el joven Philippe Lebas se dirigió a un rincón y empezó a charlar con Babette. No se lo reprocho, pensó Danton. Robespierre lo miró sonriendo.

Entre una y otra escaramuza, uno siempre encuentra tiempo para el amor.


Cuando el ministro de la Guerra fue a Bélgica para investigar la situación, Dumouriez mandó que lo arrestaran, junto con cuatro representantes oficiales de la Convención, y los entregó a los austriacos. Poco después emitió un manifiesto anunciando que conduciría sus ejércitos a París para restaurar la estabilidad y el orden. Sus tropas se amotinaron y abrieron fuego contra él. Acompañado por el joven general Égalité -Louis-Philippe, el hijo del duque-, atravesó la frontera austríaca. Una hora más tarde ambos fueron detenidos en calidad de prisioneros de guerra.

Robespierre se dirigió a la Convención en estos términos:

– Exijo que todos los miembros de la familia Orléans conocidos como Égalité comparezcan ante el Tribunal Revolucionario… Y que el Tribunal se encargue de juzgar a los otros cómplices de Dumouriez… ¿Es preciso que nombre a tan distinguidos patriotas como los señores Vergniaud y Brissot? Confío en la prudencia de la Convención.

Al presenciar las escenas que se produjeron a continuación, nadie hubiera dicho que la Convención estuviera presidida por la prudencia. La Gironda poseía un arsenal de cargos contra Danton: engaños, intrigas y malversación de fondos. Cuando éste se dirigió a la tribuna de oradores, la derecha le dedicó su epíteto favorito: «¡Sanguinario!» El presidente se cubrió el rostro con las manos, como si fuera a echarse a llorar, mientras varios diputados se enzarzaban en una batalla campal y el ciudadano Danton se las veía y deseaba para alcanzar la tribuna y hablar en defensa propia.

Robespierre contemplaba horrorizado la escena desde lo alto de la Montaña. Danton consiguió por fin llegar a la tribuna, dejando tras de sí a varias víctimas tendidas en el suelo.

– ¡No temo a la luz del día! -gritó, estimulado por el caos que se había desatado.

Philippe Égalité observó que sus colegas se apartaban de él, como si fuera Marat. En cuanto al propio Marat, se apresuró a dirigirse hacia la tribuna tras abandonarla Danton.

Al pasar junto a Danton, ambos hombres se miraron durante unos instantes. Marat se llevó la mano a la pistola que le colgaba del cinto, como si fuera a utilizarla. Al alcanzar la tribuna se volvió, apoyó una mano en el borde de la misma y miró fijamente a los diputados que estaban sentados ante él. Quizá no vuelva a verle hacer ese dramático gesto, pensó Philippe Égalité.

Acto seguido, Marat inclinó la cabeza hacia atrás y miró a su alrededor. Tras una larga y exquisita pausa, rompió a reír.

– Ese hombre me produce escalofríos -murmuró el diputado Lebas a Robespierre-. Es como encontrarse un fantasma en un cementerio.

– Silencio -contestó Robespierre-. Presta atención.

Marat acarició el pañuelo rojo que llevaba anudado alrededor del cuello; era una señal que indicaba que la broma había terminado. Luego, más relajado, extendió de nuevo el brazo y lo apoyó en la tribuna. Al hablar, su voz sonaba sosegada, desapasionada. Su propuesta era la siguiente: que la Convención aboliera la inmunidad de los diputados, de forma que éstos pudieran ser procesados. Los diputados del ala derecha y el ala izquierda se miraron, imaginando a su enemigo personal desfilando hacia la máquina inventada por el doctor Guillotin. Dos diputados de la Montaña, sentados a pocos metros de distancia, se miraron brevemente y luego giraron rápidamente la cabeza. Nadie miró a Philippe a la cara. La moción de Marat fue aprobada por todos los grupos.

Los ciudadanos Danton y Desmoulins abandonaron juntos la Convención, aplaudidos por la muchedumbre que se había congregado frente al edificio, y echaron a andar hacia casa. Hacía una fresca tarde de abril.

– Desearía estar en otro lugar -dijo Danton.

– ¿Qué vamos a hacer con Philippe? No podemos arrojarlo a Marat.

– Lo encerraremos durante un tiempo en una cómoda fortaleza provinciana. Estará más seguro en prisión que en su casa parisiense.

Habían alcanzado su distrito, la república de los Cordeliers. Las calles estaban silenciosas; la noticia de las escenas que se habían producido en la Convención no tardarían en circular por la ciudad, así como la noticia del temible decreto emitido por la Convención. El resto de los diputados se fueron cojeando a sus casas, para curarse las contusiones y magulladuras sufridas durante la agitada sesión. Daba la impresión de que aquella tarde todos habían perdido el juicio. El ciudadano Danton tenía el aire de un hombre que había participado en una dura batalla, pero eso era habitual en él.

Al llegar a la Cour du Commerce, Camille preguntó a Danton:

– ¿Quieres subir a tomarte un vaso de sangre, o prefieres que abra una botella de borgoña?

Permanecieron charlando y bebiendo hasta medianoche. Camille anotó los puntos más importantes de un panfleto que se proponía escribir. Pero no era suficiente destacar los puntos más importantes, sino que era preciso que cada palabra surtiera el efecto de un cuchillo, que tardaría varias semanas en afilar.


Manon Roland había regresado a su pequeña vivienda de la rue de la Harpe.

– Buenos días, buenos días -dijo Fabre d’Églantine.

– No te hemos invitado.

– ¿Ah, no? -replicó Fabre, sentándose y cruzando las piernas-. ¿Está el ciudadano Roland en casa?

– Ha salido a dar un paseo. Para hacer ejercicio.

– A propósito, ¿cómo se encuentra? -inquirió Fabre.

– Me temo que no muy bien. Esperemos que este verano no haga demasiado calor.

– El tiempo demasiado caluroso o demasiado frío suele agravar la salud de las personas delicadas -contestó Fabre-. Nos lo temíamos. Al observar que sostenías en la mano la carta de dimisión del ciudadano Roland, dijimos a Danton que debía de estar indispuesto. Danton contestó… no importa.

– ¿Quieres dejar un recado para mi marido?

– No he venido para hablar con el ciudadano Roland sino a visitarte y gozar unos minutos de tu encantadora compañía. Me complace ver aquí al ciudadano Buzot, aunque debéis andaros con cuidado para que no sospechen que… -Fabre soltó una risita- os dedicáis a conspirar. Creo que una amistad entre un joven y una mujer madura es algo muy hermoso. El ciudadano Desmoulins opina lo mismo.

– Di lo que tengas que decir y márchate -dijo Buzot-, o me obligarás a echarte a la calle.

– ¿De veras? -replicó Fabre-. No me había dado cuenta de que habíamos alcanzado tal grado de antagonismo. Siéntate, ciudadano Buzot, no es necesario que te pongas tan violento.

– Como presidente del Club de los Jacobinos -dijo Manon-, Marat ha presentado a la Convención una petición solicitando que ciertos diputados sean juzgados. Uno de ellos es el ciudadano Buzot, aquí presente. El otro es mi marido. Desean llevarnos ante el Tribunal Revolucionario. Noventa y seis personas han firmado dicha petición. ¿No crees que ese gesto indica un elevado grado de antagonismo?

– Protesto enérgicamente -respondió Fabre-. Fueron los amigos de Marat quienes lo firmaron, aunque confieso que me asombró comprobar que tuviera noventa y seis amigos. Danton no lo ha firmado. Tampoco Robespierre.

– Camille Desmoulins sí lo ha firmado.

– Sabes que es imposible controlar a Camille.

– Robespierre y Danton no lo han firmado, simplemente porque lo ha presentado Marat -dijo Manon-. Estáis divididos. Creéis que podéis intimidarnos, pero no conseguiréis expulsarnos de la Convención, no tenéis suficiente poder para hacerlo.

Fabre los miró a través de los impertinentes.

– ¿Os gusta mi casaca? -preguntó-. Es el nuevo corte inglés.

– Jamás lograréis nada importante y no representáis a nadie. Danton y Robespierre temen que Hébert les robe protagonismo, Hébert y Marat temen a Jacques Roux y los demás agitadores callejeros. Tú temes perder popularidad, dejar de ser uno de los exponentes de la Revolución, por eso te comportas de esa forma tan ruin. Los jacobinos están dominados por la chusma que invade la galería pública, y vosotros les seguís el juego. Pero os advierto que esta ciudad, llena de miserables y analfabetos a los que servís, no es Francia.

– Tu vehemencia me admira -respondió Fabre.

– En la Convención hay hombres honestos procedentes de todos los rincones de la nación, y vuestros diputados parisienses no conseguirán que todos ellos se dobleguen. Ese Tribunal Revolucionario, el fin de la inmunidad, no sólo os beneficiará a vosotros. Tenemos planes para Marat.

– Ya -dijo Fabre-. Si te hubieras mostrado medianamente amable con Danton, nos habríamos ahorrado esto. No debiste hacer aquel comentario de que no te apetecía acostarte con él. Es una buena persona, siempre dispuesto a hacer un trato, no es un salvaje feroz y sanguinario como creen algunos. Lo que ocurre es que últimamente ha sufrido mucho y está un poco susceptible.

– No queremos hacer ningún trato -le espetó Manon, furiosa-. No queremos tratos con los que organizaron la matanza de septiembre.

– Es una pena -respondió Fabre-. Porque hasta este momento todo se basaba en compromisos, más o menos aceptables, en tratar de adaptarnos a las circunstancias y, no lo niego, de sacar de paso algún dinerillo. Pero la situación se ha puesto muy seria.

– Ya iba siendo hora -contestó Manon.

– Bien -dijo Fabre, poniéndose de pie-, ¿deseas que salude a algún colega de tu parte?

– No.

– ¿Ves a menudo al ciudadano Brissot?

– El ciudadano Brissot dirige su propia versión de la Revolución -contestó Manon-, al igual que Vergniaud. Tienen sus propios seguidores y amigos, y es una majadería pretender meternos a todos en el mismo saco.

– Sin embargo, me temo que es inevitable. Si os veis con frecuencia, si intercambiáis información, si apoyáis las mismas iniciativas, aunque sea casualmente, es lógico que los de fuera os consideremos una especie de facción. Al menos, eso es lo que pensaría un jurado.

– En tal caso, tú serías juzgado junto con Marat -terció Buzot-. Creo que te precipitas, ciudadano Fabre. Es preciso tener un caso antes de presentarlo ante un tribunal.

– No estés tan seguro -contestó Fabre.

En la escalera se topó con Roland, quien se dirigía a redactar una petición -la octava o novena- exigiendo que se revisaran las cuentas del ministerio de Danton. Presentaba un aire abatido y olía a infusiones. Al ver a Fabre, bajó la vista para ocultar la tristeza que expresaban sus ojos.

– Ese Tribunal Revolucionario es un completo error -dijo sin más preámbulos-. Se avecinan malos tiempos para todos.

Brissot no para quieto: lee, escribe, corre de un lado para otro, trata de poner sus pensamientos en orden, propone mociones, habla ante el comité, toma notas. Brissot y sus amigos, sus facciones, sus seguidores y detractores; sus secretarios, sus mensajeros, sus chicos de los recados, sus impresores, su corte de admiradores. Brissot y sus generales, sus ministros.

¿Pero quién diablos es Brissot? El hijo de un pastelero.

Brissot: poeta, hombre de negocios, consejero de George Washington.

¿Quiénes son los brissotinos? Excelente pregunta. Si acusas a unas personas de un determinado delito (por ejemplo de conspirar) y no aceptas que sean juzgadas por separado, enseguida se verá que se trata de un grupo, que están cohesionados. Y si queremos afirmar, tú eres un brissotino, tú eres un girondino, es difícil demostrar lo contrario. Es difícil demostrar que tienes derecho a ser tratado por separado.

¿Cuántos son? Diez eminencias grises; sesenta o setenta personajes insignificantes. Tomemos el caso, por ejemplo, de Rabaut Saint-Étienne:


Tras eliminar de la Convención Nacional a ese individuo y a otros de su especie, de forma que la gente se preguntara qué era un brissotino, propongo que dicho individuo sea disecado y conservado en el Museo de Historia Natural. Por consiguiente, me opongo a que sea guillotinado.


Brissot: sus colaboradores y sus oradores, sus minutas y sus memorandos, sus compinches y sus secuaces.

Brissot: su estilo y sus medios para alcanzar sus fines, sus circunstancias, sus maquinaciones, sus faux pas y sus bons mots; su pasado, su presente, su mundo sin fin.


Afirmo que el ala derecha de la Convención, y mayormente sus líderes, está constituida casi en su integridad por partidarios de la monarquía y cómplices de Dumouriez; que están dirigidos por los agentes de Pitt, de Orleáns y de Prusia; que pretendían dividir Francia en veinte o treinta repúblicas federales, para acabar con la República. Sostengo que la historia no ofrece otro ejemplo más palpable de una conspiración, confirmada por tantas pruebas de peso, como la conspiración de Brissot contra la República Francesa.


Camille Desmoulins, autor de un panfleto titulado «La historia secreta de la Revolución».

VII. Carnívoros

(1793)

Tras subir la escalinata de la Reina, en las Tullerías, penetramos en una serie de salas que se comunican, atestadas de escribientes, secretarios, mensajeros, oficiales del Ejército y proveedores, funcionarios de la Comuna, funcionarios de los tribunales y emisarios del Gobierno, luciendo botas y espuelas, aguardando a que les entreguen, de una habitación situada al fondo, unos despachos.

Al mirar hacia abajo vemos un cañón y soldados en fila. La habitación situada al fondo era el despacho privado de Luis el Ultimo. Está prohibido pasar.

Esa habitación es ahora la oficina del comité de Salvación Pública. El comité se encarga de supervisar el Consejo de Ministros y expedir sus decisiones. La gente lo denomina el comité de Danton, preguntándose qué estará haciendo en ese sanctasanctórum empapelado de verde, con los codos apoyados en la enorme mesa ovalada cubierta con un paño verde. Ese color le parece negativo, molesto. Las lágrimas de una araña de cristal tintinean sobre su cabeza; los espejos que adornan las paredes reflejan su gigantesco cuello y su grotesco semblante. A veces mira a través de las ventanas, por las que se ven los jardines de las Tullerías. En la Place Louis XV, actualmente la Place de la Révolution, la guillotina está funcionando. Desde esta habitación, mientras negocia la paz, Danton imagina oír a Sanson ganándose la vida; cree percibir el crujido de la máquina, el ruido sordo de la hoja al caer. En estos momentos están ejecutando a unos oficiales del Ejército; al menos, sabrán morir con dignidad.

En abril se produjeron siete ejecuciones; el número aumentará inexorablemente. Los comités de las Secciones están dispuestos a solicitar más arrestos, a acusar a tal individuo de ser poco patriota, de ser un simpatizante de la aristocracia, un especulador o un sacerdote. Se efectúan registros domiciliarios, se lijan los precios de los alimentos, se requisan propiedades, se emiten pasaportes, denuncias; es difícil saber dónde terminan los comités de las Secciones y comienzan los buenos oficios de la Comuna. Tiempo atrás, el Palais Royal estaba acordonado por policías, que detenían a las prostitutas y les arrebataban sus tarjetas de identidad. Durante una hora aproximadamente, las chicas, formando pequeños grupos y mostrando sus rostros duros y cínicos bajo el maquillaje, se dedicaban a abuchear a sus captores; luego les devolvían las tarjetas y les decían que podían marcharse. El pequeño Terror de Pierre Chaumette.

Desde aquí Danton tiene que vigilar a los austriacos y a los prusianos, a los ingleses y a los suecos, a los rusos, a los turcos y el Faubourg Saint-Antoine; Lyon, Marsella, la Vendée y la galería reservada al público; Marat en el Club de los Jacobinos y Hébert en el de los Cordeliers; los comités de las Secciones y la Comuna, el Tribunal y la prensa. A veces piensa en su difunta esposa. No puede imaginar el verano sin ella. Está muy cansado. Rara vez acude al Club de los Jacobinos y a las reuniones nocturnas del comité. Está perdiendo prestigio, según dicen algunos. Otros afirman que jamás dejaría que sucediera tal cosa. Robespierre va a verlo de vez en cuando, preocupado y asmático, jugueteando continuamente con las mangas y el cuello de su impecable casaca. Robespierre se está convirtiendo en una caricatura de sí mismo, observa Lucile. Cuando Danton no está en casa, con la joven Louise dando vueltas a su alrededor, está en casa de los Desmoulins; prácticamente vive con ellos, como anteriormente Camille vivía con él.

Las atenciones de Danton a Lucile se han convertido en una mera formalidad, un hábito. Danton ha empezado a darse cuenta de lo distinta que es Lucile de las mujeres sencillas y afanosas que él necesita para su confort doméstico.

Tras una jornada dedicada a la lectura de Rousseau, Lucile anuncia su deseo de retirarse a algún lugar bucólico, lejos de la capital, y se marcha al campo con su hijo, que no cesa de gritar por tener que separarse de su abuela; una vez allí, se dedica a trazar planes para la educación del pequeño. Con el cabello colgándole por la espalda y protegida por un sombrero de ala ancha, se distrae trabajando un poco en el jardín para sentirse en contacto con la naturaleza. Por las tardes lee poesías sentada en un columpio del jardín, bajo un manzano, y a las nueve en punto se retira.

Al cabo de dos días los berridos del ahijado de Robespierre la irritan sobremanera y, tras dar las oportunas órdenes a los sirvientes sobre el envío de huevos frescos y lechugas, regresa apresuradamente a la rue de Cordeliers, preocupada durante el viaje de regreso por haber perdido una lección de música y temerosa de que su marido la haya abandonado. Tienes un aspecto horrible, le dice a éste nada más llegar. ¿Qué es lo que has estado haciendo? ¿Con quién te has acostado? Luego, durante una semana, todo son fiestas y bailes; el niño es enviado a casa de su abuela, acompañado de su nodriza.

Más tranquila y relajada, Lucile suele tenderse por las tardes en su chaise-longue, inmersa en sus pensamientos. Nadie se atreve a interrumpirla ni a decirle una palabra. Un día despierta de sus ensoñaciones y dice: «¿Sabes, Georges-Jacques? A veces tengo la sensación de que he imaginado lo de la Revolución, no puede creer que sea una realidad. ¿Y si Camille fuera un fantasma que yo misma hubiera inventado, un espectro surgido de mi inconsciente sobre el que descargo mis frustraciones?»

Danton reflexiona sobre ello y luego piensa en sus propias obras: dos hijos difuntos y una mujer que ha muerto a consecuencia de los sufrimientos que él le causó; el fracaso de sus planes de paz, y ahora lo del Tribunal.

El Tribunal tiene su sede en el Palacio de Justicia, en una estancia contigua a la prisión de la Conciergerie. Se trata de una sala gótica, con el suelo de mármol. Su presidente, Montané, es un hombre moderado, pero será sustituido cuando sea necesario. El próximo otoño gozaremos del espectáculo del vicepresidente Dumas, un hombre rubicundo, pelirrojo, al que a veces, debido a su afición al alcohol, tienen que ayudarlo a instalarse en su poltrona. Preside el Tribunal con dos pistolas cargadas sobre la mesa, y su casa de la rue de la Seine parece una fortaleza.

El Tribunal cuenta con un grupo de jurados, unos incorruptibles patriotas elegidos por la Convención. Souberbielle, el médico de Robespierre, es uno de ellos. El pobre hombre se pasa el día corriendo de un lado para otro entre la sala del tribunal, el hospital y su paciente más distinguido. Maurice Duplay también forma parte del jurado. Es un trabajo que le disgusta, y jamás habla de él en casa. Otro de los miembros, el ciudadano Renaudin, fabricante de violines, fue el causante de un violento y estúpido incidente que se produjo hace pocos días en el Club de los Jacobinos, cuando, al levantarse para oponerse al ciudadano Desmoulins, en lugar de tratar de razonar se abalanzó sobre él y le asestó un puñetazo derribándolo al suelo. Tras ser expulsado de la sala por los ujieres, en medio de sonoras exclamaciones por parte del público que ocupaba la galería, gritó indignado: «¡La próxima vez que te vea te mataré!».

El fiscal es Antoine Fouquier-Tinville, un hombre moreno, delgado, de movimientos ágiles, firme defensor de la moralidad. No es un patriota tan aparatoso como su primo, pero mucho más trabajador.

Con frecuencia -al menos en estos tiempos-, el Tribunal emite un dictamen de absolución. Tomemos el caso de Marat, por ejemplo. Ha sido acusado por la Gironda; el ciudadano Fouquier lleva a cabo su trabajo de forma meramente rutinaria; la sala está atestada de maratistas. El Tribunal lo absuelve. La multitud estalla en cánticos patrióticos mientras transportan al acusado a hombros hasta la Convención y posteriormente al Club de los Jacobinos, donde entronizan al sonriente demagogo en la silla del presidente.

En mayo, la Convención Nacional se traslada de la Escuela de Equitación al antiguo teatro de las Tullerías, el cual ha sido reformado a tal efecto. No imaginen un escenario adornado con cupidos rosados y rechonchos, palcos tapizados de terciopelo escarlata, el aroma de polvos femeninos, perfumes y espléndidos vestidos de seda. El cuadro es el siguiente: líneas rectas y ángulos rectos, estatuas de yeso con coronas de yeso, coronas de laurel de yeso y madera de roble de yeso. Una tribuna cuadrada para el orador; detrás de la misma, casi horizontal, tres inmensas banderas tricolores; junto a ellas, memento mori, un busto de Lepelletier. Los escaños de los diputados forman un semicírculo; no disponen de un escritorio ni de una mesa, de modo que no pueden escribir. El presidente dispone de una campanita, un tintero y unos folios, aunque cuando irrumpen tres mil insurrectos de los Faubourgs nada de eso le sirve de gran cosa. El sol penetra por unas angostas ventanas; en las tardes de invierno, los rostros de los hoscos diputados aparecen borrosos. Cuando encienden las lámparas, el efecto es estremecedor: parece que estén deliberando en unas catacumbas, y las acusaciones brotan de labios invisibles. Las galerías reservadas al público están sumidas en sombras, desde las cuales se alzan a menudo airadas voces de protesta.

En este nuevo local las facciones se reagrupan en sus antiguos lugares. Legendre, el carnicero, grita a Brissot: «¡Te mataré!» «Primero tendrás que conseguir que la cámara apruebe un decreto confirmando que soy un buey.» Un día, un brissotino tropieza al subir los nueve escalones que conducen a la tribuna. «Es como subir al cadalso», se lamenta. Los diputados del ala izquierda le gritan con sorna que aproveche para ir practicando. Un diputado, cansado, se lleva la mano a la cabeza, pero al notar que Robespierre le está observando, la retira apresuradamente. «No vaya a pensar que estoy insinuando algo», se dice.

A medida que transcurren los meses y el calor empieza a apretar, algunos diputados -y otros destacados personajes de la vida pública- aparecen sin afeitar, sin corbata o en mangas de camisa. Han asumido el estilo de los obreros que comienzan la jornada lavándose bajo una bomba de agua en el patio y se detienen en el bar de la esquina para tomarse un vaso de vino de camino al taller. El ciudadano Robespierre, sin embargo, ofrece un aspecto impecable: sigue luciendo zapatos con hebillas y una casaca verde oliva a rayas. Tal vez se trate de la misma casaca que llevaba el primer año de la Revolución… Lo cierto es que no gasta mucho dinero en casacas. Mientras el ciudadano Danton se arranca el almidonado cuello que le produce irritación, la corbata del ciudadano Saint-Just se vuelve más grande, más tiesa y más esplendorosa. Luce sólo un pendiente, pero más que un corsario parece un banquero un tanto excéntrico. Los comités de las Secciones ocupan unas iglesias abandonadas. Las paredes están cubiertas con consignas republicanas garabateadas con pintura negra. Esos comités entregan a la gente la tarjeta de ciudadanía, en la que figuran las señas, el oficio o profesión, edad y rasgos personales del titular. En el Ayuntamiento conservan una copia de la misma.

Las vendedoras ambulantes van de puerta en puerta con cestos llenos de ropa; debajo de la ropa llevan exquisiteces como huevos frescos y mantequilla. Los hombres que trabajan en los aserraderos siempre están en huelga para protestar contra los míseros salarios, y la madera cuesta el doble de lo que costaba en 1789. En un callejón situado detrás del Café du Foy venden pollos por la noche, a un precio astronómico.


Un día pasó un niño con una hogaza de pan frente al mercado. Una mujer, que lucía la roseta tricolor, lo derribó al suelo, le arrebató la hogaza de pan, la partió en pedazos y los arrojó a la alcantarilla, diciendo que puesto que ella no podía permitirse el lujo de comer pan, no quería que nadie lo comiera. Las ciudadanas del mercado le dijeron que había cometido una estupidez. La mujer se encaró con ellas y replicó que eran unas aristócratas y que dentro de poco todas las mujeres de más de treinta años serían guillotinadas.


Robespierre estaba incorporado en la cama, apoyado en cuatro almohadas. Se hallaba convaleciente y ofrecía un aspecto más joven. Llevaba el cabello castaño rojizo sin empolvar. La cama estaba cubierta de papeles. En la habitación reinaba un leve olor a mondas de naranja.

– El doctor Souberbielle dice que no debo comer naranjas, pero no puedo comer otra cosa. Dice que mi afición a los cítricos me perjudica y que él no se hace responsable. Marat me ha enviado una nota. ¿Podrías traerme un poco de agua fría, querida Cornélia? Pero muy fría.

– Desde luego -respondió la joven.

– Bien hecho -dijo Camille.

– Ya no sé en qué pensar para librarme de ella. Siempre te dije que las mujeres eran un estorbo.

– Pero en aquellos tiempos tu experiencia sólo era académica.

– Acerca la silla, no quiero forzar la voz. No sé qué vais a hacer en la nueva sede de la Convención. Aunque antiguamente fuera un teatro, su acústica deja mucho que desear. A los únicos que podremos oír son a Georges-Jacques y a Legendre. En Versalles teníamos que gritar para hacernos oír, y no digamos en la Escuela de Equitación… Hace cuatro años que me duele la garganta.

– No me lo recuerdes. Esta noche tengo que hablar en el Club de los Jacobinos.

Su panfleto contra Brissot ya se había publicado, y esta noche el club votaría a favor de reimprimirlo y distribuirlo. Pero querían oírlo y verlo a él en persona. Robespierre lo comprendía perfectamente; era importante que le oyeran y vieran a uno.

– No puedo permitirme el lujo de caer enfermo -dijo-. ¿Habéis visto a Brissot?

– No.

– ¿Y a Vergniaud?

– No.

– Deben de estar tramando algo.

– Me parece que acabo de oír la voz de tu hermana Charlotte. Tengo un oído finísimo.

– Es que Maurice ha ordenado a sus obreros que dejen de trabajar. Cree que tengo jaqueca. Pero es muy amable. Eléonore tendrá que quedarse abajo para impedir que Charlotte suba a verme.

– Pobre Charlotte.

– Sí, y pobre Eléonore. A propósito, tengo que pedir a Danton que no sea tan grosero con ella. Sé que no es muy agraciada, pero todas las muchachas tienen el derecho de intentar ocultarlo. Me molesta que Danton vaya por ahí burlándose de ella. Dile que no lo haga, por favor.

– Envía a otro mensajero con ese recado.

– ¿Por qué no viene a verme Danton? -preguntó Robespierre, irritado-. Dile de mi parte que tiene que conseguir que ese comité funcione. Todos son unos buenos patriotas, tiene que movilizarlos. Lo único que puede salvarnos es una autoridad central fuerte. Los ministros no cuentan para nada, la Convención es sectaria, de modo que debemos apoyarnos en el comité.

– No hables -dijo Camille-. Piensa en tu garganta.

– La Gironda intenta conseguir que nuestro país sea ingobernable, agitando a las provincias contra nosotros. El comité debe estar alerta. Dile que los ministros no deben hacer nada sin la aprobación del comité. Cada département tiene que presentarle un informe escrito todos los días… ¿Qué pasa, no te parece una buena idea?

– Sé que te sientes frustrado porque deseas pronunciar un discurso, Max, pero tienes que descansar. Desde luego, no tengo inconveniente en que el comité goce de tanto poder, siempre y cuando esté dirigido por Danton. Pero se trata de un comité electivo, ¿no?

– Si no quiere que lo destituyan, tendrá que dirigirlo con mano fuerte. A propósito, ¿cómo está Danton?

– De mal humor.

– ¿Piensa volver a casarse?

En aquel momento entró Maurice Duplay.

– El agua -murmuró-. Lo lamento, Eléonore -quiero decir Cornélia- está abajo con tu hermana. Supongo que no querrás verla, ¿verdad? ¿Qué tal tu jaqueca?

– No tengo jaqueca -contestó Robespierre, alzando la voz.

– Silencio. Debemos ayudarle a que recobre las fuerzas -dijo Duplay, dirigiéndose a Camille-. Es una lástima que no pueda oír tu discurso esta noche. Yo sí iré.

Camille se cubrió el rostro con las manos. Duplay le dio una palmadita en el hombro y salió de puntillas.

– Procura no hacerle reír -murmuró antes de cerrar la puerta.

– Esto es ridículo -dijo Robespierre, soltando una carcajada.

– ¿Dices que Marat te ha enviado una nota?

– Sí. Al parecer, también está enfermo. No puede salir de casa. ¿Te has enterado de lo de esa chica, Anne Théroigne?

– No. ¿Qué ha pasado?

– Cuando estaba pronunciando un discurso en los jardines de las Tullerías, la atacaron un grupo de mujeres que ocupaban la galería reservada al público. Por algún motivo que no alcanzo a entender, se ha unido a Brissot y a su grupo. Brissot está entusiasmado. Su discurso no cayó bien entre el público, supongo que la tomaron por una intrusa. Al parecer, Marat pasaba por allí en aquellos momentos.

– ¿Y qué hizo?

– La rescató antes de que la desollaran viva. Obligó a las mujeres a que desistieran. Se portó como un auténtico caballero.

– Ojalá la hubieran desollado -contestó Camille-. Discúlpame, pero el mero hecho de oír su nombre me enerva. Jamás perdonaré a esa zorra por lo que hizo el 10 de agosto.

– Te comprendo. Louis Suleau era amigo nuestro, pero al final se equivocó de bando -dijo Robespierre, reclinándose hacia atrás-. Lo mismo que ella.

– Ése es un juicio muy duro.

– Podría habernos sucedido a cualquiera de nosotros. Si seguimos lo que nos dicta el corazón, o nuestra conciencia, es posible que después tengamos que pagar las consecuencias. Quizá Brissot actúe de buena fe.

– Pero yo acabo de redactar ese panfleto… Brissot es un conspirador contra la República…

– Si estás convencido de ello, sin duda convencerás a los jacobinos esta noche. Sus colegas en el poder han cometido muchas torpezas y errores, se han comportado como unos estúpidos, debemos eliminarlos de la escena política.

– Pero, Max, en septiembre propusiste que los matáramos. Tú mismo querías encargarte de organizarlo.

– Creía que era preferible librarnos de ellos antes de que pudieran causar más perjuicios. Pensaba en las vidas que podríamos salvar… -Robespierre movió las piernas, y unos folios se deslizaran al suelo-. Fue una decisión muy meditada. Desde entonces, Danton me mira con cierto recelo -añadió sonriendo-. Cree que soy un salvaje imprevisible que puede saltar en el momento más inesperado.

– ¿Cómo es posible que creas que Brissot actúa de buena fe?

– Lo que juzgamos son los resultados, no las intenciones, Camille. Es posible que no sea culpable de los cargos que le imputarás esta noche, pero no te impediré que pronuncies tu discurso. Deseo eliminarlos de la Convención, pero eso es todo. El daño ya está hecho, no conseguiremos nada ejecutándolos. La gente no lo comprende, aunque no se lo reprocho.

– De modo que tú estarías dispuesto a salvarlos…

– No. Existen ciertos momentos en una revolución en que vivir constituye un delito y tienes que sacrificar tu cabeza si las circunstancias te lo exigen. Quizás el pueblo pida un día la mía. Si llega ese momento, no me resistiré.

Camille se volvió y examinó las estanterías que había construido Maurice Duplay. En la pared colgaba un curioso emblema tallado en madera: una enorme y espléndida águila, con las alas extendidas, como el águila de los romanos.

– Me admira tu heroísmo -dijo Camille lentamente-, sobre todo teniendo en cuenta que aún estás convaleciente-. La política es la sierva de la razón. Es una blasfemia obligar a la razón humana a contradecirse y a aconsejar en nombre de la política lo que prohíbe en nombre de la moral.

– Un bonito discurso -contestó Robespierre-. Sin embargo, tú mismo estás corrompido.

– ¿Por el dinero?

– No. Existen otros medios de dejarse corromper, por ejemplo por la amistad. Tus afectos son… demasiado vehementes. Tus odios demasiado repentinos, violentos.

– ¿Te refieres a Mirabeau? ¿Es que vas a echármelo siempre en cara? Sé que me utilizó para difundir unos sentimientos en los que ni él mismo creía. Pero tú eres igual que él. No crees una palabra de lo que me «permites» decir. Sinceramente, me cuesta aceptarlo.

– En cierto sentido -contestó Robespierre-, si no queremos acabar como Suleau y esa chica, debemos evitar caer en la trampa de nuestros sentimientos y aspiraciones, considerarnos los instrumentos de un destino que ya está escrito. La Revolución hubiera estallado de todos modos, aunque tú y yo no hubiéramos nacido.

– No estoy de acuerdo contigo. Me duele creer eso -dijo Camille, recogiendo los papeles del suelo-. Si quieres enojar a Eléonore, -quiero decir Cornélia-, arroja los papeles al suelo y pídele que los recoja, como suelen hacer los niños. Lolotte se pone como una fiera cuando lo hace nuestro hijo.

– Gracias por el consejo. Lo probaré -contestó Robespierre, presa de un ataque de tos.

– ¿Ha venido Saint-Just a verte?

– No. Dice que los enfermos le ponen nervioso.

Debajo de los ojos, Robespierre tenía unas profundas manchas violáceas que contrastaban con la palidez de su rostro. Camille pensó de pronto en su hermana, en los meses anteriores a su muerte, pero trató de borrar ese recuerdo de su mente.

– Me dais envidia. Mientras Danton se dedica a meterle mano a su nueva amiguita y tú yaces postrado en la cama, yo tengo que soltar un discurso de dos horas ante los jacobinos y arriesgarme a ser golpeado por un fabricante de violines chalado y pisoteado por una pandilla de comerciantes. Si no eres más que un instrumento del destino, y cualquiera podría ocupar tu lugar, ¿por qué no te tomas unas vacaciones?

– Porque no podemos desentendernos de nuestra suerte individual. Si me tomara unas vacaciones, Brissot, Roland y Vergniaud empezarían a maquinar la forma de asesinarme.

– Dijiste que no te resistirías, que lo aceptarías.

– Sí, pero antes quiero hacer varias cosas. Además, el hecho de pensar en ello me amargaría las vacaciones.

– Los santos no se van de vacaciones -dijo Camille-. Prefiero pensar que aunque seamos meros instrumentos del destino, nadie puede ocupar nuestro lugar, porque somos como los santos, unos agentes de los designios divinos, bendecidos por la gracia de Dios.

Al salir se encontró con Charlotte, que también se disponía a marcharse. Camille pensó que no merecía que su hermano la tratara de esa forma. Se detuvieron en la rue Saint Honoré mientras las lágrimas se deslizaban por su rostro de rasgos felinos.

– Max no se comportaría de ese modo si supiera el daño que me hace -dijo Charlotte-. Esas monstruosas mujeres lo están convirtiendo en un hombre al que no reconozco. Se ha vuelto egoísta, engreído, se cree maravilloso. Es cierto que es maravilloso, pero no es necesario que se lo repitan continuamente. Ha perdido el juicio, el sentido de la proporción.

Camille la acompañó a la rue des Cordeliers. Annette, que había ido a visitar a su hija y al niño, observó a Charlotte de pies a cabeza y la escuchó pacientemente mientras ésta le contaba sus problemas. Últimamente tenía el aspecto de una persona capaz de ciar excelentes consejos pero que no se atrevía a hacerlo.

Todo el mundo había reservado un asiento en la galería del Club de los Jacobinos para oír el discurso que iba a pronunciar Camille.

– Será un triunfo -afirmó Lolotte.

A medida que avanzaba la tarde, Camille sintió que el pánico se apoderaba de él. ¿Qué era exactamente lo que le daba miedo? Era perfectamente capaz de luchar contra cualquier fabricante de violines. No, ése no era el problema. Lo que detestaba era los prolegómenos, aguardar a que llegara la hora mientras iban transcurriendo los minutos, coger los folios y dirigirse hacia la tribuna, percibir los murmullos de animosidad a sus espaldas. Claude le había dicho: «Te has convertido en el sistema», pero no era cierto. La mayoría de los diputados del centro y la derecha opinaban que no debería ser miembro de la Convención, que sus ideas radicales y su defensa de la violencia debían excluirlo; cuando se ponía de pie para tomar la palabra gritaban: «¡Eres el abogado de la Lanterne!» y «¡septembriseur!» En ocasiones, esas exclamaciones le producían frío y náuseas. Hoy no sabía cómo iba a reaccionar.

El día que los girondinos acusaron a Marat fue uno de los peores de su vida. Los escaños estaban llenos de simpatizantes de la Gironda. Cuando alzó la vista hacia la Montaña se quedó asombrado al comprobar la cantidad de colegas que se habían ausentado aquel día. ¿Quién iba a defender a ese loco venenoso y repelente de Marat? Camille, por supuesto. Debían de haberlo sospechado porque lo tenían todo perfectamente planificado. Llevaremos a Marat a juicio, gritaron, y tú serás juzgado con él. Lo consideraban tan «sanguinario» como a Danton. Bájate de la tribuna, gritaban, antes de que te obliguemos por la fuerza. Habían pasado cuatro años desde que estalló la Revolución, pero se sintió amenazado como el día en que se hallaba en el Palais-Royal y la policía pretendía arrestarlo.

Había soportado el chaparrón hasta que el presidente, en un gesto de impotencia, le indicó que no podía hacer nada. Lo que los diputados sentían hacia Marat era un intenso odio y temor, sentimientos que habían transferido a Camille, quien sabía que los diputados asistían armados a las sesiones. Danton se hubiera enfrentado a ellos, los hubiera dominado, les hubiera obligado a tragarse sus amenazas e insultos; pero Camille era incapaz de ello. Al fin guardó silencio y, tras contemplar durante unos instantes a los agresivos diputados, hizo una inclinación de cabeza al presidente, se pasó la mano por el pelo y dijo: «Bien, doctor Marat, han ganado el primer asalto.»

Cuando ocupó de nuevo su escaño en la Montaña, comprobó que Danton se había marchado. Robespierre tampoco estaba ahí; no querían tener nada que ver en el asunto. François Robert, que temía y detestaba a Marat, apartó la vista. Fabre lo miró, arqueando una ceja, y se mordió el labio. Antoine Saint-Just le dirigió una débil sonrisa. «¿Eso te ha costado un gran esfuerzo, ¿no es así?», le espetó Camille. Hubiera dado cualquier cosa por encontrarse lejos de allí, por respirar un aire menos hostil, pero si se hubiera marchado en aquellos momentos, la derecha hubiera añadido ese gesto a su lista de triunfos. No sólo hemos conseguido silenciar al principal defensor sino que le obligamos a abandonar la sala.

Al cabo de un rato salió y se fue hacia al jardín de las Tullerías. Cuatro años pasados en habitaciones cuyo aire era irrespirable; cuatro años de luchas y miedo. Georges-Jacques creía que uno podía ganar dinero con la Revolución, pero ésta les estaba pasando factura. La mayoría de sus colegas se habían convertido en unos alcohólicos, otros eran adictos al opio; algunos habían desarrollado una serie de misteriosas enfermedades, otros tenían la femenina costumbre de estallar en sollozos en medio de un debate. Marat padecía insomnio; su primo Fouquier, el fiscal, le había confesado que cada noche soñaba que los muertos le perseguían por las calles. Camille había conseguido no sucumbir a ninguno de esas calamidades, pero no se sentía con fuerzas de enfrentarse a otra experiencia como la de hoy.

De pronto notó que le seguían dos individuos. Haciendo de tripas corazón, se volvió y se encaró con ellos. Se trataba de dos de los soldados que custodiaban la Convención Nacional. Al ver que avanzaban tres pasos hacia él, Camille se llevó la mano al pecho y dijo:

– Supongo que la Convención os ha ordenado que me arrestéis.

– No, ciudadano, si hubiéramos venido a arrestarte no habríamos venidos solos. Te hemos visto pasar solo y en estos tiempos que corren nunca se sabe lo que puede suceder. No queremos que acabes como el ciudadano Lepelletier.

– Os lo agradezco. Aunque si alguien deseara matarme dudo pudierais impedirlo, a menos que os interpusierais heroicamente en su camino.

– El ciudadano Danton nos ha advertido que debemos mantenernos alerta -contestó uno de los soldados-, quizá logremos capturar a un conspirador o a un asesino. Ahora… -El soldado se volvió hacia su colega, tratando de recordar lo que debía decir-. ¿Nos permites, ciudadano diputado, que te escoltemos hasta un lugar más seguro?

– Hasta la tumba -respondió Camille-, hasta la tumba.

– Te ruego que retires la mano de la pistola que ocultas en el bolsillo de la casaca -dijo el segundo soldado-. Me está poniendo nervioso.

Camille no quiere recordar aquel día, ni el pánico que se apoderó de él en aquellos instantes. Esta noche, en el Club de los Jacobinos, estará rodeado de amigos. Acudirá Danton, que se sentará junto a él. Como de costumbre, Danton permanecerá silencioso e impasible, sabiendo que ni su locuacidad ni sus bromas conseguirían disipar los nervios de su amigo. Cuando llegue el momento, Camille se dirigirá lentamente hacia la tribuna porque los patriotas abandonarán sus escaños para abrazarlo, mientras desde las sombras de la galería reservada al público, donde se hallan los sansculottes, brotarán aplausos y gritos de aliento. Luego se hará el silencio, y cuando Camille comience su discurso, procurando controlar su tendencia al tartamudeo para que las palabras le salgan fluidas, pensará: «No me extraña que este asunto sea tan complicado, nadie se entera nunca de lo que dicen los demás. Ni en Versalles ni aquí. Cuando hayamos muerto y hayan pasado unos años, se cansarán de esforzarse en oír lo que decimos y dirán, ¿qué más da? Hemos elegido nuestro lugar en los silencios de la historia, con nuestros débiles pulmones, nuestro tartamudeo y nuestras habitaciones, las cuales estaban destinadas a otros menesteres.»


En la Cour du Commerce:

Gély: Le ruego que se apiade de nosotros, señor.

Danton: ¿Que me apiade? ¿Por qué debo apiadarme de ustedes? Personalmente considero que son muy afortunados.

Gély: Sólo tenemos una hija.

Señora Gély: La matará, como mató a su primera esposa.

Gély: Calla.

Danton: Deje que diga lo que quiera, si eso le sirve de desahogo.

Gély: No entendemos lo que pretende de Louise.

Danton: Digamos que experimento ciertos sentimientos hacia su hija.

Señora Gély: ¿Por qué no dice claramente que está enamorado de ella?

Danton: Creo que eso es algo que uno no descubre hasta pasados unos años.

Gély: Debería casarse con una mujer más adecuada para usted.

Danton: Eso debo decidirlo yo, ¿no le parece?

Gély: Mi hija tiene quince años.

Danton: Y yo treinta y tres. La edad no constituye un impedimento.

Gély: Parece usted mayor.

Danton: No se casa conmigo por mi aspecto.

Gély: ¿Por qué no se casa con una viuda, con una mujer más experimentada?

Danton: ¿Experimentada? ¿En qué sentido? Si cree usted que tengo un gigantesco apetito sexual, debo confesarle que se trata de un mito. En realidad, soy muy normal.

Señora Gély: Le ruego que modere su lenguaje.

Danton: ¿Por qué no obliga a su esposa a salir de la habitación?

Gély: Me refería a una mujer que tuviera experiencia en criar a unos hijos, en ocuparse de su familia.

Danton: Mis hijos la quieren mucho. Lo mismo que Louise a ellos. Pregúnteselo usted mismo. Por otra parte, no quiero casarme con una mujer madura, deseo tener más hijos. Mi esposa enseñó a Louise a ser una excelente ama de casa.

Gély: Pero usted tiene muchas amistades, recibe a gente importante. Mi hija no sabría desenvolverse en ese ambiente.

Danton: Todo cuanto yo hago, a mis amigos les parece bien.

Señora Gély: Es usted el hombre más arrogante que he conocido jamás.

Danton: De todos modos, si teme que mis amigos no se sientan a gusto, puede usted bajar y ayudar a su hija. Suponiendo que esté capacitada para ello. Si Louise lo desea, puede disponer de un ejército de sirvientes. Nos mudaremos a una vivienda más grande. No sé por qué he permanecido en ésta; supongo que por inercia. Soy un hombre rico. Puedo satisfacer todos los caprichos de Louise. Sus hijos heredarán la parte que les corresponda de mi patrimonio, lo mismo que los hijos de mi primera esposa.

Gély: Louise no está en venta.

Danton: Podrá hasta disponer de una capilla privada y de un sacerdote, siempre y cuando éste sea leal a la constitución.

Louise: Le advierto que no me casaré con usted en una ceremonia civil, señor.

Danton: ¿Cómo dices, amor mío?

Louise: Bueno, no me importa celebrar esa estúpida ceremonia en el Ayuntamiento. Pero quiero una boda por la Iglesia, oficiada por un sacerdote que no haya pronunciado ese ridículo juramento.

Danton: ¿Por qué?

Louise: Porque de lo contrario no estaríamos casados. Viviríamos en pecado, y nuestros hijos serían ilegítimos.

Danton: No seas boba. ¿Aún no sabes que Dios es un revolucionario?

Louise: Insisto en que nos case un auténtico sacerdote.

Danton: ¿Sabes lo que me pides?

Louise: De otro modo, me niego a casarme con usted.

Danton: Reflexiona.

Louise: Deseo hacer lo correcto.

Danton: Cuando seas mi esposa harás lo que yo diga, de modo que ya puedes empezar a obedecerme.

Louise: Es la única condición que le impongo.

Danton: No estoy acostumbrado a que me impongan condiciones, Louise.

Louise: Pues ya puede irse acostumbrando.


Tras haber fracasado en su ofensiva contra Marat, los diputados girondinos establecen otro comité para investigar a las personas que -según dicen- tratan de manipular la autoridad de la Convención Nacional. Al cabo de unos días, dicho comité arresta a Hébert. La presión de las Secciones y de la Comuna fuerza su liberación. El 29 de mayo, el comité central de las Secciones inicia una «sesión permanente», término que pone de relieve la crisis por la que atraviesa el país. El 31 de mayo suena el toque a rebato a las tres de la mañana y cierran las puertas de la ciudad.

Robespierre:

– Invito al pueblo a manifestarse dentro de la misma Convención y a expulsar a los diputados corruptos… Afirmo que he recibido del pueblo la misión de defender sus derechos, y considero mi opresor a cualquiera que me interrumpa o me impida hablar, y que dirigiré una revuelta contra el presidente y todos los miembros de la cámara que traten de silenciarme. Asimismo, me comprometo a castigar personalmente a los traidores, y a considerar a todo conspirador como mi enemigo personal…

Isnard, un girondino, presidente de la Convención:

– En caso de producirse un ataque contra los representantes de la nación, declaro en nombre de todo el país que París será totalmente destruida. La gente tendrá que rastrear las orillas del Sena para averiguar si París existió alguna vez.


– Últimamente la gente no se atreve a dormir en su casa -dijo Buzot-. Tienen miedo. ¿Has pensado en marcharte?

– No -respondió Manon-. No lo he pensado.

– Tienes una hija.

Manon apoyó la cabeza en el cojín, mostrando su blanco y delicado cuello, y cerró los ojos.

– No puedo permitir que eso influya en mis decisiones -contestó.

– La mayoría de las mujeres no opinarían como tú.

– Yo no soy como la mayoría de las mujeres. Lo sabes de sobra -replicó Manon, abriendo los ojos-. ¿Crees acaso que no tengo sentimientos? Te equivocas. Pero existen otras cosas más importantes que mis sentimientos. Me niego a abandonar París.

– Las Secciones se han sublevado.

– ¿Tienes miedo?

– Me avergüenza que las cosas hayan llegado a este extremo después de todos nuestros esfuerzos y esperanzas.

Tras haberse disipado el momento de languidez, Manon se incorporó y exclamó con vehemencia:

– ¡No te rindas! No hables de ese modo. Contamos con la mayoría en la Convención. Robespierre no puede hacer nada contra nosotros.

– No subestimes a Robespierre.

– Me arrepiento de haberle ofrecido mi casa para ocultarse durante los acontecimientos del Campo de Marte. Yo le apreciaba. Lo consideraba la ciudadela de todo cuanto era lógico, razonable y decente.

– Eres la única persona a la que ha conseguido engañar -respondió Buzot-. Robespierre jamás ha olvidado el daño que ha causado a sus amigos, ni los favores que ha recibido de ellos, ni el talento que poseen algunos. Te has equivocado, amor mío, debiste ofrecerle la mano a Danton.

– Ese canalla me repele.

– No me refería en un sentido literal.

– ¿Quieres que te diga lo que piensa Danton? Al parecer, ninguno os habéis dado cuenta. A sus ojos, mi marido, Brissot, todos vosotros no sois más que una pandilla de afectados y trasnochados intelectuales. Para él, los auténticos hombres son unos cínicos, unos brutos, unos carnívoros, unos hombres que destruyen por el puro placer de destruir. Por eso os desprecia.

– No, Manon, te equivocas. Nos ofreció negociar. Nos ofreció una tregua. Nosotros rechazamos su propuesta.

– Sabes que es imposible negociar con él. Él siempre impone las condiciones y te obliga a aceptarlas. Al final siempre se sale con la suya.

– Es posible que tengas razón. De todos modos, ¿qué podemos hacer? En cuanto a nosotros, Manon… no nos queda nada.

– Si no nos queda nada -contestó ella-, Danton no podrá arrebatárnoslo.


Estallaron violentas manifestaciones frente a la Convención. Algunos delegados de las Secciones, portando la lista de los diputados que debían ser expulsados y proscritos, penetraron en el interior. Sin embargo, la mayoría no se daba por vencida. Robespierre, blanco como la cera, apoyado en la tribuna, se detenía entre cada frase para recuperar el aliento. Vergniaud le gritó: «¡Acaba de una vez!», a lo que Robespierre le espetó: «Sí, acabaré contigo.»

Dos días más tarde, una inmensa muchedumbre, en su mayoría armada, compuesta por unas ochenta mil personas, rodeó la Convención; en las primeras filas estaban los guardias nacionales, con las bayonetas caladas y un cañón. La gente exigía la expulsión de veintinueve diputados. Entre ellos se encontraban Buzot, Vergniaud, Pétion, Louvet y Brissot. Al parecer, los guardias y los sansculottes se proponían encarcelar a los diputados hasta que éstos capitularan. Hérault de Séchelles, que aquel día presidía la sesión, condujo a un grupo de diputados al exterior, confiando con ese gesto apaciguar los ánimos. Los guardias permanecían junto al cañón, listos para abrir fuego. Su comandante, montado a caballo, arengó al presidente de la Convención. Hérault trató de hacerle comprender que era un patriota, a lo que el comandante replicó que no podía contener a la multitud.

Hérault esbozó una abstracta sonrisa. El y sus colegas estaban dando los últimos toques a la constitución republicana, el documento que proporcionaría a Francia la libertad definitiva. «Nos hacemos cargo de la situación», observó con voz apenas audible. Acto seguido dio media vuelta y penetró de nuevo en la cámara, seguido de los diputados. Los bancos estaban ocupados por varios sansculottes, que charlaban amistosamente con los diputados de la Montaña que estaban al corriente de lo que sucedía y que no se habían molestado en levantar un sólo dedo.

El diputado Cauthon, el santo sujeto a una silla de ruedas, estaba en uso de la palabra:

– Ciudadanos, todos los miembros de la Convención tenéis vuestra libertad asegurada. Habéis ido al encuentro del pueblo. Habéis hallado por doquier gentes honestas, generosas e incapaces de amenazar la seguridad de sus delegados, pero indignadas contra los conspiradores que pretenden esclavizarlas. Ahora que sabéis que sois libres para proseguir con vuestras deliberaciones, propongo que se emita una orden de arresto contra los miembros que figuran en la lista.

Robespierre se cubrió el rostro con las manos. Teniendo en cuenta las majaderías que acaba de soltar el santo, tal vez estuviera riéndose. O tal vez se sintiera indispuesto. Nadie se atrevía a preguntárselo. Cada vez que caía enfermo salía de su convalecencia con renovadas fuerzas.

Manon Roland, cubierta con un chal negro, permaneció todo el día en la antecámara de la presidencia, aguardando pacientemente. Vergniaud le iba informando periódicamente de las últimas noticias. Manon había escrito un discurso que deseaba leer ante la Convención, pero cada vez que se abría la puerta percibía los enfurecidos gritos y exclamaciones de la multitud.

– Como habrás podido comprobar, la situación es grave -le dijo Vergniaud-. Nadie puede dirigirse a los diputados mientras persista este tumulto. Puede que, por ser mujer, te traten con mayor respeto, pero, francamente…

Manon siguió aguardando. Al cabo de un rato apareció de nuevo Vergniaud y dijo:

– Quizá puedas pronunciar tu discurso dentro de una hora y media, pero no puedo prometértelo. Como tampoco puedo prometerte qué clase de recibimiento te dispensarán.

¿Una hora y media? Hacía mucho rato que había salido de casa. No sabía dónde se encontraba su marido. No obstante, puesto que llevaba tanto tiempo aguardando, esperaría un poco más.

– No tengo miedo, Vergniaud. Quizá pueda decir cosas que vosotros no podéis expresar. Pide a nuestros amigos que apoyen mis palabras.

– La mayoría de ellos no han venido, Manon.

Ésta lo miró asombrada y preguntó:

– ¿Dónde están?

Vergniaud se encogió de hombros.

– Nuestros amigos son muy valerosos, pero me temo que poco resistentes.

Manon cogió un coche y se dirigió a casa de Louvet. Al comprobar que éste se había ausentado, tomó otro coche para regresar a su apartamento. Las calles estaban atestadas y el carruaje avanzaba lentamente. Al cabo de un rato ordenó al cochero que se detuviera. Después de pagarle, se apeó y echó a andar rápidamente, ocultando su rostro bajo el chal, como la heroína de una novela que corre a reunirse con su amante.

Al llegar a su casa, el conserje la cogió del brazo para ayudarla a subir los escalones. Según le comunicó, el señor había cerrado la casa y se había dirigido a la vivienda del casero, situada en la parte posterior del edificio. Tras llamar insistentemente a la puerta, el casero le abrió y le informó que Roland ya se había marchado. ¿Adónde? A casa de un vecino.

– Descanse un rato, señora. Su marido está sano y salvo. ¿Le apetece una copita de vino?

Manon se sentó junto a la chimenea, que estaba apagada. Corría el mes de junio y hacía una espléndida noche. La esposa del casero le sirvió una copita de vino.

– Es muy fuerte -dijo Manon-. ¿No podría rebajarlo con un poco de agua?

Así y todo, el vino se le subió a la cabeza.

Roland no estaba en las señas que le habían indicado, pero lo encontró en casa de otro vecino, paseándose nervioso de un lado a otro de la habitación. Manon lo miró sorprendida; había supuesto que lo hallaría sentado en un sillón, tosiendo como un descosido.

– Debemos irnos, Manon -le dijo su marido-. Tengo amigos, lo tengo todo previsto. Nos marcharemos esta misma noche.

La dueña de la casa ofreció a Manon una taza de chocolate con nata.

– Gracias, está muy rico -dijo Manon.

El espeso líquido le suavizó la garganta, en la que se le habían secado las palabras.

– No es momento de falsos heroísmos -dijo Roland-. La situación es muy grave. Me veo obligado a tomar las medidas oportunas para salvarme en caso de que, en el futuro, tenga que asumir nuevamente el cargo. No puedo exponerme. ¿Comprendes?

– Sí. Yo debo regresar esta noche a la Convención.

– Pero, Manon, piensa en el riesgo, piensa en nuestra hija…

– Qué extraño -contestó Manon, depositando la taza sobre la mesa-. No es tarde y sin embargo me parece que ha pasado un siglo.

Le parecía como si les arrebataran poco a poco la vida. Eran como los inquilinos de una casa vacía que, después de marcharse los transportistas, se quedan con las paredes desnudas, los restos de una vajilla y unos pocos muebles cubiertos de polvo. Como los últimos clientes de un café que permanecen en silencio, escuchado el siniestro tictac del reloj mientras los camareros empiezan a recoger las mesas para advertirles que es hora de cerrar. Manon se levantó, se acercó a su marido y le besó en la mejilla, sintiendo bajo los labios su pronunciado pómulo.

– ¿Me has sido infiel? -le preguntó Roland-. ¿Me has traicionado alguna vez?

Manon se llevó un dedo a los labios y luego apoyó la mejilla en la de su marido, percibiendo durante unos segundos el mefítico olor de sus pulmones.

– Jamás -contestó-. Cuídate mucho. No bebas licores ni comas carne si no está muy hecha. No debes probar la leche a menos que te la venda alguien de confianza. Puedes comer un poco de pescado blanco, al vapor. Tómate una infusión de valeriana si estás nervioso. Abrígate bien, no salgas cuando llueva. Bebe algo caliente antes de acostarte. No olvides escribirme.

Al salir cerró suavemente la puerta tras ella. Jamás volvería a verlo.

VIII. Acto de contrición imperfecta

(1793)

– Creo que te mostraste… poco enérgico -dijo Danton-. El arresto domiciliario demostró no ser muy eficaz. Hay que tenerlo presente en el futuro. Sé que tenemos a la dama a buen recaudo, pero quería atrapar a su marido, a Buzot y algunos otros que en estos momentos tratan de ocultarse en cómodos escondites de provincias.

– Son exiliados -observó Robespierre-. Proscritos. Yo no diría que la situación de un fugitivo sea cómoda. En cualquier caso, se han marchado.

– Para incitar a las masas a sublevarse.

– Los agitadores de provincias protestan contra la monarquía -contestó Robespierre, tosiendo-. ¡Maldita sea! -dijo, limpiándose los labios con un pañuelo-. La mayoría de nuestros amigos girondinos son regicidas. No obstante, sin duda intentarán crearnos problemas.

Danton se sentía incómodo. Al hablar con Robespierre, uno trataba de pronunciar las palabras correctas, pero ¿qué era lo correcto estos días? Cuando hablabas con un activista te encontrabas con un pacifista que te miraba con aire de reproche. Cuando hablabas con un idealista te encontrabas con un político profesional alegre y desenvuelto. Si te referías a los medios, te decían que pensaras en los fines; si aludías a los fines, te decían que pensaras en los medios. Si aventurabas una suposición, te la rechazaban; si ofrecías una opinión, te la desmontaban al instante. ¿De qué se quejaba Mirabeau? «Cree firmemente en todo cuanto dice.» Es probable que existiera en Robespierre un estrato profundo donde se resolvían todas las contradicciones.

Brissot se dirigía a Chartres, a su población natal, desde la que se trasladaría al sur. Pétion y Barbaroux se dirigían a Caen, en Normandía.


– Este ático en el que vive… -dijo Danton al sacerdote. Estaba estupefacto. Según había podido comprobar, los sacerdotes vivían más que cómodamente.

– Resulta bastante agradable, ahora que ha pasado el invierno. En todo caso, es mejor que la cárcel.

– ¿Ha estado usted en la cárcel? -preguntó Danton. El sacerdote no respondió-. Me pregunto, padre, por que se viste usted como el empleado de un banco o un respetable tendero. ¿No debería vestirse como un sansculotte?

– En los lugares a los que acudo, mi presencia pasa más inadvertida vestido de esta forma.

– ¿Trata usted con personas de clase media?

– No exclusivamente.

– Me sorprende que esa gente se aferre a las viejas costumbres -observó Danton.

– Los obreros temen a la autoridad, señor Danton, independientemente de quién la represente. Y, lógicamente, les preocupa conseguir las cosas más elementales.

– Y por tanto se han envilecido espiritualmente…

– No creo que haya venido a hablar de política con un sacerdote. Conoce mis funciones. Me limito a dar al César lo que es del César, otros asuntos no me conciernen.

– ¿Cree usted que yo soy César? No puede afirmar que está por encima de la política y elegir al César que le convenga.

– Según me ha dicho, señor, ha venido usted a confesarse antes de contraer matrimonio con una hija de la Iglesia. Pierde usted el tiempo discutiendo conmigo, porque en esta cuestión no se trata de ganar o perder. Sé que no está familiarizado con el tema.

– ¿Puedo preguntarle su nombre?

– Soy el padre Kéravenen. De la antigua parroquia de San Sulpicio. ¿Podemos empezar?

– Ha pasado media vida desde que me confesé por última vez. No lo recuerdo exactamente, pero han pasado muchos años.

– Es usted todavía joven.

– Sí, pero en esos años han sucedido muchas cosas.

– Supongo que de niño le dijeron que debía hacer un examen de conciencia cada noche. ¿Ha abandonado esa práctica?

– Tengo que dormir.

El sacerdote sonrió con tristeza.

– Quizá pueda ayudarle. Es usted hijo de la Iglesia, supongo que no ha tenido tratos con ninguna herejía. Quizás haya descuidado sus deberes, pero ¿reconoce usted que la Iglesia católica es la verdadera y el único camino que le conducirá a la salvación?

– En caso de que exista la salvación, no conozco otro camino para alcanzarla.

– ¿Cree usted en Dios, señor?

Tras reflexionar unos instantes, Danton contestó:

– Sí, pero quisiera matizar mi respuesta.

– Deje las cosas como están, créame. No hay nada que matizar. ¿Ha cumplido con sus obligaciones como católico?

– No.

– Pero supongo que ha velado por el bienestar espiritual de su familia…

– Mis hijos están bautizados.

– Perfectamente -contestó el sacerdote. Su penetrante mirada desconcertó a Danton.

– ¿Le parece que repasemos sus posibles faltas? ¿Asesinato?

– Yo no lo expresaría en esos términos.

– ¿Está usted convencido de ello?

– La confesión es un sacramento, ¿no es así? No se trata de un debate en la Convención Nacional.

– De acuerdo. ¿Pecados de la carne?

– Eso sí. Los corrientes. Adulterio.

– ¿Cuántas veces?

– No escribo un diario como una jovencita enamorada, padre.

– ¿Se arrepiente de ello?

– ¿De haber pecado? Sí.

– ¿Porque ha ofendido a Dios?

– Porque mi esposa ha muerto.

– Lo que expresa usted es un acto d contrición imperfecta, que nace del temor humano al dolor y a ser castigados, en lugar de un acto de contrición perfecta que brota del amor a Dios. No obstante, es cuanto exige la Iglesia.

– Conozco la teoría, padre.

– ¿Se ha propuesto firmemente enmendarse?

– Me he propuesto ser fiel a mi segunda esposa.

