25

Debido a la insonorización del edificio, la mayoría de víctimas se produjo en la planta de montaje final. Cuando el fuego se extendió lo suficiente para alertar a las mujeres que trabajaban allí, el humo de plástico y fibras ardiendo hicieron imposible cualquier posibilidad de supervivencia. Por suerte, casi todas las mujeres habían salido por la zona de montaje previo, donde había trabajado Hu-lan. Pero también allí murieron algunas obreras por inhalación de humo o aplastadas por la desbandada. La ubicación de la fábrica también dificultó las operaciones y varias mujeres fallecieron camino a Taiyuan. Otras murieron en el hospital, colapsado por la gran cantidad de heridos. El recuento final arrojó 176 víctimas.

David hizo lo que pudo para sofocar las llamas con los sacos de arpillera para el relleno de Sam y sus amigos. La señora Leung, que se había quedado a su lado casi hasta el final, colaboró con un par de extintores, gracias a los cuales consiguieron salir vivos del edificio. El gobierno central concedió una condecoración a la señora Leung.

Con respecto a Hu-lan, cuando David salió del edificio en llamas, jadeando, con los ojos llorosos y los pulmones que le abrasaban, la encontró tendida en el suelo acompañada por las dos chicas que la habían socorrido. El único indicio de que seguía viva era que la piel irradiaba un calor febril. Sabía que cuando llegaran las ambulancias los médicos la considerarían como un caso menos urgente, ya que parecía tranquila y sin quemaduras. David se tambaleó, volvió a paso ligero al edificio de administración, atravesó los pasillos desiertos hasta la sala de conferencia, pensando que tendría que sacar las llaves del coche del cadáver de Lo.

Sin embargo, Lo estaba herido pero consciente. Ayudó al inspector a llegar hasta el coche, condujo hasta donde estaba Hu-lan, la depositó en el asiento trasero junco a Siang, la muchacha que hablaba un poco de inglés, y con las indicaciones de Lo, salió del complejo y se dirigió al hospital de Taiyuan antes de que llegara el grueso de heridos.

Fue una buena idea llevar a Siang, ya que cuando llegaron al hospital Lo estaba inconsciente. Siang mostró las placas de Lo y Hu-lan del Ministerio de Seguridad Pública a la enfermera, que de inmediato buscó ayuda. Se llevaron a ambos y David se quedó esperando.

Siang no disponía de conocimientos suficientes del idioma para traducir las palabras del médico, pero encontraron a una doctora que había estudiado en el hospital John Hopkins. Aun así, las palabras y su significado -anoxia, taquiapnea- le resultaban tan poco familiares como el mandarín. Incluso de las palabras que comprendía, ignoraba su significado. El médico intentaba explicarle que la infección se había extendido tanto que el corazón, el cerebro o el hígado de Hu-lan podían fallar en cualquier momento. Si se trataba de una infección vírica, añadió el doctor apesadumbrado, no se podía hacer nada. Disponían de veinticuatro horas, si ella se mantenía con vida, hasta los resultados del cultivo de sangre. Entretanto se le suministrarían potentes antibióticos.

Aquellas veinticuatro horas fueron las peores de la vida de David. Ahora sabía a qué se debía la debilidad de los últimos días: los síntomas de gripe, el sopor, la fiebre seguida de escalofríos, la respiración acelerada, las débiles pulsaciones. La culpabilidad que sentía sólo era comparable al terror por la perspectiva de perderla.

Al final encontraron la combinación de antibióticos adecuada y los médicos anunciaron que Hu-lan probablemente se salvaría. Pero no podían garantizar la supervivencia del feto. Su corazón latía, pero había que realizar más pruebas.

En ese lapso de tiempo habían ocurrido muchas cosas. Henry Knight, que escapó del incendio de la fábrica, encabezó una expedición a la montaña de Tianglon para encontrar al gobernador Sun, mientras Siang se enteraba de que su padre había asesinado a Tsai Bing. David, que no se apartó de la cabecera de Hu-lan, se pasó horas pegado a un teléfono móvil, hablando con sus socios de Phillips, MacKenzie amp; Stout, con Anne Baxter Hooper, con Nixon Chen (que estaba al servicio de Henry), y con Rob Butler de la oficina del fiscal.

Rob y David tenían que hablar largo y tendido, pero por el momento Rob negociaría el derecho de enviar un equipo de expertos desde Los Ángeles al complejo de Knight para recuperar los datos financieros que Doug había intentado eliminar del ordenador. Durante todo el proceso, David contó con la ayuda y el apoyo del viceministro Zai, cuya preocupación por la recuperación de Hu-lan a veces parecía superar la suya.

Un día los médicos se reunieron en la habitación de Hu-lan y anunciaron que las pruebas del bebé habían resultado satisfactorias. La noticia le dio nuevos ánimos y empezó a recuperar su fortaleza. Aunque Zai y los médicos preferían ahorrarle los detalles, Hu-lan quiso saberlo todo. Leyó la prensa, vio las fotografías del edifico quemado, repasó la lista de víctimas y lloró por ellas. Cuando los médicos consideraron que estaba en condiciones de regresar a Pekín, la trasladaron a la capital en el avión de Knight y la instalaron en casa con turnos de enfermeras durante las veinticuatro horas. La madre de Hu-lan y su cuidadora regresaron de la costa. Contrataron cocineras y asistentas para ayudar. La residencia de la familia bullía de actividad. Por fin llegó el día en que Hu-lan le dijo a David que él tenía asuntos por resolver y que ella estaría perfectamente atendida. Él, muy a su pesar, comprendió que tenía razón.


