Cuarta parte

Camille Desmoulins:

El Rey ha disparado contra la cabeza de la nación; ha errado el tiro, y ahora le toca el turno a la nación.

Lucile Desmoulins:

Deseamos ser libres, pero el coste es atroz.



***

I. Una persona de suerte

(1791)

Manon Roland estaba sentada junto a la ventana, sintiendo en la mejilla el tibio sol de octubre. Lenta y deliberadamente, clavaba la aguja en la sábana que estaba remendando. Incluso en nuestras circunstancias, los sirvientes domésticos pueden realizar esas tareas. Pero si quieres que queden perfectamente es mejor hacerlas tú misma. Además, pensó, inclinando la cabeza sobre la labor, ¿qué puede ser más relajante, más corriente, en un mundo lleno de violencia, que remendar una sábana de hilo? No hay más remedio que remendar y zurcir, reparar y poner parches ahora que, como decía su marido, «nos han asestado un duro golpe».

¿Qué sucede con esas metáforas de trabajos domésticos? ¿Es ella la que se resiste a éstas, o son éstas las que se resisten a ella? El centro está raído, gastado, de modo que hay que ponerle un parche, Ça Ira. Manon sonrió. Tenía un excelente sentido del humor.

Sus cuidados y su fuerza de voluntad han impedido que su marido, que tiene casi sesenta años y que padece una úlcera y trastornos hepáticos, se convierta en un inválido. Había sido inspector de artículos manufacturados; actualmente, bajo la nueva administración de septiembre de 1791, su cargo ha sido abolido. Habían aplaudido la muerte del viejo régimen; no eran personas interesadas. Pero cuando uno no dispone de una pensión de jubilación y le aguarda un porvenir de discreta pobreza los aplausos carecen de entusiasmo.

Has estado enferma, piensa, febril y agotada por el verano de París, angustiada por la sangre que ha corrido por los Campos de Marte. «Ha sido demasiado para ti, querida; tienes los nervios alterados. Debemos dejarlo todo y regresar a casa, porque lo más importante es tu salud, y Le Clos te proporciona serenidad.» ¿Serenidad? ¿A mí? No sé lo que es eso desde 1789.

Ése fue el motivo por el que regresaron a su pequeña propiedad en las colinas de Beaujolais, al huerto, y a las deslucidas cortinas, y a las mujeres pobres que se presentaban en la puerta trasera en busca de consejos y cataplasmas de hierbas. Aquí (Manon había leído muchas obras de Rousseau) uno vivía en armonía con la naturaleza y las estaciones. Pero la nación se estaba asfixiando, y ella deseaba… deseaba…

Irritada, Manon apartó la silla de la ventana. Toda su vida ha sido una espectadora, una mera observadora. Ese papel no le ha aportado nada, ni siquiera el don de tomarse las cosas con filosofía. En ese sentido, el estudio tampoco le ha ayudado, ni el autoanálisis, ni siquiera la jardinería. Muchos creen que en una mujer de treinta y seis años, esposa y madre, debería de haber un poco de sosiego, un poco de calma interior, pero no es así. Después de dar a luz te sigue fluyendo sangre por las venas, no leche. No puedo mostrarme pasiva ante la vida, y no creo que pueda hacerlo nunca. Bien mirado, teniendo en cuenta los últimos acontecimientos, ¿por qué habría de hacerlo?

¿Cómo podía tomarse tranquilamente la última desgracia que les había acaecido? Acaban de llegar de París y deben regresar dentro de unos días. O bien consiguen una pensión, o un nuevo cargo bajo el nuevo orden.

Roland no tenía ganas de volver. Pero Manon sentía que París la reclamaba; al fin y al cabo, había nacido allí.


La tienda de su padre estaba situada en el Quai d’Horloge, cerca del Pont-Neuf. Era grabador -una profesión respetable, clientes respetables- y tenía un carácter idóneo, firme pero al mismo tiempo obsequioso, artista y artesano, ambas cosas y ninguna de ellas.

Había sido bautizada con el nombre de Marie-Jeanne, pero siempre la habían llamado Manon. Sus hermanos y hermanas habían muerto. Debía existir alguna razón (pensó Manon cuando tenía ocho o nueve años) por la cual el Señor no se la había llevado también a ella, algún propósito determinado. Solía observar a sus padres detenidamente, calibrando con la implacable mirada de un niño sus limitaciones, sus esfuerzos por presentar una fachada digna y refinada. Sus padres se sentían un tanto intimidados por ella, y la cuidaban y protegían con excesivo celo. Tomaba clases de música.

Cuando cumplió diez años, su padre compró varios tratados sobre la educación de los niños, pensando que cualquier libro en cuyo título figurara la palabra «educación» era justamente lo que ella necesitaba.

Un día cometieron la imprudencia de dejar a esa niña, tan bonita e inteligente, por la que sus padres se desvivían, sola en el taller. El aprendiz (quince años, alto, con las manos ásperas y el rostro cubierto de pecas) parecía un muchacho bien educado, inofensivo. Era por la tarde, y estaba trabajando a la luz de una lámpara. Manon estaba de pie junto a él, observándolo. De pronto el chico le cogió la mano, la retuvo unos instantes entre las suyas, jugueteando con ella y sonriendo, y luego la obligó a tocarle por dentro de la bragueta.

Manon palpó un extraño pedazo de carne, duro, húmedo, hinchado, que se estremecía bajo su tacto. El joven le apretó la muñeca y al girarse hacia ella, Manon vio lo que había tocado. «No se lo digas a nadie», murmuró él. Manon apartó la mano bruscamente, arqueando las cejas hasta que rozaron los rizos que le caían sobre la frente, y salió del taller dando un portazo.

Cuando subía por la escalera oyó que su madre la llamaba. Quería que hiciera un recado o que la ayudara en la cocina, no lo recordaba con exactitud. El caso es que hizo lo que le pidió su madre, aunque se sentía mareada y le dolía el vientre. Pero no dijo una palabra. En realidad, no sabía qué decir.

A lo largo de las siguientes semanas -y eso era lo que posteriormente no alcanzaba a comprender, porque le parecía increíble que fuera una niña viciosa- regresó varias veces al taller. Sí, aprovechó todas las ocasiones que se le presentaron. Ella trataba de justificarse, trataba de cerrar los ojos ante su verdadera naturaleza. Es simple curiosidad, se decía, la curiosidad natural de una niña excesivamente protegida por sus padres. Pero luego se decía que eso eran meras excusas.

Por las noches el chico del taller cenaba con la familia. Dado que era muy joven y que estaba lejos de su casa, la madre de Manon se preocupaba de él. Manon procuraba no mostrarse diferente en su presencia; temía que empezaran a especular, a hacerle preguntas. Al fin y al cabo, si lo hacen, se decía, no tengo nada que ocultar. Pero empezó a pensar que la vida era injusta, que a veces a uno le reprochaban una falta que no había cometido. Todos los niños reciben de vez en cuando un bofetón sin venir a cuento o son castigados injustamente. La vida de los adultos, pensaba Manon, es distinta, más racional. Pero ahora que estaba a punto de convertirse en una persona adulta se daba cuenta de que todo parecía más arriesgado, la gente menos propensa de lo que había supuesto a mostrarse razonable. Una persistente voz interior le repetía: aunque no tengas la culpa, puedes parecer culpable.

Un día el chico murmuró:

– No te he enseñado nada que no haya visto tu madre.

Manon alzó la cabeza y abrió la boca para responder a su impertinencia, pero en aquel momento apareció su madre con un plato de pan y un bol de ensalada, y ambos callaron y bajaron los ojos tímidamente, como buenos niños, para dar gracias al Señor por la ensalada, el queso y el pan.

En el taller, al que Manon acudía con frecuencia, había una palpable tensión entre ellos, un alambre invisible a punto de romperse. A Manon le gustaba atormentarlo entrando y saliendo continuamente, protegida por la presencia de otras personas. No cesaba de pensar en aquel extraño pedazo de carne, ciego y tembloroso, que tenía vida propia, como algo recién nacido.

Un día se quedaron solos. Manon procuró guardar las distancias, para no volver a caer en una trampa. Esta vez el chico se le acercó por detrás, mientras ella miraba por la ventana. La sujetó por los brazos, la obligó a retroceder y ambos se sentaron en una silla estratégicamente situada. Manon tenía la falda arremangada y el chico la tocó entre las piernas. Luego la rodeó con un brazo fuerte y cubierto de pecas, inmovilizándola, y empezó a acariciarse. Ella observó los movimientos de su mano mientras permanecía sentada sobre sus rodillas, de espaldas a él, como una muñeca inerme, con los labios entreabiertos. El chico siguió acariciándose hasta alcanzar el placer. Manon no sabía qué era el placer, pero supuso que el chico había alcanzado el punto álgido en su actividad pues de repente la soltó y murmuró unas palabras sin atreverse a mirarla a la cara, sosteniéndola de espaldas a él para no ver si se sentía complacida u horrorizada, si reía o estaba tan escandalizada que ni siquiera era capaz de gritar.

Manon salió corriendo del taller. Poco después -ante la insistencia de su madre que quería saber lo que había sucedido- se lo contó todo. Lloraba desconsoladamente y las rodillas le temblaban de tal forma que tuvo que sentarse. Su madre la miró horrorizada. Luego la obligó a ponerse de pie, sujetándola con fuerza, y la sacudió mientras no cesaba de formularle preguntas: qué hizo el chico, dónde te tocó, cuéntamelo todo, cada palabra que te dijo, no temas decírselo a tu madre (temblando de ira y con el rostro desencajado). ¿Te obligó a tocarlo? ¿Estás sangrando, Manon? Cuéntamelo todo, todo…

Manon berreaba como una niña de tres años mientras su madre la arrastraba de la mano por las calles. Al llegar a la iglesia su madre llamó insistentemente a la puerta, como si deseara confesarse de un crimen o que el sacerdote acudiera a administrar la extremaunción a un pariente agonizante. Cuando el sacerdote les abrió la puerta, su madre obligó a Manon a arrodillarse en un confesionario y la dejó a solas, en la penumbra, con el anciano y asmático sacerdote. El cura se inclinó hacia adelante para escuchar atentamente el relato, entre convulsivos sollozos, de una niña que, al parecer, había sido violada.

Lo más curioso fue que no echaron al aprendiz. Temían que se produjera un escándalo. Temían que la gente se enterara de lo sucedido. Manon siguió viendo al chico todos los días, aunque éste ya no comía con la familia. Manon había comprendido al fin que era culpable; no se trataba de lo que la gente pudiera decir o pensar, sino de una reconciliación interior que, al menos en aquellos momentos, resultaba imposible. Su madre trató de tranquilizarla diciendo que podía haber sido mucho peor; al fin y al cabo estaba intacta, aunque Manon no comprendía el significado de esa palabra. Trata de no pensar en ello, le aconsejó su madre; un día, cuando seas mayor y estés casada, no te parecerá tan grave. Pero por más que se esforzaba -lo cual empeoraba las cosas- no podía dejar de pensar en ello. Cada vez que recordaba el episodio se sonrojaba y estremecía, moviendo al mismo tiempo la cabeza en un pequeño gesto espasmódico e involuntario.

Cuando cumplió veintidós años, su madre murió. Por las mañanas se ocupaba de la casa y por las tardes estudiaba italiano y botánica; rechazaba los sistemas de Helvetius y se aplicaba en matemáticas. Por las noches leía historia clásica; luego permanecía sentada, con los ojos cerrados y las manos descansando sobre el libro, soñando con la Libertad. Meditaba detenidamente en el Hombre, en el progreso y la nobleza de espíritu, en el sentido de la fraternidad y sacrificio, en todas las virtudes espirituales.

Leyó Historia natural, de Buffon; había ciertos párrafos que se sentía obligada a omitir, y unas páginas que se saltaba rápidamente pues contenían datos que ella no deseaba conocer.

Un día, siete o ocho años después de que el aprendiz abandonara el taller de su padre, volvió a encontrarse con él casualmente. Hacía poco que se había casado y se había convertido en un joven común y corriente. Fue un encuentro breve, apenas tuvieron tiempo de conversar, aunque a ella le hubiera gustado. Al despedirse, él murmuró:

– Confío en que me hayas perdonado. No pretendía hacerte ningún daño.

En 1776, su vida cambió. Fue el año en que los norteamericanos proclamaron su independencia, y ella procuraba reprimir sus afectos y emociones. Había recibido varias ofertas de matrimonio, en su mayoría de jóvenes comerciantes, que ella había rechazado cortésmente pero con firmeza. Evitaba pensar en el matrimonio, y su familia empezó a pensar que nunca se casaría.

Pero en enero de ese año apareció en escena Jean-Marie Roland. Era alto, instruido, hombre de mundo, con la amabilidad de un padre y la seriedad de un profesor. Pertenecía a la pequeña nobleza, pero era el más joven de cinco hijos; poseía únicamente unas pocas tierras y el dinero que ganaba. Era un administrador nato. En su calidad de inspector, había viajado por toda Europa. Conocía todo lo referente a los procesos de teñido, confección de encaje y utilización de la turba como combustible, así como la fabricación de pólvora, la curación de la carne de cerdo y el esmerilado del vidrio; era un entendido en física, libre comercio y la Grecia antigua. Tenía una insaciable sed de aprender, de adquirir conocimientos. Al principio Manon no reparó en sus viejas chaquetas cubiertas de polvo, en sus raídas camisas ni en sus zapatos desprovistos de hebillas y atados con cintas; cuando al fin se dio cuenta de ello, le pareció encantador conocer a un hombre que no poseía ni un ápice de vanidad. Con ella se mostraba educado, amable y formal.

Solía besarle la mano cortésmente. Se sentaba frente a ella. Jamás intentaba propasarse. En ocasiones era como si una estatua de san Pablo se inclinara hacia ella y le pellizcara la barbilla.

Se intercambiaron cartas, unas largas y absorbentes epístolas que les llevaba varias horas redactar y una hora leer. Al principio escribían sesudos ensayos sobre temas de interés general. Al cabo de unos meses abordaron el tema del matrimonio, su aspecto sacramental y su utilidad social.

Roland se marchó a Italia, donde permaneció un año, y posteriormente publicó una obra de seis volúmenes que recogía sus experiencias y aventuras en aquel país.

En 1780, cuatro años después de haber iniciado una seria y tímida relación, contrajeron matrimonio.

La noche de bodas no pudieron comunicarse por carta. Manon no sabía lo que iba a suceder; no quería pensar en el aprendiz ni en sus caricias, ni construir una teoría sobre lo que, al fin y al cabo, había sucedido a sus espaldas. De modo que no estaba preparada para ver el cuerpo de Roland, su pecho hundido con sus escasos pelos grises; ni las prisas con las que se arrojó sobre ella, ni el dolor de la penetración. Al notar que Roland comenzaba a jadear, Manon levantó la cabeza y preguntó: «¿Estás bi…?» Pero él ya se había quedado dormido, con la boca abierta.

Al día siguiente, al despertarse, Roland se disculpó:

– ¿Eras totalmente inexperta? Mi pobre Manon, de haberlo sabido…

Un hijo (pensaban ambos) justifica plenamente un matrimonio: Eudora, nacida el 4 de octubre de 1781.

Manon tenía la habilidad -de la que se sentía muy orgullosa- de comprender en pocos minutos los detalles esenciales de un complicado asunto. Si le hablabas de un tema -pongamos por ejemplo las Guerras Púnicas o la fabricación de velas de sebo-, al cabo de un día te ofrecía una exhaustiva descripción del mismo, y a la semana era capaz de montar su propia fábrica o de trazar un plan de batalla para Escipión el Africano. Le gustaba ayudar a Roland en su trabajo, disfrutaba con ello. Empezó en el nivel más bajo, copiando párrafos que él deseaba estudiar. Luego pasó a confeccionar índices, cosa que hacía de forma minuciosa y competente; a continuación aplicó su memoria retentiva y persistente curiosidad a sus proyectos de investigación. Por último -dado que Roland escribía con gran fluidez, gracia y dominio del idioma- Manon empezó a ayudarle a redactar sus informes y cartas. «Déjame que pula ese informe mientras tú meditas sobre el primer párrafo», le suplicaba. «Qué inteligente eres, querida -decía él-. No sé cómo me las arreglaría sin ti.»

Pero yo deseo -piensa ella- más que simples alabanzas, deseo una vida sosegada; y al mismo tiempo deseo ocupar un escenario más grande e importante. Conozco el lugar asignado a la mujer, del que me siento satisfecha y lo respeto, pero deseo conquistar el respeto de los hombres. Deseo su respeto y su aprobación. Yo también hago planes, razono, tengo mis propias ideas sobre el estado de Francia. Manon hubiera deseado transmitir esas ideas, mediante un proceso imperceptible, a los cerebros de los legisladores de la nación, como se las transmitía a su marido.

Recordaba un día de julio: el zumbido de las moscas que revoloteaban por la habitación, el rostro amarillento de su marido asomando entre las blancas sábanas, y su suegra, una tirana de ochenta y cinco años, sentada en un rincón, descabezando un sueñecito. Manon se vio con un vestido gris, una mente gris, envejecida y extenuada por el calor, deslizándose por las habitaciones con una taza de té de hierbas, mientras afuera el verano seguía avanzando inexorablemente.

– ¿Señora?

– No hagas ruido. ¿Qué quieres?

– Han traído noticias de París.

– ¿Se ha puesto alguien enfermo?

– No, señora. Ha caído la Bastilla.

La taza se le cayó de las manos y se hizo añicos. Más tarde pensó que lo había hecho adrede. Roland se despertó bruscamente, levantó la cabeza y preguntó alarmado:

– ¿Ha sucedido alguna desgracia, Manon?

La anciana se despertó y miró a Manon con aire de reproche ante sus entusiastas muestras de júbilo.

Manon empezó a escribir artículos de prensa, primero para el Lyon Courier y luego para El patriota francés, el periódico editado por Brissot. (Durante los dos últimos años, su marido y Brissot habían mantenido correspondencia.) Firmaba con el seudónimo de «una dama de Lyon», o «una dama romana». En junio de 1790 recibió una encantadora carta, aunque escrita con una letra casi ilegible, en la que su autor le pedía permiso para reproducir uno de sus artículos en el Révolutions de France et du Brabant. Manon accedió de inmediato, sin conocer el carácter del editor del periódico.

En París se le presentó la gran oportunidad, que Manon no desaprovechó, de ser útil a los patriotas. Llevaba años soñando con ello, de día y de noche, durante sus largas horas de estudio, mientras estaba embarazada de Eudora, mientras observaba a los enterradores en un cementerio de Amiens. El salón de la señora Roland. Algunos detalles del sueño quizás habían resultado decepcionantes, pues los hombres eran pesos ligeros, frívolos, estúpidos, y ella tenía que morderse los labios para no decirles lo que pensaba. Sin embargo, era un comienzo. Pronto regresarían a París.

Durante estos últimos meses, Manon se había mantenido al tanto de la situación. En un cajón cerrado conservaba cartas de Brissot, de Robespierre y del diputado François-Léonard Buzot, un joven serio y muy agradable. A través de las cartas de éste se había enterado de la matanza de los Campos de Marte. En ellas le explicaba (lamenta verse obligada a resumir los hechos, pero éstos se suceden tan rápidamente que no queda más remedio) que Luis, restaurado en el trono, había jurado defender la constitución; que Lafayette había dejado de ser el comandante de la Guardia Nacional y había abandonado París para ocupar un cargo militar en provincias. Se había instituido la nueva Asamblea Legislativa, a la que no podían acceder los antiguos diputados, por lo que Buzot había regresado a su casa en Evreux. De todos modos, podían seguir escribiéndose y sin duda un día volverían a encontrarse. Su amigo común, Brissot, se había convertido en diputado; el viejo y querido amigo Brissot, que trabajaba con tanto ahínco. Robespierre no se había marchado a su casa natal sino que había permanecido en París para reconstruir el Club de los Jacobinos, formado por los nuevos diputados, a los que instruía en las normas y procedimientos de los debates que se producían en la Asamblea. Un hombre diligente, Robespierre, aunque la había decepcionado.

El día de la matanza, Manon le había enviado recado, ofreciéndose a ocultarlo en su casa. No había recibido respuesta, y posteriormente se enteró de que se había alojado en casa de la familia de un comerciante, con la que actualmente seguía viviendo. Manon se sintió profundamente decepcionada al verse privada de vivir aquella emocionante y arriesgada experiencia. Se imaginaba enfrentándose a un regimiento, replicando a los soldados de la Guardia Nacional.

Durante su exilio también había seguido con interés la carrera del señor Danton y sus amigos. Se alegró al saber que Danton había partido para Inglaterra, donde confiaba que permanecería. Manon siguió teniendo información sobre las andanzas de éste, y en cuanto empezaron a circular rumores de una amnistía, el señor Danton regresó apresuradamente. Tuvo el valor de presentar su candidatura a diputado de la Asamblea Legislativa, y en medio de uno de las reuniones electorales (según habían contado a Manon), apareció un oficial con una orden de arresto contra él. Tras ser insultado y agredido por la multitud que acompañaba siempre al abogado en todas sus actividades, el oficial fue trasladado a la cárcel de Abbaye, donde permaneció encerrado durante tres días en la celda reservada a Danton.

La amnistía había sido aprobada; pero los electores no se dejaron engañar por las pretensiones de Danton. Despechado, éste se había recluido durante un tiempo en su provincia, para meditar, y ahora había decidido convertirse en fiscal. Con suerte, tampoco conseguiría ocupar ese cargo. Francia no estaba dispuesta (según confiaba Manon) a dejarse gobernar por gentes de su calaña.

En cuanto al futuro… Le irritaba pensar que en París la gente vitoreaba de nuevo al Rey y a la Reina simplemente porque habían estampado su firma en la constitución, como si hubieran olvidado los años de tiranía y rapacidad, la traición en el camino de Varennes. Luis estaba confabulado con las potencias extranjeras, Manon no dudaba de ello. La guerra acabará estallando, pensó, y nosotros debemos ser los primeros en atacar. (Manon volvió la sábana del revés para rematar el zurcido.) Debemos luchar como república, como hicieron Atenas y Esparta. (Acto seguido cortó el nudo con las tijeras.) Luis debe ser depuesto. O mejor aún, asesinado.

De este modo, el reinado de los aristócratas habría acabado para siempre.

Un reinado cruel…

Años atrás, su abuela la había llevado a una casa en el Marais para visitar a una aristócrata a la que conocía. Un mayordomo les abrió la puerta y les hizo pasar. La vieja aristócrata estaba sentada en un sofá, luciendo un espléndido vestido de seda y con las mejillas pintadas de colorete. De pronto apareció un perrito y al ver a las intrusas comenzó a ladrar y a dar brincos. La aristócrata le dio un pequeño azote e indicó a la abuela de Manon que se sentara en una banqueta junto a ella. Por alguna misteriosa razón, la anciana llamaba a su abuela por su nombre de pila.

Manon permaneció de pie, en silencio y muerta de calor. Todavía le dolía el cuero cabelludo por los tormentos que su abuela le había inflingido aquella mañana al peinarla. La vieja hablaba con tono imperativo y una voz, curiosamente, poco cultivada. Al hacer a Manon una señal para que se acercara, la niña, aturdida, le había hecho una torpe reverencia. Treinta años más tarde aún no se había perdonado por aquella reverencia.

– ¿Eres religiosa? -le preguntó la anciana aristócrata, mirándola con ojos acuosos.

El perro estaba tendido pacíficamente junto a ella; sobre el brazo del sillón yacía el tapete que estaba bordando.

– Trato de cumplir con mi deber -respondió Manon, bajando la vista.

Su abuela parecía sentirse violenta. La anciana se ajustó el gorro de encaje, como si estuviera ante un espejo. Luego miró de nuevo a Manon y empezó a preguntarle sobre sus estudios. Cuando la niña respondía correctamente, con estudiada cortesía, la vieja sonreía burlonamente.

– Eres muy lista, ¿verdad? ¿Crees que eso es lo que quieren los hombres en una mujer?

Una vez concluido el catequismo -mientras Manon permanecía de pie en aquella habitación cuyo aire era casi irrespirable- la anciana pasó a enumerar sus méritos y defectos. Tenía una bonita figura, dijo la anciana, dando a entender que cuando fuera mayor sería gorda. La tez un poco apagada, aunque sin duda mejoraría con el tiempo.

– Dime, querida, ¿has comprado alguna vez un billete de lotería? -le preguntó la anciana.

– No, señora, no creo en los juegos de azar.

– ¡No seas impertinente, niña! -le espetó la aristócrata. Luego la agarró por la muñeca y dijo-: Quiero que vayas a comprarme un billete de lotería. Quiero que tú misma elijas el número y me lo traigas. Creo que eres una persona de suerte.

Una vez en la calle, Manon aspiró el aire fresco y puro.

– No quiero regresar allí -le dijo a su abuela. Deseaba volver a su casa, a sus libros y a los personajes agradables y sensatos que figuraban entre sus páginas.

Incluso hoy, al cabo de tanto tiempo, cada vez que alguien pronunciaba la palabra «aristócrata» -cuando se referían a una «noble dama» o a una «dama de título»-, Manon recordaba a aquella perversa anciana aficionada a los juegos de azar. No era sólo su gorro de encaje, su fría y dura mirada ni las hirientes palabras. No, era el intenso aroma a almizcle, el perfume que disimulaba el olor dulzón de la decadencia física.

Jamás compró aquel billete de lotería. Manon estaba convencida de que la república prohibiría los juegos de azar.


París.

– No me importa que hayan contratado al mismo san Juan Bautista -dijo el juez al secretario del tribunal-. Lían infringido las leyes de caza y voy a condenarlos a seis meses. ¿Por qué cree usted que Desmoulins ha vuelto a ejercer la abogacía?

– Por dinero -contestó el secretario.

– Creía que Orléans pagaba bien.

– El duque está acabado -dijo el secretario alegremente-. La señora de Genlis está en Inglaterra, Laclos ha regresado a su regimiento y las amantes tratan de conquistar a Danton. Por supuesto, obtienen el dinero de los ingleses.

– ¿Cree que los ingleses han comprado a los amigos de Danton?

– Creo que les pagan, pero esa es otra cuestión. Son una pandilla de sinvergüenzas. Antiguamente, cuando en este país sobornabas a un hombre podías fiarte de su honradez.

El juez parecía impaciente. Cuando el secretario empezaba a soltar aforismos, siempre llegaban tarde a casa.

– Volvamos a lo nuestro -dijo el juez.

– Ah, sí, maître Desmoulins. Siguiendo los consejos de su suegro en materia de inversiones, había comprado títulos de la Ciudad de París. Y ya sabemos cómo han acabado.

– Cierto -respondió el juez.

– Ahora que las autoridades han cerrado el periódico necesita otra fuente de ingresos.

– No creo que sea pobre.

– Tiene dinero, pero quiere más. A menos en eso se parece a todos nosotros. Tengo entendido que ha invertido en Bolsa. Mientras espera que sus inversiones le rindan dividendos, pretende recuperar su fortuna cobrando unas minutas astronómicas.

– Creí que detestaba ejercer de abogado.

– Pero ahora las cosas son distintas. Ahora, cuando tiene dificultades, tenemos que esperar a que termine la frase. Me temo que…

– Yo no -le interrumpió el juez.

– Es muy hábil.

– No lo niego.

– Cuando los señores descubren que la policía interfiere con sus placeres, les resulta muy conveniente que uno de ellos les defienda. Arthur Dillon, De Sillery y todos los demás han conseguido convencerlo.

– Los frecuenta abiertamente… Yo creía que los patriotas…

– Se lo toleran todo. Al fin y al cabo, por decirlo así, él es la Revolución. Aunque, según he oído decir, se han alzado voces de protesta. Pero esto es París, no Ginebra.

– ¿Es usted también aficionado al juego?

– Eso no tiene nada que ver -contestó el secretario del tribunal-. Es posible que, al igual que maître Desmoulins, me interese limitar la injerencia del Estado en la vida privada de los individuos.

– ¿De modo que está usted de acuerdo con él? -preguntó el juez-. No tardaré en verlo con las botas sobre la mesa, sansculotte con unos pantalones de confección casera, un gorro rojo y una pica apoyada en la pared.

– En estos tiempos -respondió el secretario-, todo es posible.

– Estoy dispuesto a ser tolerante, pero no le permitiré que fume en pipa, como Père Duchesne.


Camille hizo un pequeño gesto de disculpa a sus clientes y sonrió al juez. El hombre y la mujer se miraron preocupados.

«Puesto que no se librarán de ir a la cárcel -les había dicho el letrado-, podríamos utilizar su caso para abordar unos temas más amplios.»

– Deseo solicitar al tribunal…

– Póngase en pie.

Tras vacilar unos instantes, el abogado se levantó y se acercó al estrado.

– Deseo solicitar permiso para exponer públicamente mi opinión.

– ¿Acaso pretende usted iniciar una controversia pública? -inquirió el juez en voz baja.

– En efecto.

– No necesita mi permiso para hacerlo.

– Es una formalidad. Una cortesía.

– ¿Está usted en desacuerdo con el veredicto respecto a los hechos?

– No.

– ¿Respecto a la ley?

– No.

– ¿Entonces?

– Me opongo a la utilización de los tribunales como instrumentos del Estado intruso y moralizador.

– ¿De veras? -El juez se inclinó hacia adelante; le gustaba discutir sobre generalidades-. Dado que parece haber borrado a la Iglesia del asunto, ¿quién se encargará de que los hombres sean como deben ser si no la ley?

– ¿Quién dice cómo deben ser los hombres?

– Si la gente elige a sus legisladores -cosa que hoy en día pueden hacer- ¿acaso no les asignan esa tarea?

– Pero si el pueblo y sus diputados están formados por una sociedad corrupta, ¿cómo van a ser capaces de tomar las decisiones adecuadas? ¿Cómo podrán formar a una sociedad moral cuando ni siquiera saben lo que eso significa?

– Me temo que llegaremos tarde a casa -dijo el juez-. Responder adecuadamente a esa pregunta nos llevaría seis meses. Según usted, la cuestión estriba en cómo vamos a ser buenos si somos malos…

– Antes solíamos conseguirlo por mediación de la gracia divina. Pero en la nueva constitución eso no está previsto.