– Pasemos a otras materias, como la envidia, la ira, el orgullo… -prosiguió el sacerdote.

– Los siete pecados capitales. Confieso haber pecado contra todos ellos. Miento, no soy perezoso, y quizá tampoco haya cometido otros pecados…

– La calumnia…

– Eso está a la orden del día entre políticos, padre.

– También supongo, señor, que de pequeño le enseñaron que existen dos pecados contra el Espíritu Santo: la presunción y la desesperanza.

– Actualmente tiendo más bien a la desesperanza.

– No me refiero a asuntos mundanos, sino a la desesperanza espiritual. Al temor de no salvarse.

– No temo eso. ¿Quién sabe? La misericordia de Dios es infinita, ¿no?

– Me alegro de que haya venido a verme, señor. He emprendido usted el buen camino.

– ¿Y qué hallaré al final del camino?

– El rostro de Jesucristo.

Danton se estremeció.

– Así pues, ¿me absuelve de mis pecados?

El sacerdote asintió.

– No soy un buen penitente.

– Dios está dispuesto a mostrarse benevolente con usted -contestó el sacerdote, haciendo la señal de la cruz y murmurando unas palabras-. Esto es el comienzo, señor Danton. Como le dije, he estado en la cárcel. Tuve la suerte de escapar en septiembre.

– ¿Dónde se ha ocultado desde entonces?

– Eso no importa. Sólo deseo que sepa que estaré siempre a su disposición.


– Anoche, en el Club de los Jacobinos…

– No es necesario que me lo cuentes, Camille.

– Todos preguntaban dónde se había metido Danton. Les extrañó tu ausencia.

– Estoy muy ocupado con el comité.

– Hummm. A veces, pero no siempre.

– Creí que no estabas de acuerdo con el comité.

– Estoy de acuerdo contigo.

– ¿Y?

– Si continúas por ese camino, no te reelegirán.

– ¿No te recuerda eso a los primeros tiempos de casado, cuando querías estar solo, cuando Robespierre no venía a sermonearte sobre tus deberes públicos? Creo que deberías ser el primero en saberlo. Voy a casarme con la hija de Gély.

– ¡No es posible! -exclamó Camille.

– Dentro de cuatro días firmaremos el contrato matrimonial. ¿Te importa echarle un vistazo? Es posible que, dado mi irresponsable estado de ánimo, haya escrito algo mal. Y ya sabes que esos errores cuestan muy caros.

– ¿Por qué? ¿Acaso no es un contrato corriente y normal? -preguntó alarmado Camille.

– He decidido legarle todas mis propiedades. Yo las administraré mientras viva. -Tras una larga pausa, Danton prosiguió-: Nunca se sabe. Es posible que sufra un percance. A manos del Estado. Y aunque pierda la cabeza, no es necesario que pierda también mis propiedades. ¿A qué vienen esos síntomas de furia?

– ¡Búscate otro abogado! -gritó Camille-. Me niego a ser partícipe de tu declive y caída.

Tras esas palabras, salió dando un portazo.

En aquel momento bajó Louise de su casa. Al observar la solemne expresión de Danton, le cogió la mano y preguntó suavemente:

– ¿Dónde está Camille?

– Supongo que habrá ido a ver a Robespierre. Siempre va a ver a Robespierre cuando nos peleamos.

Puede que algún día se vaya y no regrese, pensó Louise, pero se guardó de decirlo en voz alta. Su futuro marido era en algunos aspectos muy vulnerable.

– Camille y tú os conocéis muy bien -dijo.

– Tremendamente bien. Quiero decirte algo, mi amor. No, no tiene nada que ver con la política, se trata de una pequeña advertencia. Si alguna vez te encuentro a solas con Camille, te mataré.

– Si alguna vez me encuentras a solas con Camille, uno de los dos estará muerto.


– Te deseo que seas muy feliz, Danton -dijo Robespierre-. Camille dice que te has vuelto loco, pero supongo que sabes lo que haces. Sólo quiero decirte una cosa, si me lo permites. Durante estos dos últimos meses, tu actitud hacia tus deberes públicos no ha sido la que la República merece.

– ¿Y qué me dices de tus frecuentes enfermedades, Robespierre?

– No puedo evitar ponerme enfermo.

– Yo tampoco puedo evitar casarme. Necesito una mujer.

– Eso no es ninguna novedad -masculló Robespierre-, pero ¿tienes que dedicar todo el día a satisfacer tus apetitos carnales? ¿No puedes compaginarlo con el trabajo?

– ¿Satisfacer mis apetitos carnales? ¿Es ésa la opinión que tienes de mí? Me refiero a que necesito un hogar, unos hijos, una esposa que se ocupe de mi casa… ¿Es que no lo entiendes?

– ¿Cómo voy a entenderlo si soy soltero?

– Eso es cosa tuya. Creí que para ti era importante la vida familiar. De todos modos, tanto si lo entiendes como si no, me molesta el hecho de que todo cuanto hago sea del dominio público.

– No es necesario que te enojes.

– A veces me entran ganas de plantarlo todo y largarme lejos. Si pudiera lo haría mañana mismo, dejaría la ciudad, regresaría a mi granja…

– Aunque no lo creas, Danton, eres un sentimental -dijo Robespierre-. Bueno, si deseas marcharte puedes hacerlo, aunque te echaremos de menos. Nadie es indispensable. Ven a verme antes de irte, nos tomaremos unas copas.

Robespierre resistió la tentación de volverse y mirar a Danton, que lo contemplaba boquiabierto. Es como un niño grande, pensó Robespierre, que se divertía tanto como Camille atormentándolo.


Camille estaba tumbado en la cama de Robespierre, con los ojos clavados en el techo y las manos en el cogote.

– Es muy extraño -dijo Robespierre, que estaba sentado ante su escritorio.

– En efecto. Podía haberse casado con docenas de mujeres. Esa chica no es una belleza, ni tiene dinero. Pero está loco por ella, ha perdido todo sentido de la proporción. Los Gély son monárquicos y fanáticos religiosos.

– No, me refería a lo que hablábamos antes, sobre el asunto de Dumouriez. Pero continúa.

– Temo que se deje influir por ella.

– No creo que una chica como Louise pueda influir en Danton.

– En estos momentos está muy susceptible.

– ¿Te refieres a sus ideas monárquicas?

– No, pero lo está ablandando. El otro día me dijo que no quiere que juzguen a María Antonieta. Dice que es nuestra última baza, que sus parientes en Europa estarán más predispuestos a escuchar nuestras propuestas de paz si María Antonieta está viva.

– A sus parientes les importa un comino que esté viva o muerta. Si no es juzgada, el Tribunal Revolucionario se convertirá en una farsa. Ha entregado nuestros planes militares a Austria, es una traidora.

– También dice que no ve por qué hemos de perseguir a los hombres de Brissot, puesto que hemos conseguido arrojarlos de la Convención. Aunque tú mismo lo has dicho también.

– Te lo dije confidencialmente, Camille. Era una opinión personal, no una recomendación a la nación.

– Mis opiniones públicas y privadas son idénticas. Quiero que sean juzgados.

– El doctor Marat también -dijo Robespierre-. Las iniciativas de paz de Danton no han tenido demasiado éxito -añadió, mientras revisaba unos papeles.

– Ha desperdiciado unos cuatro millones en Rusia y en España. Dentro de poco propondrá la paz a cualquier precio. Es algo que la gente no conoce de él. Será capaz de todo con tal de alcanzar la paz y la tranquilidad.

– ¿Todavía frecuenta a ese inglés, al señor Miles?

– ¿Por qué lo preguntas?

– Por nada.

– Creo que de vez en cuando cenan juntos.

Robespierre cogió su pequeño tomo de Rousseau y comenzó a hojearlo distraídamente.

– Dime, Camille, sinceramente, ¿crees que Georges-Jacques se ha comportado con toda escrupulosidad respecto a los contratos del Ejército?

– ¿Cómo quieres que te responda a eso? Ya conoces sus métodos de financiación.

– Sí, ayudas, comisiones… En fin, tenemos que aceptarlo tal como es, aunque me estremezco al pensar en lo que comentaría Saint-Just si me oyera decir eso. Supongo que diría que estamos fomentando la corrupción, lo cual es una forma de ser corrupto… Dime, ¿crees que podríamos salvar a Danton de sí mismo? ¿Tratar de capturar a algún pez pequeño?

– No, los peces pequeños conducen a los peces gordos. Danton es demasiado valioso para colocarlo en esa situación.

– No me gustaría que perdiera su valor. Cambiando de tema, ese contrato matrimonial me preocupa. Sólo puede significar una cosa, que teme que en el futuro se vea obligado a comparecer ante los tribunales.

– Tú también temías convertirte en un obstáculo para la Revolución. Pero afirmabas estar preparado.

– Sí, estoy preparado mentalmente, me refiero a que un poco de humildad no hace daño a nadie, pero no pensaba apresurarme a hacer testamento. Debemos evitar que Danton se meta en asuntos peligrosos.

– No creo que corra peligro de divorciarse de inmediato.

Robespierre sonrió.

– ¿Adónde han ido?

– A Sèvres, a visitar a los padres de Gabrielle. Todo muy amigable y civilizado. Quieren buscar una casita donde puedan estar solos, sin que nosotros los importunemos.

– Entonces, ¿por qué te ha dicho Danton que iban a buscar una casita en Sèvres?

– No fue él. Me lo dijo Louise -contestó Camille, incorporándose bruscamente-. Debo irme. Tengo que asistir a una cena. No con el señor Miles.

– ¿Con quién?

– Con una persona que no conoces. Espero divertirme. Sin duda lo leerás en la crónica de escándalos que publica Hébert. Apuesto a que en estos momentos se está inventando el menú.

– ¿No te importa?

– No. No estoy ansioso por ver a Hébert hundirse bajo el peso de su mezquindad.

– No, me refería a que la última vez que hablaste en la Convención, un imbécil te acusó de cenar con aristócratas. No tiene importancia pero…

– Para ellos, cualquier persona inteligente o de buen gusto es un aristócrata.

– A esa gente, a esos ci-devants, sólo les interesa el poder que detentas.

– Sí, pero no a Arthur Dillon. Es amigo mío. En cualquier caso, desde 1789 a la gente sólo les intereso por el poder que ostento. Antes, nadie mostraba el menor interés en mí.

– Te equivocas. Todas las personas que contaban se interesaban en ti -dijo Robespierre, observándolo con sus ojos verdeazulados, de mirada huidiza. Fue un momento cargado de tensión-. Siempre has estado en mi corazón.

Camille sonríe. Robespierre es un sentimental; al fin y al cabo, es la moda de la época. De todos modos, resulta más agradable que oír los gritos y bufidos de Georges-Jacques. Robespierre se despide de él agitando la mano, rompiendo el encanto de aquel momento. Pero cuando Camille se ha marchado, se sienta a reflexionar. La palabra que le viene a la mente es virtud, mejor dicho, vertu, que significa fuerza, honestidad, limpieza de intención. Se pregunta si Camille comprende esas palabras. A veces parece entenderlas perfectamente; nadie es más virtuoso que él. Lo malo es que se cree la excepción a todas las reglas. Hoy le ha confiado unas cosas de las que más tarde se arrepentirá. Lo que no significa que Robespierre no esté obligado a tomar nota de ellas. Si no me lo hubiera dicho, no me habría enterado de lo del contrato matrimonial de Georges-Jacques. Danton debe de estar muy preocupado por algo. Un hombre como él no se inquieta por nimiedades. Un hombre como él no demuestra estar preocupado. Un hombre como él sólo cree estar en peligro cuando le remuerde la conciencia, o cuando se acumulan las amenazas y los temores…

Sin duda está consumido por los remordimientos. Se aprovechó de la buena fe de Gabrielle, la madre de sus hijos. Cuando murió, supuse que estaba tan dolido que jamás se recuperaría de ese trance, y le escribí para consolarlo. Le abrí mi mente y mi corazón, sin reservas, sin dudas ni recelos… «Tú y yo somos una misma persona», le dije. Quizá fuera una exageración. Debí mostrarme más precavido, pero sufría por él… Al leer mi carta, debió sonreírse y comentar con sus amigos: «Está loco. ¿Cómo puede afirmar que somos la misma persona? Es soltero, sólo mantiene relaciones temporales, que además niega. No puede imaginar siquiera lo que yo siento.»

Pero Danton es un patriota, se dice Robespierre, apoyando las manos en el escritorio. No es necesario añadir nada más; no importa que sus modales me disgusten. Danton es un patriota.

Al cabo de un rato abrió un cajón y sacó una libreta negra. Estaba sin estrenar. La abrió por la primera página, mojó la pluma en el tintero y escribió: Danton. Quería añadir algo más, por ejemplo: no quiero que nadie lea esto, es mi diario privado. Pero aunque no presumía de conocer a la gente, sabía que con ello sólo conseguiría exacerbar su curiosidad, el deseo de hurgar en sus asuntos personales. Bien, que lo lean, pensó… O podía llevarse la libreta a todas partes. Aunque en aquellos momentos se detestaba, empezó a escribir todo cuanto recordaba de su conversación con Camille.


Maximilien Robespierre


En nuestro país pretendemos sustituir la moralidad por el egoísmo, la rectitud por el código personal del honor, los principios por los prejuicios, los deberes públicos por las obligaciones sociales, el imperio de la razón por la tiranía de la moda, el desprecio al vicio por el desprecio a la desgracia, el amor a la gloria por el amor al dinero, la gente buena por la buena sociedad, el mérito por la intriga, la grandeza del hombre por la mezquindad de los grandes, un pueblo magnánimo y feliz por otro frívolo y triste: en definitiva, todas las virtudes y prodigios de la república por los ridículos vicios de la monarquía.


Camille Desmoulins


Hasta la fecha hemos creído, junto con los legisladores de antaño, que las virtudes constituían la base necesaria de una república; el mérito del Club de los Jacobinos será el haber fundado una república basada en el vicio.


A lo largo del mes de junio estallan numerosas revueltas en la Vendée. Los rebeldes se apoderan de Angers, Saumur y Chinon, y son derrotados por estrecho margen en la batalla de Nantes, donde la Marina inglesa aguarda frente a las costas para apoyarlos. El comité Danton no está ganando la guerra, ni puede prometer la paz. Si en otoño la situación no mejora, los sansculottes tomarán la ley en sus manos y arremeterán contra el Gobierno y sus dirigentes. Al menos ésa es la sensación que impera (tanto si Danton está presente como si está ausente) en la cámara del comité de Seguridad Pública, cuyas deliberaciones permanecen en secreto. Debajo del tricornio negro que constituye el emblema de su cargo, el ciudadano Fouquier examina los montones de papeles que hay sobre su mesa, planificando diversiones para confundir al enemigo, mientras va adquiriendo el mismo aspecto seco y demacrado de Robespierre.

Si es preciso organizar una diversión, ¿por qué no arrestar a un general? Arthur Dillon es amigo de destacados diputados, un candidato al cargo de comandante en jefe del frente septentrional; ha demostrado su valor en Valmy y en otras muchas batallas. En la Asamblea Nacional era un liberal; ahora es republicano. ¿Que más lógico, pues, que lo encierren en la cárcel, el 1 de julio, acusando de pasar secretos militares al enemigo?


Su familia se había puesto de acuerdo en que la salud de Claude exigía que éste diera largos paseos todos los días. El médico había participado en el complot, aduciendo que el ejercicio no hacía daño a nadie, y si uno de los miembros más impresentables de la Convención deseaba tener una aventura con su suegra, Claude no tenía por qué interponerse en su camino.

En realidad, a Annette le parecía que su vida era mucho menos interesante de lo que creían los demás. Por las mañanas leía la prensa provinciana, recortaba los artículos más importantes y hacía unos extractos. Luego, sentada junto a su yerno, le ayudaba a abrir las cartas, anotaba en ellas lo que debía hacer, enviar o decir, si era preferible que contestara ella o él, o bien arrojaba la carta directamente al fuego. ¿Quién iba a decirme que acabaría siendo tu secretaria?, comentó Annette. Llevamos casi diez años engañando cruelmente a la familia, haciéndoles creer que nos acostamos juntos. No podían recordar la fecha exacta -fue en 1784- en que Fréron apareció acompañado de Camille. En aquellos tiempos Annette no tenía costumbre de tomar nota de todo.

Si consiguieran recordar la fecha, darían una fiesta para celebrarlo. Annette siempre estaba dispuesta a dar una fiesta. Durante unos instantes guardaron silencio, pensando en los últimos diez años. Luego siguieron hablando sobre la Comuna.

De pronto apareció inesperadamente Lucile.

– ¿Te parece bonito irrumpir de esa forma cuando estamos manteniendo una conversación muy íntima sobre Hébert? -le espetó su madre.

En lugar de echarse a reír, Lucile empezó a hablar precipitadamente.

Al principio Camille entendió que Dillon había muerto, que había caído en el campo de batalla. Se sentó ante su mesa, junto a la chimenea, con la mente en blanco, contemplando fijamente el fuego. Pero al cabo de unos minutos Lucile le aclaró que Dillon estaba en París, en la cárcel. ¿Qué podían hacer?

La joie de vivre que instantes antes había sentido Annette se disipó de golpe.

– Esto es un serio contratiempo -dijo.

Al instante pensó: «Ya veremos cómo acaba el asunto. ¿Quién estará detrás de esto? ¿El comité de Seguridad General, que todo el mundo denomina el comité de Policía? ¿Lo han hecho para perjudicar a Arthur Dillon, o a Camille?»

– Tienes que sacarlo de la cárcel -dijo Lucile, dirigiéndose a Camille-. Si lo condenan… -Le expresión de su rostro demostraba que sabía el significado de esa palabra-… todos pensarán, Desmoulins le ha ayudado mucho en su carrera. Y es cierto.

– ¿Condenarlo? -respondió Camille, levantándose apresuradamente-. No pueden condenarlo porque no habrá ningún juicio. Voy a partirle el cuello al imbécil de mi primo.

– No harás tal cosa -terció Annette-. Modera tu lenguaje, siéntate y reflexionemos con calma.

Era imposible. Camille estaba furioso. No experimentaba la fría ira del político sino una rabia íntima, personal, mientras se repetía: «¿Es que no sabéis quién soy yo?»

– Arrastrarán de nuevo tu nombre por el barro -murmuró Annette a su hija.

El escándalo no tardará en llegar a la Convención; pero primero llegará a casa de Marat.


Le abrió la puerta la cocinera. ¿Por qué emplea Marat a una cocinera? No suele ofrecer cenas ni banquetes a sus amigos. Es probable que el título de «cocinera» oculte unos pasatiempos más enérgicos y revolucionarios.

– Procure no tropezar con esos papeles -dijo la mujer, indicando los montones de periódicos que yacían en el oscuro pasillo.

Tras la advertencia, la cocinera fue a reunirse con sus patronas, que se hallaban sentadas en un semicírculo, como si estuvieran preparadas para una sesión de espiritismo. Podían limpiar un poco esta pocilga, pensó irritado Camille.

Pero las mujeres de Marat no eran expertas en los oficios domésticos. Estaba presente Simone Evrard y su hermana Catherine; la hermana de Marat, Albertine, había ido a Suiza, según le informaron, para visitar a la familia. ¿Pero Marat tiene familia? ¿Una madre, un padre y otros parientes? Como todo el mundo, respondió la cocinera. Qué extraño, pensó Camille, jamás se me había ocurrido que Marat tuviera un comienzo, pensaba que tenía miles de años, como Cagliostro. ¿Puedo verlo?

– No se encuentra bien -contestó Catherine-. Está tomando uno de sus baños especiales.

– Es muy urgente.

– ¿Dillon? -Simone lo miró con sus almendrados ojos y se levantó, añadiendo-: Acompáñeme. La noticia le ha hecho mucha gracia.

Marat estaba sentado en una pequeña bañera, en una calurosa habitación, con una toalla sobre los hombros y un paño envuelto alrededor de la cabeza.

La habitación estaba invadida por un fuerte olor medicinal. Tenía el rostro hinchado; debajo de su acostumbrado color macilento asomaba algo peor, un tinte azulado. Sobre la bañera había una tabla apoyada, en la que estaba escribiendo.

Simone indicó, con un ligero gesto con el pie, una silla con el asiento de paja.

Marat levantó la vista de las pruebas que estaba corrigiendo.

– ¿Estás disgustado? Siéntate, Camille, no sea que te subas a la silla y me sueltes un discurso.

Camille obedeció, tratando de no mirar a Marat.

– Supongo que ofrezco un aspecto de lo más estético -dijo éste-. Una obra de arte. Deberían exhibirme en un museo. En realidad, dada la cantidad de gente que viene a verme, me siento como un objeto de museo.

– Me alegra verte tan bromista, aunque en tu lugar yo no estaría de tan buen humor.

– ¿Te refieres a lo de Dillon? Te diré en cinco minutos lo que opino sobre eso. Teniendo en cuenta que Dillon es un aristócrata de nacimiento, debería ser guillotinado…

– No tiene la culpa de ser un aristócrata.

– Existen ciertos defectos que uno no puede evitar, pero eso no justifica otras cosas. Puesto que Dillon es el amante de tu mujer, si tratas de salvarlo sólo conseguirás demostrar tus perversas tendencias. Dado que los comités se han atrevido a arrestarlo, te autorizo a arremeter contra éstos -dijo Marat, descargando un puñetazo sobre la tabla-. Aplástalos.

– Temo que si Dillon comparece ante el Tribunal acusado de esos absurdos cargos… si comparece ante el Tribunal siendo inocente…, lo condenen. ¿Crees que es posible?

– Sí. Tiene unos enemigos muy poderosos. ¿Qué creías? El Tribunal es un instrumento político.

– Fue creado para sustituir a la ley de las masas.

– Eso dijo Danton. Pero es más que eso. Vamos a asistir a unos espectáculos increíbles -dijo Marat-. En cuanto a ti, Camille, si defiendes a esos ci-devants corres el riesgo de que te suceda algo muy desagradable.

– ¿Y tú? -preguntó éste secamente-. ¿Has empeorado? ¿Vas a morirte?

– No, soy duro y resistente… -contestó Marat, tosiendo y golpeando el costado de la bañera- como el acero.


Unas escenas en la Convención Nacional. Desmoulins, amigo de Danton, y Lacroix, también amigo de Danton, se gritaban como unas verduleras. Desmoulins, el amigo de Danton, atacaba desde la tribuna de oradores al comité Danton, mientras le llovían los abucheos e insultos de todas partes de la cámara. De pronto, el diputado Billaud-Varennes exclamó desde lo alto de la Montaña:

– Esto es un escándalo, debemos detenerlo, está ensuciando su nombre.

Al fin, Camille se marchó indignado. Esos espectáculos se estaban convirtiendo en algo habitual. Fabre salió tras él.

– Escribe lo que hemos presenciado -le dijo.

– Descuida, lo haré. -Había dado a conocer la carta que le había enviado Dillon desde la cárcel, la había leído ante los diputados. Soy inocente, afirmaba Dillon, eso no beneficia en nada a nuestro país-. Escribiré un panfleto. ¿Cómo crees que debo titularlo?

– «Una carta a Arthur Dillon.» A la gente le gusta leer las cartas de los demás. -Fabre señaló la sala de la Convención y añadió-: De paso puedes aprovechar para ajustar algunas cuentas y lanzar alguna campaña de ataque.

Súbitamente, Fabre pensó: «¿Pero qué estoy haciendo? Sólo me falta mezclarme en el asunto de Dillon.»

– ¿Qué quiso decir Billaud con eso de que estaba manchando mi nombre? -inquirió Camille-. ¿Acaso soy una institución?

Conocía perfectamente la respuesta: sí, él era la Revolución. Al parecer, ahora opinaban que debían proteger a la Revolución de sí misma.

Un anciano diputado se acercó a Camille, que le miró con cara de pocos amigos, y le propuso que se tomaran un café. ¿Conoces bien a Dillon?, le preguntó el hombre. Sí, muy bien. ¿Estás al corriente de lo de Dillon y tu esposa? No quiero disgustarte, pero creo que deberías saberlo. Camille asintió mientras escribía mentalmente un párrafo del panfleto. No mereces esto, dijo el diputado. Mereces algo mejor, Camille. Supongo que es lo de siempre, estás muy ocupado con tus asuntos, la chica se aburre, es frívola y caprichosa, y, francamente, no tienes la planta de Dillon.

Las palabras de aquel anciano tan amable y paciente, que quizá también había sido traicionado por su esposa hacía veinte años, que trataba de descifrar una situación que no comprendía, que sólo conocía por los malévolos rumores que habían llegado a sus oídos, que trataba de ayudarlo, confirmó a Camille que aún existían personas buenas en el mundo. Gracias, le dijo educadamente. Al salir del café y dirigirse a su despacho, sintió fluir por sus venas el poder de las palabras, como si se tratara de una droga. Era como los viejos tiempos del Révolutions. Durante las siguientes semanas se comportó como si estuviera levemente trastornado. Cuando no estaba escribiendo, o enzarzado en una batalla campal con un colega, se sentía apático, exánime, como un espectro. Extrañas fantasías se apoderaban de él; el lenguaje del debate público asumió violentos e inesperados derroteros.

«Después de Legendre -escribió-, el miembro de la Convención Nacional que tiene una opinión más elevada de sí mismo es Saint-Just. Su talante demuestra que se considera la piedra angular de la Revolución, el Santísimo Sacramento.»

Saint-Just contempló el párrafo, que un alma caritativa había subrayado con tinta verde, sin inmutarse. No soltó una carcajada, como hubiera hecho el protagonista de una novela. «¿El Santísimo Sacramento? Yo haré que él se sienta como Saint-Denis.»

– Muy bueno -observó Camille cuando le refirieron el comentario que había hecho Saint-Just-. Por tratarse de Antoine, es francamente divertido. Quizás acabe convirtiéndose en un hombre ingenioso.

Al cabo de un rato se puso a revolver en la estantería.

– Lucile, ¿dónde está el detestable poema épico en veinte volúmenes que escribió Saint-Just? Había un verso que comenzaba: «Si yo fuera Dios.» No recuerdo cómo proseguía, pero estoy seguro de que todos nos reiremos un buen rato con él.

De pronto se dejó caer en un sillón.

– ¿Pero qué estoy haciendo? Saint-Just y yo estamos en el mismo bando. Ambos somos jacobinos, republicanos…

– Enseguida te lo busco -respondió Lucile.

– No te molestes.

De pronto tuvo unas visiones de ese santo, del santo patrón de Francia, que había recorrido varias leguas transportando la cabeza en la mano. Primero vio a Denis atravesando la Place de Grêve. Le habían cortado la cabeza de un tajo, y apenas sangraba; pero la cabeza que sostenía en la mano izquierda pertenecía a Camille. Luego lo vio de nuevo entrando en casa de los Duplay, para mantener una entrevista privada con Robespierre; y por último aguardando junto a la puerta del Club de los Jacobinos, como un patriota recién llegado, humilde y provinciano, deseoso de introducirse en el gran mundo.

Al cabo de un par de días se le ocurrió que lo único que cabía hacer era tomar la iniciativa. Sería muy sencillo matar a Saint-Just. Lo imaginó solo, en un determinado momento, en un lugar propicio. Lo mataría de un disparo, o (para no hacer ruido) de una puñalada. Camille vio el dolor reflejado en los aterciopelados ojos de Saint-Just.

Necesitaba una justificación: la conspiración de Saint-Just contra la República, que Camille había detectado con el infalible ojo de un auténtico patriota. «Yo soy la Revolución.» ¿Quién iba a dudar que lo había matado en un patriótico arranque de ira? Todos sabían que tenía un temperamento vivo y enérgico. Para evitar enojosas preguntas, utilizaría un cuchillo pequeño, discreto.

No seas estúpido, se dijo. Saint-Just no va a matarte, y mucho menos tú a él.

Asistió al comité de la Guerra, del que era secretario, y desde sus dependencias escribió una alegre y sensata carta a su casa, pidiendo a su padre que no citara con tanta frecuencia a Rose-Fleur en su correspondencia pues Lucile estaba celosa de ella.

No obstante, la fantasía se había instalado en su mente y no conseguía librarse de ella. Pensó en el orificio en el costado de Lepelletier, la herida causada por el cuchillo de un carnicero, que le había producido la muerte tras una lenta agonía. Debía actuar rápidamente; Saint-Just era bastante más corpulento y fuerte que él, de modo que tenía que matarlo de una puñalada. En el Club de los Jacobinos, cuando oía la estentórea voz del joven, se sonreía. En la Convención, mientras Saint-Just hablaba desde la tribuna, moviendo la mano izquierda como si descargara un golpe seco, Camille se entretenía urdiendo su plan.


13 de julio.

– Una persona de Caen -dijo Danton-. Al parecer, Pétion y Barbaroux se ocultaron allí durante las últimas semanas. Se trata de una conspiración girondina. Te aseguro que yo no la organicé.

– El otro día oí a un individuo gritar en la calle algo sobre un «asesinato»… Temí que… en un momento de… no, déjalo, no tiene importancia.

Danton lo miró perplejo. Al cabo de unos instantes, dijo:

– De todos modos, esto es el fin de la Gironda. Son una pandilla de asesinos y cobardes. Enviaron a una mujer.

En la estrecha callejuela se había formado un nutrido grupo de gente, una sólida masa, casi silenciosa, que contemplaba fascinada las dos ventanas iluminadas de la casa de Marat. Eran las doce y media de una noche curiosamente liviana, en la que reinaba un calor subtropical. Camille trató de subir la escalera que conducía a la vivienda, pero el sansculotte que custodiaba la entrada le detuvo.

– Nunca te había visto de cerca -dijo, observando detenidamente a Camille-. ¿Cómo ha reaccionado Danton?

– Está muy afectado.

– No irás a decirme que está disgustado…

Camille estaba acostumbrado a que la muchedumbre lo aclamara, pero ese tono de familiaridad era diferente, más desagradable.

– Algunos dicen que Danton y Robespierre lo han matado para cerrarle la boca -dijo el sansculotte-. Otros aseguran que han sido los monárquicos, otros los brissotinos.

– Te conozco -respondió Camille-, te he visto corriendo detrás de Hébert. ¿Qué haces aquí?

Supuso que habrían empezado a pelearse por la herencia.

– Ah -respondió el hombre-. Père Duchesne tiene sus intereses. El pueblo necesita un nuevo Amigo. No seréis ninguno de vosotros…

– Tal vez Jacques Roux.

– Tú y ese cerdo de Dillon…

Camille lo apartó bruscamente a un lado y subió la escalera. Legendre ya había llegado. Llevaba la faja tricolor anudada descuidadamente en torno a su voluminosa tripa. El suelo parecía temblar bajo sus pies, como si todavía retumbaran los gritos de las mujeres; pero todo estaba en silencio, a excepción de unos débiles sollozos que sonaban a otro lado de una puerta cerrada. Apenas has probado bocado, se dijo Camille, por eso te parece que las paredes oscilan y que el aire es irrespirable.

La asesina se hallaba sentada en el cuarto de estar. Tenía las manos atadas a la espalda, y junto a su silla había dos centinelas que sostenían sus picas. Ante ella había una mesita cubierta con un mugriento paño blanco, sobre el que reposaban sus pertenencias: un reloj de oro, un dedal, un carrete de hilo blanco, unas monedas, un pasaporte, un certificado de nacimiento, un pañuelo de encaje y un estuche de cartón de un cuchillo de cocina. En la alfombra, a sus pies, yacía un sombrero negro con tres cintas verdes.

Camille se apoyó en la pared y la observó. Tenía una piel translúcida y delicada, el tipo de cutis que enrojece rápidamente bajo el sol y refleja la luz. Era una muchacha de pecho voluminoso y aspecto saludable, alimentada con leche de vaca recién ordeñada, el tipo de chica que le sonríe a uno en la iglesia, vestida con un traje adornado con unos lazos y oliendo a flores los domingos después de Pascua. Te conozco, pensó Camille; te recuerdo de cuando era niño. Alrededor de su rostro colgaban los restos de un sofisticado moño, como el que suele lucir una joven de provincias antes de cometer un asesinato.

– Sí, haz que se ruborice -dijo Legendre-. Se ruboriza fácilmente, pero no por haber cometido un crimen. Doy gracias a la Providencia por estar vivo. Se presentó en mi casa hace un rato. Ella lo niega, pero sé que estuvo allí. Mi familia sospechó de ella, y no la dejaron pasar. Sin duda fue con el propósito de matarme.

– Enhorabuena -contestó Camille. Sabía que la joven se sentía incómoda con las manos atadas a la espalda.

– No se ruboriza por haber asesinado a nuestro mayor patriota -dijo Legendre.

– Si eso era lo que se proponía, no hubiera perdido el tiempo contigo.

Simone Evrard estaba junto a la puerta de la habitación en la que se hallaba el cadáver, apoyada contra la pared, sin poder sostenerse apenas, mientras las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Todo estaba lleno de sangre, Camille -dijo-. No sé cómo vamos a limpiar la sangre del suelo y las paredes.

Cuando Camille abrió la puerta de la habitación, Simone alzó débilmente la mano, como si quisiera impedirle entrar. El doctor Deschamps se volvió bruscamente, y uno de sus ayudantes se adelantó para detener a Camille.

– Debo cerciorarme… -murmuró Camille.

– Lo lamento -dijo el doctor Deschamps-. No sabía que se trataba de usted. Le advierto que no es un espectáculo agradable. Estamos embalsamando el cadáver, pero con este calor… -añadió el médico, secándose las manos con una toalla-. Dado el estado del cadáver, dentro de cuatro o cinco horas… Es como si se descompusiera estando todavía vivo.

Cree que estoy aquí en calidad de representante de la Convención, pensó Camille, como un acto protocolario. Cuando bajó la vista para mirar el cadáver, el doctor Deschamps se apresuró a sostenerlo del brazo.

– Fue una muerte instantánea -dijo-. O casi. Apenas tuvo tiempo de gritar. No sufrió. El cuchillo penetró por aquí -añadió el médico, señalando la herida-. Atravesó el pulmón derecho, la arteria y el corazón. Como no podíamos cerrar la boca, tuvimos que cortarle la lengua. ¿Se encuentra usted bien? Como verá, el cadáver es totalmente identificable. Creo que será mejor que salga de aquí, temo que le maree el intenso humo de las hierbas aromáticas que hemos quemado para sofocar el olor a descomposición.

Fuera, Simone seguía apoyada en la pared y respiraba trabajosamente.

– Les he dicho que administraran a esa mujer un opiáceo -dijo el doctor Deschamps, enojado-. ¿Desea que firme algún papel? ¿No? De acuerdo. Supongo que lleva usted una escolta oficial. No sé a qué viene ese disimulo, todo el mundo sabe que Marat ha muerto. Han venido unos miembros del Club de los Jacobinos y se han puesto a vomitar sobre mis ayudantes. Usted parece a punto a desmayarse, de modo que le aconsejo que salga a que le dé el aire. ¿Se encargará usted de la esposa o de la concubina de Marat?

Tras esas palabras, el médico cerró la puerta. Simone se arrojó en brazos de Camille. En la habitación contigua sonaban unas voces irritadas.

– Yo era su esposa -dijo Simone-. No se casó conmigo por la Iglesia, ni en el Ayuntamiento, pero me juró por todos los dioses de la creación que yo era su esposa.

¿Pretenderá que le aconseje sobre sus derechos?, se preguntó Camille.

– Legalmente es como si fuera usted su viuda -dijo-. Hoy en día nadie presta atención a estas formalidades. Es usted dueña de todo, de la impresora y del papel para la próxima edición del periódico. Tenga cuidado de que no se lo quiten. Supongo que el Estado sufragará los gastos del funeral.

Al salir a la calle, Camille se volvió y vio a través de la ventana las sombras de Deschamps y sus ayudantes. De pronto empezaron a caer unas gruesas y cálidas gotas de lluvia, mientras a lo lejos, sobre Versalles, se oía tronar. La multitud aguardaba pacientemente, hombro contra hombro, el desarrollo de los acontecimientos.


David se hizo cargo de todo. Los restos de Marat fueron depositados en un ataúd de plomo, el cual a su vez fue introducido en un sarcófago de pórfido, perteneciente a la colección de antigüedades del Louvre. Para el cortejo fúnebre decidieron transportar el cadáver sobre unas andas funerarias, envuelto en la bandera tricolor (empapada en alcohol). Un brazo desnudo, perteneciente a un cadáver mejor conservado y cosido al cuerpo de Marat, sostenía una corona de laurel. Unas jóvenes vestidas de blanco y portando ramas de ciprés rodeaban al difunto.

A continuación desfilaban los miembros de la Convención, de los Clubes y el Pueblo. El cortejo comenzó a las cinco de la tarde y terminó hacia medianoche, a la luz de las antorchas. Fue enterrado tal como Marat había vivido, bajo tierra, en una fosa cubierta de bloques de piedra y rodeada por una verja de hierro.

El corazón, embalsamado, fue depositado en una urna. Los patriotas del Club de los Cordeliers decidieron conservarlo en su sede por siempre jamás, hasta el fin del mundo. «¡El sagrado corazón de Marat!», gritaban las gentes.


aquí yace marat

el amigo del pueblo

asesinado por los enemigos del pueblo

13 de julio 1793


Al contemplar la expresión de Robespierre durante el cortejo fúnebre, un observador comentó que parecía como si condujera el cadáver a un vertedero de basuras.

IX. Indios orientales

(1793)

25 de julio. Danton echó bruscamente la cabeza hacia atrás y soltó una sonora carcajada. Louise lo miró asustada; le preocupaba que, en uno de sus arrebatos de cólera o hilaridad rompiera una silla, por más que él trataba de tranquilizarla asegurándole que tenían dinero suficiente para reemplazar cualquier mueble que resultara dañado.

– El día que me largué del comité presencié algo inaudito: Fabre d’Églantine se quedó mudo. -Danton, que estaba ligeramente bebido, se inclinó sobre la mesa para acariciar la mano de su nueva esposa-. Por lo que veo, aún no has recuperado el habla.

– No, no -respondió Fabre titubeando-. Es cierto que no le deseo ni a mi peor enemigo presidir un comité en el que esté Saint-Just. Y también es cierto, como dices, que han elegido a Robert Lindet, un sólido patriota del que podemos fiarnos. Y Hérault, que es amigo nuestro…

– Pero no estás convencido. Mira, Fabre, yo soy Danton, ¿no lo entiendes? Puede que el comité me necesite, pero yo no necesito al comité. Ahora permitidme que proponga un brindis a mi salud, puesto que no se le ha ocurrido a nadie hacerlo. A la salud del nuevo presidente de la Convención -dijo Danton, alzando su copa y dirigiéndose hacia Lucile-. Ahora quiero brindar por mi amigo, el general Westermann, a quien deseo que prospere contra los rebeldes de la Vendée.

Tiene suerte, pensó Lucile, de haber conseguido que devolvieran a Westermann el mando de las tropas, después de su última derrota; y Westermann tiene suerte de estar libre.

– A la salud del sagrado corazón de Marat -dijo Danton. Louise le dirigió una mirada de reproche-. Lo siento, mi amor, no pretendía soltar una blasfemia, sólo repito lo que dicen las pobres y decepcionadas gentes efe la calle. ¿Por qué perseguiría la Gironda a Marat con tanto ahínco? Pero si ya estaba medio muerto. Por otra parte, si esa arpía actuaba por iniciativa propia, tal como dice, ello viene a demostrar lo que siempre he sostenido, que las mujeres no tienen el menor sentido político. Hubiera debido asesinar a Robespierre, o a mí.

– No digas eso, te lo ruego -protestó Louise, a quien le resultaba difícil imaginar que alguien pudiera atravesar con un cuchillo de cocina aquellas gruesas capas de grasa y músculo.

– Una gota de tinta tuya vale más que toda la sangre del cuerpo de Marat -dijo Danton, mirando a Camille. Acto seguido, llenó de nuevo las copas. Si se bebe otra botella es capaz de quedarse dormido, pensó Louise-. Y brindo por la libertad -añadió Danton-. Alce su copa, general.

– Por la libertad -dijo el general Dillon, conmovido-. Confiemos en poder gozar de muchos años de libertad.


26 de julio. Robespierre estaba sentado con los puños crispados entre las rodillas. Era la viva imagen de la tristeza.

– ¿No lo comprendes? -preguntó-. No quiero verme envuelto en esas cosas, siempre he rechazado un cargo público.

– Sí -contestó Camille. Todavía le dolía la cabeza después de los excesos en el banquete en casa de Danton-, pero la situación ha cambiado.

– Verás… -empezó a decir Robespierre. De vez en cuando se interrumpía y se apretaba la mejilla porque había desarrollado un minúsculo tic facial que le fastidiaba sobremanera-. Está claro que una autoridad central firme y enérgica… con el enemigo avanzando en todos los frentes… Sabes que siempre he defendido el comité, siempre he creído que era necesario…

– Sí, no es necesario que te justifiques. Has ganado unas elecciones, no has cometido ningún delito.

– Y existen unas facciones…, puedo nombrar a Hébert, a Jacques Roux…, que no desean que Francia tenga un gobierno fuerte. Se aprovechan de la insatisfacción del hombre de la calle, tratan de crear un mal ambiente. Proponen medidas ultrarrevolucionarias, medidas que a la gente honrada le parecen repugnantes e inadmisibles. Tratan de desacreditar la Revolución, de sofocarla. Por eso afirmo que son agentes del enemigo. -Robespierre se tocó de nuevo la mejilla-. ¡Es una lástima que Danton sea tan insensible!

– Es evidente que no cree que el comité sea tan importante como tú crees.

– Que conste que yo no deseaba ese cargo -dijo Robespierre-. El ciudadano Gasparin cayó enfermo y me he visto obligado a aceptarlo. Confío en que no empiecen a llamarlo el comité Robespierre. Sólo soy uno de tantos…

Uno de mis mejores amigos ha abandonado el comité, pensó Camille, y otro ha entrado a formar parte del mismo. Camille está acostumbrado, desde 1789, a representar el papel de público experimental para que Robespierre ensaye sus discursos. Desde el día en que se produjo aquel momento cargado de tensión en casa de los Duplay -«siempre te he tenido en mi corazón»- está convencido de que su amigo le exige más de lo que está dispuesto a darle. Robespierre se está convirtiendo en una persona en cuya compañía es imposible sentirse relajado un instante.

Dos días más tarde se otorgó al Comité de Salvación Pública la facultad de emitir órdenes de arresto.


Jacques Roux, cuyo número de seguidores aumenta día a día, anunció que el autor de su boletín de noticias era «el fantasma de Marat». Hébert comunicó a los jacobinos que si Marat precisaba un sucesor -y los aristócratas otra víctima- él estaba dispuesto a cumplir ese papel.

– ¡Ese estúpido engreído! -exclamó Robespierre-. ¿Cómo se atreve a decir semejante cosa?

El 8 de agosto, Simone Evrard compareció ante la Convención para pronunciar una apasionada denuncia contra ciertas personas que conducían a los sansculottes a la perdición. Sus opiniones, según dijo, eran las expresadas por aquel mártir, su marido, en sus últimas horas. Fue un discurso fluido, convincente. De vez en cuando se detenía para mirar sus notas, tratando de descifrar la diminuta e irregular caligrafía del ciudadano Robespierre.


Una semana más tarde el Comité de Salvación Pública cuenta con un nuevo miembro: Lazare Carnot, el ingeniero militar que Robespierre había conocido en la Academia de Arras.

– Los militares no me caen bien -dijo Robespierre-. Son ambiciosos y tienen unas extrañas prioridades. Pero son necesarios. -Luego añadió distraídamente-: Carnot siempre daba la impresión de saber de lo que estaba hablando.

Así, Carnot fue conocido posteriormente como el Organizador de la Victoria, y Robespierre como el Organizador de Carnot.

Cuando el presidente del Tribunal Revolucionario fue arrestado (bajo sospecha de haber manipulado el juicio contra la asesina de Marat) fue sustituido por el ciudadano Hermann, miembro del tribunal de Arras, el único capaz de reconocer que cuanto dice Robespierre es de puro sentido común.

– Lo conocí de joven -informó a la señora Duplay.

– Y sigue siendo usted joven -afirmó ésta.

El antiguo presidente fue arrestado por los gendarmes durante una sesión del Tribunal. Fouquier-Tinville era muy aficionado a los dramas; su primo no tenía el monopolio.


Cuando el ministro del Interior dimitió, los dos candidatos rivales para ocupar dicho cargo fueron Hébert y Jules Paré, convertido en un renombrado abogado. Resultó elegido éste último.

– Por supuesto, todos sabemos por qué ha sido elegido -dijo Hébert-. Había sido secretario de Danton. Algunos personajes importantes no necesitan trabajar sino que se limitan a dejar que sus servidores ejerzan el poder en su nombre. Danton tiene a otro empleado suyo, Desforgues, en el Ministerio de Asuntos Exteriores. Paré y Danton son tan amigos como lo eran Danton y Dumouriez.

– Es un tipo odioso -declaró Danton-. Debería de contentarse con haber colocado a sus hombres en el Ministerio de la Guerra y distribuir su periódico a las tropas.

Hébert expresó sus opiniones en el Club de los Jacobinos, algunos de cuyos miembros lo aplaudieron. Cuando abandonó la tribuna de oradores, Robespierre tomó la palabra:

– Nadie tiene derecho a manifestar la más leve crítica contra Danton. Cualquiera que intente desacreditarlo deberá demostrar que posee su misma energía, temple y celo patriótico.

Más aplausos. Algunos miembros se pusieron en pie para aclamar a Danton mientras éste, con aspecto desaliñado, sin corbata y sin afeitar, inclinaba la cabeza en señal de agradecimiento. También aclamaron a Robespierre, el cual se arregló los puños -un gesto que utilizaba como quien se persigna- y saludó sonriendo a sus admiradores. Acto seguido aplaudieron al ciudadano Camille, probablemente por el mero hecho de existir. Eso es lo que a él le gusta, ser el centro de atención, el personaje más admirado de la Revolución, el enfant terrible que siempre consigue satisfacer sus caprichos. Suponemos que también se hallaba presente Renaudin, el agresivo fabricante de violines, autor de un memorable gancho de derecha; pero de momento el único peligro era el entusiasmo de los patriotas, que se abalanzaban sobre Camille para abrazarlo. Por segunda vez se encontró con la mejilla aplastada contra el hombro de Maurice Duplay y recordó la primera vez, cuando consiguió escapar por los pelos de la persecución de Babette.

– ¿Por qué esa cara de preocupación? -le preguntó Danton.

– Deseo preservar la armonía entre vosotros -contestó Camille haciendo un pequeño gesto con las manos, como si sostuviera entre ellas un huevo, lo cual demostraba la fragilidad de dicha armonía.

A finales de agosto fueron llamados a filas muchos jóvenes, y el general Custine (ci-devant conde de Custine) perdió la cabeza. El 26, Elisabeth Duplay contrajo matrimonio con Philippe Lebas, un joven decididamente poco agraciado, pero un buen republicano, amable y leal.

– ¡Al fin! -exclamó Camille-. ¡Qué alivio!

Robespierre lo miró sorprendido. Le parecía muy bien que la joven se casara, pero a fin de cuentas sólo tenía diecisiete años.

Frente a las panaderías se formaban unas largas colas de gente insatisfecha. El precio del pan había descendido, pero escaseaba y era malo.

El diputado «montañés» Chabot mantuvo una agria discusión con Robespierre a propósito de la nueva constitución.

– No ha conseguido eliminar la pobreza de la República -dijo, agitando unos documentos ante sus narices-. No asegura el pan a los pobres.

Robespierre lo miró enfurecido. Ésta era la cuestión que más le preocupaba, asegurar el pan a los pobres. Cualquier otro objetivo, en comparación con éste, carecía de importancia. Era un objetivo simple, fácil de alcanzar. Sin embargo, existían numerosas dificultades que le impedían resolver el problema.

– Mi más ferviente deseo es hacer que desaparezca la pobreza. Pero trabajamos dentro de los límites de lo posible.

– ¿Quieres decir que el comité, con todos los poderes de que dispone…?

– Habéis otorgado numerosos poderes al comité, pero al mismo tiempo nos habéis encomendado una serie de tareas que no podemos cumplir, como por ejemplo abastecer al Ejército de reclutas. Esperáis que el comité resuelva todos los problemas, pero estáis celosos de sus poderes. Si yo fuera capaz de realizar el milagro de los panes y los peces, supongo que diríais que nos habíamos excedido en nuestro mandato -le espetó Robespierre, alzando la voz-. Si no hay pan, la culpa la tiene el bloque inglés. Echadles la culpa a los conspiradores.

Tras esas palabras, se marchó. Chabot nunca le había caído bien. Trataba de no dejarse influir por el hecho de que éste tuviera el aspecto de un pavo, rojo e hinchado, según decía todo el mundo. Era un ex fraile capuchino, aunque resultaba difícil imaginar que fuera capaz de cumplir los votos de pobreza y castidad. Él y el diputado Julien eran miembros de un comité encargado de erradicar la especulación ilegal, supuestamente siguiendo el principio de que nadie mejor que un ladrón para… Por desgracia, Julien era amigo de Danton. Robespierre pensó en el gesto que había hecho Camille, como si sostuviera un pequeño y frágil huevo. Se rumoreaba que Chabot pensaba casarse con una hebrea, hermana de dos banqueros llamados Frei, unos refugiados de los Habsburgo. Tras su matrimonio, Chabot se convertiría en un hombre rico.

– Los extranjeros te disgustan por principio -le dijo Camille.

– No me parece un mal principio teniendo en cuenta que estamos en guerra con el resto de Europa. ¿Qué han venido a hacer a París todos esos ingleses, austriacos y españoles? Deben de tener algunas lealtades en alguna parte. La gente dice que son simples hombres de negocios, pero yo me pregunto: ¿A qué clase de negocios se dedican? ¿Por qué permanecen aquí, donde el dinero no vale nada y están a las órdenes de los sansculottes? En esta ciudad son las lavanderas las que fijan el precio del jabón.

– ¿Tú qué opinas?

– Porque son unos espías, unos saboteadores.

– Se nota que no entiendes nada de finanzas.

– Cierto. Hay cosas que no alcanzo a comprender.

– Se puede sacar mucho dinero de una situación que se deteriora día a día.

– Cambon es nuestro experto en finanzas. Si me lo explicara, quizá lo comprendería.

– Pero ya has sacado tus propias conclusiones. Y supongo que estarás de acuerdo en arrestar a esas personas bajo sospecha de ser espías.

– Enemigos extranjeros.

– Eso dices ahora, pero más adelante… Toda ley de internamiento vulnera la justicia.

– Debes comprender…

– Lo sé -le interrumpió Camille-. Se trata de una emergencia nacional, de medidas extraordinarias. Nadie puede acusarme de no haberme mostrado enérgico con nuestros oponentes. Jamás me ha temblado el pulso… A propósito, ¿por qué habéis demorado el juicio de los hombres de Brissot? ¿Qué sentido tiene luchar contra los tiranos de Europa si nosotros mismos nos comportamos como tiranos? ¿Qué sentido tiene nada?

– Esto no es una tiranía, Camille. Es posible que nunca tengamos que utilizar los poderes que nos han otorgado, o como mucho sólo durante unos meses. Es para preservar nuestra supervivencia en tanto que nación. Dices que jamás te ha temblado el pulso. En cambio yo he vacilado en numerosas ocasiones. ¿Me tienes por un salvaje, un sanguinario? Creía que tenías mejor opinión de mí.

– Y la tengo. ¿Pero controlas el comité, o simplemente constituyes su fachada?

– ¿Cómo quieres que lo controle? -replicó Robespierre-. No soy un dictador.

– No te hagas el ingenuo -dijo Camille-. Confío en que no te dejes engañar por Saint-Just. Te lo digo para recordarte que no debes perder el control de la situación. Y si creo que esto era una tiranía, tengo todo el derecho a decirlo.

El caso es que la Revolución ha quedado reducida a un concentrado más áspero: lacayos convertidos en ministros, viejos amigos que ocupan cargos de autoridad. Hasta septiembre el Tribunal ha condenado sólo a veintiséis de los doscientos sesenta acusados que han comparecido ante el mismo. Pero esa situación no tardará mucho en cambiar. A medida que los problemas aumentan, la mano de obra disminuye. Los supervivientes tienen la sensación de conocerse desde hace tiempo.

Camille sabía que ese verano había cometido una seria equivocación; no debió haber abandonado a Arthur Dillon al criterio de la República. Al mismo tiempo, había demostrado su poder personal. A medida que empezaba a refrescar, que empezaban a coger troncos para encender la chimenea, que el pálido y dorado sol otoñal secaba las hojas de los jardines públicos, notó una progresiva sensación de aislamiento. Sin ningún propósito concreto, tomó las siguientes notas:


Piteo dijo que en la isla de Tula, que Virgilio llamaba Ultima Tula, distante seis días de viaje de Gran Bretaña, no existía la tierra, ni el mar, sino una mezcla de los tres elementos, y que era imposible recorrer a pie ni alcanzarla en barco. Se refería a ella como si la hubiera visto con sus propios ojos.


2 de septiembre de 1793: discurso de la Sección Sansculottes

(antiguamente conocida como Jardins-des-Plantes)

ante la convención


¿Acaso no sabéis que la única base de la propiedad es la extensión de las necesidades físicas? Es preciso fijar un límite a las fortunas personales…, nadie debería poseer más tierras de las que puedan cultivarse con un número estipulado de azadones… Un ciudadano no debe poseer más que un comercio o taller… el trabajador, el comerciante o el agricultor industrioso, no sólo debería ser capaz de obtener con su esfuerzo lo esencial para ganarse el sustento, sino aquello que contribuyera a su felicidad…


Antoine Saint-Just


La felicidad es un concepto nuevo en Europa.


El 2 de septiembre llegó a París la noticia de que el pueblo de Tolón había entregado su población y su Armada a los británicos. Había sido un acto de traición sin precedentes. En un solo día Francia perdió dieciséis fragatas y otros veintiséis de sus sesenta y cinco buques de guerra. El año anterior por estas fechas, la sangre corría por las alcantarillas.


– Utilizas esto -dijo Danton. El ruido procedente de la sala de la Convención era ensordecedor-. No dejas que te abrume. Lo agarras con fuerza -añadió, haciendo un gesto como si sujetara a alguien por el cuello-. Por ser un asesino de septiembre, jamás me había sentido tan popular.

Robespierre empezó a decir algo.

– Habla más alto, no te oigo -dijo Danton.

Se encontraban en una pequeña estancia, desierta y polvorienta, a la que se accedía por un pasadizo que comunicaba con la sala de debates. Estaban solos, pero el tumulto era tan fuerte que casi podían oler a la muchedumbre. Camille y Fabre se retiraron a un rincón.

5 de septiembre de 1793: los sansculottes habían montado una manifestación, o una revuelta, entre sus representantes.

– ¿Por qué te apoyas contra la puerta, Danton?

– Para impedir que entre Saint-Just -contestó secamente Danton, sin más explicaciones. Robespierre abrió la boca para decir algo, pero Danton se apresuró a interrumpirle-: No digas una palabra. Hébert y Chaumette han organizado esto.

Robespierre sacudió la cabeza.

– Bueno -dijo Danton-, quizás haya algo de verdad en ello. Puede que los sansculottes se hayan organizado, lo cual constituye un precedente que me disgusta. Es preciso controlar la situación. Les concederemos lo que piden como un regalo de la Montaña. Controles económicos, límites de precios y arresto de sospechosos. Pero nada más, nada de interferir en la propiedad privada. Sí, Fabre, ya sé lo que los hombres de negocios opinan sobre los controles económicos, pero esto es una emergencia, tenemos que ceder. Además, ¿por qué he de justificarte mis decisiones?

– Debemos presentar un blanco móvil a Europa -dijo Robespierre suavemente.

– ¿Qué has dicho?

Nada. Robespierre agitó la mano, tenso e impaciente, como si no tuviera importancia.

– Espero que te hayas convencido de la necesidad de internar a los sospechosos, Camille. La definición tendrá que aguardar. Sí, ya sé que es el núcleo de la cuestión, pero necesito un papel para redactar el proyecto de ley. Silencio, no quiero discutir ahora contigo.

– ¿Quieres hacer el favor de escucharme? -le gritó Robespierre.

Danton lo miró perplejo.

– Adelante.

– Mañana serán elegidos los nuevos miembros del comité. Queremos que Collot d’Herbois y Billaud-Varennes entren a formar parte del mismo. Nos están creando muchos quebraderos de cabeza con sus críticas. Es el único medio de hacerlos callar. Ya sé que es una política cobarde, pero no queda más remedio. El comité quiere que regreses.

– No.

– Te lo suplicamos, Danton -dijo Fabre.

– Os proporcionaré todo el apoyo que necesitéis. Pediré que se os otorgue más poderes. Haré que la Convención os conceda cuanto pidáis, pero no quiero formar parte del comité. Me agota. ¡Maldita sea! ¿Es que no lo comprendéis? No estoy hecho para formar parte de un comité. Me gusta trabajar solo, seguir mi propia intuición. Odio vuestra condenada agenda, vuestras actas y vuestros procedimientos.

– ¡Tu actitud es exasperante! -gritó Robespierre.

La algarabía procedente de la sala de la Convención se intensificó.

– Dejadme que solucione esto -dijo Danton-. Soy el único capaz de hacerse oír.

– Me disgusta… -dijo Robespierre, pero el estrépito sofocó sus palabras-. El pueblo es bueno y generoso -gritó-, y si entorpecen la Revolución, como en Tolón, debemos culpar a sus dirigentes.

– ¿A qué viene eso? -preguntó Danton.

– Robespierre trata de formular una doctrina -se apresuró a contestar Fabre, alzando la voz-. Opina que ha llegado el momento de largarnos un sermón.

– Es preciso que prolifere la vertu -afirmó Robespierre.

– ¿Qué?

– Vertu. Amor a la patria. Capacidad de sacrificio. Espíritu cívico.

– Aprecio tu sentido del humor -dijo Danton, señalando con el pulgar la sala de debates-. Pero la única vertu que comprenden esos cabrones es la que le demuestro todas las noches a mi mujer.

Robespierre lo miró como si estuviera a punto de romper a llorar. A continuación, salió precedido de Danton.

– Ojalá no hubiera dicho eso -murmuró Fabre, agarrando a Camille del brazo y conduciéndolo hacia la puerta.


Anotado en el cuaderno privado de Maximilien Robespierre: «Danton se burló de la idea de la vertu, comparándola con lo que él hace todas las noches con su esposa.»


Cuando Danton comenzó a hablar, los manifestantes lo vitorearon y los diputados se pusieron en pie para aplaudirle. Al cabo de unos minutos reanudó su discurso. Su semblante expresaba una mezcla de sorpresa y gratitud, como si se preguntara: «¿Qué es lo que he hecho para merecer esto?» Luego continuó exhortándoles, cediendo, unificando, apoyando su causa, en una palabra, salvó la situación. Al día siguiente, cuando fue elegido de nuevo para presidir el comité, Robespierre fue a visitarlo a su casa. Visiblemente tenso, se sentó en el borde de la silla y rechazó el refresco que le ofreció Danton.

– He venido para rogarte que cumplas con tu deber -dijo-. Suponiendo que comprendas el significado de esa palabra.

Danton estaba de buen humor.

– No huyas, Louise. ¿No conocías al ciudadano Robespierre?

– Estoy harto de tus burlas -le espetó Robespierre, mientras su párpado izquierdo era presa de violentos espasmos. Rojo de ira, se quitó las gafas y se frotó los ojos.

– Cálmate -le recomendó Danton-. Piensa en Camille, que ha tartamudeado toda la vida. Aunque confieso que su tartamudeo resulta más atractivo que tu enojoso tic.

– Es posible que la Convención haga uso de su autoridad para obligarte a unirte a nosotros.

– Me propongo convertirme en el terror de todos los comités -respondió Danton sonriendo.

– En ese caso, creo que no tenemos más que decir. La gente pide a gritos que se celebren juicios, purgas y ejecuciones. Pero tú prefieres darle la espalda a la realidad.

– ¿Qué quieres que haga? ¿Que sude sangre en aras de la Revolución? Ya te he dicho que podéis contar con mi apoyo.

– Quieres ser el ídolo de la Convención. Quieres pronunciar grandes discursos y cubrirte de gloria. Pero eso no es lo más importante.

– No sigas, vas a ponerte enfermo.

– Me reprochas que acudiera a Saint-Just en busca de apoyo. Al menos él no ha convertido su satisfacción personal en la piedra angular de la Revolución.

– Ni yo tampoco.

– Espero que en público te comportes conmigo civilizadamente.

– Te trataré con el mayor afecto -le prometió Danton.

Robespierre partió en un vehículo del Gobierno, acompañado por dos fornidos escoltas.

– Al final le han obligado a aceptar unos guardaespaldas -murmuró Danton, mirando por la ventana-. Temían que colocara a su perro en el Comité de Salvación Pública. En realidad, le gustaría que lo asesinaran. -Extendió el brazo para atraer a Louise-. Sería el remate perfecto a la dura y desgraciada existencia que él mismo se ha forjado.


El día de la manifestación fue arrestado Jacques Roux, el cabecilla de los sansculottes. Durante un tiempo no se presentaron cargos contra él, pero unos días antes de que compareciera ante el Tribunal se suicidó en su celda. En septiembre se instituyó el Terror como forma de gobierno. La nueva constitución fue suprimida hasta el fin de la guerra. El 13 de septiembre Danton propuso que todos los comités fueran renovados y que en el futuro sus miembros fueran nombrados por el de Salvación Pública. En un determinado momento, él y Robespierre se pusieron en pie para agradecer conjuntamente los aplausos de la Montaña. «¿De acuerdo?», preguntó Danton a Robespierre, a lo que éste contestó: «Sí.»

El decreto fue aprobado. El momento pasó. Ahora, pensó Danton, nos inclinaremos y haremos mutis por el foro. El agotamiento se había apoderado de él como un parásito.

A la mañana siguiente apenas podía alzar la cabeza. No recordaba nada sobre el día anterior. Tenía la mente en blanco, como si hubiera perdido la memoria y ésta hubiera sido reemplazada por una intensa jaqueca. A través del dolor flotaban un par de incidentes que se habían producido unos años antes. No recordaba la fecha. Imaginó que Gabrielle entraba en la habitación y le arreglaba la almohada. Más tarde recordó que Gabrielle estaba muerta.

Acudieron a visitarlo varios médicos, que discutieron acaloradamente entre sí. Cuando llegó Angélique, Louise se arrojó sollozando sobre el sofá. Angélique envió a los niños a casa de su tío y obligó a Louise a beberse un vaso de leche caliente. Cuando se hubo recobrado, Louise echó a todos los médicos excepto a Souberbielle.

– Debería marcharse de París -dijo éste-. Un hombre como él necesita respirar el aire del campo. Durante estos últimos años ha abusado de sus fuerzas, ha destrozado su organismo.

– ¿Se pondrá bien? -le preguntó Louise.

– Sí, pero no se recuperará a menos que abandone la ciudad. La Convención debe permitirle ausentarse durante un tiempo. ¿Me permite que le dé un consejo, ciudadana?

– Por supuesto.

– Mientras Danton esté enfermo, no hable de sus asuntos con nadie. No debe fiarse de nadie.

– No lo hago.