Había aún muchas preguntas sin respuestas, pero quienes habrían podido responder debidamente -Miles, Doug y Sandy- estaban muertos. Quedaban Aarón, Jimmy y Amy. Aarón Rodgers, que había tenido la suerte de estar en Taiyuan el día del incendio, admitió poseer una libido saludable, propia de los veinticinco años, alentada por la agradable circunstancia de ser uno de los pocos hombres entre mil mujeres. Ling Miao-shan fue la primera de muchas conquistas. La edad, el aislamiento en el edificio de montaje y su estupidez (que se hizo patente para todos los involucrados en la investigación) contribuyeron a mantenerle al margen de las triquiñuelas financieras. En cuanto a las condiciones laborales, Aarón utilizó la predecible y gastada excusa de que creía que eran las habituales en China. Como afirmaron sus padres, que volaron a Taiyuan, el muchacho no daba más de sí. No se le acusó de ningún delito. Atestiguó contra Jimmy y Amy, y sus padres se lo llevaron a casa. Nunca volvería a China.

David dedicó su atención a Jimmy y a Amy. No era el único que quería respuestas, así que Henry abandonó las ruinas de la fábrica, donde había estado trabajando prácticamente sin dormir desde el incendio, para acompañarlo a la prisión provincial de Taiyuan. A su llegada, se les facilitó el expediente de un tal James W. Smith, enviado por fax por la policía australiana. Tal como supuso Hu-lan la primera vez que vio a Jimmy, tenía un largo historial delictivo, que incluía atraco a mano armada y arrestos por lesiones. Desde los dieciocho años había estado entrando y saliendo de la cárcel. Hacía dos años que estaba bajo orden de búsqueda y captura, pero consiguió huir e ir a parar a Hong Kong. Se suponía que allí había conocido a Doug, que lo contrató y trasladó al complejo antes de que la fábrica abriera.

Tal como se sospechaba, los informes de Knight que afirmaban que las mujeres que habían sufrido algún tipo de lesión optaron por “volver a casa” resultaron falsos. Con estos informes investigadores chinos confirmaron que esas mujeres nunca volvieron a su hogar. No era de extrañar, pues, que Xiao Yan hubiera pedido socorro cuando Aarón se la llevó de la fábrica. Ni tampoco que la encontraran muerta poco después.

Pero ¿se trataba de un asesinato demasiado precipitado, un asunto práctico en un día ajetreado? ¿O formaba parte del plan destinado a desviar la atención de Henry? ¿Había tirado Jimmy a Xiao Yan desde el tejado? ¿Había atropellado a Keith? En la ficha policial constaba que ese día había estado en Los Ángeles. ¿era el asesino de Pearl y Guy? Las respuestas a esas incógnitas ayudarían a despejar otra cuestión: ¿qué clase de monstruo era Douglas Knight? Pero Jimmy Smith no pensaba hablar. David amenazó y Henry suplicó. Era obvio que la policía local había intentado otro tipo de persuasión, pero sin resultados. Lo que supiera Jimmy, moriría con él.

David y Henry estaban tratando con una administración muy burocrática y la para la próxima visita les pidieron que pasaran a otra sala. La sombría habitación destinada a las visitas era mugrienta y calurosa. Amy Gao, diez días atrás tan elegante en el banquete del hotel Beijing, vestía ahora un sucio uniforme carcelario. Desde su detención no la habían dejado ducharse, lavarse el pelo o cepillarse los dientes.

Igual que Jimmy, al principio se quedó callada. Cuando David la acribilló a preguntas, su mente empezó a maquinar. David, un abogado, conocía aquella mirada. Si les daba información ¿qué obtendría a cambio?

– ¿Qué quiere? -preguntó David cuando Amy reveló sus pensamientos.

– ¿Qué cree que están dispuestos a dar?

– En China, igual que en Estados Unidos, depende de lo que nos diga.

Era una débil esperanza, pero la desesperación con que Amy se aferró a ella le hizo comprender lo joven e inexperta que era. Casi la compadeció hasta que empezó a hablar. Sin promesas por escrito ni ninguna garantía, explicó la historia.

Jimmy no conducía el SUV que atropelló a Keith. Doug estaba al volante y Amy efectuó los disparos de advertencia. El hecho de que David estuviera con Keith esa noche había sido una desafortunada coincidencia. Las mujeres que desaparecían de la fábrica era cosa de Jimmy, Amy ignoraba lo que había hecho con ellas. ¿Pearl y Guy? La muchacha sonrió al oír los nombres.

– Una muestra de talento de su hijo, señor Knight -contestó.

No pidieron más detalles. ¿Estaba Sandy Newheart en la conspiración? No.

– Siempre trabajábamos a sus espaldas él tenía su papeleo. Nosotros, el nuestro.

¿por qué lo habían matado?

Amy suspiró.

El último día las cosas se les habían escapado un poco de las manos, admitió. Sandy Newheart tuvo la desgracia de estar en el lugar equivocado en el momento equivocado.

– ¿Quién apretó el gatillo? -preguntó Henry Knight.