– Creí que todos ustedes se habían propuesto regenerar a la humanidad -comentó el juez-. ¿No le preocupa no coincidir con sus amigos?

– Desde la Revolución, uno puede disentir, ¿no es cierto?

Camille parecía aguardar una respuesta. El juez estaba desconcertado.

II. El retrato de Danton

(1791)

Georges-Jacques Danton: «La reputación es una puta, y los que hablan sobre la posteridad son unos hipócritas y unos imbéciles.»


Tenemos un problema. No estaba previsto que este personaje participara en la narración. Pero el tiempo apremia; los hechos se suceden sin solución de continuidad, y dentro de poco más de dos años habrá muerto.

Danton no solía escribir. Es posible que se presentara en los tribunales con unas notas; hemos descrito tales ocasiones, ficticias pero probables. Los expedientes de esos casos se han perdido. No escribía diarios, y pocas cartas, a menos que escribiera el tipo de cartas que uno rompe en cuanto las recibe. Desconfiaba de lo que pudiera anotar en un papel pues cabía la posibilidad que más tarde cambiara de opinión. Exponía su criterio ante las mesas del comité, adornadas con la bandera tricolor, mientras otros redactaban las actas. Si era preciso abordar una cuestión en el Club de los Jacobinos, o dar rienda suelta a su ira patriótica en el de los cordeliers, el público debía aguardar hasta el sábado para hallar un resumen de sus invectivas, bastante retocadas, entre las páginas del periódico de Camille Desmoulins. En los momentos de mayor agitación -que eran frecuentes- se improvisaban nuevas ediciones que aparecían dos veces a la semana, o incluso a diario. Según Danton, la faceta más singular del carácter de Camille era su afán de escribir en todas las superficies en blanco que caían en sus manos; cuando daba con un pedazo de papel, virgen e impoluto, lo perseguía hasta cubrirlo de garabatos, y luego buscaba otro, y otro más, entre la montaña de papeles que había sobre su mesa.

Desde la matanza de los Campos de Marte, el periódico ha dejado de publicarse. Camille dice que está harto de fechas tope, de berrinches y de erratas de imprenta; su compulsión de escribir va por libre. Pero ello no representa un obstáculo pues todas las semanas sigue escribiendo tantas palabras como las que pronuncia Danton. Entre ahora y el fin de su carrera, Danton pronunciará montones de discursos, algunos de varias horas de duración. Improvisa a medida que habla. Quizá puedan oír su voz.


Regresé de Inglaterra en septiembre. La amnistía fue el último acto de la vieja Asamblea Nacional. Según dijeron, debíamos inaugurar la nueva era con un espíritu de reconciliación, o una majadería similar. No tardarán en comprobar el resultado.

Los acontecimientos del verano habían perjudicado seriamente a los patriotas, y regresé a un París monárquico. El Rey y su esposa aparecieron de nuevo en público y fueron vitoreados y aclamados. No soy rencoroso; prefiero ser amable. Huelga decir que mis amigos del Club de los Cordeliers sustentaban unas opiniones muy distintas. Hemos recorrido un largo camino desde 1788, cuando los únicos republicanos que conocía eran Billaud-Varennes y mi querido e impulsivo Camille.

La marcha de Lafayette de la capital suscitó grandes manifestaciones de júbilo, a mi juicio prematuras. (Lo lamento, no consigo acostumbrarme a llamarlo Mottié.) De haber emigrado, yo mismo hubiera ordenado tres días de fuegos artificiales y amor libre en nuestra orilla del río; pero Lafayette está con los Ejércitos, y cuando estalle la guerra, lo cual sucederá dentro de seis o nueve meses, tendremos que convertirlo de nuevo en un héroe nacional.

En octubre nuestro empalagoso patriota Jérôme Pétion fue nombrado alcalde de París. El otro candidato era Lafayette. La esposa del Rey detesta al general hasta tal punto que removió ciclo y tierra para conseguir que fuera nombrado Pétion, un republicano. Esto demuestra la total incompetencia de las mujeres en materia política.

Es posible que Pétion esté en la nómina de algún monárquico que yo desconozco. Nada es imposible en estos tiempos. Sigue convencido de que la hermana del Rey se enamoró de él durante el regreso de Varennes. Se ha puesto en ridículo. Me sorprende que Robespierre, que no tolera esas cosas, no le haya amonestado. La nueva consigna popular es «¡Pétion o la muerte!» Camille se ganó numerosas miradas de reproche en el Club de los Jacobinos cuando observó en voz alta: «Viene a ser lo mismo.»

Su repentino auge ha ofuscado a Jérôme, que tuvo la ocurrencia de recibir a Robespierre como si se tratara de un alto dignatario y le obligó a asistir a un banquete. Hace poco Camille dijo a Robespierre: «Ven a cenar, tenemos un champán maravilloso.» A lo que Robespierre contestó: «El champán es el veneno de la libertad.» ¡Hombre, ésa no es forma de responder a un viejo amigo!

Mi derrota en las elecciones para la nueva Asamblea me disgustó. Fue debida -disculpen si me expreso como Robespierre- a la cantidad de gente que tengo en mi contra, y a que no conseguimos enmendar la cláusula de inmunidad parlamentaria. Si pidiera el voto al hombre de la calle, podría ser Rey.

Y yo nunca afirmo nada que no sea capaz de demostrar.

Me disgustó por mí mismo y por mis amigos. Se habían esforzado en apoyarme -Camille, por supuesto, y sobre todo Fabre-, pues actualmente represento el único cauce de expresión del genio que debía inundar nuestra época. Pobre Fabre, pero es útil y, a su manera, muy hábil. Y totalmente consagrado al progreso de Danton, un rasgo que le honra.

Deseaba ser diputado para serles útil. Me refiero a que les habría ayudado a realizar sus ambiciones políticas y a aumentar sus ingresos. No finjan escandalizarse. Les aseguro, como dicen nuestras esposas, que siempre ha sido así. Nadie aspira a alcanzar un cargo público a menos que exista una recompensa.

Después de las elecciones pasé un tiempo en Arcis. Gabrielle iba a dar a luz en febrero, y necesitaba descansar. En Arcis no hay nada que hacer excepto ocuparse de las labores agrícolas, lo cual, que yo sepa, no la seduce lo más mínimo. Así pues me pareció oportuno ausentarme una temporada. Robespierre estaba en Arras (puliendo su acento provinciano, supongo) y pensé que si él podía abandonar su puesto yo también podía hacerlo. París no es un lugar especialmente agradable. Brissot, que tiene muchos amigos en la nueva Asamblea, estaba ocupado recabando apoyo para una política de guerra contra las potencias europeas, una política tan arriesgada e ineficaz que me mostré de lo más elocuente cuando discutí con él sobre ese asunto.

Tengo bajo mi techo en Arcis a mi madre, mi padrastro, mi hermana soltera, Pierrette, mi vieja nodriza, mi tía abuela, mi hermana Anne-Madeleine, su marido Pierre y sus cinco hijos. En mi casa hay un constante ajetreo, pero me satisface poder ocuparme de mi familia. He firmado cinco contratos de compra de terrenos, incluyendo un terreno boscoso, he arrendado una granja y he comprado más ganado. Cuando estoy en Arcis, no siento deseos de regresar a París.

Mis amigos en la ciudad decidieron que debía presentar mi candidatura para un cargo público. Para ser más exactos, querían que ocupara el cargo de fiscal del Estado. No es un cargo de gran envergadura, pero mi candidatura era una forma de anunciar que había vuelto al ruedo político.

Para explicarme dicho plan, Camille y su esposa llegaron a Arcis cargados con unas bolsas repletas de recortes de prensa, cartas y panfletos, y los últimos rumores que circulan por la capital. Gabrielle saludó a Lucile con escaso entusiasmo. Estaba en el sexto mes de su embarazo, cansada y poco atractiva. Lucile, naturalmente, se presentó con un guardarropa completo de prendas adecuadas para el campo. Cada día está más guapa, pero, como dice Anne Madeleine, excesivamente delgada.

Mi familia, que consideraban a los parisienses parecidos a los pieles rojas, los recibieron educada pero fríamente. Luego, al cabo de un par de días, Anne Madeleine simplemente los agregó a sus cinco hijos, a quienes daba de comer cuando tenían hambre y llevaba a marchas forzadas por el campo para domesticarlos. Un día, después de cenar, Lucile comentó que creía estar embarazada. Mi madre miró a Camille y contestó que no le parecía probable. En aquel momento decidí que había llegado el momento de regresar a París.


– ¿Cuándo regresarás a casa? -preguntó Anne Madeleine a su hermano.

– Dentro de unos meses, para que conozcáis al niño.

– Quiero decir para siempre.

– La situación del país…

– ¿Qué tiene eso que ver con nosotros?

– En París ocupo una cierta posición.

– Sólo nos dijiste que eras abogado, Georges-Jacques.

– En el fondo es lo que soy.

– Supusimos que cobrarías unos honorarios muy elevados en París. Pensamos que debías ser el abogado más importante del país.

– No tanto.

– Pero eres un hombre importante. No sabíamos a qué te dedicabas.

– ¿A qué me dedico? No hagas caso de Camille, exagera.

– ¿No tienes miedo?

– ¿De qué?

– Tuviste que huir. ¿Qué sucederá la próxima vez cuando las cosas se compliquen? La gente como nosotros puede permanecer en la cumbre durante uno o dos años, pero la popularidad no es eterna.

– Nosotros pretendemos cambiar las cosas.

– ¿No podrías regresar ahora? Tienes tierras, tienes cuanto deseas. Regresa con tu esposa y deja que tus hijos se críen con los míos, como debe ser, y trae a esa joven para que dé a luz aquí. ¿Ese niño es tuyo, Georges?

– ¿El hijo de Lucile? Por supuesto que no.

– Lo digo por la forma en que la mirabas. ¿Cómo voy a saber lo que sucede en París?

Me presenté a las elecciones y fui derrotado por un hombre llamado Gerville. Al cabo de unos días Gerville fue nombrado ministro del Interior, lo cual me allanó el camino. En las siguientes elecciones mi rival fue Collot d’Herbois, un dramaturgo de escaso éxito, al que supongo que debo considerar mi camarada revolucionario. Puede que los electores duden de mi capacidad para ocupar el cargo, pero Collot posee el juicio de un perro rabioso. Obtuve una amplia mayoría.

Piensen lo que quieran. Mis rivales dicen, entre otras cosas, que la Corte influyó en mi victoria. Puesto que Luis Capeto conserva la prerrogativa de nombrar a sus ministros, es lógico que así fuera.

Para expresarlo de otro modo, dicen que «estoy en la nómina de la Corte». Es una afirmación un tanto vaga, una acusación imprecisa, y a menos que puedan aportar nombres, fechas y cifras concretas, no me siento obligado a hacer comentario alguno. Pero si le preguntan a Robespierre, les asegurará que soy un hombre íntegro. Hoy en día ésa es la mejor garantía. Dado su conocido temor al dinero, lo llaman el Incorruptible.

Si mi figura les inspira simpatía, consideren una feliz coincidencia el nombramiento de Gerville como ministro del Interior. En caso contrario, consuélense pensando que a mi amigo Legendre le ofrecieron una importante cantidad de dinero por cortarme el cuello. Me lo contó el mismo Legendre, lo que demuestra que debió ver ciertas ventajas a largo plazo que le llevaron a rechazar la sustanciosa oferta.

Mi nuevo salario resultó muy útil, y mi estatus como destacado funcionario público me dio prestigio. Supuse que mi mujer y yo podíamos gastar un poco de dinero sin levantar críticas (qué equivocado estaba), de modo que mantuve a Gabrielle ocupada durante las últimas semanas de su embarazo eligiendo alfombras, una nueva vajilla y un nuevo servicio de té para nuestra vivienda, que acabamos de redecorar.

Pero imagino que no les interesan los detalles sobre nuestra nueva mesa de comedor, sino saber quiénes ocupan los escaños de la nueva Asamblea. Abogados, por supuesto. Terratenientes, como yo mismo. A la derecha, los partidarios de Lafayette. En el centro, un nutrido grupo independiente. A la izquierda están los que nos interesan. Mi buen amigo Hérault de Séchelles es diputado, y hemos reclutado a unos cuantos hombres para el Club de los Cordeliers. Brissot está entre los elegidos para París, y muchos de sus amigos aspiran a ocupar importantes cargos públicos.

Debo hacer una aclaración sobre los «amigos de Brissot». Es incorrecto llamarlos así puesto que muchos de ellos no pueden ver a Brissot ni en pintura. Pero formar parte «del grupo de Brissot» constituye una etiqueta que nos resulta muy útil. En la vieja Asamblea, Mirabeau solía señalar a la izquierda y gritar: «¡Silencio, esas sucias voces!» Robespierre me confió un día que convendría que todos los «amigos de Brissot» se sentaran juntos en el Club de los Jacobinos, de modo que nosotros pudiéramos hacer lo mismo.

¿Queremos silenciarlos? No lo sé. Si pudiéramos resolver de una vez por todas el absurdo dilema de guerra o paz -lo cual no es sencillo- apenas existiría nada que nos dividiera. Hay un gran número de hombres excepcionales de la región de la Gironda, entre ellos los abogados más importantes de Burdeos. Pierre Vergniaud es un excelente orador, el mejor de la Asamblea, si bien posee un tipo de oratoria un tanto anticuada, muy distinta de nuestro agresivo estilo.

Como es lógico, los «amigos de Brissot» están también fuera de la Asamblea. Está Pétion -que actualmente ocupa el cargo de alcalde, como ya he dicho- y Jean-Baptiste Louvet, el novelista, que ahora escribe para varios periódicos, y supongo que recordarán a François Buzot, el joven taciturno que se sentaba con Robespierre en el extremo izquierdo de la vieja Asamblea. Entre ellos poseen varios periódicos, así como numerosos cargos de influencia en la Comuna y en el Club de los Jacobinos. No alcanzo a comprender qué hacen con Brissot, a menos que necesiten su energía nerviosa como fuerza motriz. Está aquí, allá, expresa una opinión instantánea, ofrece un apresurado análisis, redacta un editorial en un abrir y cerrar de ojos. Siempre se halla ocupado organizando un comité, lanzando un proyecto, trazando un plan, siguiendo la pista de algo, sin descansar un instante. Un día vi a Vergniaud, un hombre alto y sosegado, observándolo bajo sus pobladas cejas mientras dejaba escapar un suspiro de cansancio. Lo entiendo perfectamente. En ocasiones, Camille también me agota. Pero debo reconocer que Camille, incluso en las circunstancias más difíciles, sabe hacerme reír. Incluso es capaz de hacer reír al Incorruptible. Sí, lo he visto con mis propios ojos, y Fréron asegura que él también ha visto al Incorruptible reír a mandíbula batiente mientras por sus mejillas se deslizaban unos gruesos lagrimones.

No pretendo insinuar que el grupo de Brissot constituya algo tan definitivo como un partido. Pero se ven con frecuencia y llevan una intensa vida «de salón». El verano pasado solían reunirse en casa de un viejo estúpido llamado Roland, un provinciano casado con una mujer bastante más joven que él. Su esposa resultaría pasablemente atractiva de no ser por su incesante ardor. Es el tipo de mujer a la que gusta rodearse de muchachos jóvenes y coquetear con ellos para suscitar sus celos. Es probable que ponga los cuernos a su marido, aunque dudo que sea ése su objetivo principal. No son sus apetitos carnales los que desea satisfacer. Al menos, eso creo. Por fortuna, no la conozco bien.

Robespierre cenaba con frecuencia en casa de los Roland, por lo que deduzco que son gente altruista. Un día le pregunté si solía llevar la voz cantante en las conversaciones, a lo que respondió: «No pronuncio una palabra; me limito a permanecer sentado en un rincón, mordiéndome las uñas.» Tiene sus momentos, este Maximilien.

Vino a visitarme a principios de diciembre, poco después de regresar de Arras.

– Espero no importunarte -dijo, asomándose tímidamente al cuarto de estar para cerciorarse de que no había nadie con quien no deseaba toparse-. ¿Te importa que haya traído al perro?

Yo me apresuré a retirar la mano que había apoyado sobre su hombro.

– Me sigue a todas partes -dijo a modo de disculpa.

El perro -que tenía el tamaño de un pequeño asno- se tumbó a sus pies, con la cabeza apoyada entre las patas, sin apartar los ojos de su amo. Era blanco con manchas negras y se llamaba Brount.

– Lo tenía en el campo -dijo Maximilien-. Decidí traerlo a París porque Maurice Duplay quiere que tenga un guardaespaldas y no me gusta la idea de que un tipo me siga a todas partes. Supuse que el perro…

– Has hecho bien -respondí.

– Está muy bien educado. ¿De veras crees que es una buena idea?

– Claro. Al fin y al cabo, yo utilizo a Legendre.

– Cierto -dijo Maximilien, moviéndose inquieto en el sillón. El perro levantó las orejas. Max no sabe captar mi sentido del humor-. Es cierto que existía una conspiración para asesinarte.

– Imagino que más de una.

– No te dejes intimidar por ellos, Danton. Siento un profundo respeto por ti.

Lo miré atónito. No esperaba semejante confesión. Luego charlamos un rato sobre su estancia en Arras. Me habló sobre su hermana Charlotte, que es su más devota seguidora en público, pero que en privado no deja de meterse con él. Era la primera vez que me hablaba sobre su vida personal. Lo que sabía de él me lo había contado Camille. Supongo que al regresar a París y comprobar que los nuevos líderes son unos desconocidos, me considera un viejo camarada de armas. Yo me consolé pensando que me había perdonado por los chistes que hacía a sus expensas cuando rompió su compromiso con Adèle.

– ¿Qué te parece la nueva Asamblea? -le pregunté.

– Supongo que es mejor que la anterior -contestó secamente.

– Pero…

– Esos tipos de Burdeos parecen muy pagados de sí mismos. No alcanzo a comprender sus motivaciones -contestó Max. Acto seguido se puso a hablar de Lazare Carnot, un militar al que había conocido hacía años y que actualmente es diputado; Carnot es el primer soldado al que le oía ensalzar, y probablemente el único-. ¿Conoces a Couthon?

En efecto, lo conocía. Couthon es inválido y tiene a un sirviente que lo pasea en una silla de ruedas; cuando tropiezan con unos escalones, el sirviente lo transporta sobre sus espaldas. Luego, un alma caritativa acerca la silla y el sirviente instala de nuevo en ella al pobre Couthon. Pese a ser inválido, ha gozado, como Robespierre, de una brillante carrera como abogado de los pobres. Couthon está paralítico y sufre constantes dolores, pero Robespierre asegura que eso no le ha amargado. Sólo Robespierre podría creerlo.

Temía, según me confesó, a los partidarios de la guerra, es decir, a los «amigos de Brissot».

– Acabas de regresar de Inglaterra, Danton. ¿Crees que se proponen luchar contra nosotros?

Le aseguré que sólo lo harían si les provocábamos.

– ¿No crees que una guerra sería desastrosa, Danton?

– Sin duda. No tenemos dinero. Nuestro Ejército está dirigido por unos aristócratas cuyas simpatías se inclinan hacia el enemigo. Nuestra Marina es una calamidad. Vivimos en un clima de disensión política.

– La mitad de nuestros oficiales, o quizá más, han emigrado. Si estalla la guerra, tendrán que luchar los campesinos con azadones. O con picas, si disponemos del dinero para comprarlas.

– Es posible que beneficie a algunos -observé yo.

– Sí, a la Corte. Creen que el caos provocado por la guerra nos obligará a apoyarnos de nuevo en la monarquía, y que cuando nuestra Revolución haya quedado aplastada volveremos a ellos de rodillas, implorándoles que nos ayuden a olvidar que una vez fuimos libres. Si consiguieran eso, ¿qué les importaría que las tropas prusianas quemaran nuestras casas y asesinaran a nuestros hijos? Al contrario, les produciría una inmensa satisfacción.

– Robespierre…

Pero era imposible detenerlo.

– De modo que la Corte apoyará la guerra, incluso en contra de la camarilla de María Antonieta. Hay hombres en la Asamblea, que se llaman patriotas, dispuestos a aprovechar la menor oportunidad para distraer la atención de la lucha revolucionaria.

– ¿Te refieres a los hombres de Brissot?

– Sí.

– ¿Por qué crees que pretenden, según dices, distraer la atención de la lucha revolucionaria?

– Porque temen al pueblo. Quieren contener la Revolución, sofocarla, porque temen que el pueblo ejerza su voluntad. Desean una revolución que satisfaga sus propios intereses. Quieren forrarse los bolsillos. La gente quiere la guerra porque saca provecho de ella.

Sus palabras me dejaron perplejo. No es que yo no hubiera pensado en ello, pero me asombraba que Robespierre, tan puro y noble, hubiera llegado a la misma conclusión.

– Hablan -dije- de una cruzada para traer la libertad a Europa. De que tenemos el deber de difundir el evangelio de la fraternidad.

– ¿Difundir el evangelio? ¿Quién quiere a unos misioneros armados?

– Eso me pregunto yo.

– Hablan como si les preocupara el bienestar del pueblo, pero acabarían convirtiéndose en una dictadura militar.

Yo asentí. Maximilien tenía razón, pero no me gustó la forma en que se expresaba; hablaba como si se tratara de un hecho incontestable.

– ¿No crees que Brissot y sus amigos obran de buena fe? Creen que una guerra uniría al país, consolidaría la Revolución y haría que el resto de Europa nos dejara en paz.

– ¿Lo crees tú? -respondió Robespierre.

– Personalmente, no.

– ¿Acaso te consideras un imbécil? ¿Lo soy yo?

– No.

– La cosa no puede estar más clara. Dada la situación de Francia, pobre y desarmada, la guerra significa la derrota. La derrota significa o un dictador militar que salvará lo que pueda y establecerá otra tiranía, o el hundimiento total y el regreso de una monarquía absoluta. Podría significar ambas cosas, una después de la otra. Al cabo de diez años no quedaría uno solo de nuestros logros, y para tus hijos la libertad representaría tan sólo el sueño de un anciano. Ten por seguro que eso es lo que sucederá, Danton. Nadie puede afirmar honradamente lo contrario. Si insisten en afirmarlo, no son honrados, no son patriotas, y su política de guerra es una conspiración contra el pueblo.

– Es lo mismo que acusarlos de traidores.

– En efecto. Unos traidores en potencia. Por consiguiente, debemos reforzar nuestra postura contra ellos.

– En caso de que pudiéramos ganar la guerra, ¿estarías a favor de ella?

– Detesto la guerra -contestó Robespierre, esbozando una sonrisa forzada-. Detesto todo tipo de violencia innecesaria. Detesto incluso las discusiones, las disensiones entre la gente, aunque sé que son inevitables. -Hizo un pequeño gesto como para borrar toda controversia-. ¿Te parezco poco razonable, Georges-Jacques?

– No, lo que dices es lógico. Pero… -No sabía cómo terminar la frase.

– La derecha trata de hacerme pasar por fanático. Al fin conseguirán convertirme en un fanático.

Robespierre se levantó para marcharse. El perro se incorporó de un salto y me miró con cara de pocos amigos cuando estreché la mano de su amo.

– Me gustaría charlar contigo de manera informal -dije-. Estoy cansado de hablar en sitios públicos, de no tener ocasión de conocerte mejor. Ven a cenar esta noche.

– Te lo agradezco -respondió-, pero estoy muy ocupado. Podemos vernos en casa de Maurice Duplay.

Tras esas palabras se marchó, el hombre razonable, mientras su perro le seguía escaleras abajo gruñendo en la penumbra.

Me sentía deprimido. Cuando Robespierre dice que detesta la idea de la guerra, se trata de una reacción emocional, a las cuales no soy inmune. Comparto su desconfianza hacia los soldados; somos recelosos y envidiosos como sólo pueden serlo los escritores. Día a día, el movimiento en favor de la guerra adquiere mayor intensidad. Debemos ser los primeros en atacar, dicen, antes de que nos ataquen. En cuanto comiencen a batir los tambores, será imposible razonar con ellos. Confieso que si debo asumir una postura contra corriente, prefiero hacerlo junto a Robespierre. Puede que bromee a expensas suyas, pero conozco su energía y su honestidad.

Sin embargo… Cuando siente algo en su corazón, se sienta para descifrar la lógica de ese sentimiento en su mente. Luego nos asegura que la parte mental fue anterior a la otra, y nosotros le creemos.

Fui a verlo a casa de Duplay, pero primero envié a Camille a echar un vistazo. El maestro carpintero lo había ocultado cuando estaba en peligro, y todos supusimos que cuando la situación se normalizara, etcétera…, pero lo cierto es que se quedó en su casa.

Tras cerrar la puerta que daba a la rue Saint-Honoré, entré en casa de Duplay, un lugar tranquilo, casi rural. El patio estaba lleno de operarios, pero éstos se movían discretamente y soplaba una brisa fresca y pura. Maximilien ocupaba una habitación en la primera planta, sencilla pero agradable. No me fijé en los muebles, supongo que no tendrían nada de particular. Cuando fui a verlo me mostró una amplia estantería, nueva y bien acabada, aunque algo tosca.

– Me la ha hecho Maurice -dijo con aire de satisfacción.

Examiné los libros. Prácticamente todas las obras de Jean-Jacques Rousseau, junto a otros autores modernos y unas viejas ediciones de Cicerón y Tácito. Me pregunté si en caso de que estallara la guerra tendría que ocultar mis volúmenes de Shakespeare y Adam Smith. Deduje que Robespierre no lee otra lengua moderna que la suya, lo cual es una lástima. A Camille las lenguas modernas no le merecen el menor respeto; está estudiando hebreo y busca a alguien que le dé clases de sánscrito.

Camille me había advertido sobre los Duplay.

– Son… una gente… espantosa -dijo. Pero aquel día fingía ser Hérault de Séchelles, de modo que no le hice caso-. En primer lugar está Maurice, el paterfamilias. Tiene entre cincuenta y cincuenta y cinco años, es calvo y terriblemente serio. Temo que sólo consiga sacar lo peor de nuestro querido Robespierre. La mujer es extraordinariamente poco agraciada. Luego hay un hijo llamado también Maurice, y un sobrino, Simón, ambos jóvenes y completamente imbéciles.

– Háblame de las tres hijas -dije-. ¿Son atractivas?

Camille soltó un aristocrático gemido.

– Victoire parece un mueble. No abrió la boca…

– No me sorprende. Cuando te pones hablar no hay quien meta baza -contestó Lucile con aire divertido.

– Luego está la pequeña, Elisabeth -la llaman Babette-, que resulta tolerable si te gustan las bobaliconas. Y por último está la mayor, que me siento incapaz de describir.

No era cierto, por supuesto. Al parecer, Eléonore era una joven feúcha, simple y pretenciosa; estudiaba bellas artes con David, y prefería el clásico nombre de «Cornélia» al suyo propio. Confieso que ese detalle me pareció risible.

A fin de redondear el cuadro, Camille comentó que las cortinas de la habitación de Robespierre parecían estar hechas con uno de los viejos vestidos de la señora Duplay, pues eran del tipo de tejido que una mujer como ella elegiría para su vestimenta personal. Camille siguió hablando de los Duplay durante varios días, pero no conseguí sacar nada en limpio.

Supongo que son buena gente, que se han esforzado en alcanzar una posición acomodada. Duplay es un ferviente patriota que no teme hablar claro en el Club de los Jacobinos, aunque no se jacta de ello. Maximilien parece sentirse a gusto en su casa. En cuanto pudo abandonó su cargo de fiscal del Estado, aduciendo que le impedía ocuparse de otros trabajos. Actualmente no tiene despacho, ni sueldo, y deduzco que debe vivir de sus ahorros. Tengo entendido que ciertos patriotas ricos y desinteresados le remiten de vez en cuando dinero, que él, por supuesto, se apresura a devolver junto con una nota de agradecimiento.

En cuanto a las hijas, la que según Camille parece un mueble es muy tímida, y Babette posee cierto atractivo adolescente. Reconozco que Eléonore…

Procuran que Robespierre se sienta a gusto en su casa, de lo que me alegro sinceramente. Es un confort un tanto austero comparado con el nivel al que estamos acostumbrados; me temo que hace que mostremos nuestro lado menos favorable cuando nos burlamos de los Duplay y, según dice Camille, de su «comida buena y sencilla, y sus hijas simples y feas».

Posteriormente observé algo extraño en el ambiente de aquella casa. Algunos de nosotros nos reímos cuando los Duplay empezaron a coleccionar retratos de su nuevo hijo para decorar sus paredes, y Fréron me preguntó si no me parecía extraordinariamente vanidoso por parte de Robespierre el permitirlo. Supongo que a todos nos gusta que nos hagan nuestro retrato, incluso a mí, que no soy precisamente el sueño de un pintor. Pero eso era distinto. Cuando me sentaba con Robespierre en el pequeño cuarto de estar, donde a veces recibía a las visitas, me sentía observado no sólo por su persona en carne y hueso sino por multitud de imágenes pintadas al óleo, dibujadas al carbón y bustos tridimensionales en barro cocido. Cada vez que iba a verlo -lo que no sucedía a menudo- me encontraba con un nuevo retrato suyo. Me sentía francamente incómodo, no sólo por los retratos y a los bustos sino por la forma en que los Duplay lo miraban. Comprendo que se sintieran orgullosos de alojar en su casa a un personaje famoso, pero me chocaba que todos ellos, el padre, la madre, el joven Maurice, Simón, Victoire, Eléonore y Babette lo contemplaran con auténtica devoción. Yo que él me preguntaría qué pretende esa gente de mí y qué perdería si se lo concedo.

Toda melancolía que pudiéramos sentir hacia fines de 1791 quedó disipada por la continua y divertida comedia que representa el abogado Desmoulins ante los tribunales.

Él y Lucile gastan mucho dinero, aunque, como la mayoría de los patriotas, tienen pocos sirvientes y se han desembarazado del carruaje para no ser criticados. (Yo sí tengo un carruaje; confieso que el confort personal me preocupa más que la aprobación de las masas.) ¿Que qué hacen con el dinero? Invitan con frecuencia a cenar a sus amigos; Camille es aficionado al juego, y Lolotte lo gasta en las cosas en que suelen gastarlo las mujeres. Sin embargo, el regreso de Camille al ejercicio de la abogacía se debió no tanto a la falta de dinero como a la necesidad de exhibirse en una nueva arena.

