24

David abrió la puerta de cristal del edifico de administración y entraron los cuatro. Al fondo del pasillo estaba el alma de la empresa: el lugar donde casi cien mujeres vestidas con traje chaqueta estaban sentadas en cubículos, delante de pantallas de ordenador o hablando por teléfono. David empujó a Henry al interior de un cubículo. La mujer levantó la vista sorprendida y, al ver a Henry, se puso en pie respetuosamente.

– Abra los archivos, Henry -ordenó David.

– No sé hacerlo.

– Pues dígale a ella que lo haga -dijo, señalando a la mujer.

Henry quiso hablar pero sólo le salió un gruñido.

– Señorita, haga el favor de abrir mis documentos financieros personales -dijo tras aclararse la garganta.

La joven o miró perpleja y se percató de la presencia de Lo y Hu-lan. La mujer tenía mal aspecto; el hombre, corpulento y de expresión adusta, debía de ser algún agente del gobierno. La empleada volvió a dirigirse al propietario de la empresa.

– No tengo acceso a esos documentos, señor, sólo proceso los pedidos de Estados Unidos -dijo en inglés.

– Le dije que esto no serviría de nada -dijo Henry a David.

Éste le dijo a la joven que se levantara y a Henry que se sentara delante de la pantalla.

– Escriba -ordenó.

– No sé utilizar el maldito chisme -contestó Henry furioso.

– ¿Me quiere hacer creer que un inventor, hombre de negocios y estafador, no sabe utilizar un ordenador? Vamos, abra los archivos -dijo con tono perentorio.

Henry pulsó el teclado, cerró el programa que estaba utilizando la joven, pasó el menú principal, escribió su contraseña, después el nombre, y salió una lista de archivos: biografía, historia de la empresa, acceso telefónico, viajes, correspondencia, pero nada de transacciones financieras.

– Intente con Sun Gao -dijo David.

Henry obedeció, pero fue inútil. David quería confirmación de la inocencia de Sun después de haber dudado de él y durante los diez minutos siguientes obligó a Henry a que probara con diversas contraseñas: gastos, pagos, finanzas, cuentas bancarias, Banco de China, Bando Industrial de China y Bando de Agricultura de China. Algunas indicaban operaciones legales; otras nada, aparte de un curso parpadeante o las lacónicas palabras NO ENCONTRADO. No había nada que se aproximara a los condenatorios archivos financieros en poder de David. Pero eso no indicaba que no estuvieran en el ordenador. Un experto sería capaz de recuperar datos borrados, ocultos o en clave.

David apoyó una mano en el hombro de Henry.

– Lo siento, Henry, así habría sido más fácil. -Incluso con el aire acondicionado, Henry tenía la camisa empapada de sudor nervioso-. Acabemos con esto.

– No puedo -dijo Henry sin volverse.

– Puede, y tiene que hacerlo.

Henry lo miró con expresión angustiada.

– ¿Por qué? -le preguntó.

Por la forma en que la persona reverberó en el aire, David supo que Henry estaba haciendo una pregunta más profunda que la aparente.

– Es lo que vamos a averiguar. Adelante.

Las empleadas se dieron cuenta de que algo iba mal. Habían dejado de trabajar y observaron en silencio al grupo que avanzaba por otro pasillo. El cuarteto dejó atrás el despacho de Sandy Newheart, que no estaba allí, pasó por delante de los pósters de Sam y sus amigos, con sus personajes alegres e inocentes. Por fin llegaron al salón de conferencias. La puerta estaba cerrada pero se oían voces al otro lado. Henry miró de nuevo a David, un último ruego. Peor David giró el pomo y entró en la habitación, donde Douglas Knight y Miles Stout estaban sentados a ambos extremos de la larga mesa de palo de rosa, con los contratos Knight-Tartan esparcidos. Amy Go, la secretaria del gobernador Sun, estaba apoyada contra la pared del fondo, muy atractiva con su vestido verde pálido. Doug se puso de pie.

– ¡Papá! ¡Gracias a Dios! Estaba esperando que vinieras, tengo buenas noticias. Le he comunicado a Tartan que no pienso vender, que nos quedamos con la empresa. Pueden intentar una OPA hostil, pero le he dicho a Miles que podemos ganar.

Henry se cubrió la cara con las manos.

– Papá ¿te encuentras bien? Ven, siéntate.

Doug se adelantó, pero Henry le detuvo con un ademán. Doug frunció el ceño y después se encogió de hombros, como diciendo “con este hombre nunca se sabe”.

– Se ha acabado, Doug -dijo el anciano.

– Es lo que intento decirte, papá. Ya está. La negativa a Tartan es definitiva.

No es tan fácil como parece -dijo Miles, apretando los dientes-. Knight ha ido demasiado lejos para echarse atrás.

El rostro demacrado de Doug cambió de color.