– Digamos que alguien no lo pensó bien -contestó Amy. Su jactancioso comentario culpaba directamente a Doug.

– ¿Consiguió usted lo que quería? -preguntó David.

– Es evidente que no -sonrió melancólica-. Pero en realidad me está preguntando si el fin justifica los medios.

– Si prefiere decirlo así.

– Los occidentales desearían que fuésemos como ellos. Creen que deberíamos adoptar su forma de democracia. Piensan que tendríamos que ganar dinero y gastarlo en productos de consumo, sus productos de consumo. Durante siglos Occidente ha querido un trozo nuestro, y a veces lo han obtenido. Para mí se resume en explotación. En el siglo pasado, los ingleses nos intoxicaron con opio, nos obligaron a abrir los puertos y estuvieron a punto de destruirnos.


“Ahora ustedes quieren entrar aquí, en el mismo corazón de China, y hacer su voluntad. Se les permiten las mayores barbaridades y los responsables miran hacia otro lado.

– Creo que tiene la lección bien aprendida. Lo que usted ha estado haciendo son delitos de…

– No; es el estilo norteamericano.

David la miró perplejo. O la habían engañado o estaba loca.

– ¿Puede citarme una sola cosa que hiciéramos nosotros que no hubieran hecho antes los norteamericanos? Piense en su historia. Consiguieron prosperar a costa de los esclavos. Culminaron la colonización del Oeste porque mis compatriotas construyeron el ferrocarril. Y no se limitaron a la gente que ustedes llaman eufemísticamente de color. También enviaron mujeres y niños a las fábricas y a las minas.

– Eso fue hace mucho tiempo.

– Pero hoy en día, mirando atrás desde una situación de dominio del mundo y enorme prosperidad, ¿no diría que el fin justifica los medios?

– ¿Y qué pensaba conseguir?

Amy lo miró con desprecio.

– ¿Todavía no lo entiende? Con Henry y Sun fuera, podíamos hacer cualquier cosa. Yo ayudaba a Doug y él a mí. Doug quería la empresa. Yo el puesto del gobernador.

La confesión de Amy, por lo que valía, no le proporcionó gran cosa: jabón, dentífrico, la promesa de agua embotellada y una toalla.


Un día que la madre de Hu-lan y su enfermera habían ido a la consulta del doctor Du y David estaba en Los Ángeles, Hu-lan oyó el timbre. Cruzó los patios y abrió la puerta. Aunque era mediodía, el callejón estaba desierto aparte de un hombre que le comunicó que se requería su presencia y que hiciera el favor de subir al coche. Obedeció, sabiendo que si no volvía nadie sabría qué había sido de ella.

El chófer la llevó por los callejones del Hutong hasta la orilla opuesta del lago Shisha. El conductor se paró para que cruzara un grupito de triciclos de la Agencia Turística de Hutongs, con sus vehículos cargados de parejas de occidentales. Estas excursiones eran una novedad en el vecindario de Hu-lan, que no sabía si le gustaba o no. Por una parte le molestaban tantos extranjeros en el pequeño enclave; por otra, el éxito de la agencia estatal podía ayudar a que el barrio no fuera arrasado.

Mientras los conductores cruzaban pedaleando sudorosos, Hu-lan contempló el lago. Algunos ancianos con cañas de pescar salpicaban la orilla. Justo enfrente de su ventanilla, tres muchachos escuálidos saltaban al agua. La suave brisa arrastraba sus gritos y carcajadas.

El coche avanzó de nuevo y al cabo de pocos minutos el chofer llegó a un recinto. Igual que cualquier conjunto de edificios tradicionales, los muros exteriores no estaban pintados ni insinuaban la riqueza interior. Un guardián comprobó sus nombres en una lista y el coche entró.

Hu-lan había estado allí muchas veces cuando era niña y esperaba que el lugar le pareciera más pequeño y menos impresionante, pero tuvo la sensación contraria. Era más hermoso de lo que le recordaba, y los gingkos, alcanforeros y sauces creaban un oasis sombreado. Un riachuelo -Hu-lan recordaba haber jugado allí con los hijos de otros altos funcionarios- serpenteaba por todo el perímetro interior del recinto. En las orillas del río sobresalían rocas redondeadas y las cañas de bambú protegían pabellones y glorietas. Los pájaros gorjeaban, trinaban y revoloteaban entre el verdor. Hu-lan recordó que detrás del edifico principal había un palomar y se preguntó si todavía existiría.

Siguió al chofer por la escalera y hasta el vestíbulo, que olía a naftalina y humedad. Atravesaron varios salones con muebles cubiertos por viejas sábanas, subieron otra escalera y bajaron hasta un pasillo de techos altos. El chofer llamó a una pesada puerta, al abrió poco a poco, y le indicó a Hu-lan que entrase. Tan pronto lo hizo, la puerta se cerró a sus espaldas. Cinco hombres ninguno más joven de setenta años, estaban sentados en semicírculo en mullidos sillones. Los conocía muy bien a todos. Cuando sus ojos se acostumbraron a la penumbra, vio a otros dos. Uno era el viceministro Zai; el otro, el gobernador Sun.

– Haga el favor de tomar asiento, inspectora -dijo el hombre sentado en el centro, indicando una silla. Ella vaciló, y él añadió-: Olvide la tradición, sabemos que aún está débil. Siéntese.