En los viejos tiempos, Camille afirmaba que su tartamudeo era un serio obstáculo en su profesión. Hasta que uno se acostumbraba a ello puede resultar violento, irritante o embarazoso. Pero, como bien dice Hérault, Camille ha conseguido arrancar unos sorprendentes veredictos a los aturullados jueces. En más de una ocasión he observado que el tartamudeo de Camille aparece y desaparece. Desaparece cuando está enojado o desea hacer hincapié en algo; aparece cuando cree que alguien pretende abusar de su buena fe, o cuando desea demostrar que es una buena persona, aunque un tanto torpe. Al cabo de ocho años de amistad, en ocasiones asume esa actitud conmigo y espera que yo le crea, lo cual demuestra su natural optimismo. No sin cierto éxito, debo confesarlo; hay días en que me divierte tanto su fingida torpeza que incluso le abro las puertas.

Todo transcurrió normalmente hasta Año Nuevo, cuando Camille se hizo cargo de la defensa de la pareja implicada en el asunto del casino del Passage Radziwill. Camille protestó por la injerencia del Estado en lo que consideraba una cuestión moral estrictamente privada; no sólo dio a conocer públicamente su opinión sino que la exhibió en unas pancartas colocadas en toda la ciudad. Brissot -un hombre con una lamentable vocación de entrometido, tanto en su filosofía política como en su vida privada- se sintió indignado por el asunto. Atacó a Camille verbalmente y ordenó a uno de sus colaboradores que lo atacara en la prensa. Camille declaró que hundiría a Brissot.

– Escribiré su autobiografía -dijo-. No necesito adornar los hechos. Es un plagiario y un espía, y si hasta ahora no he hecho esas revelaciones ha sido por sentimentalismo y un profundo sentido de la amistad.

– Mentira -respondí-. No lo has hecho por temor a lo que él pudiera revelar sobre ti.

– Cuando lo haya aplastado… -dijo Camille.

Llegados a este punto, decidí intervenir. Puede que no estemos de acuerdo en la cuestión de la guerra, pero si queremos alcanzar un poder político formal, debemos reconocer que nuestros aliados naturales son Brissot y los hombres de la Gironda.

Permítanme arrojar más luz sobre la vida privada de Camille. La promesa de fidelidad a Lucile duró unos tres meses, aunque por sus vagas afirmaciones deduzco que no está enamorado de otra mujer y que volvería a hacer lo que hizo para casarse con ella. Ni él ni ella muestran la típica frialdad de las personas que están aburridas la una de la otra; por el contrario, dan la impresión de una joven pareja acomodada, pletórica de vitalidad, que se divierte de lo lindo. A Lucile le gusta ejercer sus poderes sobre todos los hombres atractivos, e incluso sobre los que, como yo, no podemos ser descritos como tales. Tiene a Fréron y a Hérault embelesados. ¿Recuerdan ustedes al general Dillon, al romántico irlandés tan amigo de Camille? En ocasiones Camille lo lleva a casa después de una partida -el general comparte su pasión por el juego- y se lo entrega a Lucile como si fuera el más maravilloso regalo, lo cual es cierto, pues Dillon, junto con Hérault, es considerado uno de los hombres más apuestos de París, además de elegante, amable y educado. Aparte de la satisfacción que proporciona a Lucile coquetear con sus admiradores, imagino que alguien -tal vez la perversa Rémy- la ha asegurado que el medio de retener a un marido infiel es darle celos. Si ésa es su idea, ha fracasado estrepitosamente. Fíjense en esta conversación:

Lucile: Hérault trató de besarme.

Camille: No me extraña, has estado coqueteando con él. ¿Dejaste que lo hiciera?

Lucile: No.

Camille: ¿Por qué?

Lucile: Porque tiene papada.

¿Qué son entonces? ¿Una simpática, fría y amoral pareja que ha decidido no complicarse mutuamente la vida? No es eso lo que ustedes pensarían si vivieran en nuestra calle, ni lo que pensarían si vivieran en la casa de al lado. A mi juicio han apostado muy alto y ambos vigilan al otro esperando que le fallen los nervios y abandone la partida. Lo cierto es que cuantos más admiradores colecciona Lucile, más parece divertirse Camille. ¿Por qué? Me temo que tendrán ustedes que suplir con su imaginación las deficiencias de la mía. Al fin y al cabo, ya deberían conocerlos.

En cuanto a mí, bueno, espero que les guste mi esposa, a quien la mayoría de la gente encuentra encantadora. Nuestras pequeñas actrices -Rémy y sus amigas- son tan acomodaticias y agradables que Gabrielle puede permitirse el lujo de ignorarlas. Jamás cruzan el umbral de esta casa. Por otra parte, ¿de qué podría acusarlas Gabrielle? No son unas prostitutas, ni mucho menos; se escandalizarían si les ofrecieran dinero. Lo que les gusta es salir y que les hagan regalos, y ser vistas del brazo de personajes cuyos nombres aparecen en la prensa. Como suele decir mi hermana Anne Madeleine, las personas como nosotros tenemos nuestro momento, y cuando ese momento pase y nos olviden, se pasearán del brazo de otros hombres. Me gustan esas chicas. Porque me gustan las personas que no se hacen ilusiones.

Tengo que hablarles un día de Rémy, siquiera como un gesto de amistad hacia Fabre, Hérault y Camille.

Debo decir, en mi descargo, que durante mucho tiempo fui fiel a Gabrielle; pero en estos tiempos no abunda la fidelidad. Recuerdo con frecuencia todo lo que hemos vivido juntos, el profundo y sincero amor que siento hacia ella; la amabilidad de sus padres, y el niño que enterramos. Pero también recuerdo su tono de frío reproche, sus impenetrables silencios. Un hombre tiene que realizar el trabajo que se le ha encomendado, y debe hacerlo como juzgue conveniente, y (al igual que las actrices) debe adaptarse a los tiempos en que vive; Gabrielle esto no lo comprende. Lo que me enoja es su aire de víctima. Dios sabe que jamás la he maltratado.

Así pues, frecuento a algunas actrices y amigas del duque. Quizá crean ustedes que presumo de conquistador. Con la señora Elliot mantengo simplemente una relación de negocios. Hablamos de política, de política inglesa aplicada a los asuntos de Francia. Pero últimamente he observado un calor especial en el tono de voz y en la mirada de Grace. Es una consumada actriz; no creo que me encuentre insoportable.

Con Agnès es distinto. La visito cuando el duque se halla fuera de la ciudad. Cuando el duque sospecha que me gustaría ver a Agnès, se ausenta de la ciudad. Es un arreglo que funciona a las mil maravillas, tanto es así que parece urdido por el propio Laclos, salvo que éste ha caído en desgracia y se encuentra exiliado en provincias. ¿Pero por qué tendría que dejarse conquistar la amante de un príncipe de la sangre -un auténtico personaje de novela- por un abogado que goza de pésima reputación, gordo y feo como el pecado?

Porque el duque prevé que en el futuro necesitará a un amigo: a Danton.

Sin embargo, confieso que me cuesta dejar de pensar en Lucile. Es una muchacha llena de pasión, sentido del humor e inteligencia. Ella tampoco goza de buen nombre. Todos creen que es mi amante, y no tardará en serlo; a diferencia de sus otros admiradores, no tolero que se burlen de mí.

Dentro de unas semanas Gabrielle me dará otro hijo. Celebraremos el feliz acontecimiento y nos reconciliaremos, lo cual significa que Gabrielle aceptará la situación. Cuando Lucile haya tenido el niño -que es hijo de su marido-, Camille y yo llegaremos a un acuerdo, lo cual no nos resultará demasiado difícil. Creo que 1792 será probablemente mi año.

En enero pasaré a ocupar el cargo de fiscal del Estado.

Confío en tener ocasión de volver a dialogar con ustedes.

III. Tres cuchillas, dos de reserva

(1791-1792)

Luis XVI a Federico Guillermo df Prusia


Señor, he escrito al Emperador, a la emperatriz de Rusia y a los reyes de España y Suecia para proponerles un congreso de las principales potencias de Europa, respaldado por una fuerza armada, como medio de controlar a las facciones que han brotado aquí, restablecer el orden e impedir que el mal que nos atormenta se apodere de otros estados europeos. Confío en que Su Majestad mantendrá esta iniciativa mía en el más estricto secreto.


J.-P. Brissot al Club de los Jacobinos, 16 de diciembre de 1791


Un pueblo que ha alcanzado la libertad al cabo de doce siglos de esclavitud necesita una guerra para consolidarse.


María Antonieta a Axel von Fersen


Son unos imbéciles. No comprenden que eso nos beneficiaría.


Gabrielle empezó a sentir los dolores de parto en plena noche, una semana antes de lo previsto. Georges-Jacques la oyó levantarse, y al abrir los ojos la vio junto a su cama.

– Ya ha empezado -dijo Gabrielle-. Avisa a Catherine. No creo que el niño tarde en nacer.

Georges se incorporó y la abrazó. La luz de las velas se reflejaba en el cabello oscuro de Gabrielle. Ella le acarició la cabeza y murmuró:

– Te lo ruego, confío en que después de esto todo vaya bien.

¿Cómo habían llegado las cosas a estos extremos? Georges-Jacques lo ignoraba.

– Tienes frío -dijo-, estás helada.

La ayudó a acostarse y la arropó con la colcha. Luego se dirigió al salón y echó unos troncos en la chimenea para avivar el fuego.

Georges comprendió que sobraba. En estos momentos Gabrielle necesitaba al médico y a la comadrona, a Angélique y a la señora Gély, su vecina del piso de arriba. Antes de salir de la habitación, Georges se volvió para mirar a Gabrielle mientras Louise Gély, sentada en la cama, le trenzaba el pelo. Georges preguntó a su madre si le parecía oportuno que la niña presenciara el parto. Pero Louise le oyó y contestó:

– Desde luego que es oportuno, señor Danton. Pero aunque no lo fuera, todas las mujeres tenemos que pasar por ello, y ya tengo catorce años.

– Cuando hayas cumplido cuarenta -replicó su madre-, podrás hacer lo que quieras. Vete a la cama.

Georges se inclinó sobre su esposa, la besó y le acarició la mano. Luego retrocedió para dejar pasar a Louise, pero la niña le rozó al pasar y le miró sonriendo.

Al fin amaneció. Hacía frío, y al llegar al mundo su hijo soltó un penetrante berrido mientras la nieve batía sobre la ventana y el gélido viento barría las calles desiertas.


El 9 de marzo falleció el emperador Leopoldo. Durante un par de días, hasta que el nuevo Emperador dio a conocer sus opiniones, la paz parecía posible.

– La Bolsa ha subido -dijo Fabre.

– ¿Acaso te interesa la Bolsa?

– He invertido algún dinero.


– ¿Qué? -exclamó la Reina-. ¿Huir en el carruaje de la hija de Necker? ¿Refugiarnos en el campamento de Lafayette? Es ridículo.

– Dicen que es nuestra última oportunidad, señora -contestó el Rey-. Mis ministros me aconsejan…

– Vuestros ministros están locos.

– Podría ser peor. Todavía tratamos con caballeros.

– No podría ser peor -replicó enérgicamente la Reina.

El Rey la miró con tristeza y dijo:

– Si esta Administración cae…

Y cayó.


21 de marzo.

– ¿Creéis que seréis capaz de mantener este Gobierno a flote, Dumouriez? -inquirió el Rey. No dejaba de pensar que ese hombre había pasado dos años en la Bastilla. Charles Dumouriez inclinó la cabeza-. No debemos… -se apresuró a decir el Rey-. Sé que sois un jacobino. Me consta. (¿Quién sugerís, señora?)

– Señor, soy un soldado -respondió Dumouriez-. Tengo cincuenta y tres años. Siempre he servido a Vuestra Majestad fielmente. Soy uno de los más leales súbditos de Vuestra Majestad y…

– Sí, sí -contestó el Rey.

– … yo ocuparé el cargo cié ministro de Asuntos Exteriores. Conozco bien Europa. He servido en calidad de agente de Vuestra Majestad…

– No dudo de vuestras aptitudes, general.

Dumouriez suspiró. Antes, el Rey te dejaba al menos terminar la frase. A Luis ya no le interesaban los asuntos de Estado, le aburrían los detalles. Interrumpía continuamente a sus ministros, les dejaba con la palabra en la boca. Si querían salvar a los Reyes, era mejor que éstos no conocieran los pormenores.

Dumouriez temía que rechazaran su plan, como habían rechazado el de Lafayette.

– Para ministro de Finanzas, Clavière -dijo.

– Era amigo de Mirabeau -observó el Rey secamente. Dumouriez no sabía si ello significaba que le caía bien o no-. ¿Y para la cartera de Interior?

– Es complicado. Los mejores hombres están en la Asamblea, y los diputados no pueden ser ministros. Os ruego que me concedáis un día.

El Rey asintió. Dumouriez se inclinó de nuevo.

– General… -dijo el Rey con un tono muy poco majestuoso. Dumouriez, un hombre de baja estatura pero de aspecto elegante, se volvió-. No estaréis contra mí, ¿verdad?

– ¿Contra vos, Majestad? ¿Lo decís porque asisto a las reuniones de los jacobinos? -Dumouriez trató de mirar a Luis a los ojos, pero éste tenía la vista clavada a su izquierda-. Las facciones tan pronto surgen como desaparecen. La lealtad es una tradición que siempre persistirá.

– Desde luego -respondió Luis distraídamente-. Aunque no considero que los jacobinos sean una facción sino más bien un poder… Antes teníamos a la Iglesia dentro del Estado, ahora tenemos ese club. ¿De dónde proviene ese Robespierre?

– Creo que de Artois, señor.

– Me refiero en un sentido más profundo… ¿De dónde proviene? -insistió Luis con tono impaciente. De los dos hombres, parecía el más viejo-. Os he reconocido enseguida. Sois lo que llamamos un aventurero. El señor Brissot es un caprichoso, le gusta seguir las modas de la época. Y el señor Danton es uno de esos brutales demagogos que hallamos en nuestros libros de historia. Pero el señor Robespierre… Me gustaría saber qué pretende. Quizá podría concedérselo.

El general Dumouriez se inclinó nuevamente y salió de la habitación sin que Luis reparara en ello.


En el otro extremo del pasillo, Brissot esperaba a su general favorito.

– Tienes tu Gobierno -dijo Dumouriez.

– Pareces deprimido -respondió Brissot-. ¿Ha sucedido algo?

– No, sólo que el Rey me ha colgado unos cuantos epítetos.

– ¿Te ha ofendido? No está en situación de hacerlo.

– No he dicho que me haya ofendido.

Los dos hombres se miraron durante unos segundos, recelando el uno del otro. Luego Dumouriez tocó a Brissot en el hombro y dijo con aire desenfadado:

– Un ministerio jacobino, querido amigo. Algo que hasta hace poco parecía impensable.

– ¿No habéis hablado sobre la guerra?

– No me pareció oportuno forzar el asunto. Pero creo que puedo garantizarte que las hostilidades estallarán dentro de un mes.

– Tiene que haber guerra. El mayor desastre sería la paz. ¿No estás de acuerdo?

Jugueteando con el bastón que sostenía entre las manos, Dumouriez contestó:

– ¿Cómo no voy a estarlo? Soy un soldado. Debo pensar en mi carrera. Es una magnífica oportunidad para resolver algunas cosas.


– Inténtalo -dijo Vergniaud-. La Corte se llevará un buen susto. Me entusiasma la idea.

– Robespierre… -dijo Brissot.

Robespierre se detuvo.

– Hola, Vergniaud. Pétion. Brissot. -Tras nombrarlos a todos, parecía satisfecho.

– Queremos hacerte una propuesta.

– Conozco vuestras propuestas. Nos proponéis convertirnos de nuevo en esclavos.

Pétion alzó la mano para aplacarlo. Estaba más gordo que cuando Robespierre lo había conocido, y su rostro exhibía una expresión de triunfo.

– Creo que no es necesario que perdamos el tiempo debatiendo en la cámara -sugirió Vergniaud-. Podríamos mantener conversaciones privadas.

– No deseo mantener conversaciones privadas.

– Créeme, Robespierre -dijo Brissot-, nos gustaría que nos apoyaras en el tema de la guerra. La intolerable injerencia en nuestros asuntos internos…

– ¿Por qué os empeñáis en luchar contra Austria e Inglaterra, cuando nuestro enemigo está en casa?

– ¿Quieres decir allí? -inquirió Vergniaud señalando con la cabeza hacia los aposentos del Rey, en las Tullerías.

– Sí, allí, aparte de todos los que nos rodean.

– Con nuestros amigos en el ministerio -dijo Pétion-, no nos resultará difícil ocuparnos de ellos.

– Debo irme -dijo Robespierre, alejándose apresuradamente.

– Se está volviendo morbosamente receloso -observó Pétion-. Antes éramos amigos. Para decirlo sin rodeos, temo que acabe perdiendo la razón.

– Tiene muchos partidarios -dijo Vergniaud.

Brissot siguió a Robespierre y lo agarró por el codo.

– Un buen cazador de ratas -observó Vergniaud.

– ¿Qué? -preguntó Pétion.

Brissot caminaba apresuradamente tras Robespierre.

– Hablábamos del ministerio, Robespierre. Te ofrecemos un cargo.

Robespierre se soltó y se alisó la manga de la casaca.

– No quiero ningún cargo -contestó sombríamente-. No existe ningún cargo que me convenga.


– ¿En el cuarto piso? -preguntó Dumouriez-. ¿Es tan pobre ese Roland que vive en un cuarto piso?

– En París todo está muy caro -respondió Brissot a la defensiva, jadeando por el esfuerzo.

– No tenías que seguirme corriendo si eso te fatiga -dijo Dumouriez con tono irritado-. Te hubiera esperado. No tengo intención de entrar solo. ¿Estás seguro de que debemos hacerlo?

– Es un excelente administrador… -contestó Brissot, tratando de recuperar el resuello- con un impecable expediente de servicios… y unas opiniones muy juiciosas… y una esposa… grandes aptitudes… una absoluta entrega… a nuestros objetivos.

– Comprendo -dijo Dumouriez. No creía que tuvieran muchos objetivos en común.

Les abrió la puerta Manon. Estaba un poco despeinada, y había pasado un día muy aburrido.

El general le besó la mano con la caballerosidad del viejo régimen.

– ¿Está en casa su marido? -inquirió.

– Está acostado.

– Creo que podemos hablar con la señora -dijo Brissot.

– Yo creo que no -replicó Dumouriez. Luego se giró hacia ella y añadió-: Tenga la bondad de ir a despertarlo. Queremos hacerle una proposición que creo le interesará. -Se detuvo y echó un vistazo alrededor de la habitación-. Tendrían que mudarse. Si lo desea, querida señora, puede empezar a empaquetar su vajilla y las pertenencias.


– No es posible -dijo Manon. Tenía un aspecto muy juvenil y estaba a punto de romper a llorar-. Te burlas de mí. No te creía capaz de hacerme eso.

El rostro de su marido presentaba un tono menos ceniciento que de costumbre.

– Querida, no creo que el señor Brissot esté dispuesto a bromear con un tema tan serio como la composición de su Gobierno. El Rey me ha ofrecido el Ministerio del Interior. Nosotros…, yo he aceptado.


Vergniaud también estaba acostado, en casa de la señora Dodun, en el número 5 de la Place Vendôme. Pero se levantó para recibir a Danton. Por lo que sabía de Danton era un hombre admirable, salvo que trabajaba demasiado.

– Pero ¿por qué ese tal Roland? -preguntó Danton.

– Porque no había otro -contestó Vergniaud con tono fatigado. Estaba aburrido del tema. Estaba cansado de que la gente le preguntara quién era Roland-. Porque es dócil y fácil de manipular. Tiene fama de discreto. ¿A quién hubieras elegido tú? ¿A Marat?

– Los Roland afirman ser republicanos. Tú también, según tengo entendido.

Vergniaud asintió impasible. Danton lo miró detenidamente. Era un hombre de treinta y nueve años, alto pero sin empaque. Su pálido y carnoso semblante presentaba unas marcas de viruela, y su prominente nariz parecía fuera de lugar entre sus pequeños y profundos ojillos, como si ambos rasgos pertenecieran a otro rostro. No era un hombre que destacara entre la multitud, pero en la tribuna de la Asamblea o en el Club de los Jacobinos -mientras su público lo escuchaba en silencio y los visitantes que ocupaban las galerías estiraban el cuello para verlo- era otro hombre. Se transformaba en un hombre apuesto cuya voz y presencia transmitían honradez y autoridad. Allí poseía el empaque de un aristócrata, y sus ojos castaños expresaban un profundo amor propio.

«Ese tipo está pagado de sí mismo», observó Camille. «A mí me complace ver a un hombre esmerarse en hacer bien su trabajo», respondió Danton.

De todos los amigos de Brissot, según Danton, Vergniaud era sin duda el mejor. Me caes bien, pensó, pero eres perezoso.

– Un republicano en el ministerio… -dijo.

– … no es necesariamente un ministro republicano. En fin, ya veremos -contestó Vergniaud, jugueteando distraídamente con unos papeles que había sobre su mesa. Danton interpretó ese gesto como un cierto desdén hacia las personas de las que estaban hablando-. Tendrás que ir a visitarlo, Danton, si quieres progresar en la vida. Presenta tus respetos a la señora Roland -añadió, sonriendo ante la expresión de Danton-. ¿Temes verte en un apuro? ¿En compañía de Robespierre? Tendrá que hacerse a la idea de que habrá guerra. Su popularidad ha descendido notablemente.

– El problema no es la popularidad.

– Tienes razón, eso no afecta a Robespierre. Pero, ¿qué vas a hacer tú, Danton?

– Seguir adelante, Vergniaud. Me gustaría que te unieras a nosotros.

– ¿Quiénes sois «nosotros»?

Danton abrió la boca para contestar, pero de pronto se detuvo al darse cuenta de la ínfima calidad de los nombres que podía ofrecer. Al cabo de unos segundos, dijo:

– Hérault de Séchelles.

Vergniaud lo miró sorprendido.

– ¿Sólo vosotros dos? ¿Habéis excluido súbitamente de vuestra confianza a los señores Camille Desmoulins y Fabre d’Églantine? ¿Legendre está demasiado ocupado con su carnicería? Imagino que esas personas os son útiles. Pero no deseo unirme a una facción. Yo estaba a favor de la guerra, y me senté con los que también estaban a favor de ella. Pero no soy un «brissotino», aunque no sé muy bien lo que significa eso. Soy independiente.

– Ojalá lo fuéramos todos -contestó Danton-. Pero no es tan fácil.


Una mañana, a finales de marzo, Camille se despertó con un pensamiento que no cesaba de girar en su mente. Había estado hablando con unos soldados -entre ellos el general Dillon-, los cuales dijeron que si de todos modos iba a estallar la guerra era inútil oponerse a la opinión pública y tratar de nadar contra corriente. ¿Acaso no era preferible encabezar un movimiento irresistible que morir aplastado por éste?

Camille despertó a su esposa y dijo:

– No me encuentro bien.

A las seis y media estaba en el cuarto de estar de Danton, paseándose nervioso de un lado a otro. Danton le dijo que era un imbécil.

– ¿Por qué tengo que estar siempre de acuerdo contigo? ¿Por qué no puedo sostener unos puntos de vista distintos de los tuyos? Puedo pensar lo que quiera… siempre y cuando coincida con lo que piensas tú.

– Vete -contestó Danton-. No soy tu padre.

– ¿Qué significa eso?

– Significa que te expresas como un adolescente de quince años y que estás tratando de pelearte conmigo. De modo que vete a casa unos días y peléate con tu padre. De ese modo nos evitaremos unas consecuencias políticas poco recomendables.

– Escribiré…

– Te lo prohíbo. No me provoques. Márchate antes de que te convierta en el primer mártir brissotino. Ve a ver a Robespierre, quizá te reciba de mejor grado.


Robespierre estaba enfermo. El frío tiempo primaveral hacía que le doliera el pecho, y su estómago rechazaba la comida.

– Así que has decidido abandonar a tus amigos -dijo, respirando trabajosamente.

– Eso no tiene por qué afectar a nuestra amistad -contestó Camille.

Robespierre apartó la cara.

– Me recuerdas a… ¿cómo se llama ese rey inglés?

– Jorge -contestó Robespierre secamente.

– Me refería a Canuto.

– Vete -dijo Robespierre-. No quiero discutir contigo esta mañana. Debo conservar mis fuerzas para otras cosas más importantes. Pero si lo escribes en el periódico, jamás volveré a fiarme de ti.

Camille salió de la habitación.

Eléonore Duplay estaba en el pasillo, junto a la puerta de la habitación. Camille dedujo que había estado escuchando la conversación pues sus ojos reflejaban una inusitada vivacidad.

– Ah, eres Cornélia -dijo.

Jamás había hablado a una mujer en ese tono. Era una chica capaz de suscitar crueldad hasta en un ratón.

– De saber que ibas a disgustarlo de ese modo no te habría dejado pasar. No vuelvas a poner los pies en esta casa. No te recibirá.

Eléonore miró desafiante a Camille de arriba abajo.

– ¿Acaso tú y tu impresentable familia os creéis que os pertenece? -le espetó Camille-. ¿Creéis que porque accede a alojarse en vuestra casa tenéis derecho a decidir a quién puede ver? ¿Creéis que podéis mantenerlo alejado de su mejor amigo?

– Te sientes muy seguro de ti mismo, ¿no es cierto?

– Dentro de lo razonable -replicó Camille-. Qué transparente eres, Cornélia. Sé exactamente cuáles son tus planes. Sé lo que piensas. Crees que se casará contigo. Olvídalo, querida. No lo hará.


Ésa fue la única chispa de satisfacción que obtuvo aquel día. Lucile le esperaba en casa, con aire triste, sentada con las manos apoyadas en su voluminoso vientre. La vida había dejado de ser divertida. Había llegado a un punto en que las mujeres la miraban con simpatía y los hombres la observaban como si fuera un viejo sofá.

– Max ha enviado una nota -dijo Lucile-. La he abierto. Dice que lamenta lo sucedido esta mañana, que se precipitó, y te ruega que lo perdones. Georges vino a pedirte disculpas.

– Tuve una fantástica pelea con Eléonore. Esos Duplay son unos depredadores. Me pregunto qué sería de mí si Danton y Robespierre se pelearan algún día.

– Tú tienes tu propio criterio.

– Sí, pero la cosa no es tan fácil.


El 26 de marzo la Reina transmitió al enemigo todos los pormenores de los planes de guerra de Francia. El 20 de abril, Francia declaró la guerra a Austria.


25 de abril de 1792: ejecución científica y democrática de Nicolas-Jacques Pelletier, asaltante de caminos.

La multitud es mayor que la que acude a presenciar una ejecución ordinaria, y en el aire flota un ambiente de expectación. Los verdugos, como es lógico, han practicado con unos muñecos; se dan ánimos mutuamente para no cometer un error. Pero no hay problema, la máquina se encarga de todo. Está montada sobre un patíbulo y consiste en una gran estructura negra dotada de una pesada cuchilla. El reo sube al patíbulo acompañado por los guardias. No sufrirá porque han acabado los tiempos de barbarie en Francia, superados por un siniestro instrumento, aprobado por un comité.

Los verdugos se apresuran a rodear al reo, lo sujetan a una tabla y la deslizan hacia adelante; la cuchilla cae rápidamente, con un ruido sordo, y el suelo se tiñe de sangre. La multitud suspira, y las gentes se miran incrédulas. Todo ha terminado demasiado pronto, privándoles del espectáculo de ver morir al reo. Uno de los ayudantes de Sanson lo mira, y el maestro verdugo asiente. El joven levanta la bolsa de cuero en la que ha caído la cabeza del ajusticiado y muestra al público su macabro contenido. Alza la cabeza para que pueda verla la multitud, girándose lentamente para mostrar el rostro de expresión vacía. La muchedumbre se siente satisfecha. Unas mujeres levantan a sus hijos en brazos para que puedan ver el espectáculo. A continuación colocan el cuerpo del reo en una cesta para que se lo lleven, con la cabeza entre los pies.

En total, incluyendo mostrar la cabeza al público (lo que no siempre será necesario), el espectáculo ha durado cinco minutos. El maestro verdugo calcula que, en caso necesario, podrían hacerlo en la mitad de tiempo. El y sus ayudantes y aprendices sostienen distintos puntos de vista sobre la máquina. Es muy práctica, sin duda, y el reo no siente el menor dolor. Pero parece demasiado fácil, la gente creerá que no se necesitan unas aptitudes especiales para utilizarla, que a partir de ahora cualquiera puede ser un verdugo. La profesión se siente menospreciada. El año pasado, la Asamblea debatió la cuestión de la pena capital, y el popular diputado Robespierre solicitó que fuera abolida. Decían que estaba convencido de que su petición tendría éxito. Pero ese hombre prudente y juicioso, el señor Sanson, opina que el señor Robespierre no coincide con la opinión pública en esta materia.


He aquí el presupuesto presentado por el señor Guérdon,

antiguo maestro carpintero del Parlamento de París


Escalones 1.700 libras

Tres cuchillas (dos de reserva) 600 libras

Polea y gargantas de cobre 300 libras

Contrapeso de hierro (de la cuchilla) 300 libras

Cuerda y aparejo 60 libras

Construcción y prueba de la máquina 1.200 libras

Modelo a pequeña escala para pruebas a fin de prevenir accidentes 1.200 libras

TOTAL 5.360 libras


Al recomendar entusiásticamente el nuevo invento a la Asamblea, el doctor Guillotin, experto en salud pública, dijo: «Con esta máquina puedo cortarles la cabeza en un santiamén sin que sufran.» (Risas.)


Danton: anoche Robespierre fue a buscar a Camille a su casa. Yo estaba allí con Lucile. Era una visita totalmente inocente. La sirvienta, Jeanette, estaba despierta. Además, ¿qué voy a hacer con una mujer que está en estado de seis meses? ¿Dónde estaba Camille? Todo el mundo tiene que estar en casa cuando acude Robespierre. El joven Maximilien parecía algo enojado. Lucile me miró. No sabía dónde podía encontrarse.

– Se me ocurren varios sitios -dije-, pero no te recomiendo que vayas allí, Max.