– No discuta con él. Es sabido, ciudadana, que a usted le gusta airear sus opiniones, pero con ello sólo conseguirá que empeore su marido.

– Sólo hablo según me dicta mi conciencia. Puede que esta enfermedad sea providencial. Mi marido debe renunciar a seguir participando en la Revolución.

– Eso no es tan sencillo. Usted tenía doce años cuando cayó la Bastilla.

– Gabrielle tenía una salud frágil.

– No estoy de acuerdo. Se encerró en su mundo particular.

– Deseo salvar a mi marido de sí mismo.

– Es curioso -observó el doctor Souberbielle-. Robespierre pretende lo mismo.

– ¿Conoce usted a Robespierre?

– Sí, bastante bien.

– ¿Le parece un hombre honesto?

– Es honesto y escrupuloso, y trata de salvar vidas.

– A costa de otras.

– En ocasiones eso es inevitable. Pero me consta que le duele.

– ¿Cree usted que mi marido le cae bien?

El médico se encogió de hombros.

– Lo ignoro. Son muy distintos. ¿Qué importa eso?

Claro que importa, pensó Louise mientras acompañaba al doctor Souberbielle a la puerta. Los médicos fueron sustituidos por las nueras de Angélique, unas mujeres fuertes y de recio temperamento a las que Louise apenas conocía. Éstas se hicieron con el control de la situación y la obligaron a dormir en su antigua alcoba. En ocasiones, Louise salía sigilosamente y se sentaba en la escalera, casi temiendo que Gabrielle regresara a su mundo particular. ¿No estarás encinta?, le dijo su madre. Louise imaginaba lo que pensaba su madre: si la situación se agrava, si Danton muere, ¿cuánto tiempo tardaremos en arrancarla de aquí? No, no estoy encinta, contestó Louise, aunque no hago nada para evitarlo. Su madre se estremeció. Tu marido es un salvaje, dijo.

Un día se presentó David, del comité de Policía, acompañado por otro diputado, y exigió hablar con Danton. Angélique los arrojó sin contemplaciones. Al marcharse, profiriendo gritos y amenazas, Angélique soltó unas palabrotas en italiano. Cuando Danton se recupere, pensó, no van a dejarlo en paz.


Fabre estaba sentado en casa de los Desmoulins, aterrado.

– Si quieren fijar los precios -dijo-, deben fijar también los salarios. Me gustaría conocer la tarifa diaria de un espía. ¿Cómo vamos a ganar ninguna batalla si buena parte de la población activa se dedica a espiar para el comité?

– ¿Te están espiando?

– Por supuesto.

– ¿Se lo has dicho a Robespierre? -preguntó Camille.

Fabre lo miró perplejo.

– ¿Que si se lo he dicho? ¿Qué voy a decirle? Mi situación es tan complicada que ni yo mismo la entiendo. Me siento perseguido, acosado. Me obligan a participar en asuntos en los que no quiero tener nada que ver. ¿Crees que esa idiota me permitirá ver a Georges?

– No. De todos modos, ¿por qué habría de escucharte Georges? Si no quieres decírselo a Robespierre, ¿por qué habrías de revelárselo a Georges?

– Existen ciertas razones.

– ¿Quieres decir que has mezclado su nombre en este asunto?

– No, quiero decir que me debe ciertos favores.

– Suponía que era al revés, y que tu obligación era evitar implicarlo en tus torpes maniobras en la Bolsa.

– No se trata de eso…

– No me lo cuentes, Fabre, prefiero no saberlo.

– No servirá de nada decirle eso a la policía.

Camille se llevó un dedo a los labios. En aquel momento apareció Lucile.

– Lo he oído -dijo.

– Son las tácticas ofensivas de Fabre. Ha perdido la cabeza.

– No me parece una frase muy oportuna -observó Lucile.

– No me agobies -protestó Fabre-. Tus manos tampoco están limpias. Cuando caigas, Camille -añadió, pasándose el índice por el cuello en sentido horizontal-, nadie te ayudará a levantarte, sino que se burlarán de ti.

– Es aficionado a las metáforas -dijo Lucile.

– Todo esto… -dijo Fabre, haciendo un gesto con las manos como si sostuviera una bola entre ellas-… todo esto estallará como una fruta podrida. Te ruego que intercedas por mí, Camille, habla con Robespierre -le suplicó desesperado.

– De acuerdo -respondió Camille. Deseaba aplacarlo, impedir que continuara haciendo una escena ante Lucile-. Baja la voz, pueden oírte los sirvientes. ¿Qué quieres que le diga a Robespierre?

– Si menciona mi nombre -contestó Fabre, respirando trabajosamente-, dile que… siempre he sido un patriota.

– Procura calmarte -dijo Lucile.

Fabre miró a su alrededor como si se sintiera ofuscado.

– Debo marcharme -dijo, cogiendo su sombrero-. Lo lamento, Lucile. No es necesario que me acompañes a la puerta.

Camille lo siguió.

– No te preocupes, Philippe -murmuró-, todavía quedan por atrapar muchos peces pequeños, según dice Robespierre.

– ¿Por qué me has llamado por mi nombre de pila? -inquirió Fabre.

– Cuídate -respondió Camille sonriendo.

Cuando regresó al cuarto de estar, Lucile le preguntó:

– ¿Qué estabais murmurando?

– Unas palabras de consuelo.

– No me mientas. ¿Qué es lo que ha hecho Fabre?

– En agosto… ¿Has oído hablar de la Compañía de las Indias Orientales? Me alegro, porque hemos ganado mucho dinero con ella. Como recordarás, el valor de las acciones cayó, y luego ascendió de nuevo. Todo era cuestión de comprar y vender en el momento oportuno.

– Mi padre dijo que suponía que habías ganado mucho dinero con eso. Aunque respeta el hecho de que hicieras uso de la información que poseías, dice que en sus tiempos os habrían considerado unos delincuentes. «Claro que en mis tiempos -añadió-, no existían los augustos y virtuosos miembros de la Convención para apoyarse en esas turbias maniobras.»

– Comprendo que tu padre reaccionara así. ¿Sabe cómo lo conseguimos?

– Probablemente. Pero no trates de explicármelo, sólo quiero saber las consecuencias.

– Cuando la compañía iba a ser liquidada, hubo una discusión en la Convención sobre la forma de hacerlo. Es posible que la liquidación no se llevara a cabo como pretendía la Convención. No lo sé.

– Pero en realidad sí lo sabes.

– Ignoro los detalles. Según parece, Fabre infringió la ley, cosa que nosotros no hicimos, o al menos, se disponía a infringirla.

– Pero por la forma en que se expresó, deduje que tú y Danton también corríais peligro.

– Es posible que Danton esté implicado en el asunto. Lo que Fabre nos ha dado a entender es que no debemos investigar los asuntos de Danton.

– Pero no creo que Danton se atreviera a… -Lucile no sabía cómo expresarlo con tacto-. ¿Crees que sería capaz de echarle la culpa a otro?

– Fabre es amigo suyo. Cuando estábamos en el ministerio, traté de advertirle que Fabre estaba sobrepasando los límites acordados. «Fabre es mi amigo -contestó Danton-. Hemos pasado mucho juntos y nos conocemos perfectamente.»

– Así que Georges lo protegerá…

– No lo sé. No quiero hablar de ello con ninguno de los dos porque me vería a obligado a referir lo que supiera a Robespierre, el cual tendría que informar al comité.

– Deberías hablar con Robespierre. Si existe algún peligro de verte envuelto en este asunto, es mejor que seas tú quien lo descubra.

– Pero eso significa ayudar al comité, cosa que no me apetece.

– Si el comité es el único medio de tener un Gobierno firme, debes ayudarlo.

– Detesto los gobiernos firmes.

– ¿Cuándo comenzarán los juicios importantes?

– Pronto. Dada su situación, Danton no podrá demorarlos por más tiempo. Y Robespierre no se atreverá a hacerlo.

– Supongo que sigues estando de acuerdo en que se juzgue a esa gente.

– ¿Cómo no iba a estarlo? Monárquicos, brissotinos…


La ley de sospechosos. Los sospechosos son: quienes han contribuido a la tiranía (tiranía real, tiranía de los brissotinos); quienes no pueden demostrar que han cumplido sus obligaciones cívicas; quienes no se mueren de hambre y no disponen aparentemente de ningún medio de subsistencia; quienes las Secciones les han negado un certificado de ciudadanía; quienes han sido eliminados de un cargo público por la Convención o sus representantes; quienes pertenecen a una familia aristocrática y no han dado muestras de un fervor revolucionario constante y extraordinario; o quienes han emigrado.

Posteriormente, el ciudadano Desmoulins declara que 200.000 personas han sido detenidas bajo esa ley. El comité de vigilancia de cada Sección tiene como misión elaborar unas listas de sospechosos, privarlos de sus documentos de identidad y detenerlos en un lugar seguro. Esos lugares, denominados «edificios nacionales», consisten en conventos, castillos abandonados y almacenes vacíos. A Collot d’Herbois se le ha ocurrido una idea mejor. Sugiere que los sospechosos sean encerrados en viviendas minadas y luego volarlas.

Desde que se ha convertido en miembro del Comité de Salvación Pública, Collot se abstiene de criticarlo. Cuando entra en la sala del comité, el ciudadano Robespierre procura marcharse por otra puerta.


Decreto de la Convención Nacional: «El Gobierno francés seguirá siendo revolucionario hasta que la paz… El Terror está a la orden del día.»


Antoine Saint-Just: «Es preciso castigar a todo aquel que se muestre pasivo en los asuntos relativos a la Revolución y no haga algo por ella.»


– Así que han modificado el calendario -dijo Danton-. Es demasiado para un inválido.

– Así es -contestó Camille-. La semana tiene ahora diez días. Resulta más conveniente para el esfuerzo de guerra. Ahora nuestras fechas arrancan a partir de la fundación de la República, de modo que nos hallamos en el mes I del año II. Han pedido a Fabre que se invente unos nombres absolutamente ridículos para aplicarlos a los meses. Fabre ha decidido poner al primero el nombre de Vendémiaire. O sea que hoy… -Camille arrugó el ceño-, sí, hoy sería el 19 de Vendémiaire.

– En esta casa estamos a 10 de octubre.

– No tienes más remedio que aprendértelos. Debemos ponerlos en las cartas oficiales.

– No pienso escribir ninguna carta oficial -replicó Danton.

Se había levantado de la cama pero hablaba y se movía lentamente. De vez en cuando apoyaba la cabeza en el respaldo del sillón en el que estaba sentado, y cerraba los ojos unos instantes.

– Cuéntame lo de la batalla cerca de Dunkerque -dijo-. Cuando me retiré del mundo, todos decían que era una gran victoria para la República. Ahora tengo entendido que el general Houchard ha sido arrestado.

– El comité y el Ministerio de la Guerra decidieron que el general pudo haber causado más daños de los necesarios al enemigo. Lo han acusado de traición.

– Sin embargo, fue el comité el que lo nombró. Supongo que se organizaron unas divertidas escenas en la Convención.

– Si, pero Robespierre salió triunfante.

– Parece que se ha convertido en uno de los miembros más eficaces del comité.

– Es muy responsable. Todo lo hace bien.

– Debo dejarlo todo en sus manos. El médico me ha ordenado que me traslade al campo. ¿Irás a verme a Arcis en cuanto tengas unos días libres?

– Yo no nunca tengo ningún día libre.

– Te expresas como Robespierre.

– ¿Te has enterado de lo del diputado Julien?

– No.

– ¿Es que Louise no te cuenta ninguna noticia?

– No creo que le importe lo que haga Julien. Seguramente ni siquiera sabe que existe.

– La policía ha registrado su vivienda. Han requisado sus papeles.

Danton abrió los ojos.

– ¿Y bien? -preguntó.

– Chabot me reveló confidencialmente que los había quemado todos. Deduzco que deseaba que te transmitiera ese mensaje.

Danton se inclinó hacia adelante y miró fijamente a Camille.

– ¿Fabre?

– Fabre está aterrado.

– Tiene un temperamento muy nervioso.

– Yo también, Georges-Jacques, yo también. ¿Qué puedo hacer? Fabre ha cometido un fraude. Cuando la Compañía de las Indias Orientales fue liquidada, ciertos documentos fueron falsificados en interés de la compañía. Esos documentos eran unos decretos de la Convención, y sólo un diputado pudo haberlos manipulado. Es probable que Chabot esté mezclado en ello, junto con media docena de personas, quienes seguramente ignoran quién es el máximo responsable. Julien probablemente culpará a Chabot, y éste a Julien. Cada uno conoce secretos del otro.

– ¿Te ha confesado algo Fabre?

– Intentó hacerlo, pero le dije que no quería saber nada. Lo que te he explicado son meras conjeturas. A la policía le llevará algún tiempo llegar a esas mismas conclusiones, y más aún recabar pruebas.

Danton cerró los ojos de nuevo y dijo:

– Pronto será la época de la vendimia. Lo único que podemos hacer es prepararnos para cuando llegue el invierno.

– Aún no te lo he contado todo.

– Pues acaba de una vez.

– François Robert tiene problemas. ¿Es que tu esposa no te cuenta nada?

– Eso tampoco debió parecerle importante. ¿También está implicado en lo del fraude de la compañía?

– No, lo han acusado de tener tratos con el mercado negro. Ocho barriles de ron. Para su tienda.

– ¡Qué ridiculez! -exclamó Danton, descargando un puñetazo sobre el brazo del sillón-. Les ofreces la oportunidad de escribir una página de la historia y prefieren seguir siendo unos tenderos.

En aquel momento entró precipitadamente Louise.

– No debes disgustarlo -le recriminó a Camille.

– Se han hecho ricos gracias a mí. No les pido que se maten a trabajar. Les doy un cargo importante y les concedo todos sus caprichos. Lo único que les pido a cambio es que me voten, que pronuncien algún discurso de vez en cuando y que si deciden convertirse en delincuentes de poca monta lo hagan discretamente para no perjudicarme.

– El asunto del ron no tiene importancia, pero lo de la Compañía de las Indias es serio. No obstante, François Robert es colega nuestro. Su conducta nos afecta también a nosotros. Haz el favor de pedir a tu esposa que nos deje solos.

– El médico dice que no debes alterarte.

– Déjanos solos, Louise. Prometo no alterarme. Ya me he calmado.

– ¿Qué tratáis de ocultarme?

– Nada -respondió Camille-. No vale la pena.

– Es una niña, no comprende ciertas cosas. No sabe quiénes son esos hombres.

– Fue nuestra Sección, la de los cordeliers, la que denunció a François. La Convención también opina que se trata de un asunto sin importancia y se negaron a retirar su inmunidad parlamentaria. De lo contrario habría sufrido un severo castigo. Él y Louise tendrán que marcharse y procurar que la gente se olvide de ellos.

– Qué forma de acabar -dijo Danton, malhumorado-. Cuando recuerdo los tiempos posteriores a la caída de la Bastilla, cuando redactaban Le Mercure Nacionale en la trastienda, a la pequeña Louise dándose aires y arremetiendo contra el impresor… Era un buen chico, François. Yo solía decirle: «Ve a hacer esto y lo otro», y él contestaba, apartándose un mechón de la frente: «Enseguida Georges-Jacques. ¿Necesitas que te traiga algo de la tienda?» Qué forma tan absurda de acabar. Cuando le veas, dile que le agradecería que se olvidara de mi nombre.

– No creo que lo vea.

– ¡Nuestra propia Sección! Debí haber dejado el Club de los Jacobinos en manos de Robespierre y quedarme en mi propio distrito. ¿Quién lo dirige ahora? ¿Hébert? Los viejos cordeliers debimos haber permanecido unidos.

Los dos amigos guardaron silencio durante unos momentos. Los viejos cordeliers… Solo hace poco más de cuatro años que cayó la Bastilla, exactamente cuatro años y tres meses. Parece que hayan pasado veinte años. Danton ha engordado y está lleno de problemas; Dios sabe cómo tendrá los órganos internos. El asma de Robespierre ha empeorado, y uno no puede por menos de notar que se está quedando calvo. Hérault presenta un aspecto cada día menos lozano y su papada, sobre la cual Lucile hizo un cruel comentario, amenaza con hacerse más pronunciada. Fabre sufre problemas respiratorios. En cuanto a Camille, está hecho un saco de huesos y sus jaquecas son cada vez más frecuentes y agudas.

– ¿Conoces a un individuo llamado Comte? -preguntó a Danton-. Contéstame sí o no.

– Sí. Lo empleé como agente en Normandía. Se ocupaba de cuestiones gubernamentales. ¿Por qué?

– Está en París. Va diciendo por ahí que estabas confabulado con los hombres de Brissot para instalar al duque de York en el trono de Francia.

– ¿El duque de York? ¡Dios bendito! -exclamó Danton con amargura-. Creí que sólo Robespierre era capaz de inventarse algo tan fantástico.

– Robespierre se disgustó mucho al enterarse de la noticia.

– ¿Se la creyó?

– No, claro que no. Dijo que se trataba de una conspiración para desacreditar a un patriota. Menos mal que todavía tenemos a Hérault en el comité. Mandó que arrestaran a Comte para impedir que siguiera calumniándote. Por eso vino a verte David, en nombre del comité de Policía. Fue una mera formalidad.

– Comprendo -contestó Danton-. «Buenos días, Danton. ¿Eres acaso un traidor?» «Por supuesto que no, David. Puedes regresar tranquilamente a tus pinceles.» «De acuerdo, tengo que dar los últimos toques a un cuadro. Que te mejores.» ¿Te refieres a ese tipo de formalidad? Imagino la reacción de Robespierre, con su obsesión por todo lo que huela a conspiración.

– Suponemos que Comte es un agente de los británicos. Al fin y al cabo, nos preguntamos Robespierre y yo, ¿cómo es posible que ese tipo insignificante, ese sirviente, ese mandado, conozca los planes de un hombre como Danton?

– ¿Adónde quieres ir a parar, Camille? -preguntó Louise-. ¿Por qué no le preguntas sin rodeos si es cierto lo que decía ese tal Comte?

– Porque es absurdo -respondió bruscamente Camille-. Porque tengo otras lealtades, y si es cierto lo matarán.

Louise lo miró horrorizada y se llevó una mano al cuello. Camille comprendió de inmediato su dilema: deseaba y al mismo tiempo no deseaba que muriera.

– No te inquietes, Louise -dijo Danton con voz cansada-. Ve a terminar de preparar el equipaje. No debes dar importancia… a esas ridículas historias. Como dice Robespierre, no son más que calumnias.

Louise vaciló.

– ¿Estás decidido a ir a Arcis?

– Por supuesto. He escrito a mi familia comunicándoles nuestra llegada.

Louise salió de la habitación.

– No tengo más remedio que ir -dijo Danton-. Debo recobrar la salud. Sin eso, todo es inútil.

– Cierto -respondió Camille, tratando de rehuir su mirada-. Supongo que no te apetece asistir a los juicios importantes.

– Acércate -dijo Danton extendiendo una mano. Camille fingió no darse cuenta-. Estoy harto de la ciudad. Estoy harto de la gente. ¿Por qué no me acompañas? Te vendrá bien un cambio de aires.

Lo he perdido, piensa Danton. Prefiere a Robespierre y ese clima de perpetua frialdad.

– Te escribiré, Georges -respondió Camille. Luego se acercó a Danton y le besó brevemente en la mejilla. Era lo menos que podía hacer por él.


Llegaron a Arcis por la tarde. Había refrescado. En cuanto se apeó del carruaje, Danton sintió que el sol no calentaba tanto, que la tierra perdía su calor estival.

– Aquí es donde nací -dijo, apoyándose en Louise.

Louise se arrebujó en su capa y contempló la mansión que se erguía ante ellos, envuelta en una densa neblina.

– No en esa casa -dijo Danton-, en otra situada cerca de aquí. -Luego se dirigió a los niños y añadió-: Mirad, ésa es la casa de vuestra abuela. ¿Os acordáis de ella?

Qué pregunta tan tonta. Georges siempre piensa que sus hijos son mayores de lo que son y cree que tienen la memoria de un adulto. François-Georges, que tenía poco más de un año cuando murió su madre, se había dormido en brazos de Louise. Antoine, agotado tras las emociones del viaje, se agarraba al cuello de su padre como un náufrago a una balsa.

Louise contempló a la luz de la antorcha que sostenía el marido de Anne Madeleine a su alarmante cuñada, que saltaba y brincaba a su alrededor como una colegiala.

– ¡Georges, Georges, querido hermano! -exclamó, precipitándose sobre él.

Danton la ciñó por la cintura mientras su hermana se apartaba el pelo de la frente y lo besaba en las mejillas. Luego cogió en brazos a uno de los niños y lo examinó detenidamente. Anne Madeleine era quien lo había rescatado de debajo de las pezuñas del toro.

Seguidamente apareció Marie-Cécile; las monjas de su convento se habían dispersado y ella había regresado a casa, donde debía estar. ¿Acaso no le había prometido su hermano ocuparse de ella? Todavía exhibía el porte de una monja, pensó Danton, mientras Marie-Cécile trataba de ocultar las manos en las mangas de un hábito que ya no llevaba. Por último apareció Pierrette, una mujer alta, sonriente y rolliza, una solterona de aspecto más maternal que la mayoría de las madres parisienses. Sostenía en brazos al hijo pequeño de Anne Madeleine, que le estaba llenando de babas la pechera del vestido. Todas rodearon a Louise, tocándola y estrujándola, comparando su delgada figura con las opulentas carnes de Gabrielle.

– ¡Qué joven eres! -exclamaron-. ¡Pareces una palomita!

Al cabo de un rato, las hermanas de Danton se dirigieron a la cocina.

– Parece muy seria y responsable -comentó una de ellas-. Apenas tiene pecho.

– Pensé que quizá se presentaría con Lucile, aquella joven de ojos negros. Creí que quizás habría conseguido separarla de su marido.

– No, ese Camille y su mujer son tal para cual -respondió otra.

La visita de los Desmoulins había sido una de las experiencias más emocionantes que habían vivido, y estaban ansiosas de que regresaran y les relataran las últimas novedades y rumores que circulaban por la capital.

Las hermanas se pusieron a representar la escena que en aquellos momentos se estaría desarrollando entre Georges-Jacques y su madre.

– Es un consuelo verte de nuevo antes de que me muera -dijo Marie-Cécile con voz temblorosa.

– ¿Morirte? -repitió Anne Madeleine-. No seas boba, no vas a morirte. Nos enterrarás a todos.

– Hay que ver las palabrotas que suelta a veces Georges-Jacques -dijo Pierrette-. ¿Creéis que se trata con gente poco recomendable?

En el salón de la mansión, la señora Recordain miró a Louise con sus luminosos ojos azules.

– Entra, hija mía, no vayas a resfriarte. Siéntate a mi lado -dijo, clavando los dedos en la cintura de Louise. Llevaban dos meses casados y aún no estaba embarazada. Al menos la chica italiana había cumplido con su deber. Ahora Georges-Jacques les había traído a casa una de esas delicadas parisienses.

Como si se temieran que su madre estuviera sometiendo a la pobre Louise a un riguroso examen, las hermanas de Danton aparecieron súbitamente, unas campesinas rollizas y saludables, vestidas con ropas prácticas. Las tres rodearon a Georges-Jacques bromeando, dándole palmaditas en la cabeza, preguntándole qué le apetecía comer y colmándole de mimos.


«Es mejor que seas tú quien lo descubra.» Fabre no había oído a Lucile decir esa frase, pero sin embargo no dejaba de rondarle por la cabeza. El día en que Danton se marchó de París se sentó en su casa, a solas, tratando de reprimir sus deseos de ponerse a gritar y golpear las paredes como un niño malcriado que no consigue satisfacer sus caprichos. Luego cogió la breve, educada y fría nota que le había enviado Danton antes de su partida a Arcis, la rompió en pedacitos y la arrojó al fuego.

Tras una tensa y agotadora entrevista en el Club de los Jacobinos, Fabre interceptó a Saint-Just y a Robespierre cuando éstos salían de la sala de debates. Saint-Just no asistía asiduamente a las reuniones nocturnas; opinaba que esas sesiones eran absurdas, aunque se guardaba muy bien de decirlo, y que los miembros del club eran unos fatuos. A Saint-Just no le interesaba la opinión de los demás. Estaba ansioso por partir dentro de unos días hacia Alsacia junto con los Ejércitos en campaña.

– Un momento, ciudadanos -dijo Fabre-, deseo hablar con vosotros.

Saint-Just lo miró irritado. Robespierre recordó lo del nuevo calendario y sonrió fríamente.

– Os lo ruego -les suplicó Fabre-. Es por un asunto de suma importancia.

– Sólo podemos concederte algunos minutos -contestó Robespierre.

– Estamos muy ocupados -apostilló Saint-Just.

Robespierre sonrió de nuevo al notar el tono del joven Antoine, que parecía indicar: «Max es amigo mío y no queremos jugar contigo.» Supuso que quizá Fabre retrocedería unos pasos para observar a Saint-Just a través de sus anteojos, pero no fue así. Pálido, torpe e impaciente, Fabre insistió de nuevo. La brusquedad de Saint-Just le había desconcertado.

– Debo ver al comité -dijo Fabre-. Es un asunto que les concierne.

– Entonces no lo vayas pregonando.

– Sólo los conspiradores murmuran -replicó Fabre, alzando la voz-. Dentro de poco toda la República se habrá enterado de ello.

Saint-Just lo miró enojado.

– No estamos en el escenario -dijo secamente.

Robespierre miró perplejo a Saint-Just.

– Tienes razón, Fabre. Si tu noticia concierne a la República, no hay razón para ocultarla. -Al mismo tiempo miró a su alrededor para comprobar si alguien había oído sus palabras.

– Es una cuestión de salvación pública.

– En ese caso debes acudir al comité.

– No -terció Saint-Just-. Esta noche tenemos una agenda muy apretada y trabajaremos hasta el amanecer. Todos los asuntos son urgentes y no podemos aplazarlos. Además, ciudadano Fabre, debo estar en mi despacho mañana a las nueve de la mañana.

Fabre no le hizo caso. Cogió a Robespierre del brazo y le dijo:

– Debo revelar una conspiración. -Robespierre lo miró atónito-. Sin embargo, no hay un peligro inminente. Si actuamos rápidamente mañana, conseguiremos frustrarla. El joven ciudadano Saint-Just necesita descansar. No está acostumbrado a permanecer desvelado como nosotros, los viejos patriotas.

Eso fue un error. Robespierre lo miró fríamente y dijo:

– Según mis informes, ciudadano Fabre, solías permanecer desvelado en un casino cuya existencia ignoran los patriotas de la Comuna, en compañía del ciudadano Desmoulins y varias mujeres de dudosa reputación.

– Debes tomar en serio lo que digo -le rogó Fabre.

– ¿Se trata de una conspiración complicada? -preguntó Robespierre.

– Sus ramificaciones son gigantescas.

– Muy bien. El ciudadano Saint-Just y yo nos reuniremos en el comité de Seguridad General.

– Lo sé.

– ¿Te parece bien?

– Perfectamente. Así resolveremos antes el problema.

– Perfectamente. Nos encontraremos a…

– Lo sé.

– De acuerdo. Buenas noches.

– El comité nos espera, Robespierre -dijo Saint-Just, impaciente.

– Espero que no -replicó Robespierre-. Espero que hayan comenzado a revisar los asuntos del día sin esperarnos. Nadie es indispensable.

Tras esas palabras, echó a andar tras Saint-Just.

– Ese hombre no es de fiar -observó éste cuando se hubieron alejado-. Es demasiado teatral. Es un histérico. No me cabe la menor duda de que esa presunta conspiración es producto de su desbordante imaginación.

– Es amigo de Danton y un buen patriota -contestó Robespierre bruscamente-. Además de un gran poeta. Me inclino a creer lo que dice. Observé que estaba muy pálido y que no llevaba sus anteojos, como suele hacer.


Parecía demasiado verosímil. Tenso, silencioso, inmóvil, con las manos apoyadas en la mesa, Robespierre se hizo cargo del interrogatorio. Se había trasladado de una esquina de la mesa a un lugar directamente enfrente de Fabre, mientras los demás miembros del comité se apresuraban a apartar las sillas para que pudiera pasar. Estos permanecían sentados en silencio, pendientes de cada palabra suya, de cada golpe de intuición. De vez en cuando, Robespierre pedía a Fabre que se detuviera para tomar unas notas; luego, tras limpiar la pluma y dejarla a un lado, extendía las manos sobre la mesa y miraba a Fabre para indicarle que reanudara su relato.

– Cuando dentro de un mes se presente Chabot para comunicarte que se ha enterado de que existe una conspiración -dijo Fabre-, espero que recuerdes que he sido yo quien te ha dado esos nombres.

– Tú mismo lo interrogarás -respondió Robespierre.

Fabre lo miró desconcertado.

– Lamento mucho haberte desilusionado, ciudadano Robespierre -dijo-. Supongo que creías que muchos de esos hombres eran unos leales patriotas.

– ¿Yo? -contestó Robespierre, sonriendo fríamente-. Ya tenía anotados los nombres de esos extranjeros en mi libreta. Es evidente que son corruptos y peligrosos, pero estamos hablando de una conspiración sistemática, de dinero de Pitt. ¿Crees que no lo veo claramente, más claramente que todos vosotros? El sabotaje económico de la política extremista que propugnan en el Club de los Jacobinos y en el Club de los Cordeliers, los blasfemos y salvajes ataques contra la religión cristiana, que disgustan a las personas honradas y hacen que éstas rechacen el nuevo orden… ¿Es que crees que no me doy cuenta de que todo está relacionado?

– Por supuesto -se apresuró a responder Fabre-, supongo que habrías llegado a la misma conclusión que yo. ¿Vas a arrestarlos?

– No, creo que no -contestó Robespierre, mirando a sus compañeros para comprobar si alguno expresaba su disconformidad-. Dado que conocemos sus maniobras, les dejaremos que actúen durante un par de semanas. De ese modo descubriremos a todos sus cómplices. Purificaremos la Revolución de una vez por todas. ¿Desea alguien formular alguna pregunta, o tenéis suficiente con lo que habéis oído? -Un par de miembros del comité asintieron, visiblemente nerviosos, sin saber qué decir-. A mí sí que me quedan algunas dudas, pero no deseo entreteneros más. -Robespierre se levantó y recogió sus papeles-. Acompáñame -ordenó a Fabre.

– ¿Que te acompañe? -preguntó éste.

Robespierre le indicó que le siguiera. Fabre se levantó y obedeció. Estaba nervioso y las piernas le temblaban. Robespierre entró en una pequeña estancia, austeramente amueblada, parecida a la que habían ocupado el día en que se había producido el tumulto.

– ¿Sueles trabajar aquí?

– De vez en cuando. Me gusta disponer de una lugar privado. Puedes sentarte, la silla está limpia.

Fabre imaginó una legión de cerrajeros y viejas con escobas limpiando cada rincón de los desvanes y sótanos de los edificios públicos para que Robespierre dispusiera de escondites pulcros y aseados.

– Deja la puerta abierta -dijo Robespierre-, como medida de precaución contra los curiosos.

A continuación arrojó sus papeles sobre la mesa. Es un gesto que ha aprendido de Camille, pensó Fabre.

– Pareces nervioso -comentó Robespierre.

– ¿Qué… qué más quieres que te cuente?

– Lo que quieras -contestó Robespierre, sentándose en una silla-. Me gustaría aclarar algunos puntos. Por ejemplo, los nombres verdaderos de los hermanos Frei.

– Emmanuel Dobruska y Siegmund Gotleb.

– No me extraña que se cambiaran el nombre.

– ¿Por qué no me preguntaste eso delante de los otros?

Robespierre no hizo caso de su pregunta y prosiguió:

– A ese tal Proli, el secretario de Hérault, solemos verlo de vez en cuando en el Club de los Jacobinos. Algunos aseguran que es hijo natural del canciller Kaunitz de Austria. ¿Es cierto?

– Sí. Es muy posible.

– Hérault constituye una anomalía. Es un aristócrata de nacimiento, pero jamás ha sido atacado por Hébert.

Hérault, pensó Fabre, mientras su mente retrocedía -como ocurría con frecuencia últimamente- a los días del Café du Foy. Estaba leyendo un pasaje de su última obra -Augusta murió a manos de los italianos- cuando de pronto entró un joven alto y fornido, de aspecto tosco, embutido en un traje negro de letrado, al cual diez años atrás había hecho un dibujo en la calle. El joven había cultivado un acento distinguido y le habló sobre Hérault -«tiene un aspecto impecable, ha viajado mucho, todas las damas de la Corte lo persiguen»-, y ese frívolo, ese egocéntrico que acompañaba a Danton acabó convirtiéndose en el amante de la mitad de la ciudad. Los años pasan… plus ça change, plus c’est la même chose…

– ¿Me sigues, Fabre? -preguntó Robespierre.

– Desde luego.

Robespierre se inclinó hacia adelante y juntó las manos. Fabre, tras despertar de su ensoñación que lo había transportado a los años 1787 y 1788, empezó a sudar. Al oír las palabras de Robespierre, se le heló la sangre.

– Puesto que Hébert nunca ataca a Hérault, deduzco que deben de estar ligados de algún modo. Los hombres de Hébert no son unos simples fanáticos sino que están en contacto con esos elementos extranjeros que has denunciado. El objetivo de sus violentas diatribas y acciones es provocar temor y rechazo. Se han propuesto ridiculizar la Revolución y destruir su credibilidad.

– Sí -respondió Fabre-, estoy de acuerdo contigo.

– Además de eso, se han propuesto desacreditar a los grandes patriotas. Tomemos, por ejemplo, las acusaciones contra Danton.

– Está clarísimo -dijo Fabre.

– Me pregunto qué indujo a esos conspiradores a acudir a ti.

Fabre se encogió de hombros para indicar que no tenía la menor idea.

– Han conseguido varios triunfos, en el mismo corazón de la Montaña. Supongo que eso les ha animado. Chabot, Julien… todos ellos eran hombres de confianza. Naturalmente, cuando les interrogues dirán que estoy implicado en sus turbios asuntos.

– Nuestras instrucciones -dijo Robespierre, uniendo las palmas de las manos-, es que vigiles estrechamente a esas personas que has nombrado, especialmente a quienes sospeches que han cometido un fraude económico.

– De acuerdo -respondió Fabre-. Esto… ¿de quién proceden esas instrucciones?

Robespierre lo miró sorprendido.

– Del comité.

– Por supuesto. Debí imaginar que hablabas en nombre de ellos -dijo Fabre. Luego se inclinó hacia adelante y añadió en tono confidencial-: Ciudadano, te ruego que no creas una palabra de lo que diga Chabot. Él y sus amigos saben ser muy persuasivos.

– ¿Acaso me tomas por un imbécil, Fabre?

– Lo lamento.

– Puedes retirarte.

– Gracias. Confía en mí. A lo largo del mes que viene comprobarás que todas las previsiones se cumplen.

Robespierre agitó la mano con impaciencia para indicarle que la entrevista había concluido. Al salir, Fabre sacó un pañuelo de seda del bolsillo y se enjugó el sudor. Había sido la mañana más desagradable de su vida -a excepción de la de 1777, cuando lo condenaron a morir en la horca-, aunque, en cierto modo, había resultado más fácil de lo que suponía. Robespierre se lo había tragado todo, como si cada argumento y sugerencia suya viniera a confirmar las conclusiones a las que había llegado. «Se trata de un complot extranjero», había repetido una y otra vez. Era evidente que le interesaba la política, más que la Compañía de las Indias Orientales. ¿Se cumplirían efectivamente todas las previsiones?, se preguntó Fabre. Sin duda, porque Hébert se iría de la lengua, Chabot mentiría y estafaría, y Chaumette seguiría acosando a los curas y clausurando iglesias. Ahora, cada vez que abran la boca, pensó Fabre, se condenarán ellos mismos; Robespierre se convencerá de que están unidos en una conspiración y, quién sabe, puede que lo estén. Es una lástima que sospeche de Hérault. Yo podría prevenirlo, pero no merece la pena. De todos modos, la situación de los ci-devants es muy precaria; puede que tengan los días contados.

Lo principal es lo siguiente: Robespierre se fía de Danton. Yo soy uno de los hombres de Danton. Por consiguiente, no tiene motivos para sospechar de mí, y menos al revelarle lo que él deseaba oír.

Al verle, Saint-Just sonrió. Está de mi parte, pensó Fabre. Luego notó la expresión de sus ojos.

– ¿Está Robespierre ahí dentro?

– Sí, acabo de hablar con él.

Saint-Just pasó bruscamente frente a él y entró. Fabre tuvo que aplastarse contra la pared para que no lo pisara.

– Deja la puerta abierta, como medida de precaución contra los curiosos -dijo Robespierre.

Saint-Just cerró de un portazo. Fabre se puso a silbar mientras pensaba en una nueva obra titulada La naranja maltesa. De pronto se le ocurrió que podía convertirla en una opereta.

– Creí que te estabas preparando para tu viaje a la frontera -dijo Robespierre a Saint-Just.

– Parto mañana.

– ¿Qué opinas?

– ¿Sobre el complot de Fabre? Encaja con todas tus ideas preconcebidas. Me pregunto si lo sabe.

– ¿Acaso lo dudas? -inquirió Robespierre, molesto.

– Cualquier pretexto nos vendrá muy bien para librarnos de los extranjeros, los especuladores y los hébertistas -le respondió Saint-Just-. Es más que probable que Fabre esté también implicado en ello.

– ¿No te fías de él?

Saint-Just soltó una carcajada.

– Ese hombre es un embustero crónico. Supongo que te habrás dado cuenta que ha adoptado el apellido «d’Églantine» en honor a un premio literario otorgado por la Academia de Toulouse. -Robespierre asintió-. El año en que según él se lo concedieron, nadie obtuvo dicho premio.

– Comprendo -dijo Robespierre, mirando delicadamente de soslayo con aire pensativo-. ¿No te habrás equivocado?

– No -contestó secamente Saint-Just-. He hecho ciertas indagaciones. He comprobado los archivos de la Academia.

– Sin duda -dijo tímidamente Robespierre- creyó que merecía ganar el premio, que lo habían estafado al no concedérselo.

– ¡Ese hombre ha basado toda su vida en la mentira!

– Puede que se trate más bien de una fantasía -contestó Robespierre, sonriendo fríamente-. A fin de cuentas, pese a lo que he dicho, no es un gran poeta, sino más bien un poeta mediocre. Esto me parece una mezquindad, Saint-Just. ¿Cuánto tiempo has perdido con ello? -La expresión de satisfacción se borró de golpe del rostro de Saint-Just. Robespierre prosiguió-: A mí también me hubiera gustado ganar uno de esos premios literarios (un premio distinguido, no un galardón local), otorgado por la Academia de Tolón o la que fuera.

– Pero esos premios eran unas instituciones del viejo régimen -protestó Saint-Just-. Eso se ha acabado. Pertenece a la época anterior a la Revolución.

– Lo sé.

– Estás demasiado apegado a los usos y costumbres del viejo régimen.

– Eso es una acusación muy seria -replicó Robespierre.

Saint-Just miró a su alrededor como si se sintiera acorralado, sin saber qué hacer. Robespierre se levantó. Medía unos quince centímetros menos que él.

– ¿Quieres sustituirme, colocar en mi lugar a una persona de ideas más revolucionarias?

– Jamás se me ha ocurrido tal cosa.

– Sin embargo, tengo la impresión de que quieres sustituirme.

– Estás en un error.

– Si intentas sustituirme, revelaré a la Convención tu participación en la intriga y exigiré tu cabeza.

Saint-Just arqueó las cejas.

– Te equivocas -dijo-. Mañana parto al frente.

Tras esas palabras dio media vuelta y se dirigió hacia la puerta.

– Hace años que sé lo del premio de Fabre -dijo Robespierre instantes antes de que Saint-Just saliera dando un portazo-. Me lo contó Camille. Nos hizo mucha gracia. ¿Y qué importa? ¿Es que aquí soy el único que comprende lo que es importante? ¿Es que soy el único que conserva cierto sentido de la proporción?


Maximilien Robespierre: «A lo largo de los últimos dos años, 100.000 hombres han muerto como consecuencia de la traición y la debilidad. Nuestra pusilánime actitud hacia los traidores será nuestra perdición.»


El palacio de Justicia.

– No me pareces muy satisfecho, primo -dijo Camille.

Fouquier-Tinville lo miró con expresión hosca y se encogió de hombros.

– Llevamos dieciocho horas en el tribunal. Ayer comenzamos a las ocho de la mañana y terminamos a las once de la noche. Es muy cansado.

– Imagino lo que debe de estar pasando la prisionera.

– No me importa -dijo el fiscal, sinceramente-. ¿Hace una buena noche? -preguntó-. Me apetece tomar el aire.

No tenía reparos en solicitar la pena de muerte para ciertas mujeres, aunque era consciente del rechazo que ello suscitaba en algunas personas. No obstante, la guillotina había otorgado cierta dignidad a la muerte; la agonía se producía con anterioridad. El fiscal prefería que sus prisioneros estuvieran en mejores condiciones que esta mujer, la cual ofrecía un aspecto desaliñado y enfermizo. Fouquier había pedido a un ayudante que le llevara un vaso de agua, pero la mujer no lo había tocado ni había aspirado las sales aromáticas. Era pasada la media noche; el jurado se había retirado a deliberar, y no tardaría en dar a conocer su veredicto.

– Ayer, lo de Hébert fue una vergüenza -dijo-. No sé si está implicado ni por qué tuve que llamarlo. Me enorgullezco de mi trabajo. Soy un hombre respetable, amante de la familia, no me gusta oír ciertas cosas. La mujer contestó a mis preguntas con dignidad. El público estaba de su parte.

Hébert había alegado ayer que, aparte de otros delitos, la prisionera había abusado sexualmente de su hijo de nueve años, acostándolo en su cama y enseñándole a masturbarse. Los guardias le habían pillado haciéndolo y le habían preguntado quién le había enseñado a hacer aquello. El niño, aterrado, respondió que había sido su madre. Hébert había aducido pruebas documentales, pues el niño había firmado un papel con sus declaraciones. El documento firmado por el niño -con letra torpe y vacilante- había producido unos momentos de turbación a Fouquier. «Yo también tengo hijos», murmuró. El ciudadano Robespierre se había puesto furioso.

– ¡Ese Hébert es un imbécil! -gritó-. ¡A quién se le ocurre presentar esas pruebas ante un tribunal! Conseguirá que dejen libre a la acusada.

Me pregunto, se dijo Fouquier, qué tipo de abogado era el ciudadano Robespierre cuando ejercía. Un sentimental, probablemente.

De pronto, al volverse hacia su primo, vio aparecer al presidente Hermann, el cual atravesó la sala y se acercó al lugar, bañado por la luz de las velas, donde se encontraban los letrados, la silla de la acusada y el lugar que habían ocupado los testigos. El presidente hizo una seña a Fouquier para que le siguiera.

– Habla con Chaveau-Lagarde -dijo Fouquier-. Le tocó también defender a la asesina de Marat. Dudo que su carrera se recupere después de aquello.

Lagarde miró a Camille.

– ¿Qué haces aquí? -le preguntó-. Yo no estaría en este lugar si pudiera evitarlo.

No obstante, parecía alegrarse de verlo y de charlar con él. Estaba harto de intentar hablar con su cliente, que no estaba dispuesta a soltar prenda.

– ¿Dónde iba a estar? Algunos de nosotros hemos esperado mucho para presenciar esto.

– Lo sé. Si eso es lo que os gusta…

– Creo que a todos nos gusta ver a un traidor castigado.

– Te estás precipitando. El jurado todavía no ha emitido su veredicto.

– Es imposible que la República pierda este caso -dijo Camille sonriendo-. Según parece, te asignan los mejores casos.

– Ningún letrado de París ha tenido que defender tantos casos imposibles como yo -respondió Lagarde. Tenía veintiocho años y procuraba tomarse las cosas con filosofía-. He pedido clemencia. ¿Qué otra cosa podía hacer? Mi cliente ha sido acusada de ser lo que es, del mero hecho de existir. Es imposible defenderse de esas acusaciones. Hubiera podido hacerlo, pero me asignaron el caso el domingo por la noche y me advirtieron que me presentara ante el Tribunal al día siguiente por la mañana. Pedí a tu primo que me concediera tres días, pero se negó. Cuando el marido de la acusada fue juzgado, eran otros tiempos. Cuando la conduzcan a la guillotina, la llevarán en un carro.

– El carruaje cerrado resulta poco democrático. La gente tiene derecho a presenciar el espectáculo.

Lagarde miró a Camille de soslayo. «Los tipos de donde tu procedes son unos cínicos», pensó. Sin embargo, los comprendía; curiosamente, su presencia en el Tribunal resultaba tranquilizadora, como la de Fouquier-Tinville, serio, riguroso, un abogado de abogados, y su célebre y temperamental pariente, gracias al cual había obtenido el cargo. Eran preferibles a algunos de los sirvientes de la República, como Hébert, con su obsceno lenguaje y su ridícula palidez. Ayer, en ciertos momentos durante el juicio, Lagarde se había sentido físicamente indispuesto.

– Adivino lo que estás pensando -dijo Camille-. Conozco esa expresión. Sospecho que Hébert ha robado dinero del Ministerio de la Guerra, y si encuentro pruebas de ello tú tendrás que encargarte de su defensa.

En aquel momento apareció de nuevo Fouquier.

– El jurado va a emitir su veredicto -dijo-. Lo siento por ti, Lagarde.

La prisionera fue conducida hasta una silla, mientras la luz ponía de relieve su arrugado y ajado semblante.

– Está muy envejecida -observó Camille-. Parece medio ciega.

– Yo no tengo la culpa de eso -dijo el fiscal-. Aunque, sin duda -añadió con gran perspicacia-, cuando yo haya muerto la gente me echará la culpa a mí. Discúlpame, primo.

El veredicto fue unánime. Hermann se inclinó y preguntó a la prisionera si tenía algo que decir. La antigua reina de Francia sacudió la cabeza mientras agitaba las manos impacientemente sobre los brazos de la silla. Hermann pronunció la sentencia de muerte.

El tribunal se puso en pie. Los guardias se acercaron para llevarse a la prisionera. Fouquier ni siquiera le dirigió una mirada. Su primo se apresuró a ayudarlo a recoger los papeles que yacían sobre su mesa.

– Mañana será una jornada de descanso -dijo Fouquier-. Toma, sujétame eso. Es increíble que el fiscal del Estado no disponga al menos de un ayudante.

Hermann se inclinó educadamente ante Camille, y Fouquier dio las buenas noches al presidente del Tribunal. Camille observó a la viuda de Capeto mientras abandonaba la sala.

– Me cuesta creer que ésa sea la cumbre de nuestras ambiciones. Cortarle la cabeza a una vieja.

– No te entiendo, Camille. Jamás te he oído hablar bien de la austríaca. Acompáñame, necesito dar un paseo. ¿O estás citado con Robespierre?

Fouquier se sentía siempre orgulloso de su primo cuando estaban juntos en público, especialmente si Camille iba acompañado de Danton. Había observado las miradas de complicidad que se cruzaban, las bromas entre ellos; más de una vez había visto a Danton arrojar su fornido brazo sobre los hombros de su primo, y a su primo, durante una reunión nocturna, cerrar sus pérfidos ojos y apoyarse cómodamente en el hombro de Danton. Con Robespierre, por supuesto, no se comportaba de ese modo. Robespierre rara vez tocaba a nadie, sino que mantenía una actitud fría y distante. Sin embargo, Camille conseguía a veces hacerlo sonreír; compartían recuerdos, y quizás algún que otro chiste. La gente decía -aunque sonaba a herejía- que habían visto a Camille hacer reír a Robespierre.

– Robespierre estará ya acostado -respondió Camille-. A menos que el comité esté todavía reunido. Supongo que es imposible que pierdas ese caso.

– ¡Dios me libre! -contestó Fouquier, agarrando a su primo del brazo mientras paseaban bajo la fría luz del amanecer. Un policía los saludó amablemente-. El próximo juicio importante es el de Brissot y los de esa pandilla que hemos conseguido atrapar. He decidido basar mis acusaciones en tus escritos, en tu «Historia secreta» y otros artículos que escribiste sobre Brissot después de la disputa que sostuviste con él a raíz del caso de aquel matrimonio acusado de frecuentar los casinos. Son excelentes. Si no te importa, utilizaré algunas frases tuyas. Confío verte en el tribunal.

Evoquemos brevemente una escena que se produjo en los días posteriores a la Bastilla: Brissot está en el despacho de Camille, sentado en una esquina de la mesa. De pronto irrumpe Théroigne y planta un beso en la seca mejilla de Camille. Era mi amiga, pensó Camille. Luego surgió el caso de la pareja aficionada al juego y nos encontramos de golpe en bandos opuestos. Brissot lo convirtió en caso personal, y Camille no tolera la menor crítica. Cuando se producen, reacciona violentamente o bien se repliega en sí mismo mientras estudia una estrategia de ataque.

– Soy un experto en sistemas de ataque -dice Camille a su primo-, pero no conozco ningún sistema de defensa.

– Vamos -contestó el fiscal. No sabía a qué se refería Camille, aunque eso no era una novedad. Fouquier le pasó la mano por el cabello, en un gesto afectuoso, y Camille reaccionó como si le hubiera picado una avispa. Fouquier no se inmutó. Estaba de excelente humor; le apetecía beberse una botella de buen vino, aunque procuraba no excederse con la bebida durante los casos importantes. Sin embargo, temía no poder conciliar el sueño o sufrir alguna pesadilla. Confiaba en que su primo, al que veía rara vez, accediera a hacerle compañía y charlara con él un rato. Por ser dos chicos de provincias, pensó, las cosas les habían ido estupendamente bien.


A la mañana siguiente, poco después de las once, Henri Sanson entró en la celda de la prisionera para prepararla. Sanson era hijo del hombre que había ejecutado a su marido. María Antonieta llevaba un vestido blanco, un ligero chal, unas medias negras y unos zapatos de tacón alto morados, que había conservado consigo durante su cautiverio. El verdugo le ató las manos a la espalda y le cortó el pelo, que, según explicó su doncella, María Antonieta le pidió que peinara en un moño para comparecer ante el juez y el jurado. La Reina no se movió, y Sanson no permitió que el acero le rozara el cuello. Al cabo de unos segundos sus largos cabellos, antes de color miel y actualmente salpicados de canas, yacían en el suelo de la celda. Sanson los recogió para quemarlos.

El carro aguardaba en el patio. Era un carro común y corriente, antiguamente utilizado para transportar leña, en el que habían instalado unas tablas para que los reos se sentaran. La Reina perdió su compostura al verlo, pero no gritó. Tras pedir al verdugo que le desatara las manos unos instantes, a lo que éste accedió, se puso de cuclillas en un rincón, junto a la pared, y orinó. Luego, el verdugo le ató las manos de nuevo y la ayudó a subir al carro. Mientras se dirigía al cadalso, los cansados ojos de María Antonieta escrutaron los rostros de la multitud que la rodeaba. El recorrido hasta el lugar de la ejecución duró una hora. La Reina no pronunció una palabra. Cuando subió los escalones del cadalso, unas manos, indiferentes a su sufrimiento, la ayudaron a mantener el equilibrio. La Reina se echó a temblar, sintiendo que la flaqueaban las fuerzas. Debido a su escasa vista y al terror que había hecho presa en ella, pisó accidentalmente al verdugo. «Lo lamento, señor, ha sido sin querer», murmuró. Unos minutos después del mediodía, la guillotina le cortó la cabeza, proporcionando a Père Duchesne «la mayor alegría que he experimentado en mi vida».

X. La visita del marqués

(1793)

El Rey y la Reina, el tirano y la tirana, habían sido ajusticiados. Pero su muerte no produjo la ansiada sensación de libertad interior que muchos esperaban, entre ellos Lucile. Había pedido reiteradamente a Camille que le relatara los pormenores de los últimos instantes de la Reina, pues deseaba saber si ésta se había ganado un puesto en las páginas de la historia, pero él no quería hablar de ello. Le dijo que, como ella sabía perfectamente, nada era capaz de inducirle a asistir a la ejecución. Hipócrita, contestó Lucile, deberías presenciar el resultado de tus actos. Camille la miró perplejo. Ya sé cómo muere la gente, respondió. Acto seguido le hizo una profunda e irónica inclinación, al estilo del viejo régimen, cogió su sombrero y salió. Rara vez discutían, pero se vengaba de ella con sus misteriosas ausencias, las cuales solían durar de diez minutos a varios días.

Volvió al cabo de una hora y dijo a Lucile que le apetecía invitar a unos amigos a cenar. Jeanette refunfuñó por no haberle avisado antes, pero siempre se encuentra comida suficiente si uno tiene dinero y sabe dónde comprarla. Camille desapareció de nuevo, y cuando Jeanette salió a comprar descubrió el motivo de la celebración: por la tarde se habían enterado en la Convención de que los austriacos habían sido derrotados en una larga y cruenta batalla en Wattignies.

Así pues, aquella noche alzaron sus copas por la reciente victoria y los nuevos comandantes. Hablaron del avance contra los insurrectos de la Vendée y del triunfo de los rebeldes en Lyon y Burdeos.

– Según parece, la República está prosperando mucho -observó Lucile, dirigiéndose a Hérault.

– En efecto, las noticias son excelentes -respondió éste. Pero estaba preocupado; había solicitado al comité que lo enviaran a Alsacia, donde se reuniría con Saint-Just, y debía partir pronto, quizá al día siguiente.

– ¿Cómo se te ha ocurrido semejante idea? -preguntó Lucile-. Nos aburriremos mucho sin ti. Me alegro de que pudieras venir esta noche. Pensaba que quizá estuvieras ocupado en el comité.

– Últimamente tengo poco trabajo allí. No me cuentan nada. Me entero de las noticias a través de los periódicos.

– ¿No confían en ti? -preguntó Lucile, alarmada-. ¿Qué ha sucedido?

– Pregúntaselo a tu marido. Es el confidente del Incorruptible.

Al cabo de unos minutos se despidió de Lucile, diciendo que debía ultimar los preparativos del viaje. Camille se levantó y besó a Hérault en la mejilla.

– Regresa pronto -le dijo-, echaré de menos nuestros velados intercambios de insultos.

– No creo que regrese pronto -contestó Hérault, tratando de reprimir su emoción-. Al menos, en la frontera podré hacer un trabajo útil y veré al enemigo y averiguaré quiénes son. París se ha convertido en un lugar para depredadores.

– Discúlpame -dijo Camille-. Te estoy haciendo perder el tiempo. ¿Me devuelves mi beso?

– Si subierais juntos la escalera del cadalso -dijo una voz-, os pelearíais sobre cuál de vosotros debía preceder al otro.

– Supongo que yo -replicó Camille-. Aunque no sé muy bien cómo funciona eso. Es mi primo quien decide el orden de las ejecuciones.

De pronto se oyó un ruido como si alguien se hubiera atragantado.

– No tiene gracia -dijo Fabre, depositando la copa sobre la mesa y tosiendo-. Lo encuentro de muy mal gusto.

Se produjo un silencio, que Hérault aprovechó para despedirse de todos los presentes. Cuando se hubo marchado, reanudaron la conversación con forzada hilaridad, conducida por Fabre. La velada terminó temprano. Más tarde, cuando se acostaron, Lucile preguntó a su marido:

– ¿Qué ha pasado? Nuestras veladas nunca fracasan.

– Debe de ser porque se avecina el fin de nuestra civilización -respondió Camille. Luego añadió con tono cansado-: Probablemente se debe a que Georges está ausente.

Tras besar a su esposa se dio la vuelta en la cama, pero Lucile sabía que estaba despierto, escuchando los sonidos de la ciudad por la noche y escrutando la oscuridad con sus negros ojos.

Está preocupado, pensó Lucile. Al menos, desde que Saint-Just partió de París, Camille pasaba más tiempo en compañía de Robespierre. Robespierre lo conocía; si sucedía algo malo, él lo averiguaría y se lo comunicaría a Lucile.

Al día siguiente Lucile fue a visitar a Eléonore. Si era cierto que Eléonore era la amante de Robespierre, ello no parecía haberla convertido en una mujer más satisfecha y amable. A los pocos minutos soltó sin rodeos:

– No sé cómo se las arregla, pero el caso es que Camille consigue que Max haga lo que quiere, cosa que nadie ha logrado jamás. De una forma muy amable y educada, por supuesto. -Eléonore se inclinó hacia adelante como para transmitir a Lucile su inquietud-. Se levanta temprano y se ocupa de la correspondencia. Luego acude a la Convención. Va a las Tullerías por asuntos del comité. Más tarde se da una vuelta por el Club de los Jacobinos. Las sesiones del comité comienzan a las diez de la noche y no regresa hasta el amanecer.

– Trabaja mucho. Pero ¿qué esperabas? Robespierre es así.

– Dice que nos casaremos en cuanto se haya resuelto la crisis. Pero yo no lo creo, jamás se casará conmigo.

Hacía unas semanas, Lucile y su madre habían visto en la calle a Anne Théroigne. Apenas la había reconocido. Estaba muy estropeada y tenía el rostro hundido, como si le faltaran algunos dientes. Al pasar junto a ellas las miró con curiosidad, pero no se detuvo. Lucile sintió lástima por ella, era una víctima de los tiempos que corrían. «Nadie adivinaría que había sido una mujer muy atractiva», observó Annette. Lucile sonrió. Hacía poco había celebrado su cumpleaños, según dijo, sin mayores problemas. La mayoría de los hombres todavía la miraban con interés.

Solía reunirse de nuevo con Camille por las tardes. Éste acudía rara vez a la Convención. Muchos de los «montañeses» habían partido en distintas misiones; buena parte de los diputados de derechas, los que habían votado contra la ejecución del Rey, habían abandonado sus cargos públicos y se habían marchado de París. Más de setenta diputados habían firmado una protesta contra la expulsión de Brissot, Vergniaud y sus secuaces; estaban presos, y sólo los buenos oficios de Robespierre habían impedido que comparecieran ante el Tribunal. François Robert había caído en desgracia, y Philippe Égalité esperaba ser juzgado; Collot d’Herbois estaba en Lyon, azuzando a los rebeldes. Danton gozaba del aire del campo. Saint-Just y el marido de Babette, Philippe Lebas, se habían reunido con los Ejércitos; el trabajo del comité solía retener a Robespierre en las Tullerías. Camille y Fabre se habían cansado de contar los escaños vacíos. Entre los escasos diputados que quedaban, apenas tenían amigos con los cuales charlar ni enemigos con los que pelearse. Y Marat había muerto.

Unos días después de la cena celebrada en casa de los Desmoulins, Théroigne se presentó en la rue des Cordeliers. Estaba demacrada, sucia y desesperada.

– Deseo ver a Camille -dijo.

Había adquirido la costumbre de hablar sin mirar a la cara de su interlocutor, como si recitara un monólogo privado. Camille, que estaba sentado sin hacer nada, sumido en sus pensamientos, oyó su voz.

– Tienes un aspecto muy deteriorado -dijo al verla-. Si eso es cuanto puedes hacer para realzar tus encantos femeninos, debo confesar que me gustabas más antes.

– Veo que sigues teniendo unos modales exquisitos -respondió Théroigne, contemplando un grabado en la pared-. ¿Quién es esa mujer a la que van a cortar la cabeza?

– María Estuardo, el personaje histórico favorito de mi esposa.

– Qué curioso -dijo Théroigne secamente.

– Siéntate -le dijo Lucile-. ¿Te apetece algo? ¿Una bebida caliente? -La mujer le daba lástima; sintió deseos de ofrecerle algo de comer, de peinarla, de advertir a Camille que no le hablara en ese tono-. ¿Prefieres que os deje solos? -preguntó.

– No es necesario, puedes marcharte o quedarte, como gustes.

Bajo la luz de la lámpara, Lucile observó que tenía la cara llena de cicatrices. Sabía que hacía unos meses unas mujeres le habían dado una paliza en la calle. Dios mío, cuánto debe de haber sufrido, pensó Lucile, profundamente conmovida.

– No os entretendré -dijo Théroigne-. Supongo que sabes a lo que he venido.

– No -contestó Camille.

– Ya conoces mi forma de pensar. Los seguidores de Brissot serán juzgados esa semana. Yo soy una seguidora de él -dijo con tono frío, desapasionado-. Creo en ellos y en lo que representan. No me gusta tu política ni la de Robespierre.

– ¿Es esto lo que has venido a decirme?

– Quiero que acudas al comité de la Sección y me denuncies. Yo iré contigo. No negaré nada. Repetiré cuanto acabo de decirte.

– ¿Qué te sucede, Anne? -preguntó Lucile.

– Quiere morir -dijo Camille, sonriendo.

– Así es -murmuró Théroigne.

Lucile se acercó a ella pero Anne la apartó bruscamente. Camille miró a su esposa con aire de reproche. Lucile se sentó de nuevo.

– Es muy sencillo -dijo Camille-. No tienes más que salir a la calle y gritar: «¡Viva el Rey!» No tardarán en arrestarte.

Anne alzó su huesuda mano y se tocó una cicatriz blanca que le atravesaba la ceja.

– Me lo hicieron cuando pronuncié un discurso -dijo-. Me golpearon con un látigo. Me dieron patadas en el vientre y me pisotearon. Creí que iban a matarme. Hubiera sido una muerte atroz.

– ¿Por qué no te arrojas al río?

– Denúnciame. Vayamos ahora mismo. Sé que te gustaría hacerlo. Quiero que te vengues de mí.

– Es cierto -contestó Camille-, deseo vengarme de ti, ¿pero por qué habrías de morir de forma civilizada? Puede que odie a los hombres de Brissot, pero no merecen que sus nombres se vean mezclados con los de una basura como tú. No, Théroigne, mereces morir en la calle, como Louis Suleau. Me tiene sin cuidado quién te mate. Sólo espero que sufras una lenta agonía.

Théroigne permaneció inmóvil, sin inmutarse.

– Te lo ruego -dijo humildemente, sin alzar la vista de la alfombra-. Te lo suplico.

– Vete -respondió Camille.

Théroigne se dirigió hacia la puerta, con la cabeza gacha.

– ¡No te marches, Anne! -exclamó Lucile-. ¿Pero no ves que va a matarse? -añadió, dirigiéndose a Camille.

– No -respondió éste.

– Eres perverso -murmuró Lucile-. Si existe el infierno, te abrasarás en él.

La puerta se cerró bruscamente. Lucile se levantó y se abalanzó sobre Camille. Quería herirlo para vengar el daño que había causado a aquella desgraciada que había acudido a ellos en busca de ayuda. Camille la sujetó por las muñecas y la miró fríamente, mientras Lucile temblaba de furia y las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Lo siento -dijo Lucile-. Sé que no puedes hacer lo que te pidió, es absurdo, pero debe de existir el medio de ayudarla. En el fondo, todo el mundo desea vivir.

– Te equivocas. Todos los días se llevan detenidos a un montón de ciudadanos. Esperan a que aparezca una patrulla y se ponen a dar vivas al Delfín o gritan exigiendo que Robespierre sea guillotinado. Hay muchas formas de morir. Théroigne sólo tiene que escoger la que mejor le convenga.