Hu-lan se sentó, apoyó las manos en el regazo y esperó. De entre las sombras apareció una mujer robusta, sirvió té y desapareció de nuevo.

– ¿Cómo se encuentra, Liu Hu-lan?

– Muy bien, señor.

– ¿Y su madre?

– Contenta de estar en casa.

– Eso teníamos entendido. Nos hace a todos tan… -El viejo político no encontraba la palabra adecuada.

– ¿Cuántas tradiciones, ¿verdad, Xiao Hu-lan? -dijo el otro hombre.

Tuvo un sobresalto, nadie la había llamado pequeña Hu-lan desde los tiempos de la granja Tierra Roja.

– Nos dicen cómo ser leales, cómo conversar, cómo negociar, cómo encontrar pareja. Es muy aburrido, ¿no?

Hu-lan no sabía qué contestar.

– Somos viejos amigos -continuó el hombre-. No tenemos ningún parentesco, pero recuerdo cuando me llamabas tío.

Las lágrimas asomaron a los ojos de Hu-lan. El lugar cargado de recuerdos y esos hombres, los más poderosos del país, ahora ancianos, rememoraban tiempos que tal vez fuera mejor olvidar.

Como si leyera sus pensamientos, el hombre dijo:

– Nunca te hemos olvidado, y tampoco a tu familia. Algunas personas presentes en esta habitación, están aquí gracias al coraje de tus padres. Queremos decirte que tu trabajo por nuestro país no ha pasado desapercibido y te estamos agradecidos.

– También sabemos que te ha costado un alto precio -añadió el primer hombre.

La muerte de su padre. Su nombre vilipendiado por la prensa, convertido en motivo de escarnio en su país. Estar a punto de perder su vida y la de su hijo. Si, lo había pagado caro.

– Lo lamentamos -dijo.

Hasta cierto punto, pensó Hu-lan.

– Tus compatriotas tienen un concepto de ti, pero puedes tener la conciencia tranquila. Nosotros sabemos la verdad.

– Ya, pero yo vivo con ellos. Trabajo con ellos.

Los ancianos la miraron sorprendidos. Se suponía que no podía hablar, y mucho menos hacer un comentario crítico. Hu-lan observó cómo el viceministro Zai se cubría los ojos con una mano.

– Te necesitamos, Liu Hu-lan -dijo el hombre sentado en el centro-. Reconoces la verdad, eres justa, siempre has sido decidida.

He seguido la corriente. Me dejé tentar por la propaganda del gobierno y perdí seres queridos, pensó Hu-lan.

– Nos haces más falta que nunca. Sabes mejor que nadie lo que es la corrupción. Resulta triste, pero es herencia familiar, aunque la has utilizado con buenos fines. También entiendes a los extranjeros que llegan a nuestro país como abejas atraídas por la miel.

Hizo una pausa. Hasta entonces su rostro había sido la máscara de un tío bonachón. Ahora añadió una expresión adusta.

– Sabemos que no quieres abandonar tu tierra natal. Nos sentimos orgullosos de que quieras tener tu bebé aquí, cuando te sería fácil trasladarte al país de su padre.

– David volverá.

– También sabemos eso, por supuesto.

La habitación quedó en silencio mientras unas motas de polvo revoloteaban en un rayo de luz que entraba por la ventana. Finalmente Hu-lan rompió el protocolo.

– ¿Qué es lo que quieren?

La cara de su interlocutor se iluminó con una sonrisa triunfal.

– Tu aspecto exterior es el de una mujer china. Sabes decir las palabras adecuadas de una hija cariñosa, dominas el ceremonial y las tradiciones centenarias, pero interiormente eres una extranjera. -Aunque parecía un grave insulto, su voz transmitía admiración-. Tenemos una política de puertas abiertas y no vamos a echarnos atrás. Pero con la puerta abierta han entrado forasteros, tenemos que tratar con ellos y queremos que nos ayudes. No te pido que dejes el Ministerio de Seguridad Pública. No; queremos que te quedes exactamente donde estás. Tienes credenciales y dinero. Ambas cosas te dan poder en la calle.

– Por lo tanto, mi vida sigue igual.

El hombre asintió.

– ¿Sin otros compromisos?

– Al contrario. Estamos dispuestos a cerrar los ojos. David Stark podrá volver a China. Tú podrás tener a tu hijo.

Hu-lan miró a Zai. La cara de su protector reflejaba preocupación. Casi le parecía oírle decir: acepta.

– No se negocia con la familia -dijo Hu-lan.

Zai se tapó de nuevo los ojos y hasta Sun palideció.

– No es una negociación -dijo el hombre sentado a la derecha.

– Aun así -contestó ella.

– ¿Qué quieres, Xiao Hu-lan?

– Tres cosas.

– ¿Tres?

Los ancianos intercambiaron miradas. La petición era insólita. El hombre sentado en el centro levantó la mano, indicando aprobación. El hombre a su izquierda dijo:

– Sepamos de qué se trata y decidiremos.

– ¿Por qué nos dejaron salir de Pekín después del asesinato de Pearl Jenner y Guy In?

– ¿Eso es una petición? ¡No vale la pena!

– Quiero saberlo.

– El viceministro Zai nos aconsejó que te diéramos carta blanca. Demostró tener razón contigo, como siempre.