Robespierre se sonrojó. Debe de tener una imaginación muy viva, pensé. De hecho, supuse que Camille estaría al otro lado del río, soltando un discurso ante esos extraños grupos de mujeres que él y Marat frecuentan: la Sociedad de jóvenes señoritas dedicadas a asesinar a marquesas, Pescaderas para la democracia, etcétera. Creía sinceramente que, puesto que el Incorruptible contaba con tal cantidad de seguidoras femeninas, las damas perderían la cabeza y se precipitarían sobre él si aparecía mientras adoraban a Camille.

Robespierre preguntó si nos importaba que esperara a Camille, pues debía hablar con él urgentemente.

– ¿No puedes hablar con él por la mañana?

– Sigo un horario un tanto especial -me explicó Robespierre-. Lo mismo que Camille. Cuando necesito hablar con él, suelo encontrarlo sin dificultad.

– Esta vez no -contesté. Lucile me miró como implorando mi ayuda.

Esperamos a Camille durante más de una hora. Resulta muy difícil hablar de cosas intrascendentes con Maximilien. De golpe, Lolotte le pidió que fuera el padrino de su hijo. Max se mostró muy complacido. Lucile le recordó que le tocaba a él elegir el nombre del niño. Max dijo que tenía el presentimiento de que sería un varón, y que debíamos ponerle el nombre de un gran hombre, de alguien que se hubiera distinguido por sus virtudes republicanas. Solíamos referirnos a la república no como un fenómeno político sino como un estado de ánimo. Tras barajar varios nombres griegos y romanos, Robespierre decidió Horace.

– ¿Y si es una niña? -pregunté yo.

Lucile se apresuró a decir que le parecía un nombre muy adecuado; pero al mirarla vi que estaba pensando, no lo utilizaremos, no le llamaremos así. De segundo nombre, dijo Lucile, podíamos ponerle Camille. Robespierre contestó sonriendo:

– Un nombre muy honroso, desde luego.

Luego nos miramos, sin saber qué decir. Yo tenía la incómoda sensación de que el honroso Camille se había ido de putas.

Apareció hacia las dos de la mañana. Al preguntar cuál de los dos había llegado antes y responderle que había sido yo, me miró fijamente, aunque no parecía disgustado. Lucile no le preguntó dónde había estado. Es un tesoro. Mientras me despedía, Robespierre empezó a hablar de un asunto relacionado con la Comuna, como si fueran las dos de la tarde, y en unos términos increíblemente duros.


Robespierre: existían personas como Lucile. Lo había dicho Rousseau. Robespierre dejó el libro, después de señalar la página.


Prueba del amable carácter de esa mujer es que todos los que la aman se aman entre sí, tras haber conseguido que el poderoso sentimiento que les inspira conjure los celos y la rivalidad. Jamás vi la menor muestra de antagonismo entre quienes la rodean. Deténgase el lector un momento, y si logra recordar a otra mujer que merezca esas alabanzas, le recomiendo que no deje que se le escape.


Sin duda era aplicable a Lucile. La vida discurría con inusitada tranquilidad en casa de los Desmoulins. Desde luego, es posible que ocultaran algo a Camille. La gente suele ocultarle cosas.

Le habían pedido que fuera el padrino del niño, o algo por el estilo, pues suponemos que no lo bautizarían según el rito romano. Fue Lucile quien se lo había pedido una noche en que apareció (tarde, era casi medianoche) y la encontró a solas con Danton. Confiaba en que esos rumores no fueran ciertos. Confiaba en poder creer que no eran ciertos.

La sirvienta se retiró en cuanto apareció él, lo cual le hizo gracia a Danton.

Había cosas que Robespierre necesitaba hablar con Danton, y podía haberlas dicho delante de ella. Pero Danton estaba de un extraño humor, medio agresivo y medio bromista. No había sido capaz de descifrar su estado de ánimo, y habían charlado de cosas intrascendentes. De pronto sintió como una fuerza física que lo empujaba. Era la voluntad de Danton. Quería que se fuera. Aunque parezca absurdo, Robespierre se agarró al brazo del sillón. Fue entonces cuando Lucile sacó a relucir el tema del niño.

Llevaban algún tiempo tratando de elegir un nombre para él. Quizá fuera por puro sentimentalismo, pero Robespierre recordaba los versos que solía escribir Camille. Cuando preguntó a Lucile si seguía escribiendo poesías, ella contestó que no. Es más, cuando descubría una de sus viejas poesías, Camille decía que eran peores que las de Saint-Just, y las quemaba. Durante unos instantes Robespierre se sintió profundamente ofendido, como si su juicio hubiera sido cuestionado.

Lucile se disculpó y fue a hablar con Jeanette.

– Horace-Camille -dijo Danton, con aire pensativo-. ¿Crees que le dará suerte en la vida?

Robespierre esbozó una débil sonrisa, consciente de ello. Si las siguientes generaciones lo recordaban, la gente comentaría su débil y fría sonrisa, del mismo modo que comentaría el volumen, la vitalidad y las cicatrices de Danton. Puede que su sonrisa pareciera sarcástica, condescendiente o de reproche. Pero era la única que encajaba con su rostro.

– Creo que Horace era… -dijo-… un gran poeta y un buen republicano. Aparte de sus últimos versos, que probablemente escribió para halagar a Augusto.

– Sí… -respondió Danton-. Los escritos de Camille te halagan, aunque quizá no debería utilizar la palabra halagar.

Robespierre sintió deseos de apretar las mandíbulas y rechinar los dientes.

– Ya he dicho que me parece un nombre honroso.

Danton se repantigó en el sillón y estiró sus largas piernas. Luego dijo, lenta y deliberadamente:

– Me pregunto qué estará haciendo en estos momentos el honroso caballero.

– Lo ignoro.

– ¿Lo ignoras?

– ¿Qué supones que estará haciendo?

– Seguramente algo inconfesable en un burdel.

– ¿Qué derecho tienes a pensar eso? No sé a qué te refieres.

– Mi querido Robespierre, no espero que sepas a lo que me refiero. De hecho, me chocaría que lo supieras. Me sentiría decepcionado.

– Entonces ¿por qué insistes en el tema?

– Apuesto a que no tienes ni idea de la mitad de las cosas que hace Camille, ¿me equivoco?

– Es asunto suyo. Pertenece a su vida privada.

– ¿A su vida privada? ¿Acaso no es un personaje público?

– Sí.

– Entonces debería comportarse correctamente. Ser virtuoso. Según tú. Pero no lo es.

– No me interesa saber…

– Pero yo insisto en decírtelo. Por el bien público. Camille…

En aquel momento regresó Lucile.

– Prometo contarte los pormenores en otra ocasión, Maximilien -dijo Danton, echándose a reír-. Para que reflexiones sobre ello.


[En el Club de los Jacobinos se celebra una sesión. Habla el señor Robespierre.]

Desde el público: ¡Déspota!

Danton: [presidente]: Silencio. Orden. El señor Robespierre no ha ejercido jamás ningún despotismo en este foro salvo el despotismo de la razón.

Desde el público: ¡El demagogo se ha despertado!

Danton: No soy un demagogo. He permanecido en silencio mucho tiempo, no sin grandes esfuerzos. Me propongo desenmascarar a quienes se jactan de haber servido al pueblo. Ha llegado el momento de poner al descubierto a quienes, durante los últimos tres meses, han impugnado el valor de un hombre de cuyo coraje es testigo la Revolución…


Robespierre a los jacobinos, el 10 de mayo de 1792: Cuanto más os empeñáis en aislarme y marginarme, más justificación hallo en mi conciencia, y en la justicia de mi causa.


Unos retazos de la vida de los ministros brissotinos:

El general Dumouriez apareció en el Club de los Jacobinos, del que era miembro. Ofrecía el aspecto de un soldado, y su rostro, poco expresivo, reflejaba una cierta inquietud y curiosidad. Sobre sus empolvados cabellos lucía un gorro de lana rojo, el gorro de la Libertad. Había acudido a presentar sus respetos ante el altar del patriotismo (o una metáfora similar) y en busca de fraternales consejos.

Los ministros jamás se habían comportado de ese modo.

Los patriotas observaron preocupados el rostro de Robespierre, que denotaba desprecio.

El señor Roland, ministro del Interior, se dirigió a las Tullerías para ser presentado al Rey. Los cortesanos lo miraron horrorizados. El señor Roland no se había percatado de que llevaba una media zurcida. El maestro de ceremonias se acercó a Dumouriez y murmuró fríamente:

– ¿Cómo puede ser presentado al Rey? No lleva hebillas en los zapatos.

– ¿Que no lleva hebillas? -preguntó el general con tono burlón-. Entonces todo está perdido, señor.

– Mi querida señora Danton -dijo Hérault de Séchelles-, ha sido una cena excelente. ¿Le parecería imperdonable que habláramos ahora de política?

– Mi esposa es una mujer práctica -respondió Danton-. Sabe que la política es lo que nos da de comer.

– Estoy acostumbrada a ello -dijo Gabrielle.

– ¿Le interesan los asuntos de Estado, estimada señora Danton? ¿No le parecen aburridos?

Gabrielle no sabía qué decir, pero sonrió y contestó dulcemente:

– Hago lo que puedo.

– Eso es lo que deberíamos hacer todos -dijo Hérault. Luego se giró hacia Danton y prosiguió-: Si Robespierre insiste en empeorar las cosas, allá él. Esa gente, los brissotinos, rolandinos o girondinos, llámalos como quieras, son quienes nos gobiernan actualmente. No forman un grupo cohesionado. No tienen una política, excepto la de la guerra, la cual ha empezado desastrosamente.

– Pero poseen un gran celo -respondió Danton-. Son excelentes oradores. Carecen de dogmatismo. Y esa espantosa mujer.

– ¿Cómo le sienta la celebridad a esa pequeña criatura?

– Cenamos con ellos anoche. No me lo recuerde -le contestó Danton con una mueca de disgusto.

La noche anterior él y Fabre habían pasado dos horas cenando con el ministro del Interior. Dumouriez también estaba presente. De vez en cuando murmuraba: «Me gustaría hablar en privado contigo, Danton.» Pero no había tenido oportunidad de hacerlo. La esposa del ministro se había encargado de organizarlo todo. El ministro estaba sentado a la cabeza de la mesa; apenas despegó los labios, y Danton tenía la impresión de que el auténtico ministro se hallaba en su estudio, mientras ante sus ojos tenía a un modelo de cera vestido con una vieja casaca negra. Se sintió tentado a clavarle un tenedor en el pecho para ver si gritaba, pero se contuvo y siguió comiendo en silencio. Tomaron una insípida y harinosa sopa, seguida de una diminuta porción de pollo acompañada de unos nabos que, aunque pequeños, eran más duros que el pollo.

Manon Roland bajó por la escalinata de mármol, observando su rechoncha y atractiva figura reflejada en los muros de cristal veneciano. Pero el vestido que lucía aquel lunes por la noche era de tres temporadas atrás, y llevaba una pañoleta sobre los hombros. No había que rendirse jamás.

Había comunicado a su marido que no estaba dispuesta a renunciar a sus hábitos de ciudadana particular. No era partidaria de los patronazgos, y sus visitantes (por estricta invitación) debían observar sus normas. Los grandes salones permanecerían cerrados y a oscuras pues no pensaba recibir en ellos a sus invitados. Había montado un pequeño estudio junto al despacho del ministro. Allí pasaba los días, sentada ante su mesa, ayudando al ministro. Si alguien deseaba hablar con éste en privado sin ser molestados por una multitud de funcionarios públicos y gentes que acudían a pedirle un favor, ella le enviaba recado y el ministro podía conversar con el visitante en su estudio, mientras ella permanecía sentada discretamente en un rincón, con las manos apoyadas en el regazo, sin perder una palabra de lo que decían.

Ella había impuesto las normas según las cuales debía regirse el ministerio. Dos veces a la semana ofrecerían una cena. La comida sería sencilla y no servirían alcohol. Los invitados debían retirarse a las nueve en punto. «Nosotros nos encargaremos de iniciar el éxodo», dijo Fabre. No invitarían a ninguna mujer, pues con su estúpida cháchara sobre la moda y los últimos cotilleos harían descender el elevado tono y propósito de las reuniones de la señora Roland.

Aquel lunes había sido una jornada difícil. Robespierre había rechazado la invitación. Pierre Vergniaud la había aceptado. A Manon no le caía bien Vergniaud, y en aquel entonces sus preferencias y antipatías contaban mucho. Su antipatía hacia él no se debía a diferencias políticas sino a que era perezoso y reservaba su oratoria para los grandes debates y las grandes ocasiones. Dumouriez se mostraba muy animado, pero había cometido la torpeza de referir una anécdota escandalosa, tras lo cual se había apresurado a pedir disculpas a Manon. Ella las había aceptado con una breve inclinación de cabeza, pero el general sabía que al día siguiente su trabajo se vería misteriosamente entorpecido. Manon no había tardado en aprender los mecanismos del poder.

Fabre d’Églantine había intentado conducir la conversación hacia el tema del teatro, pero Manon insistía en hablar de la maniobra, militar y política, del ci-devant marqués de Lafayette. Manon vio a Fabre mirar a Danton, el cual, a su vez, alzó la mirada hacia el techo, en el que bailaban y brincaban unas diosas desnudas. Manon se alegraba de tener sentado junto a ella a Jean-Baptiste Louvet. Al principio le inspiraba cierto recelo debido a la novela que había escrito. Pero comprendía la posición de los patriotas, bajo el viejo régimen, y estaba dispuesta a perdonar ese desliz a un joven periodista que prometía tanto. Louvet estaba inclinado hacia ella, que le escuchaba atentamente, mientras un mechón rubio le caía sobre la frente. Un auténtico partisano. Un amigo de la señora Roland.

Mientras Manon conversaba con Louvet no apartaba los ojos de Danton. Fue Dumouriez quien insistió en que lo invitara:

– Es un hombre que debemos cultivar. Tiene muchos seguidores.

– Entre las masas -contestó ella despectivamente.

– Es imposible no tener tratos con las masas.

Danton la hacía estremecerse. Su aire jovial, de fingida franqueza y amabilidad apenas ocultaba sus evidentes y monstruosas ambiciones. Todos aseguraban que era una buena persona, un hombre sencillo, aficionado al campo y al paisaje de su provincia. Manon contempló sus manos apoyadas en el mantel, con los gruesos dedos extendidos, y comprendió que era capaz de matar con aquellas manos, de partirle el cuello a una mujer o de estrangular a un hombre.

Manon se preguntó cómo se habría hecho aquella blanca cicatriz que le retorcía el labio superior de forma que, al sonreír, parecía esbozar una mueca de desprecio. ¿Qué textura tendría bajo las yemas de los dedos? Sabía que tenía esposa y, según decían, multitud de amantes, las cuales habrían recorrido con sus dedos esa cicatriz, palpándola y acariciándola.

Danton la sorprendió observándolo, y ella se apresuró a apartar la vista, temiendo haberle causado una mala impresión. Al cabo de un rato lo observó de nuevo de reojo. Adelante, mírame bien, parecía decir aquel rostro, jamás has visto a un hombre como yo.


El martes por la mañana, Danton no cesaba de repetir, con tono hastiado:

– ¿Quién de nosotros va a acostarse con esa zorra? Es evidente que eso es lo que quiere.

– No es necesario que lo preguntes -respondió Fabre-. No te quitó los ojos de encima en toda la noche.

– Las mujeres son muy extrañas -contestó Danton.

– Hablando de mujeres, tengo entendido que ha regresado Théroigne. Los austriacos la han dejado marcharse. No comprendo por qué, a menos que confíen en que desprestigie la Revolución.

– Más bien creo que temían que les cortara las pelotas -dijo Danton.

– Volviendo al tema inicial, Georges-Jacques, si la señora Roland se ha encaprichado contigo, más vale que te resignes. No te andes con rodeos y frases bonitas al estilo de «Señora Roland, todos apreciamos su talento». Ve directamente al grano. Quizá consigas que convenza a todos sus amigos para que se unan a nosotros. No te resultará difícil, Georges. No creo que saque gran cosa de su decrépito marido. Parece a punto de estirar la pata.

– Yo creo que la estiró hace años -terció Camille-, y que su mujer mandó que lo disecaran y embalsamaran porque en el fondo es una sentimental. También creo que todos los ministros brissotinos están en la nómina de la Corte.

– Robespierre -dijo Fabre, asintiendo con la cabeza.

– Robespierre no lo cree -contestó Camille.

– No te enfades.

– Cree que son unos imbéciles y unos traidores, pero que no se dan cuenta de lo que hacen. En cambio yo opino que no debemos tener tratos con ellos.

– Ellos tampoco quieren tener tratos contigo. Dumouriez preguntó: «¿Dónde está vuestro amigo Camille? ¿Por qué no lo habéis traído para compartir con nosotros esta interesante velada?» La señora Roland le lanzó una mirada despectiva.

– Creo que te equivocas -dijo Danton con tono serio-. No pondría la mano en el fuego por Dumouriez y el resto, pero esa mujer no se dejaría comprar. Odia a Luis y a su esposa como si le hubieran causado un grave daño. Al lado de ella, Marat es de lo más inofensivo -añadió, soltando una carcajada.

– Entonces, ¿te fías de ellos?

– No he dicho eso. Sólo digo que creo que no son mala gente.

– ¿De qué crees que quería hablar contigo Dumouriez?

La pregunta animó a Danton.

– Sin duda pretende que le haga un favor y desea conocer mi precio.

IV. Las tácticas de un toro

(1792)

Gabrielle: sólo puedo afirmar lo que he oído decir, lo que me han contado. Sólo puedo estar segura de la gente que conozco, y a veces tampoco me fío mucho. Cuando vuelvo la vista atrás y recuerdo el verano, temo que lo que pueda decir les parezca ridículamente ingenuo.

Uno crece y evoluciona, aunque no se convierta en una persona con una voluntad de hierro. Pero uno cree que ciertos rasgos de su carácter no cambiarán nunca, que siempre defenderá ciertas creencias, que seguirán sucediendo cosas, que su pequeño universo le protege y ampara. ¡Qué equivocados estamos!

Debo retroceder a cuando nació nuestro hijo. El parto fue más sencillo que los dos anteriores, al menos más rápido. Fue otro varón; guapo, sano, con buenos pulmones y el cabello negro y espeso de Antoine y del niño que perdí hace años. Le pusimos el nombre de François-Georges. Mi marido me hacía continuos regalos, flores, figuras de porcelana, joyas, encaje, perfume y libros que no suelo leer. Un día me sentí tan abrumada que rompí a llorar y le grité que no había hecho nada extraordinario, que cualquier mujer era capaz de dar a luz y que dejara de comprarme cosas. Cuando conseguí calmarme, los ojos me escocían y me dolía la garganta. Después no recordaba nada. De no haber sido por Catherine, que me refirió lo que había dicho, jamás lo habría creído.

Al día siguiente vino a verme el doctor Souberbielle.

– Su marido me ha dicho que no se encuentra usted bien -dijo. Añadió que estaba fatigada debido al parto, que no era nada serio y que pronto me restablecería.

Pero yo insistí en que no me recuperaría nunca.

Cada vez que daba de mamar al niño, cada vez que sentía la leche fluir de mis pechos, se me humedecían los ojos. Mi madre vino a visitarme, con su acostumbrado aire decidido y enérgico, y dijo que era preferible que confiara el niño a una nodriza, puesto que ambos nos hacíamos desgraciados. Es mejor que los niños estén fuera de París, dijo, en lugar de pasarse las noches berreando y despertando a sus padres.

Por supuesto, dijo, cuando te casas, los dos primeros años vives en otro mundo. Mientras tienes un buen marido, un hombre que te gusta, te sientes satisfecha. Durante un par de años consigues resolver tus problemas, te engañas pensando que no estás sometida a las reglas a las que están sometidos los demás.

– ¿Por qué tienen que existir reglas? -pregunté. Parecía Lucile. Eso es lo que ella hubiera preguntado-. Ella también va a tener un hijo. Y luego, ¿qué?

Mi madre no me pidió que le aclarara lo que pretendía decir. Se limitó a darme unas palmaditas en el hombro y dijo que yo no era de esas mujeres que organizan un escándalo. Esos días necesitaba que me lo recordaran con frecuencia, so pena de que lo olvidara y montara un escándalo de órdago. Mi madre me dio otra palmadita -esta vez en la mano- y siguió hablando sobre las jóvenes de hoy en día. Son unas románticas, dijo, creen que cuando un hombre les jura fidelidad eterna lo dice en serio. En sus tiempos, las muchachas sabían que no era así. Era preciso llegar a un acuerdo práctico.

Mi madre se encargó de contratar a la nodriza, una mujer prudente y agradable, que vivía en l’Isle-Adam. Puede que fuera prudente y agradable, pero a mí no me hacía gracia confiarle a mi hijo. Lucile me acompañó un día para conocerla, pues deseaba contratarla también. Un arreglo perfecto. Muy práctico. A Lucile le faltaban dos semanas para dar a luz. Todos se desvivían por ella. Su marido y su madre le habían prohibido que amamantara a su hijo, pues tenía obligaciones más importantes, fiestas a las que asistir, etcétera. Además, el general Dillon no quería que se le deformara el pecho.

En realidad no culpo a Lucile, aunque parezca que siento rencor por ella. No es cierto que sea la amante de Fréron, aunque éste siente hacia ella una pasión que lo tiene obsesionado y hace que todos nos sintamos incómodos. Con Hérault, por lo que he podido comprobar, sólo se dedica a coquetear, sin pasar de ahí. A veces, Hérault parece un poco cansado de ese juego; supongo que ha tenido muchas aventuras con damas de la Corte. En parte, Lucile coquetea con él para vengarse de Caroline Rémy, que fue a verla cuando estaba recién casada y le insinuó que se entendía con Camille. Lo cierto es que di un suspiro de alivio cuando me enteré de que Lucile estaba en estado. Al menos, pensé, eso aplazará las cosas. Me conformaba con eso. Vigilo muy de cerca a Georges. Observo sus ojos clavados en Lucile. No creo que ella lo rechazara. Si creen que me equivoco, es porque no conocen bien a Georges. Quizá sólo le hayan oído pronunciar un discurso. O se hayan cruzado con él en la calle.

En cierta ocasión, al hablar con la madre de Lucile para desahogarme, cometí una torpeza.

– ¿Cree que ella…? -pregunté, sin estar segura de lo que quería decir-. ¿Cree que Camille la hace sufrir?

La señora Duplessis arqueó las cejas, como suele hacer cuando quiere dar la impresión de que es muy lista, y contestó:

– No más de lo que ella le hace sufrir a él.

Pero luego, cuando estaba a punto de marcharme, desalentada y temerosa de lo que el futuro me tenía reservado, la señora Duplessis apoyó una mano cargada de anillos en mi brazo -recuerdo perfectamente ese gesto, era como un pellizco- y dijo una de las pocas verdades que ha dicho en su vida esa mujer tan afectada:

– Debe comprender que ya no tengo ningún control sobre esos asuntos.

Yo me sentí tentada de responder: «Señora, ha criado a usted un monstruo», pero hubiera sido injusto.

– Me alegro de que vaya a tener un niño -fue lo único que acerté a decir.

-Reculer pour mieux sauter [2] -contestó la señora Duplessis.

Durante el verano, como los anteriores desde 1788, nuestra casa estaba llena de gente que entraba y salía; nombres extraños, rostros extraños; algunos se volvían menos extraños a medida que pasaban las semanas, y otros, francamente, más extraños. Georges se ausentaba con frecuencia, y aparecía en el momento más inesperado; cenaba con sus amigos en el Palais-Royal, en restaurantes y en casa. Invitábamos a unos hombres llamados brissotinos, aunque Brissot acudía rara vez. Circulaban numerosos rumores sobre la esposa del ministro del Interior, a quien llamaban «reina Coco», un mote que se había inventado Fabre. Otros se presentaban a últimas horas de la noche, después de las reuniones con los jacobinos en el Club de los Cordeliers. Uno de los que acudían con asiduidad era René Hébert, a quien la gente llamaba Père Duchesne, por el apodo con que firmaba en su escandaloso periódico. «No tenemos más remedio que soportar a esa gente», decía Georges. Odiaba a los aristócratas y a las prostitutas, y parecía confundir ambas cosas en su mente. Querían armar a toda la ciudad, contra los austriacos y contra los monárquicos. «Ya llegará el momento oportuno», decía Georges.

Se expresaba como un hombre que dominaba la situación, pero que hace sus cálculos, que sopesa los pros y los contras. Sólo había cometido un error, el verano anterior, cuando tuvimos que huir. Quizá les parezca que no tiene importancia. Unas pocas semanas fuera de París, una amnistía, y luego las cosas continúan. Pero imagínense a mí, aquella noche de verano en Fontenay, despidiéndome de él, sonriendo y tragándome las lágrimas, sabiendo que partía a Inglaterra y temiendo no volver a verlo. Eso demuestra que uno no sabe nunca lo que el futuro le depara. La vida es mucho más complicada de lo que uno imagina. Existen muchas formas de perder a un marido, tanto en sentido real como figurado. Yo, según parece, operaba a todos los niveles.

Los rostros aparecen y desaparecen… Billaud-Varennes, que solía trabajar a tiempo parcial para Georges, se ha unido a un actor llamado Collot, que según Camille es la peor persona del mundo. (Eso lo dice sobre mucha gente.) Son tal para cual, con la misma cara de amargados. Robespierre evita a Hébert, se muestra frío con Pétion y apenas dirige la palabra a Vergniaud. «Debemos evitar los divismos», dice Brissot. Chaumette no se habla con Hérault, cosa que a éste le tiene sin cuidado. Fabre examina a todo el mundo a través de su monóculo. Fréron no deja de hablar sobre Lucile. Legendre, nuestro carnicero, dice que no entiende a los brissotinos. «Soy un hombre inculto -dice-, pero tan patriota como el que más.» François Robert es muy amable con todo el mundo porque confía en hacer una gran carrera; desde el verano pasado, cuando lo encerraron en la cárcel, ha perdido su agresividad.

Ni Roland ni Marat acuden nunca a esas reuniones.

La segunda semana de junio estalló una crisis de Gobierno. En lugar de cooperar con los ministros, el Rey entorpecía su labor, y la esposa de Roland le escribió una insultante carta recordándole sus deberes. No soy quién para decir si estuvo acertada o no, pero existen ciertas ofensas que un Rey no puede tolerar sin dejar de ser Rey. Luis debió entenderlo así, pues destituyó de inmediato a sus ministros.

Los amigos de mi marido hablaban sobre el ministerio patriótico. Decían que era una calamidad nacional. Tienen el arte de convertir las calamidades a su favor.

El general Dumouriez no fue destituido. Al parecer, contaba con el apoyo de la Corte. Un día vino a vernos. Yo me sentí muy violenta. Georges no hacía más que pasearse de un lado al otro de la habitación, gritando. Dijo al general que iba a dar un buen susto a la Corte, y que el Rey debía divorciarse de la Reina y mandarla de regreso a Austria. Cuando el general se marchó, estaba blanco como la cera. Al día siguiente presentó su dimisión y se incorporó de nuevo al Ejército. Según dijo Camille, Georges estaba mucho más asustado que los austriacos.

Un día Lafayette envió una carta a la Asamblea, ordenándoles que suprimieran los clubes, que cerraran el Club de los Jacobinos y el de los Cordeliers o… ¿qué? ¿Qué iba a hacer? ¿Marchar con su Ejército sobre París?

– Si se atreve a aparecer -dijo Georges-, le haré pedazos y arrojaré sus restos a la alcoba de la Reina.

La Asamblea jamás se atrevería a cerrar los clubes, pero yo sabía que los patriotas se vengarían por el mero hecho de que Lafayette lo hubiera insinuado. Todas esas crisis parecen obedecer a un esquema. Louise Gély preguntó a mi marido:

– ¿Va a haber «un día», señor Danton?

– ¿Tú qué opinas? -contestó Georges, divertido-. ¿Crees que debería producirse una segunda Revolución?

Louise se volvió hacia mí y preguntó con tono burlón:

– ¿Acaso tu marido pretende ser Rey?

Las visitas de los personajes públicos a nuestra casa debían organizarse cuidadosamente de forma que Chaumette no se topara con Vergniaud, que Hébert no se cruzara con Legendre. Era muy pesado para mí, y no digamos para los sirvientes. En el aire flotaba una palpable tensión y todos nos temíamos que un día se produciría un desastre… Hace poco vino Robespierre a charlar un rato con nosotros. Ofrecía el aspecto de costumbre, como un maniquí recién sacado de una caja, tan formal, tan pulcro, tan educado. Aparte de una casaca verde aceituna a rayas, lucía una sonrisa que de un tiempo a esta parte exhibe constantemente; una sonrisa tensa que esboza (según dice Camille) para no insultar a la gente. Se interesó por el pequeño François-Georges y empezó a contar un cuento a Antoine que según le dijo terminaría dentro de un par de días. Menos mal, pensé, parece que vamos a sobrevivir… Lo que choca en un hombre tan aseado y meticuloso es lo mucho que le gustan los niños, al igual que los gatos y los perros. Al parecer, somos las personas adultas quienes le preocupamos.

Era muy tarde. Pétion fue el último en marcharse. Yo me había retirado discretamente. Al cabo de un rato oí abrirse la puerta del estudio. Mi marido dio a Pétion una palmada en el hombro y dijo:

– Es preciso elegir el momento oportuno.

– No temas -contestó el alcalde-. No me precipitaré. Dejaremos que los acontecimientos sigan su curso.

Está solo, pensé, se han ido todos. Pero al acercarme al estudio oí al otro lado de la puerta la voz de Camille:

– Creí que ibas a adoptar las tácticas de un toro. Las tácticas de un león. Eso fue lo que dijiste.

– Lo haré. Pero aún no estoy preparado.

– Los toros no suelen decir que no están preparados.

– Recuerda que soy un experto en toros. En realidad no dicen nada, por eso tienen éxito.

– ¿Ni siquiera gritan un poco?

– Los que tienen éxito, no.

Tras unos momentos de silencio, Camille observó:

– No lo dejes al azar. Si quieres que maten a alguien, no lo dejes al azar.