Lucile se levantó y corrió a encerrarse en la alcoba. Jadeaba y sentía una opresión en el pecho. Con todas esas furiosas pasiones que laten en nuestras mentes y nuestros cuerpos, el día menos pensado se desplomarán estas paredes y la casa se vendrá abajo. Sólo quedarán unos cascotes, un montón de huesos y unas briznas de hierba, y la gente leerá nuestros diarios para averiguar quiénes éramos.


9 de Brumaire, en el palacio de Justicia.

Brissot había envejecido. Tenía un aspecto más frágil, andaba con la espalda encorvada y se había quedado calvo. De Sillery también había envejecido; ¿qué había sido de su pasión por el juego? No se hubiera atrevido a apostar sobre el resultado del juicio; esto no era algo abstracto, sino muy concreto. De vez en cuando se preguntaba qué le había llevado a convertirse en un brissotino. En estos momentos debía haber estado sentado junto a Philippe; a Philippe le quedaba otra semana de vida.

– ¿Me recuerdas, Brissot? -preguntó, inclinándose hacia adelante-. Fuimos testigos en la boda de Camille.

– Es cierto -respondió Brissot-. También lo fue Robespierre.

Vergniaud, que solía vestirse de forma un tanto desaliñada, ofrecía esta noche un aspecto impecable, como para demostrar que la cárcel y el juicio no habían hecho mella en él. Permanecía inmutable pues no quería dar a sus enemigos la satisfacción de verlo hundido. ¿Dónde estaba esta noche Buzot?, se preguntó. ¿Dónde estaba el ciudadano Roland? ¿Dónde estaba Pétion? ¿Muertos o vivos?

El reloj dio las diez y cuarto. Había anochecido y llovía. Cuando el jurado entró de nuevo en el Tribunal, los letrados se precipitaron hacia ellos. El ciudadano Fouquier, acompañado por su primo, atravesó la amplia sala con el suelo de mármol, hacia la luz, para leer los veintidós veredictos antes de poder irse a casa a cenar y beberse una botella de vino.

Su primo Camille estaba nervioso y pálido, y le temblaba la voz. Durante los seis días que duró el juicio, Fouquier había citado ante el jurado numerosas frases entresacadas de los artículos de Camille, acusaciones de una conspiración federalista, de intrigas monárquicas. De tanto en tanto, cuando los acusados oían una de esas célebres frases, se volvían al unísono para contemplar a Camille. Era como si lo hubieran ensayado. Había sido muy duro para su primo, pensó Fouquier. Ya había ordenado los carros para conducir a los veintidós acusados al cadalso.

Había algo teatral en aquella escena, pensó Fouquier, como si un pintor le hubiera dado unas pinceladas: el negro y blanco de las baldosas, la oscilante llama de las velas, el alegre colorido de la bandera tricolor. Las velas iluminaban el rostro de su primo, que tomó asiento. El portavoz del jurado se puso en pie. Un secretario sacó de una carpeta varias sentencias de muerte. Alguien que estaba sentado detrás del fiscal preguntó:

– ¿Qué sucede, Camille?

De pronto sonó un grito. Los acusados se levantaron apresuradamente. Los guardias se precipitaron hacia ellos y los letrados arrojaron los papeles y se levantaron de sus asientos. Alguno de los acusados, Charles Valazé, se había desplomado en el suelo. Unas mujeres de entre el público se pusieron a chillar, tratando de averiguar lo sucedido, mientras los guardias intentaban contener a los espectadores.

– ¡Que forma de terminar! -dijo un jurado.

Vergniaud, sin descomponerse, indicó al doctor Lehardi, uno de los acusados, que se acercara. Lehardi se arrodilló junto a Valazé y extrajo de su vientre una daga ensangrentada. Fouquier se apresuró a arrebatársela, diciendo:

– Es inaudito. Podría haberme asesinado a mí.

Brissot estaba sentado hacia delante, con la barbilla apoyada en el pecho. La sangre de Valazé había formado un charco rojo sobre las baldosas negras y blancas. Dos gendarmes cogieron el cuerpo de Valazé, que parecía haberse encogido, y lo sacaron fuera de la sala.

Pero el drama aún no había concluido. El ciudadano Desmoulins, al tratar de abandonar la sala del Tribunal, había perdido el conocimiento y se había caído redondo al suelo.


17 de Brumaire: la ejecución de Philippe, conocido como el ciudadano Égalité. Su última comida consistió en un par de chuletas, unas ostras y una buena botella de Burdeos. Para dirigirse al cadalso se puso un chaleco de piqué blanco, una casaca verde y unos calzones amarillos, siguiendo el más puro estilo inglés.

– Te ruego que te apresures, amigo -le dijo a Sanson.


Los gastos del verdugo han aumentado notablemente desde que comenzó el Terror. Tiene que pagar a siete ayudantes con el dinero de su sueldo, y pronto tendrá que alquilar media docena de carros al día. Antes se arreglaba con dos ayudantes y un carro. El salario que ofrece no atrae a la gente. Él mismo tiene que comprar la cuerda con que atar a los clientes, y las cestas en las que posteriormente son depositados los cadáveres. Al principio todos creían que la guillotina era la gran solución, pero cuando uno tiene que cortar veinte o treinta cabezas al día se plantean unos problemas importantes. ¿Acaso saben los señores del Gobierno la cantidad de sangre que sale de un cuerpo decapitado? La sangre lo echa todo a perder, especialmente las ropas del señor Sanson. La multitud que presencia el espectáculo no se da cuenta, pero a veces éste se ensucia hasta las rodillas.

Es un trabajo muy duro. Cuando te toca un cliente que ha intentado matarse antes y ha perdido el conocimiento, debido al veneno ingerido o a la pérdida de sangre, uno puede partirse la espalda tratando de colocarlo debajo de la cuchilla. Recientemente el ciudadano Fouquier insistió en que guillotinaran a un cadáver, lo cual era absurdo. Por otra parte, cuando un reo es inválido o deforme resulta muy complicado atarlo a las tablas y el gentío, que apenas alcanza a ver nada, se aburre y comienza a abuchear. Entretanto se forma una larga cola, y los que están al final de la misma empiezan a gritar y a desmayarse. Si todos los clientes fueran jóvenes, varones, estoicos y estuvieran en buena forma, Sanson tendría pocos problemas, pero este tipo de reos no abunda. Los ciudadanos que viven cerca se quejan de que el verdugo no echa suficiente serrín para limpiar la sangre, cuya hedor es insoportable. La máquina es bastante silenciosa y eficiente, pero es preciso pagar al afilador de la cuchilla.

Sanson trata de que la operación sea lo más rápida y eficaz posible. Fouquier no debería quejarse tanto. Decapitar a los brissotinos, por ejemplo, que eran veintiuno más el cadáver, le llevó treinta y seis minutos exactamente. Sanson no pudo contratar a un experto para que cronometrara el tiempo que le llevó, pero pidió a un amigo suyo que lo hiciera, por si el fiscal se quejaba de que tardaba demasiado.

En los viejos tiempos el verdugo era una persona estimada y respetada. Se promulgó una ley especial para impedir que la gente lo insultara. Contaba con un público fiel que acudía a verlo trabajar, que apreciaba su pericia. La gente iba a presenciar las ejecuciones voluntariamente; pero algunas ancianas, que se distraían tejiendo prendas de punto para los soldados, recibían un dinero por asistir, que se apresuraban a gastárselo en vino; y los guardias nacionales, que estaban obligados a asistir, al cabo de unos días se hartaban de presenciar aquel macabro espectáculo.

En cierta ocasión el verdugo mandó celebrar misa por el alma de un condenado; pero actualmente eso está prohibido. Los condenados no son más que unos números que figuran en una lista. Antes, la muerte en la guillotina estaba rodeada de cierta distinción, era especial, individual. El día de la ejecución, uno madrugaba, rezaba, se ponía un traje morado, adoptaba un aire marmóreo y se colocaba una flor en el ojal. Pero ahora te traen a los clientes en unos carros como si fueran ganado, aterrados y estupefactos por la rapidez con que pasan de ser juzgados a ser ejecutados; en lugar de un arte, es más bien como trabajar en el matadero.


«Escribo estas palabras mientras escucho unas risas en una celda junto a la mía…»

Desde el primer día en que entró en la cárcel, Manon no había dejado de escribir. Deseaba dejar constancia de su inocencia, su credo, su autobiografía. Al cabo de un rato le dolía la muñeca, los dedos se le agarrotaban debido al frío y sentía deseos de llorar. Cuando dejaba de escribir para meditar sobre el pasado, en lugar de tratar de hallar la forma de expresarlo, sentía un profundo vacío en su interior. «… No nos queda nada.» Yacía en su jergón, contemplando la oscuridad, tratando de reunir fuerzas para un último acto heroico.

Todos los días temía que le comunicaran que su marido había sido capturado, que estaba detenido en una cárcel provincial, que se dirigía a París para ser juzgado con ella. Pero ¿y si apresaban a François-Léonard? Quizá no le informaran de ello. Ese era el precio de su discreción, de su buena conducta; habían sido tan discretos, se habían comportado de forma tan ejemplar, que ni siquiera sus mejores amigos podían sospechar que existiera algo entre Buzot y ella.

Ocupaba una celda fría y desnuda pero limpia. Le servían la comida en una bandeja, pero Manon decidió declararse en huelga de hambre. Poco a poco fue reduciendo la cantidad de comida que ingería, hasta que la trasladaron al hospital de la prisión. Allí le ofrecieron la oportunidad de testificar en el juicio de los brissotinos, para lo cual necesitaba alimentarse y recuperar las fuerzas.

Puede que fuera un truco. Durante los días que duró el juicio, la trasladaron al palacio de Justicia, donde la retuvieron en una pequeña habitación, fuertemente custodiada. Pero no llegó a ver a los acusados, ni a los jueces ni al jurado. Uno de sus guardianes le informó sobre el suicido de Valazé. Una muerte lleva a otra muerte. ¿Qué fue lo que dijo Vergniaud sobre la bonita joven de carácter apacible que había asesinado a Marat? «Nos ha matado, pero nos ha enseñado a morir.»

Habían aplazado el juicio de Manon, quizá porque confiaban en capturar a Roland y juzgarlos juntos. Manon pudo haber solicitado clemencia, pero su vida no merecía sacrificar todo cuanto ella había defendido. Por otra parte, ¿quién se apiadaría de ella? ¿Danton? ¿Robespierre? Camille Desmoulins había asistido al juicio de los brissotinos y había afirmado, según le habían dicho a Manon: «Eran mis amigos; los han matado mis escritos.» Pero sin duda se había arrepentido de haberse arrepentido, antes de que unas manos jacobinas lo recogieran del suelo donde había caído desmayado.

El día en que la trasladaron a la prisión de la Conciergerie, Manon comprendió que no volvería a ver a su marido ni a su hija. Las celdas se hallaban situadas debajo de la sala del Tribunal. Ésta era la última etapa; aunque capturaran a Roland, ella habría muerto antes de que él llegara a París. Manon compareció ante el Tribunal el 8 de noviembre, 18 de Brumaire según las cuentas de ese charlatán de Fabre d’Églantine. Lucía un vestido blanco, y sobre su melena castaña se reflejaban los últimos rayos de sol. Fouquier se mostró expeditivo. Aquella misma tarde la trasladaron en un carro al cadalso. Mientras el viento le azotaba las mejillas, Manon temblaba de frío y terror. Empezaba a oscurecer, pero a lo lejos vio la silueta de la máquina, la siniestra geometría del filo de la cuchilla, recortándose contra el cielo.

Declaración de un testigo presencial:

«Robespierre avanzó lentamente… Llevaba unas gafas que servían para ocultar su tic nervioso. Estaba pálido. Hablaba despacio, con acento mesurado. Pronunciaba unas frases tan largas que cada vez que se detenía para quitarse las gafas y frotarse los ojos, pensábamos que había concluido su discurso. Pero tras mirar al público fijamente, volvía a ajustarse las gafas y añadía unas cuantas frases a sus largas parrafadas.»

Últimamente, cuando se acercaba a un colega, éste se sobresaltaba y lo miraba como si se sintiera culpable. Era como si hubiera comunicado a los demás el temor que él mismo experimentaba. Dado que tenía un caminar ligero, no sabía qué hacer para advertirles de su presencia, si toser, tropezar o chocar con algún mueble. Sabía que sus compañeros sospechaban que los estuviera acechando, y cuando se topaban con él, todas sus dudas y recelos ascendían a la superficie.

Durante las reuniones del comité, Robespierre solía permanecer en silencio pues no quería imponer sus opiniones. Sin embargo, cuando se abstenía de hacer algún comentario sabía que los otros sospechaban que los estaba vigilando y tomando nota de lo que decían. Era cierto; tomaba muchas notas. A veces, cuando expresaba su opinión, Carnot le contradecía secamente y Robert Lindet le miraba con aire solemne, como si albergara serias reservas. Robespierre, enojado, increpaba a Carnot para obligarlo a callar. ¿Quién se creía que era? No tenía ningún derecho a hablarle así por el mero hecho de que hacía tiempo que se conocían. Sus colegas se miraban con aprehensión. En ocasiones sacaba de la carpeta de Carnot unos documentos, unos informes en los que los comandantes se quejaban de que sus hombres padecían disentería o no tenían zapatos, o que los caballos morían por falta de forraje. Tras leerlos los extendía sobre la mesa, como un jugador depositando sus naipes, sin dejar de mirar a Carnot; me pregunto, decía, si realmente te esfuerzas en resolver esos problemas. Carnot se mordía el labio, rehuyendo su mirada.

Cuando hablaba un colega suyo, Robespierre lo escuchaba con su puntiaguda barbilla apoyada entre las manos, y el rostro inclinado hacia el techo. No podían contarle nada nuevo relativo a los hechos cotidianos, a la política, a cómo manejar a la Convención y obtener una mayoría. Con frecuencia recordaba su época escolar, cuando estudiaba a la sombra de otros personajes más llamativos que él; recordaba Arras, donde se sentía acosado por todos, por su familia, por los magistrados locales, marginado por sus compañeros debido a sus ideas políticas.

No era como Danton; no deseaba regresar a casa. Ésta era su casa: las calles barridas por la lluvia e iluminadas por la luz de las farolas. Pero a veces, mientras sus colegas debatían un tema, durante unos instantes imaginaba que se encontraba en otro lugar; recordaba los prados verdegrisáceos, las silenciosa plazas de los pueblos y las ramas de los álamos doblegándose bajo el viento otoñal.


20 de Brumaire. En un edificio público conocido antiguamente como Nôtre-Dame se celebra el «Festival de la Razón». Todos los adornos religiosos, como los llama la gente, han sido retirados del edificio, y en la nave han erigido un templo griego de cartón. Una actriz de la Opéra representa el papel de diosa de la Razón, la cual es entronizada mientras el público canta el Ça Ira.

Presionado por los hébertistas, el obispo de París comparece ante la Convención y anuncia su ateísmo militante. El diputado Julien, que había sido un pastor protestante, aprovecha la ocasión para comunicar también el suyo.

El diputado Clootz (un radical) declaró:

– Un hombre religioso es una bestia depravada. Se parece a los animales que son criados para ser esquilados y asados en beneficio de los comerciantes y carniceros.

Robespierre regresó pálido y furioso de la Convención. Alguien va a pagar las consecuencias, pensó Eléonore.

– Si Dios no existe -dijo Robespierre-, si no existe un Ser supremo, ¿qué consuelo puede hallar la gente que ha sufrido y vivido siempre en la miseria? ¿Acaso creen esos ateos que pueden eliminar la pobreza, que pueden transformar la República en un paraíso en la Tierra?

Eléonore se volvió, sabiendo que no iba a recibir un beso.

– Saint-Just sí lo cree -contestó.

– No podemos garantizar el pan a la gente. No podemos garantizar justicia. ¿Es que vamos a arrebatarles también la esperanza?

– Parece como si Dios sólo sirviera para llenar un vacío en la política -dijo Eléonore.

Robespierre la miró desconcertado.

– Puede que sea así -respondió lentamente-. Quizá tengas razón. Antoine está convencido de que se puede conseguir todo por el mero hecho de desearlo, que cada individuo es el artífice de sí mismo, capaz de convertirse en una persona mejor, más virtuosa; luego, a medida que los individuos cambian, la sociedad cambia también. Ese proceso lleva… no sé, quizás una generación. El problema es que te olvidas de ello cuando te sientes agobiado por el trabajo, preocupado porque no puedes suministrar botas a los soldados, y piensas: «Todos los días fracaso en algo.» Al final, toda tu vida te parece un gigantesco fracaso.

Eléonore apoyó una mano sobre su brazo y dijo suavemente:

– No es un fracaso, cariño. Es el único triunfo que se ha producido en el mundo.

Robespierre sacudió la cabeza.

– Ya no veo las cosas en términos tan absolutos. Ojalá pudiera. A veces tengo la sensación de que estoy perdiendo el norte. Danton lo comprende, con él puedo hablar de esto. Dice que todo éxito va acompañado de algún fracaso, que así es la política.

– Danton es un cínico -dijo Eléonore.

– No, ésa es su opinión. Uno trata de guiarse por sus principios, pero hay que adaptarse a cada situación. En cambio Saint-Just opina lo contrario. Según él, toda circunstancia nos ofrece la oportunidad de aplicar nuestros principios.

– ¿Y tú qué opinas?

– Yo… -contestó Robespierre, alzando las manos en señal de impotencia-, no sé qué pensar. Pero en esta cuestión tengo unas ideas muy claras. No admito la intolerancia, el fanatismo, no puedo aceptar que la fe de unas gentes sencillas se vea pisoteada por unos imbéciles que no tienen ni idea de lo que significa la palabra fe. Dicen que los curas son unos fanáticos, pero los fanáticos son ellos, los que pretenden impedir que celebren misa.

Así que «no lo admites», pensó Eléonore. Eso significa que, si no ceden, deberán comparecer ante el Tribunal. Personalmente, ella no creía en Dios, al menos no en un Dios benéfico.

Robespierre subió a su habitación y escribió una carta a Danton. Cuando terminó de escribirla la leyó e hizo algunas correcciones, matizando y aclarando el significado de algunas frases. No estaba satisfecho con ella, de modo que la rompió en pedacitos y escribió otra. Quería pedir a Danton que regresara a París para ayudarle a aplastar a Hébert. Deseaba decirle que necesitaba su ayuda, pero no quería que lo interpretara como una petición de auxilio; necesitaba un aliado, pero no estaba dispuesto a dejarse dominar por él.

La segunda carta tampoco le satisfizo. ¿Por qué no se le había ocurrido pedir a Camille que la escribiera? Precisamente, aquel día Camille había expresado con exquisita sencillez y concisión lo que pensaba: «No necesitamos rosarios ni relicarios, pero cuando las cosas se ponen feas necesitamos un consuelo, y cuando la situación se agrava, necesitamos aferramos a la idea de que, a la larga, existe alguien capaz de perdonarnos.»

Robespierre permaneció sentado, con la cabeza inclinada hacia delante, pensativo. Sonríe. ¿Que hubiera dicho el padre Bérardier? He aquí a dos buenos chicos católicos. No importa que haga años que no asiste a misa, que Camille considere una especie de deber infringir todos los mandamientos de la ley de Dios. Al fin uno se encuentra de nuevo en el punto de partida. O no, depende. Robespierre recordaba al padre Proyart, quien solía abofetear a Camille por llevarse a misa el tomo de las Vidas paralelas de Plutarco. «Acabo de descubrir un pasaje de lo más excitante…», decía Camille. En aquellos días, Plutarco pasaba por ser un autor «excitante». No era de extrañar que Camille se desmandara en cuanto dejó a los curas. Nos pedían que fuéramos más que humanos. Yo traté de ser lo que ellos deseaban que fuera, aunque no era consciente de ello, aunque creía vivir según otro credo muy distinto.

Al cabo de un rato Robespierre intentó por tercera vez escribir una carta a Danton. Pero era inútil. Al fin, desesperado, sacó la libreta titulada Danton y la leyó. Cuando terminó no había sacado nada en limpio y se sentía más deprimido.


Jean-Marie Roland se ocultaba en Ruán. El 10 de noviembre, el día en que le notificaron que su esposa había sido ejecutada, abandonó la casa donde se ocultaba y echó a caminar, empuñando la espada. Tras recorrer unos cinco kilómetros, se detuvo en un camino desierto, junto a un huerto, y se sentó debajo de un manzano. Éste era el lugar indicado.

El suelo estaba duro como una piedra, y el árbol tenía un tacto frío. Se aproximaba el invierno. Roland se hizo un corte, a modo de ensayo; al ver su propia sangre sintió náuseas. Pero éste era el lugar indicado.

El cuerpo fue hallado al cabo de unas horas por un transeúnte que al principio creyó que se trataba de un anciano que se había dormido. Era imposible determinar cuántas horas llevaba muerto, o si había tardado mucho en morir después de haberse clavado la delgada hoja de la espada en el vientre.

El 11 de noviembre, bajo una pertinaz lluvia, el alcalde Bailly fue ejecutado; a petición popular se erigió una guillotina en los Campos de Marte, donde en 1791 Lafayette había abierto fuego contra la multitud.


– Ha venido a verte un marqués -dijo Lucile a su marido.

Camille, que estaba leyendo La ciudad de Dios, alzó la vista y se apartó un mechón de la frente.

– Eso es imposible.

– Un antiguo marqués.

– ¿Tiene aire respetable?

– Sí. ¿Lo hago pasar? Os dejaré solos.

De pronto, a Lucile había dejado de interesarle la política. Las últimas palabras pronunciadas por Vergniaud antes de morir no cesaban de rondarle por la cabeza: «La Revolución, como Saturno, devora a sus hijos.» Se había convertido en una de las muchas consignas bajo las que había vivido. («¿Es que la autoridad paterna no cuenta para nada?» «No entiendo por qué se queja la gente de que hoy día no se puede ganar dinero, a mí no me cuesta ningún esfuerzo.» «Eran mis amigos, y mis escritos los han matado.») La persiguen en sueños, brotan de sus labios casi sin darse cuenta a lo largo de una conversación, constituyen la moneda corriente de los últimos cinco años. («Todo está organizado, no tocarán a ningún inocente.» «Detesto los gobiernos firmes.» «No hay nada de qué preocuparse, el señor Danton se ocupará de nosotros.») Lucile ha dejado de asistir a los debates de la Convención, donde se sentaba en la galería reservada al público y comía dulces con Louise Robert. En cierta ocasión acudió al Tribunal para oír al primo Antoine acosando a sus víctimas; fue un espectáculo lamentable.

– Se produjo una confusión sobre mi identidad -dijo De Sade a Camille-. Debí haberles remitido mis credenciales como funcionario de la Sección de Piques. Fue un error, un error que a veces basta para que alguien te denuncie como sospechoso. -De Sade extendió su mano suave y delicada y cogió el libro de Camille-. ¿Una lectura piadosa? -preguntó-. Vaya… ¿No habrá tenido esto algo que ver…?

– ¿Con el hecho de haberme desmayado? No, no. Me divierto escribiendo un libro sobre los padres de la Iglesia.

– En fin, dicen que sobre gustos no hay nada escrito -respondió De Sade-. Opino que los autores debemos apoyarnos.

Era un hombre menudo, de cincuenta y pocos años, rollizo, con el pelo rubio salpicado de canas, medio calvo, y con ojos de un azul pálido. Se había engordado recientemente, pero aún se movía con elegancia. Llevaba un traje oscuro y exhibía la tensa y concentrada expresión de un político «terrorista». En la mano sostenía unos papeles sujetos con una vistosa cinta tricolor.

– ¿Se trata quizá de unas ilustraciones obscenas? -inquirió Camille.

– ¡Por supuesto que no! -exclamó De Sade, mirándole con aire escandalizado-. Te consideras moralmente superior a mí, ¿no es cierto, señor abogado de la Lanterne?

– Me considero moralmente superior a la mayoría de la gente. Conozco todas las teorías, y poseo todos los escrúpulos éticos. El único fallo reside en mi conducta. Devuélveme el tomo de san Agustín, por favor.

De Sade depositó el libro sobre una mesita, con el santo boca abajo.

– Confieso que me pones nervioso -dijo el marqués, sentándose en una silla. Camille sonrió satisfecho-. Supuse que querrías confesarme tus preocupaciones.

– No… -contestó Camille tras unos instantes-. No deseo hacerlo. Pero si quieres, puedes contarme las tuyas. Te escucho.

– Tomemos por ejemplo la caída de la Bastilla -dijo De Sade-. Es un arma de doble filo, ¿no crees? Te hizo famoso, y te felicito por ello. Demuestra que los perversos siempre prosperan, y que incluso los semiperversos tienen ciertas ventajas. Por otra parte, supuso un gran adelanto para la humanidad, quienesquiera que sean. En cuanto a mí, me quitaron de en medio antes de que comenzara todo, con tal rapidez que me dejé el manuscrito de mi última novela. Salí de la cárcel el Viernes Santo, al cabo de once años, Camille, y no pude hallar mis papeles en ningún sitio. Me llevé un gran disgusto.

– ¿Cómo se titula tu novela?

– Los 120 días de Sodoma.

– Pero han pasado cuatro años desde que saliste de cárcel. Has tenido tiempo de sobra para escribirla de nuevo.

– Mi primer manuscrito era una obra de arte, un prodigio de la imaginación que en estos tiempos tan insulsos me resultaría prácticamente imposible reproducir.

– ¿Qué quieres de mí? Supongo que no has venido a hablar de tus novelas.

El marqués suspiró.

– No, he venido para expresar mi opinión sobre los tiempos que corren. Me entusiasmó lo ocurrido en el juicio de Brissot. El hecho de que recobraras el sentido, por así decirlo, en brazos de unos fornidos caballeros. ¿Crees que habría sido posible no ejecutar a los brissotinos?

– Antes no lo creía, pero ahora me inclino a pensar que sí.

– ¿A pesar de que Marat fue asesinado?

– Es probable que la muchacha actuara sola. Ella afirmó que no tenía cómplices, aunque nadie la creyó. El juicio de Brissot duró varios días. Todos los acusados tuvieron ocasión de defenderse. Acudieron numerosos testigos a declarar. Los periódicos se hicieron eco de cuanto se dijo en el Tribunal. De no ser por la insistencia de Hébert, el juicio aún no habría concluido.

– Cierto -contestó Sade.

– Pero en el futuro los acusados no gozarán de esos derechos. Se considera que no son expeditivos, que no son republicanos. Temo que el hecho de reducir la duración de los juicios pueda acarrear serias consecuencias. Estamos ejecutando a personas que no deberían morir. Pero las ejecuciones continúan.

– Y los juicios ante el Tribunal Revolucionario -dijo Sade-. Me gustan los duelos, las venganzas, los crímenes pasionales, pero este aparato de Terror funciona fríamente, sin la menor pasión.

– Disculpa, pero no te entiendo.

– Tus primeros artículos eran despiadados, carentes del acostumbrado sentimentalismo. Esperaba grandes cosas de ti. Pero de pronto has empezado a retractarte. Te has arrepentido, ¿no es cierto? En septiembre me nombraron secretario del comité de mi Sección. No me refiero al pasado septiembre sino a cuando matamos a los prisioneros. Había algo puro, revolucionario y hermoso en la forma en que corría la sangre. La velocidad, el temor… Ahora hay un jurado que emite un veredicto, el verdugo le corta el pelo al reo y éste es conducido al cadalso en un carro. Los abogados exponen sus argumentos antes de que se pronuncie la sentencia de muerte. Opino que la muerte debe de ser algo natural, no algo sobre lo que se discute.

– No entiendo a qué viene todo eso.

– Supongo que para ti, al menos en tu presente estado de ánimo, representa el único proceso legal aceptable. Más aceptable si se trata de un juicio justo, y menos si los testigos son acosados y se acorta la duración del mismo. Pero a mí me resulta totalmente inaceptable. Cuanto más discuten, peor. No lo soporto. -De Sade hizo una pausa-. ¿Estás escribiendo algo, aparte de la obra teológica?

El marqués miró a Camille con sus pálidos y tímidos ojos de liebre, temeroso de que hubiera interpretado erróneamente sus palabras.

Camille vaciló.

– Me propongo escribir un libro, pero depende del apoyo que reciba. Es complicado. Sabemos que las conspiraciones proliferan, dominan nuestras vidas. No nos atrevemos a expresarnos libremente ante nuestros amigos, no confiamos en nuestras esposas, en nuestros padres ni en nuestros hijos. ¿Te suena melodramático? Esto parece Roma durante el reinado del emperador Tiberio.

– No lo sé -respondió De Sade-. Pero si tú lo dices, será verdad. He visitado Roma. Es una solemne pérdida de tiempo. Han construido una serie de capillas alrededor del Coliseo, han destrozado la plaza. Vi al Papa. La personificación de la vulgaridad. No obstante, supongo que Tiberio era mucho peor. ¿Qué te parecen mis opiniones?

– ¿Sobre el Papa?

– Sobre el Terror.

– Yo que tú me abstendría de expresarlas.

– Pero yo no soy tú. He afirmado durante una reunión de mi Sección que es preciso impedir que continúe el Terror. Supongo que no tardarán en arrestarme. Luego, ya veremos qué sucede. No son las muertes lo que no soporto, querido ciudadano Camille, sino los juicios en la sala del Tribunal.


Danton regresó el 20 de noviembre. En el bolsillo llevaba unas cartas de Robespierre, de Fabre y de Camille. Las de Robespierre tenían un tono histérico, las de Fabre eran lacrimógenas, y las de Camille simplemente curiosas. Danton resistió la tentación de doblarlas y utilizarlas como filacterias.

Tras instalarse de nuevo en la vivienda, Louise lo miró con aire de reproche y dijo:

– Supongo que no irás a salir.

– No ocurre todos los días que el ciudadano Robespierre requiera mi compañía en sus francachelas.

– No has dejado de pensar en París durante todo el tiempo que hemos permanecido en el campo. Te morías de ganas de regresar.

– Mírame -respondió Danton, cogiéndole las manos-. Sé que soy un imbécil. Cuando estoy aquí, deseo estar en Arcis. Cuando estoy en Arcis, deseo estar aquí. Pero quiero que comprendas que la Revolución no es un juego que puedo abandonar cuando lo desee. -Danton se puso serio y ciñó a su esposa por la cintura. Estaba loco por ella-. En Arcis evitamos el tema, preferíamos hablar de cosas menos complicadas. Pero no se trata de un juego, ni de algo a lo que me dedico para mi propio beneficio o gratificación. -Sus dedos rozaron suavemente los labios de Louise, para silenciarla-. Antes sí lo era, pero ahora debemos obrar con prudencia, cariño. Debemos pensar en el futuro del país. Y en el nuestro.

– De modo que eso es lo que has estado haciendo. Pensar.

– Sí.

– ¿Y ahora vas a ver a Robespierre?

– No directamente -contestó, separándose de ella. Estaba de un humor excelente-. Necesito informarme bien antes de ir a verlo. Robespierre pierde la paciencia e insulta a los que no se mantienen perfectamente informados sobre los últimos acontecimientos.

– ¿Y eso te molesta?

– En realidad, no -respondió besándola. Ambos se sentían más animados, aunque Danton presentía, y le dolía, que Louise le tuviera miedo-. ¿No te alegras de estar de nuevo en casa?

– Sí, en nuestra casa y en nuestro barrio. No puedo vivir con tu madre, Georges. Quiero disponer de nuestra propia casa.

– De acuerdo.

– ¿Te ocuparás inmediatamente de ello? Confío en que no permaneceremos mucho tiempo en París.

– No -contestó Danton tras una breve pausa-. No permaneceremos mucho tiempo.

Durante el corto recorrido hasta la esquina, Danton saludó a media docena de personas, dio unas palmaditas en la espalda a otras y se apresuró antes de que alguien consiguiera detenerlo para hablar con él. Al anochecer la noticia había circulado por toda la ciudad: Danton había regresado. Cuando se disponía a entrar en el edificio donde vivían los Desmoulins, se dio cuenta de un detalle que le llamó la atención. Al retroceder y alzar la cabeza vio un letrero que decía: Rue Marat.

Durante unos momentos sintió deseos de dar media vuelta, regresar a su casa y ordenar a los sirvientes que no se molestaran en deshacer el equipaje pues a la mañana siguiente regresaban a Arcis. Mientras contemplaba las ventanas superiores, en las que brillaba una luz, pensó: si entró allí, jamás conseguiré liberarme. Si subo me comprometeré a unirme a Max para aplastar a Hébert, y probablemente al Gobierno. Me comprometeré en sacar a Fabre de los apuros en los que se encuentra, aunque no sé cómo me las arreglaré. Volveré a correr el peligro de ser asesinado; comenzarán de nuevo las violentas disputas, las denuncias.

Pero no podía permanecer en la calle toda la noche analizando los últimos cinco años de su vida sólo porque habían cambiado el nombre de la calle; no podía dejar que ello modificara el futuro. No, pensó -viendo las cosas, por primera vez, con meridiana claridad-, no puedo marcharme, regresar a la granja en Arcis. He mentido a Louise; no puedo renunciar a la política.


– Gracias a Dios -dijo Lucile, dándole un beso en la mejilla-. Pensaba que tendría que ir a buscarte personalmente.

Danton había decidido interrogarla sobre Camille y Robespierre, pero en lugar de ello se limitó a decir:

– Qué guapa estás. Había olvidado lo hermosa que eres.

– ¿En cinco semanas?

– No, nunca puedo olvidar eso -contestó Danton, abrazándola-. Te agradezco que me echaras de menos. ¿Por qué no fuiste a vernos en Arcis? Nos hubiéramos alegrado de tu visita.

– No creo que Louise ni tu madre se hubieran alegrado.

– Se llevan fatal.

– Lo lamento.

– Ha sido un desastre. Louise es muy joven, está acostumbrada a vivir en la ciudad. A mi madre le parece demasiado delicada. ¿Cómo estás?

– Me siento… confusa -contestó Lucile.

Trató de liberarse de él, pero Danton la sujetó con fuerza por la cintura. ¡Qué mujer tan fuerte y tan admirable!, pensó Danton. No le tiene miedo a nada.

– ¿No estarás de nuevo en estado, Lolotte?

– Dios me libre -respondió ella.

– ¿Quieres que te dé otro hijo?

– Te olvidas que tienes una esposa -le recriminó Lucile.

– En mi vida hay espacio para más de una mujer.

– Pensaba que habías renunciado a mí.

– Jamás. Es una cuestión de honor.

– Supuse que habías renunciado a mí antes de partir.

Ya he recobrado las fuerzas, pensó Danton.

– Es inútil tratar de enmendarse. No puedes dejar de amar a alguien.

– Tú no me amas. Sólo deseas acostarte conmigo y contárselo luego a tus amigos.

– Más vale eso que no acostarme contigo y alardear de ello, como hace todo el mundo.

– Sí -respondió Lucile, apoyando la cabeza en su pecho-. Qué tonta soy.

– Cierto. Tú situación es irrecuperable. Nuestras esposas jamás se fiarán de ti. Por una vez en la vida, sé honesta y acuéstate conmigo.

– ¿Has venido a verme por eso?

– No, pero…

– Me alegro. No tengo la menor intención de complacerte. Además, hace un rato que Camille se ha encerrado en el dormitorio a reflexionar.

Danton la besó en la coronilla.

– Mírame -dijo. De pronto recordó que hacía treinta minutos que había dicho eso mismo a su esposa-. Cuéntame lo que sucede.

– No sabría por dónde empezar.

– Yo te ayudaré.

– Gracias.


Camille yacía con la cabeza sepultada entre los brazos.

– ¿Eres tú, Lolotte? -preguntó sin alzar la vista.

Danton se sentó junto a él y le acarició el pelo.

– Hola, Georges.

– ¿No te sorprende verme?

– Nada me sorprende ya -contestó Camille suspirando-. Sigue acariciándome la cabeza, es lo más agradable que me han hecho desde hace tiempo.

– Cuéntamelo todo.

– ¿Recibiste mi carta?

– Sí, pero no entendí nada.

– Ya. Es lógico -contestó Camille, incorporándose.

Danton lo miró asombrado. En tan sólo cinco semanas la precaria madurez que había adquirido a lo largo de los últimos cinco años se había evaporado; la persona que lo miraba a través de los ojos de Camille era el joven apocado y desaliñado de 1788.

– Philippe ha muerto.

– ¿El duque? Ya lo sé.

– Charles-Alexis también ha muerto. Valazé se clavó un cuchillo frente a mí.

– También lo sé. Me lo comunicaron en Arcis. Pero dejemos eso durante unos minutos. Ahora quiero que me hables de Chabot y de los demás.

– Chabot y dos amigos suyos han sido expulsados de la Convención. Están arrestados. El diputado Julien se ha marchado, ha huido. Vadier ha empezado a hacer ciertas preguntas.

– ¿De veras?

El jefe del comité de Seguridad General tenía fama de ser muy eficiente a la hora de interrogar a sospechosos. Lo llamaban «el Inquisidor». Era un hombre de unos sesenta años, con un rostro alargado y amarillento, y unas manos largas, nudosas y amarillentas.

– ¿Qué clase de preguntas? -inquirió Danton.

– Sobre ti. Sobre Fabre y tu amigo Lacroix.

Danton llevaba en el bolsillo la deprimente confesión de Fabre. Éste no parecía darse cuenta de lo que había hecho. Sí, había manipulado un documento gubernativo, de su mismo puño y letra, añadiendo una modificación al texto; pero luego otra mano, anónima, había añadido una tercera modificación… Era como el cuento de nunca acabar. El hecho es que Fabre se había convertido en un falsificador, en un simple delincuente común. Todo parecía indicar que Robespierre no tenía la menor idea de lo sucedido.

– Vadier cree que está a punto de descubrir unas pruebas muy perjudiciales contra ti, Georges -dijo Camille-. Yo procuro no tropezarme con él. El comité de Policía ha interrogado a Chabot. Este, como era de prever, dijo que sospechaba que existía una conspiración y que había fingido participar en ella para descubrir a los culpables. Nadie le creyó. Han encargado a Fabre que redacte un informe sobre el asunto.

– ¿Que Fabre ha descubierto el asunto relacionado con la Compañía de las Indias Orientales? -preguntó Danton, atónito.

– Así es, junto con ramificaciones políticas. A Robespierre no le interesan los trapicheos en la Bolsa, sino quién está detrás de ellos y quién dio las instrucciones.

– ¿Pero por qué no denunció Chabot a Fabre inmediatamente? ¿Por qué no lo acusó de participar en el asunto desde el principio?

– ¿Y qué iba a ganar con ello? Sólo hubiera conseguido que arrestaran también a Fabre. Chabot prefirió guardar silencio, creyendo que Fabre le devolvería el favor.

– ¿Cree realmente Chabot que Fabre conseguirá zafarse de la justicia?

– Quieren que utilices tu influencia para librarlo del apuro.

– Qué lío -dijo Danton.

– Y aún hay más. Chabot ha denunciado a Fabre, y a todos los demás… Lo único que nos salva es que nadie cree una palabra de lo que dice Chabot. Vadier me estuvo interrogando.

– ¿A ti? Qué impertinencia.

– Todo fue muy informal. De patriota a patriota, ¿comprendes? Me aseguró que nadie imaginaba ni remotamente que yo hubiera participado en nada turbio, pero que quizá me había pasado de la raya. Su intención era obligarme a confesar y descargar mi conciencia.

– ¿Y qué contestaste?

– Nada. Le miré con cara de asombro y dije que no sabía de qué estaba hablando. Aquel día no conseguí dominar mi tartamudeo. De paso, dejé caer el nombre de Max. Vadier teme enojarlo. Sabía que si seguía presionándome, me quejaría a él.

– Bien hecho -contestó Danton, pero comprendió que se hallaba ante un grave problema. No se trataba de qué iba a hacer con Fabre, sino que lo más importante era la conciencia de Camille.

– He mentido a Robespierre -dijo Camille-, al menos implícitamente. Esto no me gusta, Georges. Me coloca en una situación delicada que puede entorpecer mis próximos pasos.

– Continúa.

– Me temo que tengo otra mala noticia. Hébert dice que Lacroix ganó una fortuna el año pasado, cuando ambos partisteis a Bélgica en una misión. Asegura que posee pruebas. Ha convencido a los jacobinos para que soliciten a la Convención que obliguen a Lacroix y a Legendre a regresar de una misión en Normandía.

– ¿De qué acusa a Legendre?

– De ser tu amigo. Le he dicho a Robespierre que es preciso impedir que continúe el Terror.

– ¿Y qué te ha contestado?

– Que está de acuerdo. Ya sabes que siempre ha odiado la violencia. He sido yo quien he tardado en convencerme… Le dije que Hébert era demasiado poderoso. Está atrincherado en el Ministerio de la Guerra y en la Comuna, y su periódico es distribuido entre las tropas. Hébert no está de acuerdo en que haya que detener el Terror. Ello afecta a su orgullo. Dijo que si quiero detenerlo, antes tendré que pasar sobre su cadáver. Dije a Robespierre que le daba veinticuatro horas de plazo para que lo meditara y que luego estudiaríamos la forma de atacar a Hébert. Luego regresé a casa y redacté un panfleto contra Hébert.

– Nunca cambiarás.

– ¿Cómo dices?

– Antes te lamentabas de tu participación en la caída de la Gironda.

– Pero ahora se trata de Hébert -protestó Camille-. No me confundas. Hébert es el obstáculo que nos impide detener el Terror. Si lo matamos, no tendremos que matar a nadie más. El caso es que creí que Robespierre se avendría a razones. Al principio se mostraba nervioso y preocupado. Cuando fui a verlo de nuevo, dijo: «Hébert es muy poderoso, pero está en lo cierto respecto a ciertas cosas. Podría sernos muy útil si sabemos manipularlo.» -El muy taimado, pensó Danton. ¿Qué demonios se propone?-. «Es mejor -siguió diciendo Robespierre-, que lleguemos a un acuerdo con él. De este modo evitaremos que se derrame más sangre.» En aquellos momentos deseé que Saint-Just estuviera a mi lado. Creí haberlo convencido, pero… -Camille alzó las manos en un gesto de impotencia-. Saint-Just le habría inducido a pasar a la acción.

– Robespierre es incapaz de pasar a la acción. No sabe lo que es eso. «Evitaremos que se derrame más sangre.» La violencia le parece deplorable. Sus escrúpulos me sacan de quicio. Ese idiota es incapaz de freír un huevo.

– No te pongas así -dijo Camille.

– ¿Qué pretende que hagamos?

– Max se niega a expresar su opinión. Ve a verlo, pero no discutas con él.

Así es como solían hablar de mí, pensó Danton. De improviso, abrazó a Camille. Su cuerpo parecía curiosamente precario, como si se compusiera de sombras y ángulos. Camille sepultó la cabeza en su hombro y dijo:

– Eres el tipo más sorprendente y cínico que he conocido.

Durante unos instantes ambos guardaron silencio. Luego, apoyando las manos en los hombros de Danton. Camille se apartó y lo miró.

– ¿No se te ha ocurrido pensar que Max siente el mismo desprecio hacia ti que tú hacia él?

– ¿Crees que me desprecia?

– Estoy convencido de ello.

– Debo confesar que no se me había ocurrido.

– No todo el mundo está dominado por tus apetitos, y los que no lo están, lógicamente se sienten superiores a ti. Robespierre se esfuerza en comprenderte y justificar tu conducta. No es un hombre tolerante, pero es caritativo. O quizás es al revés.

– Estoy harto de tratar de analizar su carácter -contestó Danton-. A fin de cuentas, no tiene importancia.


Había decidido regresar a casa y pasar una hora charlando con Louise. Se detuvo en la esquina de la Cour du Commerce. Se había acostumbrado a conversar con ella, a contarle los acontecimientos de la jornada, esperando a que ella hiciera algún comentario. Le contaba cosas que jamás habría revelado a Gabrielle. Era justamente su ignorancia en esos temas, su falta de interés, lo que la convertía en una interlocutora muy valiosa y útil. Pero en aquellos momentos no había nada que decir. Danton sentía un inmenso peso en su interior. Consultó su reloj. Era posible, aunque no probable, que hallara al Incorruptible en su casa a estas horas, y mientras daba un paseo hasta el otro lado del río pensaría lo que iba a decirle. Tras echar una ojeada a las ventanas de su casa, siguió andando con paso firme y decidido.

Habían empezado a encender las farolas, que oscilaban colgadas de una cuerda en los estrechos callejones entre las casas, o bien de unos soportes de hierro. Habían instalado más farolas desde la Revolución, quizá como medida contra los conspiradores, los traidores, la oscura noche del duque de Brunswick. Un día, en 1789, cuando se disponían a colgar a un aristócrata de una farola, Danton les había preguntado: «¿Creéis que la luz brillará con más fuerza a partir de ahora?» Y Louis Suleau, al expresar su asombro por estar todavía vivo, ¡una vez había dicho: «Cada vez que paso junto a una farola, tengo la sensación de que se inclina hacia mí, como deseando que me cuelguen de ella.»

Vio a dos jóvenes campesinos, sonrientes, ateridos de frío, que vendían unos conejos a los parroquianos. Portaban los esqueléticos animales, que habían cazado en los campos con trampas, colgados de un palo, como unos fardos sanguinolentos. Alguien se los robará, pensó Danton, y se quedarán sin dinero y sin conejos. Al cabo de un rato vio a dos muchachas que discutían acaloradamente en el portal de un comercio, con las manos apoyadas en las caderas. Las aguas del río, sucias y hediondas, se deslizaban como una temible plaga al encuentro del invierno que se aproximaba, mientras la gente caminaba apresuradamente hacia sus casas para protegerse de los peligros de la ciudad y la noche.

El carruaje era nuevo y extraordinariamente elegante; pese a la oscuridad, Danton advirtió que estaba recién pintado y pulido. De pronto oyó el crujir de unos arneses y el cochero lo detuvo junto a él. Danton vio un semblante pálido y redondo que lo observaba desde el interior del vehículo.

– Mi querido Danton, qué sorpresa.

Danton se detuvo de mala gana. Los caballos aspiraron el húmedo y frío aire del anochecer.

– Enseguida te he reconocido por tu envergadura -dijo Hébert, asomando la cabeza por la ventanilla-. ¿Qué haces caminando a estas horas por la calle? Es muy arriesgado.

– ¿Es que no tengo aspecto de saber cuidar de mí mismo?

– Por supuesto que sí, pero la ciudad está llena de ladrones armados. ¿Quieres que te acompañe a algún sitio?

– No, a menos que estés dispuesto a regresar a donde has venido.

– Desde luego. Sube.

– ¿Conoces las señas de Robespierre? -preguntó Danton al cochero.

– ¿Cuándo has regresado? -inquirió Hébert. Danton tuvo la satisfacción de notar un leve temblor en su voz.

– Hace dos horas.

– ¿Cómo está tu familia? Espero que bien.

– Eres una persona extremadamente desagradable, Hébert -respondió Danton, instalándose en el asiento frente a él-, de modo que no trates de disimular.

Hébert soltó una risita nerviosa.

– Supongo que te has enterado sobre ciertos discursos que he pronunciado -dijo.

– En los que atacabas a mis amigos.

– Yo no lo expresaría en estos términos -protestó Hébert-. Al fin y al cabo, si no tienen nada de qué avergonzarse… Les ofrezco la oportunidad de demostrar que son unos buenos patriotas.

– Ya lo han demostrado.

– Ninguno de nosotros tiene por qué temer que se investigue su conducta. No vayas a suponer que te estaba criticando a ti.

– No creo que te atrevieras a hacerlo.

– De hecho, pensé que una alianza táctica entre nosotros…

– Antes prefería formar una alianza táctica con un reptil.

– Piensa en ello -insistió Hébert, sin rencor-. A propósito, ¿te has enterado de que Camille se desmayó en el Tribunal? El pobre está un poco pachucho últimamente.

– Le transmitiré tus saludos.

– Eligió un momento muy inoportuno. La gente dice, comprensiblemente, que se arrepiente de su participación en la caída de Brissot. Es un sentimental, como solía decir Marat. Aunque lo cierto es que su conducta actual no encaja con otras actuaciones suyas. Me refiero concretamente a los linchamientos de 1789. Hummm… Bien, ya hemos llegado. Para expresarlo sin rodeos, te diré que este mes he observado que Robespierre se muestra bastante escurridizo. Cuídate mucho.

– Gracias por haberme acompañado, Hébert.

Tras esas palabras, Danton se apeó del coche. Hébert asomó de nuevo su blanco semblante por la ventanilla y dijo:

– Trata de convencer a Camille de que se tome unas vacaciones.

– Está muy ocupado, pero no dudo de que se tomaría el día libre si se tratara de asistir a tu funeral.

La untuosa sonrisa se borró del rostro de Hébert.

– ¿Significa eso una declaración de guerra? -preguntó.

Danton se encogió de hombros.

– Puedes interpretarlo como te parezca. Ya puedes partir -ordenó al cochero.

Danton se detuvo unos momentos para observar al carruaje mientras éste se alejaba, y soltó un par de palabrotas. Le hubiera gustado asestar un buen puñetazo a Père Duchesne. Las hostilidades comienzan en este punto.


– ¿Qué tal le va a tu hermana en su matrimonio?-preguntó Danton a Eléonore.

– Supongo que bien -respondió ésta, enrojeciendo-. Philippe Lebas no es gran cosa.

Qué estúpida, desgraciada y rencorosa eres, pensó Danton.

– No te molestes en acompañarme -dijo.

Llamó a la puerta de la habitación de Robespierre, pero nadie respondió. Al entrar encontró a Robespierre sentado a su mesa, escribiendo en un pequeño cuaderno. Este alzó la cabeza y lo miró con aire hosco.

– ¿Por qué hacías ver que no estabas?

– Lo lamento, Danton -contestó Robespierre, ruborizándose ligeramente-. Creí que era Cornélia.

– ¡Pues menuda forma de tratar a tu amiga! Siéntate y relájate. ¿Qué estás escribiendo? ¿Una carta de amor a otra mujer?

– No, yo…, no importa. -Robespierre cerró el cuaderno apresuradamente y unió las manos, como si estuviera rezando-. Hace una semana me hubieras sido de gran ayuda, Danton. Vino a verme Chabot. ¿Qué opinas de Chabot?

Danton reflexionó unos instantes.

– Creo que es un bufón que debajo de la gorra de la libertad tiene la sesera hueca.

– Ese matrimonio…, los hermanos Frei serán arrestados mañana. Fue el matrimonio lo que le hizo caer en una trampa.

– ¿Te refieres a la dote? -preguntó Danton.

– Exactamente. Esos presuntos hermanos eran millonarios. Y a Chabot le gusta todo eso, es muy susceptible al lujo. ¿Y por qué no? Ha pasado muchas penurias.

Danton miró a Robespierre y pensó: «Se está ablandando.»

– Compadezco a esa chica judía -dijo Robespierre.

– Dicen que no es hermana de ninguno de esos dos individuos. Según parece, la sacaron de un burdel de Viena.

– A la gente le gusta murmurar. La sirvienta de Chabot, a la que él arrojó de su casa, ha tenido un hijo suyo. Ese es el hombre que en septiembre habló de forma tan conmovedora en el Club de los Jacobinos sobre los derechos de los hijos ilegítimos.

Es difícil adivinar qué disgusta más a Robespierre, pensó Danton, si la traición, la especulación o el sexo.

– Decías que Chabot fue a verte.

– Sí -contestó Robespierre, sacudiendo la cabeza y sonriendo, como si no acabara de entender la condición humana-. Llevaba un paquete que, según dijo, contenía 100.000 francos.

– Debiste haberlos contado.

– Puede que fueran recortes de periódico. Se puso a hablar de conspiraciones, como de costumbre. Le pregunté si tenía pruebas y respondió afirmativamente, pero que todo estaba escrito con tinta invisible. -Robespierre soltó una carcajada y prosiguió-: Me dijo: «Este dinero me ha sido confiado para sobornar al Comité de Salvación Pública, de modo que he decidido entregártelo a ti. ¿Podrías facilitarme un salvoconducto para salir del país?» Una escena lamentable. Mandé que lo arrestaran a la mañana siguiente. Está en la prisión de Luxemburgo. Cometimos el error de darle una pluma y tinta, tal como nos pidió, y cada día envía una larga misiva, tratando de justificar su conducta, al comité de Policía. En sus cartas cita tu nombre con frecuencia.

– Supongo que no lo escribirá con tinta invisible -replicó Danton-. A propósito… -añadió, sacando la carta de Robespierre del bolsillo y arrojándola sobre la mesa-. ¿Qué es eso de eliminar a Hébert?

– Camille y yo estuvimos hablando sobre él. Estamos francamente asustados.

– ¿Y por eso me habéis hecho volver?

– Lamento haberte estropeado las vacaciones. ¿Estás mejor?

– Perfectamente. Pero no entiendo el problema.

– Creo que en Año Nuevo nuestra posición será muy favorable, siempre y cuando consigamos recuperar Tolón y librarnos de los fanáticos antirreligiosos que pululan por París. Tu amigo Fabre se está ocupando muy eficazmente de esos presuntos hombres de negocios. Mañana espero conseguir que los jacobinos expulsen a cuatro indeseables del club.

– ¿A quiénes te refieres?

– A Proli, el austriaco que trabajó para Hérault, y a tres amigos de Hébert. Les horroriza ser expulsados del club, y ello servirá de ejemplo a otros.

– Debo advertirte que los últimos miembros que fueron expulsados del club fueron arrestados automáticamente. ¿Es así como Camille y tú os proponéis acabar con el Terror?

– Creo que dentro de un par de meses la situación habrá mejorado, pero aún quedan muchos agentes extranjeros que debemos poner al descubierto.

– Aparte de eso, ¿estás a favor de regresar a un proceso judicial normal y redactar una nueva constitución?

– El problema es que todavía estamos en guerra. Ya sabes lo que ha dicho la Convención: «El Gobierno de Francia será un gobierno revolucionario hasta que se instaure la paz.»

– «El Terror está a la orden del día.»

– Una frase un tanto exagerada, quizá. Cualquiera diría que el populacho está muerto de miedo. Y no es así. Los teatros permanecen abiertos.

– Para representar dramas patrióticos, que me aburren soberanamente.

– Son más edificantes que las obras que ponían antes.

– ¿Y tú qué sabes? Nunca has puesto los pies en un teatro.

– Pero lo imagino. No puedo estar al tanto de todo. No tengo tiempo para asistir al teatro. Volviendo a lo que decíamos, debes comprender que personalmente no me gusta lo que está sucediendo, pero debo reconocer que políticamente ha sido necesario. Si dependiera de Camille, hubiera demolido todo el sistema, pero Camille es un teórico y yo debo ocuparme de los asuntos prácticos del comité y aceptar las cosas tal como están. Creo que externamente nuestra situación ha mejorado mucho, pero internamente todavía persiste la crisis, tenemos los rebeldes de la Vendée y una capital llena de conspiradores. La Revolución no está todavía plenamente consolidada.

– ¿Qué demonios pretendes?

Robespierre lo miró con aire impotente.

– No lo sé.

– ¿Que no lo sabes?

– No sé qué hacer. Estoy rodeado de gente que afirma tener la solución, pero ésta se basa en más matanzas. Existen en la actualidad más facciones que antes de que ejecutáramos a Brissot. Procuro mantenerlas alejadas las unas de las otras, para evitar que se destruyan mutuamente.

– Si quisieras poner fin a las ejecuciones, ¿cuántos miembros del comité te apoyarían?

– Sin duda Robert Lindet y probablemente Cauthon y Saint-André. Quizá Barère, nunca sé lo que piensa Barère. -Robespierre contó con los dedos los miembros restantes-. Collot y Billaud-Varennes se opondrán a una política moderada.

– El ciudadano Billaud -dijo Danton con aire pensativo-, el fuerte y duro miembro del comité. Solía aparecer por mi despacho, en los años 1786 y 1787, y yo le daba trabajo para que pudiera subsistir.

– Imagino que jamás te lo ha perdonado.

– ¿Y Hérault? -preguntó Danton-. Te has olvidado de él.

– No me he olvidado, no -contestó Robespierre, rehuyendo la mirada de Danton-. Creo que sabe que ya no goza de nuestra confianza. Supongo que habrás roto todo vínculo con él.

Déjalo pasar, pensó Danton, déjalo pasar.

– ¿Y Saint-Just?

Tras unos instantes de vacilación, Robespierre contestó:

– Lo consideraría una muestra de debilidad.

– ¿No podrías tratar de influir en él?

– Quizá. Ha tenido mucho éxito en Estrasburgo. Está convencido de seguir una política adecuada. Cuando has estado en el frente con las tropas, una cuantas vidas en París no te parecen tan importantes. En cuanto a los otros… probablemente conseguiré que me respalden -dijo Danton.

– Entonces elimina a Collot y a Billaud-Varennes.

– Es imposible. Cuentan con el respaldo de todos los hombres de Hébert.

– Pues elimina a Hébert.

– Con eso regresaríamos a la política del Terror -contestó Robespierre-. Pero todavía no has expuesto tu postura en este asunto. Debes de tener alguna opinión al respecto.

Danton soltó una carcajada.

– Si me conocieras mejor, no estarías tan seguro de ello. No quiero precipitarme. Te aconsejo que hagas lo mismo -sugirió Danton a Robespierre.

– Sabes que te atacarán en cuanto aparezcas de nuevo en público. Hébert ha hecho ciertas insinuaciones sobre tu misión en Bélgica. Me temo que tu enfermedad fue considerada por muchos como un pretexto. Algunos sostenían que habías emigrado a Suiza con la fortuna que habías obtenido con tus turbios negocios.

– En tal caso, lo que necesitamos es un poco de solidaridad.

– En efecto. Puedes estar seguro de que intercederé por ti siempre que pueda. Trata de conseguir que Camille se ponga a escribir de nuevo. Eso le distraerá. Le aconsejé que no asistiera a los juicios. Tiene un temperamento muy emotivo.

– Lo dices como si te sorprendiera, como si lo conocieras desde hace poco.

– Siempre me sorprende la intensidad de sus emociones. Son incontenibles, como los desastres naturales.

– Lo cual puede ser una ventaja o un inconveniente.

– Ésa es una frase muy cínica, Danton.

– ¿Tú crees? Quizá tengas razón.

– ¿Acaso contemplas con cinismo el afecto que Camille siente por ti?

– No, se lo agradezco. Uno siempre agradece que sus amigos le quieran.

– Sí, es un rasgo que todos hemos podido observar en ti -contestó Robespierre, mirándole fijamente.

– ¿Todos?

– No, me refiero a Camille y a mí.

– ¿Soléis hablar de mí con frecuencia?

– Hablamos sobre todos y sobre todo. Pero eso ya lo sabes. Estamos muy unidos.

– Acepto el tirón de orejas. La amistad que nos une a Camille es firme y sólida. No todos pueden decir lo mismo.

– Es lógico.

– Te complace hacerte el obtuso.

– Sí -contestó Robespierre, apoyando la barbilla en las manos-, porque he tenido que ceder en muchas ocasiones para conservar mi amistad con Camille. Me paso el día diciendo: «No me digas…» y «oculta eso debajo de la alfombra antes de que entre en la habitación».

– No sabía que eras consciente de eso -observó Danton.

– Oh, sí. No soy un hipócrita, pero fomento la hipocresía en los demás.

– Es lógico. Robespierre no miente ni estafa, no roba ni se emborracha ni fornica. No es hedonista ni especulador ni rompe sus promesas -dijo Danton, sonriendo-. ¿Pero de qué sirve tanta bondad? La gente no trata de imitarte, sólo trata de engañarte.

– ¿Tú crees? -contestó Robespierre sonriendo levemente-. Deberías haber dicho «tratamos», Danton.


De los cuadernos personales de Maximilien Robespierre:

¿Cuál es nuestro propósito?


Utilizar nuestra constitución en beneficio del pueblo.

¿Quiénes se oponen a nosotros?

Los ricos y los corruptos.

¿Qué métodos suelen emplear?

La calumnia y la hipocresía.

¿Qué factores alientan la utilización de esos medios?

La ignorancia de las personas comunes y corrientes.

¿Cuándo accederá la gente a la educación?

Cuando tengan suficiente para comer, y cuando los ricos y el Gobierno dejen de sobornar a lenguas y plumas traidoras para que los engañen; cuando los intereses de ricos y Gobierno se identifiquen con los del pueblo.

¿Cuándo sucederá eso?

Nunca.


Fabre: ¿Qué piensas hacer?

Danton: No permitiré que te humillen. Eso repercutiría en mí mismo.

Fabre: ¿Te has trazado algún plan?

Danton: Sí, pero no quiero que vayas por ahí diciendo que me he trazado un plan. Deseo reconciliarme con la derecha en la Convención. Robespierre dice que debemos estar unidos, no permanecer separados en facciones, y tiene razón. Los patriotas no deben atormentarse entre sí.

Fabre: ¿Esperas que te perdonen por haberles cortado la cabeza a sus colegas?

Danton: Camille lanzará una campaña de prensa en favor de la clemencia. En última instancia quiero conseguir una paz negociada, los controles de la economía y el regreso a un Gobierno constitucional. Es un programa que no se puede hacer en un país que se está desmoronando, así que debemos reforzar el comité, mantener a Robespierre en su cargo, eliminar a Collot, a Billaud-Varennes y a Saint-Just.

Fabre: ¿Reconoces, pues, que estabas equivocado? No debiste abandonar el comité el verano pasado.

Danton: Sí, debí haber seguido tu consejo. En todo caso, lo importante es reconocer nuestros errores. Todos nos equivocamos al considerar a Hébert un periodista de poca monta sin el menor talento. Antes de que pudiéramos darnos cuenta, se había metido en el bolsillo a varios ministros y generales, por no hablar de la chusma. No será fácil aplastarlo.

Fabre: ¿Y te propones acabar luego con el Terror?

Danton: Sí. Las cosas han llegado demasiado lejos.

Fabre: Coincido contigo. Quiero librarme de Vadier.

Danton: ¿Es eso lo único que te importa?

Fabre: Vamos, hombre. ¿Qué significado tiene para ti? No te estarás ablandando, ¿verdad?

Danton: Quizá sí. De todos modos, me esfuerzo en que mis intereses coincidan con los intereses nacionales.

Fabre: ¿Te gustaría gobernar nuevamente el país, Georges?

Danton: No lo sé. Aún no tengo decidido lo que me gustaría hacer.

Fabre: Pues ya va siendo hora de que te decidas. Vas a tener que bregar con todos ellos. Es un juego peligroso. Tendrás que permanecer alerta. No puedes correr el riesgo de equivocarte, nos hundirías a todos. No sé… te noto distinto, como si hubieras perdido vigor y entusiasmo.

Danton: Es por culpa de Robespierre, me confunde. Tengo la sensación de que oculta algo.

Fabre: Te aconsejo que no te pelees con Camille. Es muy amigo de él.

Danton: Sí. Se me ha ocurrido que si Camille vuelve a meterse en un apuro, Robespierre tendrá que defenderlo, lo cual le obligará a adoptar una postura definida.

Fabre: Es una excelente idea.

Danton: Haga lo que haga Camille, Robespierre siempre lo protegerá.

Fabre: De eso podemos estar seguros.


Fabre d’Églantine: cuando el nombre de uno encarna una mentira, busca consuelo en su realidad inmediata, trata de hallar otras fuentes de autoestima.

