El bochorno del verano pasó y una especie de somnolencia lánguida cayó sobre los campos, mientras los sembrados maduraban y los campesinos se preparaban para la cosecha. Los girasoles, inclinándose por el peso de las semillas, ya no miraban al sol. El mijo y el sorgo ya se habían recogido y algunos campesinos preparaban las tierras para la siembra de invierno, ya que cada día el sol era menos intenso y la luz natural menguaba en cuestión de minutos. Las cigarras cantaban menos mientras la humedad, el calor y el aire pesado iban desapareciendo, como era habitual en esa época del año. Ling Su-chee sintió un escalofrío.
Arrancó una mazorca del tallo, peló las hojas exteriores y examinó los granos. Eran de buen tamaño y tenían un hermoso color dorado. Sin insectos ni enfermedades. Le dio un pequeño mordisco para probarlo. En dos o tres días estaría a punto para la cosecha. Contrataría a un par de chicos para que la ayudaran. Caminó entre las hileras, sintiendo el roce de los tallos en los brazos y la tierra cálida bajo los pies descalzos.
Por dentro se sentía destrozada. Ni un solo día, ni un solo minuto, dejaba de desear que su corazón, ese órgano tan delicado y a la vez tan resistente, se endureciera. Sabía que el corazón físico -las cavidades, ventrículos y arterias que había visto en un libro- no sufría por la pérdida, pero ¿de qué otra forma se podía explicar el dolor, el vértigo que sentía en el pecho cada mañana al levantarse, que la acompañaba durante el día hasta que volvía a acostarse?
El médico le había recomendado que dejara la granja y se trasladara al pueblo. Pero ella, en cambio, salió de allí con un manojo de hierbas e instrucciones para hervirlas, colarlas, hervirlas de nuevo y después beber una taza tres veces al día durante diez días.
Así lo hizo, pero aquel mejunje amargo no la curaba.
Tampoco la sugerencia de sus vecinos de trasladarse al pueblo. Tang Dan estaba en lo cierto respecto a los Tsai. Miraran donde mirasen, veían recuerdos de su hijo -el kang donde dormía, el pozo donde encontraron el cuerpo, las tierras que había cultivado con ellos desde que era casi un niño-. Al cabo de pocos días de la muerte de Tsai Bing, los padres, sin siquiera terminar la cosecha, devolvieron sus tierras al gobierno y se trasladaron al pueblo, a la residencia de los que no tenían familia. La señora Tsai le había dicho:
– No se está mal. Tenemos habitación propia. Dicen que en invierno no hay humedad y que el gobierno loca proporcional todo el carbón necesario para calentar los huesos cuando hace frío. Nos dan arroz tres veces al día, casi un banquete: desayuno, almuerzo, cena, siempre estamos con otras personas. Hay un televisor para todos. Por la noche estamos muy acompañados.
Su-chee comprendía lo que decía su amiga. La televisión y el consuelo de quienes se habían quedado sin hijos no llenaban el vacío, pero hacían ruido para taparlo.
¿Cómo iba ella a dejar sus tierras? Al contemplar la tierra roja que la rodeaba, pensó en la descomposición de la materia vegetal y animal que la fertilizaba. Pensó en las mentiras y engaños que la abonaban tanto como el agua y el sol. Pensó en cuántas de esas mentiras y engaños habían llegado a la tierra a través de ella.
Su-chee siempre había creído en la política gubernamental. Su vida, igual que la de muchos campesinos, había mejorado desde los tiempos en que sus padres y abuelos trabajaban el campo para terratenientes que los explotaba y les chupaban la sangre. Ahora, al mirar alrededor, veía que esos progresos se iban erosionando con la misma facilidad con que una tormenta de polvo barría la tierra. Decían que ahora había electricidad y televisión, pero sólo eran una ventana al mundo exterior donde veía lo que nunca había tenido ni nunca tendría.
Dicen que en China hay novecientos millones de campesinos que trabajan la tierra, una sexta parte de la población mundial, pensó Su-chee, y de alguna forma -asombrosa y grotescamente- el gobierno pretendía que ella aceptara su suerte como habían hecho sus antepasados. Miao-shan lo había visto. Lo comprendió como sólo los jóvenes saben hacerlo. Comprendió lo que los líderes chinos no comprendían cuando decían a los campesinos: “Sois la vida de China.
No vayáis a las ciudades. Quedaos en el campo”. Comprendió que los extranjeros estaban ocupados con sus propias mentiras y traiciones. Era demasiado tarde para Su-chee, pero había cientos de millones de Miao-shan que no se quedarían sentados dejando que el mundo les pasara por delante. Poco a poco se irían levantando, como habían hecho los campesinos chinos en el pasado, y harían que el mundo viniera a ellos. Lo lograrían entregando su sangre, sacrificando su respeto por el pasado, mirando al horizonte y exigiendo lo que era suyo por derecho humano y político.
Todo esto era demasiado ambicioso para Su-chee, porque su mundo siempre había estado y siempre estaría confinado en una vida insignificante. Y en esa vida se había mentido muchas veces.
Había creído en los ideales de la amistad, pero Liu Hu-lan y Tang Dan no habían sido amigos verdaderos. Sí, estaban en el mismo sitio en su maltrecho corazón, ya que ambos habían actuado fríamente, sin consideración por las consecuencias. La traición de Tang Dan era fruto de la avaricia, y las consecuencias habían sido señaladas y condenadas por la sociedad. Pero los delitos de Hu-lan se habían cometido sin pensar en las consecuencias y nunca serían castigados. Si Hu-lan no hubiera ido a la granja Tierra Roja, no se habría encontrado con Su-chee ni con Shao-yi, no le habría enseñado nada cerca de los privilegios y las injusticias, y la vida de Su-chee habría sido muy distinta.
Su-chee creía en el amor, pero su amor por Ling Shao-yi sólo había sido un cúmulo de malas circunstancias. La idealización que Su-chee había hecho de Miao-shan era la más cruel y devastadora. Su hija, a pesar de su supuesto idealismo, era mentirosa, intrigante, una mujerzuela sin moral, de una codicia voraz. Ella, como madre, había cerrado los ojos, causando así más derramamiento de sangre y sufrimiento del que nunca habría imaginado.
Toda esa tortura y el consiguiente sufrimiento estaban en el aire y a tierra que la rodeaban y ese lugar sería un recordatorio continuo.
Caminó hasta el pequeño claro donde había dejado un termo con té, un bollo para el almuerzo y algunas herramientas. Cogió la azada, se internó en el campo, clavó la hoja y con un rápido movimiento levantó la tierra para airearla.