– ¿Por qué voy a querer que maten al Rey? Si el distrito de Saint-Antoine desea que lo maten, ya se encargarán ellos. Mañana, o cuando lo crean oportuno.

– O nunca. ¿A qué viene ese fatalismo? Los acontecimientos pueden ser controlados -dijo Camille con voz tranquila y cansada.

– Prefiero no precipitar las cosas -insistió Georges-. Antes debo ajustar cuentas con Lafayette. No quiero verme obligado a luchar en todos los frentes al mismo tiempo.

– Pero no podemos desaprovechar esta oportunidad.

– Si están decididos a matarlo, lo harán -respondió Georges, bostezando.

Yo me alejé apresuradamente. No tenía valor para seguir escuchando. Abrí la ventana y me asomé. No recordaba un verano tan asfixiante como aquél. Había algunas personas y carruajes por la calle, como de costumbre, y una patrulla de guardias nacionales. Al acercarse detuvieron el paso y uno de los guardias dijo: «Ahí vive Danton.» Me extrañó el comentario porque todos sabían dónde vivíamos. Me retiré de la ventana y los oí alejarse.

Me dirigí de nuevo al estudio de Georges y abrí la puerta. Él y Camille estaban sentados frente a la chimenea, que se había apagado, mirándose en silencio.

– ¿Os interrumpo?

– No -respondió Camille-, simplemente nos estábamos mirando. Espero que no te disgustara lo que nos oíste decir hace unos minutos cuando escuchabas detrás de la puerta.

– ¿Eso hacía? -preguntó Georges, soltando una carcajada-. No me di cuenta.

– Es como Lucile. Abre mis cartas y luego se pone furiosa. Es mi pobre prima, Rose-Fleur Godard, la que últimamente nos causa problemas. Me escribe cada semana desde Guise. Su matrimonio atraviesa por momentos difíciles. Dice que lamenta no haberse casado conmigo.

– Yo le aconsejaría que se resignara -dije.

Los tres nos echamos a reír, y la tensión se rompió. Miré a Georges. Jamás veo en mi marido el rostro que horripila a la gente. Para mí es un rostro bondadoso. Camille ofrecía el mismo aspecto juvenil que cuando Georges lo trajo al café, hacía seis años. Se levantó y me dio un beso en la mejilla. Sin duda no les había entendido bien, había malinterpretado sus palabras. Existe cierta diferencia entre un político y un asesino. Pero al despedirse de Camille, Georges dijo:

– Piensa en los pobres imbéciles.

– Sí -contestó Camille-. Ahí sentados, esperando que los maten.


El día que estalló el motín no salí, ni tampoco Georges. No apareció nadie hasta bien entrada la tarde. Luego nos explicaron lo que había sucedido.

Un numeroso grupo de ciudadanos de Saint-Antoine y Saint-Marcel, encabezados por los agitadores de los Clubes de los Jacobinos y los Cordeliers, habían irrumpido en las Tullerías, armados. Uno de los cabecillas era Legendre, quien insultó al Rey a la cara y luego estuvo sentado tranquilamente en mi salón, jactándose de ello. Quizás el Rey y la Reina estaban destinados a morir debajo de sus cuchillos y sus picas, pero no sucedió así. Al parecer permanecieron durante horas sobre el alféizar de una ventana, junto con el Delfín, su hermana y Elisabeth, la hermana del Rey. La multitud se burló de ellos, como si fueran unos fenómenos de feria. Obligaron al Rey a encasquetarse «el gorro de la libertad». Esas gentes -esa chusma- entregaron al Rey una botella de vinazo y le obligaron a beber a la salud de la nación. El lamentable espectáculo duró varias horas.

Al final de la jornada, la familia real seguía viva de milagro. Dios se había apiadado de ellos. El que debía de haberlos protegido -Pétion, el alcalde de París-, no apareció hasta la tarde. Cuando no tuvo más remedio que hacer acto de presencia, se dirigió a las Tullerías con un grupo de diputados y obligó a la muchedumbre a desalojar el palacio.

– ¿A que no adivináis lo que sucedió entonces? -preguntó Vergniaud. Yo le ofrecí un vaso de vino blanco frío. Eran las diez de la noche-. Cuando todos se hubieron marchado, el Rey se quitó el gorro rojo, lo arrojó al suelo y lo pisoteó-. Vergniaud me dio las gracias por el vaso de vino y prosiguió-: Lo más curioso es que la esposa del Rey se comportó con inusitada dignidad. Lamentablemente, la gente no está tan en contra de ella como estaba.

Georges se enfureció. Sus ataques de furia constituyen un espectáculo digno de verse. Se arrancó la corbata y comenzó a pasearse de un lado al otro de la habitación, sudando y gritando de tal forma que hasta los cristales de las ventanas temblaban.

– Esta maldita revolución no ha servido para nada. ¿Qué hemos sacado de ella los patriotas? ¡Nada! -Nos miró a todos como si estuviera dispuesto a pegar a quien se atreviera a contradecirlo. A lo lejos oímos unas voces que procedían del río.

– Si eso es cierto… -empezó a decir Camille. Pero no consiguió terminar la frase. No le salían las palabras-. Si esta revolución está condenada, como he creído siempre… -Al cabo de unos segundos se cubrió la cara con las manos, incapaz de proseguir.

– Vamos, Camille -dijo Georges-, no podemos esperar a que concluyas la frase. Fabre, golpéale la cabeza contra la pared a ver si reacciona.

– Eso es lo que intento decir, Georges-Jacques. No disponemos de más tiempo. -No sé si fue la amenaza o que de pronto vio el futuro con toda claridad, pero el caso es que Camille recobró la voz y empezó a hablar con frases breves y concisas-: Debemos comenzar de nuevo. Debemos organizar un golpe de Estado. Debemos destituir a Luis. Debemos asumir el control de la situación. Debemos proclamar la república. Debemos hacerlo antes de que finalice el verano.

Vergniaud parecía incómodo. Nos miró a todos, acariciando el brazo del sillón.

– Dijiste que no estabas preparado, Georges-Jacques -dijo Camille-, pero ya no hay tiempo que perder.


Manon destituida. Recordaba una frase de Danton: «Las fronteras naturales de Francia.» Pasaba horas examinando los mapas de los Países Bajos, del Rin. ¿Acaso no había sido una de las más fervientes defensoras de la política de guerra? Era menos sencillo hallar las fronteras naturales de un ser humano…

Esos estúpidos patriotas la culpaban a ella, por supuesto; decían que por culpa de su carta, Luis había destituido a sus ministros. La cosa no tenía sentido. Era un pretexto que se había inventado Luis. La acusaban de entremetida, de haber dictado la política a Roland. Era injusto; siempre habían trabajado juntos, ella y su marido, aunando sus talentos y energías; ella sabía lo que su marido pensaba antes de que lo dijera.

– Roland no pierde nada -dijo Manon- al ser interpretado a través de mí.

Los otros se miraron, como de costumbre. Manon sentía deseos de abofetear a aquellos estúpidos. Buzot era el único que parecía comprenderla. Le cogió la mano y se la acarició, murmurando:

– No les hagas caso, Manon. Los verdaderos patriotas sabemos lo que vales.

Estaba convencida de que su marido ocuparía de nuevo un cargo público. Pero tendrían que luchar para conseguirlo. El 20 de junio, la llamada «invasión» de las Tullerías había sido un fracaso, una broma. Había sido mal organizada de principio a fin, como tantas otras cosas.

Por las tardes solía ir a escuchar los debates de la Escuela de Equitación desde la galería pública. Un día apareció una joven vestida con un traje de amazona escarlata y una pistola en el cinto. Alarmada, Manon buscó al ujier, pero a nadie parecía preocupar su presencia. La joven se reía animadamente, rodeada de un enjambre de seguidores. Tenía un aire desenvuelto y de vez en cuando se pasaba la mano por el cabello corto y rizado, como un hombre. Sus admiradores aplaudieron y aclamaron a Vergniaud y a otros diputados. Luego sacaron una bolsa de manzanas, se las comieron y lanzaron los restos al suelo.

Vergniaud se acercó a saludar a Manon y ella lo felicitó por su discurso, aunque con ciertas reservas; lo halagaban demasiado.

– Ésa es Théroigne -dijo Vergniaud, señalando a la joven vestida de amazona-. ¿Es posible que no la conozca? Pronunció un discurso en el Club de los Jacobinos en primavera, relatando sus peripecias entre los austriacos. Le cedieron la tribuna. No hay muchas mujeres que puedan decir lo mismo.

Vergniaud se detuvo, temeroso de haber metido la pata.

– No se inquiete -le tranquilizó Manon-. No le pediré que me permitan pronunciar un discurso. No soy una arpía.

– Al fin y al cabo, -dijo Vergniaud-, ¿quiénes son esas chicas? No son más que prostitutas.

Manon sintió deseos de propinarle un puñetazo. Pero él le ofrecía la oportunidad de que formara parte de nuevo de la conspiración, de reincorporarse a su grupo.

– Unas vulgares prostitutas -contestó ella, sonriendo.


El niño de Lucile se había desplazado hacia la izquierda y le había asestado una vigorosa patada. Lucile se sentía tan incómoda que apenas podía incorporarse, y menos aún mostrarse amable con su visita.

– ¿No tienes calor con ese vestido rojo? -preguntó a Théroigne-. ¿No va siendo hora que lo jubiles?

Observó que tenía el dobladillo descosido, que estaba desteñido y cubierto de polvo.

– Camille me evita como a la peste -se lamentó Théroigne, paseándose de un lado al otro de la habitación-. Apenas me ha dirigido la palabra desde que he regresado a París.

– Está muy ocupado -respondió Lucile.

– Sí, está muy ocupado jugando a los naipes en el Palais-Royal y cenando con sus amigos aristócratas. ¿Cómo va a perder el tiempo charlando con una vieja amiga cuando es mucho más divertido beber champán y acostarse con esas imbéciles?

– Incluyéndote a ti -dijo Lucile.

– No, no me incluyo -respondió Théroigne, deteniéndose-. Jamás me he acostado con Camille, ni con Jérôme Pétion, ni con ninguno de la docena de hombres que mencionan los periódicos.

– No hay que fiarse de lo que dicen los periódicos -dijo Lucile-. Siéntate, te lo ruego, me estás mareando.

Théroigne permaneció de pie.

– Louis Suleau es capaz de publicar cualquier cosa -dijo-. Ese periódico suyo, Los Hechos de los Apóstoles, es una basura. No me explico cómo aún no le han pegado un tiro.

Lucile emitió un débil gemido, fingiendo que empezaba a experimentar los dolores del parto. Théroigne no le hizo caso.

– No me explico cómo consigue Camille salirse siempre con la suya -dijo-. Cuando Suleau se burló de mí, Camille le siguió la corriente y entre los dos se inventaron más calumnias, más amantes, exponiéndome al escarnio público. Pero nadie se atreve a decir a Camille que es imposible que sea amigo de Suleau y al mismo tiempo un patriota. ¿Cómo es posible, Lucile?

– No lo sé -respondió Lucile-. Es un misterio. Ya sabes que en todas las familias hay una oveja negra. Quizá en las revoluciones ocurra lo mismo.

– He sufrido mucho, Lucile. Me han tenido prisionera. ¿Es que nadie puede comprender eso?

Dios mío, pensó Lucile, no voy a poder quitármela de encima en toda la tarde. Al ver que Théroigne estaba a punto de romper a llorar, se puso de pie y la obligó suavemente a sentarse en la chaise-longue de terciopelo azul.

– Tráenos algo frío y unos dulces, Jeanette -ordenó a la sirvienta. Lucile observó que la joven tenía las manos calientes y húmedas-. ¿Te encuentras mal? -le preguntó-. ¡Pobre Anne, qué te han hecho! -Mientras le aplicaba un pañuelo húmedo en la frente imaginó que era una especie de ángel, de santa, atendiendo a una embustera.

– Ayer traté de hablar con Pétion -dijo Théroigne-, pero fingió no verme. Quiero ofrecer mi apoyo a los hombres de Brissot, pero hacen como que no existo. Pero sí existo.

– Naturalmente -respondió Lucile-. Por supuesto que existes.

Théroigne bajó la cabeza. Las lágrimas se habían secado en sus mejillas.

– ¿Cuándo nacerá tu hijo? -preguntó.

– Según los médicos, la semana que viene.

– Yo tuve una hija.

– ¿De veras? ¿Cuándo?

– Murió.

– Lo lamento.

– Ahora tendría… no lo recuerdo. Los años pasan volando. Una pierde la noción del tiempo. Murió en la primavera antes de la toma de la Bastilla. No…, falleció en 1788. Apenas la veía. Cuidaba de ella una mujer a quien enviaba dinero todos los meses desde Italia, Inglaterra o donde estuviera. Pero eso no significa que sea dura, Lucile, no quiere decir que no la quisiera. La quería mucho. Era mi hija.

Lucile se sentó de nuevo y apoyó las manos en su abultado vientre. Su rostro denotaba tensión. Había algo en el tono de Théroigne -algo difícil de descifrar- que indicaba que se había inventado esa historia.

– ¿Cómo se llamaba tu hija? -preguntó Lucile.

– Françoise-Louise -le contestó Théroigne, mirándose las manos-. Un día hubiera ido a buscarla.

– Lo sé -dijo Lucile. Y tras un breve silencio, preguntó-: ¿Quieres hablarme de los austriacos?

– Eran muy extraños -contestó Théroigne, echando la cabeza hacia atrás y soltando una carcajada un tanto forzada. Resultaba alarmante la facilidad con que pasaba de un tema a otro, de un estado de ánimo a otro-. Estaban empeñados en conocer todos los detalles de mi vida, desde el día que nací. «¿Dónde estaba usted en tal fecha de tal año?», me preguntaban. «No lo recuerdo», contestaba yo. Entonces sacaban un papel, un recibo firmado por mí, la lista de la lavandería o el resguardo del prestamista, y decían: «Permítanos que le refresquemos la memoria, señorita.» Me atemorizaban con sus preguntas y papeles. Era como si durante toda mi vida, desde que había aprendido a escribir, esos malditos austriacos me hubieran estado siguiendo y espiando.

Si la mitad de eso es cierto, pensó Lucile, ¿qué saben sobre Camille, o sobre Georges-Jacques?

– Eso es imposible -dijo.

– Entonces ¿cómo te lo explicas? Me enseñaron un papel, un documento que había firmado con un profesor de canto italiano, que prometió promocionar mi carrera. Tuve que reconocer que era mi letra; recordaba haberlo firmado. Habíamos acordado que me daría clases de canto para perfeccionar mi técnica y que yo le pagaría con el dinero que sacara de mis conciertos. Firmé ese documento una tarde lluviosa en Londres, en Soho, en la casa que ocupaba mi profesor en la calle Dean. ¿Cómo es posible que ese papel fuera a parar de la calle Dean a manos del comandante de la prisión de Kufstein? ¿Cómo llegó hasta allí, a menos que alguien me estuviera siguiendo durante todos estos años? -Théroigne soltó otra carcajada nerviosa-. Debajo de mi firma decía: «Anne Théroigne, Soltera» -me preguntó el austriaco-. ¿Acaso se ha casado en secreto?

– Eso demuestra que no lo saben todo sobre ti -dijo Lucile-. ¿Cómo era Kufstein?

– Como algo que hubiera salido de debajo de una roca -contestó Théroigne. Hablaba con calma, como una monja haciendo repaso de su vida-. Desde la ventana de mi celda divisaba las montañas. Tenía una mesa y una silla pintadas de blanco. -De pronto frunció el ceño, como esforzándose en recordar-. Al principio, cuando me encerraron, me dedicaba a cantar todas las canciones, arias y tonadas que conocía. Cuando terminaba el repertorio, empezaba de nuevo.

– ¿Te hicieron daño?

– No. Fueron muy amables, muy… tiernos. Cada día me traían comida y me preguntaban qué me apetecía comer.

– Pero, ¿qué querían de ti, Anne? -preguntó Lucile. Le hubiera gustado añadir: «… por que no eres una persona importante».

– Me acusaron de haber organizado los motines de octubre, y querían saber quién me había pagado por ello. Dijeron que fui a Versalles a horcajadas sobre un cañón, y que conduje a las mujeres a palacio blandiendo una espada. No es cierto, como bien sabes. Cuando llegaron, yo ya estaba en Versalles. Había alquilado una habitación para asistir todos los días a los debates de la Asamblea Nacional. Es cierto que hablé con las mujeres, y con los guardias nacionales. Pero cuando irrumpieron en el palacio, yo estaba acostada.

– Sin duda habrá algún testigo presencial -señaló Lucile. Théroigne no captó la ironía en sus palabras-. Déjalo, era una broma. Debes comprender que, desde que cayó la Bastilla, no importa lo que hayas hecho realmente, sino lo que la gente cree que hiciste. Uno no puede desprenderse de su pasado tan fácilmente. Cuando te conviertes en un personaje conocido la gente te atribuye acciones y palabras que jamás has cometido ni pronunciado, pero no tienes más remedio que aceptarlo. Si dicen que ibas a horcajadas en un cañón, pues ibas a horcajadas en un cañón.

– ¿Ah, sí? No creo…

– Me refiero a que… -Maldita sea, pensó Lucile, es bastante obtusa-. No lo hiciste, pero ellos están convencidos de lo contrario. ¿No lo comprendes?

Théroigne sacudió la cabeza.

– Me interrogaron sobre el Club de los Jacobinos. Querían saber a quiénes pagaban para decir ciertas cosas. Yo no sé nada sobre los jacobinos, pero me no creyeron.

– Algunos pensamos que no volveríamos a verte nunca más.

– La gente me dice que debería escribir un libro sobre mis experiencias. Pero no soy culta, soy incapaz de escribir un libro. ¿Crees que Camille podría escribirlo por mí?

– ¿Por qué te soltaron los austriacos, Anne?

– Me llevaron a Viena. Vi al canciller, al primer ministro del Emperador, en sus aposentos privados.

– No has contestado a mi pregunta.

– Luego me llevaron de regreso a Lieja, a la ciudad donde nací. Estoy acostumbrada a viajar, pero esos viajes eran un infierno. Trataron de ser amables conmigo, pero yo sólo quería tenderme junto a la carretera y morir. Cuando llegamos a Lieja me dieron un poco de dinero y me dijeron que podía ir a donde quisiera. Les pregunté si podía volver a París, y dijeron que sí.

– Ya lo sabemos -dijo Lucile-. La noticia apareció publicada en diciembre en Le Moniteur. Tengo guardado ese número en algún sitio. Francamente, nos sorprendió enterarnos de que ibas a volver. Corrían rumores de que los austriacos te habían ahorcado. Pero en lugar de ello te soltaron y te dieron dinero. ¿Y te extraña que Camille te rehuya?

Como buena abogada, ha cerrado el caso. Y sin embargo es difícil creer -como creen todos aunque no lo confiesen- que esa chica haya accedido a actuar de espía. Si le quitas la pistola y el traje escarlata de amazona, parece totalmente inofensiva, incluso un poco loca.

– Deberías alejarte un tiempo de París, Anne -dijo Lucile-. Vete a un lugar tranquilo. Hasta que hayas recuperado las fuerzas.

Théroigne la miró perpleja.

– Te olvidas, Lucile, que en una ocasión dejé que los periodistas me expulsaran de aquí, dejé que Louis Suleau me echara de París. ¿Y qué me pasó? Alquilé una habitación en una posada en un lugar tranquilo como tu dices, lejos de la capital, donde oía cantar a los pájaros, justo lo que necesitaba para recuperarme. Comía con apetito y dormía como un tronco. Pero una noche me desperté y vi que habían entrado unos hombres en mi habitación, unos desconocidos, que me llevaron por la fuerza.

– Creo que debes irte -dijo Lucile.

El temor le atenazaba la garganta; lo sentía en su vientre, y temía por la suerte de su hijo.


– Lafayette está en París -dijo Fabre.

– Eso me han dicho.

– ¿Lo sabías, Danton?

– Yo lo sé todo, Fabre.

– ¿Cuándo vas a despedazarlo?

– Modérate, Fabre.

– Pero dijiste…

– De vez en cuando conviene mostrarse agresivo. Anima a los demás. Dentro de un par de días iré a visitar a mis suegros en Fontenay.

– Comprendo.

– El general tiene unos planes muy concretos. Marchar sobre los jacobinos y cerrarles el club. Represalias por el 20 de junio. Confía en que la Guardia Nacional le respalde. Nadie podría probar que yo tuviera nada que ver con el 20 de junio…

– Hummm -respondió Camille.

– … pero prefiero ahorrarme problemas. La cosa no pasará a mayores.

– Pero esto es muy serio.

– No, puesto que conocemos sus planes -contestó Danton, tratando de mostrarse paciente.

– ¿Cómo lo sabemos?

– Me lo dijo Pétion.

– ¿Y quién informó a Pétion?

– María Antonieta.

– ¡Dios!

– Sí, son unos estúpidos. No se dan cuenta de que Lafayette es la única persona dispuesta a ayudarles. A veces me pregunto si merece la pena tener tratos con ellos.

– ¿A qué te refieres? -preguntó Camille.

– Pues a tener tratos con ellos, aprovecharnos de lo que podamos.

– No lo dices en serio. Tú no tienes tratos con ellos.

– ¿Te parece que hablo en serio, Fabre?

– Sí.

– ¿Te preocupa, Fabre?

– No en el sentido de tener escrúpulos. Más bien me asusta un poco. Me preocupan las posibles complicaciones.

– No en el sentido de tener escrúpulos -repitió Danton-. Le asusta un poco. Qué hermoso concepto. Camille, si mencionas esta conversación a Robespierre, no volveré a dirigirte la palabra. Dios mío.

Danton se alejó sacudiendo la cabeza.

– ¿Mencionar qué? -replicó Camille.


El plan de Lafayette: una gran revista de la Guardia Nacional durante la cual el general inspeccionará las tropas y el Rey estará presente para que le rindan armas. Cuando se haya retirado el Monarca, Lafayette arengará a los batallones porque, ¿acaso no es su primer y más glorioso comandante, acaso no tiene autoridad para asumir de nuevo el control? Luego, en nombre de la constitución, en nombre de la monarquía, en nombre del orden público, el general Lafayette procederá a restaurar el orden en la capital. Lo cierto es que no cuenta con el entusiasta apoyo del Rey. Luis teme que fracase, teme las consecuencias, y la Reina ha dicho fríamente que prefiere morir asesinada que ser salvada por Lafayette.

Pétion se mueve con presteza. Una hora antes de que comience la revista, la anula, dejando que todo se venga abajo y que la confusión dé al traste con otros planes de mayor envergadura. El general desfila por las calles acompañado de sus ayudantes, siendo aclamado por los viejos patriotas. Tras analizar la situación, emprende el camino que lo conduce fuera de París hasta el puesto militar en la frontera. En el Club de los Jacobinos, el diputado Couthon se acerca en su silla de ruedas a la tribuna para denunciar al general como «un canalla»; Maximilien Robespierre lo llama «el enemigo de la patria»; los señores Brissot y Desmoulins lo cubren de vituperios. Los cordeliers regresan de las breves vacaciones que muchos han tenido la prudencia de tomarse y queman la efigie del general, acuñando consignas para el futuro mientras las llamas devoran al muñeco vestido con uniforme militar.


– Si Lucile consigue sobrevivir -dijo Annette-, ¿te portarás bien?

Era una hermosa mañana de julio, hacía sol y soplaba una agradable brisa. Camille miró por la ventana, vio la rue des Cordeliers, a sus vecinos trajinando de un lado para el otro, como de costumbre; oyó el sonido de las prensas en la Cour du Commerce, vio a unas mujeres charlando en la esquina, mientras intentaba imaginar otro tipo de vida o cualquier clase de muerte.

– He dejado de hacer tratos con Dios -contestó-. De modo que no intentes hacer un trato conmigo, Annette.

Annette lo miró fijamente. Estaba pálido, tembloroso, incapaz de aceptar el hecho de que su esposa iba a dar a luz y que iba a sufrir. Le asombraba que Camille fuera incapaz de afrontar y aceptar las cosas más normales.

– No os tomáis el matrimonio en serio -dijo Annette, sin poder resistir la tentación de atormentarlo un poco-. Ninguno de los dos. Pero esto no es un juego.

– Si llegara a sucederle algo malo me moriría -contestó Camille.

– Sí. -Annette se levantó de la silla. Se había acostado a medianoche y la habían despertado a las dos-. Sí, te creo.

Entró a ver a su hija. Lucile estaba muy animada. No sabe lo que le espera, pensó Annette. ¿Podría haberle ahorrado este trance? Por supuesto. Podía haber seguido, hacía siete años, los dictados de su corazón. En tal caso, Camille la recordaría ahora, suponiendo que la recordara, como una mujer que formaba parte de su pasado, una mujer que le había costado mucho conquistar. Sin embargo él ya no formaría parte de su vida sino que sería un personaje famoso cuyas andanzas leería en los periódicos. Pero Annette había preferido aferrarse a su preciosa virtud, su hija estaba casada con el abogado de la Lanterne y a punto de dar a luz, mientras ella observaba día a día -yendo y viniendo entre la rue Condé y la rue des Cordeliers- la destrucción de una apasionada historia de amor como las que aparecen en las novelas. La gente podía llamarlo como quisiera, pero ella lo llamaba una historia de amor. Y había vivido lo suficiente para saber de qué iba el asunto.

– Será mejor que salgas de aquí -dijo-. Vete a dar un paseo. El aire fresco te sentará bien. ¿Por qué no vas a ver a Max? Es un hombre prudente y sensato.

– Hummm -respondió Camille, tenso y angustiado-. Como todos los solteros. Avísame inmediatamente. ¿Me lo prometes?


– Annette dijo que era preferible que me fuera, que sembraba el pánico. Espero que no te importe que me presente a estas horas.

– No, en realidad te esperaba -contestó Robespierre-. Somos amigos, debemos ayudarnos mutuamente. Tengo que irme a trabajar, pero regresaré dentro de un par de horas. La familia se ocupará de ti. ¿Te apetece charlar con una de las chicas?

– No -contestó Camille-. He renunciado a charlar con chicas. Es demasiado arriesgado.

A Robespierre le resultaba difícil sonreír, de modo que se limitó a estrujar la mano de Camille. Un gesto curioso pues no solía tocar a la gente. Camille supuso que estaba tan nervioso como él.

– Pareces casi tan preocupado como yo, Max. Si yo siembro el pánico, tú transmites una sensación de desastre.

– No te preocupes, todo irá bien -contestó Robespierre con tono poco convincente-. Estoy seguro. Es una mujer fuerte y sana, no hay motivo para temer nada malo.

– Es triste -lamentó Camille-. Ni siquiera soy capaz de rezar por ella.

– ¿Por qué?

– No creo que Dios escuche ese tipo de plegarias. En el fondo, es un egoísmo por mi parte.

– Dios atiende todo tipo de plegarias.

Los dos hombres se miraron, ligeramente alarmados.

– Estamos a merced de la providencia -dijo Robespierre-. Estoy convencido de ello.

– Yo no estoy tan seguro. Aunque la idea me tranquiliza.

– Si no estamos a merced de la providencia, ¿qué hacemos aquí? ¿Para qué sirve la Revolución? -preguntó Robespierre, alarmado.

Para que Georges-Jacques se lucre, pensó Camille.

– Para proporcionarnos el tipo de sociedad que Dios desea que tengamos -contestó el propio Robespierre-. Para proporcionar justicia e igualdad a los hombres.

Este Max está convencido de todo cuanto dice, pensó Camille.

– Yo no sé qué clase de sociedad desea Dios que tengamos. Parece como si hubieras ordenado al sastre que te confeccionara un Dios a medida, o que hubieras pedido a Gabrielle que lo tejiera a tu gusto.

– ¿Un Dios a medida? -repitió Robespierre, perplejo-. No dejas de sorprenderme con tus singulares ocurrencias -dijo, apoyando las manos en los hombros de Camille. Los dos amigos se abrazaron-. Bajo la providencia, seguiremos haciendo el imbécil -dijo Robespierre-. Regresaré dentro de un par de horas y charlaremos sobre teología o lo que te apetezca. Si sucede algo, avísame inmediatamente.

Camille se quedó solo. Las conversaciones toman a veces un sorprendente rumbo, pensó, echando un vistazo a la habitación de Robespierre. Era pequeña y austera, con un camastro como los que suelen utilizar las personas que padecen insomnio y un escritorio de madera de tilo, pulcro y ordenado. Sólo había un libro sobre él, un pequeño ejemplar de El contrato social, de Rousseau. Era el libro que Robespierre solía llevar en el bolsillo de la casaca. Hoy se lo había olvidado. Su rutina se había visto alterada.

Camille cogió el libro y lo hojeó. Poseía cierta magia que había contagiado a Robespierre. Era un volumen especial. De pronto se le ocurrió una idea. Agitó el libro ante una audiencia imaginaria y dijo, imitando el acento de Robespierre:

– Víctima de la bala de un asesino, este ejemplar de El contrato social me salvó la vida. Observad, camaradas patriotas, cómo el proyectil quedó alojado en la tapa de paño barato de la obra inmortal del inmortal Jean-Jacques. Bajo la providencia… -Cuando se disponía a referirse a los complots e intrigas que amenazaban a la nación, sintió que le temblaban las rodillas y se sentó en una silla con el asiento de paja. Era exactamente igual que la silla en la que se había encaramado el día en que pronunció un discurso ante la muchedumbre en el Palais-Royal. Creo que no podría vivir con una silla como ésta, pensó. Me aterra.

Tenía que redactar un discurso. Demostraría que poseía un admirable autocontrol si pudiera hacerlo, pensó, pero no me veo capaz. Se levantó y se acercó a la ventana. Los operarios de Maurice Duplay trabajaban en el patio. Al notar que los observaba, le saludaron con la mano. Pensó en bajar a conversar con ellos, pero temía encontrarse con Eléonore. O con la señora Duplay, la cual lo atraparía en el cuarto de estar y le ofrecería unos dulces mientras hablaría sin descanso. Le aterraba ese cuarto de estar, con sus numerosos «artículos» de nogal -no cabía otra palabra para describirlos-, su tapicería de terciopelo rojo de Utrecht, sus apolillados cortinajes y su estufa esmaltada que exhalaba una densa humareda. Era una habitación a la que iban a morir todas las esperanzas. Camille se imaginó cubriendo la cara de Eléonore con un cojín rojo y asfixiándola.