Cuando estalló el escándalo de la Compañía de las Indias Orientales, me mantuve al margen hasta que conseguí alzar la cotización. Entonces, cuando el precio me convino, cometí un delito. Pero un delito insignificante. Les ruego que se muestren benévolos conmigo y me crean. Les aseguro que no lo hice únicamente por dinero.

Quería que dijeran: eres un hombre poderoso, Fabre. Quería comprobar qué precio ponían a mi protección. No era mi talento para las finanzas lo que querían comprar. Camille ha comentado a menudo que tengo la cabeza llena de serrín. Ciertamente, siempre he pensado que mi vida se parece a una mala tragicomedia. Lo que ambicionaban era mi influencia, el estatus que otorga ser amigo íntimo de Danton. Indirectamente, estoy convencido de que creían poder comprar también a Danton. Al fin y al cabo, mis colegas en dicha empresa ya habían tenido tratos con él. No vayan a creer ustedes que el asunto de la Compañía de las Indias fue un caso aislado. Las estafas y fraudes constituían una extensión lógica de los negocios turbios, a un paso de la especulación monetaria y los contratos fraudulentos del Ejército. Pero fue un paso que me colocó al otro lado de la ley, y en estos tiempos no conviene estar al otro lado de la ley, sea la ley que sea. Ahora, el estúpido poeta está en un lado, y del otro están Danton y el Incorruptible, compañero inseparable de sus aventuras juveniles, los cuales me contemplan sonrientes y satisfechos.

Me temo que esto no puede terminar bien. En cierto momento -quizás ustedes no se dieran cuenta de ello- Danton y yo renunciamos a nuestros intereses personales. Cuando digo cierto momento me refiero exactamente a eso, a unos pocos segundos durante los cuales tomamos una decisión; no digo que después nos comportáramos de forma totalmente distinta, ni mejor. Cuando planeamos cómo ganar en Valmy, acordamos no hablar nunca de ello, ni siquiera para salvar nuestras vidas.

Ahora -desde el mismo momento en que reconocimos que había algo que no haríamos- comenzamos a ir dando tumbos hacia nuestra perdición, igual que dos borrachos a primeras horas de la mañana. Porque cada convicción que sostiene el oportunista le cuesta el doble de caro; cada vez que deposita su confianza en alguien, sufre lo indecible. Valmy cambió el rumbo de la República; a partir de entonces, los franceses pudieron mantener la cabeza bien alta en toda Europa.

Danton jamás abandonaría a sus amigos. Pueden estar seguro de ello. Dicho de otro modo, cada senda que he recorrido en los últimos años conduce directamente a Danton. Todas las acusaciones que Hébert lanza contra Lacroix sobre su misión belga implican también a Danton. Hébert lo sabe. Vadier acabará descubriéndome. Quiere hundir a Danton. ¿Por qué? Supongo que porque ofende su sentido del pudor. Vadier es un moralista, como creo que lo es Fouquier. Es una tendencia que deploro. Sólo Dios sabe los riesgos que hemos corrido, sólo Dios sabe lo que ha hecho Danton. Dios y Camille. Me consta que Dios no dirá una palabra.

Cuando empecé a denunciar las conspiraciones, para desviar la curiosidad sobre mi persona, ¿cómo iba a adivinar que Robespierre se aprovecharía de cuanto yo dijera? Robespierre buscaba una conspiración en el mismo corazón del patriotismo, y yo, sin querer, le proporcioné una.

Una vez asumida su existencia, cada palabra y cada acto parecen venir a confirmarla, hasta el punto que a veces me pregunto: «¿Y si Robespierre tuviera razón, y yo fuera un idiota? ¿Y si una intriga de tres al cuarto que creí que se había fraguado en un café del Palais-Royal se hubiera convertido en una gigantesca conspiración con ramificaciones que alcanzan a Whitehall?»

No, prefiero no pensar en ello. Temo volverme loco.

En cierto modo, me gustaría que me arrestaran. Puede que suene absurdo, pero es el único medio de impedir que las cosas se compliquen más.

Me duele la cabeza, el pensar en ello me deprime. Lo que me enerva es la espera, la pausa en la caza; mi lema en la vida ha sido siempre seguir adelante. Puede que sea una técnica de Vadier, o quizá confíen en descubrir algo nuevo, algo peor; o quizás esperen a que Danton salga públicamente en mi defensa.

Me temo que si las cosas continúan así nunca terminaré La naranja maltesa. Es una buena obra, contiene unos versos bastante notables. Tal vez constituya el éxito que siempre he ansiado y me ha rehuido.

Últimamente Danton se parece más a un oso de peluche un tanto tronado que a un estadista resuelto a enderezar la nación. Las ejecuciones le han afectado profundamente. Se pasa el día cavilando; cuando le preguntas qué hace, responde que está cavilando.

En cuanto a Camille, jamás le acusarán de corrupción, ni siquiera lo intentarán. Según el Conejo, él y Duplessis suelen pasar muchas tardes en su confortable granja, comentando los pormenores de los trucos sucios que ha tramado Camille. Es lo único que tienen en común.

Pero no deseo criticar a nadie. Lo cierto es que cuando veo a Camille con ese aspecto tan desvalido, con sus absurdos aires de fragilidad e impotencia, me entran ganas de decirle: «Yo también sufro.» Robespierre se arrancaría el pelo y vomitaría si supiera que la culpa de ello la tiene De Sade. A menos que Danton intervenga rápidamente…, pero no creo que lo haga.

Es preferible que no se precipite, si lo que pretende es dar un golpe. Supongo que el hecho de salvar mi vida no representa para él más que un beneficio accidental. Como habrán podido comprobar, soy una persona básicamente modesta.

Desde hace un par de semanas no me encuentro bien. Dicen que tendremos un invierno templado. Confiemos en que sea cierto. Tengo una tos rebelde. Pensé en ir a ver al doctor Souberbielle, pero temo oír su veredicto. Me refiero a su veredicto médico; el doctor es uno de los jurados del Tribunal, pero contra el otro veredicto yo no podría hacer nada.

He perdido el apetito, me duele el pecho. En fin, es posible que dentro de poco todo eso carezca de importancia.


Danton dirigiéndose a la Convención para solicitar

una pensión estatal para los sacerdotes que no disponen

de medios de subsistencia


Si un sacerdote carece de medios de subsistencia, ¿qué queréis que haga? Sólo le queda el recurso de morirse, unirse a los rebeldes de la Vendée o convertirse en vuestro enemigo irreconciliable… Es preciso atemperar las reivindicaciones políticas con las de la razón y la cordura… La intolerancia y la persecución deben cesar. [Aplausos.]


Danton: Hay que echar a Chaumette. Le obligaré a tragarse su Taller de la Razón. Es preciso acabar con esas farsas antirreligiosas. Todos los días tenemos que presenciar en la Convención una aburrida procesión de clérigos sollozando. El abjurar de su fe lleva más tiempo que una misa solemne. Todo tiene un límite. Yo estoy harto.

Camille: Mientras estabas en el campo se presentaron un día unos sansculottes con una calavera, asegurando que era la calavera de Saint Denis. Dijeron que era una reliquia de una época presidida por las supersticiones, y querían desembarazarse de ella. Yo me la hubiera quedado. Quería enseñársela a Saint-Just.

Danton: ¡Imbéciles!

Louise: Jamás hubiera pensado que el ciudadano Robespierre era un hombre religioso.

Danton: No lo es, al menos no en el sentido tradicional. Pero le disgusta esta persecución religiosa y no quiere que eleven el ateísmo a una política. Hay una cosa que le gustaría mucho más que dirigir la Revolución. Le gustaría ser Papa.

Camille: ¡Pero si es la encarnación de la vulgaridad! No, él se propone llegar más alto.

Danton: ¿San Maximilien?

Camille: Nunca habla de Dios, habla sobre el Ser Supremo. Creo adivinar a quién se refiere.

Danton: ¿A Maximilien?

Camille: Exacto.

Danton: No debes burlarte de la gente. Saint-Just dice que los que se burlan de las autoridades son sospechosos.

Camille: ¿Qué suerte aguarda a quienes se burlan de Saint-Just? La guillotina es poco para ellas.


Vadier: (refiriéndose a Danton)


Nos zamparemos a los otros y reservamos a ese enorme rodaballo relleno para el final.


Danton: (refiriéndose a Vadier)


¿Vadier? Devoraré sus sesos y utilizaré su cráneo para cagar en él.


Robespierre pronuncia una alocución en el Club de los Jacobinos. Ha convertido el tono mesurado y las dramáticas pausas, que no se corresponden con el sentido de la frase, en una depuradísima técnica de hipnótico efecto.

– Danton, te acusan de… haber emigrado, de haber partido a Suiza con el botín de tu… corrupción. Algunos dicen incluso que encabezabas una conspiración para entronizar a Luis XVII, a condición de que… te nombraran regente. Yo… he observado a los colegas políticos de Danton (con los cuales no siempre he estado de acuerdo), los he observado atentamente, y en ocasiones… con recelo. Es cierto que… al principio Danton se resistía a sospechar de… Dumouriez, que no se mostró implacable con… Brissot y sus cómplices. Pero aunque no siempre… coincidiéramos…, ¿acaso debo deducir que ha traicionado a su país? Que yo sepa, siempre lo ha servido con gran celo. Si hemos venido aquí para juzgar a Danton, debéis juzgarme también a mí… Pido a todos aquellos que tengan algo que decir contra Danton… que se adelanten. Los que se pongan en pie, sin duda son más… patrióticos… que nosotros.


– ¿Puedes dedicarme unos minutos? -le preguntó Fouquier-Tinville. Su expresión indicaba que no tenía mucho tiempo que perder-. Se trata de una cuestión familiar.

– ¿Ah, sí? -contestó Lucile.

Es un tesoro, pensó Fouquier, demasiado buena para la familia.

– ¿Me permites que me siente? -preguntó, y después prosiguió -: Un incidente lamentable.

– ¿Qué ha sucedido? -preguntó ella.

Fouquier observó, divertido, que se llevaba una delicada mano al cuello.

– Descuida, no le ha sucedido nada a Camille, al menos no lo que tú temes.

¿Y cómo sabes tú lo que yo temo?, pensó Lucile, sentándose frente al fiscal.

– Tú dirás.

– ¿Recuerdas a Barnave? Era diputado de la Asamblea Nacional. Estuvo en la cárcel durante un tiempo. Hoy lo hemos guillotinado. Tenía tratos secretos con María Antonieta.

– Sí, lo recuerdo -respondió Lucile-. Pobre Tigre.

– ¿Estabas al corriente del afecto que sentía tu marido por ese traidor?

– Te ruego que abandones tus modales de fiscal. No estoy siendo juzgada.

– No pretendía asustarte -respondió Fouquier.

– No me has asustado.

– Entonces lamento haberte ofendido. Estamos seguros de que Barnave era un traidor.

– ¿Qué puedo decir? La traición es una falta de lealtad, lo cual significa que siempre va precedida de una cierta confianza y estima. Barnave nunca fingió ser republicano. Camille lo respetaba, creo que era un sentimiento recíproco.

– ¿Acaso te extraña que Barnave respetara a mi primo? ¿Crees que es un sentimiento poco frecuente?

– Francamente, sí.

– ¿Pese a su indudable talento?

– La gente no suele respetar a los escritores. Creen que son innecesarios. Como el dinero.

– Creo que no esperan que los periodistas políticos sacrifiquen mucho en aras del arte. Excepto la veracidad. De todos modos, todo esto es trivial.

– No estoy de acuerdo. Es la primera vez que tú y yo discutimos.

– Quizá no sea trivial, pero no quiero perder el tiempo con esos detalles.

La Revolución está llena de agresivas mujeres empeñadas en defender su opinión contra viento y marea, pensó Fouquier. He aquí a esta belleza de cutis blanco y perfecto, exhibiendo todos los vicios, por así decirlo, de su esposo. Se hablaba sobre esa patosa de Eléonore Duplay, e incluso de la joven esposa de Danton. Peor para ellas, pensó; lo que deberían hacer es ocuparse de sus cosas y mantenerse al margen de la política.

– Sea como sea -prosiguió-, tu marido insistió en despedirse de Barnave antes que éste fuera conducido a la guillotina. Así pues, se presentó en la Conciergerie cuantió Barnave se disponía a montarse en el fatídico carro. Yo me mantuve discretamente a un lado, por lo que no tuve ocasión de oír lo que decían, pero observé que tu marido se mostraba profundamente apenado por el hecho de que castigáramos a ese traidor.

– ¿Acaso no es normal que uno se muestre apenado cuando van a ejecutar a un amigo tuyo, ciudadano Fouquier? ¿Acaso existe alguna ley que lo prohíbe?

Fouquier contempló a Lucile con admiración.

– Vi que se abrazaban -dijo-. No pude por menos que verlo. Por supuesto, no pretendo insinuar nada. Les recordaré que deben atar las manos de los reos, cosa que en este caso no se hizo, probablemente por negligencia. No se trata de si está permitido o no. Se trata de la impresión que produce. Muchos no dudarían en interpretar, sin duda equivocadamente, esas muestras de amistad hacia un traidor.

– ¿Es que no tienes sentimientos? -preguntó Lucile suavemente.

– Me limito a cumplir con mi obligación, querida -le contestó Fouquier-. Dile a mi primo de mi parte que esa actitud es muy arriesgada. Sean cuales sean sus sentimientos, no debe hacer gala de esas exhibiciones de sentimentalismo en público.

– ¿Por qué debe ocultar su pesar?

– Porque compromete a sus amigos. Si sus amigos desean modificar su política, les corresponde a ellos anunciarlo.

– Es posible que no tarden en hacerlo -replicó Lucile, furiosa.

No soporto a este tipo estirado e hipócrita, pensó. Lo único que le preocupa es que le quiten el cargo.

Fouquier esbozó una débil sonrisa.

– Me sorprendería que se pronunciaran unánimemente -dijo-. Toda relajación en la política de Terror dividiría al comité, el cual, hoy por hoy, es el que se ocupa de todo; de los ingresos del erario público, de los Ejércitos, de la distribución de comida…

– Podría alterase la composición del comité.

– ¿Es ése el plan de Danton?

– ¿Te dedicas a espiar para alguien?

Fouquier sacudió la cabeza.

– No soy agente de nadie, sólo de la ley. Todas las conspiraciones pasan por mis manos. La unión del comité reside, paradójicamente, en el hecho de que se conspire contra él. No sé qué sucedería si renunciáramos a la política de creer en las conspiraciones. Por otra parte, algunos de los miembros sienten una gran estima y respeto hacia esa institución. La guerra es el elemento principal en el que se basa la existencia del comité. Y dicen que Danton desea la paz.

– Robespierre también. Siempre ha deseado la paz.

– Pero no pueden trabajar conjuntamente. Robespierre exigiría el sacrificio de Lacroix y de Fabre. Danton se negaría a colaborar con Saint-Just. Una cosa es halagarse mutuamente, y otra muy distinta trabajar juntos.

– El futuro no parece muy halagüeño, por lo que veo -observó Lucile.

– Reconozco que no me siento optimista al respecto -contestó Fouquier-. Quizá se deba al tipo de trabajo que realizo.

– ¿Qué aconsejarías a mi marido? Suponiendo que aceptara tus consejos.

Se miraron sonriendo, conscientes de que eso era imposible. Tras reflexionar unos instantes, Fouquier respondió:

– Le aconsejaría que hiciera exactamente lo que le diga Robespierre, ni más ni menos.

Tras esas palabras se produjo una pausa. Lucile estaba preocupada. Por primera vez, Fouquier la había hecho dudar sobre ciertas cuestiones que nunca se había planteado.

– ¿Crees que Robespierre conseguirá sobrevivir? -le preguntó de sopetón.

– ¿Quieres decir si creo que es demasiado bondadoso para vivir? -contestó Fouquier-. No soy adivino. Podrían acusarme de superchería. -Acto seguido se levantó y la besó en la mejilla, como un tío a su joven sobrina-. No te preocupes por él sino por ti, querida. Como hago yo.


Danton [en la Convención Nacional]: Debemos castigar a los traidores, pero debemos distinguir entre el error y el delito. La voluntad del pueblo es que el Terror esté a la orden del día, pero éste debe ir dirigido única y exclusivamente contra los auténticos enemigos de la República. Un hombre cuyo único delito sea carecer de fervor revolucionario no puede ser tratado como un criminal.

El diputado Fayau: Danton, sin duda inadvertidamente, ha empleado ciertas expresiones que considero ofensivas. En una época en que la gente tiene que endurecer sus corazones, Danton les pide que muestren misericordia.

Los «montañeses»: ¡Mentira! ¡Mentira!

El presidente: ¡Orden!

Danton: No he utilizado esa palabra. No sugiero que debamos mostrarnos benevolentes con los criminales. Al contrario, exijo que sean tratados con el máximo rigor. ¡Denuncio a los conspiradores!


El ex capuchino Chabot, encerrado en la prisión de Luxemburgo, se negaba a dejar que el estado de la nación enturbiara su estado de ánimo. Es cierto que echaba de menos a su novia, pero uno tiene que dormir, beber y comer. El 17 de noviembre comió un plato de sopa, cuatro chuletas, un pollo, una pera y uvas. El 18, pan, sopa, carne hervida y seis alondras. El 19 dejó de lado las alondras y pidió que le sirvieran una perdiz. El 7 de diciembre, otra perdiz; al día siguiente, un pollo con trufas.

Solía distraerse escribiendo poesías y contemplando una miniatura pintada por el ciudadano Bénard.

XI. Los viejos cordeliers

(1793-1794)

Había terminado otro diario, no uno de los cuadernos rojos sino uno pequeño y marrón. Las primeras obras eran deplorables, pensó Lucile, y decidió arrancar buena parte de las hojas y quemarlas.

Lo que escribía actualmente en sus diarios oficiales -según los consideraba ella- era muy distinto de lo que anotaba en los pequeños cuadernos marrones. Los diarios oficiales habían adquirido un creciente tono anodino, salpicado de algún comentario o párrafo brillante destinado a confundir al lector. Los diarios privados los reservaba para las reflexiones oscuras y precisas; unas reflexiones insulsas, escritas con una diminuta caligrafía. Cuando terminaba un diario lo envolvía en un paquete sellado; sólo rompía el sello, generalmente al cabo de un año, para guardar otro diario.

Un día frío y nuboso, uno de eso días en que la gente camina apresuradamente por las calles y los edificios se yerguen inmensos y relucientes, Lucile entró en Saint-Sulpice y se dirigió al altar mayor, donde tres años antes había contraído matrimonio. En la pared había unas letras pintadas en rojo que proclamaban: Edificio Nacional: Libertad, Igualdad, Fraternidad o Muerte. La Virgen, con el rostro irreconocible, sostenía en sus brazos a un niño decapitado.

Quizá si no hubiera conocido a Camille, pensó Lucile, hubiera llevado una vida normal. Nadie me hubiera enseñado a pensar. Cuando tenía once años, todo indicaba que iba a llevar una vida de lo más común. Pero un día, cuando tenía doce, Camille se presentó en casa, y me enamoré de él desde el primer instante en que lo vi.

Es como si su vida se reescribiera ante sus propios ojos.

Camille estaba trabajando en casa, bajo una débil luz. Subsistía a base de alcohol y dormía tres horas diarias.

– Te estropearás la vista -le dijo Lucile automáticamente.

– Ya está estropeada -contestó Camille, dejando la pluma-. Mira, un periódico.

– ¿Vas a hacerlo?

– En realidad se trata más bien de una serie de panfletos, puesto que soy el único autor. Desenne se encargará de imprimirlo. En el primer número (ten, échale un vistazo) dedico un amplio artículo al Gobierno británico. Señalo que, tras el reciente discurso de Robespierre en defensa de Danton, cualquiera que critique a Danton es como si entregara públicamente un recibo por las guineas del señor Pitt. -Camille se detuvo para anotar esta última frase-. No pretendo entablar una polémica, pero será un duro golpe para los detractores de Danton y preparará el camino para solicitar clemencia en los tribunales y la libertad de algunos sospechosos.

– ¿Crees que es oportuno, Camille?

– Desde luego, si cuento con el respaldo de Danton y Robespierre. ¿No estás de acuerdo?

– Lo importante es que estén de acuerdo ellos -respondió Lucile, uniendo las manos. No le había relatado la visita de Fouquier.

– Lo están -le aseguró Camille-. Aunque Robespierre se muestra cauto, necesita que le den un empujoncito.

– ¿Qué ha dicho sobre el asunto de Barnave?

– No existe tal «asunto Barnave». Fui a despedirme de él. No estaba de acuerdo en que lo ejecutaran y se lo dije. -Eso es lo que Fouquier no alcanzó a oír, pensó Lucile-. Aunque mi absolución no le sirviera de mucho, le agradecí que me perdonara por haber contribuido a que fuera juzgado y condenado.

– ¿Y qué dijo Max?

– Creo que lo comprendió. En realidad, no tiene nada que ver con él. Conocí a Barnave en la casa de mi primo de Viefville, en Versalles. Apenas hablé con él, pero él se fijó en mí, como si tuviera la impresión de que volveríamos a vernos. Aquella noche decidí ir a casa de Mirabeau. -Camille cerró los ojos-. Haremos una tirada de 50.000 ejemplares.

Por la tarde Louise fue a ver a Lucile. Se sentía sola, aunque no quería reconocerlo. Si se quedaba en casa, tendría que soportar la compañía de su madre. Angélique se había llevado a los niños unos días al campo; en su ausencia, y cuando su marido no estaba en casa, Louise se comportaba como una adolescente, brincando por la casa, subiendo y bajando deprisa por las escaleras. Cuando se quejaba de que no tenía nada que hacer, Danton contestaba: «Ve a comprarte algo.» Pero no le apetecía comprarse nada y no se atrevía a reformar la vivienda. Suponía que su marido prefería que todo siguiera igual como lo había dejado Gabrielle.

Hace dieciocho meses, hubiera podido acudir por las tardes como esposa de Danton a los salones por los que corrían los rumores más mordaces de la capital, para sentarse con aire envarado entre las esposas de los ministros y diputados de París, unas mujeres engreídas de treinta y tantos años que habían leído las últimas novedades literarias y hablaban sobre las aventuras sentimentales de sus maridos con manifiesto aburrimiento. Pero ése no era el estilo de Louise. Por otra parte, le bastaba y sobraba con tener que atender a las visitas que recibían. En esas ocasiones, o no sabía qué decir o resultaba demasiado franca. Las cosas que decían le parecían tan triviales que estaba convencida de que debían encerrar un doble sentido que a ella se le escapaba. No tenía más remedio que participar en esos juegos de sociedad. En consideración a su posición social, le habían facilitado un «libro de normas», pero aún no había aprendido a dominarlas.

Así pues, donde mejor se encontraba era en la casa de los Desmoulins. Últimamente Lucile estaba siempre en compañía de su familia y de algunos buenos amigos; según decía, las estupideces de la alta sociedad le aburrían. Louise se sentaba en el cuarto de estar, tratando de reconstruir el pasado reciente con los retazos de la conversación. A diferencia de ella, que siempre le hacía preguntas personales, Lucile jamás le interrogaba sobre su vida privada. Algunas veces hablaban sobre Gabrielle, suavemente, como si todavía estuviera viva.

– Te noto un poco deprimida -le dijo Louise.

– Tengo que terminar de escribir esto -respondió Lucile-. Luego estaré contigo y trataré de animarme.

Louise jugó un rato con el niño, un bebé que parecía un muñeco y que era imposible que fuera hijo de Danton. El niño hablaba sin parar en un lenguaje incomprensible, como si supiera que era hijo de un político. Cuando la nodriza se lo llevó para acostarlo, Louise cogió la guitarra y la rasgueó suavemente.

– Creo que no tengo el menor talento -confesó a Lucile.

– Deberías empezar por tocar las piezas más fáciles. Pero no me hagas caso, yo no practico nunca.

– Antes solías acudir por las tardes a las exposiciones de arte y a los conciertos, pero últimamente te dedicas únicamente a leer y a escribir cartas. ¿A quién escribes?

– A varias personas. Mantengo correspondencia con el ciudadano Fréron, un viejo amigo de la familia.

– Le tienes un gran afecto, ¿no es cierto? -inquirió Louise con curiosidad.

– Sobre todo cuanto está fuera -contestó Lucile sonriendo.

– ¿Te casarías con él si te quedaras viuda?

– Ya está casado.

– Pero podría divorciarse. O quizá muriera su esposa.

– Eso sería una gran casualidad, ¿no te parece? ¿A qué vienen esas preguntas?

– Existen muchas enfermedades. Nunca se sabe.

– Eso solía pensar yo al principio de casada, cuando tenía miedo de todo.

– Pero si te quedaras viuda, ¿no volverías a casarte?

– No.

– No creo que Camille quisiera eso.

– No sé qué te hace pensarlo. Es muy egoísta.

– Si tú murieras, estoy segura de que él volvería a contraer matrimonio.

– Al cabo de una semana -dijo Lucile-. En caso de que mi padre también falleciera. De acuerdo con esas perspectivas que planteas, es decir, que la gente muriera como moscas, no sería nada improbable.

– Pero deben de existir otros hombres con los que te gustaría casarte.

– No se me ocurre ninguno. Excepto Georges.

Así era como Lucile ponía fin a las conversaciones cuando creía que Louise se inmiscuía demasiado en su intimidad, recordándole brutalmente cómo estaban las cosas. No disfrutaba con ello, pero sabía que otras personas tenían menos escrúpulos. Louise permaneció en silencio, contemplando las ruinas del año, bajo la luz gris azulada, tratando de tocar unas piezas que le resultaban muy difíciles. Camille estaba en su despacho, trabajando. El único sonido que se percibía en la vivienda eran los acordes disonantes de la guitarra.

A las cuatro apareció Camille con un montón de papeles y se sentó en el suelo, frente al fuego. Lucile cogió los papeles y se puso a leerlos. Al cabo de un rato alzó la cabeza y dijo:

– Es muy bueno, lo mejor que has escrito.

– ¿Quieres leerlo, Louise? -preguntó Camille-. Contiene muchos elogios a tu marido.

– Georges no quiere que me meta en asuntos de política.

– No le importaría si estuvieras bien informada. Lo que no le gustan son tus estúpidos y vulgares prejuicios.

– Es una niña, Camille -dijo Lolotte suavemente-. ¿Cómo quieres que esté informada?

A las cinco apareció Robespierre.

– ¿Cómo estás, ciudadana Danton? -preguntó a Louise como si fuera una persona adulta. Luego besó a Lucile en la mejilla y dio unas palmaditas a Camille en la cabeza. La nodriza entró con el niño para que Max saludara a su ahijado-. ¿Cómo estás, muchachote?

– No se lo preguntes -dijo Camille-. Es capaz de soltarte un discurso de cinco horas, totalmente incomprensible, como solía hacer Necker.

– No me parece que tenga aspecto de banquero -observó Robespierre, abrazando al niño-. ¿Crees que será miembro del colegio de abogados de París?

– No, será poeta -respondió Camille-. Se instalará en el campo y se dedicará a vivir bien y a divertirse.

– Es probable. Dudo que su aburrido abuelo consiga conducirlo por el camino recto. -Robespierre depositó al pequeño en brazos de su padre y se sentó en una silla junto al fuego-. Cuando las pruebas estén listas, dile a Desenne que me las envíe. Me gustaría leer el manuscrito, pero no consigo entender tu letra.

– Quiero que corrijas las pruebas, pero no toques la puntuación.

– No temas, Camille d’Églantine -contestó Robespierre socarronamente-. A nadie le interesa la puntuación sino el contenido.

– Es evidente que jamás conseguirás un premio literario.

– Creí que eras el cuerpo y alma del nuevo periódico, y que te habías entregado a él con fervor.

– Así es, pero la puntuación no deja de ser importante.

– ¿Cuándo saldrá el segundo número?

– Está previsto que aparezca cada cinco días (el 5 de diciembre, el 10, ci-devant Navidades, etcétera) hasta que alcancemos nuestros objetivos.

Tras dudar unos instantes, Robespierre dijo:

– Confío en que me lo muestres todo, porque no quiero que me atribuyas cosas que no he dicho ni opiniones que no sostengo.

– ¿Me crees capaz de ello?

– Sí. Hasta tu hijo te mira con recelo, como si te conociera. ¿Qué nombre vas a poner al periódico?

– El viejo cordelier. Georges-Jacques solía referirse a nosotros como «los viejos cordeliers».

– Me gusta. Eso coloca a los nuevos cordeliers en su lugar -dijo Robespierre, dirigiéndose a las mujeres-. Los nuevos cordeliers no representan nada, se limitan a criticar y tratar de destruir lo que hacen los demás. Pero los viejos cordeliers sabían qué clase de revolución querían imponer y arriesgaron sus vidas para conseguirlo. Cuando vuelvo la vista atrás me doy cuenta de que vivíamos una época realmente heroica, aunque entonces no nos lo pareciera.

– ¿Es cierto que en aquellos tiempos te llamaban «la Vela de Arras», ciudadano Robespierre? -inquirió Louise.

– ¡Te refieres a aquellos tiempos como si se tratara del reinado de Luis XIV! -exclamó Robespierre-. Supongo que tu marido te habrá hablado de ello.

– Desde luego, aunque reconozco mi ignorancia en el tema.

Camille y su mujer se miraron como si sintieran deseos de estrangular a Louise.

– Pues sí -contestó Robespierre-, es cierto. A Mirabeau lo llamaban «la antorcha de Provenza». Lo hacían para que me sintiera insignificante.

– Eso fue lo que me dijo Georges. ¿Por qué crees entonces que aquellos tiempos eran heroicos?

– ¿Qué te hace pensar que todos los héroes son personas que hacen mucho ruido y llevan a cabo grandes gestas?

– No había pensado en ello. Supongo que porque lo he leído en los libros.

– Alguien debería aconsejarte en materia de lectura.

– Es una mujer casada -terció Lucile-. Es demasiado mayor para que la eduquen.

– Lo lamento, no pretendía ofenderte -dijo Louise.

Robespierre sonrió, dando por zanjada la conversación con la ignorante jovencita.

– Recuerda mi advertencia, Camille -dijo-. No podemos restarle poder al Tribunal. Si lo hacemos y nuestras tropas sufren un revés en la guerra, sucederá lo mismo que en septiembre. La gente se tomará la justicia por su mano. El Gobierno debe ser fuerte, enérgico, de lo contrario, ¿qué van a pensar los patriotas que están en el frente? Un Ejército fuerte merece un Gobierno fuerte que lo respalde. Debemos preservar nuestra unidad. La fuerza puede derrocar a un rey, pero sólo la prudencia es capaz de mantener una república.

Camille asintió, comprendiendo que Robespierre acababa de pronunciar el boceto de un discurso. Lamentaba haberse burlado de Max y de haberlo acusado de pretender ser Dios; no era Dios, Dios no era tan vulnerable como él.

Cuando Max se marchó, Camille se dirigió enojado a Louise.

– Me siento como un huevo en las fauces de un perro. Deberías avergonzarte. Espero que tu marido te azote despiadadamente.

– Supuse que no tenía importancia. No pretendía ofenderlo -se disculpó Louise.

– Uno no olvida nunca esas cosas.

Al cabo de unos minutos llegó Danton.

– El viejo cordelier en persona -dijo Lucile.

– No sabía que estuvieras aquí -dijo Danton, dirigiéndose a su esposa-. ¿Se ha marchado ya nuestro amigo? Qué lástima que no nos hayamos encontrado.

– Lo sabes de sobra -respondió Camille-. Apuesto a que te ocultaste en el portal hasta verlo salir.

– Trabajamos mejor separados -replicó Danton, sentándose en un sillón y estirando las piernas-. ¿Qué te preocupa? -preguntó a Camille.

– Me repite continuamente que tenga cuidado, como advirtiéndome que no haga nada que no haría él mismo, pero no me dice qué es lo que no debo hacer.

Lucile se arrodilló junto a Camille, que estaba sentado en el suelo. Los dos miraban a Georges con adoración mientras jugaban con su hijito. Son unos hipócritas, pensó Louise con rencor, es como si esperaran que apareciera alguien con un cuaderno y un lápiz y les luciera un dibujo.

Lucile, pese a sus aires de mosquita muerta, ha tenido un montón de amantes… ¡Qué falta de decoro!

– A Max no le gusta que le fuercen a emitir una opinión sobre determinados temas. Pero a veces hay que arriesgarse. A mí no me importa ser el primero en arriesgarme. ¿Crees que eso es un sentimiento heroico, Louise?

– ¿Acaso tienes vocación de héroe? -replicó ésta.

Todos se rieron de su ocurrencia.


5 de diciembre.

– A la salud de los viejos cordeliers -dijo Fabre, alzando su copa. Tenía el rostro encendido-. Confiemos en que el segundo número prospere como el primero.

– Gracias -respondió Camille, bajando la vista y adoptando un aire modesto-. No imaginé que el público dispensara al periódico semejante acogida. Me siento abrumado.

El diputado Philippeaux -uno de los misteriosos diputados que se halla siempre en una misión, a quien Camille había conocido la semana anterior- se inclinó y le dio unas palmaditas en la mano.

– Es un magnífico periódico -afirmó resueltamente-. Por eso ha tenido tanto éxito. Yo también solía redactar un panfleto, pero usted sabe expresar las cosas mejor que yo. Sabe llegar al corazón de la gente -añadió el diputado, tocándose la corbata-, mientras que yo apelo a su conciencia. He visto cosas atroces, verdaderas matanzas…

Philippeaux no encontraba palabras para describir las atrocidades que había presenciado. Ocupaba un asiento en la Planicie, no en la Montaña, y solía expresar unas opiniones moderadas. Hasta ahora.

– Nuestro amigo no soporta presenciar una matanza -dijo Fabre-. Si ve a un brissotino con una pequeña daga oculta entre sus papeles es capaz de perder el conocimiento. Aunque con gran elegancia, por supuesto.

Es asombrosa la resistencia de Fabre. Camille también es muy resistente. Una parte de su cuerpo le pesa como el plomo, mientras que la otra está dispuesta a lanzarse a la batalla, enfurecer a la gente hasta el extremo de hacerles perder la razón o sumirlos en un profundo trance sentimental. Se siente ligero, joven. El pintor Hubert Robert (cuya especialidad son las ruinas pintorescas) lo acosa constantemente. Boze, otro pintor, no cesa de dirigirle miradas de reproche; de vez en cuando se acerca a él y le alborota el cabello con sus manazas de artista, como si deseara inmortalizarlo.

Lo importante es que actualmente cada cual puede expresarse como quiere. La Revolución no avanza de forma implacable; su política y su lenguaje se han vuelto más flexibles, más sutiles, más elegantes.

Según dijo Mirabeau: «La libertad es una zorra a la que le gusta que la folien en un colchón sembrado de cadáveres.» Camille sabe que es cierto, pero trata de hallar una forma más suave de exponerlo a sus lectores.

Ahora puede mostrar su verdadera naturaleza sin temor al ridículo, una naturaleza tan distinta de la de Hébert como el día y la noche. No tiene que hacer concesiones al lenguaje callejero, utilizar palabras malsonantes ni hacerse pasar por el heredero de Marat; aunque todavía recuerda el rollizo cuerpo de Simone, medio desvanecida en sus brazos, y la hermosa joven que asesinó a su amigo. Pero olvidémonos de Marat y su amargura. Camille pretende crear una nueva atmósfera al estilo de Ultima Thule, sencilla, traslúcida, luminosa. El aire de París es como la sangre reseca; Camille (con el permiso de Robespierre) nos traerá un soplo de aire fresco, suave como la seda y embriagador como el vino.

– A propósito -dijo el diputado Philippeaux-, ¿sabéis que De Sade ha sido arrestado?


– A su regreso de una misión -dijo Robespierre-, el diputado Philippeaux se dedica a atacar la forma en que nuestros generales conducen la guerra. Los comandantes de la Vendée -añadió, abriendo el panfleto publicado por Philippeaux-, son los comandantes que Hébert se ha metido en el bolsillo, los cuales resultan altamente sospechosos. A excepción de Westermann, que es amigo de Danton. No contento con eso -prosiguió Robespierre, subrayando ciertas frases con una pluma-, Philippeaux lanza graves acusaciones contra el comité, por ser el máximo responsable de la guerra. Insinúa que ya habría terminado si ciertas personas no estuvieran interesadas en que continuara para forrarse con ella los bolsillos.

– Philippeaux suele reunirse frecuentemente con Danton y Camille -dijo el miembro del comité-. Me limito a constatar un hecho, no pretendo insinuar nada con ello.

– Es el tipo de tesis que compartiría Camille -observó Robespierre-. ¿Tú qué opinas? Yo no sé qué creer.

– ¿Dudas de la buena fe de algunos de tus colegas del comité?

– Francamente, sí -contestó Robespierre-. Estoy convencido de que es necesario que el comité siga funcionando. He oído ciertas historias procedentes de Lyon sobre nuestro amigo Collot. Según dicen, ha interpretado las instrucciones de castigar a los rebeldes como órdenes de aniquilar al populacho.

– No hay que hacer caso de los rumores.

Robespierre juntó las manos y contestó:

– Collot es un actor, o un productor teatral, ¿me equivoco? Antiguamente habría tenido que conformarse con representar obras sobre terremotos y asesinatos en masa. Ahora puede permitirse el lujo de representar sus sueños. Tras cuatro años de Revolución, ciudadanos, no vemos sino codicia por doquier, mezquindad, egoísmo, una brutal indiferencia hacia el sufrimiento ajeno y una diabólica sed de sangre. Sinceramente, no logro entender a la gente -dijo Robespierre, apoyando la frente en las manos mientras su colega lo contemplaba atónito-. ¿Qué piensa hacer Danton? No estará alentando al diputado Philippeaux…

– Supongo que lo haría si viera en ello alguna ventaja. Es preciso que el comité silencie a Philippeaux.

– No es necesario -contestó Robespierre, señalando un párrafo con la pluma-. ¿Has visto los ataques que lanza contra Hébert? Hébert se encargará de hacerlo callar. Dejemos que por una vez haga algo de provecho.

– Pero has permitido que Camille atacara a Hébert en el segundo número de su periódico -dijo su colega-. Ya entiendo. Los dos son miembros de facciones extremistas contra el centro. Eres muy astuto, Robespierre.


Decreto de la Convención Nacional


A partir de ahora el consejo ejecutivo, los ministros, los generales y todos los órganos del Estado serán supervisados por el Comité de Salvación Pública.


Camille:

– No veo por qué me felicitáis por el tercer número. No tiene ningún mérito. Es como una traducción. Un día en que leía a Tácito, a propósito del reinado del emperador Tiberio, comenté a De Sade que esto era lo mismo. De Sade se echó a reír pero me dio la razón. Nuestras vidas se han convertido en lo que dice el analista: familias enteras han sido aniquiladas por el verdugo, muchos hombres han preferido suicidarse a verse arrastrados por las calles como vulgares delincuentes; otros han denunciado a sus amigos para salvar el pellejo; los sentimientos humanos están corrompidos, la piedad se considera un crimen. Recuerdo la impresión que me produjo leer eso, hace mucho años; supongo que Robespierre también lo recordará.

»No había más que añadir. Bastaba con llamar la atención del público sobre dicho texto, sustituir los nombres de los romanos por nombres de ciudadanos y ciudadanas franceses, personas que conocías, que vivían en tu misma calle, cuya suerte habías presenciado y que podía haberte tocado a ti.

»Lógicamente, he tenido que retocar un poco el texto, meterle mano, como diría Hébert. No se lo he enseñado a Robespierre. Sí, imagino que le chocará. Pero yo creo que será un impacto saludable. A fin de cuentas, si está de acuerdo con lo que digo, no puede sustraerse a la parte de responsabilidad que le corresponde. No pretendo decir que Robespierre sea una especie de Tiberio, pero si sigue frecuentando la compañía de ciertos personajes -me refiero concretamente a Saint-Just- no sé cómo acabará. Tácito describe al emperador como un hombre “sin piedad, sin ira; encerrado en sí mismo e incapaz de experimentar la menor emoción”.

»Eso suena familiar.


El número 3 de El viejo cordelier


Desde el momento en que las palabras se convirtieron en delitos contra el Estado, sólo había un paso para que una simple mirada, el dolor, la compasión, los suspiros e incluso el mismo silencio se transformaran en una ofensa…

Fue un delito contra el Estado el que Libonius Drusus preguntara a la adivina si algún día sería rico… Fue un delito contra el Estado el que uno de los descendientes de Casius conservara en su casa un retrato de su antepasado. Mamercus Scauro cometió un delito al escribir una tragedia en la que ciertos versos tenían un doble significado. Fue un delito contra el Estado el que la madre del cónsul Furius Geminus llorara la muerte de su hijo… En ocasiones era necesario celebrar la muerte de un amigo o de un pariente para escapar con vida.

Que uno era popular… Seguramente se proponía organizar una facción política. Sospechoso.

Que uno decidía retirarse de la vida pública… Sospechoso.

Que uno era rico… Sospechoso.

Que era pobre… Sin duda ocultaba una fortuna. Sospechoso.

Que se mostraba melancólico… Seguramente le deprimía el estado de la nación. Sospechoso.

Que se mostraba alegre… Sin duda se alegraba de las calamidades nacionales. Sospechoso.

Que era un filósofo, orador o poeta… Sospechoso.


– No me enseñaste eso -dijo Robespierre fríamente.

La brisa arrastraba las hojas muertas. Robespierre cogió una al vuelo y la sostuvo entre el índice y el pulgar, de forma que sus venas destacaban bajo la luz del atardecer. Había hecho un espléndido día. El crepúsculo, de un rojo encendido, poseía una cualidad líquida. Los últimos rayos de sol acariciaban la superficie del río de una forma más siniestra que pintoresca.

– Es como la sangre -observó Camille-. No te he ocultado nada. Imagino que tienes las obras de Tácito en tu biblioteca.

– No te hagas el ingenuo.

– Debes reconocer que era una analogía muy apropiada. De lo contrario, no habría tenido tanto éxito entre los lectores. Es una excelente descripción de la forma en que vivimos actualmente.

– ¿Era preciso exhibir ese penoso cuadro ante Europa? ¿No podías haberte callado? ¿Es que pretendes convertirte en el periodista favorito del emperador? ¿Esperas que el señor Pitt te felicite por tu artículo, que lancen fuegos artificiales en Moscú y que en los campamentos de emigrados del Rin brinden a tu salud? -inquirió Robespierre con tono desapasionado, sereno, como si sus preguntas fueran perfectamente razonables-. Bueno, responde -insistió, apoyándose en el parapeto del puente y volviéndose para mirar a Camille.

– ¿Qué hacemos aquí? -preguntó Camille-. Tengo frío.

– Prefiero hablar contigo al aire libre. No me fío de los espacios cerrados.

– Reconócelo. Te corroe la sospecha de una conspiración. ¿Crees que la guillotina será capaz de derribar paredes y puertas?

– No me corroe nada. Sólo siento el deseo de hacer lo que mejor convenga a este país.

– Entonces pon fin al Terror -contestó Camille, temblando levemente-. Posees la autoridad moral para hacerlo. Eres el único que puede hacerlo.

– ¿Y provocar la caída del Gobierno, el hundimiento del comité? -preguntó Robespierre en voz baja-. No puedo hacerlo. No puedo correr ese riesgo.

– Caminemos un poco -dijo Camille-. Pero podríamos cambiar el comité. Collot y Billaud-Varennes no son dignos de tu confianza.

– Sabes perfectamente por qué están en el comité. A través de ellos aplacamos a la izquierda.

– Había olvidado que no somos la izquierda.

– ¿Quieres que nos dediquemos a organizar insurrecciones?

Camille se detuvo y contempló el río.

– Si fuera necesario, ¿por qué no? -respondió, tratando de dominar su nerviosismo y los acelerados latidos de su corazón. A Robespierre no le gustaba que nadie le llevara la contraria, y Camille no solía hacerlo-. ¿Por qué no hablamos claramente de una vez por todas?

– ¿Es eso lo que desea Danton? ¿Más violencia?

– ¿Qué crees que hacen todos los días en la Place de la Révolution, Max?

– Prefiero sacrificar a los aristócratas que a nuestros compañeros. Siento una profunda lealtad por la Revolución y los hombres que la llevaron a cabo. Pero tú la has difamado ante toda Europa.

– ¿Crees que la lealtad consiste en ocultar la verdad, fingir que prevalecen la razón y la justicia? -La luz se había ido esfumando y se había levantado un fuerte viento nocturno que les azotaba el rostro y la ropa con manos frías e insistentes-. ¿Por qué hicimos la Revolución? Creí que la habíamos hecho para protestar contra la opresión, para liberarnos de la tiranía. Pero esto es una tiranía. Muéstrame una tiranía peor en la historia del mundo. La gente mata por poder, por codicia, por sed de sangre, pero muéstrame otra dictadura que mate con eficacia, que celebre la virtud y que exhiba sus quimeras sobre las fosas de los muertos. Afirmamos que todo cuanto hacemos está encaminado a preservar la Revolución, pero la Revolución no es más que un cadáver con vida.

Robespierre agarró a Camille del brazo, aunque procurando rehuir su mirada.

– Todo lo que has dicho es cierto -murmuró-, pero no sé cómo impedirlo. -Tras una pausa añadió-: Regresemos a casa.

– Dijiste que no querías hablar en casa.

– No hay necesidad de hablar. Ya lo has dicho todo.


Hébert, Le Père Duchesne


He aquí, mis bravos sansculottes, a un valiente del que os habéis olvidado. Es una ingratitud por vuestra parte pues nuestro amigo, antaño conocido como el abogado de la Lanterne, afirma que sin él jamás se hubiera producido la Revolución. ¿Creéis acaso que me refiero al intrépido personaje que constituía el terror de los aristócratas? No, me refiero a un individuo que confiesa ser una persona pacífica. Por sus palabras se deduce que tiene menos arrojo que una paloma; es tan sensible que apenas oye pronunciar la palabra «guillotina» se echa a temblar. Es una lástima que no sea un buen orador, pues demostraría al Comité de Salvación Pública que no sabe cómo dirigir los destinos del país. Sin embargo, el señor Camille compensa sus deficiencias como orador escribiendo penetrantes artículos para satisfacción de los moderados, los aristócratas y los monárquicos.


Oído en el Club de los Jacobinos


El ciudadano Nicolas [interrumpiendo]: ¡Cuidado, Camille, la guillotina te acecha!

El ciudadano Desmoulins: Cuidado Nicolás, te acecha la sombra de tu considerable fortuna. Hace un año te alimentabas de manzanas asadas, y ahora te has convertido en el impresor del Gobierno.

(Risas.)


Hérault de Séchelles regresó de Alsacia a mediados de diciembre. Había cumplido su misión. Los austriacos habían emprendido la retirada, y la frontera estaba segura; Saint-Just le seguiría dos días más tarde, con una estela de gloria.

Fue a visitar a Danton, pero éste no estaba en casa. Le dejó un recado, rogándole que se reuniera con él, pero Danton no acudió a la cita. Fue a casa de Robespierre, pero los Duplay lo arrojaron con cajas destempladas.

Se detuvo frente a una ventana en las Tullerías para observar a los carros mortuorios que transportaban a los reos al cadalso; a veces los seguía hasta el final del trayecto, mezclándose con la multitud de curiosos. Oyó a esposas denunciar a sus maridos ante el Tribunal, y a maridos denunciar a sus esposas; a madres que ofrecían a sus hijos a la Justicia Nacional, y a hijos que traicionaban a sus padres. Vio a mujeres a punto de parir, y otras dando de mamar a sus hijos, aguardando los macabros carros que las conducirían a la guillotina. Vio a hombres y mujeres tropezar y caer de bruces en charcos formados por la sangre de sus amigos, y a los verdugos alzarlos violentamente del suelo. Vio a la multitud regodearse ante el espectáculo de unas cabezas separadas del tronco.

– ¿Por qué contemplas esas cosas? -le preguntó alguien.

– Para aprender a morir.

El 29 de Frimaire, Tolón cayó en manos de las tropas republicanas. El héroe del momento era un joven oficial de artillería llamado Bonaparte.

– Si sigue la misma suerte que otros oficiales -dijo Fabre-, antes de tres meses le habrán cortado la cabeza.

Tres días más tarde, el 2 de Nivôse, las fuerzas gubernamentales aplastaron a los restos del ejército rebelde de la Vendée. Numerosos campesinos fueron arrestados y ejecutados; no quedó nada, excepto la salvaje caza del hombre a través de los campos, los bosques y las ciénagas.

En la estancia verde con espejos plateados, los dispares y sectarios miembros del Comité de Salvación Pública trataban de resolver sus diferencias. Estaban ganando la guerra y manteniendo la precaria paz en las calles de París.

«La Revolución marcha bajo los auspicios de este comité», declaró al pueblo.


Había oscurecido.

Eléonore creyó que la habitación estaba vacía. Cuando Robespierre se volvió, la joven sufrió un sobresalto. El rostro de Robespierre, oculto entre las sombras, estaba pálido.

– ¿No vas a ir al comité? -preguntó Eléonore suavemente. Robespierre se volvió y clavó la mirada en la pared-. ¿Quieres que encienda la lámpara? Contéstame, te lo ruego. Me angustia verte en este estado.

Eléonore se colocó detrás de él y apoyó una mano en su hombro.

– No me toques -dijo él, apartándose bruscamente.

– ¿Acaso he hecho algo malo? -preguntó Eléonore pacientemente-. Te comportas como un niño. No puedes permanecer toda la noche aquí, en esta habitación fría y a oscuras.

Robespierre permaneció en silencio. Eléonore salió de la habitación, dejando la puerta entreabierta. Al cabo de un momento regresó con una vela, que encendió en la chimenea. Luego se arrodilló frente al hogar para atizar las llamas, mientras su oscura melena se desparramaba por sus hombros.

– No quiero ninguna luz -dijo Robespierre.

Eléonore colocó otro tronco en la chimenea.

– Eres capaz de dejar que se extinga el fuego -dijo-. Siempre lo haces. Acabo de regresar de clase de pintura. El ciudadano David hizo hoy unos comentarios muy elogiosos sobre mi trabajo. ¿Quieres verlo? Te traeré la carpeta.

Eléonore alzó la cabeza para mirarlo, con las manos apoyadas en los muslos.

– Levántate -le ordenó Robespierre-. No eres una sirvienta.

– ¿Ah, no? -respondió ella fríamente-. ¿Entonces qué soy? Tus principios no te permitirían hablarle a una sirvienta como me hablas a mí.

– Hace cinco días -dijo Robespierre-, propuse a la Convención que estableciéramos un comité de Justicia para examinar los veredictos del Tribunal y revisar los casos de los detenidos encarcelados bajo sospecha de traición. Me pareció una medida oportuna, pero me equivoqué. Acabo de leer el cuarto número de El viejo cordelier. Toma, échale un vistazo -dijo, entregándole el panfleto.

– No puedo leerlo en esta penumbra -respondió Eléonore, encendiendo unas velas y acercando una al rostro de Robespierre-. Tienes los ojos enrojecidos. Has estado llorando. No creía que las críticas de la prensa te hicieran llorar. Supuse que te eran indiferentes.

– Lo que me preocupa no son las críticas -contestó Robespierre-, sino las exigencias. Mira, aquí aparece mi nombre -añadió, señalando un párrafo-. ¿Quién ha mostrado más compasión que yo, Eléonore? Setenta y cinco simpatizantes de Brissot están en la cárcel. Me he enfrentado a los comités y a la Convención para salvarles la vida. Pero eso no le basta a Camille. Quiere obligarme a… descender a la arena. Léelo.

Eléonore cogió el panfleto, arrimó una silla a la mesa y se puso a leer a la luz de la vela:

– «Robespierre, mi viejo camarada, sin duda recordarás la lección de historia y filosofía que nos enseñaron en la escuela: que el amor es más fuerte y poderoso que el temor.» -«El amor es más fuerte y poderoso que el temor», se repitió Eléonore en voz baja, mirando a Robespierre-. «Te has aproximado a ese concepto en la medida propuesta por ti durante la sesión del 30 de Frimaire. Lo que propones es el establecimiento de un comité de Justicia. Sin embargo, bajo la República, la misericordia es considerada un delito.»

Eléonore se detuvo y miró de nuevo a Robespierre.

– La prosa -dijo éste-, es limpia, sencilla, sin ningún alarde. Es totalmente sincero. Antes sólo era sincero a medias. Era su estilo.

– «Liberad de la cárcel a los 200.000 presos que consideráis “sospechosos”. La Declaración de los Derechos del Hombre no prevé el encarcelamiento bajo sospecha.

»Parecéis decididos a eliminar a la oposición mediante el uso de la guillotina, pero es una empresa absurda. Cuando destruís a un rival en el cadalso, creáis otros diez enemigos entre sus parientes y amigos. No hay más que ver al tipo de personas que habéis encarcelado: mujeres, ancianos, amargados y egocéntricos, devorados por el rencor y la envidia, los desechos de la Revolución… ¿Creéis realmente que constituyen un peligro? Los únicos enemigos que quedan entre vosotros son los que están demasiado enfermos o son demasiado cobardes para luchar; todos los hombres sanos y valerosos han huido al extranjero, o han muerto en Lyon o en la Vendée. Los que quedan no merecen vuestra atención. Creedme, la libertad quedaría más firmemente consolidada, y de paso obligaríais a Europa a doblegarse, si establecierais un comité de Misericordia.

– ¿Has leído suficiente? -preguntó Robespierre.

– Sí. Tratan de obligarte a intervenir -respondió Eléonore-. Supongo que Danton está detrás de esto.

Robespierre guardó silencio durante unos minutos. Al fin dijo:

– Cuando éramos niños, un día dije a Camille: «No te preocupes. Yo cuidaré de ti.» Si nos hubieras visto, Eléonore, te habrías compadecido de nosotros. No sé qué habría sido de Camille de no haber sido por mí -dijo Robespierre, cubriéndose el rostro con las manos-. Ni de mí, de no haber sido por él.

– Pero ya no sois unos niños -respondió Eléonore suavemente-. Y este afecto del que hablas ya no existe. Camille se ha pasado al bando de Danton.

Robespierre alzó la cabeza y la miró. Es transparente, pensó ella, y le gustaría que el mundo también fuera transparente.

– Danton no es mi enemigo -dijo Robespierre-. Es un patriota, he apostado mi reputación a su patriotismo. ¿Pero qué es lo que ha hecho durante estas últimas semanas? Pronunciar unos cuantos discursos. Una ampulosa retórica que le proporciona popularidad pero que no significa nada. Se considera el más prestigioso estadista, pero no ha arriesgado nada. Ha arrojado a mi pobre Camille al horno mientras él y sus amigos se arriman a él para calentarse las manos.

– No te disgustes, no adelantas nada con ello -dijo Eléonore, echando una ojeada de nuevo al panfleto-. Camille insinúa que el comité ha abusado de sus poderes. Es evidente que Danton y sus amigos se consideran un Gobierno alternativo.

– Así es -contestó Robespierre, sonriendo con tristeza-. Danton me ofreció un cargo en cierta ocasión. Sin duda volvería a hacerlo. Confían en poder convencerme.

– ¿En poder convencerte? Pero si son una pandilla de sinvergüenzas. No te creo capaz de unirte a esos canallas. Lo único que pretenden es utilizar tu nombre, tu reputación de hombre honesto.

– ¿Sabes lo que me gustaría? -preguntó Robespierre-. Me gustaría que Marat estuviera vivo. Jamás creí que un día pronunciaría estas palabras. Pero Camille le habría escuchado.

– Esto es una herejía -dijo Eléonore, leyendo un párrafo en voz alta y lentamente, como si sopesara cada palabra-. Los jacobinos lo expulsarán del club.

– Yo lo impediré.

– ¿Cómo?

– Yo lo impediré.

– Te culparán por esto -protestó Eléonore, agitando el periódico-. ¿Crees que puedes protegerlo?

– ¿Protegerlo? ¡Dios! Antes hubiera sacrificado incluso mi vida por él, pero ahora… creo que tengo la obligación de seguir vivo.

– ¿Una obligación hacia quién?

– Hacia la gente. En caso de que me necesiten.

– Tienes razón. Estás obligado a seguir vivo. Vivo y en el poder.

– Con qué facilidad brotan esas palabras de tus labios, Eléonore… -dijo Robespierre, sacudiendo la cabeza-. Se diría que las has oído toda tu vida. Collot ha regresado de Lyon. Ha terminado su gran obra, según la llama él. Su senda del bien es clara, recta y ancha. Es muy fácil ser un buen jacobino. Collot no tiene ninguna duda, ningún escrúpulo en su mente; en realidad no creo que tenga gran cosa en la cabeza. ¿Detener el Terror? Él cree que ni siquiera hemos comenzado.

– Saint-Just llega la semana que viene. No querrá hablar con vosotros de vuestra época de estudiantes, Max. No aceptará disculpas.

Robespierre alzó la barbilla en un gesto de desafío.

– No vamos a ofrecerle disculpas -dijo-. Conozco a Camille. Es más fuerte de lo que crees. No visible ni manifiestamente, pero lo conozco bien. Es increíblemente vanidoso, ¿y por qué no? Su vanidad se remonta al 12 de julio, a los días anteriores a la caída de la Bastilla. Sabe exactamente lo que hizo, los riesgos que arrostró. ¿Me hubiera arriesgado yo como hizo él? Por supuesto que no. No habría tenido sentido, nadie hubiera reparado en mí. ¿Se hubiera arriesgado Danton? Por supuesto que no. Era un joven respetable, abogado, padre de familia. El caso, Eléonore, es que al cabo de cuatro años seguimos impresionados por algo que sucedió en una fracción de segundo.

– ¡Qué estupidez!

– No. Todas las cosas importantes se deciden en una fracción de segundo. Camille se subió en una silla ante miles de personas, exponiendo su vida, y les habló. Comparado con eso, todo lo demás es secundario.

Eléonore se levantó.

– ¿Irás a verlo?

– ¿Ahora mismo? No. No quiero encontrarme con Danton. Probablemente lo estarán celebrando.

– Me parece lógico -respondió Eléonore-. Puede que el reinado de la superstición haya terminado, pero es Navidad.


– Es increíble -dijo Danton, echando la cabeza hacia atrás y apurando otro vaso de vino. En aquellos momentos no tenía aspecto de un prestigioso estadista-. Han organizado unas manifestaciones frente a la Convención para pedir que se establezca un comité de Misericordia. Frente a las oficinas de Desenne se ha formado una nutrida multitud solicitando una nueva edición del periódico. Su precio es de dos sous y lo están revendiendo a veinte francos. Eres un desastre inflacionista, Camille.

– Lamento no haber advertido a Robespierre sobre el contenido del periódico.

– ¡De acuerdo! -exclamó jovialmente Danton, el popular dirigente de una nueva fuerza política-. Que alguien vaya en busca de Robespierre, aunque tenga que traerlo a rastras. Es hora de quitarle hierro a la Revolución -dijo, apoyando la mano en el hombro de Camille-. La gente está cansada de muertes y ejecuciones, tal y como demuestra su reacción a tus escritos.

– Hubiéramos debido cambiar el comité este mes. Deberías formar parte de él.

Al cabo de unos minutos se reanudó el murmullo de voces a su alrededor. Todos esperaban que Danton se pronunciara al respecto.

– No hay necesidad de precipitarse -dijo-. Lo haremos el mes que viene. Lo importante es crear un ambiente propicio al cambio. No debemos forzar las cosas, sino que la gente se convenza por sí misma. -Camille y Fabre se miraron disimuladamente-. ¿Qué sucede? -preguntó Danton, dirigiéndose a Camille-. ¿A qué viene esa cara de tristeza? Acabas de obtener tu mayor triunfo. En nombre de la República te ordeno que seas feliz.

Al poco rato llegaron Annette y Claude. Annette ofrecía un aspecto cansado y retraído, pero Claude parecía dispuesto a pronunciar un importante discurso.

– Sí -dijo, dirigiéndose al aire sobre la cabeza de su yerno-, reconozco que en el pasado no me he prodigado en elogios, pero ahora deseo felicitarte sinceramente. Ha sido un gesto muy valeroso.

– ¿Tú qué opinas? ¿Crees que me cortarán la cabeza por ello?

De pronto se hizo un tenso y prolongado silencio. Nadie pronunció una palabra ni se movió. Por primera vez en muchos años, Claude miró a Camille a los ojos y preguntó:

– ¿Quién iba a querer hacerte daño?

– Mucha gente -le respondió Camille-. Por ejemplo Billaud, porque siempre me estoy burlando de él. O Saint-Just, porque está empeñado en dominarme y yo me resisto. Todos los miembros del Club de los Jacobinos que no me han perdonado el que defendiera a Dillon. Hace diez días sacaron a relucir el tema del juicio de Brissot, indignados porque me desmayé sin habérselo comunicado previamente. Y Barnave… ¿Qué derecho tenía yo a ir a la Conciergerie para hablar con ese traidor?

– Pero Robespierre salió en tu defensa -dijo Claude.

– Sí, fue muy amable. Les dijo que yo era propenso a sufrir esos arranques emotivos. Les aseguró que me conocía desde que tenía diez años y que había sido siempre igual. Al descender de la tribuna se dirigió a mí y sonrió, pero su mirada expresaba un profundo disgusto.

– Pero te dedicó encendidos elogios -dijo Lucile.

– Por supuesto. Los del club se sintieron conmovidos, halagados de que les permitiera asomarse a su intimidad, mostrándoles unos retazos de su naturaleza humana.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Claude.

– Me remito a lo que siempre he sostenido sobre él. Está claro que es Jesucristo. Incluso ha dejado que lo adoptara un carpintero. Me pregunto qué hará en la próxima reunión, cuando exijan que yo sea expulsado.

– Pero nada puede sucederte mientras Robespierre siga en el poder -dijo Claude-. No es posible. Es de todo punto imposible.

– ¿Porque me protege? Es muy molesto sentirse protegido.

– Basta -dijo Danton, depositando el vaso en la mesa e inclinándose hacia delante. Estaba totalmente sobrio, aunque hacía unos minutos no lo parecía-. Ya conoces mi política, sabes lo que intento conseguir. Ahora que los panfletos han cumplido su objetivo, nuestra labor consiste en evitar que Robespierre se disguste, por lo que te ruego que mantengas la boca cerrada, Camille. No merece la pena correr ningún riesgo. Dentro de dos meses la oposición moderada habrá cristalizado en torno a mí. Lo único que tengo que hacer es existir.

– Pero en mi caso, eso resulta problemático -respondió Camille.

– ¿Me crees incapaz de proteger a mis seguidores?

– ¡Estoy harto de que me protejan! -le gritó Camille-. ¡Estoy harto de complacerte y aplacar a Robespierre, estoy harto de suavizar las cosas entre vosotros y doblegarme ante vuestra voluntad y vuestra monstruosa y arrogante vanidad! ¡No lo resisto más!

– En ese caso -replicó Danton-, me temo que tu utilidad en el futuro se presenta bastante limitada.


El comité de Justicia propuesto por Robespierre cayó víctima al día siguiente de la revolucionaria meticulosidad de Billaud-Varennes, quien manifestó a los jacobinos sin rodeos, en presencia de Robespierre, que era una estupidez.