Claro, así era como había sido. Ella ya lo había intuido durante su encuentro con Fong, el forense.

– La segunda es simple curiosidad. Nunca se la revelaré a nadie, ya sé lo que ocurriría si lo hiciera.

– Adelante.

– Tuve ocasión de ver el dangan de Sun Gao. Según mi conocimiento de los hechos, existen algunas discrepancias, lo cual me hace pensar que le apoyaban hombres como ustedes. Quisiera saber los motivos.

Nadie parecía dispuesto a hablar, por fin el hombre sentado en el centro, dijo:

– Hombres, no. Un solo hombre. El difunto y venerado Chu En-lai.

Mientras el hombre hablaba, las piezas iban encajando. Los jefes locales enviaron al joven Sun Gao a la escuela de una misión. Se supo de su comportamiento heroico en Tianglong Shan con Henry Knight y lo enviaron a Occidente, esta vez para que espiara a los norteamericanos. No obstante, la historia en el dangan referente al valor de Sun en la batalla de Huai Hua era totalmente falsa. Estaba en otra parte; el lugar y las circunstancias son un secreto de estado, pero salvó la vida de Chu En-lai como había hecho con al de Henry Knight. Chu, al igual que Knight, le estaba agradecido y facilitó las cosas para situar y promocionar a su protegido. Estos simples hechos, junto al “dinero para el té” de Henry garantizaron la seguridad de Sun durante varias campañas políticas, una de ellas la Revolución Cultural.

– Sun Gao tuvo graves problemas durante lo que podríamos llamar la época del caos -dijo el hombre del centro-, pero en vez de intentar salvarse, solicitó al primer ministro Chu En-lai que protegiera uno de nuestros tesoros. Si hubieras visitado el templo Jinci de la provincia de Shanxi, famoso por sus Tres Manantiales Eternos, sabrías que el primer ministro Chu envió un ejército para proteger…

Otra pieza que encajaba, ésta del propio pasado de Hu-lan. Recordaba una excursión a Jinci con la granja Tierra Roja.


Los monjes fueron ridiculizados y golpeados. En los edificios más modernos Hu-lan y sus camaradas destruyeron pinturas y esculturas, pero no pudieron tocar el edificio más antiguo y hermoso de Jinci, el famoso Templo Madre, defendido por la guardia personal de Chu En-lai. Como Henry Knight dijo el día que volvían a Taiyuan: Sun Gao, incluso en las peores circunstancias “se mantuvo firme”. Al contrario que otras personas en al sala, incluida ella, nunca había renegado de sus principios y deberes.

Hu-lan era consciente de que los demás la observaban con atención, juzgando, comprobando su lealtad y sus recuerdos.

– Le queda una petición, Liu Hu-lan -dijo una voz al fondo. Era Sun Gao-. Quizá le sea más útil personalmente.

– Hay un hombre, Bi Peng. Trabajaba en el Periódico del Pueblo.

– Lo conocemos.

– Seguro. Le han instigado a escribir cosas sobre mí y mi familia.

Cuatro de los hombres se removieron inquietos en el sillón hasta que el hombre del centro dijo riendo:

– ¿Quiere que le enviemos a un campo de trabajo?

– Tal vez bastaría con destinarle a un puesto menos perjudicial.

– Eso no la hará libre -comentó alguien.

– No quiero que se utilicen mentiras para tenerme controlada -contestó Hu-lan, intentando reconocer al que había hablado.

– ¿Qué sugiere?

– Acepto sus condiciones y ustedes aceptan las mías. Yo tengo mucho más que perder. Creo que me llevan ventaja en el juego. ¿Podríamos dejarlo así?

Al cabo de unos minutos, Hu-lan volvía a estar tras la ventanillas ahumadas del Mercedes. Esta vez no se despejó el callejón enfrente de su casa. Bajó del coche, no hizo caso de las miradas curiosas de los vecinos, y entró en la mansión familiar. Su madre y la enfermera no habían vuelto. David seguía al otro lado del Pacífico. Confiaba en que nunca supieran de su visita al otro lado del lago.


En su casa de Los Ángeles, David estaba con el agente especial Eddie Wiley. Había pasado poco más de un mes desde su viaje a China, pero la ciudad, la casa, su propia cama, le parecían extrañas.


Deseaba estar en su hogar con Hu-lan. Pero no desatendía sus asuntos. Iba todos los días a Phillips amp; MacKenzie, el “ amp; Stout” había desaparecido. Habían tenido mala publicidad, pero tal como Phil Collingsworth y los otros socios le aseguraron, no sabían nada de los tejemanejes de Miles. se desvivían por demostrar que su oferta de volver al bufete no sólo era sincera, sino que hacía tiempo que o deseaban. Al mirar atrás, Phil recordó que Miles, cuando por fin de unió a la votación, había sido el único socio en presentar el veto a última hora. Cuando David estuvo dentro, Miles manipulo la situación como sólo una mente privilegiada, aunque a fin de cuentas corrupta, podía hacerlo. Miles había sido el artífice, pero la empresa era más que un hombre. De hecho, la facturación había aumentado gracias a Randall Craig y a las diversas investigaciones federales de que era objeto Tartan. El único coste real fue cambiar el rótulo de la puerta y reimprimir el membrete de la correspondencia.