Al fin decidió redactar el discurso. Tras escribir un párrafo lo tachó y volvió a empezar. El tiempo transcurría lentamente. De pronto oyó unos golpecitos en la puerta.

– ¿Puedo pasar, Camille?

– Adelante.

Relájate, no te pongas nervioso, se dijo.

– ¿Está ocupado? -preguntó Elisabeth Duplay.

– Tengo que escribir un discurso pero no puedo concentrarme. Mi esposa…

– Lo sé -contestó la joven, cerrando la puerta suavemente. Babette. La bobalicona-. ¿Quiere que me quede a charlar un rato con usted?

– Sería un placer -respondió Camille.

– No mienta -dijo Babette, soltando una carcajada-. No sería un placer, se aburriría.

– Si temiera aburrirme, te lo diría.

– Tiene fama de ser un hombre encantador, pero viene pocas veces a vernos. Nunca se muestra encantador con mi hermana Eléonore. Debo reconocer que Eléonore me crispa los nervios, pero soy la menor, y en mi familia nos han enseñado a ser educadas con nuestros mayores.

– Eso está bien -contestó Camille.

Lo dijo en serio. No comprendía por qué se reía tanto Babette. Pero de pronto notó que cuando se reía estaba más guapa. Mucho más que sus hermanas.

La muchacha se sentó en el borde de la cama y dijo:

– Max nos ha hablado mucho de usted. Me encantaría conocerlo mejor. Creo que es usted la persona que él más quiere en el mundo, a pesar de que son muy distintos.

– Debe de ser mi encanto -respondió Camille-. Es evidente, ¿no es cierto?

– Max es muy amable con nosotros. Es como un hermano. Nos defiende ante nuestro padre. Nuestro padre es un tirano.

– Todos los hijos piensan lo mismo -contestó Camille. La frase le chocó. ¿Cómo se comportaría él con su hijo? Cuando éste fuera un adolescente, él sería un hombre de mediana edad. Se preguntó qué haría su padre cuando su madre le dio a luz. Imaginó que estaría ocupado con su Enciclopedia de la ley. Mientras su madre gritaba de dolor, su padre estaría confeccionando un índice.

– ¿En qué piensa? -le preguntó Babette.

Camille no pudo reprimir una sonrisa. ¿Acaso le estaba sugiriendo que deseaba conocerlo más íntimamente? Las mujeres solían hacer esa pregunta después del acto sexual, pero tenían que ensayarla de jovencitas.

– En nada -contestó, como de costumbre. Se sentía incómodo-. ¿Sabe tu madre que estás aquí, Elisabeth?

– Prefiero que me llame Babette, como todo el mundo.

– Vaya, vaya…

– No sé si lo sabe. Creo que ha ido a comprar el pan -contestó la joven, alisándose la falda e instalándose más cómodamente sobre la cama-. ¿Por qué lo pregunta?

– Quizá te esté buscando.

– Ya me llamará.

Se produjo un breve silencio, mientras la muchacha le observaba fijamente.

– Su esposa es muy guapa -dijo.

– Sí.

– ¿Se alegraba de estar embarazada?

– Al principio sí, pero al final se le hizo largo y pesado.

– Supongo que a usted también se le haría largo y pesado.

Camille cerró los ojos. Estaba casi seguro de hallarse en lo cierto. Al cabo de unos segundos volvió a abrirlos. Quería cerciorarse de que la joven no se había movido.

– Debo irme.

– Pero Camille… -Babette lo miró con aire ingenuo-. ¿Y si le envían recado de que ha nacido el niño y usted no está?

– En ese caso será mejor que charlemos en otro sitio.

– ¿Por qué?

Porque es evidente que tratas de seducirme, pensó. Si nos quedamos aquí, dentro de un momento te habrás quitado la ropa.

– Lo sabes perfectamente.

– ¿Qué tiene de malo conversar en un dormitorio? La gente puede celebrar una fiesta en un dormitorio, incluso una conferencia.

– Desde luego. Debo irme.

– ¿Acaso teme que suceda algo? ¿Le parezco atractiva?

No puedes decir, yo no dije eso. Te expones a que se eche a llorar, a que tu respuesta la traumatice, a que acabe siendo una solterona. Está bien, no puedes decir eso, pero puedes decir cosas peores.

– ¿Haces esto a menudo, Elisabeth?

– No suelo subir mucho por aquí. Max está siempre muy ocupado.

Muy ingeniosa, pensó Camille. La abanderada de un ejército de rollizas vírgenes de clase media, el tipo de chica que te causaba problemas cuando tenías dieciséis años, y que podría causártelos ahora.

– No te deseo -dijo.

– Eso no importa.

– ¿Cómo dices?

– Que eso no importa. -Babette saltó de la cama, se acercó a él sin hacer ruido y, apoyando una mano en su hombro, añadió-: Tú estás aquí. Yo estoy aquí. -Se quitó las horquillas del pelo y lo miró, con las mejillas encendidas y enmarcadas por su melena castaña-. ¿Todavía quieres irte?

Camille sabía que bajaría tras él hasta el cuarto de estar, donde se encontrarían (conocía esas siniestras reuniones familiares) a Eléonore, al sobrino y a Maurice Duplay. De pronto se vio reflejado en el espejo y observó que su rostro expresaba una mezcla de furia, confusión y sentimiento de culpabilidad. Babette retrocedió y se apoyó en la puerta, sonriendo. Había dejado de ser el miembro más insignificante de la familia.

– Esto es absurdo -respondió Camille-. Es increíble.

Babette lo miró fijamente. Tenía la expresión de un cazador furtivo inspeccionando una trampa.

– No deseas vivir una romántica aventura -dijo Camille-. Sólo deseas ver sangre.

– Así pues, ¿no tenemos nada en común? -preguntó ella.

Era prácticamente una niña, pero enérgica y decidida. Cuando Camille la obligó a apartarse de la puerta, la pañoleta que cubría sus hombros cayó al suelo. La modista de la señora Duplay no es precisamente una artista, pensó Camille mientras contemplaba el blanco y voluminoso pecho de Babette.

– Estoy muy excitada -dijo ella, cogiéndole la mano y aplicándola sobre el pulso que latía en su cuello-. Me has tocado, me has acariciado.

Su rostro incitaba a la violencia. Camille sintió deseos de abofetearla, pero temía que se pusiera a gritar. Debo prevenir a la gente contra esta pequeña zorra, pensó, repasando mentalmente la lista de personas a las que debía prevenir contra ella.

– No temas, no entrará nadie -dijo ella-. Echaremos el cerrojo. Bésame.

Camille recogió la pañoleta del suelo y se la colocó sobre los hombros, clavándole los dedos en los brazos.

– Avisaré a tus hermanas -dijo-. Creo que no te encuentras bien.

– Me haces daño -protestó Babette.

– No es cierto. Péinate.

La joven lo miró con una curiosa expresión, no de rencor sino de rabia. Luego se apartó bruscamente y corrió hacia la ventana. Tenía las mejillas arreboladas y respiraba con dificultad. Camille la sujetó por los hombros y dijo con tono enérgico:

– Basta. Domínate, vas a desmayarte.

– Sí, y tú no sabrás cómo explicarlo. Podría gritar. Nadie te creería.

De pronto cesó el ruido de las sierras, y los operarios que trabajaban en el patio alzaron la vista hacia la casa. Camille no alcanzaba a ver sus rostros, pero imaginaba su expresión de perplejidad. Vio a Maurice Duplay dirigirse lentamente hacia la casa, y al cabo de unos segundos oyó la voz brusca e inquisidora, de una mujer, seguida de la de Duplay, menos perentoria. Luego sonó un pequeño grito femenino y unos pasos apresurados en la escalera.

Camille sintió pánico. La creerán a ella, pensó, no a mí. Miró hacia el patio y vio a un pequeño grupo de operarios congregados frente a la ventana.

En aquel momento se abrió bruscamente la puerta y entró Maurice Duplay con paso decidido y la camisa arremangada. El buen jacobino Duplay extendió los brazos y pronunció una frase absolutamente original, algo que jamás había dicho nadie hasta entonces.

– Tiene usted un hijo, Camille. Su esposa está perfectamente y desea que regrese a casa enseguida.

Camille miró hacia la puerta, tratando de dominar su temor, y vio un mar de rostros que sonreían satisfechos. No es necesario que digas nada, pensó, creerán que te sientes demasiado conmovido para articular palabra. Tras alisarse la ropa, Babette se giró hacia él y dijo alegremente:

– Enhorabuena. Qué gran momento para usted.

– Maximilien ha tenido un ahijado -dijo la señora Duplay, sonriendo-. Confío en que Dios le dé también un hijo.

Maurice Duplay abrazó a Camille. Fue un abrazo tremendo, violento, patriótico. De jacobino a jacobino. Mientras el maestro carpintero lo estrujaba contra su pecho, Camille observó la blanca piel de Babette que asomaba bajo la pañoleta y sintió deseos de decir: su hija es una violadora. No, pensó. Es mejor no decir nada, se reirían de mí. Regresaré a casa junto a Lucile y a partir de ahora procuraré no verme envuelto en más líos de faldas.


El primer consuelo es que dura menos tiempo de lo que cree la gente, doce horas desde que empezó a sentir los primeros dolores; el segundo consuelo era este niño, diminuto, con el cabello negro, que yacía en sus brazos. Lucile experimentaba un amor tan puro y profundo que apenas podía articular palabra; la gente te previene sobre todo tipo de cosas, pensó, pero no te previene sobre esto. Se sentía tan agotada que apenas podía incorporarse o hablar.

Todo el mundo reacciona de distinta forma. Mientras su madre le sujetaba las manos con fuerza, exhortándola a ser valiente, la comadrona le decía: «Grita cuanto quieras, querida, aunque retumben las paredes.» Es imposible complacer a todos. Cada vez que se disponía a lanzar un grito, sentía un espasmo que la dejaba sin resuello. Vio a Gabrielle Danton inclinarse sobre ella para decirle algo -sin duda juicioso- y en cierto momento le pareció oír la voz de Angélique murmurando unas palabras en italiano. Pero durante unos minutos -o al menos varios segundos- no sabía siquiera quién estaba allí. Se hallaba en otro mundo, un mundo implacable, rodeada de unas paredes tapizadas de rojo.


Deliberada y conscientemente, Camille borró de su mente los acontecimientos de aquella mañana. Mientras sostenía a su hijo en brazos, le prometió en silencio: seré bueno e indulgente contigo; hagas lo que hagas, por extraño o absurdo que parezca, jamás te castigaré. Claude miró al niño, confiando en que Camille no se lo entregara, y dijo:

– Me preguntó a quién se parecerá.

– Eso nos preguntamos todos -contestó Camille.

Claude cerró la boca, sin atreverse a expresar a su yerno su más sincera enhorabuena.


– ¿Por qué no destituimos a Luis el 14 de julio? -preguntó el ci-devant duque de Orléans.

– Hummm -contestó el ci-devant conde de Genlis-. Eres muy aficionado a los gestos sentimentales. Hablaré con Camille y veremos si podemos arreglarlo.

El duque no captó la ironía de sus palabras.

– Cada vez que hablas con Camille -se quejó-, me cuesta una pequeña fortuna.

– Eres muy generoso. ¿Cuánto dinero has entregado a Danton a lo largo de los tres últimos años?

– No lo sé. Pero si fracasamos esta vez, ya no me quedarán recursos ni para financiar una pequeña revuelta. Cuando caiga Luis… No me robarán el trono, ¿verdad?

De Sillery se sintió tentado de hacerle notar que había desperdiciado una espléndida oportunidad (por escuchar, habría añadido, a mi esposa Félicité, la alcahueta); pero Félicité y su hija Pamela habían partido hacia Inglaterra en otoño. Su buen amigo Jérôme Pétion las había visto atravesar sanas y salvas el Canal de la Mancha.

– Veamos -dijo-. ¿Has sobornado a los brissotinos, a los rolandinos, a los girondinos?

– ¿Acaso existe alguna diferencia entre unos y otros? -preguntó Philippe, alarmado-. Yo pensaba que eran la misma cosa.

– ¿Estás seguro de poder ofrecer a Georges Danton más dinero del que puede brindarle la Corte, más dinero del que sacará de una república?

– No imaginé que las cosas hubieran llegado a ese punto -observó el duque con una mueca de fastidio, olvidando que él mismo había contribuido a ello.

– No pretendo desanimarte, pero entiendo que Danton opina que debemos esperar a que lleguen los voluntarios de Marsella.

Esos marselleses son unos fervientes patriotas, minuciosamente elegidos, que marchan hacia la capital para celebrar la toma de la Bastilla, cantando una nueva canción patriótica, resueltos a no cejar en su empeño. Cuando llegue el momento oportuno, constituirán una eficaz punta de lanza para las Secciones.

– Respecto a esos marselleses… ¿a quién debo pagar por sus servicios?

– A un joven político llamado Charles Barbaroux.

– ¿Cuánto quiere? ¿Podemos fiarnos de él?

– ¡Maldita sea! -De Sillery cerró los ojos. Estaba cansado-. Lleva en París desde el 11 de febrero. Se reunió con los Roland el 24 de marzo.

Laclos debía tener una carpeta llena de informes sobre el arrogante Barbaroux, al que sin duda catalogaba de «donjuán».

– ¿No te preguntas alguna vez si todo esto merece la pena? -preguntó De Sillery.

Era una pregunta que Philippe no sabía contestar. En principio le parecía que todo merecía la pena, todas las maquinaciones e intrigas, cualquier acto vergonzoso, incluso provocar un baño de sangre, con tal de llegar a ser Rey de Francia. Pero Félicité le había confundido, aunque tenía razón; no merecía la pena llegar a ser Rey para que al día siguiente le asesinaran a uno. Durante años la gente que le rodeaba le había obligado a emprender un determinado camino y ahora era demasiado tarde para tomar otro. Además, estaba prácticamente arruinado.

– ¡Maldito Danton! -dijo-, incluso permití que se acostara con Agnès.

– Nadie «le permite» nada -respondió Charles-Alexis-. Danton toma lo que le apetece.

– Pero también tendrá que dar -dijo Philippe-. La gente le exigirá algo. ¿Qué puede ofrecerles?

– El derecho al voto. Es algo que jamás han tenido.

– Supongo que eso les complacerá. Se lanzarán a la calle a votar -dijo el duque, suspirando-. De todos modos, el 14 de julio hubiera sido una fecha muy oportuna.

El año 1789 fue el más feliz de mi vida, pensó, expresando el pensamiento en voz alta.

– Eras muy joven e inexperto -apostilló Charles-Alexis.


El 10 de julio se proclamó el estado de excepción. Las bandas militares sonaban en toda la ciudad, y los puestos de reclutamiento estaban adornados con la bandera tricolor. Desde la ventana de su habitación, Lucile oyó a Danton gritar y arengar a los ciudadanos. El niño estaba acostado en la cuna, con expresión de fastidio. Cuando se hubo recuperado del parto, Lucile se trasladó a la granja de Bourg-la-Reine. Camille fue el fin de semana y escribió un discurso muy largo.

El 24 de julio se reunió el Consejo General de la Comuna para escucharlo. Era el manifiesto de Danton en el que defendía el sufragio universal y la responsabilidad universal, el derecho de los ciudadanos de todas las Secciones a reunirse a cualquier hora, armarse y movilizarse contra la subversión y un ataque inminente. Cuando Camille predijo que la monarquía no tardaría en caer, Danton cruzó los brazos y miró a sus colegas con fingido aire de asombro.

– Gracias -dijo Pierre Chaumette-. Es lo que deseábamos oír.

René Hébert se frotó las manos, expresando su satisfacción por el giro que habían tomado los acontecimientos.

Frente al Ayuntamiento se había congregado una gran muchedumbre. Cuando apareció Camille, estallaron en vítores. Danton apoyó una mano en su hombro, deseoso de participar en tan ferviente manifestación de popularidad.

– Las cosas han cambiado mucho desde hace un año -observó Camille-, cuando teníamos que ocultarnos porque nos perseguían.

Luego saludó a sus partidarios con la mano y les lanzó un beso. La gente se echó a reír y se precipitó sobre él para tocarlo, como si fuera un amuleto. Arrojaron los gorros al aire y empezaron a cantar Ça Ira en una de sus más salvajes versiones. Acto seguido entonaron la nueva canción titulada La Marsellesa.

– Son unos animales muy curiosos -dijo Danton-. Confiemos en que dentro de un par de semanas cumplan con su deber.


El duque de Brunswick, comandante en jefe de los aliados, emitió un manifiesto, una declaración de intenciones. Pidió a los franceses que depusieran las armas y que no ofrecieran resistencia a las fuerzas invasoras, cuyo fin era restaurar el orden y la autoridad. Toda ciudad que se resistiera sería arrasada. Todos los diputados, los guardias nacionales y los funcionarios públicos de París debían considerarse personalmente responsables de la seguridad del Rey y de la Reina. Si la familia real sufría alguna agresión, todos ellos serían procesados en consejo de guerra y condenados tan pronto como los aliados entraran en París. Si se repetía el ataque de junio contra las Tullerías, la ciudad de París quedaría totalmente destruida y sus habitantes exterminados por los piquetes de ejecución.

Danton estaba con Caroline Rémy en la ventana superior del Palais-Royal mientras Camille leía a la muchedumbre la declaración de los aliados.

– Es un excelente orador -dijo Caroline-. Debo reconocer que Fabre ha hecho un maravilloso trabajo.

– Brunswick nos ha proporcionado lo que necesitábamos -dijo Danton-. Decir a las masas que van a ser ejecutadas, que los alemanes van a arrojarlos en unas fosas colectivas… ¿Qué tienen que perder?

Rodeó con un brazo la cintura de Caroline, y ésta le acarició la mano. Afuera, la gente empezó a gritar, desafiando a Europa entre risotadas y exclamaciones de furia.


[El café de Zoppi, en la rue des Fossés-Saint-Germain. Un día en la larga historia de conspiraciones en cafeterías.]

Danton: Creo que ya se conocen todos ustedes.

Legendre: Continúa. Esto no es un baile.

Danton: Si alguien tenía alguna duda, era Legendre. Este corpulento caballero se llama Westermann. Proviene de Alsacia, y hace algún tiempo que nos conocemos. Es un antiguo oficial del Ejército.

Fabre [a Camille]: Hace tiempo que lo abandonó. Es un delincuente de poca monta.

Camille: Justo lo que nos faltaba.

Danton: Este es Antoine Fouquier-Tinville.

Legendre: Me recuerda a alguien.

Danton: Fouquier-Tinville es primo de Camille.

Legendre: Guarda un ligero parecido con él.

Fabre: Yo no lo advierto.

Hérault: Quizá sean primos lejanos.

Fabre: Uno no tiene por qué parecerse a sus parientes.

Hérault: Dejadlo hablar.

Fabre: ¿Qué tiene usted que decir, primo de Camille?

Fouquier: Fouquier.

Hérault: No pretenderá usted que nos aprendamos su nombre. Le llamaremos siempre «el primo de Camille». Es más fácil para nosotros, y más humillante para usted.

Fréron [a Fouquier]: Su primo es un personaje muy singular.

Fabre: Es un asesino múltiple.

Fréron: Un satanista.

Fabre: Prepara pócimas venenosas.

Hérault: Estudia hebreo.

Fréron: Es un adúltero.

Hérault: Es una vergüenza.

[Pausa]

Fabre: ¿Lo veis? Su primo no le importa lo más mínimo.

Fréron: ¿Dónde está su orgullo de familia?

Fouquier: [con indiferencia]: Es posible que todo ello sea cierto. Hace mucho que no he visto a Camille.

Fréron: En parte es cierto. Lo del adulterio y el hebreo.

Fabre: Quizá sea un satanista. Una vez le vi hablando con De Sade.

Hérault: De Sade no es un satanista.

Fabre: Yo pensaba que lo era.

Hérault: ¿Por qué estudias hebreo, Camille?

Camille: Por mi trabajo con los Padres de la Iglesia.

Danton: ¡Dios!

Camille [susurrándole a Hérault al oído]: Notarás que tiene los ojos muy juntos. Su primera esposa murió en circunstancias misteriosas.

Hérault [bajando la voz]: ¿Es eso cierto?

Camille: Nunca miento.

Danton: El señor Fouquier ha manifestado que está dispuesto a hacer cualquier cosa.

Hérault: Es evidente que está emparentado con Camille.

Legendre: Vamos al grano de una vez. [A Fouquier]: Me tratan como a un imbécil porque no he recibido una educación tan esmerada como ellos. Su primo hace comentarios despectivos sobre mí en idiomas extranjeros.

Fouquier: ¿En idiomas que usted no habla?

Legendre: Así es.

Fouquier: Entonces ¿cómo lo sabe?

Legendre: ¿Es usted abogado?

Fouquier: Sí.

Danton: Creo que será aproximadamente dentro de una semana.


Mousseaux, la residencia del duque de Orléans: entre los comensales se advertía una cierta falta de animación, por no decir que imperaba un ambiente decididamente frío. Charles-Alexis parecía incómodo, no se sabe si debido al paté o porque se sentía intimidado por los monárquicos. El duque recorrió con la vista las pechugas de pollo, deshuesadas y rellenas con espárragos y hierbas, y la posó sobre Robespierre. Ofrecía el mismo aspecto que en 1789, pensó el duque: la misma casaca de impecable corte (de hecho se trataba de la misma casaca) y el cabello perfectamente empolvado. Esto debe de resultarle algo distinto del ambiente en casa del carpintero, pensó Philippe. Se preguntaba si allí se sentaría tan tieso a la mesa, sin apenas probar bocado, tomando mentalmente nota de cuanto se decía. Junto a su copa de vino había una de agua. El duque se inclinó hacia adelante, casi tímidamente, y le tocó el brazo.

Philippe: Creo que… es posible que las cosas se hayan torcido… Los monárquicos tienen mucha fuerza… el peligro es inminente. He decidido partir para Inglaterra. Le ruego que me acompañe.

Danton: Soy capaz de cortarle el cuello a cualquiera que pretenda dejarnos en la estacada. Todo está organizado. Seguiremos adelante con nuestros planes.

Pétion: Mi querido Danton, existen ciertos problemas.

Danton: Y tú eres uno de ellos. Tus hombres sólo quieren que el Rey les devuelva sus ministerios. Es lo único que les interesa.

Pétion: No sé a quiénes te refieres cuando dices «mis hombres». No soy miembro de ninguna facción. Las facciones y los partidos perjudican la democracia.

Danton: Díselo a Brissot. No me lo digas a mí.

Pétion: En estos momentos están organizando la defensa del palacio. Hay trescientos caballeros dispuestos a defenderlo.

Danton: ¿Caballeros? Estoy aterrado.

Pétion: Te lo digo para que lo sepas.

Danton: Cuantos más, mejor. Cuando se desmayen, caerán los unos sobre los otros.

Pétion: No disponemos de muchos cartuchos.

Danton: Le pediré algunos a la policía.

Pétion: ¿Oficialmente?

Danton: Soy fiscal del Estado. Me considero perfectamente capacitado para conseguir algo tan sencillo como unos cartuchos.

Pétion: Hay novecientos guardias suizos custodiando el palacio. Tengo entendido que son leales a Capeto y que no abandonarán la lucha.

Danton: Asegúrate de que no consigan hacer acopio de municiones. Vamos, Pétion, son unos simples tecnicismos.

Pétion: Además existe el problema de la Guardia Nacional. Sabemos que muchos guardias nos respaldan, pero no pueden amotinarse, tienen que obedecer órdenes, de lo contrario nos encontraremos en una situación imprevisible. Cometimos un error cuando dejamos que el marqués de Mandat asumiera el mando. Es un convencido monárquico.

[Cuando sea Rey tendremos que dejar de utilizar esa palabra de forma despectiva, pensó Philippe.]

Pétion: Debemos eliminar a Mandat.

Danton: ¿A qué te refieres, a que lo asesinemos? Pues adelante, hombre. Los muertos no hablan.

[Silencio.]

Danton: Meros tecnicismos.


Camille Desmoulins


A efectos de instaurar la libertad y la seguridad de la nación, un día de anarquía resulta más eficaz que diez años de Asambleas Nacionales.


Señora Elisabeth


No hay nada que temer. El señor Danton nos protegerá.

V. Quemar los cadáveres

(1792)

7 de agosto.

– ¿Que se ha ido? -preguntó Fabre-. ¿Que Danton se ha ido?

Catherine Motin puso los ojos en blanco y contestó:

– Escuche con atención. La señora Danton ha ido a Fontenay, a casa de sus padres, y el señor Danton ha ido a Arcis. Si no me cree, pregúnteselo al señor Desmoulins. Yo misma he hablado con él.

Fabre atravesó apresuradamente la Cour du Commerce hasta llegar a la rue des Cordeliers, entró en el mismo edificio por la otra puerta y subió la escalera. ¿Por qué no practican Georges-Jacques y Camille un agujero en el tabique?, pensó. Sería más sencillo si viviéramos bajo el mismo techo.

Lucile estaba sentada con los pies apoyados en un sillón, leyendo una novela y comiendo una naranja.

– Toma -le dijo, ofreciéndole un gajo.

– ¿Dónde se ha metido? -preguntó Fabre.

– ¿Georges-Jacques? Se ha ido a Arcis.

– Pero ¿por qué, por qué, por qué? ¡Dios bendito! ¿Dónde está Camille?

– Tumbado en la cama. Creo que está llorando.

Fabre entró en el dormitorio, comiéndose el gajo de naranja, y se precipitó sobre Camille.

– Te lo ruego -dijo éste, cubriéndose el rostro con las manos-. No me golpees, Fabre, estoy enfermo. No lo soporto.

– ¿Qué demonios se propone Danton? Tú debes de saberlo.

– Ha ido a ver a su madre. No me he enterado hasta esta mañana. No ha dejado un mensaje, ni una carta, nada. Esto es un desastre.

– ¡El muy cabrón! -exclamó Fabre-. Apuesto a que no piensa volver.

– Voy a suicidarme -dijo Camille.

Fabre se levantó de la cama y regresó al cuarto de estar.

– No consigo sacarle nada en limpio. Dice que va a suicidarse. ¿Qué vamos a hacer?

Con un gesto contrariado, Lucile introdujo el marcador entre las páginas y dejó la novela. Era del todo evidente que no iban a dejar que siguiera leyendo.

– Georges me aseguró que volvería, y no tengo motivos para dudar de él. ¿Por qué no le escribes una carta? Dile que no podéis hacer nada sin él, lo cual es cierto. Dile que Robespierre ha dicho que no puede hacer nada sin él. Y cuando hayas terminado, vete a ver a Robespierre y dile que se pase por aquí. Quizá consiga evitar que Camille se suicide.


El 9 de agosto, a las nueve de la mañana, Danton regresó tal como había prometido.

– No os enojéis conmigo. Tenía que resolver unos asuntos. Estamos metidos en una aventura muy arriesgada.

– Siempre te escudas en que tenías que resolver unos asuntos -dijo Fabre.

– Es que cada vez soy más rico -contestó Danton. Luego besó a su mujer en la cabeza y dijo-: Deshaz mi equipaje, Gabrielle.

– ¿Estás seguro de lo que dices? ¿Que lo deshaga o que lo haga? -preguntó Fabre.

– Creíamos que te habías largado otra vez -dijo Camille.

– ¿Qué quieres decir con eso de «otra vez»? -inquirió Danton, sujetando a Camille por la muñeca y tirando de él hasta el otro lado de la habitación, donde se encontraba su hijo. Cogió al pequeño en brazos y dijo-: Te he echado mucho de menos, cariño. Hace dos días que no te he visto. ¿Qué haces aquí? Deberías estar en el campo.

– No cesaba de llorar y de pedirme que regresáramos a casa -contestó Gabrielle-. Anoche no conseguí que se durmiera hasta prometerle que hoy volveríamos para que te viera. Mi madre vendrá a recogerlo esta tarde.

– Una mujer espléndida, espléndida. Nunca olvidaré lo que hace por nuestro hijo, sin importarle el riesgo al que se expone.

– Deja de sonreír con aire satisfecho -dijo Camille-. Me pones enfermo.

– Es el aire del campo -respondió Danton-. Me da vitalidad. Deberías salir de París más a menudo. Pobre Camille. -Danton obligó a su amigo a apoyar la cabeza sobre su hombro y le acarició el cabello-. Estás muy asustado.


Mediodía.

– Sólo faltan doce horas -dijo Danton-. Os doy mi palabra.

Las dos de la tarde. Se ha presentado Marat. Tiene un aspecto más desaliñado que nunca. Su tez, quizá debido a su trabajo, ha adquirido el color de un periódico de mala calidad.

– Podíamos habernos encontrado en otro lugar -dijo Danton-. No te pedí que vinieras aquí. No quiero que mi esposa y mi hijo te vean y sufran pesadillas.

– Más adelante serás tú quien me invitarás a que venga. Quién sabe, quizá decida ser más aseado cuando hayamos implantado la república. Bien -dijo tras una breve pausa-, sospecho que los brissotinos están tratando de llegar a un acuerdo con la Corte. Han hablado con María Antonieta, cosa que puedo probar. Nada de cuanto hagan puede perjudicarnos a estas alturas, pero la cuestión es qué vamos a hacer con ellos más tarde.

Estas dos palabras surgen en todas las conversaciones: más tarde.

Danton sacudió la cabeza.

– Me cuesta creerlo -contestó-. La mujer de Roland no se prestaría a un trato con ellos. Fue ella quien hizo que los destituyeran, ¿recuerdas? No me la imagino hablando con María Antonieta.

– ¿Acaso crees que miento? -preguntó Marat.

– Reconozco que algunos estarían dispuestos a negociar. Aspiran a recuperar sus cargos, lo cual demuestra que no existe lo que hemos dado en llamar brissotinos.

– Sólo cuando nos conviene -dijo Marat.


Las cuatro de la tarde, en la rue des Cordeliers:

– No puedes despedirte sin más ni más -protestó Camille-. No puedes presentarte como si tal cosa y decir me alegro de haberte conocido durante veinte años, me marcho a que me maten.

– Sí que puedo -respondió Louis Suleau, nervioso-. Claro que puedo.