Esa noche Robespierre no pegó ojo. No era la derrota lo que le mantuvo en vela sino la humillación. No recordaba una sola ocasión en que sus deseos no hubieran sido acatados; mejor dicho, sí la recordaba, pero vagamente, como algo perteneciente a una pasada encarnación. La Vela de Arras había iluminado otro mundo.

Permaneció sentado junto a la ventana, en el piso superior de la casa, contemplando los ángulos negros de los tejados y las estrellas. Sintió deseos de rezar, pero no existían palabras capaces de conmover a la implacable y enérgica deidad que se había adueñado de su vida. Se levantó tres veces para comprobar si había cerrado la puerta con llave y había corrido el cerrojo. La oscuridad comenzaba a disiparse. La calle estaba poblada de sombras. «En el reino del emperador Tiberio…» Los fantasmas de los difuntos, mostrando sus lívidos rostros, arrastrando sus largas sombras y apestando como los animales de circo, suplicaban que les dejara entrar.


Al día siguiente Camille fue a casa de los Duplay. Tras interesarse por la salud de Eléonore, preguntó a ésta qué tal le iba el trabajo.

– A Lucile le gustaría venir a verte, pero teme importunarte debido a tus clases. ¿Por qué no vienes a visitarnos un día?

– Lo haré -contestó Eléonore fríamente-. ¿Cómo está el niño?

– Muy bien. Perfectamente.

– Se parece a ti.

– Eres muy amable, Cornélia. Eres la primera persona en dieciocho meses que me ha dicho eso. ¿Puedo subir?

– Max ha salido.

– Vamos, Cornélia, sabes que eso no es cierto.

– Está ocupado.

– ¿Te ha pedido que no dejes subir a nadie, o sólo a mí?

– Necesita estar solo para pensar. Anoche no pegó ojo. Me preocupa su salud.

– ¿Está muy enfadado conmigo?

– No está enfadado. Creo que está… conmocionado. Le duele que le consideres culpable de esta ola de violencia, que se lo reproches públicamente.

– Le advertí que me reservaba el derecho de expresar mi opinión cuando el país se convirtiera en una tiranía. Nuestras conciencias son de propiedad pública. ¿De qué otra forma iba a expresar mi opinión?

– Le alarma que te hayas colocado en una situación tan comprometida.

– Ve a decirle que estoy aquí.

– No quiere verte.

– Ve a decírselo, Eléonore.

– De acuerdo -contestó ésta tras unos instantes de vacilación.

Eléonore subió a avisar a Max, dejando a Camille en el vestíbulo. Estaba incómodo y le dolía la garganta. Cuando alcanzó la mitad de la escalera, Eléonore se detuvo unos segundos para reflexionar; luego llamó a la puerta de la habitación de Robespierre y dijo:

– Camille ha venido a verte.

Max no respondió. Eléonore oyó el crujir de una silla.

– ¿Estás ahí? Camille está abajo. Insiste en verte.

Max abrió la puerta. Estaba sudando.

Eléonore imaginó que había estado ocultándose. Se comporta como un chiquillo, pensó.

– No dejes que suba. Te advertí que no quería verlo. ¿Por qué no haces caso de lo que te digo? -dijo Robespierre, tratando de contener su agitación.

Eléonore se encogió de hombros.

– De acuerdo.

Robespierre apoyó la mano en la manecilla de la puerta, moviéndola automáticamente.

– Se lo diré -dijo Eléonore, volviéndose como si temiera que Camille subiera y tratara de entrar por la fuerza en la habitación de Robespierre-. Ya veremos si me hace caso.

– ¿Qué se habrá creído? -preguntó Robespierre-. ¿Qué demonios espera?

– Personalmente, me parece absurdo que te niegues a verle. Los dos sabéis que te ha colocado en una situación muy comprometida. Sabes que vas a defenderlo, y él también lo sabe. No se trata de que logréis resolver vuestras diferencias. Por supuesto que lo haréis. Eres capaz de arriesgar tu buen nombre, de sacrificar tus principios, con tal de defender a Camille.

– Eso no es cierto, Eléonore -contestó Robespierre suavemente-. Lo dices porque estás celosa. No es cierto y quiero que él lo comprenda. ¿Qué aspecto tiene? -preguntó, nervioso.

Eléonore lo miró con los ojos llenos de lágrimas.

– Normal.

– ¿Está disgustado? ¿Tiene mala cara?

– No.

– ¡Dios mío! -murmuró Robespierre, retirando su sudorosa mano de la mano de la manecilla y limpiándosela en la manga de la chaqueta-. Tengo que lavarme las manos.

Eléonore cerró la puerta suavemente y bajó la escalera, enjugándose las lágrimas.

– No quiere verte -dijo-. Ya te lo advertí.

– Supongo que cree que lo hace por mi bien -contestó Camille, soltando una risita nerviosa.

– Ponte en su lugar. Has intentado utilizar el afecto que siente por ti para obligarlo a apoyarte en una iniciativa que no comparte.

– ¿No comparte mis ideas políticas? ¿Desde cuándo?

– Desde que ayer fue derrotado. En todo caso, eso es cosa vuestra. Él nunca me cuenta sus cosas, y yo no entiendo de política.

Camille la miró con tristeza.

– Muy bien. Puedo existir sin su aprobación -dijo, dirigiéndose hacia la puerta-. Adiós, Cornélia. Supongo que no volveremos a vernos.

– ¿Por qué? ¿Adónde vas?

Al alcanzar la puerta, Camille se volvió de pronto, agarró a Cornélia por la cintura con la mano izquierda, le estrujó un pecho con la derecha y la besó en los labios mientras unos operarios los miraban perplejos.

– Te compadezco -dijo Camille, y salió apresuradamente.

Eléonore se apoyó en la pared, observándolo mientras se alejaba y acariciándose los labios con los dedos. Durante las horas siguientes sintió la presión de su mano sobre su pecho, pensando que en realidad nunca había tenido un amante.


Una carta a Camille Desmoulins,

fechada el 11 de Nivôse del año ii


No soy un fanático, un entusiasta ni un hombre dado a los elogios, pero en caso de que viva más que tú te erigiré una estatua y grabaré en ella: «Ciertos desalmados pretendían obligarnos a aceptar una libertad formada por barro y sangre. Camille, por el contrario, ha hecho que la amemos, ofreciéndonos una libertad tallada en mármol y cubierta de flores.»


– No es cierto, por supuesto, -dijo Camille a Lucile-, pero la conservaré entre mis papeles.


– Te agradezco que hayas hecho un esfuerzo por acercarte a hablar conmigo -dijo Hérault-. Pudiste haberte marchado sin dirigirme la palabra. Empezaré a pensar que te inspiro compasión, como Barnave. A propósito, ¿sabes que ha regresado Saint-Just?

– No.

– Quizá sea preferible no enemistarse con Hébert.

– Mi quinto panfleto saldrá dentro de unos días -contestó Camille-. Estoy firmemente decidido a librar al público de ese cretino afectado, estúpido y obsceno. Aunque sea lo último que haga en la vida.

– Puede que sea así -dijo Hérault, esbozando una sonrisa forzada-. Sé que gozas de una posición privilegiada, pero a Robespierre no le gusta sentirse derrotado.

– Él es partidario de la clemencia. Hay que aceptar los reveses en la política. Ya hallaremos otro medio.

– ¿Cómo? Imagino que a él le parece algo más que un simple revés. No dispone de una base de poder, excepto en opinión de los patriotas. Tiene muy pocos amigos. Ha situado a algunos de sus seguidores en el Tribunal, pero no tiene a ningún ministro ni general en el bolsillo, no se ha granjeado las simpatías de esa gente. Su poder reside enteramente en nuestras mentes, y estoy seguro de que él lo sabe. Si ha sido derrotado una vez, puede serlo otras.

– ¿Por qué tratas de atemorizarme?

– Porque me divierte -contestó Hérault fríamente-. No logro comprenderte. Te aprovechas de sus sentimientos de afecto hacia ti, aunque siempre dice que debemos dejar a un lado nuestros sentimientos personales.

– Todos decimos eso. ¿Qué otra cosa íbamos a decir? Pero nadie lo cumple.

– ¿Por qué lo hiciste, Camille?

– ¿Es que no lo sabes?

– No tengo la menor idea. Supongo que querías adelantarte de nuevo a la opinión pública.

– ¿Eso crees? La gente afirma que es una obra de arte, que nunca he escrito nada mejor. ¿Crees que me enorgullezco de las ventas del periódico?

– Yo en tu lugar me sentiría orgulloso.

– Sí, los panfletos han tenido un gran éxito. Pero el éxito ya no me importa nada. Estoy harto de tanta injusticia, ingratitud y falsedad.

Un excelente epitafio, pensó Hérault, en caso de que llegues a necesitar uno.

– Dile a Danton de mi parte -si ello le sirve de consuelo, cosa que dudo- que la campaña de clemencia cuenta con mi simpatía y apoyo.

– Danton y yo nos hemos peleado.

– ¿Que os habéis peleado? -repitió Hérault, frunciendo el entrecejo-. ¿Qué diablos pretendes, Camille?

– Nada… -contestó éste, apartando un mechón que le caía sobre la frente.

– ¿Has vuelto a meterte con su esposa?

– No, no. Ni mucho menos. Siempre procuramos dejar nuestros sentimientos personales a un lado.

– Entonces, ¿por qué os habéis peleado? ¿Por algo trivial?

– Todo cuanto hago es trivial -contestó Camille con tono irritado-. ¿Acaso no te habías dado cuenta de que soy una persona débil y trivial? ¿Quieres que transmita a Danton algún otro mensaje?

– Sólo que creo que es hora de que tome una decisión.

– ¿Temes que aprueben la política de clemencia demasiado tarde y que no consigas salvarte?

– Cada día que pasa es demasiado tarde para que alguien se salve.

– Seguramente tendrá sus motivos para demorarse. Todas esas oscuras coaliciones… Fabre está convencido de que lo sé todo sobre Georges, pero se equivoca. Creo que ni yo ni nadie soportaríamos saberlo todo sobre él.

– A veces te expresas como Robespierre.

– Hace mucho que nos conocemos. Eso es justamente con lo que cuento, con nuestra amistad.

– Esta mañana he recibido una carta de mis colegas del comité. Me acusan de revelar a los austriacos nuestras actas de sesiones secretas -dijo Hérault, haciendo una mueca-. Tendrán que añadir algo más a las pruebas documentales antes de presentar el caso ante el Tribunal, pero eso no representará ningún problema para Saint-Just. Trató de hundirme en Alsacia. No soy un estúpido, pero confieso que es mucho más astuto que yo.

– Debe de ser un defecto de nacimiento.

– Cierto. Voy a presentar mi dimisión del comité. Comunícaselo a Georges. Y felicítale el Año Nuevo de mi parte.


Saint-Just: ¿Quién ha pagado a Camille para que escriba eso?

Robespierre: No, no, te equivocas. Esta situación le disgusta profundamente…

Saint-Just: Tengo que reconocer que es un consumado actor. Según parece, os ha engañado a todos.

Robespierre: ¿Por qué crees que todo lo hace de mala fe?

Saint-Just: Te niegas a ver la realidad, Robespierre. O bien Camille obra de mala fe y es un contrarrevolucionario, o se ha ablandado políticamente y es un contrarrevolucionario.

Robespierre: Es muy fácil para ti decir eso. No estabas aquí en 1789.

Saint-Just: Tenemos un nuevo calendario. El año 1789 no existe.

Robespierre: No puedes juzgar a Camille, porque no sabes nada de él.

Saint-Just: Me remito a los hechos. En cualquier caso, hace años que conozco a Camille. Vagaba como un barco a la deriva hasta que se labró un nombre como prostituta literaria. Se vende al mejor postor. Por eso Danton y él tienen tantas cosas en común.

Robespierre: No comprendo cómo puedes decir esas cosas de un hombre que simplemente exige clemencia.

Saint-Just: ¿No? Entonces explícame cómo es que, de un tiempo a esta parte, asiste a todas las cenas y banquetes ofrecidos por aristócratas. ¿Puedes explicarme por qué la gente como la Beahurnais le envían cartas de gratitud y adulación? ¿Puedes explicarme por qué se producen tantos disturbios civiles?

Robespierre: No se trata de disturbios civiles, sino de legítimas peticiones a la Convención.

Saint-Just: Todos los manifestantes invocan su nombre. Es el héroe del momento.

Robespierre: Es la segunda vez que ocurre.

Saint-Just: La gente suele aprovecharse de las personas egocéntricas con fines muy siniestros.

Robespierre: ¿Por ejemplo?

Saint-Just: Para conspirar contra la República.

Robespierre: Camille no es un conspirador. Son imaginaciones tuyas.

Saint-Just: Me refiero a Danton. Ha conspirado con Orléans, con Mirabeau, con Brissot, con Dumouriez, con la Corte, con Inglaterra y con todos nuestros enemigos extranjeros.

Robespierre: ¿Cómo te atreves a decir eso?

Saint-Just: Rompe con él. Oblígalo a comparecer ante el Tribunal para responder a estos cargos.

Robespierre: Permíteme que te ponga un ejemplo. Sí, frecuentaba a Mirabeau. Supongo que te refieres a eso. Mirabeau cayó en desgracia, pero cuando Danton lo conoció era considerado un patriota. No era un delito tener tratos con él, por más que tú te empeñes.

Saint-Just: Supongo que no te dejaste engañar por Riquetti.

Robespierre: No.

Saint-Just: En tal caso debiste advertir a Danton.

Robespierre: No me hizo caso. Pero eso tampoco es un delito.

Saint-Just: ¿No? Cualquier individuo que no odie a los enemigos de la Revolución me resulta sospechoso. Si no fue un delito, fue algo peor que una torpeza. Había dinero de por medio. Siempre lo hay en los asuntos en los que se halla implicado Danton. No puedes negarlo. Reconoce que el patriotismo de Danton se basa en el dinero. ¿Dónde están las joyas de la Corona?

Robespierre: Roland era responsable de ellas.

Saint-Just: Roland ha muerto. Sigues negándote a aceptar la realidad. Existe una conspiración. Este asunto de la clemencia no es sino un ardid para sembrar la disensión entre los patriotas y ganar unos cuantos adeptos. Pierre Philippeaux, con sus ataques contra el comité, forma parte de la intriga, la cual está encabezada por Danton. Estoy convencido de ello. En el próximo número de El viejo cordelier aparecerá un ataque contra Hébert porque tienen que quitárselo de encima antes de alcanzar el poder. También contendrá un ataque contra el comité. Estoy seguro de que se proponen organizar un golpe militar. Tienen a Westermann y a Dillon de su parte.

Robespierre: Han arrestado de nuevo a Dillon por participar en un complot para rescatar al Delfín. Personalmente, no me parece probable.

Saint-Just: Esta vez Camille no conseguirá salvarlo, aunque nadie puede garantizar la seguridad de nuestras cárceles.

Robespierre: ¡Nuestras cárceles! La gente dice que si no aumenta el suministro de carne asaltarán las cárceles y se comerán a los prisioneros.

Saint-Just: La chusma es ignorante y está desesperada.

Robespierre: ¿Y qué esperabas? Había olvidado preocuparme por el suministro de carne.

Saint-Just: Creo que nos estamos desviando del tema.

Robespierre: Danton es un patriota. Muéstrame alguna prueba contra él.

Saint-Just: Eres un hombre muy obstinado, Robespierre. ¿Qué clase de pruebas quieres que te muestre?

Robespierre: ¿Cómo sabes qué tipo de cartas recibe Camille?

Saint-Just: A propósito, cuando te di la lista de las personas con las que ha conspirado Danton, olvidé incluir a Lafayette.

Robespierre: Bueno, supongo que él completa la lista, ¿no es así?

Saint-Just: Sí.


Durante la primera semana del nuevo año alguien remitió a Robespierre ciertos documentos que demostraban sin ningún género de duda la participación de Fabre en el fraude de la Compañía de las Indias Orientales, un asunto que el mismo Fabre, con la colaboración del comité de Policía, había investigado a lo largo de más de dos meses. Robespierre examinó los documentos durante media hora, temblando de rabia y humillación, tratando de dominarse. Cuando oyó la voz de Saint-Just, sintió deseos de levantarse y abandonar la habitación; pero sólo había una salida.


Saint-Just: ¿Qué opinas ahora? Camille tenía que estar enterado.

Robespierre: Protegía a un amigo. No debió hacerlo. Debió decírmelo.

Saint-Just: Fabre te engañó.

Robespierre: Las conspiraciones a las que se refería eran ciertas.

Saint-Just: Así es. Todos los que ha nombrado han obrado según predijo. ¿Qué podemos pensar sobre unos individuos tan pérfidos?

Robespierre: Ahora conocemos la verdad.

Saint-Just: Fabre ha estado siempre del lado de Danton.

Robespierre: Y…

Saint-Just: No te hagas el ingenuo.

Robespierre: Durante la próxima reunión haré que expulsen a Fabre del Club de los Jacobinos. Confiaba en él y se ha burlado de mí.

Saint-Just: Todos se han burlado de ti.

Robespierre: Debo reflexionar sobre mi propensión a confiar en la gente.

Saint-Just: Poseo ciertas pruebas que puedo mostrarte.

Robespierre: Hoy en día cualquier cosa se considera una prueba, cuando lo cierto es que muchas veces se trata de simples rumores o de vana retórica.

Saint-Just: ¿Por qué te empeñas en no reconocer tu error?

Robespierre: Te expresas como un sacerdote, Antoine. Es lo que suelen decir cuando acudes a confesarte, ¿no es así? He cometido un error, lo reconozco. He observado lo que hacían los otros, he escuchado lo que decían, en lugar de examinar sus corazones. Descubriré a todos los conspiradores, te lo aseguro.

Saint-Just: Quienesquiera que sean. Por mucho que hayan hecho por la Revolución. La Revolución se ha detenido. Han hecho que se detuviera con sus discursos sobre la moderación. Pero detenerse en una Revolución es dar un paso atrás.

Robespierre: Estás mezclando las metáforas.

Saint-Just: No soy un escritor. Tengo mejores cosas que ofrecer que meras frases.

Robespierre: ¿Te refieres de nuevo a Camille?

Saint-Just: Sí.

Robespierre: Se ha dejado engañar.

Saint-Just: No lo creo, ni tampoco los del comité. Consideramos que es responsable de sus actos, y opinamos que no debe escapar al castigo que merece, por mucho afecto que sientas por él.

Robespierre: ¿De qué me acusas?

Saint-Just: De ser débil.

Robespierre: No he llegado a ser lo que soy gracias a mi debilidad.

Saint-Just: Demuéstranoslo.

Robespierre: Haré que investiguen su conducta, como haría con cualquier otro. Sólo es un hombre… ¡Dios mío! Confiaba en poder evitar esto.


El quinto número de El viejo cordelier apareció el 5 de enero, el 16 de Nivôse. Contenía un duro ataque contra Hébert y su facción, equiparando sus escritos a una cloaca, acusándolos de corrupción y complicidad con el enemigo. También atacaba a Barère y a Collot, miembros del Comité de Salvación Pública.


Acta de sesiones del club de los jacobinos (1)


El ciudadano Collot [en la tribuna]: Philippeaux y Camille Desmoulins…

El ciudadano Hébert: ¡Justicia! ¡Exijo que se celebre una audiencia!

El presidente: ¡Orden! Eso deben de decidirlo nuestros miembros.

Un jacobino: Todos lo hemos leído.

Otro: Me avergonzaría reconocer que he leído el panfleto editado por un aristócrata.

Otro: Hébert no desea leerlo, no quiere que se sepa la verdad.

El ciudadano Hébert: No, no, no debe ser leído en voz alta. Camille trata de complicar las cosas. Trata de desviar la atención de su persona. Me acusa de robar fondos públicos, lo cual es completamente falso.

El ciudadano Desmoulins: Tengo pruebas de ello.

El ciudadano Hébert: ¡Dios mío! ¡Quiere asesinarme!


Acta de sesiones del club de los jacobinos (2):


El presidente: Exigimos a Camille Desmoulins que justifique su conducta.

Un jacobino: No está aquí.

Otro: Para alivio de Robespierre.

El presidente: Citaré su nombre tres veces, para darle la oportunidad de justificarse ante los miembros de esta sociedad.

Otro: Es una lástima que no tenga un gallo al que pueda convencer para que cante tres veces. Sería muy revelador ver lo que es capaz de hacer Danton.

El presidente: Camille Desmoulins…

Un jacobino: No ha tenido el valor de presentarse.

Un jacobino: Si no ha venido, es inútil llamarlo.

El ciudadano Robespierre: En tal caso, procederemos a hablar sobre…

El ciudadano Desmoulins: Aquí estoy.

El ciudadano Robespierre [en voz alta]: He dicho que procederemos a hablar sobre los delitos del Gobierno británico.

Un jacobino: Un tema poco comprometido.

El ciudadano Desmoulins [en la tribuna]: Supongo… Supongo que vais a decir que he cometido un error. Reconozco que puedo haberme equivocado respecto a los motivos de Philippeaux. He cometido muchos errores a lo largo de mi vida. Debo pediros que me guiéis y aconsejéis, pues me siento perdido.

Un jacobino: Sabía que se hundiría.

Otro: Siempre es una táctica segura.

Otro: Fijaros en Robespierre, ya se ha puesto en pie.

El ciudadano Robespierre: Pido la palabra.

El ciudadano Desmoulins: Pero Robespierre, por favor, permíteme decir…

El ciudadano Robespierre: Silencio, Camille, deseo hablar.

Otro: Siéntate, Camille, sólo conseguirás complicar más las cosas.

Un jacobino: Es cierto. Deja que hable Robespierre, a ver si consigue sacarte de este lío.

El ciudadano Robespierre [en la tribuna]: Ciudadanos, Camille se ha comprometido a enmendar sus errores y dejar de publicar esas herejías. Ha vendido una gran cantidad de ejemplares de esos panfletos, y los aristócratas, falsos y traidores, le han adulado, lo cual se le ha subido a la cabeza.

Un jacobino: Observo que ha variado de estilo. Ya no hace aquellas largas pausas que solía hacer.

El ciudadano Robespierre: Esos artículos son peligrosos pues alteran el orden público y alientan la esperanza de nuestros enemigos. Pero debemos distinguir entre el autor y su obra. Camille… no es más que un niño malcriado. Obra de buena fe pero frecuenta malas compañías, las cuales le han engañado. Debemos repudiar esos artículos, que ni siquiera Brissot hubiera firmado, pero no debemos repudiar a Camille. Pido a Camille -como gesto de buena voluntad- que queme esos números de El viejo cordelier en presencia de los miembros de esta sociedad.

El ciudadano Desmoulins: «Quemar no constituye una respuesta.»

Un jacobino: Cierto. Lo ha dicho Rousseau.

Otro: Jamás imagine que presenciaría esta escena.

Otro: ¡Robespierre confundido por su dios Jean-Jacques! Se ha puesto verde.

Otro: No me gustaría vivir con las consecuencias de ser tan astuto como él.

Otro: Quizá no tenga que hacerlo.

El ciudadano Robespierre: ¿Cómo puedes defender esos escritos que entusiasman a los aristócratas, Camille? Si fueras otra persona, ¿crees que merecerías que te tratáramos con tanta indulgencia?

El ciudadano Desmoulins: No alcanzo a comprenderte, Robespierre. Tú mismo has leído las pruebas de algunos de esos artículos que condenas. ¿Cómo puedes afirmar que los aristócratas leen mis escritos? La Convención y los miembros de esta sociedad los han leído. ¿Acaso son unos aristócratas?

El ciudadano Danton: Ciudadanos, sugiero que prosigáis con calma vuestras deliberaciones. Y recordad que si atacáis a Camille, atacáis la libertad de prensa.

El ciudadano Robespierre: Muy bien. No quemaremos los panfletos. Quizá me equivoco al suponer que un hombre que se aferra con tal tenacidad a sus errores se ha dejado engañar. Quizá no tardemos en ver, detrás de su arrogante fachada, a los hombres que le dictan esos escritos.

[El ciudadano Fabre d’Églantine se pone en pie, dispuesto a marcharse.]

El ciudadano Robespierre: No te muevas, d’Églantine.

Un jacobino: Robespierre desea decirte algo.

El ciudadano Fabre D’Églantine: Puedo justificarme…

Los miembros de la sociedad, a coro: ¡Guillotinadle! ¡Guillotinadle!


Lucile Desmoulins a Stanislas Fréron


23 de Nivôse, año II

Debes regresar de inmediato. No hay tiempo que perder. Trae a todos los cordeliers que puedas hallar, los necesitamos. [Robespierre] ha comprobado que cuando no piensa y actúa de acuerdo con los criterios de ciertas personas, no tiene ningún poder. [Danton] se ha vuelto débil, ha perdido el coraje. D’Églantine ha sido arrestado y se encuentra en la cárcel de Luxemburgo, acusado de delitos muy graves…

Ya no me río, ni juego a ser una gata, ni toco el piano, ni sueño. Me he convertido en un autómata.

XII. Ambivalencia

(1794)

La situación es la siguiente: Danton ha solicitado a la Convención que conceda a Fabre la oportunidad de defenderse públicamente, pero ésta ha rechazado su petición. Danton se niega a reconocer que ha dejado de ser el jefe de la Convención, y que Hébert dispone de poder sobre las Secciones.

– Yo no soy como Robespierre -dice Danton a Lucile-, no me dejo hundir por una derrota. A lo largo de este asunto he vencido, he perdido, y he vuelto a vencer. Hubo una época en que Robespierre sufría una derrota tras otra.

– Será por eso que les tiene tanta tirria.

– Eso no tiene importancia -contesta Danton-. El maldito comité me vigila estrechamente. Si cometen un fallo, les aplastaré.

Bravas palabras. Sin embargo, Danton ya no es el hombre que ella conocía. Algunos dicen que no se ha recuperado del todo, pero tiene buen aspecto. Otros aseguran que la serenidad y dicha que ha encontrado en su segundo matrimonio han aplacado su espíritu combativo, pero Lucile sabe que son tonterías. A su entender, es su primer matrimonio lo que todavía le afecta. Desde la muerte de Gabrielle parece como si a Danton le faltara algo, como si hubiera perdido su dureza. Es difícil expresarlo, y desde luego confía en equivocarse pues está convencida de que es preciso obrar con mano dura.

Sigamos analizando la situación. Robespierre ha conseguido que los jacobinos no repudien a Camille, pero al precio de humillarse, de casi romper a llorar en la tribuna, ante la divertida mirada de los presentes. Hébert ha escrito un artículo en su periódico ridiculizando al «hombre errado» que protege a Camille, por motivos indescifrables que sólo él conoce.

El Club de los Cordeliers trata de impedir que Camille siga utilizando el nombre de la sociedad en su panfleto. No es que importe, puesto que Desenne se niega a seguir imprimiendo más números, y ningún otro impresor, por apetitosas que sean las ventas, se atreve a hacerlo.

– Vamos a ver a Robespierre -dice Danton a Lucile-. Coge al niño y nos presentaremos en su casa para organizar la emotiva escena de la reconciliación. Obligaremos a Camille a que nos acompañe y se disculpe ante él. Representaréis vuestro papel de «familia republicana» ejemplar, y Max se sentirá satisfecho. Yo me mostraré amable y conciliador, pero me abstendré de darle palmadas en la espalda, pues sé que le horrorizan.

Lucile sacude la cabeza.

– Camille se negará a acompañarnos. Está muy ocupado escribiendo.

– ¿Qué es lo que escribe?

– La verdadera historia de la Revolución, según dice. La «Historia secreta» secreta.

– ¿Qué piensa hacer con ella?

– Probablemente quemarla. ¿Qué otra cosa iba a hacer?


– Desgraciadamente, todo cuanto digo parece complicar las cosas.

– No sé por qué dices eso, Danton. -Robespierre había estado leyendo a Rousseau, a su Rousseau, y se quitó las gafas-. No creo que lo que puedas decir a estas alturas… -Pero no terminó la frase. Durante unos instantes su rostro adquirió un aire desnudo, desvalido; luego se puso de nuevo las gafas y asumió una expresión opaca e inescrutable-. Sólo quiero decirte una cosa. Rompe totalmente con Fabre, repúdialo. En caso contrario, no cuentes conmigo. Pero si lo haces, podemos empezar a hablar. Acepta los consejos del comité, y garantizaré personalmente tu seguridad.

– ¿Mi seguridad? ¿Acaso me estás amenazando?

Robespierre lo miró con aire pensativo y respondió:

– Vadier. Collot. Hébert. Saint-Just.

– Prefiero ser yo mismo quien garantice mi seguridad, Robespierre, utilizando mis propios métodos.

– Tus métodos te destruirán -replicó Robespierre, cerrando el tomo de Rousseau-. Procura no arrastrar también a Camille.

– Cuida de que Camille no te destruya a ti -le espetó Danton, furioso.

– ¿Qué quieres decir?

– Hébert se dedica a ridiculizar a Camille y afirma que vuestra amistad se sale de lo corriente.

– Por supuesto que se sale de lo corriente.

O bien Robespierre no comprende a Danton, o bien se niega a comprenderlo. Se trata de una torpeza profesional, cultivada, que constituye una de sus armas.

– Hébert está investigando a fondo la vida privada de Camille.

Robespierre extendió una mano hacia Danton en un gesto tan teatral que parecía habérselo enseñado Fabre.

– Deberían erigirte una estatua en esa postura -dijo Danton-. Sabes de sobra a lo que me refiero. Sé que no os tratabais durante la época de Annette, pero te aseguro que tu amigo nos relataba unas historias muy divertidas sobre las tardes que pasaba lánguidamente en el salón de Annette, y algunas noches en File de la Cité, cometiendo actos contra natura entre las declaraciones juradas. No llegaste a conocer a maître Perrin, ¿verdad? Hubo otros, por supuesto -añadió Danton, soltando una carcajada-. No me mires así, nadie cree que Camille esté enamorado de ti. Le gustan los hombres feos, corpulentos y mujeriegos. Le gusta, en suma, lo que no puede conseguir. Al menos, eso creo.

Robespierre alargó la mano para coger la pluma, pero se detuvo.

– ¿Has estado bebiendo, Danton?

– No. No más de lo que suelo beber a estas horas del día. ¿Por qué lo preguntas?

– Porque supuse que habías estado bebiendo. Trataba de justificar tu conducta -contestó Robespierre. Sus ojos, semiocultos detrás de sus gafas tintadas de azul, se clavaron brevemente en los de Danton. La repentina ausencia de emoción hacía resaltar la dureza de sus pronunciadas facciones-. Creo que nos hemos desviado del tema. Estábamos hablando de Fabre -dijo, extendiendo de nuevo la mano para coger la pluma, como si se tratara de un movimiento reflejo que no pudiera dominar.

(De los cuadernos privados de Robespierre: «Danton habló con desprecio de Camille Desmoulins, atribuyéndole un vicio secreto y vergonzoso.»)

– Bien, ¿qué has decidido? -preguntó secamente. Su voz sonaba hueca, como Dios hablando desde el interior de una roca.

– ¿Qué quieres que te diga? ¿Qué esperas que te responda? No puedo repudiarlo, qué palabra tan estúpida.

– Ha sido uno de tus más estrechos colaboradores. Comprendo que no es fácil para ti romper todo vínculo con él.

– Ha sido mi amigo.

– Ah, tu amigo -dijo Robespierre, sonriendo-. Sé lo mucho que valoras a tus amigos… Claro que Fabre no posee los defectos de Camille. Está en juego la seguridad del país, Danton. Un patriota debe estar dispuesto a anteponer la seguridad de su país incluso al bienestar de su esposa, su hijo o un amigo. No es el momento de dejarse llevar por sentimientos personales.

Danton lo miró con los ojos llenos de lágrimas, que se apresuró a enjugar. Luego abrió la boca, pero no pudo articular palabra.

(De los cuadernos privados de Maximilien Robespierre: «Danton se puso en ridículo, llorando dramáticamente…, en casa de Robespierre.»)

– Esto es innecesario -dijo Robespierre-. E inútil.

– Eres un inválido mental -le dijo Danton con tono cansado, frío-. Me inspiras más lástima que Couthon. ¿No te das cuenta, Robespierre? ¿No te preguntas nunca por qué Dios te hizo así? Solía burlarme de ti diciendo que eras impotente, pero te falta algo más que las pelotas. A veces me pregunto si eres de carne y hueso. Hablo contigo, sé que puedo tocarte, pero estás muerto.

– Te equivocas. Estoy vivo y bien vivo -contestó Robespierre, juntando los dedos de las manos, como un testigo nervioso-. Aunque vivo a mi manera.


– ¿Qué ha pasado, Danton?

– Nada. No coincidimos respecto a Fabre. La entrevista fue una pérdida de tiempo -contestó Danton, apoyando un puño en la palma de la otra mano.


Las cinco y media, en la rue Condé. De pronto sonaron unos insistentes golpes en la puerta de la vivienda inferior y Annette se tapó la cabeza con la sábana. Acto seguido se incorporó y saltó de la cama. ¿Qué había sucedido?

Mientras se ponía la bata, oyó unos gritos en la calle. Luego oyó las voces alarmadas de Claude y de Elise, su doncella. Elise era una joven bretona rolliza, supersticiosa y torpe, cuyo francés dejaba bastante que desear.

– Son los de la Sección -dijo, asomando la cabeza sin molestarse en llamar-. Quieren saber si tiene a su amante oculto en su habitación. Dicen que no trate de engañarles, que no son imbéciles.

– ¿Mi amante? ¿Te refieres a Camille?

– Lo ha dicho usted, señora, no yo -respondió Elise, sonriendo estúpidamente.

La joven, vestida con un camisón, sostenía en la mano un cabo de vela. Annette pasó bruscamente junto a ella, dándole un empujón y haciendo que la vela cayera al suelo, donde se apagó al instante.

– Esa vela era mía, no suya -protestó Elise.

Annette echó a correr en la oscuridad y chocó con alguien. De pronto notó que una mano la aferraba por la muñeca y percibió un aliento impregnado de alcohol.

– ¿Quién tenemos aquí? -preguntó una voz masculina, mientras Annette trataba en vano de librarse de él-. Pero si es milady, medio desnuda.

– Basta, Jeannot -dijo otra voz-. Apresúrate, necesitamos unas velas.

Alguien abrió los postigos, y la luz de las antorchas penetró en la habitación. Elise trajo unas velas. Jeannot contempló a Annette y sonrió con lascivia. Llevaba las holgadas ropas de los sansculottes y una gorra roja con una roseta tricolor encasquetada hasta las cejas. Tenía tal aspecto de patán que, en otras circunstancias, Annette se hubiera echado a reír en sus narices. Súbitamente aparecieron media docena de hombres, los cuales echaron un vistazo a su alrededor, blasfemando y frotándose las manos para entrar en calor. He aquí al Pueblo, se dijo Annette. El amado Pueblo de Max.

El individuo que había amonestado a Jeannot avanzó unos pasos. Era un muchacho de aspecto insignificante, vestido con una raída casaca negra.

– Salud y fraternidad, ciudadana. Somos los representantes de la Sección Mutius Scaevola -dijo, agitando unos papeles que sostenía en la mano. Las palabras «Sección Luxemburgo» habían sido tachadas y junto a éstas habían anotado el nuevo nombre-. Traigo una orden de arresto contra Claude Duplessis, funcionario jubilado, residente en estas señas.

– Esto es una imbecilidad -contestó Annette-. Debe tratarse de un error. ¿De qué se le acusa?

– De conspiración, ciudadana. Tenemos orden de registrar la vivienda y confiscar cualquier documento sospechoso.

– ¿Cómo os atrevéis a presentaros a estas horas…?

– Cuando a Père Duchesne le da uno de sus ataques de cólera -respondió uno de los hombres- no esperamos a que amanezca.

– ¿Père Duchesne? Ya comprendo. Queréis decir que Hébert no se atreve a atacar a Camille, de modo que envía a gente de vuestra calaña a aterrorizar a su familia. Mostradme la orden de arresto.

Annette extendió el brazo para arrebatar los papeles de manos del joven patán, el cual retrocedió apresuradamente. Uno de los sansculottes la sujetó por la muñeca con una mano, mientras con la otra mano le arrancaba la bata de los hombros, revelando sus pechos. Tras unos segundos de forcejeo, Annette consiguió liberarse. Permaneció inmóvil, temblando de miedo pero sobre todo de indignación.

– ¿Es usted Duplessis? -preguntó el joven sansculotte, dirigiendo la vista hacia la puerta.

Al oír voces, Claude se había vestido para bajar a comprobar qué sucedía. Parecía aturdido. A sus espaldas se percibía un vago olor a quemado.

– ¿Es esto un interrogatorio? -preguntó Claude con voz temblorosa.

– Apresúrese -contestó el sansculotte, agitando los papeles-. No podemos permanecer aquí todo el día. Estos ciudadanos quieren terminar de una vez y regresar a sus casas.

– Les serviremos enseguida el desayuno -dijo Claude-. No merecen menos después de haber despertado a una familia respetable y haber aterrorizado a mi esposa y a mis sirvientes. ¿Adónde piensa conducirme?

– Coja una bolsa con sus enseres -le ordenó el joven-. Rápido.

Claude lo miró fríamente y se volvió.

– ¡Claude! -exclamó Annette-. Recuerda que te amo.

Tras detenerse unos segundos, éste salió de la habitación seguido de un coro de insultos e injurias. Annette le oyó encerrarse en su estudio, mientras los sansculottes se precipitaban contra la puerta tratando de derribarla.

– ¿Cómo se llama? -preguntó Annette al joven sansculotte.

– Eso no le importa.

– Cierto, pero de todo modos lo averiguaré. Pagará por esto. Puede registrar la casa. No hallará nada que pueda interesarle.

– ¿Qué clase de personas son? -oyó Annette que preguntaba uno de los hombres a Elise.

– Unos desalmados, señor, y muy arrogantes.

– ¿Es cierto que ella es la amante de Camille?

– Todo el mundo lo sabe -respondió Elise-. Siempre están encerrados en el salón. Leyendo los periódicos, según dice ella.

– ¿Y su marido qué hace?

– ¿Ese viejo cabrón? Nada -contestó Elise.

Los hombres se echaron a reír.

– Quizá tengamos que conducirte a la Sección -dijo uno de ellos-. Para hacerte unas cuantas preguntas. Seguro que nos darás unas respuestas muy sabrosas -añadió, extendiendo la mano y pellizcándole un pecho. Elise soltó un pequeño alarido, fingiendo dolor e indignación.

Alarmada, Annette agarró al joven sansculotte del brazo y le ordenó secamente:

– Haga el favor de controlar a sus hombres. ¿Acaso están autorizados a molestar a mis sirvientes?

– Se expresa como la hermana de la Capeto -observó Jeannot.

– Esto es una infamia. Puede estar seguro de que dentro de unas horas lo sabrá la Convención.

Jeannot escupió en el suelo.

– No son más que una pandilla de picapleitos -dijo-. ¿Esto es una Revolución? No habrá Revolución hasta que hayan muerto esos cabrones.

– Descuida -replicó su compañero-, a este ritmo no tardarán en desaparecer todos.

Al cabo de unos instantes apareció Claude, seguido de un par de sansculottes. Llevaba un abrigo y se estaba poniendo los guantes, lenta y minuciosamente.

– Imagínate -dijo, dirigiéndose a Annette-, me acusan de quemar unos papeles. Lo más gracioso es que insistieron en interponerse entre mi persona y la ventana, debajo de la cual había un ciudadano con una pica. Como si un hombre de mi edad fuera a arrojarse por la ventana de un primer piso y privarse de la compañía de tan amables caballeros. -Uno de los hombres lo agarró del brazo, pero Claude lo apartó bruscamente-. Puedo caminar sin que me sostengan. Permítanme que me despida de mi esposa.

Acto seguido, Claude se inclinó y besó la mano de Annette.

– No llores, cariño -dijo-. Envía un recado a Camille.

Al otro lado de la calle se había detenido un flamante carruaje cuyo ocupante miraba a través de la ventanilla cubierta por una discreta cortina.

– Qué desagradable -dijo Père Duchesne, el fabricante de hornos-. Hemos elegido una noche muy poco propicia. Me temo además que nos hemos equivocado de casa. Pero corren tantos rumores… Habría merecido la pena levantarse temprano para ver cómo sacaban a Camille de su cómodo e incestuoso lecho, protestando vivamente y pataleando. Me hubiera gustado arrestarlo por alterar el orden público. En cualquier caso, esto le dará un buen susto. Me pregunto a quién acudirá esta vez para que le proteja.


Una hora más tarde, Annette se hallaba en la rue Marat.

– Han destrozado la casa -dijo-. Y aunque Elise tiene muchos defectos, no podía permitir que unos rufianes la manosearan. Dame una copa de coñac, Lucile. La necesito. -Cuando su hija salió de la estancia, Annette murmuró-: Oh, Camille, Camille… A Claude se le ocurrió quemar unos papeles. Supongo que todas las cartas que me has escrito se han convertido en humo. En caso contrario, a estas horas ya habrían caído en manos del comité de la Sección.

– De todos modos -dijo Camille-, eran muy castas.

– Pero deseaba conservarlas -contestó Annette, echándose a llorar.

Camille le acarició la mejilla.

– Te escribiré otras cartas -dijo para tranquilizarla.

– ¡Quiero recuperarlas! -insistió Annette-. ¿Cómo puedo preguntarle a Claude si las ha quemado? En tal caso, debía de saber dónde las guardaba. ¿Crees que las habrá leído?

– No. Claude es incapaz de semejante cosa. Es distinto de nosotros -respondió Camille, sonriendo-. No te preocupes, en cuanto consiga que regrese a casa se lo preguntaré.

– Te veo muy animado, querido -observó Lucile cuando regresó con el coñac.

Annette lo miró. Es cierto, pensó mientras apuraba la copa de un trago, es indestructible.


El discurso de Camille ante la Convención fue breve, audible y alarmante. Algunos murmuraron que los parientes de los políticos podían ser tan sospechosos como cualquier otro ciudadano, pero la mayoría del público se estremeció cuando Camille describió la irrupción de los sansculottes en casa de Duplessis. Habían tenido suerte de no vivir esa experiencia, dijo Camille; quizá no tardarían en vivirla.

Al contemplar los bancos medio vacíos, los diputados comprendieron que tenía razón. Hubo aplausos cuando se refirió a las salvajes depredaciones de un antiguo cajero de teatro; un murmullo de aprobación cuando deploró un sistema que permitía que un personaje tan detestable prosperara. Cuando Camille abandonó la tribuna, Danton se puso en pie y exigió que terminaran los arrestos.

En las Tullerías.

– Saluda de mi parte al ciudadano Vadier y dile que está aquí el abogado de la Lanterne -dijo Camille.

Vadier fue sacado por unos funcionarios de una sesión del comité de Policía.

– Si me cierras el periódico tendrás que habértelas conmigo -le dijo Camille, sonriendo amablemente y empujando a Vadier contra la pared.

– ¡Abogado de la Lanterne! -protestó Vadier-. Creí que te habías propuesto enmendar tu conducta.

– Llámalo nostalgia -respondió Camille-. O costumbre. Llámalo como quieras, pero no te librarás de mí hasta que hayas respondido a unas cuantas preguntas.

Vadier se acarició con aire malhumorado la larga nariz de inquisidor y juró sobre la cabeza del Supremo Hacedor que no sabía nada del asunto. No obstante, reconoció que era posible que los funcionarios de la Sección se hubieran excedido en su celo, que Hébert hubiera actuado movido por el rencor; no, no tenía pruebas contra ningún Claude Duplessis, funcionario jubilado.

– Hébert es un idiota -dijo, mirando a Camille con odio y considerable alarma-, por haber dado a las gentes de Danton la posibilidad de hacer uso de su fuerza.

Robespierre abandonó, parpadeando y preocupado, una reunión del Comité de Salvación Pública, requerido por un urgente mensaje. Al ver a Camille se apresuró a agarrarlo del brazo, dictó una rápida lista de instrucciones a un secretario y mencionó sus deseos de ver a Père Duchesne en el infierno. Los curiosos que presenciaron la escena notaron su tono, las prisas y, sobre todo, el apretón de manos. Tomaron rápida nota de las señales de su rostro, para intentar descifrarlas más tarde. De inmediato, casi imperceptiblemente -entre miradas interrogantes y gestos ambiguos, como si trataran de olfatear los vientos políticos que soplaban- comenzaron a circular toda clase de especulaciones y rumores. Al mediodía, Hébert mostraba una expresión bastante menos satisfecha; de hecho se sintió profundamente alarmado hasta mucho después de que Claude Duplessis hubiera sido liberado, y permaneció oculto hasta varias semanas más tarde, cuando oyó una patrulla al amanecer, y comprobó que no tenía amigos.


El nuevo calendario no funcionaba. En Nivôse apenas nevó, y la primavera se presentó antes de Germinal. Llegó moderadamente temprano, de forma que las floristas se congregaron en las esquinas de las calles y las modistas empezaron a confeccionar unos sencillos trajes patrióticos para el verano de 1794.

En los jardines de Luxemburgo colgaban de los árboles unos espléndidos estandartes verdes entre las fundiciones de cañones. Fabre d’Églantine observó el cambio de estaciones, desde su celda en el Edificio Nacional que había sido antaño el palacio de Luxemburgo. Los días fríos, ventosos y luminosos le producían dolores en el pecho. Cada mañana se miraba en el espejo que había pedido que le enviaran de casa, observando que su rostro parecía más afilado y sus ojos sospechosamente brillantes, con una brillantez que no tenía nada que ver con sus perspectivas.

Sabía que las iniciativas de Danton no habían prosperado, que éste no se trataba con Robespierre. Danton, ve a ver a Robespierre, exigió Fabre a la pared de su celda: suplícale, engáñale, exígele, oblígale a ceder. A veces yacía despierto, imaginando oír los pasos de la masa de simpatizantes de Danton atravesando la ciudad; pero sólo oía el silencio. El carcelero le informó que Camille había hecho las paces con Robespierre, añadiendo que él y su mujer no creían que Camille fuera un aristócrata, que el ciudadano Robespierre era amigo leal del trabajador, y que su buena salud constituía la única garantía de azúcar en los comercios y de leña a precios razonables.

Fabre repasó mentalmente todos los favores que había hecho a Camille; lo cierto es que no eran muchos. Pidió que le enviaran su Enciclopedia y su pequeño telescopio de marfil; con esos objetos como única compañía, se dispuso a aguardar la muerte natural o no natural.


El 17 de Pluviôse no llovió. Robespierre habló ante la Convención, destacando las líneas maestras de su futura política, sus planes para una República de la Virtud. Al terminar su discurso sonó un murmullo de consternación. Parecía más fatigado de lo habitual, quizá por haber hablado durante varias horas desde la tribuna. Tenía los labios exangües, los ojos enrojecidos y con profundas ojeras. Algunos de los supervivientes de aquella época mencionaron la súbita postración de Mirabeau. Sin embargo, Robespierre apareció puntualmente para asistir a la siguiente sesión del comité, escrutando los rostros de los presentes para comprobar si alguien daba muestras de sentirse decepcionado.

El 22 de Pluviôse se despertó en plena noche, con dificultades para respirar. Se sentó con esfuerzo ante su escritorio, pero había olvidado lo que deseaba escribir. De golpe, las náuseas le obligaron a hincarse de rodillas en el suelo. No vas a morirte, se dijo, mientras luchaba por expulsar el aire atrapado en sus pulmones; no debes, no puedes morirte. Has sobrevivido a cosas peores.

Cuando pasó el ataque, se levantó del suelo. No lo haré, dijo su cuerpo; has acabado conmigo, me has matado, me niego a servir a semejante amo.

Si permanezco aquí, pensó Robespierre, me tumbaré en el suelo y caeré dormido, pillaré un resfriado y todo habrá terminado.

No debiste tratarme como si fuera tu esclavo, protestó el cuerpo, abusando de mí, imponiéndome unos absurdos ayunos, una vida casta y pocas horas de sueño. ¿Qué vas a hacer ahora? Ordena a tu intelecto que se levante del suelo, obliga a tu mente a que mañana se mantenga despierta.

Tras grandes esfuerzos, consiguió agarrarse a la pata de una silla y después al respaldo. Observó su mano deslizándose sobre la madera, como un objeto distante. Le estaba venciendo el sueño. Soñó con la casa de su abuelo. Alguien comentó que no había barriles para conservar en ellos la cerveza elaborada aquella semana; toda la madera disponible había sido utilizada para construir el cadalso. ¿El cadalso? Robespierre se apresuró a sacar del bolsillo la carta que le había escrito Benjamin Franklin, en la que le decía: «Eres una máquina eléctrica.»

Eléonore lo halló al amanecer. Ella y su padre montaron guardia junto a la puerta hasta que, a las ocho, llegó el doctor Souberbielle. El médico habló lenta y pausadamente, como si se dirigiera a un sordomudo:

– No puedo garantizarle los resultados.

Robespierre murmuró unas palabras. Souberbielle se inclinó para oírle.

– ¿Debo hacer mi testamento? -preguntó Robespierre.

– No creo que sea necesario -contestó el doctor sonriendo-. ¿Dispone usted de muchos bienes?

Robespierre sacudió la cabeza. Luego cerró los ojos y sonrió débilmente.

– No se trata de nada grave -les tranquilizó Souberbielle-. Son dolencias sin importancia. En septiembre temimos perder a Danton. Tantos años trabajando duramente, y de pronto el pánico consiguió reducir a un hombre fuerte como él a un estado de total postración. Robespierre no es fuerte, pero no se morirá, por supuesto. Nadie se muere por ese tipo de cosas; lo único que sucede es que su vida empieza a ser más complicada. ¿Que cuánto tiempo tardará en recuperarse? Necesita reposo, eso es lo más importante. Yo diría que un mes. Si se levanta antes, no me hago responsable.

Fueron a visitarlo algunos miembros del comité. Robespierre se sentía tan aturdido que le llevó unos minutos reconocerlos, pero entonces se dio cuenta de que pertenecían al comité.

– ¿Dónde está Saint-Just? -murmuró. El médico le había recomendado que no se cansara ni forzara la voz. Los miembros del comité se miraron.

– Lo ha olvidado -dijeron-. Lo has olvidado -le dijeron-. Ha partido hacia la frontera. Regresará dentro de diez días.

– ¿Y Couthon? Podíais haberlo subido en brazos por la escalera.

– Está indispuesto -respondieron-. Couthon también está indispuesto.

– ¿Va a morirse?

– No, pero su parálisis ha empeorado.

– ¿Regresará mañana?

– No.

Entonces, ¿quién gobernará el país?, se preguntó Robespierre. Saint-Just.

– Danton… -empezó a decir. No se esfuerce, le había recomendado el médico. Si no hace esfuerzos, le costará menos respirar. Robespierre se llevó la mano al pecho, aterrado. No podía seguir sus consejos. Se estaba asfixiando.

– ¿Vais a darle mi cargo a Danton?

Los miembros del comité se miraron de nuevo. Robert Lindet se inclinó sobre él y preguntó:

– ¿Es eso lo que deseas?

Robespierre sacudió la cabeza con vehemencia. Le parecía oír a Danton diciendo: «Unos actos contra natura entre las declaraciones juradas… ¿Nunca te preguntas por qué Dios te hizo así?» Buscó con la mirada a ese sólido abogado normando, un hombre sin teorías, sin pretensiones, un desconocido para las masas.

– No debéis dárselo -dijo Robespierre al cabo de unos instantes-. No debe gobernar. Carece de vertu.

Lindet lo miró perplejo.

– Durante un tiempo no estaré con vosotros -dijo Robespierre-. Luego estaré de nuevo con vosotros.

– Esas palabras le suenan -observó Collot-, pero no recuerda dónde las ha oído. Descuida, aún no ha llegado el momento de tu apoteosis.

– Sí, sí, sí -dijo Lindet suavemente.

Robespierre miró a Collot. Se está aprovechando de mi debilidad, pensó.

– Dadme un trozo de papel -murmuró. Quería escribir una nota diciendo que en cuanto se recuperara, Collot debía ser «reducido».

Los miembros del comité conversaron amablemente con Eléonore. No creían, como afirmaba el doctor Souberbielle, que dentro de un mes Robespierre se hubiera restablecido. De todos modos, le aseguraron que en caso de que falleciera, ella sería considerada a todos los efectos como su viuda, al igual que Simone Evrard era considerada la viuda de Marat.

Pasaron varios días. Souberbielle le permitió recibir más visitas, leer un poco y escribir, pero sólo cartas personales. También le autorizó a ser informado sobre las noticias del día, siempre y cuando no fueran preocupantes; pero todas las noticias eran preocupantes.

Al cabo de unos días regresó Saint-Just. Todo va bien en el comité, dijo a Robespierre, vamos a aplastar a las facciones. ¿Está decidido Danton a negociar la paz?, le preguntó Robespierre. Sí, contestó Saint-Just. Pero nadie le apoya. Los buenos republicanos hablan de victoria.

Saint-Just tenía veintiséis años. Era un hombre apuesto, dotado de una fuerte personalidad. Se expresaba con frases cortas y concisas. Hábleme del futuro, le rogó Robespierre. Saint-Just le habló sobre la espartana república soñada por él. A fin de crear una nueva raza de hombres, le dijo, los niños serían apartados de sus padres cuando cumplieran los cinco años, para ser instruidos como granjeros, soldados o abogados. ¿También las niñas?, inquirió Robespierre. No, las niñas no son importantes, permanecerán en casa con sus madres.

Robespierre movió nerviosamente las manos sobre la colcha. Pensó en su ahijado, de un día de edad, mientras su padre le acariciaba la cabeza con sus largos dedos; su ahijado, hacía unas semanas, agarrado del cuello de su casaca, pronunciando un discurso. Pero Robespierre se sentía demasiado débil para discutir. La gente decía que Saint-Just estaba enamorado de Henriette Lebas, la hermana de Philippe, el marido de Babette. Pero él no lo creía; no creía que Saint-Just estuviera enamorado de nadie.

Esperó a que Eléonore saliera de la habitación. Se sentía más fuerte, capaz de dar órdenes.

– Deseo ver a Camille -dijo a Maurice Duplay.

– ¿Crees que es una buena idea?

Duplay envió recado a casa de Camille. Curiosamente, Eléonore no parecía satisfecha ni disgustada.

Cuando acudió Camille, no hablaron sobre política ni de los últimos años. En un momento dado, cuando Camille mencionó a Danton, Robespierre giró la cabeza, como si no deseara hablar de él. Charlaron sobre el pasado, su pasado común, con la forzada jovialidad que muestra la gente cuando hay un cadáver en la casa.

Cuando se quedó a solas nuevamente, Robespierre soñó con la República de la Virtud. Cinco días antes de caer enfermo había definido claramente sus límites. Deseaba una república donde imperara la justicia, el bienestar de la comunidad, la capacidad de sacrificio. Veía un pueblo libre, amable, bucólico e instruido. Las tinieblas de la superstición habían desaparecido de la vida de la gente como aguas pantanosas absorbidas por la tierra. En su lugar había florecido el culto racional, jocundo, al Ser Supremo. Las gentes eran felices; sus corazones no estaban angustiados ni su carne atormentada por preguntas sin respuesta ni deseos insatisfechos. Los hombres abordaban los asuntos del poder con rigor e inteligencia; instruían a sus hijos y cultivaban sus tierras. Los perros y los gatos, incluso los animales del campo, eran respetados por lo que eran. Las muchachas, adornadas con guirnaldas y vestidas con vaporosos vestidos de lino pálido, se movían majestuosamente entre columnas de mármol blanco. Robespierre contempló el oscuro resplandor de los olivares, y el cielo azul.

– Mira -dijo Robert Lindet, mostrándole un pedazo de pan que llevaba envuelto en un periódico-. Tócalo, pruébalo.

Robespierre lo desmenuzó con los dedos. Tenía un olor acre, a moho.

– Supuse que no estabas enterado, dado que sólo te alimentas de naranjas -dijo Lindet-. En estos momentos abunda el pan, pero como verás, es incomible. En las lecherías no hay leche, y los pobres suelen beber mucha leche. En cuanto a la carne, la gente tiene suerte de conseguir un pequeño pedazo que echar al caldo. Las mujeres se levantan a las tres de la mañana para hacer cola frente a las carnicerías. Esta semana la Guardia Nacional ha tenido que intervenir en varias peleas entre mujeres que intentaban conseguir carne.

– Si persiste esta situación -contestó Robespierre, pasándose una mano por la frente-, no sé cómo acabaremos. La gente se moría de hambre bajo el viejo régimen. ¿Dónde ha ido a parar toda la comida, Lindet? La tierra sigue produciendo.

– Danton dice que hemos bloqueado el comercio con nuestros reglamentos. Dice -y no le falta razón- que los campesinos no llevan sus productos a las ciudades por temor a ser acusados de especuladores y que los linchen. Hemos requisado lo que hemos podido, pero la gente prefiere ocultar sus productos y dejar que se pudran. Los hombres de Danton dicen que si elimináramos los controles, el mercado empezaría a moverse de nuevo.

– ¿Y tú qué opinas?

– Los agitadores de las Secciones apoyan los controles. Dicen a la gente que es la única forma de hacer las cosas. La situación es seria.

– ¿Y bien?

– Espero tus instrucciones.

– ¿Qué opina Hébert?

– Discúlpame. Dame el periódico -contestó Lindet. Al abrirlo cayó una lluvia de migas al suelo-. «Los carniceros que tratan a los sansculottes como perros y sólo les dan huesos para roer deberían ser guillotinados como todos los enemigos del pueblo llano.»

– Muy constructivo -observó Robespierre despectivamente.

– Por desgracia, la masa no ha adquirido mucha sabiduría desde 1789. Ese tipo de sugerencia les parece una solución muy acertada.

– ¿Hay mucho descontento entre el populacho?

– En cierto sentido, sí. No exigen libertad, ni se muestran interesados en estos momentos en reivindicar sus derechos. En Navidad, las propuestas de Camille y la libertad de los sospechosos eran unos temas muy populares, pero ahora sólo piensan en la escasez de comida.

– Sin duda Hébert se aprovechará de ello -dijo Robespierre.

– Hay mucha agitación en las fábricas de armas. No podemos permitirnos el lujo de que estallen huelgas. El Ejército carece de provisiones.

– Los agitadores deben ser aprehendidos -contestó Robespierre-, en las calles, en las fábricas, donde sea. Comprendo que la gente tiene problemas, pero no podemos perder el control de la situación. Es preciso sacrificarse en aras de la nación. A la larga, todo se arreglará.

– Saint-Just y Vadier mantienen un control férreo sobre el comité de Policía. Lamentablemente -dijo Lindet-, sin una decisión política de alto nivel no podemos hacer nada contra los auténticos agitadores.

– Hébert.

– Trata de provocar una insurrección. El Gobierno caerá. Lee el periódico. Existe cierto movimiento entre los cordeliers…

– No hace falta que me lo digas -contestó Robespierre-, lo sé de sobra. Las arengas para levantar el ánimo, las reuniones secretas. Hébert es el único capaz de socavar la influencia de Danton. Me desespera verme obligado a permanecer en la cama, impotente, mientras todo se desmorona a mi alrededor. ¿No crees que la gente se mostrará leal con el comité, después de haberles salvado de una invasión y de que intentamos que no se mueran de hambre?

– Confiaba en poder ahorrarte esto -respondió Lindet, sacando un pedazo de papel del bolsillo. Era una nota oficial en la que constaba el horario laboral y los salarios de los talleres gubernamentales. Las esquinas del papel estaban rotas, como si hubiera sido arrancado de la pared.

Robespierre se lo cogió de las manos. El aviso estaba firmado por seis miembros del Comité de Salvación Pública. Debajo de las firmas, toscamente escrito con pintura roja, aparecían las siguientes palabras:


caníbales, ladrones, asesinos


Robespierre dejó caer el papel sobre la colcha.

– Ni siquiera a los Capeto los trataban así -dijo, apoyando la cabeza en las almohadas-. Es mi deber perseguir a los individuos que han engañado y manipulado a esos desgraciados. Te juro que a partir de ahora guiaré la Revolución con mano firme.

Cuando Lindet se hubo marchado, Robespierre permaneció pensativo, reclinado sobre las almohadas, contemplando las sombras que se proyectaban en el techo a medida que oscurecía. Al cabo de un rato entró Eléonore con una vela. Echó unos troncos en la chimenea y recogió los papeles desparramados sobre el escritorio y el lecho. Luego colocó de nuevo los libros en la estantería, rellenó la jarra de agua que había en la mesita de noche y corrió las cortinas.

– ¿Te encuentras mejor? -preguntó a Robespierre, acariciándole el rostro suavemente.

– Mucho mejor -contestó él, sonriendo.

De improviso Eléonore se sentó a los pies de la cama, como si se hubiera quedado sin fuerzas.

– Temimos que fueras a morirte -dijo, cubriéndose la cara con las manos-. Parecías un cadáver cuando te hallamos tendido en el suelo. ¿Qué sería de nosotros si murieras? No podríamos continuar adelante sin ti.

– Pero no he muerto -contestó Robespierre con tono afectuoso pero enérgico-. Ahora sé perfectamente lo que debo hacer. Mañana acudiré a la Convención.

Era el 21 de Ventôse, es decir, el 11 de marzo. Habían transcurrido treinta días desde que se había retirado de la vida pública. De golpe le parecía como si durante los últimos años hubiera permanecido encerrado en una concha en la que apenas penetraba un poco de luz y algunos murmullos, como si su enfermedad la hubiera partido en dos y la mano de Dios le hubiera sacado de ella, limpio y purificado.


12 de marzo.

– La Convención ha renovado durante un mes el mandato del comité -dijo Robert Lindet-. Nadie se opuso -añadió con tono solemne, como si pronunciara un discurso desde la tribuna.

– Hummm -respondió Danton.

– Es lógico que nadie se opusiera -terció Camille, paseándose de un lado al otro de la habitación-. Los miembros de la Convención se levantaban cuando sonaban los aplausos de la galería, que imagino que el comité se había ocupado de llenar.

– En efecto -contestó Lindet-. No se dejó nada al azar. ¿Te alegrará la muerte de Hébert? -preguntó, dirigiéndose a Camille-. Supongo que sí.

– ¿Crees que es un resultado inevitable? -preguntó Danton.

– El Club de los Cordeliers exige una insurrección, durante un «día». Al igual que Hébert en su periódico. Ningún gobierno, desde hace cinco años, ha conseguido sofocar una insurrección.

– Pero no estaban presididos por Robespierre -contestó Camille.

– Exactamente. O la reprimirá antes de que estalle o la aplastará por la fuerza de las armas.

– Es un hombre de acción -dijo Danton, soltando una carcajada.

– Como lo eras tú hace un tiempo -dijo Lindet.

Danton extendió el brazo en un dramático gesto.

– Yo soy la oposición.

– Robespierre amenazó a Collot. Si Collot hubiera mostrado la menor simpatía hacia las tácticas de Hébert, en estos momentos estaría en la cárcel.

– ¿Qué tiene eso que ver conmigo?

– Saint-Just ha estado acosando a Robespierre durante toda una semana. Robespierre siente un profundo respeto hacia él; a su parecer, Saint-Just es incapaz de cometer un error. Creemos que a la larga acabarán peleándose, pero en estos momentos eso es mera especulación. Según Saint-Just, si Hébert se marcha, Danton también debe irse. Para equilibrar las facciones.