Phil y los demás lo animaron a quedarse en el bufete y a mantener abierta la oficina de Pekín. David, cuya fe en la ley había sido tan duramente puesta a prueba durante el último año, se dejó llevar pos los sentimientos de sus socios. Como mínimo, reafirmó su pasión por el derecho. La justicia no siempre seguía el libreto. El resultado podía ser a menudo poco satisfactorio e insuficiente, pero esta vez sentía que, pese a todo, la justicia podía estar contenta.

Su tarea no había concluido. Los principales responsables estaban muertos o esperando la ejecución en China. Sin embargo, el asunto había despertado el interés del procurador general de Estados Unidos, que inició una investigación a fondo de las operaciones transoceánicas de Tartan. Como resultado, David pasó varios días testificando ante un gran jurado, pero la mayoría de sus respuestas consistieron en alegar que no podía responder, acogiéndose al privilegio de la confidencialidad abogado-cliente. Como ya no tenía despacho en el edificio del tribunal, se refugió en el de Rob Butler. No había muchos testigos a los que se les concediera tal tratamiento de VIP, pero David y Rob eran amigos. La amistad todavía hizo más difícil preguntarle a Rob por qué no le había dicho lo de Keith.

– ¿Decirte qué? -dijo Rob-. ¿Qué habría podido explicarte? Entró aquí solicitando asilo político para esa chica, pero no tenía pruebas de que corriera peligro ni de que fuera una disidente destacada.


“Después me preguntó si el motivo por el que no le ayudaba era que lo estábamos investigando. Le contesté que habíamos comprobado lo que había escrito esa periodista meses atrás y no habíamos encontrado nada. Pero Keith no me creyó.

David reflexionó sobre la actitud de Keith durante su última noche: su desesperación, su angustia, incluso su ira. Tanto dolor podría haberse evitado si Keith hubiera dicho la verdad. Y también Rob y él mismo.

– Antes de viajar a China te preguntó directamente…

– Si se estaba investigando a Keith Baxter y si había alguna posibilidad de que fueran por él y no por ti esa noche. En primer lugar, quiero que sepas que no te hubiera dejado ir a China de haber pensado que Keith era la víctima prevista. Pero ¿cómo iba a imaginarlo? Keith acudió a mí por esa chica y…

– ¿Qué me dices de la investigación?

– Ese día Madeleine dijo que no había ninguna investigación y era cierto. Pero también dije que tal vez su nombre se había citado en otro asunto.

– ¿Y qué se supone que entendería yo con eso?

– Lo mismo que yo, si hubiera estado en tu lugar. Nada. No podía decirte por qué estuvo aquí, tú tampoco podías decirnos qué estaba ocurriendo en China. Tenemos ese fastidio llamado confidencialidad. Además, Keith era también amigo mío. Estaba muerto. ¿Tenía que decirte que se había presentado con una idea descabellada, mintiéndome desde el principio, por cierto, para traer a su novia? Pensé que lo mínimo que podía hacer para preservar su memoria era mantener la boca cerrada. No me digas que no habrías hecho lo mismo.

David reflexionó sobre sus propias acciones. ¿Y si se hubiera enfrentado a Miles en el funeral, dejando de lado los tópicos y las excusas fáciles? Pero igual que Rob, había considerado prioritario preservar la memoria de su amigo. Después, cuando llegó la oferta de trabajo, había resultado fácil enterrar las preocupaciones, obsesionado con la idea de volver con Hu-lan. Tendría que vivir el resto de su vida asumiendo ese momento de egoísmo.

Dos días más tarde, después de terminar su declaración, David se dirigió a la finca de los Stout al enterarse de que Mary Elisabeth volvía a Michigan. La entrada estaba bloqueada por camiones de mudanzas, casa de subastas y organizaciones caritativas. Entró y encontró a Mary Elisabeth, con vaqueros y camiseta, organizando el embalaje y regalando los bienes familiares.

Al verlo, asomó a su rostro una sonrisa triste y le indicó que la siguiera. Salieron a la terraza. Era un precioso día de finales de verano y el aire olía a rosas.

– Yo no quería todo esto. -El ademán de Mary Elisabeth abarcó los jardines, la mansión, el paisaje, el sistema de vida que ella y Miles habían construido-. Pero él sí. A toda costa.

– ¿Sabías algo?

– Sólo conocía sus sueños e incluso éstos siempre eran… sabía que no era feliz. ¿Recuerdas cuando Michael Ovitz dejó la CAA y fichó por Disney? Era el hombre más poderoso de Hollywood, pero tenía que llevarle un vaso de agua a Julia Roberts si ella se lo pedía. Bueno, así es como se sentía Miles. Ganaba una fortuna, pero tenía que estar siempre a disposición del cliente.

David pensó en lo que Doug le había dicho sobre Miles.

– ¿Es cierto que Tartan le había ofrecido un empleo?

– Sí, como asesor general. Él habría sido el cliente, ¿te das cuenta?

No quedaba nada más que decir y volvieron a entrar en la casa. Mary Elisabeth le puso una mano temblorosa en el brazo-. David sabía lo que quería preguntarle.

– No, no sufrió. Ni siquiera se dio cuenta.