Ha tenido mucha suerte, el cronista de Los hechos de los Apóstoles. En 1789 y 1790, las masas, esas masas a las que el abogado de la Lanterne incitaba a la violencia, pudieron haberlo matado.

– Cada vez que paso junto a una farola -escribió Suleau-, tengo la sensación de que se inclina hacia mí, como deseando que me cuelguen de ella.

Camille lo miró en silencio, estupefacto, aunque debía haberlo supuesto.

Louis había cruzado la frontera, había estado en los campamentos de emigrados; ¿por qué había de regresar a París a menos que se propusiera cometer un acto suicida?

– Tú también has corrido muchos riesgos -dijo Louis-. No necesito explicarte por qué se hace. He renunciado a convertirte en un monárquico. Al menos tenemos eso en común, defendemos nuestros principios a capa y espada. Estoy dispuesto a morir para defender el palacio pero, quién sabe, quizá gane el Rey. Es posible que venzamos nosotros.

– Vuestra victoria significaría mi muerte.

– No es eso lo que deseo -contestó Louis.

– No seas hipócrita. Por supuesto que lo deseas. No puedes emprender un determinado camino sin arrostrar las consecuencias.

– No se trata de emprender un determinado camino, sino de mantenerme leal a mis principios.

– ¿Leal a ese imbécil? Nadie que pretenda que se le tome en serio estaría dispuesto a morir por Luis Capeto. Es absurdo.

– No sé… -contestó Louis, volviéndose-, quizás en el fondo esté de acuerdo contigo. Pero ya no puede evitarse.

Camille hizo un gesto de impaciencia.

– Claro que puede evitarse. Regresa a tu casa y quema todas las pruebas que puedan acusarte. Ten presente que a medida que ha avanzado la Revolución han surgido nuevos delitos. Coge sólo lo indispensable, para no dar la sensación de que te marchas. Más tarde puedes darme las llaves de tu casa y yo me ocuparé de todo… a partir de la semana que viene. No vuelvas aquí, hemos invitado a unos marselleses a cenar. Vete a casa de Annette Duplessis y espérame allí. Prepara un documento haciendo constar tus últimas voluntades. Díctalo, no lo escribas de tu puño y letra; mi suegro lo escribirá y te aconsejará cómo hacerlo. No lo firmes, y no lo pierdas. Entretanto, te conseguiré un pasaporte.

– Estás muy acostumbrado a dar órdenes. Supongo que también estás acostumbrado a ordenar que eliminen a la gente que os molesta.

– No seas idiota, Louis.

– Agradezco tu ofrecimiento, pero no puedo aceptarlo.

– En tal caso vuelve aquí a las nueve -le suplicó Camille-. Nadie te verá. Al menos tendrás una oportunidad de escapar.

– Es demasiado arriesgado para ti, Camille, podrías tener serios problemas.

– ¿No vendrás?

– No.

– Entonces dejemos el asunto.

– Temo que pueda sucederte algo malo. No me debes nada. Nos encontramos, mejor dicho, nos colocamos en bandos opuestos. Jamás supuse, jamás soñé que nuestra amistad duraría tantos años, teniendo en cuenta las circunstancias.

– Solías reírte y decir que la gente estaba por encima de la política.

– Lo sé. «Libertad, alegría y democracia real.» Yo creía en esa consigna, pero ya no creo en ella. No habrá realeza ni libertad, y las guerras y guerras civiles se encargarán de eliminar la alegría. Ten presente que a partir de ahora, a partir de mañana, la lealtad personal apenas contará en las vidas de la gente.

– Me pides que lo acepte porque debido a la Revolución -o a lo que ésta debería representar- he de observar cruzado de brazos cómo una persona a la que estimo es destruida por su obcecación y estupidez.

– No quiero que lo pienses, más tarde.

– No dejaré que lo hagas. Mandaré que te arresten esta noche. No permitiré que te suicides.

– No me harías un favor. Hasta ahora he conseguido zafarme de la Lanterne, y no quiero que me saquen de la prisión y me linchen. Es una muerte innoble. Sé que podrías mandar que me arrestaran. Pero eso sería una traición.

– ¿Contra qué?

– Contra los principios.

– ¿Acaso represento yo un principio para ti, o tú para mí?

– Pregúntaselo a Robespierre -contestó Louis con tono cansado-. Pregunta al hombre de conciencia qué es más importante, tu amigo o tu país, pregúntale qué valor concede a la vida de un individuo comparada con la causa. Pregúntale qué es más importante para él, sus viejos amigos o sus nuevos principios. Pregúntaselo, Camille. -Louis se levantó y añadió-: No estaba seguro de si debía regresar aquí, no quería ponerte en un aprieto.

– Nadie puede ponerme en un aprieto. No existe ninguna autoridad que pueda ponerme en un aprieto.

– Supongo que tienes razón. Lamento no haber conocido a tu hijo, Camille.

Louis le tendió la mano. Camille se volvió.

– El padre Bérardier está en la cárcel. ¿Puedes conseguir que lo liberen?

Camille respondió sin volverse:

– La cena con los marselleses terminará a eso de las ocho y media, suponiendo que no se pongan a cantar. A partir de entonces estaré con Danton, aunque no puedo precisarte dónde. Puedes ir a su casa a cualquier hora. Ni él ni su esposa te traicionarán.

– No conozco a Danton. Lo he visto, por supuesto, pero no he hablado nunca con él.

– Eso no importa. Dile que quiero que te aloje en su casa. Que eres uno de mis caprichos.

– ¿No quieres mirarme siquiera?

– No.

– ¿Acaso finges ser la mujer de Lot?

Camille se giró con una sonrisa. La puerta se cerró sigilosamente.


– Creo que es preferible que no regrese a Fontenay -dijo Angélique-. Me alojaré en casa de Victor. ¿Te gustaría ir a ver a tu tío?

– No -contestó Antoine.

– Es un luchador nato, quiere permanecer al pie del cañón -dijo Danton, echándose a reír.

– ¿Crees que estarán a salvo en casa de Victor? -preguntó angustiada Gabrielle.

– Sí, sí. De otro modo, no dejaría que fueran. Hola, Lolotte.

Lucile atravesó la habitación, apoyó las manos en los hombros de Danton y dijo:

– No te preocupes. Ganaremos. Lo sé.

– Has bebido demasiado champán.

– Admito que me he concedido ese capricho.

– Ojalá fueras mía para poder concederme ciertos caprichos contigo -murmuró Danton, bajando la cabeza y aspirando el aroma de su pelo.

Lucile soltó una carcajada y se apartó.

– ¿Cómo es posible que os lo toméis a broma? -preguntó Gabrielle-. ¿Cómo podéis reíros?

– ¿Por qué no habríamos de reírnos? -replicó Lucile-. Ya tendremos tiempo de llorar.

– ¿Qué es lo que quieres llevarte? -preguntó Angélique al niño-. ¿Quieres llevarte tu peonza? Sí, será mejor que te la lleves.

– No dejes que se enfríe -dijo Gabrielle automáticamente.

– Pero si hace un calor sofocante…

– Está bien, mamá. Tienes razón.

– Acompáñalos hasta la esquina -dijo Danton-. Todavía es de día.

– No me apetece.

– Anda, vamos -dijo Lucile, obligando a Gabrielle a levantarse de la silla.

Angélique estaba algo molesta. Pese a los años que llevaba casada, su hija aún no había aprendido a saber cuándo los hombres deseaban librarse de las mujeres. No sabía si se trataba de un defecto congénito o de una postura deliberada ante la presente situación. Al alcanzar la puerta, Angélique se volvió y dijo:

– Supongo que es innecesario advertirte que tengas mucho cuidado, Georges.

Luego se despidió de Camille y salió acompañada por su hija, su nieto y Lucile.

– Vaya forma de expresarlo -observó Danton, que miraba a través de la ventana a su hijo dando saltos por la Cour de Commerce, de la mano de su madre y de su abuela-. Quiere alcanzar la esquina sin que sus pies rocen el suelo.

– Ha sido una excelente idea -dijo Camille.

– Pareces preocupado, Camille.

– Louis Suleau vino a verme.

– Ah.

– Está decidido a unirse a la resistencia en el palacio.

– Es un idiota.

– Le dije que si cambiaba de opinión podía acudir aquí. Era lo correcto, ¿no?

– Arriesgado, pero moralmente impecable.

– ¿Algún problema?

– Hasta ahora, no. ¿Has visto a Robespierre?

– No.

– Si lo ves, dile que se mantenga alejado de mí. No quiero que se interponga en mi camino. Es posible que tenga que hacer unas cosas que ofendan su delicado sentido de la ética. -Tras unos minutos de pausa, Danton añadió-: Faltan tan sólo unas horas.


En las Tullerías, los cortesanos se preparaban para la ceremonia de coucher del Rey. Se saludaron ceremoniosamente, según la antigua tradición. Uno de los nobles se encargaba de recibir las medias reales, todavía calientes; a otro le correspondía la tarea de preparar el lecho; otro recibía de manos de un sirviente -al igual que había hecho su padre antes que él- el camisón real, tras lo cual ayudaba al obeso Monarca a ponérselo.

Cuando se disponían a seguir a Luis hasta la alcoba real, observando rigurosamente el orden que les correspondía, el Rey se volvió de pronto y les cerró la puerta en las narices.

Los aristócratas se miraron perplejos. De pronto comprendieron la gravedad de la situación.

– Esto no tiene precedentes -murmuraron.


Lucile acarició la mano de Gabrielle para darle ánimos. Había una docena de personas en la casa y numerosas armas de fuego amontonadas en el suelo.

– Trae más luces -ordenó Danton a Catherine.

Al cabo tic unos minutos apareció la rolliza sirvienta con unas velas que arrojaban sombras sobre el techo y las paredes.

– ¿Puedo quedarme en tu casa, Gabrielle? -preguntó Louise Robert, abrigándose con el chal como si tuviera frío.

Gabrielle asintió.

– ¿Es necesario conservar aquí estas armas? -preguntó.

– Sí. No se te ocurra tocar nada -contestó Danton.

Lucile se acercó a su marido y le dijo algo en voz baja. Luego se volvió y llamó a Georges. Le dolía la cabeza debido al champán que había bebido, y sentía un nudo en la garganta. Sin mirarla, Danton interrumpió su conversación con Fréron, pasó el brazo por la cintura de Lucile y la atrajo hacia él.

– Lo sé, lo sé -dijo-. Pero debes ser fuerte, Lolotte, no eres una niña, debes ocuparte de los demás.

Danton mostraba una expresión distante. Ella reclamaba su atención, quería que su imagen quedara grabada en su mente, ser su primera prioridad. Pero él parecía estar muy lejos de allí, en las Tullerías, en el Ayuntamiento, mientras sus labios emitían unas palabras automáticas de consuelo.

– Te ruego que cuides de Camille -dijo ella-. No dejes que le suceda nada malo.

Danton la miró, serio, como tratando de buscar las palabras adecuadas. Quería ofrecerle una respuesta sincera.

– No dejes que se aparte de ti -insistió ella-. Te lo suplico, Georges.

Fréron le tocó el codo, pero ella se apartó bruscamente.

– Descuida, Lolotte, procuraremos protegernos mutuamente -dijo Fréron-. Es lo mejor que podemos hacer.

– No quiero nada de ti, Conejo -replicó Lucile-. Ocúpate de tus asuntos.

– Escucha -dijo Danton, clavándole sus azules ojos. Ella pensó que iba a decirle: «Te hablo como si fueras una mujer hecha y derecha», pero no lo dijo-. Cuando te casaste con Camille ya sabías dónde te metías. Debes elegir entre una vida segura o una vida consagrada a la Revolución. No temas, ¿acaso crees que voy a correr riesgos innecesarios?

Danton miró el reloj, y Lucile lo imitó. Mediremos nuestra supervivencia por ese reloj, pensó Lucile. Era su regalo de bodas a Gabrielle. Las manecillas estaban rematadas por una delicada flor de lis. En 1786 y 1787, Georges era un abogado de la Corona; Camille estaba enamorado de Annette; Lucile tenía dieciséis años. Danton le rozó la frente con sus grotescos labios y dijo:

– La victoria sería pura ceniza.

Podía haber hecho un trato con ella. Pero no era de ese tipo de hombres.

– Por lo que a mí respecta -dijo Fréron-, no me importaría que todo terminara esta noche. -Luego miró a Lucile y añadió-: Mi vida carece de sentido.

La voz de Camille sonó acremente solícita a través de la habitación:

– Conejo, no pensé que pudieras sentirte así. ¿Puedo hacer algo por ti?

Alguien soltó una risita. No puedo remediar que estés enamorado de mí, pensó Lucile. Deberías ser más sensato; a Hérault no se le ocurriría decir que su vida carece de sentido, ni a Arthur Dillon; saben perfectamente que sólo se trata de un juego. Pero esto no es un juego; esto no tiene nada que ver con el amor. Lucile saludó a Camille con la mano, dio media vuelta y se dirigió a la alcoba. A través de la puerta que había dejado entreabierta se filtraba la luz de otras habitaciones y unos retazos de la conversación. Se tumbó en un diván y al cabo de pocos minutos se quedó dormida, sumida en un letargo cuajado de extraños y confusos sueños.


– La cámara del Gran Consejo, señor -dijo Pétion. Se dirigía a los aposentos reales, con la banda de alcalde rodeando su voluminoso torso. Los aristócratas retrocedieron para cederle el paso.

Al cabo de unos momentos llegó a las galerías exteriores.

– ¿Puedo preguntar qué hacen ustedes aquí, caballeros? -dijo, como si se dirigiera a una pandilla de simios y no esperara una respuesta.

El primer simio que se adelantó era un anciano de unos ochenta y cinco años, frágil y tembloroso, que lucía sobre su pecho unas condecoraciones que Pétion no pudo identificar. Se inclinó cortésmente y le dijo:

– Señor alcalde, uno no se sienta dentro ni cerca de los aposentos reales, a menos que el Rey lo ordene específicamente. ¿No lo sabía?

El anciano miró significativamente a sus colegas. De su escuálida cintura colgaba una espada. Todos los simios llevaban una. Pétion lanzó un bufido y se marchó.

El Rey parecía aturdido; estaba acostumbrado a dormir varias horas seguidas, a su horario habitual. María Antonieta se hallaba sentada en un sillón, muy tiesa, con su pronunciada mandíbula de los Habsburgo fuertemente apretada; ofrecía el aspecto que Pétion había imaginado. Pierre-Louis Roederer, un alto funcionario del departamento del Sena, se hallaba de pie junto al sillón de la Reina. En sus manos sostenía tres grandes volúmenes mientras hablaba con el marqués de Mandat, comandante en jefe de la Guardia Nacional.

Pétion se inclinó, aunque no profundamente ni de forma servil.

Pétion: ¿Qué son esos libros, Roederer? Esta noche no necesitará consultar ningún libro de leyes.

Roederer: Pensé que quizá fuera preciso declarar la ley marcial dentro de los límites de la ciudad, e ignoraba si el departamento tiene autoridad para hacerlo.

Señora Elisabeth: ¿La tiene?

Roederer: No lo creo, señora.

Pétion: Yo sí tengo esa autoridad.

Roederer: Lo sé, pero no sabía si estaba usted… retenido.

El Rey [suspirando]: Como el 20 de junio.

Pétion: Olvídese de sus libros de leyes. Tírelos. Quémelos. Cómaselos. O consérvelos para golpear a la gente con ellos. Son más contundentes que los mondadientes que llevan todos.

Mandat: Pétion, ¿se da cuenta de que es usted legalmente responsable de defender el palacio?

Pétion: ¿Defenderlo contra qué?

La Reina: Han organizado la insurrección en sus propias narices.

Mandat: No disponemos de municiones.

Pétion: ¿Se han acabado?

Mandat: No tenemos suficientes.

Pétion: Ha sido una negligencia por su parte.


Gabrielle se sentó junto a Lucile, que se despertó sobresaltada.

– Soy yo -dijo Gabrielle-. Se han marchado.

Louise Robert se sentó en el suelo a sus pies, le cogió las manos y las estrujó.

– ¿Tocarán a rebato? -preguntó Lucile.

– Sí, muy pronto.

Incapaz de soportar la tensión, Lucile se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar.


Danton regresó a medianoche. Al oír unos pasos, Gabrielle se levantó, alarmada, y se dirigió al cuarto de estar, seguida por las otras dos mujeres.

– ¿Ya estás de vuelta?

– Te dije que si todo salía bien regresaría a medianoche. ¿Por qué no crees nunca nada de lo que te digo?

– ¿Significa eso que todo va bien? -preguntó Louise. Danton miró enojado a las tres mujeres. Se estaban convirtiendo en un problema.

– Por supuesto, de otro modo no estaría aquí.

– ¿Dónde está François? ¿A dónde lo has enviado?

– ¿Cómo voy a saber dónde está? Si se encuentra donde lo dejé, estará en el Ayuntamiento. Que yo sepa, el edificio no está ardiendo ni asediado por los guardias.

– ¿Pero qué es lo que están haciendo?

– Hay un grupo numeroso de patriotas en el Ayuntamiento -respondió Danton con aire resignado-. Dentro de poco ocuparán el lugar de los miembros de la Comuna y se proclamará la Comuna Insurrecta. De este modo los patriotas asumirán de facto el control de la ciudad.

– ¿Qué significa de facto? -preguntó Gabrielle.

– Significa que lo harán ahora y lo legalizarán más tarde -contestó Lucile.

– Lo has expresado perfectamente -dijo Danton, echándose a reír-. Es evidente que el matrimonio ha mejorado mucho tu cultura.

– No es necesario que emplee ese tono condescendiente con nosotras, Danton -protestó Louise-. Comprendemos perfectamente el plan, sólo queríamos saber si funciona o no.

– Trataré de dormir un rato -dijo Danton.

Tras esas palabras, entró en la alcoba y cerró la puerta de un portazo. Sin quitarse la ropa, se tumbó en la cama y miró al techo, esperando oír el toque a rebato, la señal de alarma que haría que las gentes se lanzaran a las calles. El reloj dio la hora. Era el 10 de agosto.


Unas dos horas más tarde oyeron unos golpes en la puerta. Gabrielle se levantó y fue a abrir, seguida de Lucile. En el rellano había un reducido grupo de hombres. Uno de ellos se adelantó y dijo:

– Soy Antoine Fouquier-Tinville. Vengo en busca de Danton, señora.

Se expresaba con la exquisita cortesía de quien está habituado a frecuentar los salones de la alta sociedad.

– ¿Quiere que lo despierte? -preguntó Gabrielle.

– Sí, es necesario que nos acompañe. Ha llegado la hora.

Gabrielle indicó la alcoba. Fouquier-Tinville se inclinó ante Lucile y dijo:

– Buenos días, prima.

Lucile asintió nerviosa. Fouquier tenía el mismo pelo oscuro y abundante que Camille, al igual que su tez olivácea; pero su cabello era liso, y su rostro, de labios finos y apretados, mostraba una expresión dura. Ambos sin duda guardaban cierto parecido. Pero cuando uno conocía a Camille sentía deseos de tocarlo, mientras que su primo no inspiraba la misma reacción.

Gabrielle siguió a los hombres hasta la alcoba. Lucile se giró hacia Louise Robert para hacer un comentario, pero al observar la violencia que reflejaba su rostro se quedó muda.

– Si le sucede algo a François, le clavaré un cuchillo a ese cerdo.

Lucile la miró atónita. ¿Acaso se refería al Rey? No, a Danton. Lucile no sabía qué decir.

– ¿Te has fijado en ese hombre, en Fouquier-Tinville? Camille dice que todos sus parientes son así.

De pronto oyeron la voz de Danton, que sonaba intermitente, entre las de los otros hombres:

– Fouquier… mañana a primera hora… pero aguarda… llegar a las Tullerías a la hora convenida… Pétion debe de saberlo… un cañón en el puente… dile que se apresure.

Al cabo de un rato salió, ajustándose la corbata y pasándose la mano por la hirsuta barbilla.

– Tienes un aspecto duro y recio, Georges-Jacques -dijo Lucile-. Un auténtico hombre del pueblo.

Danton sonrió. Apoyó una mano sobre su hombro y se lo estrujó cariñosamente.

– Me voy al Ayuntamiento. De otro modo no harán más que venir aquí a molestar… -Al alcanzar la puerta se detuvo, pero decidió no besar a su mujer para impedir que estallara de nuevo en sollozos-. Ocúpate de todo, Lolotte. No os preocupéis.

Tras esas palabras, bajaron precipitadamente la escalera.


– ¿Estás bien, pequeñajo?

– Soy inmune a las balas y a tu sentido del humor -respondió Marat.

– Tienes un aspecto atroz.

– La Revolución no me valora por mis cualidades decorativas, Danton. Ni a ti. Somos hombres de acción. -Como de costumbre, Marat mostraba una irónica y enigmática expresión-. Haz que venga Mandat.

– ¿Todavía está en el palacio? Mensaje para Mandat -dijo Danton, dándose la vuelta-. Mi enhorabuena. La Comuna le pide que se presente urgentemente en el Ayuntamiento.

El rugido de la multitud que se había congregado en la Place de Grève era cada vez más ensordecedor. Danton echó un poco de coñac en un vaso y tomó un trago. Luego se aflojó la corbata que se había anudado con tanto esmero en casa, en la Cour du Commerce, y notó el acelerado pulso de su cuello. Tenía la boca seca y sentía náuseas. Tras tomar otro trago le desapareció la sensación de náuseas que sentía.


La Reina extendió la mano, y Mandat se la besó.

– Jamás regresaré -dijo éste. Estaba convencido de ello-. Éstas son mis órdenes al comandante del batallón de guardias de la Place de Grève. Atacar desde la retaguardia y dispersar a la multitud que marcha sobre palacio.

Acto seguido estampó su firma en el documento. Su caballo le esperaba. El comandante del batallón recibió la orden a los pocos minutos. Al llegar al Ayuntamiento, Mandat se dirigió directamente a su despacho. Le ordenaron que redactara un informe, pero por lo que a él respectaba no había ninguna autoridad a quien presentar dicho informe. Durante unos instantes pensó en echar el cerrojo a la puerta de su despacho, pero le pareció poco digno de un soldado.

– Gracias, Rossignol -dijo Danton, examinando la orden firmada por Mandat que le había entregado el comisario de policía del distrito-. Vamos a pedir a Mandat que explique a la nueva Comuna por qué ha desplegado a las fuerzas armadas contra el pueblo.


– Me niego rotundamente -dijo Mandat.

– ¿Te niegas?

– Esas gentes no son el gobierno municipal. No son la Comuna. Son unos rebeldes. Unos criminales.

– Yo les eximo de sus crímenes -respondió Danton, agarrando a Mandat por la pechera de la casaca y sacándolo por la fuerza de la habitación. Rossignol se apresuró a quitarle el espadín al marqués, esbozando una mueca.

Mandat miró aterrado y furioso el grupo de hombres que lo aguardaban en el pasillo.

– Todavía no ha llegado el momento -dijo Danton-. Dejádmelo a mí, no necesito vuestra ayuda. Te sigues negando, ¿Mandat? -preguntó, soltando una carcajada al tiempo que lo arrastraba hacia la estancia donde se había reunido la nueva Comuna. Era como un juego de niños, brutal y sencillo al mismo tiempo.


Las cinco de la mañana. María Antonieta:

– No hay esperanza.

Las cinco de la mañana. Gabrielle se puso a tiritar.

– Voy a vomitar -dijo.

Louise Robert corrió en busca de una palangana mientras Lucile sostenía a Gabrielle y le apartaba el cabello de la frente.

Tras unos segundos de inútiles esfuerzos, la ayudaron a tumbarse en un sofá, depositaron la palangana en el suelo, junto a ella, colocaron unos cojines debajo de su cabeza y le aplicaron unas gotas de colonia en las sienes.

– Supongo que lo habéis adivinado -dijo Gabrielle-. Estoy encinta de nuevo.

– ¡Oh, Gabrielle!

– Lo que suele decirse en estos casos es «enhorabuena» -dijo en un leve tono recriminatorio.

– Pero hace muy poco que has dado a luz -observó Lucile.

– Qué le vamos a hacer -replicó Louise, encogiéndose de hombros-. O te quedas en estado o utilizas preservativos.

– ¿Qué son preservativos? -preguntó Gabrielle, mirando perpleja a sus amigas.

– ¡Qué ingenua eres! -exclamó Louise con tono burlón-. ¿Qué significa de facto? ¿Qué son preservativos? Nuestra pequeña Gabrielle es una inculta, Lucile.

– Lo lamento -dijo Gabrielle-. En ocasiones no entiendo lo que decís.

– No importa -contestó Lucile-. Imagino que Rémy sabe mucho sobre preservativos. Son unos objetos de los que los hombres casados no quieren saber nada. Especialmente Georges-Jacques, supongo.

– No es necesario que nos aclares tus suposiciones, señora Desmoulins -terció Louise-. Al menos en este contexto.

– No me importa quedarme en estado -dijo Gabrielle, conmovida-. Georges siempre se alegra al saber que vamos a tener un hijo. Y una termina por acostumbrarse.

– Si sigues así, acabaréis teniendo ocho o nueve hijos -dijo Louise-. ¿Cuando nacerá el niño?

– Creo que en febrero. Faltan muchos meses.


– Vete a casa y procura dormir un par de horas.

El siniestro resplandor de las antorchas a las tres de la mañana; las blasfemias de los hombres enzarzados en una batalla campal, y el ruido del cañón mientras lo trasladan de un lugar a otro.

– ¿Dormir? -contestó Camille-. Eso sería una novedad. ¿Estarás en el palacio?

– No, ¿por qué iba a estar en el palacio? -replicó Danton, exhalando unas vaharadas etílicas-. Santerre está al mando de la Guardia Nacional, y tenemos a Westermann, que es un profesional. ¿Cuántas veces tengo que repetirte que no es necesario exponerse a ciertos riesgos?

Camille se apoyó en el muro y se tapó la cara con las manos.

– Unos abogados obesos y fofos sentados en su despacho -dijo-. ¡Qué emocionante!

– Es lo que suele hacer la gente normal -respondió Danton. Deseaba rogarle que lo tranquilizara, que le dijera que lo conseguirían, que sobrevivirían hasta el amanecer-. Vete a casa Camille. Me repugna verte con el pelo sujeto con ese cordel.


El marqués de Mandat había sido interrogado por la nueva Comuna y encerrado en una habitación del Ayuntamiento. Al amanecer, Danton ordenó que lo trasladaran a la cárcel de Abbaye. A través de la ventana observó cómo el preso descendía las escaleras del edificio, flanqueado por unos guardias.

De pronto hizo una señal a Rossignol, quien se asomó a la ventana y mató a Mandat de un tiro.


– Vamos -dijo Lucile-. Cambio de escenario.

Las tres mujeres cogieron sus cosas, cerraron las puertas, bajaron la escalera y salieron a la Cour du Commerce. Habían decidido ir a casa de Lucile, a la prisión que les aguardaba en otro lugar. No había un alma en la calle y soplaba un aire fresco. Dentro de una hora empezaría a apretar el calor. Jamás me había sentido con tanta vitalidad como en estos momentos, pensó Lucile, tratando de coordinar sus pasos con los de Gabrielle, que caminaba arrastrando los pies, apoyada en su hombro derecho como un peso muerto, y con los de Louise, flaca y demacrada, que andaba a paso ligero. Qué pareja, pensó Lucile, la una traicionada por su marido y la otra una insoportable mandona.

Jeanette, la sirvienta, fingió asombro al ver a las tres mujeres.

– Prepara una cama para la señora Danton -le ordenó Lucile.

Jeanette ayudó a Gabrielle a acostarse en un sofá del cuarto de estar, mientras Louise Robert le quitaba las horquillas dejando que su espesa mata oscura cayera sobre el brazo del sofá hasta rozar el suelo.

Lucile se arrodilló junto a ella, como un penitente, y empezó a cepillarle el pelo. Gabrielle yacía con los ojos cerrados, fuera de combate. Louise Robert se instaló cómodamente en la chaise-longue azul, mientras Jeanette la cubría con una manta.

– Tu madre siente un cariño muy grande por esta tumbona -dijo Louise, dirigiéndose a Lucile-. Siempre dice que es la mar de útil.

– Si me necesitáis, llamadme -dijo Lucile, encaminándose a la alcoba a través de la cocina, donde cogió una botella que contenía tres dedos de champán. Se sintió tentada de bebérselo, pero desistió al recordar que hacía varios días que habían descorchado la botella.

La mera idea de ingerir aquel horrible líquido la hizo estremecerse. Jeanette se acercó a ella sigilosamente, y Lucile se sobresaltó.

– Acuéstese un rato -dijo la sirvienta-. Le sentará bien.

Lucile la miró con expresión resuelta, como dándole a entender que lo amaba demasiado para tumbarse en la cama y exponerse a caer dormida.


A las seis de la mañana el Rey decidió pasar revista a la Guardia Nacional. Bajó al patio del palacio vestido con una casaca de color púrpura y con el sombrero bajo el brazo. Ofrecía un aspecto lamentable.

Al aparecer el Monarca, los nobles apostados frente a los aposentos reales se hincaron de rodillas, reiterándole su lealtad; pero los guardias lo insultaron, y un artillero agitó el puño en sus narices.


Rue Saint-Honoré.

– ¿Te apetece desayunar? -preguntó Eléonore Duplay.

– No, gracias, Eléonore.

– ¿Por qué no comes algo, Max?

– Porque nunca como nada a estas horas -contestó Robespierre-. A estas horas me dedico a la correspondencia.

En aquel momento apareció Babette, fresca, rolliza y lozana.

– Papá te envía esto. Danton ha firmado unas proclamas en el Ayuntamiento.

Robespierre le indicó que dejara el documento sobre la mesa. Sin tocarlo siquiera, miró la firma. «En nombre de la nación… Danton.»

– De modo que Danton se cree con derecho a hablar en nombre de la nación -dijo Eléonore, observando atentamente a Robespierre.

– Danton es un excelente patriota. Aunque… esperaba que me mandara llamar.

– Seguramente no quieren arriesgar tu vida.

– No es eso -contestó Robespierre-. Creo que Danton no quiere que estudie sus métodos, por decirlo así.

– Es posible -respondió Eléonore.