– No se atreverán a echarme. Yo no soy una facción, Lindet. Soy uno de los principales protagonistas de la Revolución.

– Saint-Just cree que eres un traidor, Danton. Busca pruebas que confirmen tus tratos con el enemigo. ¿Cuántas veces quieres que te lo repita? Por absurdo que parezca, está convencido de ello. Lo ha manifestado ante el comité. Collot y Billaud-Varennes lo apoyan decididamente.

– Pero el importante es Robespierre -se apresuró a decir Camille.

– Deduzco que debisteis pelearos la última vez que os visteis, Danton. Robespierre tiene el aire de un hombre que está tratando de tomar una difícil decisión. No te ataca, pero tampoco te defiende como hacía antes. Durante la sesión de hoy permaneció muy callado. Algunos creen que es porque todavía no está completamente restablecido, pero hay algo más. Tomó nota de todo cuanto se dijo y observó estrechamente a todos los presentes. Si Hébert cae, tú también debes irte.

– ¿Irme?

– Así es.

– ¿Es ése el mejor consejo que puedes darme, amigo Lindet?

– Deseo que sobrevivas. Robespierre es un profeta, un soñador. Y los profetas no se han distinguido como jefes de Gobierno, como es bien sabido. Cuando él haya desaparecido, ¿quién conducirá los destinos de la república si no lo haces tú?

– ¿Un soñador? ¿Un profeta? Eres muy persuasivo -le contestó Danton-. Si sospechara que ese esquelético y demacrado eunuco se había propuesto hundirme, le partiría el pescuezo.

Lindet se sentó.

– Trata de convencerlo tú, Camille -dijo.

– Verás, mi postura es un tanto… ambivalente.

– Un término muy acertado para describirte -observó Danton.

– Saint-Just habló hoy contra ti en el comité, Camille. Al igual que Collot y Barère. Robespierre les dejó hablar y luego dijo que la culpa la tenían las malas compañías que frecuentabas. Barère dijo que estaba harto de oír esa excusa y le hizo entrega de unos documentos, al parecer muy comprometedores para ti, que a su vez le había entregado Vadier, del comité de Policía. Robespierre los ocultó debajo de unos papeles, colocó los codos sobre ellos y se apresuró a cambiar de tema.

– ¿Suele hacer esas cosas con frecuencia?

– Sí.

– Apelaré al pueblo -dijo Danton-. Imagino que tendrá una idea de qué clase de gobierno desea tener.

– Hébert ya ha apelado al pueblo -respondió Lindet-. El comité lo llama insurrección planificada.

– Hébert no posee mi protagonismo en la Revolución. Ni de lejos.

– No creo que al pueblo le importe -dijo Lindet-. No creo que les importe si tú, Hébert o Robespierre os hundís o conseguís manteneros a flote. La gente está agotada. Asisten a los juicios para divertirse. Son más entretenidos que el teatro. La sangre es real.

– Se diría que estás desesperado -terció Camille.

– Te equivocas. Me limito a ocuparme del abastecimiento de comida, tal como me encargó que hiciera el comité.

– Eres muy leal al comité.

– En efecto. Por consiguiente, es preferible que no vuelva.

– Si consigo salir vencedor, recordaré tus buenos oficios, Lindet.

Robert Lindet asintió e hizo una pequeña y burlona reverencia. Pertenecía a otra generación; no era obra de la Revolución. Obstinado y prudente, trataba simplemente de sobrevivir un día tras otro, de lunes a martes, según sus propias palabras.


En las Secciones estalla una violenta disputa verbal, y frente al Ayuntamiento se organiza una manifestación sin importancia.

El 23 de Ventôse, Saint-Just leyó un informe ante la Convención poniendo al descubierto un complot entre ciertos jefes de facciones, inspirado por agentes extranjeros, destinado a destruir al gobierno representativo y matar de hambre a los ciudadanos de París. El 24 de Ventôse, a primeras horas de la mañana, Hébert y sus secuaces fueron arrestados en sus domicilios por la policía.

Robespierre: No alcanzo a comprender el propósito que según nuestros amigos pueda tener esta entrevista.

Danton: ¿Cómo va el juicio?

Robespierre: No ha habido ningún problema. Confiamos en que concluya mañana. ¿O no te refieres al juicio de Hébert? Fabre y Hérault comparecerán ante el Tribunal dentro de unos días. Ignoro la fecha exacta, pero Fouquier te informará.

Danton: Supongo que no estarás tratando de atemorizarme. Hablemos sin rodeos.

Robespierre: No tengo nada contra ti. Sólo te pido que rompas todo trato con Fabre. Lamentablemente, existen ciertas personas que dicen que si Fabre va a juicio, tú también deberías ser juzgado.

Danton: ¿Y tú qué opinas?

Robespierre: Tus actividades en Bélgica eran sospechosas. Sin embargo, creo que el principal culpable es Lacroix.

Danton: Camille…

Robespierre: No quiero hablar de Camille.

Danton: ¿Por qué?

Robespierre: La última vez que nos vimos te referiste a él con desprecio.

Danton: Como gustes. El caso es que en diciembre estabas dispuesto a reconocer que era preciso mitigar el Terror, que las personas inocentes…

Robespierre: Me disgustan esas frases emotivas. Supongo que al decir «inocentes» te refieres a «personas que por una u otra razón me caen bien». No se trata de eso sino de lo que descubre el Tribunal. En ese sentido, ninguna persona inocente ha sufrido.

Danton: ¡Dios mío! No puedo creer lo que estoy oyendo. ¿Cómo te atreves a decir que ninguna persona inocente ha sufrido?

Robespierre: Espero que no vayas a echarte a llorar. Es el tipo de artimaña al que recurren gentes como Fabre y los actores, pero a ti no te sienta bien.

Danton: Apelo a ti por última vez. Tú y yo somos las únicas personas capaces de gobernar este país. De acuerdo, reconozco que no nos tenemos simpatía, pero me consta que no sospechas de mí, al igual que yo no sospecho de ti. A algunos les gustaría que nos destruyéramos mutuamente, pero por mi parte no lo conseguirán. Te propongo que nos aliemos.

Robespierre: Nada me complacería más. Deploro las facciones. También deploro la violencia. Sin embargo, prefiero destruir a las facciones mediante la violencia que ver cómo la Revolución cae en manos de gentes capaces de pervertirla.

Danton: ¿Te refieres a las mías?

Robespierre: Hablas siempre sobre la inocencia, pero me gustaría saber dónde están esas personas inocentes. Yo no las veo.

Danton: Para ti todo el mundo es culpable.

Robespierre: Supongo que si tuviera tu moral y tus principios, el mundo sería un lugar muy distinto. No habría necesidad de castigar a nadie. No existirían delincuentes. Nadie cometería ningún delito.

Danton: No te soporto ni a ti ni a tu ciudad. Me llevo a mi esposa y a mis hijos a Sèvres. Si me necesitas, ya sabes dónde encontrarme.


Sèvres, 22 de marzo, o sea, 2 de Germinal.

– Por fin habéis llegado. Hace un tiempo espléndido -dijo Angélique, besando a sus nietos y abrazando a Louise. Esta la besó en la mejilla-. ¿Cómo es que no os han acompañado Camille y su familia? Los viejos podían haber venido también, tenemos sitio de sobra.

Louise tomó buena nota de que había descrito a Annette Duplessis como una «vieja».

– Queríamos estar solos -contestó.

– ¿Ah, sí? -dijo Angélique. Era un deseo que no alcanzaba a comprender.

– ¿Cómo está mi amigo Duplessis? -preguntó el señor Charpentier-. Espero que se haya recuperado de su amarga experiencia.

– Está perfectamente -respondió Danton-, aunque muy envejecido. Supongo que es lógico, teniendo un yerno como Camille.

– Tú también has hecho que me salgan algunas canas, Georges.

– ¡Cómo pasa el tiempo! -suspiró Angélique-. Recuerdo a Claude como un hombre muy apuesto. Estúpido, pero guapísimo. Me gustaría revivir los últimos diez años, ¿no estás de acuerdo, nuera?

– No -contestó Louise.

– Tendría seis años -dijo Danton-. Pero yo daría cualquier cosa por poder volver a vivirlos. Cambiaría muchas cosas.

– Te faltaría la perspectiva que proporcionan los años -dijo la señora Charpentier.

– Recuerdo una tarde -dijo el señor Charpentier-. Debía ser hacia 1786 o 1787. Duplessis entró en el café y le invité a cenar. Él rechazó mi invitación, aduciendo que estaban muy ocupados en el Tesoro, pero me aseguró que en cuanto pasara la crisis la aceptaría con mucho gusto.

– ¿Y bien? -preguntó Louise.

– Todavía lo espero -contestó Charpentier, sonriendo.

Dos días más tarde, el tiempo empeoró. El cielo amaneció encapotado, hacía frío y soplaba viento. Los Charpentier se apresuraron a encender las chimeneas antes de que llegaran unos visitantes de París -el diputado Fulano de Tal y el ciudadano Zutano de Cual, de la Comuna-, quienes se encerraron con Danton en la sala de estar. La conversación fue breve, pero todos los ocupantes de la casa pudieron oír sus voces crispadas. Al cabo de un rato los visitantes se despidieron, diciendo que debían regresar precipitadamente a París. Ofrecían un aire firme y decidido, casi agresivo, que Angélique consideró el presagio de una crisis.

Cuando interrogó a su yerno sobre esas misteriosas visitas, éste, sentado con la espalda encorvada y aspecto taciturno, guardó un momento de silencio.

– Han venido a pedirme que regrese para intentar conseguir el apoyo de la Convención -respondió al fin-. Westermann me ha enviado una carta. ¿Te acuerdas de mi amigo, el general Westermann?

– Un golpe militar -dijo Angélique, aterrada-. ¿Quién sufrirá esta vez, Georges?

– De eso se trata. Si no puedo resolver la situación sin que se produzca derramamiento de sangre, prefiero dejar el asunto en manos de otra persona. No quiero más muertes sobre mi conciencia. Ya no estoy seguro de nada, y no quiero arriesgar la vida de un solo inocente. ¿Tan difícil resulta de comprender? -Angélique sacudió la cabeza-. Mis amigos en París no lo entienden. Lo interpretan como unos escrúpulos absurdos, un capricho, pereza o falta de coraje. Pero lo cierto es que estoy harto de todo.

– Confío en que Dios te perdone, Georges -murmuró Angélique-. Sé que no eres un hombre de fe, pero rezo todos los días por ti y por Camille.

– ¿Qué le pides a Dios? -preguntó Danton-. ¿Que nos conceda un triunfo político?

– No, que os juzgue con misericordia.

– Todavía no estoy listo para ser juzgado. Deberías incluir a Robespierre en tus oraciones. Aunque estoy seguro de que a menudo habla con Dios.


A media tarde llegó otro carruaje. Seguía lloviendo a cántaros. Los niños estaban en una habitación superior de la casa, jugando y gritando a voz en cuello. Angélique andaba muy atareada de un lado para el otro, y su yerno estaba sentado junto a la chimenea, conversando con un perro que yacía empapado a sus pies.

Louise miró a través de la empañada ventana y murmuró:

– Oh, no…

Acto seguido se recogió la falda y salió corriendo de la habitación.

El agua caía a mares, fuentes y canales de las ropas de Legendre, el carnicero.

– ¡Vaya tiempecito! -exclamó-. Si doy un paso más me ahogo.

– No caerá esa breva -contestó una voz tras él.

Legendre se volvió, ronco, con el rostro encendido, sacudiendo los pies, hacia su compañero de viaje.

– Pareces una rata -dijo a Camille.

Angélique besó afectuosamente a Camille y oprimió la mejilla contra sus negros rizos. Murmuró unas palabras en italiano mientras aspiraba el aroma de lana mojada.

– No sé que voy a decirle -masculló Camille.

Angélique le abrazó, y de pronto vio, con toda claridad, los rayos de sol proyectándose oblicuamente sobre las mesitas de mármol, percibió el tintineo de las copas y las tazas, el olor del café recién molido, el murmullo del río y el leve perfume del cabello empolvado. Permanecieron abrazados unos instantes, inmóviles, mirándose fijamente, aterrorizados, mientras las densas nubes se deslizaban impulsadas por el viento y la torrencial lluvia los envolvía como una pesada capa.

Legendre se sentó y dijo:

– Puedo asegurarte que Camille y yo no hemos emprendido esta gira campestre por capricho. Por tanto, diré lo que he venido a decir. No soy un hombre culto…

– Siempre dice lo mismo -apostilló Camille-. Como si no lo supiéramos.

– No tienes más remedio que enfrentarte a este asunto, no puedes fingir que sucedió en tiempos de los emperadores romanos.

– Continúa -dijo Danton.

– Robespierre se ha propuesto acabar contigo.

Danton permaneció de pie frente al hogar, con las manos a la espalda. Camille sacó una lista de nombres y se la entregó.

– Éstos son los trece que fueron ejecutados el 4 de Germinal -dijo-. El jefe de los cordeliers, Proli, amigo de Hérault, un par de banqueros y por supuesto Père Duchesne. Debió ser juzgado por sus hornos, podrían haberlo convertido en una especie de procesión de carnaval. El día de su ejecución no estaba poseído por uno de sus célebres ataques de cólera. Murió gritando.

– Supongo que tú habrías hecho lo mismo de encontrarte en su lugar -dijo Legendre.

– Seguramente -replico Camille fríamente-. Pero a mí no me van a cortar la cabeza.

– Cenaron juntos -dijo Legendre, mirando a Danton.

– ¿Cenaste con Robespierre? -inquirió éste.

Camille asintió.

– Bien hecho. Yo no hubiera sido capaz de probar bocado en presencia de ese hombre. Probablemente habría vomitado.

– A propósito -dijo Camille-, ¿sabes que Chabot trató de envenenarse? Al menos, eso dicen.

– Tenía en su celda un frasco de veneno preparado por Charras y Duchatelle, los farmacéuticos -dijo Legendre-. Decía «uso externo», de modo que se lo bebió.

– Chabot es capaz de beberse cualquier cosa -dijo Camille.

– O sea que no consiguió suicidarse…

– No te burles -respondió Legendre-. No hay tiempo que perder. Saint-Just no cesa de acosar a Robespierre.

– ¿De qué piensa acusarme?

– De nada y de todo. Desde haber apoyado a Orléans hasta haber tratado de salvar a Brissot y a la Reina.

– Lo de costumbre -dijo Danton-. ¿Qué me aconsejáis?

– La semana pasada te habría aconsejado que le plantaras cara. Pero ahora te recomiendo que trates de salvar el pellejo. Márchate cuanto antes.

– ¿Y tú, Camille?

Camille lo miró con tristeza.

– Mantuvimos una entrevista muy civilizada -contestó-. Estuvo muy amable. Incluso se tomó unas copas. Sólo bebe cuando… cuando trata de sofocar sus voces interiores, por así decirlo. Le pregunté por qué se negaba a hablar de ti, Danton, y contestó que eso era un tema sub judice. Creo que debes marcharte al extranjero.

– ¿Al extranjero? No. Cuando partí hacia Inglaterra en 1791 recuerdo que nos despedimos en el jardín de Fontenay y tú me insultaste. Éste es mi país. No me moveré de aquí. Un hombre no puede transportar a su patria en las suelas de los zapatos.

El aullido del viento resonaba en las chimeneas. Los perros de todas las granjas de la vecindad ladraban furiosamente.

– Solías referirte con frecuencia a la posteridad -dijo Camille-. Ahora te enfrentas a ella.

El chaparrón había dado paso a una persistente y grisácea llovizna que empapaba las casas y los campos.


En París, la luz difusa y oscilante de las farolas ilumina las calles. Saint-Just está sentado junto a las brasas del hogar, en una estancia débilmente iluminada. Tiene gustos espartanos, y los espartanos no son amigos del confort. Ha comenzado a redactar su informe, su lista de acusaciones; si Robespierre lo viera ahora lo rompería, pero dentro de unos días no vacilará en utilizarlo.

A veces Saint-Just se vuelve hacia la puerta, imaginando que ha entrado un intruso. Pero está solo. Es mi destino, se dice, que se está forjando en las sombras de esta habitación. Es el ángel de la guarda que me protegía cuando era niño. Es Camille Desmoulins, mirando por encima de mi hombro, burlándose de mi sintaxis. Se detiene un momento. Los fantasmas no existen, piensa, tratando de dominar su aprensión. Luego reanuda su tarea.

La pluma vuela sobre el papel, mientras escribe la larga lista de cargos con su curiosa y diminuta caligrafía.

XIII. Absolución condicional

(1794)

Cour du Commerce, 31 de marzo, 10 de Germinal.

– ¿Marat? -El bulto negro se movió levemente-. Lo lamento -dijo Danton, llevándose una mano a la cabeza-. Ha sido una estupidez.

Danton se sentó en una silla, incapaz de apartar la mirada de aquel desecho humano. La ciudadana Albertine iba envuelta en una serie de mugrientos chales y pañoletas, sin orden ni concierto. Hablaba con acento extranjero, aunque de ningún país que se hallara en un mapa.

– En cierto sentido -dijo-, no te equivocas. -Albertine alzó una esquelética mano y la introdujo entre sus ropas para indicar dónde latía su corazón-. Llevo a mi hermano aquí. Ya nunca nos separaremos.

Durante varios segundos, Danton no pudo articular palabra.

– ¿En qué puedo ayudarte? -preguntó al fin.

– No hemos venido para que nos ayudes -respondió Albertine con dureza. Tras detenerse unos instantes, como si estuviera escuchando, añadió-: Es el momento de atacar.

– ¿A quién?

– A Robespierre. Está en la Convención.

– No quiero más muertes sobre mi conciencia -contestó Danton levantándose de un salto, como si temiera que le persiguieran los fantasmas.

– Es su vida o la tuya. Debes acudir de inmediato a la Convención. Debes observar cómo habla y se mueve. Debes juzgar su estado de ánimo y prepararte para una enconada batalla.

– Muy bien, iré si eso te complace. Pero creo que te equivocas, ciudadana. No creo que Robespierre ni ninguno del comité se atreva a atacarme.

– ¿Conque no lo crees, eh? -replicó Albertine con voz burlona. A continuación se acercó a él, alzó su macilento rostro de labios gruesos, y preguntó-: ¿No me conoces? ¿Acaso nos hemos equivocado alguna vez?


Rue Saint Honoré.

– No me hagas perder el tiempo -dijo Robespierre-. Te he explicado mis intenciones antes de que se reuniera la Convención. Los documentos de la detención de Hérault y Fabre los tiene el fiscal. Puedes emitir una orden de arresto contra el diputado Philippeaux y el diputado Lacroix. Pero nadie más.

Saint-Just descargó un puñetazo sobre la mesa y bramó:

– Si dejas libre a Danton, no tardarás en ser detenido tú también. Te cortarán la cabeza antes de que transcurra una semana.

– No es necesario que te exaltes. Cálmate. Conozco a Danton. Siempre ha sido un hombre prudente, a quien le gusta sopesar los distintos aspectos de una situación. No hará nada a menos que se vea obligado. Sin duda sabe que tienes pruebas contra él, y se estará preparando para refutarlas.

– ¡Las refutará por la fuerza de las armas! -exclamó Saint-Just-. Habla con Philippe Lebas. Habla con el comité de Policía. Habla con cualquier patriota del Club de los Jacobinos, y te dirá lo mismo que yo.

Las encendidas mejillas de Saint-Just destacaban contra su pálido cutis, y sus ojos lanzaban destellos de ira. Parece gozar con esta situación, pensó disgustado Robespierre.

– Danton es un traidor contra la República -prosiguió Saint-Just-, un asesino, es incapaz de ceder. Si no actuamos hoy mismo, nos eliminará a todos para impedir que nos opongamos a él.

– Te contradices. Antes decías que Danton no era un republicano, que ha procurado complacer a todos los contrarrevolucionarios, desde Lafayette hasta Brissot. Ahora dices que es incapaz de ceder.

– Desvarías. ¿Crees que Danton merece andar suelto, tratando de hundir a la República?

Robespierre lo miró pensativo. Comprendía la naturaleza de esa república a la que acaba de referirse Saint-Just. No era la República delimitada por los Pirineos y el Rhin, sino una república del espíritu; no una ciudad de carne y piedras, sino el baluarte de la virtud, los dominios de los justos.

– No estoy seguro. No puedo tomar una decisión -dijo, contemplando las numerosas imágenes de sí mismo que colgaban de las paredes y que a su vez lo observaban a él-. ¿Philippe? -preguntó, volviéndose.

Philippe Lebas se detuvo en la puerta, entre la salita de estar y el salón de los Duplay.

– Hay algo que quizá te ayude a tomar una decisión -dijo.

– ¿Algo relacionado con Vadier, del comité de Policía? -preguntó Robespierre con aire escéptico.

– No, se trata de Babette.

– ¿Babette? ¿Pero está aquí?

– Pasa al salón, te lo ruego. No te entretendré mucho rato más. -Robespierre dudaba-. Por el amor de Dios -dijo Lebas enérgicamente-, ¿no querías saber si Danton merecía vivir o morir? Entra tú también Saint-Just.

– Muy bien -contestó Robespierre-. Pero en el futuro preferiría no hablar de estos asuntos en mi casa.

Todos los Duplay se hallaban presentes en el salón. Robespierre los miró detenidamente. En la estancia reinaba una profunda tensión que inmediatamente lo puso en guardia.

– ¿A qué viene esto? -preguntó-. No alcanzo a comprender…

Nadie dijo palabra. Babette estaba sentada ante la mesa grande, sola, como si se enfrentara a una comisión investigadora. Robespierre se inclinó y le dio un beso en la frente.

– De haber sabido que estabas aquí, habría cortado esa estúpida discusión para venir a saludarte. ¿Y bien?

Pero nadie respondió. Robespierre acercó una silla y se sentó junto a Babette. Esta le acarició la mano. Estaba encinta de cuatro o cinco meses y ofrecía un aspecto rollizo y satisfecho. Sólo tenía unos meses más que la joven esposa de Danton. Al mirarla, Robespierre se sintió alarmado.

Maurice estaba sentado en una banqueta junto al fuego, con la cabeza gacha, como si hubiera oído algo que le hubiera hecho sentirse humillado. De pronto alzó la vista, carraspeó y dijo:

– Has sido como un hijo para nosotros.

– Esto parece el tercer acto de un melodrama barato -contestó Robespierre, sonriendo y apretando la mano de Babette.

– Es muy duro para la chica -dijo Duplay.

– Estoy bien -respondió Elisabeth, sonrojándose y bajando la vista.

Saint-Just estaba apoyado contra la pared, con los ojos ligeramente entornados.

Philippe Lebas se colocó detrás de Babette y apoyó las manos en el respaldo de la silla.

– ¿Qué sucede, ciudadano Lebas? -inquirió Robespierre.

– Estabais hablando sobre el carácter del ciudadano Danton -dijo Babette suavemente-. No sé nada de política, porque no es un tema que nos incumbe a las mujeres.

– Puedes decir lo que gustes. En mi opinión, las mujeres son tan inteligentes como los hombres -contestó Robespierre, dirigiendo una venenosa mirada a Saint-Just, como desafiándole a que le contradijera. Saint-Just sonrió despectivamente.

– Quizá te interese saber lo que me ha sucedido.

– ¿Cuándo?

– Deja que te lo cuente a su manera -terció Duplay.

Babette retiró la mano de entre las de Robespierre y la apoyó sobre la mesa, en cuya pulida superficie se reflejaba suavemente su rostro.

– ¿Recuerdas cuando fui a Sèvres este otoño? -preguntó, dirigiéndose a Robespierre-. Mamá pensó que necesitaba respirar aire fresco, de modo que fui a pasar unos días a casa de la ciudadana Panis.

La ciudadana Panis era la respetable esposa de un diputado parisiense, Étienne Panis, un leal «montañés» con un brillante historial de servicio el 10 de agosto, el día en que la monarquía fue derrocada.

– Sí, aunque no recuerdo exactamente la fecha -contestó Robespierre-. Sería en octubre, o noviembre.

– El ciudadano Danton estaba también allí, con Louise, y se me ocurrió ir a visitarla. Supuse que se sentiría sola y que le gustaría charlar con alguien de su edad. La compadezco, sinceramente.

– ¿Por qué?

– Algunos dicen que él se casó con ella por amor, pero otros aseguran que lo hizo para tener una mujer que se ocupara de sus hijos y de su casa mientras él retoza con la ciudadana Desmoulins. Aunque la mayoría de la gente coincide en que la ciudadana Desmoulins está enamorada del general Dillon.

– Te estás desviando de la cuestión, Babette -dijo Lebas.

– Fui a verla, pero no estaba en casa. Me abrió la puerta el ciudadano Danton. Cuando quiere, sabe ser un hombre amable y encantador. Me dio lástima porque me pareció que se sentía solo, que no tenía con quién hablar. Louise es muy agradable pero poco inteligente. El caso es que me pidió que le hiciera compañía, y no pude negarme.

– Babette no se dio cuenta de que estaban solos en casa -dijo Lebas.

– No podía saberlo -replicó la joven-. Hablamos de varias cosas, sin que yo sospechara sus intenciones.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Robespierre.

– No te enfades conmigo -le suplicó Babette.

– ¿Por qué iba a enfadarme contigo? No debes temer nada. Imagino que Danton hizo algún comentario mientras conversaba contigo y te sientes obligada a informarme. Eres una buena chica y debes cumplir con tu deber. Nadie puede culparte por ello. Cuéntame lo que te dijo.

– No, no, te equivocas -terció la señora Duplay-. Max es tan bueno que no imagina lo perversas que son algunas personas.

Robespierre la miró irritado.

– Continúa, Babette -dijo, apoyando una mano sobre la suya.

– Vamos, cuéntale de una vez lo que sucedió -dijo el marido de Elisabeth.

– Me rodeó los hombros con el brazo. No quise hacer una escena, hubiera sido pueril… Luego metió la mano dentro de mi corpiño, pero pensé que… Al fin y al cabo, frecuenta a damas de la alta sociedad… Quiero decir que algunos lo han visto abrazar a la ciudadana Desmoulins en público, y no tiene importancia. No supuse que la cosa pasara de allí. De todos modos, traté de apartarme, pero es muy fuerte y… Dijo unas cosas que no me atrevo a repetir…

– Debes hacerlo -la instó bruscamente Robespierre.

– Dijo que quería demostrarme que era más agradable hacer el amor con un hombre experimentado que con un «robespierrista» virgen. Luego trató de… -Babette se cubrió el rostro con las manos y prosiguió con voz casi inaudible-: Por supuesto, yo me resistí. Él se rió y dijo que Eléonore no tenía tantos escrúpulos, que sabía cómo complacer a los hombres republicanos. Creo que en aquellos momentos perdí el conocimiento.

– No me parece necesario que continúe -dijo Lebas, apoyándose en el respaldo de la silla de Robespierre y clavando la vista en su cuello.

– No te coloques a mis espaldas -le ordenó éste bruscamente. Lebas no se movió. Robespierre miró a su alrededor como si buscara una esquina, un rincón donde refugiarse, mientras todos los Duplay lo contemplaban fijamente.

– ¿Qué hiciste cuando recobraste el sentido? -preguntó Robespierre a Babette-. ¿Dónde te encontrabas?

– En una habitación -contestó la joven con voz temblorosa-. Estaba medio desnuda, tenía la falda…

– No es necesario que entres en detalles -dijo Robespierre.

– Estaba sola. Me levanté y me arreglé un poco. No vi a nadie, de modo que salí corriendo.

– Para resumir, ¿pretendes decirnos que Danton te violó? -preguntó Robespierre.

– Yo me resistí, pero… -Babette se detuvo y rompió a llorar.

– ¿Qué pasó luego?

– ¿Luego?

– Supongo que regresarías a casa de Panis. ¿Qué dijo su esposa?

Babette lo miró con aire inocente mientras un grueso lagrimón resbalaba por su mejilla.

– Me advirtió que no debía contar a nadie lo sucedido, porque era muy peligroso.

– De modo que decidiste callar.

– Hasta ahora. Pensé que debía… -La joven empezó a sollozar de nuevo.

De improviso, Saint-Just se acercó a ella y le dio unas palmaditas en el hombro.

– Sécate las lágrimas y escucha atentamente, Babette -dijo Robespierre-. ¿Dónde estaban los sirvientes de Danton cuando sucedió eso? Debía de haber alguien en la casa.

– No lo sé. Pedí auxilio, pero no acudió nadie.

En aquel momento la señora Duplay, que había escuchado el relato de su hija en silencio y pacientemente, decidió intervenir.

– El problema, Max, aparte de la gravedad de lo sucedido, es que…

– Estoy seguro de que Max sabe contar con los dedos -la interrumpió Saint-Just.

Robespierre miró perplejo a Babette.

– De modo que en aquella fecha tú no sabías que… -dijo al cabo de unos minutos.

– No, ¿cómo iba a saberlo? -respondió la joven-. Quizá ya estuviera encinta. No estoy segura. Confío en que no sea hijo de él.

Ya estaba dicho. Todos lo habían pensado, pero ahora que ella lo había expresado de viva voz, dieron rienda suelta a su indignación.

Sólo él, Robespierre, consiguió dominarse. Era importante resistir la tentación de dejarse arrastrar por las emociones que se agitaban en su interior.

– Escucha, Babette -dijo-, esto es muy importante. ¿Te ha aconsejado alguien que me contaras esta historia?

– No, por supuesto que no. Nadie sabía nada hasta hoy.

– Si esto fuera un tribunal, Elisabeth, te formularía numerosas preguntas.

– Pero no es un tribunal -dijo Duplay-. Es tu familia. Hace tres años te encontré en la calle y te salvé la vida. Desde entonces te hemos cuidado como a un hijo. Tú y tus hermanos erais huérfanos, no teníais a nadie. Te hemos dado todo nuestro cariño.

– Es cierto.

Robespierre, derrotado, permaneció en su asiento a la cabeza de la mesa, observando a Elisabeth. La señora Duplay se apresuró a abrazar a su hija, que se echó a llorar desconsoladamente. Robespierre sintió que su llanto le traspasaba el corazón.

Saint-Just carraspeó y dijo:

– Lamento pedirte que me acompañes en estos momentos, pero el comité de Policía se reúne con nuestro comité dentro de una hora. He redactado un informe preliminar sobre Danton, pero debo ampliarlo…

– No podemos llevar este asunto ante un tribunal -dijo Robespierre, dirigiéndose a Duplay-. No es necesario. En el contexto de otros cargos, es una cuestión trivial. No actuarás como jurado en el proceso de Danton. Pediré a Fouquier que te exima de esa responsabilidad. No sería justo.

– Antes de marcharnos -dijo Saint-Just-, ¿te importaría subir y coger tus cuadernos?


Las Tullerías, a las ocho de la tarde.

– Hablemos sin rodeos, ciudadano Robespierre -dijo el Inquisidor.

Robespierre apartó la vista del rostro alargado y macilento de Vadier y observó sus singulares y afilados dedos mientras removía unos papeles sobre la mesa ovalada y tapizada de verde.

– En nombre de tus colegas y de los míos del comité de Policía -prosiguió Vadier-, te hablaré con toda claridad.

– Adelante -contestó Robespierre. Tenía la boca seca y le dolía el pecho. Notó que tenía sangre en la boca. Sabía lo que pretendían.

– Estarás de acuerdo conmigo en que Danton es un hombre muy poderoso -dijo Vadier.

– Sí.

– Y un traidor.

– ¿Por qué me lo preguntas? El Tribunal es quien debe juzgarlo.

– El proceso es un asunto arriesgado.

– Efectivamente.

– Es necesario tomar todas las precauciones posibles.

– Sí.

– Hay que tener presentes todas las circunstancias que puedan incidir negativamente en el mismo.

Vadier interpretó el silencio de Robespierre como señal de asentimiento. Lentamente, como un animal primitivo, el Inquisidor encogió sus dedos parecidos a unas garras y descargó un puñetazo sobre la mesa.

– ¿Cómo quieres que dejemos libre a ese periodista aristócrata? Si Danton se ha comportado como un traidor desde 1789, ¿cómo quieres que exoneremos a su mejor amigo? Antes de la Revolución, sus amigos eran el traidor Brissot y el traidor D’Églantine. No, no me interrumpas. No tiene tratos con Mirabeau, pero inopinadamente se instala en su casa de Versalles. Durante varios meses -los meses en los que Mirabeau maquinó su conspiración- se separa de él. Es un hombre sin fortuna, un desconocido, pero de pronto aparece todas las noches invitado en casa de Orléans. Fue el secretario de Danton durante su nefasto mandato en el Ministerio de Justicia. Es un hombre rico, o al menos vive como tal, y su vida privada es un escándalo.

– Sí -contestó Robespierre-, y condujo al pueblo el 12 de julio. Él provocó la revuelta e hizo caer la Bastilla.

– ¿Cómo puedes exonerar a ese hombre hacia el que la masa, confundida, experimenta un sentimiento de afecto? -gritó Vadier enfurecido-. ¿Crees que puedes dejarlo en libertad mientras su amigo Danton es juzgado? ¿Crees que puedes dejarlo en libertad sólo porque en una ocasión, hace años, lograsteis que se dirigiera a la multitud y la convenciera?

– No, ése no es el motivo -terció Saint-Just-. El motivo es que Robespierre también experimenta un sentimiento de afecto hacia él. Según parece, antepone sus sentimientos personales al bienestar de la República.

– Camille se ha burlado de ti -afirmó Billaud.

– Me estás calumniando, Saint-Just -respondió Robespierre-. No antepongo nada al bienestar de la República. Soy incapaz de tal cosa.

– Permíteme decir algo. -Vadier abrió los puños y extendió las manos sobre la mesa-. Nadie, ni siquiera un admirable patriota como tú, puede oponerse a la voluntad del pueblo. Todos estamos contra ti. Te has quedado solo. Debes rendirte ante la mayoría, de lo contrario, tu carrera habrá terminado en estos momentos, en esta habitación.

– Firma la orden de arresto, ciudadano Vadier -dijo Saint-Just-, y entrégamela.

Vadier alargó la mano pero Billaud se precipitó como una serpiente sobre su presa, cogió la pluma y estampó su firma en el documento.

– Quería ser el primero en firmarlo -dijo su amigo Collot.

– ¿Acaso porque su jefe, Danton, era un tirano? -preguntó Robert Lindet.

Vadier cogió el papel, lo firmó y se lo pasó a Rühl, del comité de Policía, pero éste sacudió la cabeza.

– Está senil -observó Collot-. Deberían expulsarlo del Gobierno.

– Es un poco duro de oído -dijo Collot-. Fírmalo, Rühl.

– Aunque sea viejo, no podéis obligarme a firmar ese papel amenazándome con poner fin a mi carrera. No creo que Danton sea un traidor.

– Es posible que tu carrera termine antes de lo que imaginas.

– No me importa -replicó Rühl.

– Entonces entrégame ese papel -dijo Lebas, irritado-, y no perdamos más tiempo.

Carnot lo cogió, lo examinó con aire pensativo y dijo:

– Firmaré por el bien de la unidad de los comités. Es el único motivo que me impulsa a ello. -Tras estampar su firma, pasó el documento a Lebas y añadió-: Dentro de unas semanas, caballeros, tres meses a lo sumo, lamentaréis que Danton ya no pueda arengar a las masas. Si lo condenáis, entraréis en una nueva fase de la historia, una fase para la cual no creo que estéis preparados. Os aseguro que os sentiréis tan impotentes y desesperados que recurriréis a brujos y adivinos.

– Rápido, dame ese papel -dijo Collot, arrebatándoselo a un miembro del comité de Policía y firmándolo-. Toma, Saint-Just, fírmalo tú ahora.

Robert Lindet se apresuró a coger la orden de arresto y pasársela a su vecino de mesa. Saint-Just lo miró enojado.

– No -dijo Lindet secamente.

– ¿Por qué?

– No estoy obligado a explicarte mis razones.

– En ese caso no tenemos más remedio que sospechar de ellas -dijo Vadier.

– Lo lamento. Soy el encargado de abastos. Mi misión es alimentar a los patriotas, no asesinarlos.

– No es necesario que haya unanimidad -dijo Saint-Just-. Habría sido deseable, pero no es imprescindible. Sólo faltan dos firmas, aparte de los que se han negado a firmar. Te toca a ti, ciudadano Lacoste. Después de haber firmado el papel entrégaselo a Robespierre y acércale el tintero.


Los comités de Salvación Pública y de Seguridad General decretan que Danton, Lacroix (del département de Eure-et-Loire), Camille Desmoulins y Philippeaux, todos ellos miembros de la Convención Nacional, sean arrestados y conducidos a la prisión de Luxemburgo, donde permanecerán recluidos en celdas individuales hasta el momento de ser juzgados. Ordenamos al alcalde de París que ejecute de inmediato el presente decreto.


En la Cour du Commerce, a las nueve de la tarde.

– Un momento -dijo Danton-. Deseo presentaros.

– Danton…

– Insisto. Querida, te presento a Fabricius Pâris, un viejo amigo y secretario del Tribunal.

– Encantado de conocerla -se apresuró a decir Pâris-. Su marido me consiguió el trabajo.

– Y por eso estás aquí. Como verás, querida, inspiro una profunda lealtad a mis amigos.

Pâris estaba visiblemente nervioso.

– Como sabes, acudo todas las tardes al comité para recoger las instrucciones del día siguiente -dijo. Luego se volvió hacia Louise y añadió-: Me refiero a las instrucciones del Tribunal, que posteriormente entrego a Fouquier. -Louise asintió-. Al llegar, comprobé que la puerta estaba cerrada, lo cual me extrañó. Supuse que tenía el deber de informar a un patriota de lo que se estaba cocinando, de modo que, como conozco bien el edificio, entré por una puerta trasera y miré por el ojo de la cerradura…

– Continúa -dijo Danton-. Miraste por el ojo de la cerradura y luego aplicaste el oído, y viste y oíste a Saint-Just acusándome de traidor.

– ¿Cómo lo sabes?

– Es lógico.

– Todos escuchaban en silencio las mentiras de ese canalla.

– ¿Qué es exactamente lo que se propone? ¿Acaso han firmado una orden de arresto contra mí?

– No vi ningún papel. Saint-Just dijo que quería denunciarte ante la Convención, en tu presencia.

– Muy bien -contestó Danton-. De modo que quiere comparar sus dotes de orador con las mías. ¿Quiere comparar también su experiencia y su protagonismo en la Revolución? Perfecto -añadió, dirigiéndose a Louise-. Es precisamente lo que yo quería. Ese imbécil ha decidido desafiarme en mi propio terreno. Gracias por la información, Pâris.

El secretario del Tribunal lo miró desconcertado.

– ¿Querías obligarlo a adoptar esa postura?

– Será un placer hundir a ese hijo de puta.

– Supongo que permanecerás toda la noche en vela redactando un discurso -dijo Louise.

– Mi esposa todavía no conoce mis métodos -respondió Danton, soltando una carcajada-. Pero tú sí los conoces, ¿no es cierto, Pâris? No necesito escribir un discurso, amor mío, soy perfectamente capaz de improvisarlo.

– Pero imagino que redactarás por anticipado un resumen del mismo para la prensa, incluyendo lo de «tumultuosos aplausos»…

– Veo que vas aprendiendo -contestó satisfecho Danton. Luego se volvió hacia Pâris y le preguntó-: ¿Mencionó Saint-Just a Camille?

– Lo ignoro. En cuanto comprendí lo que se traían entre manos en el comité, me apresuré a venir a informarte. Supongo que Camille no corre peligro.

– Esta tarde fui a la Convención, pero me marché enseguida. Lo vi charlar con Robespierre.

– Sí, tengo entendido que los dos se comportaron con gran cordialidad. ¿Crees que es posible que…? -Pâris se detuvo. Era difícil preguntarle a alguien si creía que su mejor amigo había renegado de él.

– Mañana, en la Convención, le obligaré a enfrentarse a Saint-Just. Imagínate el cuadro. Nuestro hombre, la viva imagen de la rectitud, comportándose como si acabara de devorar un filete, y Camille burlándose de él y refiriéndose a 1789. Un truco barato, pero al público en la galería le entusiasmará. Eso pondrá furioso a Saint-Just (cosa nada sencilla, dado que cultiva esa imagen de estatua griega), pero te garantizo que Camille lo conseguirá. En cuanto nuestro hombre empiece a bramar, Camille adoptará un aire de impotencia. Eso hará que Robespierre se ponga en pie y entre todos montaremos una emotiva escena. Estoy seguro de que ganaré yo. Iré enseguida a ver a Camille… No, lo planificaremos todo mañana. Es mejor que lo deje en paz en estos momentos. Ha recibido malas noticias de casa. Ha muerto un familiar suyo.

– ¿Su padre?

– No, su madre.

– Lo lamento -dijo Pâris-. En tal caso, puede que Camille no esté de humor para esos juegos. ¿No sería preferible que adoptaras una estrategia menos arriesgada, Danton?


Rue Marat, a las nueve y media de la tarde.

– Hubiera regresado a casa enseguida -dijo Camille-. ¿Por qué no me dijo mi padre que mi madre estaba enferma? Vino a verme, se sentó en esa silla que ocupas tú ahora. No me dijo una palabra.

– Quizá no quería disgustarte. Quizá creían que se recuperaría.

Un día, hacia finales del año pasado, se había presentado un desconocido, un hombre distinguido de unos sesenta años, delgado, con aire distante y una abundante cabellera gris. Lucile había tardado unos minutos en comprender de quién se trataba.

– Mi padre jamás ha procurado evitarme disgustos -respondió Camille-. En realidad, mis sentimientos (y los de los demás) le tienen sin cuidado.

Había sido una breve visita, de un par de días de duración. Jean-Nicolas fue a verlo porque había leído El viejo cordelier y deseaba decir a su hijo lo mucho que le había gustado y lo mucho que le admiraba a él; quizás incluso que le echaba de menos, que quería que fuera a visitarlos de vez en cuando.

Pero cuando trató de hacerlo se apoderó de él una profunda turbación, como una jovencita sonrojándose ante un pretendiente. Mientras su hijo le miraba desconcertado, se le formó un nudo en la garganta y no pudo articular palabra.

Fue uno de los peores ratos que Lucile había pasado en su vida. Fabre también estuvo presente, quejándose de todo, como de costumbre. Pero al ver al anciano señor Desmoulins tratando en vano de expresar sus sentimientos, se emocionó. Lucile y Camille le vieron enjugarse una lágrima. Hubiera sido más lógico que hubieran llorado ellos, dijo más tarde Fabre, no les faltaban motivos para sentirse disgustados. Cuando Jean-Nicolas cesó al fin de esforzarse en hablar, padre e hijo se abrazaron breve y fríamente. «Creo que ese hombre tiene un grave defecto en el corazón», dijo Fabre más tarde, cuando todo hubo pasado.

Hubo otro aspecto relacionado con la visita que ni siquiera Fabre se atrevió a mencionar, el aspecto de «¿serás capaz de sobrevivir a ello?».

– Es curiosa la relación que existe entre Georges-Jacques y su madre -comentó Camille-. Puede que ella sea una arpía insoportable, pero se llevan divinamente. Lo mismo que tú y tu madre.

– Somos uña y carne -respondió Lucile secamente.

– En cambio, nadie diría que estoy emparentado con mi madre -prosiguió Camille-. Quizá Jean-Nicolas me encontró debajo de un arbusto. Durante toda mi vida he intentado en vano complacerlo, aunque no desespero de conseguirlo algún día. Aquí me tienes, padre, he cumplido diez años y leo a Aristófanes con la misma facilidad que mis hermanas leen cuentos infantiles. Muy bien, ¿pero por qué nos ha enviado Dios un hijo tartamudo? Mira, padre, he aprobado todos los exámenes habidos y por haber, ¿estás satisfecho? Sí, ¿pero cuándo vas a empezar a ganarte la vida? ¿Recuerdas, padre, que siempre me hablabas de la necesidad de organizar una revolución? Pues acabo de ponerla en marcha. Te felicito, pero ése no es el futuro que habíamos previsto para ti; además, ¿qué dirán los vecinos? -Camille sacudió la cabeza con tristeza y añadió-: Cuando pienso en la cantidad de cartas que le he escrito… Podría haberme dedicado a aprender el arameo o algo más provechoso, como el sistema que había ideado Marat para ganar a la ruleta.

– No sabía que hubiera inventado un sistema para ganar a la ruleta -respondió Lucile.

– Sí, pero como tenía ese aspecto tan infame no le dejaban entrar en los casinos.

Ambos permanecieron unos minutos en silencio tras haber agotado el tema de la madre de Camille. Él no la conocía, ella no conocía a su hijo. Eso era precisamente lo que le desesperaba a él, la sensación de no haber tenido una segunda oportunidad para estrechar sus lazos con ella.

– La vida es un juego complicado -dijo Lucile-. Me acuerdo con frecuencia de Hérault. Hace dos semanas que lo encerraron en la cárcel. Sabía que iban a arrestarlo. ¿Por qué no se fugó?

– Es demasiado orgulloso.

– Lo mismo que Fabre. ¿Es cierto que van a arrestar a Lacroix?

– Eso dicen. Y a Philippeaux. Uno no puede desafiar impunemente al comité.

– Pues tú los has desafiado. Llevas cinco meses atacando al comité.

– Sí, pero Max me respalda -contestó Camille-. No pueden tocarme aunque quieran. No pueden hacer nada sin su aprobación.

Lucile sintió un escalofrío y se arrodilló ante el hogar.

– Mañana les pediré que nos manden más leña de la granja -dijo.


Cour du Commerce.

– El diputado Panis está aquí -dijo Louise, profundamente alarmada.

Era la una menos cuarto de la mañana del 12 de Germinal. Danton llevaba puesta una bata.

– Discúlpame, ciudadano. Los sirvientes están acostados y nosotros nos disponíamos también a retirarnos. Acércate al fuego, hace frío fuera. -Danton se arrodilló ante la chimenea.

– No te preocupes por eso -dijo Panis-. Van a arrestarte.

– ¡Cómo! -exclamó Danton-. Estás confundido. Fabricius Pâris ha venido a verme.

– No sé lo que te habrá dicho, pero no estaba presente en la reunión de los dos comités. Lindet estaba allí. Fue él quien me envió. Han emitido una orden de arresto contra ti. No van a permitirte que te defiendas ante la Convención. Jamás volverás a aparecer ante ella. Irás directamente a la cárcel, y de allí al Tribunal.

Danton guardó silencio durante unos momentos, pálido y desconcertado.

– Pero Pâris oyó decir a Saint-Just que quería enfrentarse a mí en la Convención.

– Es cierto, pero lo convencieron de que no era aconsejable. Sabían los riesgos que ello entrañaba y no estaban dispuestos a permitir que se expusiera. No son unos novatos, saben que eres capaz de provocar un tumulto en la galería reservada al público. Saint-Just estaba furioso, según dijo Lindet. Salió indignado y… -Panis no terminó la frase.

– Continúa.

– Arrojó el sombrero al fuego -dijo Panis, reprimiendo una sonrisa.

– ¿Qué? -contestó Danton. Su mirada se cruzó con la del diputado, y estallaron en carcajadas.

– Su sombrero se convirtió en humo en pocos minutos -dijo Lindet-. Estuvo a punto de arrojar también sus notas, pero un caritativo patriota se apresuró a arrebatárselas de las manos antes de que fueran pasto de las llamas. Fue un momento glorioso.

– ¡Mira que arrojar su sombrero al fuego! Ojalá hubiera estado presente Camille -dijo Danton.

– Sí -contestó el diputado-, se hubiera divertido mucho.

De pronto Danton recordó que no era momento para bromas.

– ¿Dices que han firmado una orden de arresto contra mí? ¿Robespierre también?

– Sí. Lindet dice que procures aprovechar la última oportunidad que te queda. Márchate de casa antes de que se presenten. Adiós, debo ir a informar a Camille.

Danton sacudió la cabeza.

– Déjalo que duerma tranquilo, ya se enterará mañana. Esto será un golpe muy duro para él. Tendrá que enfrentarse a Robespierre, y no sabrá qué decirle.

– ¿Pero es que no lo comprendes? -preguntó Panis-. No tendrá ocasión de hablar con Robespierre. Van a encerrarlo también en la cárcel.

Louise lo vio desplomarse en un sillón y cubrirse los ojos con la mano.


El reloj dio las dos.

– Confiaba en que ya te hubieras marchado -dijo Lindet-. ¿Qué demonios te has propuesto, Danton? ¿Es que quieres ayudarlos a destruirte?

– Es increíble -contestó Danton, observando las brasas que ardían en la chimenea-. No puedo creer que haya ordenado que arresten a Camille. Esta tarde los vi hablar, y Robespierre estaba muy animado y sonriente… ¡El muy hipócrita!

Louise se había vestido apresuradamente y permanecía sentada discretamente en un rincón. Mientras observaba a través de las lágrimas a su marido, que parecía hundido e impotente, oía una voz en su interior que repetía con insistencia: «No temas, a ti no te harán nada.»

– Supuse que me permitirían hablar ante la Convención. ¿Acaso no les recordó Lindet que ésta debe autorizar la detención de sus miembros, suprimir nuestra inmunidad?

– Por supuesto. El mismo Robespierre se lo recordó. Pero Billaud contestó que obtendrían la autorización en cuanto te hubieran encerrado. Estaban muy asustados, Danton. Cerraron las puertas a cal y canto, y se comportaron como si temieran que aparecieras de improviso.

– Pero ¿qué dijo Robespierre sobre Camille?

– Sentí lástima de él -contestó Lindet-. Lo acosaron implacablemente. No le dieron alternativa. El pobre desgraciado cree que debe permanecer vivo para proteger la República. Aunque, después de lo sucedido, no creo que le queden muchas ganas de vivir.

– Marat fue obligado a comparecer ante el Tribunal -dijo Danton-. Lo arrestaron los girondinos, pero el Tribunal lo absolvió y las gentes lo transportaron a hombros por las calles en olor de multitudes.

– Cierto -dijo Lindet.

Pero en aquellos días, pensó, el Tribunal defendía su independencia. Marat tuvo un juicio justo, pero tú no tendrás un juicio justo. Sin embargo, no dijo nada.

– No pueden amordazarme -dijo Danton, tratando de animarse-. Pueden arrestarme, pero tendrán que dejarme hablar. Muy bien, estoy preparado para enfrentarme a ellos.

Lindet se puso en pie, y Danton le dio una palmada en el hombro.

– Ya veremos qué cara ponen esos cabrones cuando haya terminado con ellos.


Rue Marat, a las tres de la mañana. Camille había empezado a hablar, en unos murmullos apenas audibles, pero con fluidez, sin titubeos, como si una parte de su mente se hubiera liberado. Lucile había cesado de llorar y permanecía inmóvil, observándolo como atontada, en ese estado hipnótico que sucede a una fuerte conmoción. Su hijo dormía en una habitación contigua. No se percibía ningún ruido de la calle ni en la habitación, salvo los murmullos que emitía Camille. La única luz provenía de una vela. Es como si estuviéramos aislados del resto del mundo, pensó Lucile.

– En 1789 estaba convencido de que moriría a manos de algún aristócrata. Me habría convertido en un mártir de la libertad y lo hubieran publicado los periódicos. Luego, en 1792, creí que vendrían los austriacos y me pegarían un tiro; todo habría terminado y yo sería un héroe nacional. -Camille se detuvo y se llevó una mano al cuello-. Danton dice que no le importa lo que piensen de él los que vengan después de nosotros. En cambio a mí me gustaría que tuvieran una buena opinión de mí. Pero no creo que lo consiga. ¿Tú qué opinas?

– No lo sé -respondió Lindet.

– Después de todo lo que hemos vivido… Morir acusado de no ser un patriota, de ser un contrarrevolucionario… Es muy duro, no lo soporto. ¿Me ayudarás a escapar, Robert?

Lindet dudó unos instantes antes de responder.

– No hay tiempo.

– Lo sé, ¿pero estás dispuesto a ayudarme?

– No, creo que no -contestó Lindet suavemente-. Nos sacrificarían a los dos. Lo lamento, Camille.

Al despedirse de Lucile, Lindet la abrazó y dijo:

– Vete a casa de tus padres. Es preferible que abandones esta vivienda. -De pronto se volvió hacia Camille y le preguntó-: ¿Lo decías en serio? ¿Estás dispuesto a huir? ¿Prometes hacer cuanto te ordene sin desfallecer?

– No, sólo te estaba poniendo a prueba -contestó Camille.

– ¿Por qué?

– Da lo mismo. Has pasado la prueba -respondió Camille, bajando la vista.

Robert tenía cincuenta años, y su enjuto rostro de administrador delataba su edad. Lucile se preguntó cómo había conseguido sobrevivir.


– Está a punto de amanecer -dijo Lucile-. Todavía no se ha presentado nadie.

Aún confía -la esperanza se aferra a su cuello como si fuera a estrangularla, sobresaltándola ante el menor ruido- en que Robespierre haya cambiado de parecer, que haya tenido el valor de enfrentarse a ellos.

– He escrito a Conejo -prosigue Lucile-. No te lo había dicho. Le rogué que volviera para ayudarnos.

– ¿Te ha contestado?

– No.

– Confía en que cuando yo haya muerto te casarás con él.

– Eso mismo dijo Louise.

– ¿Y qué sabe ella?

– Nada. ¿Por qué le pusiste el apodo de «Conejo»?

– ¿Es posible que la gente todavía sienta curiosidad por saber por qué le llamo Conejo?

– Sí.

– No existe ningún motivo especial.

Lucile oyó de pronto los pasos de una patrulla, y pocos instantes después se detuvieron frente al edificio. Puede que sea simplemente la patrulla nocturna, pensó. Pero se equivocaba.

– Me alegro de que Jeanette no esté en casa esta noche -dijo Camille, levantándose-. Han llamado a la puerta. Iré a abrir.

Lucile se puso en pie y permaneció en medio de la habitación. Las rodillas le temblaban y no podía articular palabra.

– ¿Me buscan a mí? -preguntó Camille.

Lucile le miró. Recordaba el 10 de agosto cuando, después de la muerte de Suleau, Camille regresó a casa para lavarse y cambiarse de ropa antes de salir de nuevo y confundirse con la airada multitud.

– Tiene la obligación de preguntarme mi nombre -dijo Camille al oficial-. Debe preguntarme: «¿Es usted Camille Desmoulins, periodista de profesión y diputado de la Convención Nacional?» Es una medida prudente para evitar cualquier confusión de identidad.

– Mire, es muy temprano -replicó el oficial-. Sé perfectamente quién es usted. Aquí tiene la orden de arresto, por si desea examinarla.

– ¿Puedo despedirme de mi hijo?

– Sólo si nos permite acompañarlo a su habitación.

– No quiero despertarlo. ¿Me permite unos instantes a solas con mi familia?

Los guardias se apostaron junto a las puertas y ventanas.

– La semana pasada -dijo el oficial-, un individuo me pidió que le dejara ir a besar a su hija y se saltó la tapa de los sesos. Otro que vivía al otro lado del río se arrojó por la ventana de un cuarto piso y se partió el cuello.

– No comprendo por qué se tomó la molestia -dijo Camille-, cuando el Estado lo hubiera hecho por él.

– Espero que no nos cause ningún problema -dijo el oficial.

– Descuide -contestó Camille.

– Coge unos libros para que no te aburras -dijo Lucile, tratando de mostrarse fuerte y valiente.

– Sí, es una buena idea.

– Apresúrese -dijo el oficial, apoyando la mano en el brazo de Camille.

– ¡No! -exclamó Lucile, arrojándose en los brazos de su marido y besándole.

– Vamos -dijo el oficial-. Apártese, ciudadana.

Pero Lucile se abrazó con fuerza al cuello de Camille, negándose a soltarte. Tras unos instantes de forcejeo, el oficial consiguió apartarla, pero ella se volvió y le asestó un puñetazo en la mandíbula. Sintió la sacudida de un impacto, y súbitamente cayó al suelo fulminada. Me han aplastado como a una mosca, como a un bicho, pensó. Me han matado.

Estaba sola. Los guardias se habían llevado a Camille. Lucile se incorporó. No estaba herida. Cogió un cojín del sofá y lo estrechó entre sus brazos mientras se balanceaba suavemente. Deseaba gritar, pero el grito que quería proferir, las palabras de amor que quería pronunciar, se quedaron atascados en su garganta. ¿Qué sucederá ahora?, se preguntó. Tenía que vestirse. Tenía que escribir unas cartas y enviarlas. Iría a ver a todos los diputados, a los miembros de todos los comités. Tenía que actuar rápidamente, pensó, mientras seguía sentada en el suelo, balanceándose de un lado al otro. Existe el mundo auténtico y un mundo de sombras chinescas; el mundo de la libertad y la fantasía y el mundo real, en el que observamos año tras año a las personas que amamos mientras tratan de liberarse de sus cadenas. Al cabo de un rato se levantó del suelo, sintiendo que los grilletes le atenazaban los tobillos. Estoy ligada a ti para siempre, pensó.


A pocos pasos de allí, en la Cour du Commerce, Danton echó una ojeada a la orden de arresto. Tenía prisa. No pidió permiso para despedirse de sus hijos y besó brevemente a su esposa en la cabeza.

– Cuanto antes me marche, antes regresaré -dijo-. Nos veremos dentro de un par de días.

Tras esas palabras, salió escoltado por los guardias.


A las ocho de la mañana, en las Tullerías.

– ¿Querías vernos? -preguntó Fouquier-Tinville.

– Sí -contestó Saint-Just, sonriendo.

– Creíamos que íbamos a entrevistarnos con Robespierre -dijo Hermann.

– No, ciudadano presidente, conmigo. ¿Alguna objeción? -preguntó Saint-Just, sin invitarles a sentarse-. A primeras horas de la mañana hemos arrestado a cuatro personas: Danton, Desmoulins, Lacroix y Philippeaux. He redactado un informe sobre el caso que entregaré hoy mismo a la Convención. Deseo que dejéis lo que tengáis entre manos y que iniciéis de inmediato los preparativos del juicio. Es urgente.

– Un momento -protestó Hermann-. ¿Qué clase de procedimiento es este? La Convención todavía no ha autorizado los arrestos.

– Es una simple formalidad. Supongo que no irás a pelearte conmigo sobre ese detalle -contestó Saint-Just.

– ¿Pelearme contigo? Permíteme que te recuerde la situación. Todo el mundo sabe, aunque nadie puede probarlo, que Danton ha aceptado sobornos. Todos sabemos también, y las pruebas abundan, que Danton derrocó a Capeto, instituyó la República y nos salvó de la invasión. ¿De qué vas a acusarlo? ¿De falta de fervor?

– Si dudas de que existen cargos muy graves contra Danton puedes examinar esos papeles -respondió Saint-Just, indicándole unos documentos que yacían en la mesa-. Como verás, algunos párrafos están escritos por Robespierre y otros por mí. Puedes pasar por alto los párrafos de Robespierre que se refieren a Camille Desmoulins. Son meros pretextos. Cuando hayas terminado de leer los tacharé.

– Eso es una sarta de mentiras, es absurdo -afirmó Hermann, tras revisar los documentos.

– Es lo de siempre -contestó Fouquier-. Conspiró con Mirabeau, con Orléans, con Capeto y con Brissot. Estamos acostumbrados a resolver esas situaciones. De hecho, fue Camille quien nos enseñó cómo hacerlo. La semana que viene, si los jueces emiten rápidamente un veredicto, podremos añadir «conspiró con Danton». En cuanto muere uno de ellos, el haber tenido tratos con él se convierte en un crimen imperdonable.

– ¿Qué vamos a hacer cuando Danton se ponga a actuar para el público de la galería?

– Si es necesario, lo amordazaremos.

– ¡Qué dramático! -exclamó Fouquier-. Según tengo entendido, los cuatro acusados son letrados.

– Vamos, ciudadano, no te desanimes -dijo Saint-Just-. Siempre has sabido estar a la altura de las circunstancias. Me refiero a que siempre has demostrado tu lealtad hacia el comité.

– Sí. Tú eres el Gobierno -respondió Fouquier.

– Si no recuerdo mal, Camille está emparentado contigo, ¿no es cierto?

– Sí. Creí que también era pariente tuyo.

– No, no lo creo -le contestó Saint-Just, frunciendo el entrecejo-. Confío en que ese hecho no influya en tu ánimo.

– Siempre procuro cumplir mi trabajo lo mejor que puedo -replicó Fouquier secamente.

– No me cabe duda.

– Por tanto te agradecería que no volvieras a sacar esa circunstancia a colación.

– ¿Te cae bien Camille? -le preguntó Saint-Just.

– ¿A qué viene esa pregunta? Creí que habíamos acordado que nuestro parentesco no influía para nada en el caso.

– No importa, déjalo. No es necesario que respondas. Como bien recordaréis, os he dicho que se trataba de un asunto muy urgente -insistió Saint-Just.

– Sí -contestó Hermann-. El comité tendrá que apresurarse.

– El juicio debe comenzar mañana o pasado mañana. Preferiblemente mañana.

– ¿Te has vuelto loco? -preguntó Fouquier.

– No me gusta ese tono -replicó Saint-Just.

– Pero las pruebas, las acusaciones…

Saint-Just señaló con el dedo los documentos que yacían ante él, sobre el escritorio.

– Los testigos… -dijo Hermann.

– ¿Para qué necesitamos testigos? -replicó Saint-Just, impaciente-. Está bien, reúne a unos cuantos.

– ¿Cómo podemos a citar a los testigos si no sabemos a quién van a llamar al estrado?

– Te aconsejo que no permitas que declare ningún testigo de la defensa -dijo Saint-Just, dirigiéndose a Hermann.

– Una pregunta -dijo Hermann-. ¿Por qué no envías a unos asesinos para que los mate en sus celdas? No soy un dantonista, pero esto es un asesinato a sangre fría.

– Vamos -contestó Saint-Just, enojado-, te quejas de que el tiempo apremia, y luego lo malgastas con cuestiones frívolas. No he venido a responder a esas ridiculeces. Sabes de sobra la importancia que tienen esos asuntos ante la opinión pública. Bien, las siguientes personas serán acusadas junto con las otras cuatro que ya he citado. Hérault, Fabre…

– Los documentos ya están listos -respondió con tono seco Fouquier.

– Chabot, el estafador, y sus socios Basire y Delaunay, ambos diputados…

– Para desacreditarlos -dijo Hermann.

– Así es -respondió Fouquier-. Los mezclaremos con los políticos, los estafadores y los ladrones. La gente supondrá que si juzgamos a uno de ellos por fraude, los demás deben de ser de su misma calaña.

– ¿Me permites que prosiga? Añadiremos el grupo de extranjeros: los hermanos Frei, el banquero español Guzmán y el hombre de negocios danés, Diedrichsen. Ah, olvidaba al abad D’Espanac, el proveedor del Ejército. Los cargos son conspiración, fraude, especulación monetaria, tratos con potencias extranjeras, etcétera. Lo dejo en tus manos, Fouquier. Disponemos de multitud de pruebas contra todos ellos.

– Excepto contra Danton.

– Ése es tu problema. A propósito, ciudadano, ¿sabes lo que es eso?