A principios de septiembre, Hu-lan estaba descansando en una tumbona en el patio cuando se presentó la señora Zhang, la directora del Comité de Vecinos, para la visita acostumbrada. La anciana, vestida con chaqueta y pantalón negros, se colgó del brazo de David y sonrió encantada mientras la acompañaba fuera. Se sentó enfrente de Hu-lan en un taburete de porcelana. Tan pronto David entró a preparar el té, la señora Zhang dijo:

– Es simpático ese hombre. Veo que practica el mandarín, pero habla de una manera espantosa y divertida a la vez.

Hu-lan había intentado enseñarle a David frases elementales: “Bienvenido. ¿Cómo está usted? Bien. ¿Cuánto cuesta? Es demasiado caro. ¿cómo está su hijo? ¿Podría decirme…?” Pero no estaba dotado para los idiomas. En los últimos tiempos empezó a pensar que sería mejor para él olvidarse, ya que las inflexiones de voz era pésimas, y como la señora Zhang había notado, daban como resultado divertidas confusiones.

– ¿Qué ha dicho hoy?

– Qing Wen… La señora Zhang sustituyó a propósito la cuarta inflexión de Wen por la tercera, cambiando el significado de “Por favor, le ruego” por “Por favor, béseme”.


Hu-lan sonrió mientras la anciana reía a carcajadas.

– Puede besarme si quiere -añadió la mujer-. No me parece tan desagradable como antes.

David volvió con el servicio de té, lo dejó encima de la mesa y se retiró al otro lado del patio, donde la madre de Hu-lan, su enfermera y el viceministro Zai estaban sentados bajo las ramas retorcidas de un yoyoba. Jin-li no sabia quién era David, aunque aceptaba su presencia sin cuestionarla; tampoco entendía que pronto sería abuela. Pero parecía feliz en al casa de su infancia y, aunque seguían sin gustarle los címbalos, los gongs y los tambores del grupo Yan Ge, se había acostumbrado a la algarabía matutina. David encontró otra forma de sobrellevarlo: uniéndose a la banda.

– Es un extranjero -dijo la señora Zhang-, no hay que olvidarlo, pero no me parece mala persona. -era un gran cumplido, y la anciana se apresuró a aclarar malas interpretaciones-. Se ocupa de sus cosas. Es lo bastante listo como para barrer la nieve delante de su puerta y no preocuparse por el hielo en el tejado del vecino. Y demuestra mucho interés por el barrio. Es educado y respetuoso. Además, a los vecinos les gusta la forma en que la cuida.

– Me alegro de que estén contentos -dijo Hu-lan con diplomacia.

En el rostro arrugado de la señora Zhang asomó una tímida sonrisa al mirar a David. Pese a que intentaba mantenerse crítica, la tenía encandilada.

– Durante muchos años el gobierno nos ha dicho lo que era bueno para la mayoría. Pero ahora me pregunto, ¿y si la felicidad individual fuera más útil para el pueblo que ninguna otra cosa?

– Yo nunca llevaría la contraria a nuestro gobierno -contestó Hu-lan.

La anciana frunció el ceño ante la estupidez de la muchacha, siempre tan comedida en sus palabras. No había ido a visitarla oficialmente, aunque nunca olvidaba su deber, sino como la anciana que había visto su vecindario feliz y en paz desde que era niña. La casa merecía alegría y tranquilidad y haría todo lo posible para que así fuera. Por lo tanto, en vez de entrar a discutir con su obtusa vecina, continuó como si no hubiera oído las palabras de Hu-lan.

– He estado pensando en un certificado de matrimonio. Su David es extranjero, pero creo que podría hacer una recomendación que incluso los más reacios aceptarían.

¿Esperaba que creyera que había sido idea de la anciana? Era más probable que fuera la mensajera de los hombres del otro lado del lago. Pero ¿qué sentido tenía decirlo? Cruzó las manos sobre el vientre y miró a David, que, por casualidad, levantó la cabeza y la movió como si esperara que ella le hiciera alguna pregunta. Sin dejar de mirarlo a los ojos, Hu-lan dijo:

– Ya veremos, tía, ya veremos.

Con el deber cumplido, la anciana se despidió de Jin-li y se marchó. David acudió a sentarse al lado de Hu-lan y, tal como habían hecho en las últimas semanas, repasaron los hechos que llevaron al enfrentamiento en Knight. Su mente metódica le llevó a la conclusión de que todo había sido un asunto de codicia. Los viejos del bar Hilo de seda fueron codiciosos, y recibían una propina de Doug a través de Amy Gao. A Tang Dan y a Miles Stout los había movido la codicia. Y todo había empezado porque Henry Knight también era codiciosos a su manera.

Poco dispuesto a compartir su empresa con el hijo, Henry había puesto involuntariamente la catástrofe en marcha. Y por mucho que a David le gustara ese hombre, tenía que aceptar que era la codicia lo que le hizo seguir adelante. Siguiendo los planes de Doug había instalado una planta provisional de montaje, y ya tenía mujeres trabajando horas extra para suministrar a los grandes almacenes cajas de Sam y sus amigos antes de las Navidades. Con toda la publicidad suplementaria, la demanda excedía a la oferta. Más que eso, los artículos en la prensa, y se habían escrito montones, habían presentado la tecnología de Sam y sus amigos como algo tan innovador que provocó… bueno, todo el asunto parecía un drama shakespeareano.