Estaba dispuesta a mostrarse de acuerdo con él en todo, a decir lo que fuera con tal de que permaneciera en su casa, a salvo, hasta el día siguiente, y el otro, y los que hicieran falta.


Hacia las siete y media de la mañana los patriotas apuntaron sus fusiles hacia el palacio. Iban armados con todos lo que la Comuna Insurrecta había encontrado: mosquetones, sables, alfanjes, y las sagradas picas. Las voces de miles de rebeldes empezaron a entonar «La Marsellesa».

¿Qué es lo que pretenden? se preguntó Luis.

Camille durmió una hora con la cabeza apoyada en el hombro de su esposa.


– Hola, Danton -dijo Roederer, contemplando la figura que acababa de aparecer-. Estás borracho.

– He echado unos tragos para mantenerme despierto.

– ¿Qué quieres? -«¿Qué pretendes de mí?», quería decir Roederer. Estaba aterrado-. No soy un monárquico, Danton, te lo aseguro. Estuve en las Tullerías porque recibí órdenes de que fuera allí. Espero que tú y tus comandantes os deis cuenta de lo que estáis haciendo. Será una matanza terrible. Los suizos no cejarán, lucharán hasta el fin.

– Eso me han dicho -respondió Danton-. Quiero que regreses allí ahora mismo.

– ¿Que regrese allí? -preguntó Roederer, estupefacto.

– Para sacar al Rey.

– ¿Para sacar al Rey?

– Deja de repetir lo que digo, imbécil. Quiero que saques al Rey para obligarlo a abandonar la defensa del palacio. Regresa inmediatamente y ordena a Luis que comunique a María Antonieta que a menos que abandonen el palacio morirán dentro de unas horas, que abandonen la resistencia y se sometan totalmente a la protección de la Asamblea.

– ¿Quieres salvarlos? ¿Te he entendido bien?

– Creo haberme expresado con claridad.

– Pero ¿cómo quieres que lo consiga? No me escucharán.

– Diles que cuando la multitud entre en el palacio no podré hacer nada por ellos. Ni el propio diablo podría salvarlos.

– Entonces… ¿deseas salvarlos?

– ¡Y dale! Es preciso salvar al Rey y al Delfín a toda cosa. Los otros no son tan importantes, aunque no me gusta que maltraten a las mujeres.

– De acuerdo -dijo el abogado, como si de pronto empezara a comprender la situación-. Entendido, Danton.

Danton agarró a Roederer por la pechera de la casaca con una mano mientras con la otra lo sujetaba del cuello.

– Sácalos del palacio o responderás ante mí. Te estaré vigilando, Roederer.

Roederer, aterrado, trató de liberarse. La habitación empezó a girar.

Voy a morir, pensó, sintiendo que se asfixiaba. Al cabo de unos instantes, Danton lo arrojó al suelo.

– Han sonado los primeros disparos de cañón. Han empezado a atacar el palacio.

Roederer se incorporó y contempló la imponente columna humana que se alzaba ante él, rematada por un rostro de mirada feroz.

– Sácalos del palacio -le ordenó Danton.


– Creo que me llevaré un cepillo de ropa -dijo Camille-. Debemos distinguirnos de la chusma, según dice Danton. -Acto seguido se colocó la banda tricolor y preguntó-: ¿Estoy presentable?

– Podrías tomarte una taza de chocolate con un canapé. Suponiendo que quede alguno. Pero, ¿qué va a suceder ahora? -preguntó Lucile, alarmada.

Louise y Gabrielle aguardaban ansiosas a que les diera noticias, pero hasta el momento Camille se había mostrado muy poco comunicativo.

– Georges-Jacques ha decidido permanecer en el Ayuntamiento para controlar las operaciones. François también está allí, trabajando en un despacho contiguo al de Georges.

– ¿Estará a salvo? -preguntó Louise.

– A menos que se produzca un terremoto, o un eclipse solar, o que la luna se tiña de rojo, o que los cielos desaparezcan como cuando enrollas un pergamino, o que haga su aparición el séptimo ángel con los cuatro jinetes del Apocalipsis -todo lo cual reconozco que puede suceder-, no creo que le pase nada malo. Todos estaremos a salvo, siempre y cuando ganemos.

– ¿Y el palacio? -preguntó Gabrielle.

– Supongo que en estos momentos están matando a gente en el palacio.


María Antonieta: Aún hay unos guardias que nos defienden.

Roederer: Señora, todo París marcha sobre el palacio. ¿Acaso deseáis ser responsable de la matanza del Rey, de vos misma y de vuestros hijos?

María Antonieta: Dios me libre.

Roederer: El tiempo apremia, majestad.

Luis: Caballeros, os ruego que abandonéis la defensa del palacio y os retiréis. Ni vosotros ni yo podemos hacer nada. Vámonos.


Relato de Thomas Blaikie, un jardinero escocés

empleado en la Corte francesa


Todo parecía presagiar la gran catástrofe del 10 de agosto. Mucha gente deseaba un cambio. Corrían rumores de que vendrían unos marselleses para atacar las Tullerías. Todo estaba planeado. Las Tullerías estaban custodiadas por unos guardias suizos y muchos otros, vestidos con trajes suizos, que esperaban intervenir a favor del Rey. La noche anterior nos informaron sobre lo que iba a suceder, aunque no podíamos imaginar lo que pasaría. La noche del 9 se cayó una botella de la estantería, hiriéndome en la pierna y dejándome cojo, de modo que me vi obligado a sentarme en nuestra terraza, situada frente a los Campos Elíseos y a las Tullerías, donde, hacia las nueve, oí el primer disparo de cañón, seguido de otros más. Al estallar el tumulto, la gente echó a correr. Cuando el Rey abandonó a sus guardias y se marchó a la Asamblea Nacional, esos desgraciados que le habían estado defendiendo fueron asesinados como conejos. Si el Rey hubiera permanecido en el palacio, la mayor parte de las Secciones estaban dispuestas a defenderlo; pero cuando comprobaron que se había ido a la Asamblea, atacaron a los pobres guardias suizos… Muchos de esos antropófagos se detenían en la calle para mostrarnos pedazos y miembros de los suizos que habían asesinado, algunos de los cuales conocíamos… Se jactaban de lo que habían hecho, descargando su ira sobre los cadáveres, desmembrándolos e incluso rasgándoles la ropa, como si fueran monumentos a su triunfo… Era como si la locura se hubiera apoderado de la gente… Es imposible describir los actos de barbarie que se cometieron ese día…


– Camille -dijo un joven guardia nacional al que jamás había visto, temblando de nervios, como si temiera que Camille fuera a propinarle un bofetón-, hemos capturado a una patrulla suiza que llevaba nuestros uniformes. Los hemos encerrado en la sala de guardia en la Cour de Feuillants. Algunos ciudadanos pretenden lincharlos. Nuestro comandante ha pedido refuerzos para desalojar el patio, pero todavía no han llegado. Apenas podemos contener a la muchedumbre. ¿Por qué no habla con esa chusma y trata de convencerla?

– ¿Para qué? -preguntó Fréron.

– Las personas no deberían morir como perros, señor -respondió el muchacho, sin cesar de temblar.

– Ahora voy -dijo Camille.


Cuando alcanzaron el patio, Fréron señaló a una mujer y dijo:

– Mira, ahí está Théroigne.

– Sí -contestó Camille sin inmutarse-. La matarán.

Théroigne marchaba a la cabeza de la multitud, como si dirigiera su propia toma de la Bastilla. La muchedumbre, rabiosa y desorganizada, contaba ahora con un cabecilla. Era demasiado tarde para los prisioneros encerrados en la sala de guardia, pues por encima del griterío, por encima de la voz de la mujer, se oía el ruido de cristales rotos y madera que saltaba hecha añicos. Théroigne los azuzaba mientras trataban de derribar la puerta y cargaban, como bestias enjauladas, contra los barrotes de hierro de la ventana. Pero no pretendían salir sino entrar. Al toparse con las bayonetas en un estrecho corredor, habían retrocedido momentáneamente, pero luego siguieron avanzando, destrozándolo todo a su paso. Parecían bestias devoradoras de piedras. El edificio no podía resistir el asedio. Portaban hachas y todo tipo de herramientas, que utilizaban salvajemente. La multitud que invadía el patio gritaba consignas patrióticas, blandiendo el puño y esgrimiendo sus armas.

Al ver el uniforme de los guardias, las bandas tricolores, la multitud les abrió paso. Pero poco después el joven guardia apoyó una mano sobre el hombro de Camille y dijo:

– Es demasiado tarde. No puede hacer nada.

Théroigne iba vestida de negro; llevaba una pistola colgada del cinto y sostenía un sable en la mano. Estaba radiante. «¡Van a sacar a los prisioneros!», gritó la multitud. Cuando apareció el primero, Théroigne, que se había colocado frente a la puerta del edificio, hizo una señal a unos hombres que estaban junto a ella, los cuales alzaron sus hachas y espadas.

– ¡Que alguien la detenga! -gritó Camille, liberándose del guardia que trataba de retenerlo y abriéndose paso a codazos entre la multitud. Fréron corrió tras él y apoyó una mano sobre su hombro, pero Camille lo apartó violentamente. La multitud retrocedió, para recrearse en el espectáculo de dos patrióticos funcionarios dispuestos a despedazarse.

A los pocos segundos sonó un grito feroz, parecido al de un animal. Théroigne bajó el brazo, como un verdugo, y las hachas y espadas se precipitaron sobre los prisioneros, mientras la gente los golpeaba y pisoteaba salvajemente, preparándolos para la muerte que les aguardaba.

Camille había conseguido avanzar unos metros, seguido por los guardias nacionales. El cuarto prisionero que salió fue Louis Suleau. A un grito de Théroigne, la multitud retrocedió, empujando a los que estaban a sus espaldas. Inmovilizado, Camille observó impotente mientras Théroigne se acercaba a Louis Suleau y le decía algo en voz baja. Louis alzó la mano, como dando a entender que ya nada importaba. Su gesto quedó grabado en la mente de Camille. Fue el último que hizo. Luego, Théroigne le apuntó con la pistola. Camille no oyó el disparo. Al cabo de unos segundos se encontraron rodeados de cadáveres y cuerpos agonizantes. El cadáver de Louis -quizá respiraba todavía- fue engullido por la multitud, que agitaba los brazos y las espadas. Fréron gritó algo al joven guardia nacional, y éste, rojo de angustia y confusión, desenvainó el sable para abrirles paso entre la multitud, sobre los charcos de sangre que cubrían el suelo.

– No pudo usted hacer nada, Camille -repetía el joven guardia-. Debió haber acudido antes. De todos modos, eran monárquicos, no hubiera podido salvarlos.


Lucile había salido a comprar pan para el desayuno. Era inútil pedir a Jeanette que fuera, pues estaba demasiado nerviosa y no hacía sino correr aturdida de un lado al otro por la vivienda.

Lucile cogió una cesta y una chaqueta, aunque hacía calor, para guardar en el bolsillo de ésta un pequeño cuchillo. Nadie sabía que tenía ese cuchillo, del que no se separaba un instante. Puedo vivir en la orilla derecha del Sena, se dijo. Puedo estar casada con un destacado funcionario del Tesoro. Puedo estar sentada cómodamente, bordando unas rosas en un pañuelo de hilo. Sin embargo en estos momentos me encuentro en la rue des Cordeliers persiguiendo una baguette, armada con un afilado cuchillo.

De camino a la panadería se cruzó con unos vecinos. ¿Quién iba a decir que nuestra Sección tenía tantos monárquicos?, pensó. «Eres la puta de un asesino», le espetó un hombre. Lucile siguió adelante, esbozando una irritante sonrisita que había aprendido de Camille, una sonrisa burlona, desafiante. Imaginó que sacaba el cuchillo del bolsillo y que hundía su hoja en el vientre de aquel repugnante individuo. Al regresar se topó con otro vecino que la escupió en la cara.

Tras limpiarse la saliva del rostro, subió la escalera, entró en la vivienda y se sentó, sosteniendo en el regazo la cesta de pan.

– ¿Va a comerse eso? -le preguntó Jeanette, estrujando angustiada el delantal.

– Por supuesto. Me ha costado mucho conseguirlo. Procura dominarte, Jeanette, y prepara un poco de café.

– Creo que Gabrielle va a desmayarse -dijo Louise, desde el cuarto de estar.

Es posible que Lucile no llegara a desayunar; más tarde, no lograba recordarlo. Entre Louise y ella acostaron a Gabrielle en la cama, le aflojaron la ropa y la abanicaron. Lucile abrió la ventana, pero el ruido procedente de la calle enervaba a Gabrielle y la cerró de nuevo. Hacía un calor sofocante. Al cabo de unos minutos Gabrielle cayó dormida, mientras Louise y Lucile se entretenían leyendo en voz alta, chismorreando, discutiendo suavemente y relatando la historia de su vida. Las horas fueron discurriendo lentamente, hasta que regresaron Camille y Fréron.

Fréron se desplomó en una silla, exhausto.

– Los cadáveres… -dijo, indicando con la mano la altura que alcanzaban los montones de cuerpos que tapizaban las calles-. Lucile, lamento comunicarte que Louis Suleau ha muerto. Vimos cómo lo mataban ante nuestros propios ojos.

Deseaba que Camille dijera: «Fréron me salvó la vida», o al menos que Fréron le había impedido cometer una estupidez. Pero Camille sólo dijo:

– Por el amor de Dios, Conejo, ya lo escribirás en tus memorias. Si vuelves a hablar de ello, te juro que te retuerzo el pescuezo.

Al ver a Camille, Jeanette se tranquilizó y preparó café. Gabrielle entró en el cuarto de estar, aturdida, abrochándose el corpiño del vestido.

– No he visto a François desde primeras horas de la mañana -dijo Camille a Louise. Se expresaba con tono desapasionado, sin tartamudear-. No he visto a Georges-Jacques. Está en el Ayuntamiento, firmando unos decretos, de modo que sé que se halla a salvo. Luis Capeto y su familia han abandonado el palacio y se encuentran en la Escuela de Equitación. La Asamblea está reunida en sesión permanente. Creo que ni siquiera los guardias suizos saben que el Rey se ha marchado, y estoy seguro de que las personas que han atacado el palacio tampoco lo saben. No sé si debemos comunicárselo. -Camille se levantó y estrechó durante unos instantes a Lucile entre sus brazos-. Voy a cambiarme de ropa porque está manchada de sangre, y luego he de salir de nuevo.

– Temo que la reacción aparezca más tarde -dijo Fréron cuando Camille hubo abandonado el cuarto de estar-. Lo conozco bien. No está preparado para afrontar estas cosas.

– Te equivocas -replicó Lucile-. Yo creo que disfruta con ellas.

Quería preguntarle cómo había muerto Louis Suleau, cómo y por qué. Pero no era el momento indicado. Tal como había dicho Danton, no es una estúpida jovencita sino la voz del sentido común. María Estuardo, cuyo retrato cuelga en la pared, se acerca al verdugo. María, núbil, luciendo una atractiva figura, esboza una tímida sonrisa cristiana. Los cojines de seda rosa están un tanto raídos, según hubiera observado Camille; la chaise-longue azul parece haber sido testigo de más de una escena interesante. Lucile Desmoulins tiene veintidós años, es esposa, madre y ama de casa. En medio del sofocante calor estival -mientras una mosca revolotea a su alrededor, un hombre silba en la calle y un niño llora en el piso de abajo- siente que su alma, insignificante, pecadora y mortal, está en paz. Hace un tiempo hubiera rezado unas oraciones para los muertos. Pero ahora piensa: ¡De qué coño sirve! Son los vivos los que me importan.


Cuando Gabrielle hubo recuperado las fuerzas, dijo que quería regresar a casa. Las calles estaban atestadas de gente. El portero, aterrado, había cerrado la verja que daba a la Cour du Commerce. Gabrielle golpeó la puerta violentamente, hizo sonar la campana y gritó para que alguien le abriera, pero fue en vano.

– Podemos entrar por detrás si el panadero nos abre la puerta de su casa y nos deja pasar por la cocina -dijo.

Pero el panadero no les dejó entrar ni en la panadería. Se puso a gritar y propinó a Gabrielle un empujón, lastimándola y derribándola al suelo. Louise y Lucile la arrastraron hacia la verja, donde al cabo de unos minutos las rodearon un grupo de hombres. Lucile metió la mano, acarició la hoja del cuchillo y dijo:

– Sé quiénes sois, conozco vuestros nombres. Si dais un paso más, haré que os corten la cabeza y la ensarten en una pica.

De pronto se abrió la verja, y unas manos las ayudaron a entrar en el edificio. Subieron apresuradamente la escalera y penetraron en casa de los Danton.

– Esta vez no nos moveremos de aquí -dijo Lucile, enojada.

Gabrielle sacudió la cabeza, como si se sintiera perdida y totalmente exhausta. Al otro lado del río sonaba un constante tiroteo.

– Dios mío, parece como si hubiera permanecido tres días encerrada en una tumba -dijo Louise Robert al verse reflejada en un espejo después de haber ayudado a Lucile a acostar de nuevo a Gabrielle.

– ¿Por qué crees que los Danton duermen en lechos separados? -preguntó a Lucile en voz baja.

Lucile se encogió de hombros.

– Porque Georges sueña que está luchando contra no sé quién y no cesa de agitar los brazos y las piernas -respondió Gabrielle, medio adormilada.

– ¿Contra sus enemigos? ¿Contra sus acreedores? ¿Contra sus inclinaciones? -preguntó Lucile.

Louise Robert registró el tocador de Gabrielle, halló una cajita de colorete y se lo aplicó generosamente en las mejillas, como hacían las damas de la Corte. Luego ofreció la cajita a Lucile, pero ésta la rechazó diciendo:

– Vamos, Louise, sabes perfectamente que no lo necesito.


Después del mediodía, en las calles reinaba el más absoluto silencio. Es como si hubiera llegado el fin del mundo y estuviéramos esperando que el sol se eclipsara, pensó Lucile. Pero el sol no se había eclipsado sino que caía a plomo sobre las banderas tricolores, sobre las cabezas de los marselleses, sobre los desfiles victoriosos y los leales cordeliers, los cuales habían tenido la precaución de permanecer encerrados todo el día y ahora se habían lanzado a la calle, entonando canciones en defensa de la república, exigiendo la muerte de los tiranos y ensalzando a Danton.

De pronto sonaron unos golpes en la puerta. Lucile se apresuró a abrir y vio a un hombre alto y corpulento, que se tambaleaba ligeramente, apoyado en el vano de la puerta. Era un desconocido.

– Disculpe, señor -dijo Louise Robert-, pero creo que no nos conocemos.

– Están destrozando los espejos del palacio -respondió el desconocido-. Los cordeliers son los amos. -Acto seguido arrojó un objeto a Gabrielle, que lo atrapó en el aire. Era un cepillo de plata maciza-. Del tocador de la Reina.

Gabrielle observó que tenía grabadas las letras «M A». De improviso, el hombre agarró a Lucile por la cintura y la levantó en el aire. Apestaba a vino, tabaco y sangre. Tras besarla en el cuello con avidez -un beso proletario- la depositó de nuevo en el suelo y se marchó precipitadamente.

– Caramba -dijo Louise-, tienes una legión de admiradores. Probablemente lleva aguardando dos años para poder besarte.

Lucile se limpió el cuello con un pañuelo. No eran admiradores míos los vecinos con los que me topé esta mañana, pensó. Luego añadió, bajando la voz e imitando el tono de Rémy:

– Yo suelo decirles: «Chicos, no os peleéis por mí. Celebremos la libertad, igualdad y fraternidad.»

El cepillo de la Reina yacía donde lo había dejado caer Gabrielle, en la alfombra del cuarto de estar.

A última hora de la tarde las mujeres oyeron la voz de Danton en la calle. Llegó acompañado de Fabre, el genio de la época, de Legendre, el carnicero, de Collor d’Herbois, la-peor-persona-del-mundo, de François Robert y de Westermann. Caminaba apoyado en Legendre y Westermann, tambaleándose, sin afeitar, agotado y apestando a coñac. «¡No nos rendiremos!», repetían sin cesar. Era una consigna sencilla y directa. Danton estrechó a Gabrielle entre sus brazos con fuerza, como si quisiera protegerla contra todo mal, y ella sintió que le temblaban las rodillas.

Luego la sentó en un sillón.

– La pobrecilla no se sostenía en pie -dijo Louise Robert mirando aliviada a François. Su piel resplandecía bajo el colorete.

– ¡Marcharos todos! -exclamó Danton-. ¡Idos a casa!

Acto seguido entró en el dormitorio y se arrojó sobra la cama. Lucile entró tras él y le acarició la espalda.

– Estoy demasiado cansado -dijo Danton, sonriendo-. Ah, Georges-Jacques, Georges-Jacques, la vida consiste en una serie de maravillosas oportunidades. ¿Qué pensaría de ti en estos momentos maître Vinot?

– Quiero saber dónde está mi marido.

– ¿Camille? -preguntó Danton-. En la Escuela de Equitación, organizando su plan de vida. No, Camille no es como el resto de los humanos, no necesita dormir.

– La última vez que lo vi -dijo Lucile-, estaba conmocionado.

– Sí -contestó Danton, poniéndose serio. Cerró los ojos unos instantes y volvió a abrirlos-. Esa arpía, Théroigne, asesinó a Suleau a veinte metros de donde estaba Camille. No hemos visto a Robespierre en todo el día. Puede que se ocultara en la bodega de Duplay… -añadió con voz cansada-. Suleau iba a la Escuela con Camille, al igual que Max. ¡Qué pequeño es el mundo! Camille es un joven muy trabajador, llegará lejos. Mañana sabremos… -Pero no pudo terminar la frase. Cerró los ojos y dijo-: Eso es todo.


La Asamblea había iniciado la sesión a las dos de la madrugada. El debate se vio entorpecido por numerosos obstáculos: las voces de los oradores quedaban sofocadas por el intermitente ruido de los disparos, y la llegada de la familia real, hacia las ocho y media de la mañana, provocó una fuerte confusión. El día anterior habían votado en favor de suspender el debate sobre el futuro de la monarquía, pero ahora parecía como si los vestigios de la institución hubieran quedado sepultados entre los despojos del palacio. La derecha afirmó que el aplazamiento del debate fue la señal que provocó el estallido de la insurrección; la izquierda replicó que cuando los diputados abandonaron el tema renunciaron a todo derecho de convertirse en líderes de la opinión pública.

La familia del Rey y algunos amigos suyos ocuparon el palco de los periodistas, situado detrás de la tribuna del presidente. A partir de media tarde, mucha gente y numerosos delegados atravesaron los pasillos y penetraron en la Cámara. Corrían todo tipo de terribles y pintorescos rumores. La muchedumbre había destrozado los colchones y las almohadas del palacio, el cual estaba invadido de plumas que volaban por los aires. Las prostitutas desempeñaban su oficio en el lecho de la Reina, aunque esos pormenores no encajaban con otras versiones. Habían visto a un hombre tocando el violín sobre el cadáver de un individuo al que había degollado. Un centenar de personas habían sido asesinadas a golpes y cuchilladas en la rue de l’Échelle. Un cocinero había muerto abrasado. Los sirvientes habían sido sacados a rastras de debajo de los lechos, obligados a trepar por las chimeneas y arrojados por las ventanas para ser ensartados en unas picas. Habían prendido fuego a numerosas zonas del palacio, y se decía que muchos habían practicado el canibalismo.

Vergniaud, el actual presidente de la Asamblea, había renunciado a distinguir la verdad de la fantasía. Al echar un vistazo alrededor de la Cámara, contó más invasores que diputados. Cada dos por tres se abrían las puertas y aparecían hombres, sonrientes y extenuados, cargados con objetos que de no haberlos trasladado directamente a la Escuela de Equitación hubieran podido considerarse un botín. A Vergniaud le parecía excesivo colocar muebles incrustados y obras completas de Moliere a los pies de la nación. Aquello parecía una sala de subastas. Vergniaud trató de aflojarse discretamente la corbata.

En el concurrido palco de los periodistas, los hijos de los Reyes estaban medio dormidos. El Monarca, a fin de conservar las fuerzas, mordisqueaba la pata de un capón. De vez en cuando se limpiaba los dedos en su fúnebre casaca púrpura. Un diputado que ocupaba un escaño debajo de él se cubrió la cara con las manos.

– Salí a orinar, y Camille Desmoulins se precipitó sobre mí -dijo-. Me arrinconó contra la pared y me obligó a apoyar el nombramiento de Danton como Papa o algo parecido. Tengo entendido que Danton va a presentarse como candidato a Dios, y me han advertido que si no voto en favor suyo me cortarán la cabeza.

Unos bancos más atrás, Brissot charlaba con el ex ministro Roland. El señor Roland mostraba un color más macilento que de costumbre. Sostenía el polvoriento sombrero contra su pecho, como si se tratara de su última arma defensiva.

– Es preciso disolver la Asamblea -dijo Brissot- y convocar a nuevas elecciones. Antes de que concluya esta sesión, debemos nombrar un nuevo gabinete, un nuevo Consejo de Ministros. Hay que hacerlo ahora, de inmediato, alguien tiene que gobernar el país. Ocuparás de nuevo el cargo de ministro del Interior.

– ¿De veras? ¿Y Servan, y Claviere?

– Recuperarán también sus cargos -contestó Brissot. Esta es mi misión en la vida, pensó, formar gobiernos-. Todo será como en junio, salvo que no existirá el obstáculo del veto real. Y tendrás a Danton de colega.

– A Manon no le gustará -dijo Roland, suspirando.

– Pues tendrá que irse acostumbrando.

– ¿Qué ministerio vas a ofrecerle a Danton?

– Eso no importa -respondió Brissot-. Lo importante es que ocupe un cargo destacado.

– ¿Tan grave es la situación?

– Si hubieras estado hoy en las calles, no te cabría la menor duda.

– ¿Has estado tú en las calles? -preguntó Roland. Dudaba de que Brissot hubiera salido de su despacho.

– Estoy informado -respondió Brissot-. Perfectamente informado. Me han dicho que él es su hombre. Todos lo aclaman y vitorean. ¿Qué te parece?

– Me pregunto si esto es un buen comienzo para la república -dijo Roland-. ¿No corremos el riesgo de vernos acosados por la chusma?

– ¿Adónde demonios se dirige Vergniaud? -preguntó Brissot.

El presidente había hecho una seña a su sustituto.

– Les ruego que me dejen pasar -dijo amablemente.

Brissot siguió a Vergniaud con la mirada. Era posible que se propusieran, organizaran y rompieran alianzas, facciones y pactos, y si no se mantenía alerta cabía la posibilidad de que dejara de ser el hombre mejor informado de Francia.

– Danton es un delincuente -dijo Roland-. Quizá deberíamos pedirle que asuma el cargo de ministro de Justicia.

Al llegar a la puerta y toparse con Camille, Vergniaud no consiguió hacer gala de su proverbial oratoria. Uno se da cuenta de la situación, dijo Camille, y ve y comprende las cosas. Al cabo de tres minutos, empezaron a fallarle las palabras.

– ¿Me estoy repitiendo, Vergniaud? -preguntó Camille.

– Un poco -respondió Vergniaud-, pero lo que dices resulta muy interesante. Termina lo que ibas a decir. ¿En qué sentido?

Camille hizo un gesto vago, como si quisiera abarcar la Escuela de Equitación y las masas que gritaban en la calle.

– No comprendo por qué el Rey no está muerto. Han caído personas mucho más valiosas que él. ¿Y los diputados superfluos? ¿Acaso los monárquicos los han metido en las cárceles?

– Pero no puedes matarlos a todos -dijo el célebre orador, temblando de indignación.

– Tenemos la capacidad de hacerlo.

– Me refiero a que no debemos matarlos a todos. No creo que Danton exija cortarles a todos la cabeza.

– No estoy tan seguro de ello. Hace varias horas que no lo he visto. Creo que fue él quien ordenó que los Capeto fueran sacados del palacio.

– Es muy posible -respondió Vergniaud-. ¿Por qué crees lo que hizo?

– Lo ignoro. Quizá sea un sentimental.

– Pero no estás seguro.

– Ni siquiera estoy seguro de estar despierto.

– Creo que deberías regresar a casa, Camille. Estás ofuscado, dices cosas que no deberías decir.

– ¿Tú crees? Eres muy amable. Si fueras tú quien dijeras cosas que no deberías decir, me apresuraría a tomar buena nota de ello.

– No creo que lo hicieras -contestó Vergniaud.

– Sí -insistió Camille-. No nos fiamos de ti.

– Ya lo veo. Pero no es necesario que sigas tratando de intimidar a la gente. ¿No se te ha ocurrido pensar que quizá deseemos contar con la colaboración de Danton? No por lo que pudiera llegar a hacer si se le niega el poder -lo cual me consta que sería tan terrible como insinúas-, sino porque creemos que es el único hombre capaz de salvar al país.

– No -contestó Camille-. No se me había ocurrido.

– ¿Qué opinas?

– Hace tiempo que he llegado a ese convencimiento, pese a que el mayor obstáculo ha sido el propio Danton.

– ¿Qué pretende Danton?

– No pretende nada. Está durmiendo.

– Dentro de unos minutos me dirigiré a la Asamblea. Sería conveniente librarnos de la chusma.

– Hasta esta tarde, cuando asumiste el poder, era el pueblo soberano. Ahora se ha convertido en chusma.

– Se han presentado unos peticionarios exigiendo la abolición de la monarquía. La Asamblea la decretará y convocará a una Convención Nacional para redactar una constitución republicana. Ya puedes irte a descansar.

– No hasta que lo oiga personalmente. Si me marcho ahora, podría venirse todo abajo.

– La vida adopta a veces un aspecto persecutorio -masculló Vergniaud-. Tratemos de seguir siendo racionales.

– Esto no es racional.

– Lo será -respondió Vergniaud-. Mis colegas han decidido alejar al Gobierno de la esfera del azar y los prejuicios, y convertirlo en un proceso razonado.

Camille sacudió la cabeza.

– Te lo aseguro -insistió Vergniaud-. ¿Qué es ese olor tan repugnante?

– Creo… -balbuceó Camille-… creo que están quemando los cadáveres.

– ¡Viva la república! -exclamó Vergniaud. Luego dio media vuelta y se dirigió hacia la tribuna del presidente.

Загрузка...