– Por supuesto -respondió Fouquier, contemplando unos papeles que le indicaba Saint-Just-. Son unas órdenes de arresto en blanco, firmadas por el comité. Un sistema un tanto arriesgado, si se me permite decirlo.

Saint-Just anotó un nombre en cada uno de los documentos.

– ¿Quieres examinarlos ahora? -inquirió, sosteniéndolos con dos dedos y agitándolos para que la tinta se secara-. Ese es tuyo, Hermann, y ese para ti, fiscal -añadió sonriendo. A continuación los dobló y los guardó en el bolsillo interior de la casaca-. Es por si algo sale mal durante el juicio.


La sesión de la Convención Nacional se abre en medio de un tumulto. El primero en ponerse de pie es Legendre. Su rostro denota tensión. Quizá los ruidos de la calle lo despertaron temprano.

– Anoche fueron arrestados ciertos miembros de la asamblea. Danton fue uno de ellos. No estoy seguro de quiénes fueron los otros. Exijo que los miembros de la Convención que se hallan detenidos sean conducidos aquí, para ser acusados o absueltos por nosotros. Estoy convencido de que las manos de Danton están tan limpias como las mías…

Un murmullo recorre la cámara, mientras todos giran la cabeza hacia la puerta. El presidente Tallien observa a los miembros de los comités que acaban de entrar. El rostro de Collot tiene un aire fláccido, inexpresivo; no suele asumir el aire de un personaje concreto hasta que comienza la representación de la jornada. Saint-Just luce una casaca con botones dorados y sostiene un montón de papeles en la mano. Una sensación de nerviosismo se apodera de los diputados. He aquí al comité de Policía: Vadier, con su rostro pálido y alargado y sus ojos hundidos, Lebas, con expresión firme y resuelta. A continuación, en medio del silencio, como un gran trágico haciendo su entrada triunfal, aparece el ciudadano Robespierre, el Incorruptible. De pronto se detiene unos instantes en el pasillo entre los escaños, como si vacilara, hasta que uno de sus colegas le da un empujoncito.

Tras subir a la tribuna apoyó las manos sobre sus notas y guardó silencio durante unos segundos, mirando a su alrededor y deteniéndose una fracción de segundo en los rostros de quienes recelaba.

Luego empezó a hablar, lenta y pausadamente. Citó el nombre de Danton como si éste conllevara algún privilegio. Pero a partir de ahora nadie gozaría de privilegios; los ídolos de barro estaban condenados a caer irremisiblemente. Al cabo de un rato se detuvo, se quitó las gafas y dirigió a Legendre una mirada glacial, típica de los miopes. Legendre se estrujó sus grandes manos de carnicero, capaces de esgrimir un hacha y matar a un buey, hasta que los nudillos se tornaron blancos. De pronto se puso en pie y comenzó a balbucear, tratando de justificarse. «Quienquiera que demuestre temor es culpable», declaró Robespierre. Luego abandonó la tribuna mientras en sus delgados y pálidos labios se dibujaba una sonrisa -o una mueca- de desdén.

Saint-Just leyó durante dos horas su informe sobre las intrigas de la facción de los dantonistas. Había imaginado, al redactarlo, que tenía ante sí al acusado; no había rectificado ni una coma. Si Danton hubiera estado frente a él, la lectura de dicho informe habría estado amenizada por los gritos y protestas de los simpatizantes de Danton que ocupaban la galería, así como del propio Danton; pero Saint-Just siguió leyendo tranquilamente, en medio de un silencio sepulcral. Leía sin pasión, con voz monótona, sin apartar la vista de los papeles que sostenía en la mano izquierda. De vez en cuando alzaba el brazo derecho y luego lo dejaba caer nuevamente en un gesto mecánico. En cierta ocasión, poco antes de concluir, alzó su juvenil rostro hacia el público y dijo:

– A partir de ahora, sólo quedarán los patriotas.


Rue Marat.

– ¿Quieres venir a ver a tu padrino, cariño? -preguntó Lucile a su hijo-. No, es preferible que lo lleves a casa de mi madre, Jeanette.

– Lávese la cara antes de salir. La tiene muy hinchada.

– Es lógico, después de lo mucho que he llorado. Pero no creo que se fije en mi aspecto. No suele hacerlo.

– Esto es un desastre -dijo Louise Danton-. Han dejado tu apartamento peor que el mío.

Se hallaban en el cuarto de estar de casa de Lucile. Todos los libros estaban apilados sobre la alfombra de cualquier manera; los cajones y los armarios estaban abiertos y su contenido desparramado por el suelo. Incluso habían examinado las cenizas del hogar. Lucile enderezó el cuadro de la ejecución de María Estuardo.

– Se han llevado todos sus papeles y cartas -dijo-. Todo. Incluso el manuscrito de los padres de la Iglesia.

– Si Robespierre accede a recibirnos, ¿qué vamos a decirle?

– No es necesario que le digas nada. Hablaré yo.

– ¿Quién iba a pensar que la Convención se los entregaría sin oponer la más mínima resistencia?

– No me extraña. Nadie -excepto tu marido- es capaz de oponerse a Robespierre. Aquí hay unas cartas -dijo Lucile a Jeanette-, dirigidas a todos los miembros del Comité de Salvación Pública. Excepto Saint-Just, porque es inútil escribirle. Aquí tienes las cartas para el comité de Policía; ésta es para Fouquier, y éstas para varios diputados, con sus nombres debidamente anotados. Envíalas inmediatamente. Si no me contestan y Max se niega a recibirme, tendré que idear otra táctica.


En la cárcel de Luxemburgo, Hérault asumió el papel de perfecto anfitrión. A fin de cuentas había sido un palacio, y no estaba diseñado para albergar una prisión.

– Es un lugar misterioso y solitario -dijo Hérault-. De vez en cuando nos encierran, pero por lo general llevamos una vida muy sociable. Me recuerda a Versalles. La conversación es brillante, los modales impecables y las damas se hacen peinar por sus doncellas y se cambian de ropa tres veces al día. Incluso organizamos cenas. Podéis conseguir cualquier cosa que deseéis, salvo armas de fuego. Pero os recomiendo que tengáis cuidado con lo que decís. La mitad de los que están encerrados aquí son informadores.

Los recién llegados pasaron a lo que Hérault había descrito como «nuestro salón», donde los reclusos los examinaron de pies a cabeza. Un ci-devant, al observar la corpulenta figura de Lacroix, comentó:

– Ese tipo sería un perfecto cochero.

El general Dillon, que había bebido unas copas, se disculpó por estar un tanto ebrio.

– ¿Quién es usted? -preguntó a Philippeaux-. ¿Le conozco? ¿A qué se dedica?

– Mi misión era criticar al comité.

– Ah.

De pronto, al comprender con quién estaba hablando, Philippeaux se apresuró a decir:

– Pero si es usted el amigo de Lucile… Caramba, lo lamento, general.

– No se preocupe. No me importa lo que piense de mí -respondió Dillon. Acto seguido se dirigió con paso vacilante hacia Camille, le rodeó los hombros con un brazo y añadió-: Ahora que estás aquí dejaré de beber, lo juro. ¿No te lo advertí? Mi pobre Camille.

– ¿A qué no adivináis lo que ha sucedido? -preguntó Hérault-. Los ladrones del comité de las Artes se han apropiado de todas mis primeras ediciones.

– Hérault se niega a defenderse de los cargos que se le imputan -dijo el general Dillon-. ¿Qué clase de actitud es ésa? Se cree en la obligación de hacerlo porque es un aristócrata. Yo también lo soy. Pero también soy un soldado. No te preocupes, Camille, pronto saldremos de aquí.


Rue Saint Honoré.

– Está con varios patriotas y no puedo molestarlo -dijo Babette.

Lucile dejó una carta sobre la mesa.

– Te ruego que se la entregues, Elisabeth.

– Es inútil -replicó la joven sonriendo-. Nada le hará cambiar de parecer.

Robespierre estaba solo en su habitación, esperando que Lucile y Louise se marcharan. Cuando salieron, el sol apareció de pronto por detrás de una nube.

Las dos mujeres echaron a andar hacia el río, envueltas en la fragante atmósfera primaveral.


Una carta escrita desde la cárcel de Luxemburgo,

de Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins


El otro día descubrí una grieta en la pared de mi celda. Al aplicar el oído oí gemir a alguien, como si estuviera enfermo o sufriera dolores. Le dije unas palabras para tranquilizarlo, y el hombre me preguntó quién era. Cuando le revelé mi nombre, exclamó: «¡Dios mío!». Entonces comprendí que se trataba de Fabre d’Églantine. «Sí, soy Fabre -dijo-. Pero, ¿qué haces tú aquí? ¿Es que ha estallado la contrarrevolución?»


Interrogatorio preliminar en la cárcel de Luxemburgo:

L. Camille Desmoulins, abogado, periodista, diputado de la Convención Nacional, de treinta y cuatro años de edad, residente en la rue Marat. En presencia de F.J. Denisot, juez suplente del Tribunal Revolucionario; F. Girard, secretario auxiliar del Tribunal Revolucionario; A. Fouquier-Tinville y G. Lienden, fiscal suplente.

Actas del interrogatorio:

P. ¿Ha conspirado contra la nación francesa para que sea restaurada la monarquía, destruyendo la representación nacional y el gobierno republicano?

R. No.

P. ¿Dispone de un abogado defensor?

R. No.

Nombramos, por consiguiente, a Chauveau-Lagarde.


Lucile y Annette se dirigen a los Jardines de Luxemburgo. Se detienen ante la cárcel, escrutando su fachada con la vana esperanza de verlo. El hijo de Lucile se echa a llorar en brazos de su madre; quiere regresar a casa.

Camille se halla frente a la ventana de una de las celdas. A sus espaldas, en la penumbra de la habitación, hay una mesa ante la que ha permanecido sentado buena parte del día, redactando una defensa contra los cargos que se le imputan, los cuales todavía no le han sido notificados. El frío aire de abril agita el cabello de Lucile, dándole el aspecto de una mujer que se ha ahogado. De pronto vuelve la cabeza, sin apartar la vista de las ventanas de las celdas. Él puede verla, pero ella no puede distinguirlo a él.


Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins


Ayer, cuando el ciudadano que te llevó mi carta regresó, le pregunté si te había visto, como solía preguntar al abate Laudréville. De pronto me di cuenta de que lo observaba fijamente, como intentando ver reflejada en su persona o en sus ropas una parte de ti…


Se abrió la puerta de la celda.

– Él dijo que sabía que acabaría viniendo. -Robespierre se apoyó en la pared y cerró los ojos. Su cabello, sin empolvar, desprendía reflejos rojizos a la luz de la antorcha.

– No debería haber venido, pero lo deseaba… No he podido evitarlo -continuó.

– No hay trato -dijo Fouquier. Su rostro expresaba una mezcla de impaciencia y desprecio; era imposible saber hacia quién.

– No hay trato. Dice que Danton nos concede tres meses. -En la penumbra, sus ojos verdeazulados se clavaron en los de Fouquier con expresión interrogadora.

– Es lo que suelen decir todos.

– Creo que durante unos instantes pensó que iba a ofrecerle la oportunidad de escapar antes del juicio.

– ¿De veras? -preguntó Fouquier-. No eres ese tipo de hombre. Él debía de saberlo.

– Sí -contestó Robespierre. Luego se enderezó, rozó la pared con los dedos y murmuró-: Adiós.

Los dos hombres echaron a andar hacia la puerta. De pronto Robespierre se detuvo y dijo:

– Escucha.

Al otro lado de la puerta de una celda se oían voces y unas sonoras carcajadas.

– Es Danton -dijo Robespierre, pálido como la cera.

– Vamos -respondió Fouquier.

Pero Robespierre no se movió.

– ¿Cómo es posible que se ría de esa manera?

– ¿Es que vas a quedarte ahí toda la noche? -preguntó Fouquier. Siempre se había mostrado correcto con el Incorruptible, pero ese individuo pálido y demacrado, temblando de miedo, con los ojos humedecidos, que se dedicaba a ir a las prisiones ofreciendo tratos y promesas no le inspiraba el menor respeto.

– Trasladad a Danton y a sus hombres a la Conciergerie -ordenó Fouquier a un funcionario. Luego se volvió hacia Robespierre y añadió-: No te preocupes, ya lo superarás.

Tras esas palabras agarró del brazo a la Vela de Arras y lo condujo fuera del edificio.


Palacio de Justicia, 3 de abril 13 de Germinal, a las ocho de la mañana.

– Vayamos al grano, caballeros -dijo Fouquier a los dos fiscales suplentes-. Esta mañana comparecen ante el Tribunal varios embaucadores, estafadores y ladrones, junto a media docena de eminentes políticos. Si os asomáis a la ventana veréis la multitud que se ha congregado frente al edificio, aunque no es necesario que os asoméis porque sin duda podéis oír sus voces y gritos. Son gentes que, si no obramos con cautela, podrían desbaratar nuestros planes y poner en peligro la seguridad de la capital.

– Es una lástima que no exista medio de evitarlas -dijo el ciudadano Fleuriot.

– La República no prevé la celebración de juicios a puerta cerrada -contestó Fouquier-. Por el contrario, es necesario celebrarlos a la vista del público. Pero no quiero que aparezca ninguna noticia en la prensa. En cuanto al caso que nos ocupa, no existe. El informe que nos entregó Saint-Just… constituye un documento político.

– Es decir, mentiras -terció Liendon.

– Básicamente, sí. No me cabe la menor duda de que Danton es culpable de suficientes cargos como para condenarlo a muerte, pero eso no significa que sea culpable de los cargos que le vamos a imputar. No tenemos tiempo suficiente para preparar un caso coherente contra esos hombres. De ninguna manera podemos llamar a declarar a algún testigo y exponernos a que revele algo que pueda resultar perjudicial para el comité.

– Me choca en ti esa actitud derrotista -comentó Fleuriot.

– Mi querido Fleuriot, todos sabemos que has venido para espiar por cuenta del ciudadano Robespierre. Pero nuestra tarea consiste en utilizar trucos legales sucios, no en pronunciar consignas ni frases hechas. Por otra parte, hay que tener en cuenta a la oposición.

– Supongo que no te referirás a esos infelices que van a hacerse cargo de la defensa de los acusados -respondió Liendon.

– Dudo que se atrevan a dirigirles la palabra a sus clientes. Danton, como todos sabemos, es archipopular; es el mejor orador de París, y mejor abogado que vosotros. Fabre no nos causará ningún problema. Su caso ha obtenido una publicidad muy desfavorable para él, y además está muy enfermo. Hérault es un caso distinto. Si decide rebatir nuestros argumentos podría resultar muy peligroso, porque la acusación que tenemos contra él es muy frágil.

– ¿No posees cierto documento relacionado con la esposa de Capeto?

– En efecto, pero he tenido que realizar algunas modificaciones y prefiero no verme obligado a presentarlo ante el Tribunal. En cuanto al diputado Philippeaux, no debemos subestimarlo. Es menos conocido que los otros pero se muestra totalmente intransigente y no parece temer lo que podamos hacerle. El diputado Lacroix es un hombre frío, un jugador nato. Según nos ha referido nuestro informador, parece que este asunto más bien le divierte.

– ¿Quién es nuestro informador?

– ¿En la cárcel? Un individuo llamado Laflotte.

– Temo a tu primo Camille -dijo Fleuriot.

– Nuestro informador nos ha hecho unos comentarios muy útiles al respecto. Lo ha descrito como un hombre histérico y trastornado. Al parecer, alega que el ciudadano Robespierre lo visitó en secreto en la cárcel de Luxemburgo y ofreció salvarle la vida a cambio de que declarara en contra de los otros acusados. Una historia absurda, por supuesto.

– Debe de haberse vuelto loco -observó Liendon.

– Sí -contestó Fouquier-. Es probable. Debemos ponerle nervioso, acosarlo, aterrorizarlo, lo cual no creo que nos resulte difícil. Es esencial impedirle que lleve a cabo su defensa, porque la gente que recuerda los episodios de 1789 le tiene cierta estima. Bueno Fleuriot, ¿cuál crees que es nuestra principal ventaja?

– El tiempo, sin duda.

– Precisamente. El tiempo está de nuestra parte. El procedimiento, desde el juicio de Brissot, es que si al cabo de tres días el jurado se declara satisfecho, el caso queda cerrado. ¿Qué te sugiere eso, Liendon?

– Que debemos seleccionar minuciosamente al jurado.

– Excelente. Estoy muy satisfecho de vosotros. Prosigamos -dijo Fouquier, sacando una lista de personas que solían actuar de jurados en el Tribunal Revolucionario-. Trinchard, el ebanista, Desboisseaux, el zapatero remendón… Una sólida pareja de plebeyos.

– Sí, son de fiar -dijo Fleuriot.

– Y Maurice Duplay, otro gran patriota.

– No. El ciudadano Robespierre ha prohibido que forme parte del jurado.

Fouquier se mordió el labio.

– Jamás llegaré a entender a ese hombre. Bueno, tenemos a Ganney, el peluquero, siempre dispuesto a colaborar con la justicia. Supongo que necesita el dinero, ya que el negocio de las pelucas ha descendido notablemente. Y Lumière. -Fouquier puso una cruz al lado de su nombre-. Quizá no se deje convencer fácilmente, pero al final lo conseguiremos.

– ¿Qué te parece el Diez de Agosto Leroy?

– Excelente -contestó Fouquier, poniendo una cruz junto al nombre del ex Leroy de Montflobert, marqués de Francia-. Aún nos faltan algunos.

– Tendremos que añadir a Souberbielle.

– Es amigo de Danton y de Robespierre.

– Sí, pero es un hombre de principios -dijo Fleuriot-. Podemos contar con él.

– Para equilibrar la balanza -dijo Fouquier-, añadiremos a Renaudin, el fabricante de violines.

Fleuriot soltó una carcajada.

– Una idea excelente -dijo-. Yo estaba en el Club de los Jacobinos el día que golpeó a Camille. Jamás llegué a averiguar el motivo de la pelea.

– No tiene importancia -respondió Fouquier-. En cualquier caso, Renaudin está perfectamente cuerdo. A propósito, Fleuriot, recuerda que no debes dirigirte a mi primo por su nombre de pila ante el tribunal. -Luego frunció el ceño y dijo-: No sé a quién más añadir a la lista.

– ¿Qué te parece éste? -sugirió Liendon, señalando un nombre.

– No, le gusta demasiado razonar. Me temo que tendremos que arreglarnos con un jurado formado por sólo siete personas. No creo que ninguno se atreva a negarse. De todas maneras, ciudadano Liendon, ésta es una partida que no podemos perder. Nos veremos en el Tribunal a las once.


– Me llamo Danton. Es un nombre bastante conocido. Soy abogado de profesión, y nací en Arcis, en la comarca de Aube. Dentro de unos días mi domicilio habrá desaparecido de la Tierra. Mi lugar de residencia será la historia.

Era el primer día del juicio.

– Eso suena muy pesimista -dijo Lacroix a Philippeaux.

– ¿Quiénes son esos hombres?

– Sin duda ya conoce a Fabre, y éste es Chabot. Me alegra comprobar que ofrece tan buen aspecto, ciudadano Diedrichsen. Le presento a Philippeaux, a Emmanuel Frei y a Junius Frei, con quienes, según tengo entendido, estuvo usted conspirando.

– Encantado de conocerlo, diputado Philippeaux -dijo uno de los hermanos Frei-. ¿De que se le acusa?

– De criticar al comité.

– Ah.

Tras contar las cabezas, Philippeaux dice:

– Somos catorce. Van a juzgar a todos los implicados en el fraude de la Compañía de las Indias Orientales. Si existiera justicia, eso llevaría tres meses. Pero lo liquidarán en tres días.

Súbitamente Camille se pone en pie y señala al jurado.

– Me opongo -dice. Procura ser lo más breve posible para no tartamudear.

– Es su abogado quien debe manifestar cualquier objeción -responde Hermann secamente.

– Tengo derecho a defenderme -insiste Desmoulins-. Me opongo a que Renaudin forme parte del jurado.

– ¿Por qué motivo?

– Porque me ha amenazado. Podría citar a varios centenares de testigos presenciales.

– Esa es una objeción frívola.


El informe del comité de Policía referente al asunto de la Compañía de las Indias Orientales es leído en voz alta. Transcurren dos horas. Luego se leen los cargos contra los acusados. Pasa otra hora. El público aguarda impaciente tras las barreras situadas al fondo de la sala del Tribunal.

– Dicen que la fila de curiosos llega hasta la Casa de la Moneda -murmura Fabre.

Lacroix se vuelve a los estafadores implicados en el fraude y dice:

– Qué ironía…

Fabre se pasa la mano por el rostro. Ocupa el sillón que normalmente se reserva para el principal acusado. Por la noche, cuando los presos fueron trasladados a la cárcel de la Conciergerie, apenas podía caminar, y dos guardias tuvieron que ayudarle a subir a un carruaje. De vez en cuando se pone a toser, sofocando las palabras de Fabricius Pâris, momento que el secretario del Tribunal aprovecha para recuperar el resuello y observar el impasible rostro de su jefe, Danton. Fabre se cubre la boca con un pañuelo. Ofrece un aspecto sudoroso y exangüe. En ocasiones, Danton se gira para mirarlo, o para contemplar a Camille. A través de la ventana penetran unos rayos de sol que se proyectan sobre las losas negras y blancas del suelo. A medida que la tarde languidece, se va formando un inmerecido halo sobre la cabeza de Diez de Agosto Leroy. En el Palais Royal, las lilas están en flor.

Danton:

– Esto es una infamia. Exijo que se me permita defenderme. Exijo que se me autorice a escribir a la Convención. Exijo que se designe una comisión. Camille Desmoulins y yo mismo deseamos denunciar los métodos dictatoriales utilizados por el comité de Salvación…

Los aplausos sofocan sus palabras. El público lo aclama enardecido y canta «La Marsellesa». El tumulto se extiende hasta la calle. El presidente intenta inútilmente imponer orden en la sala, agitando la campana hacia los acusados con gesto amenazador. Lacroix responde agitando el puño. No pierdas los nervios, advierte Fouquier al juez. Cuando Hermann consigue por fin hacerse oír, suspende la sesión. Los prisioneros son conducidos a sus celdas.

– ¡Cabrones! -exclama Danton-. Mañana los desollaré vivos.


– ¿Qué me he vendido? ¿Yo? No hay dinero en el mundo para comprarme.

Es el segundo día.

– ¿Quién es éste?

– ¿Otro? -inquiere Philippeaux-. ¿Quién es?

– El ciudadano Lhuillier -responde Danton-. Es fiscal, mejor dicho, lo era. ¿Qué haces aquí, ciudadano?

Lhuillier ocupa un lugar entre los acusados. No pronuncia palabra, parece estar conmocionado.

– ¿Qué delito ha cometido ese hombre, Fouquier?

Tras mirar al acusado, Fouquier repasa la lista de nombres que sostiene y habla en voz baja con sus ayudantes.

– Pero tú dijiste que… -insiste Fleuriot.

– Te dije que lo citaras a declarar, no que lo arrestaras -contesta Fouquier-. No puedo encargarme de todo.

– Ha metido la pata -dice Philippeaux-. Pero ya se le ocurrirá algo.

– Creo que tu primo es un incompetente, Camille -observa Hérault-. Es una vergüenza para el colegio de abogados.

– ¿Cómo conseguiste este cargo, Fouquier? -pregunta su primo.

– Maldita sea -masculla el fiscal, rebuscando entre sus papeles. Luego se dirige a Hermann y dice en voz baja-: La hemos jodido. Pero procura que nadie se entere. Nos convertiríamos en el hazmerreír de la ciudad.

Hermann suspira.

– Todos estamos bajo una gran tensión, pero intenta moderar tu lenguaje. Déjalo donde está, y el último día del juicio ordenaré al jurado que lo absuelva por falta de pruebas.

El vicepresidente Dumas apesta a alcohol. La multitud que abarrota la entrada de la sala está aburrida e impaciente. Al cabo de un rato comparece otro prisionero.

– Pero si es Westermann… -murmura Lacroix.

El general Westermann, vencedor de la Vendée, se sitúa ante los acusados.

– ¿Quiénes son esos hombres? -inquiere con aire beligerante, señalando a Chabot y a sus amigos.

– Varios elementos criminales -contesta Hérault-. Tú conspiraste con ellos.

– ¿De veras? -pregunta Westermann, alzando la voz-. ¿Es que me tomas por imbécil, Fouquier? Antes de la Revolución ejercí como abogado en Estrasburgo. Sé como funciona esto. No me habéis asignado un abogado defensor. No me habéis sometido a un interrogatorio preliminar. No se me ha imputado cargo alguno.

– Eso es una mera formalidad -responde Hermann.

– Todos estamos aquí por una mera formalidad -tercia secamente Danton.

Los acusados sueltan una sonora carcajada. El comentario de Danton es transmitido a los espectadores que se encuentran al fondo de la sala. El público rompe a aplaudir, mientras unos patriotas sansculottes agitan sus gorras rojas, entonan el Ça Ira y aclaman (equivocadamente) al abogado de la Lanterne.

– Si no guarda silencio, haré que lo desalojen de la sala -grita Hermann a Danton.

– ¡Adelante! -replica Danton, levantándose de un salto-. Eres un desgraciado. Tengo derecho a hablar. Todos tenemos derecho a hablar. Yo mismo creé este Tribunal. Conozco mis derechos.

– ¿Es que no oye la campana?

– Un hombre que va a ser condenado a muerte no presta atención a una campana.

Las voces de la galería se hacen más fuertes e insistentes. Fouquier abre la boca, pero el griterío sofoca sus palabras. Hermann cierra los ojos mientras observa desfilar ante sus párpados todas las firmas del Comité de Salvación Pública. Al cabo de quince minutos se restituye el orden.


De nuevo el fraude de la Compañía de las Indias Orientales. Los fiscales saben que tienen un caso sólido, de modo que se ciñen al asunto. Fabre, que estaba sentado con la cabeza agachada, la alza unos instantes y luego la deja caer de nuevo.

– Convendría que lo viera un médico -murmura Philippeaux.

– Su médico personal está ocupado. Forma parte del jurado.

– No irás a morirte ahora, Fabre…

Fabre sonríe débilmente. Danton nota el temor que se ha apoderado de Camille, el cual está sentado rígidamente entre Lacroix y él. Camille ha pasado toda la noche escribiendo porque está convencido de que al final no tendrán más remedio que dejarlo hablar. Hasta el momento los jueces lo han hecho callar cada vez que ha abierto la boca.

Cambon, el experto en materia de finanzas del Gobierno, sube al estrado para hablar sobre beneficios e intereses, procedimientos bancarios y divisas. Es el único testigo llamado a declarar en el juicio. Inopinadamente, Danton lo interrumpe:

– ¿Crees que soy monárquico, Cambon?

Cambon lo mira y sonríe.

– ¿Lo habéis visto? Se ha reído. Quiero que conste que el ciudadano Cambon se ha reído de mi pregunta.


Hermann: La Convención te acusa, Danton, de proteger a Dumouriez, de no revelar sus intenciones y de apoyar sus planes para destruir la libertad, marchando sobre París con una fuerza armada para aplastar al Gobierno republicano y restaurar la monarquía.

Danton: ¿Puedo responder?

Hermann: No. Ciudadano Pâris, lea el informe del ciudadano Saint-Just, me refiero al informe que éste entregó a la Convención y al Club de los Jacobinos.


Han transcurrido dos horas. Los acusados se han separado en dos grupos; los seis políticos y el general tratan de imponer cierta distancia entre ellos y los ladrones, pero la maniobra resulta complicada. Philippeaux escucha con atención y toma algunas notas. Hérault parece sumido en sus meditaciones, como si no le importara lo que sucede a su alrededor. De vez en cuando el general protesta irritado y pide a Lacroix que le aclare algún punto, que el mismo Lacroix tampoco alcanza a comprender.

Durante la primera parte de la lectura del informe la multitud se muestra impaciente. Pero a medida que el público se da cuenta del alcance del mismo, un profundo silencio se apodera del Tribunal, deslizándose sigilosamente a través de la sala como un animal que regresa a su guarida. El reloj da la hora. Hermann carraspea y Fouquier, sentado ante su mesa, de espaldas a los acusados, estira las piernas. De improviso, Desmoulins pierde los nervios. Alza la mano con gesto vacilante y se aparta un mechón de la frente. Mira ansiosamente los rostros a su izquierda y derecha. Apoya el puño derecho en la palma de la mano izquierda y se muerde los nudillos. Luego apoya ambas manos en el borde del banquillo. Sentencia del ciudadano Robespierre, muy útil en los casos criminales: «Quienquiera que muestre temor es culpable». Danton y Lacroix cogen las manos de Camille y se las sujetan con fuerza.

Pâris ha terminado de leer el informe. Ronco, extenuado, deposita el documento en la mesa y se sienta. Parece a punto de sufrir un ataque de nervios.

– Puede usted hablar, Danton -dice Hermann.

Danton se pone en pie preguntándose que contendrán las notas de Philippeaux, pues no ha oído una sola alegación que pueda refutar, ni un solo cargo que pueda derribar por tierra y pisotear. Si le acusaran de algo específico, diciendo, por ejemplo: «Georges-Jacques Danton, se le acusa de que el día 10 de agosto de 1792 cometió usted tal delito de traición y conspiración…» Pero le exigen que justifique toda su carrera, toda una vida consagrada a la Revolución, para defenderse de esas monstruosas calumnias y falsedades. Sin duda Saint-Just ha estudiado detenidamente los artículos de Camille contra Brissot para perfeccionar su técnica. Durante unos segundos a Danton se le ocurre que, de habérselo propuesto, Camille hubiera conseguido destrozar su carrera con su afilada pluma.

Al cabo de quince minutos, Danton se complace en escuchar su potente voz resonando en la sala del Tribunal. El largo silencio ha concluido. La multitud rompe a aplaudir de vez en cuando, obligándolo a interrumpirse. Luego reanuda su discurso, con voz aún más fuerte y potente. Fabre ha sido un excelente maestro en el arte de la oratoria. Danton imagina que su voz es un instrumento físico de ataque, una fuerza similar a un batallón, una explosión de lava que brota de la boca de un inagotable volcán, abrasándolos, sepultándolos vivos. Sepultándolos vivos…

– ¿Puede usted explicarnos por qué, en Valmy, nuestras tropas no persiguieron a las fuerzas prusianas que se batían en retirada? -le interrumpe un jurado.

– Lamento no poder complacerlo. Soy abogado, no un experto en asuntos militares.

Fabre se incorpora, como si de pronto se sintiera más relajado.

En ocasiones Hermann trata de interrumpirlo, pero Danton prosigue sin hacerle caso. Cada vez que consigue derrotar al Tribunal, la multitud lo aclama y vitorea. Los teatros están vacíos; es el único espectáculo que interesa al público. Danton es perfectamente consciente de ello y sabe que la masa lo respalda, pero si Robespierre se presentara de improviso, ¿acaso no le aclamarían también? Père Duchesne era su héroe, pero cuando su creador, de camino hacia el cadalso, les suplicó misericordia, se burlaron de él despiadadamente.

Al cabo de una hora la voz de Danton suena con la misma potencia que al principio. No da muestras de sentirse cansado. Tiene los pulmones de un atleta. Pero no ofrece argumentos ni entra en polémicas sino que se limita a hablar para salvar la vida. Esto es lo que se había propuesto y lo que confiaba conseguir: enfrentarse verbalmente a ellos. Pero a medida que transcurre el tiempo comienza a oír una voz interior que dice: «Te han permitido enfrentarte a ellos porque el asunto ya está decidido: eres un hombre muerto.» Súbitamente, a una pregunta de Fouquier, grita enfurecido:

– ¡Muéstrame a mis acusadores, muéstrame alguna prueba! Desafío a quienes me acusan a que se presenten aquí, ante mí, a mirarme a la cara. Muéstrame a esos hombres. Muéstramelos y los arrojaré a las tinieblas de las que jamás debieron salir. ¡Salid, sucios reptiles, impostores! ¡Os arrancaré la máscara y os entregaré al pueblo para que se vengue de vosotros!

Transcurre otra hora. Danton tiene sed, pero no se atreve a pedir un vaso de agua para no perder la concentración. Hermann, sentado frente a un montón de tomos de derecho, lo observa con la boca ligeramente entreabierta. Danton tiene la garganta seca, como si se hubiera tragado todo el polvo de su provincia natal, todos los campos verdes y amarillos que rodean Arcis.

Hermann pasa una nota a Fouquier que dice lo siguiente: «Dentro de media hora suspenderé la sesión.»

Al fin, por más que se esfuerza en negárselo a sí mismo, Danton comprende que su voz ha perdido potencia. No puede quedarse ronco, mañana tiene que proseguir la lucha. Al cabo de unos momentos saca un pañuelo y se enjuga la frente.

– El testigo está agotado -se apresura a decir Hermann-. Se suspende la sesión hasta mañana.

Danton traga saliva y, con un último esfuerzo, responde:

– Mañana reanudaré mi defensa.

Hermann asiente.

– Mañana declararán nuestros testigos.

– Sí, mañana.

– ¿Tiene la lista de las personas que deseamos llamar a declarar?

– Sí.

El público aplaude con fervor. Danton mira a sus compañeros.

– Sigue hablando, Georges -murmura Fabre-. Si te detienes ahora, no te permitirán volver a hablar. Continúa, es nuestra única oportunidad de salvarnos.

– No puedo. Debo dejar que mi voz se recupere -contesta Danton, ocupando su silla y quitándose la corbata-. La jornada ha concluido.


14 de Germinal, al atardecer, en las Tullerías.

– Estarás de acuerdo conmigo -dijo Robespierre-, en que no habéis llegado muy lejos.

– Deberías haber oído el tumulto -contestó Fouquier, paseándose nervioso de un lado al otro de la habitación-. Tememos que la multitud nos lo arranque de las manos.

– Descuida, no permitiremos que eso suceda. Además, la gente no siente una simpatía especial por Danton.

– Con todo respeto, ciudadano Robespierre…

– Lo sé, porque no sienten ninguna simpatía especial hacia nadie. Me consta, soy un buen juez de la psicología humana. Les gusta presenciar el espectáculo. Esto es todo.

– Es imposible avanzar. Danton no cesó de apelar a la masa.

– Eso fue un error. Debisteis someterlo a un severo interrogatorio. Hermann no debió permitirle que lanzara un discurso.

– Debéis impedir que continúe -dijo Collot.

Fouquier inclinó la cabeza. Recordaba una frase de Danton: «Los tres o cuatro criminales que están destruyendo a Robespierre…»

– Desde luego -contestó.

– Si la situación no mejora -dijo Robespierre-, envíanos una nota. Trataremos de ayudaros.

– ¿Cómo?

– Después del juicio de Brissot promulgamos la norma de los tres días. Pero era demasiado tarde y no nos resultó de gran utilidad. De todos modos, nada nos impide aplicar nuevos procedimientos. No debemos permitir que este juicio se prolongue excesivamente.

Un salvador aplastado, corrompido, pensó Fouquier; le han destrozado el corazón.

– De acuerdo, ciudadano Robespierre -dijo-. Gracias, ciudadano Robespierre.

– La Desmoulins nos está causando muchos problemas -terció Saint-Just.

– ¿Qué clase de problemas puede causaros la pequeña Lucile? -inquirió Fouquier.

– Tiene dinero. Conoce a mucha gente. Está desesperada y trata de utilizar sus influencias.

– Os aconsejo que reanudéis el juicio a las ocho de la mañana -dijo Robespierre-. Quizá consigáis burlar a la multitud.


Camille Desmoulins a Lucile Desmoulins


He caminado a lo largo de cinco años por los precipicios de la Revolución sin despeñarme, y aún estoy vivo. He soñado con una república que todo el mundo habría reverenciado; jamás imaginé que los hombres pudieran ser tan feroces e injustos.


– Tal día como hoy, hace un año, fundé el Tribunal Revolucionario. Pido perdón a Dios y a los hombres.

El tercer día.

– Procederemos a interrogar a Emmanuel Frei -dice Fouquier secamente.

– ¿Dónde están mis testigos?

Fouquier finge sorpresa.

– La cuestión de los testigos corresponde al comité, Danton.

– ¿Qué tiene que ver en ello el comité? Estoy en mi legítimo derecho. Si no han sido convocados los testigos, exijo reanudar mi defensa.

– Pero debemos escuchar a los otros acusados.

– ¿De veras?

Danton mira a sus compañeros. Fabre se está muriendo. Es muy probable que antes de que la guillotina le corte la cabeza algo estalle en su pecho y se ahogue en su propia sangre. Philippeaux ha pasado la noche en vela hablando de su hijo de tres años, cuyo recuerdo lo atormenta. La expresión de Hérault demuestra claramente que está fuera de combate; no quiere tratos con el Tribunal. Camille se halla sumido en una depresión nerviosa. Insiste en que Robespierre fue a visitarlo a la cárcel y le ofreció salvar su vida a cambio de que declarara en favor del ministerio fiscal; su vida, su libertad y su rehabilitación política. Nadie vio a Robespierre hablar con él en su celda, pero Danton se inclina por creer que es cierto.

– Muy bien -contesta Danton-. Adelante, Lacroix.

Lacroix se levanta de un salto. Presenta el aspecto tenso y exaltado de un participante en un juego peligroso.

– Hace tres días presenté mi lista de testigos. Ninguno de ellos ha sido llamado a declarar. Exijo al fiscal que explique, en presencia del público, que puede comprobar mis esfuerzos por defenderme, por qué se me ha denegado este derecho.

No pierdas la calma, se dice Fouquier.

– Eso nada tiene que ver conmigo -responde el fiscal con aire inocente-. No tengo ningún reparo a que los testigos del acusado sean llamados a declarar.

– En tal caso, ordene que los llamen.

La violencia se palpa en el ambiente. Camille se levanta y apoya la mano en el hombro de Lacroix, como si apenas pudiera sostenerse en pie.

– He incluido a Robespierre en mi lista de testigos -dice con voz temblorosa-. ¿Tiene la bondad de llamarlo a declarar, Fouquier?

Fouquier, sin moverse ni pronunciar palabra, produce la impresión de estar a punto de atravesar la sala y propinar un puñetazo a su primo, cosa que no sorprendería a nadie. Al cabo de unos segundos, Camille se sienta de nuevo. Pero Hermann está asustado. Hermann, según piensa Fouquier, es un picapleitos de provincias. Si eso es cuanto puede ofrecer el colegio de abogados de Artois, él, Fouquier, es más que capaz de alcanzar la cumbre de su carrera. Bien mirado, ya ha alcanzado la cumbre de su carrera.

Con paso firme y decidido, Fouquier se dirige a los jueces.

– La multitud está más soliviantada que ayer -dice Hermann-. Los presos se muestran más arrogantes. No debemos proseguir.

– No podemos continuar así -dice Fouquier, dirigiéndose a los acusados-. Esto es un escándalo, tanto para el Tribunal como para el público. Solicitaré a la Convención que nos recomiende cómo proceder con este juicio, y seguiremos sus instrucciones al pie de la letra.

– Esto puede ser decisivo -murmura Danton a Lacroix-. Cuando los miembros de la Convención se enteren de esta farsa, confío en que recuperen el juicio y nos permitan defendernos debidamente. Tengo muchos amigos en la Convención.

– ¿Tú crees? -responde Philippeaux-. Supongo que te refieres a que ciertos miembros te deben favores. Dentro de unas horas no estarán obligados a saldar su deuda. ¿Cómo sabemos que les contarán la verdad? Lo más probable es que se dejen intimidar por Saint-Just.


Antoine Fouquier-Tinville a la Convención Nacional


La sesión ha resultado tormentosa desde el principio. Los acusados insisten, de forma violenta, en que llamemos a declarar a sus testigos. Protestan por haberles sido denegado su legítimo derecho a defenderse. Pese a la firme postura adoptada por el presidente y el resto del Tribunal, sus reiteradas demandas obstaculizan el caso. Por otra parte, han manifestado claramente que no cesarán en su rebelde actitud hasta que llamemos a declarar a sus testigos. Así pues, en virtud de la autoridad que os asiste, os pido que nos recomendéis la forma en que debemos responder a la petición de los acusados, toda vez que la ley no admite ningún pretexto válido para negarles tal derecho.


Las Tullerías.

Robespierre, visiblemente enojado, golpea la mesa con los dedos.

– Retírate -ordena a Laflotte, el informador.

Cuando éste cierra la puerta, Saint-Just se apresura a decir:

– Creo que con esto zanjaremos el asunto.

Robespierre contempla con aire ausente la carta de Fouquier.

– Informaré a la Convención de que hemos conseguido sofocar una peligrosa conspiración -dice Saint-Just.

– ¿Estás convencido de ello? -pregunta Robespierre.

– ¿Qué quieres decir?

– Me refiero a lo de la peligrosa conspiración. No comprendo esas habladurías sobre Lucile. ¿Se trata acaso de un rumor que circula por la cárcel? ¿Es cierto? ¿Se lo ha inventado Laflotte o lo ha dicho porque deseabais oírselo decir?

– Los informadores siempre dicen lo que uno desea oír -replica Saint-Just-. Era justamente lo que necesitábamos.

– ¿Pero es cierto? -insiste Robespierre.

– Lo sabremos cuando comparezca ante el Tribunal. Entretanto, las circunstancias nos obligan a apoyarnos en ello. Personalmente, me parece más que plausible. Mucha gente la ha visto pasearse por la ciudad desde la mañana en que fue arrestado Camille. No tiene un pelo de tonta, y al fin y al cabo Dillon es su amante.

– No.

– ¿No?

– Lucile no tiene amantes.

– Pero si es del dominio público… -contesta Saint-Just, soltando una carcajada.

– No son más que habladurías.

– Todo el mundo sabe que es una casquivana -afirma Saint-Just con tono jovial-. Cuando residían en la Place de Piques, no se recataba en mostrarse como la amante de Danton. También tuvo una aventura con Hérault.

– Te equivocas.

– Sólo quieres ver lo que te interesa.

– Estoy convencido de que no tiene amantes.

– ¿Cómo explicas entonces su relación con Dillon?

– Dillon es amigo de Camille.

– De acuerdo, si lo prefieres diremos que Dillon es el amante de Camille. Me da lo mismo.

– Te estás excediendo -protesta Robespierre.

– Mi deber es servir a la República -contesta Saint-Just con vehemencia-. Esas sórdidas intrigas me tienen absolutamente sin cuidado. Lo único que deseo es proporcionar al Tribunal el medio de acabar con ellos.

– Escúchame atentamente -dice Robespierre, mirando fríamente a Saint-Just-. No podemos volvernos atrás, porque si vacilamos se volverán contra nosotros y acabaremos en el banquillo de los acusados. Sí, tal como lo has expresado tan elegantemente, debemos acabar con ellos, pero eso no significa que me guste. Ve a la Convención. Diles que a través de Laflotte has descubierto que se fraguaba una conspiración en las cárceles. Que Lucile Desmoulins, financiada por… financiada por las potencias enemigas, junto con el general Dillon, ha conspirado para liberar a los prisioneros de la cárcel de Luxemburgo, provocar una revuelta armada frente a la Convención y asesinar a los miembros del comité. Luego solicita a la Convención que promulgue un decreto para silenciar a los presos y conseguir que el juicio concluya hoy, o mañana a lo sumo.

– Tengo una orden de arresto contra Lucile Desmoulins. Convendría que la firmaras también tú.

Robespierre toma la pluma y firma el documento sin mirarlo siquiera.

– Ya no importa -murmura-. Estoy seguro que ella no desea vivir. A propósito, Saint-Just…

El joven se vuelve hacia Robespierre, el cual permanece sentado detrás de su mesa con las manos juntas, pálido pero sin perder la compostura.

– Cuando todo haya terminado y Camille esté muerto, no quiero oír el epitafio que le dediques. Os prohíbo que pronunciéis su nombre en mi presencia. Una vez que haya muerto, deseo pensar en él a solas.


Declaración prestada por Fabricius Pâris, secretario

del Tribunal Revolucionario, durante el juicio

de Antoine Fouquier-Tinville, en 1795


Incluso Fouquier y su digno colaborador, Fleuriot, pese a su infamia, se sentían impresionados por esos hombres, hasta el extremo de que el deponente creyó que no se atreverían a sacrificarlos. No conocía los odiosos medios empleados con tal fin, ni que hubieran ideado lo de la conspiración en la cárcel de Luxemburgo para vencer los escrúpulos de la Convención Nacional y obtener un decreto de proscripción. Amar y Voulland [del comité de Policía] fueron los encargados de traer el fatal decreto. El deponente se encontraba en la sala de testigos cuando llegaron. Sus semblantes expresaban rabia y el temor de que sus víctimas consiguieran escapar con vida. Voulland saludó al deponente y dijo: «Hemos cazado a esos canallas que conspiraban en la cárcel de Luxemburgo.» Luego mandaron llamar a Fouquier, el cual se hallaba en la sala del Tribunal. Cuando éste apareció, Amar le dijo: «Te traemos algo que sin duda simplificará las cosas.» Fouquier sonrió satisfecho y entró de nuevo en la sala del Tribunal con aire de triunfo…


– Van a asesinar a mi esposa.

La dramática frase de Camille deja helados a todos los presentes. Acto seguido se levanta y trata de precipitarse sobre Fouquier mientras Danton y Lacroix lo sujetan. Camille grita algo a Hermann y se desploma de nuevo en la silla. Vadier y David, del comité de Policía, conversan en voz baja con el jurado. Fouquier, rehuye la mirada de los acusados y lee el decreto emitido por la Convención Nacional:


El presidente utilizará todos los medios permitidos por la ley a fin de hacer que se respete su autoridad y la autoridad del Tribunal Revolucionario, y sofocar todo intento por parte de los acusados de alterar el orden público o entorpecer el curso de la justicia. Por consiguiente, decreta que todas las personas acusadas de conspiración que se resistan u ofendan a la justicia nacional sean proscritas y juzgadas sin más formalidades.


– ¡Dios mío! -murmura Fabre-. ¿Qué significa eso?

– Significa -responde Lacroix fríamente-, que a partir de ahora serán ellos quienes dicten las normas. Si exigimos que llamen a declarar a nuestros testigos, que nos interroguen o que nos permitan hablar, el juicio concluirá de inmediato. Para expresarlo más gráficamente, la Convención Nacional nos ha asesinado.

Cuando el fiscal termina de leer el decreto, alza la cabeza y mira a Danton. Fabre está inclinado hacia adelante, tosiendo y sosteniendo ante sus labios una toalla empapada en sangre. Hérault, sentado detrás de él, apoya una mano en su hombro y le ayuda a enderezarse. El aristócrata muestra una expresión de absoluto desprecio hacia esa chusma incapaz de comportarse debidamente.

– Que atiendan al prisionero -ordena Fouquier al alguacil-. Desmoulins también parece a punto a desmoronarse.

– Se suspende la sesión -dice Hermann.

– El jurado… -dice Lacroix-. Todavía hay esperanza.

– No -contesta Danton-. Ya no hay esperanza.

Luego se levanta para dirigirse por última vez al público. Incluso en esos momentos, da la impresión de ser indestructible.

– Seré Danton hasta que muera -dice-. Mañana dormiré en la gloria.


Rue Marat.

Lucile había escrito de nuevo a Robespierre. Cuando oyó a la patrulla detenerse frente al edificio rompió la carta. Al asomarse a la ventana y ver a los guardias desenfundar sus armas, pensó: «¿Es que imaginan que oculto a un ejército en casa?»

Cuando llamaron a la puerta ya tenía preparada una bolsa en la que había metido ropas y algunas pertenencias. Había destruido sus diarios, la auténtica crónica de su vida. El gato se frotó contra sus piernas y Lucile se inclinó para acariciarlo.

– Estate quietecito -dijo-. No pasa nada.

Cuando los guardias les mostraron la orden de arresto, Jeanette rompió a llorar.

– Despídeme del niño, de mis padres y de Adèle -le dijo Lucile, tratando de consolarla-. Saluda también a la señora Danton y dile que deseo que tenga mejor suerte de la que ha gozado hasta ahora. Creo que no merece la pena que registren mi casa -añadió, dirigiéndose a los guardias-. Ya se han llevado todo cuanto pudiera interesar al comité, y otras muchas cosas sin importancia. Podemos irnos cuando gusten.

– ¡Señora, señora! -exclamó Jeanette, agarrándose al brazo de un oficial-. Permítame que le diga una cosa antes de que sé la lleven.

– Apresúrese.

– Vino una joven de Guise. Mire -dijo Jeanette, sacando una tarjeta de un cajón del escritorio-. Dejó esta tarjeta con sus señas. Deseaba hablar con usted.

En la tarjeta se podía leer, escrito con letra grande y angulosa: «ciudadana Tailland», y más abajo, entre paréntesis, «Rose-Fleur Godard».

– Ofrecía un aspecto lamentable, señora. El anciano señor Desmoulins está enfermo. Había venido sola desde Guise. Me dijo que hacía poco que se habían enterado de los arrestos.

– De modo que al fin decidiste venir… -murmuró Lucile-. Demasiado tarde, Rose-Fleur.

Antes de salir, Lucile cogió una capa. Hacía una tarde templada y frente al edificio aguardaba un coche cerrado, pero temía que hiciera frío en la cárcel. A fin de cuentas, era lo más lógico.

– Adiós, Jeanette -dijo-. Cuídate mucho. No te preocupes y procura olvidarnos.


Una carta dirigida a Antoine Fouquier-Tinville


Réunion-sur-Oise, antiguamente Guise

11 de Germinal, año II


Ciudadano y compatriota:

Camille Desmoulins, mi hijo, es un republicano de corazón, por principio y, por decirlo así, por instinto. Era un republicano convencido y de corazón antes del 14 de julio de 1789, y lo ha seguido siendo desde entonces.

Te suplico, ciudadano, una sola cosa: investiga, y haz que el jurado investigue, la conducta de mi hijo.

Tu compatriota y conciudadano, a quien cabe el honor de ser el padre del primero y más leal de los republicanos, se despide deseándote salud y fraternidad. Firmado,


Desmoulins


– Oye, Lacroix, ¿crees que si legara mis piernas a Couthon y mis pelotas a Robespierre, el comité me perdonaría la vida?

El cuarto día.

El fiscal interroga a los hermanos Frei. Dan las diez, las once de la mañana. Hermann, con una mano apoyada en el decreto de la Convención, observa a los acusados y éstos le observan a él. En los rostros de todos ellos se observan señales de tensión y fatiga. Hermann ha visto el texto de una carta remitida por el comité al comandante de la Guardia Nacional, la cual dice así:

«No debe, bajo ningún concepto, arrestar al fiscal ni al presidente del Tribunal».


Hacia el anochecer, Fouquier se dirige a Danton y a Lacroix:

– Dispongo de varios testigos dispuestos a declarar contra ustedes. Sin embargo, no voy a llamarlos. Serán juzgados única y exclusivamente por las pruebas documentales que se han presentado.

– ¿Qué demonios significa eso? -pregunta Lacroix-. ¿A qué documentos se refiere? ¿Dónde están?

Fouquier no responde. Danton se pone en pie y dice:

– Desde ayer, ninguno de nosotros confiamos en que aquí se observe la ley, pero usted me prometió que podría reanudar mi defensa. Tengo derecho a ello.

– Sus derechos, Danton, han sido suspendidos -responde Hermann. Luego se dirige al jurado y pregunta-: ¿Disponen de suficientes pruebas para alcanzar un veredicto?

– Sí.

– En tal caso, el juicio queda cerrado.

– ¿Qué significa eso? Pero si no ha leído nuestras declaraciones. No ha llamado a nuestros testigos. El juicio ni siquiera ha comenzado.

Camille se pone también en pie. Hérault extiende la mano para detenerlo, pero Camille consigue zafarse. Luego avanza unos pasos hacia los jueces, sosteniendo unos papeles en la mano.

– Insisto en hablar. Hasta este momento me habéis negado el derecho a hacerlo. No podéis condenar a alguien sin escuchar su defensa. Exijo que se me permita leer mi declaración.

– Le prohibimos leerla.

Camille estruja los papeles en la mano y los arroja con asombrosa precisión contra la cabeza del presidente, el cual se apresura a agacharse ignominiosamente.

– ¡Los prisioneros han ofendido la justicia nacional! -exclama Fouquier, levantándose de un salto-. Según los términos del decreto, serán desalojados de la sala mientras el jurado se retira a deliberar.

La multitud comienza a dispersarse para ocupar un lugar en la ruta de la muerte y junto al cadalso. Anoche Fouquier encargó que enviaran tres carros para conducir a los reos, los cuales llegan hacia media tarde.

Dos guardias ayudan a Fabre a ponerse en pie.

– Debemos conducirlos a sus celdas mientras el jurado se retira a deliberar.

– Quitadme las manos de encima -protesta Hérault con peligrosa cortesía-. Ven, Danton, es inútil que nos quedemos aquí. Acompáñanos, Camille.

Pero Camille no está dispuesto a rendirse fácilmente. Un guardia se acerca a él, convencido de que el acusado se resistirá.

– Le ruego que nos acompañe sin oponer resistencia -dice-. No queremos hacerle daño, pero si se niega lo conduciremos por la fuerza.

Danton y Lacroix suplican a Camille que les acompañe, pero éste se agarra al banquillo de los acusados.

– No quiero lastimarlo -repite el guardia.

Al oír las voces, un grupo de espectadores se acerca para presenciar la escena. Camille se burla del guardia, que intenta en vano convencerlo de que lo acompañe por las buenas. Al cabo de unos minutos llegan refuerzos. Fouquier observa alarmado a su primo.

– ¡Lleváoslo de aquí! -grita Hermann, arrojando un libro sobre la mesa-. ¡Lleváoslos a todos!

Uno de los guardias agarra violentamente a Camille del pelo y lo derriba. De pronto oyen el ruido de un hueso al partirse, seguido de un grito. Lacroix vuelve la cabeza, impresionado.

– Quiero que Robespierre se entere de esto -dice Camille, mientras lo arrastran por el suelo de mármol-, quiero que lo recuerde toda su vida.

– La mitad del comité de Policía está en la sala del jurado -comunica Hermann a Fouquier-. Propongo que nos reunamos con ellos. Si a alguien le queda alguna duda, muéstrale los documentos del Foreign Office británico.

Al abandonar la sala del Tribunal, Fabre nota que le fallan las fuerzas.

– Deteneos -suplica a los guardias que le sostienen.

Éstos le ayudan a apoyarse en la pared mientras Fabre trata de recuperar el resuello. Frente a él pasan tres guardias arrastrando el cuerpo inánime de Camille. Tiene los ojos cerrados y sangra por la boca. Al verlo, Fabre rompe a llorar.

– ¡Cabrones! -exclama-. ¡Cabrones, cabrones, cabrones!


Fouquier contempla a los miembros del jurado. Souberbielle rehuye su mirada.

– Creo que ya han llegado a un veredicto -dice a Hermann-. ¿Estás satisfecho, Vadier?

– No estaré satisfecho hasta que les hayan cortado la cabeza.

– Me han informado que se ha congregado una gran multitud frente al Tribunal, pero al parecer se muestra pasiva. Tal como dice Robespierre, no sienten simpatía hacia ninguno. Todo ha terminado.

– ¿Es necesario que los acusados entren de nuevo en la sala?

– No -responde Fouquier, entregando un documento a un alguacil-. Condúcelos a un despacho. Ésta es la sentencia de muerte. Léesela mientras los ayudantes de Sanson les cortan el cabello. Las cuatro -añade, tras consultar el reloj-. El verdugo ya debe de estar preparado.


– Me importa un carajo vuestra sentencia. No quiero oírla. El veredicto no me interesa. El pueblo juzgará a Danton, no vosotros.

Danton continúa hablando, de modo que ninguno de los otros acusados oye al funcionario pronunciar sus sentencias de muerte. En el patio de la prisión, los ayudantes de Sanson charlan animadamente.

Lacroix está sentado en un banco de madera. El verdugo le arranca el cuello de la camisa y le corta el pelo.

– Uno ha perdido el conocimiento -dice un guardia.

Detrás de la reja de madera que separa a los prisioneros del patio, el verdugo alza la mano para demostrar que lo ha entendido. Chabot está cubierto con una manta. Su rostro presenta un color azulado, y apenas mueve los labios. Está en coma.

– Encargó que le enviaran arsénico -dice el guardia-. No pudimos impedir que se lo tomara.

– Confieso que a mí también se me ocurrió -dice Hérault a Danton-. Pero al final pensé que, en estas circunstancias, suicidarme equivalía a reconocer mi culpabilidad, y dado que insisten en cortarle a uno cabeza, me parecía un espectáculo de muy mal gusto. Había que dar ejemplo a esa chusma, ¿no te parece? En cualquier caso, es preferible cortarse las venas.

En aquel momento estalla una violenta disputa entre Camille y uno de los guardias.

– Querido Camille, no merece la pena -dice Hérault.

– Nos está causando muchos problemas -responde uno de los guardias.

Al fin consiguen atarle las manos a la espalda. Se les ocurre propinarle un puñetazo para dejarlo inconsciente, pero temen que Sanson se enoje y les acuse de comportarse como unos aficionados. Camille tiene la camisa hecha jirones y un morado debajo del pómulo izquierdo. Danton se arrodilla junto a él.

– Tenemos que atarle las manos, ciudadano Danton.

– Un segundo.

Danton quita el medallón que lleva Camille colgado del cuello, el cual contiene un mechón de Lucile, y lo deposita en sus manos.

– Ya estoy listo -dice a los guardias.

– ¿Qué tal esas chicas belgas? -le pregunta Lacroix, dándole un codazo en las costillas-. ¿Fue divertido?

– Sí. Pero no para las belgas.


Hérault permanece impasible, aunque un poco pálido, al montarse en el carro que lo conducirá al cadalso.

– Menos mal que no tengo que viajar acompañado de unos ladrones -dice.

– Este carro está reservado a los revolucionarios más distinguidos -responde Danton-. ¿Crees que conseguirás llegar, Fabre, o tendremos que enterrarte en el camino?

Fabre alza la cabeza con grandes esfuerzos y contesta:

– Se han llevado todos mis papeles, Danton.

– Sí, es lo que suelen hacer.

– Quería terminar La naranja maltesa. Contenía unos versos muy hermosos. El manuscrito irá a parar a manos del comité, y Collot fingirá haberlo escrito él.

Danton soltó una carcajada.

– Lo pondrán en escena en el Italiens -prosigue Fabre-, bajo el nombre de ese cabrón.

El Pont-Neuf, el Quai de Louvre. El carro avanza traqueteando. Danton separa las piernas para mantener el equilibrio y sujetar a Camille. Camille no cesa de llorar, no por él sino por Lucile, o quizá por los dos, por las numerosas cartas que se han escrito, por su repertorio de gestos, tics y bromas, y por su hijo. Todo se ha perdido, no queda nada.

– No te estás comportando a la altura de Hérault -le reprocha Danton suavemente.

Danton contempla los rostros de los curiosos, mudos, indiferentes, que entorpecen el paso de los carros.

– Tratemos de morir con dignidad -dice Hérault.

De improviso, Camille se despierta del coma en el que le había sumido su dolor y exclama:

– ¡Vete a la mierda! ¡Deja de comportarte como un ci-devant!

Quai de l’École. Danton contempla la fachada del edificio y murmura: «Gabrielle», como si confiara en ver asomarse un rostro detrás de una cortina, una mano agitándose en un afectuoso gesto de saludo.

Rue Saint Honoré. La calle interminable. Al final de la misma, al pasar frente a la fachada de la casa de los Duplay, algunos condenados profieren palabrotas e insultos. Camille trata de dirigirse a la multitud. Henri Sanson se gira y lo mira alarmado. Danton se vuelve sobre Camille y murmura:

– No pierdas la calma. Olvídate de esa chusma.

El sol se oculta en el horizonte. Cuando nos ejecuten habrá anochecido, piensa Danton. En un rincón del carro, vestido como un sansculotte, el abate Kéravenen recita en silencio unas oraciones para los reos. Cuando el carro dobla hacia la Place de la Révolution, alza la mano para impartir una absolución condicional.


Existe un punto que -según dictan las reglas convencionales y la imaginación- no podemos traspasar; quizás esté aquí, al pie del cadalso, donde se detienen los carros para depositar su mercancía, carne todavía fresca, viva, palpitante. Danton deduce que, por ser el más ilustre de los condenados, lo ejecutarán en último lugar, junto a Camille. Sin embargo, en esos momentos piensa menos en la eternidad que en impedir que su amigo se desmorone durante los quince minutos que faltan para que la Cuchilla Nacional los separe.

Pero, naturalmente, se equivoca. En primer lugar hacen bajar del carro a Hérault.

– Adiós, amigos míos -dice simplemente.

A continuación le toca el turco a Camille, lo cual es lógico. Es preferible quitárselo rápidamente de enmedio antes de que soliviante a las masas.

Camille ha recuperado de pronto la serenidad. Es una lástima que Hérault no llegue a ver los benéficos resultados de su ejemplo. Camille mira a Henri Sanson y asiente para indicar que está preparado.

– Como diría Robespierre, es preciso sonreír. En cierta ocasión, el padre de ese hombre se querelló contra mí por haberlo difamado. Pero es inútil guardar rencor a nadie.

Al verlo sonreír, Danton siente un nudo en la garganta. «Carne todavía fresca, palpitante, muerta…» Ve a Camille decir unas palabras a Sanson. Este coge el medallón de manos de Camille y le promete entregárselo a Annette. Los últimos deseos de un reo son sagrados, y él es un hombre de palabra. Durante unos segundos, Danton aparta la vista. Luego contempla la escena que se desarrolla ante sus ojos, cada gota de sangre que cae, cada muerte, hasta que le toca el turno.

– Eh, Sanson.

– ¿Qué deseas, ciudadano Danton?

– Muestra mi cabeza a la multitud. Merece la pena que la contemplen.

Rue Saint Honoré: un día, hace mucho tiempo, su madre estaba sentada junto a la ventana, haciendo una labor de encaje. La luz penetraba por la ventana, iluminándolos a ambos. El niño observaba atentamente el dibujo que su madre iba tejiendo, los espacios entre los hilos.

– Enséñame a hacerlo -rogó a su madre.

– Los niños no hacen esas cosas -contestó ella, prosiguiendo su labor.

El niño se sintió de pronto discriminado, excluido.

Ahora, cuando contempla una labor de encaje -aunque su vista está muy debilitada- le parece ver cada uno de los hilos que forman el dibujo. A veces, cuando está sentado ante la mesa del comité, recuerda esa remota imagen de su infancia. Ve a la joven sentada junto a la ventana, con el vientre abultado, preñada de muerte; ve la luz del sol reflejada sobre sus cabellos, mientras sus hábiles manos siguen tejiendo, como si volaran…


The Times , 8 de abril de 1794


Cuando al fin se produjo la reconciliación entre Robespierre y Danton, ya dijimos que ésta se debía más al temor que los dos célebres revolucionarios sentían el uno hacia el otro que a un afecto mutuo. Añadimos que estábamos convencidos de que dicha reconciliación duraría hasta que uno de ellos, el más hábil y astuto, consiguiera destruir a su rival. Ha llegado ese momento, fatal para Danton… No alcanzamos a comprender por qué Camille Desmoulins, que gozaba de la protección de Robespierre, ha perecido aplastado por el triunfo de ese dictador.

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