Entretanto, las acciones de Knight International habían ido subiendo como la espuma y Henry presentó un proyecto para vincular los salarios del ejecutivo a una política laboral justa, especialmente en cuanto al trabajo infantil, porque como no dejaba de repetir: “Estamos en el negocio del juguete. ¡Creamos juguetes para los niños, no puestos de trabajo para ellos”! Grupos de la comunidad, un consejo de administración reorganizado y un consorcio de organizaciones de vigilancia internacionales efectuarían inspecciones. (Según se decía, sólo con esto se había eliminado la mitad de las trabajadoras de Knight.


Cacahuete y muchas otras habían vuelto a “casa”, lo que significaba que simplemente se habían trasladado a otras fábricas con propietarios menos quisquillosos). Las acciones de Henry no eran tan nobles como parecían a simple vista. Cuando no estaba concediendo entrevistas o declarando ante el Congreso, aparecía en alguna cadena de televisión para lo que los medios de comunicación titulaban “la mayor campaña global gratuita de todos los tiempos”. Al parecer las previsiones de Doug habían sido muy acertadas.

Por supuesto, toda la atención había incitado a la prensa a cubrir un aspecto distinto de la historia. Las mujeres obreras chinas estaban cambiando las condiciones rurales. Al contrario que su contrapartida masculina, las mujeres enviaban las ganancias a casa, a sus familias campesinas, lo que significaba un aumento de los ingresos de un cuarenta por ciento, o ahorraban el salario para volver a sus pueblos y abrir pequeños negocios. Se calculaba que casi la mitad de las tiendas y cafeterías de los pueblos agrícolas eran propiedad de mujeres que habían trabajado en fábricas extranjeras. De repente, las campesinas chinas eran vistas por sus familias como líderes de cambios económicos y sociales. Por lo tanto, durante el último año el infanticidio femenino había descendido por primera vez en la historia. Como señalaba un experto de la Fundación Ford: las trabajadoras chinas eran el elemento transformador más importante de la sociedad china. “Es algo que se está produciendo con un alcance mundial sin precedentes y supone cambios radicales, revolucionario, para la mujer”. Si de algo servían esas historias eran para tranquilizar la conciencia de los padres de todo el mundo que necesitaban tener a tiempo para las vacaciones a Sam, Cactus, Notorio y al resto de muñecos. O, como hubiera dicho Amy Gao, si había algo que los norteamericanos admiraban, en lo que confiaban y creían más que en la democracia, era el capitalismo.

Hu-lan ya lo había escuchado antes y repitió una vez más su punto de vista:

– No fue la codicia. Fue amor.

Cuando lo dijo por primera vez en el hospital, David no le hizo mucho caso. Pero se había mantenido firme en su teoría sin dar muchas explicaciones. De hecho, desde su regreso de Los Ángeles, había notado cierta amargura en sus pensamientos, pero seguramente era lógico después de todo lo ocurrido. El día del incendio había agotado su energía para intentar salvar a David, a Henry y a todas las obreras.

Se había quedado físicamente débil y emocionalmente frágil, y sus defensas estaban en mínimos. Ahora estaba en condiciones de explicarse.

– Nunca he sentido el amor incondicional como el de Su-chee por Miao-shan, o el de Keith por Miao-shan. Tenía muchos defectos, pero debía de ser una mujer extraordinaria para despertar una devoción semejante.

– Tal vez no estuvieran tan ciegos -observó David-. Era manipuladora, pero en algún momento cambió. Personalmente no ganaba nada intentando organizar a las mujeres en la fábrica, y la forma en que separó la información me hace pensar que quería asegurarse de que llegar a su destino. Tenía energía, cerebro y, en otras circunstancias, su destino habría sido distinto. ¿Qué me dices de Doug? No pensarás que actuó por amor.

– Él más que nadie. Piensa en lo que hizo para revalorizarse ante su padre. Y en cómo ese último día Henry estaba dispuesto a asumir todas las culpas, al corrupción, los asesinatos, para proteger a su hijo. Nos suplicó que le lleváramos a Pekín para enfrentarse a las consecuencias. Cada uno a su manera, nos engañamos, y os unos a los otros pese al amor, por querer… -Cerró los ojos y cuando volvió a abrirlos reflejaban una inmensa pena-. Pienso en mis padres, en la forma en que me educaron, y me maravillo. Pienso en mi trabajo y en cómo veo lo peor de las personas. Pero para mí es más fácil que lo otro.

– ¿Lo otro?

– Entregarme enteramente al amor -dijo, admitiendo por fin su peor miedo. Miró al grupito compuesto por Zai, su madre y la enfermera-. Su-chee dice que he estado huyendo toda mi vida. Tal vez sí, ya que quedarse abre la posibilidad de perder el amor y ser herida. -Al darse la vuelta para mirarlo, lloraba-. No creo que pueda soportar perderte a sí o al bebé.

– No vas a perdernos. Yo estoy aquí y el bebé en camino. -intentó animarla-. Te gustan los proverbios, así que te regalo unos pocos: puedes correr, pero no puedes esconderte. Es mejor haber amado y perder que nunca haber amado. Hasta que no pruebas las espinacas, no sabes si te gustan.

– ¡No son proverbios! Son clichés.

– A ver qué te parece éste: Nunca te dejaré, Hu-lan, así son las cosas. -Le cogió la mano y se la besó.

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