– No le hagas caso, papá. Lo tengo todo controlado. He cometido errores y espero que me perdones, pero anoche me di cuenta de que había sido un imbécil. Amy me ayudó, me hizo comprender que era nuestra empresa. Tú y el abuelo luchasteis por ella y no podemos venderla. Ahora lo entiendo.

Henry, con su cuerpo correoso que ahora parecía tan frágil, miraba a su hijo sin comprender. De repente se sentó a la mesa. Los demás siguieron su ejemplo. Henry meneó la cabeza.

– No puedo hacer esto -dijo a David.

– David, ¿qué pasa? -preguntó Miles, adoptando su pose profesional-. Teníamos un acuerdo sobre la mesa. Estaba prácticamente acordado. Seguimos adelante, y de repente todo se va al traste. ¿Por qué? Que me zurzan si lo entiendo. Pero estoy aquí porque Randall desea olvidar el follón de ayer. Supongo que has venido porque has hecho entrar en razones al señor Knight. Bueno, pues acabemos con esto y vámonos a casa.

– Te olvidas de que ya no trabajo para ti -contestó David.

– Me pasé de la raya -admitió Miles-. Tal como dijiste, no puedo despedirte sin una votación de todos los socios.

– Cuestión de semántica. Dimito. ¿Estás satisfecho?

Miles arrugó la frente mientras asimilaba las palabras.

– Te pido disculpas -dijo-. Lo pasado, pasado está, manos a la obra.

Cogió el montón de contratos y los dejó delante de Henry. El anciano acarició los papeles.

– Si firmo todo habrá acabado.


Miró a David esperando una respuesta. David valoró las palabras. ¿Podía dejar que lo ocurrido quedara impune por el bien del anciano? Un año atrás no se lo hubiera planteado. Habría tenido claro cuál era su deber. El castigo con todo el peso de la ley, sin circunstancias atenuantes ni clemencia. Pero después de volver a encontrar a Hu-lan, había cambiado. A veces un bien mayor significaba mirar hacia otro lado. ¿Cómo lo llamaba Hu-lan? ¿La política de un ojo abierto y el otro cerrado? La frase de Henry implicaba también una pregunta, y al observar los rostros de la habitación, vio los crímenes y secretos que no se solucionarían por una serie de firmas.

– No, Henry, no habrá acabado -contestó David.

– Papá -interrumpió Doug impaciente-, acabo de decirte que podemos quedarnos con la empresa. Quiero que así sea, quiero conservarla para que mis hijos…

– Cállate, Doug -ordenó su padre-. ¿David?

Ahora todos tenían puesta su atención en él. David se dio cuenta de que tenía en sus manos el poder para destruir vidas con tanta facilidad y tal vez con mayor crueldad que si empuñara una pistola. Pero ya se habían perdido demasiadas vidas. Miró alrededor. En ese lugar tan civilizado, con sus bellos cuadros en las paredes, aire acondicionado y una carísima mesa de madera noble, se habían provocado muchas formas de violencia. Él no llevaba arma, pero sabia que Lo sí, y supuso que también Hu-lan. Si ocurría algo, estaban preparados. Pensó en la conducta de Hu-lan en la granja de Tsai. El método era chino, pero había presentado los hechos como habría hecho cualquier fiscal. Y era lo que él debía hacer ahora.

– Hace tres semanas fue asesinada una muchacha no lejos de aquí -explicó-. Parecía un suicidio, pero fue un asesinato. Ahora sabemos que su muerte no tuvo nada que ver con Knight International, pero al principio parecía relacionada. Después de enterarme de la muerte de la chica, cené con un amigo, Keith Baxter, que también fue asesinado. Me sentí responsable por razones que no vienen al caso.

– ¿es necesario oír todo esto? -preguntó Miles, apartando su sillón de la mesa.

– Quédate donde estás -ordenó David. Lo cruzó la habitación, se situó de espaldas a la puerta y se desabrochó la chaqueta, de forma que todos pudieran ver su pistola-. Aquí hay demasiados abogados -continuó David con un tono sereno-, demasiadas traiciones. Creo que les interesa escucharme, principalmente a ti, Miles. Lo siguiente te concierne.

Miles no se movió. La atmósfera de la habitación se tensó.

– En el funeral de Keith escuché, pero no comprendí las palabras -siguió David-. Miles, tú eres un hombre inteligente, y nos la jugaste a todos simplemente diciendo la verdad. ¿Recuerdas tus comentarios sobre la última vez que habías visto a Keith? Era algo como: “Keith me enseñó los documentos. Había visto los problemas y los errores”. Te pavoneaste de ello delante de la familia de Keith, de sus amigos y de los socios. Y nadie entendió a qué te referías, ¿no es así?

Miles no contestó, pero al frialdad de sus ojos azules decía a todos que David estaba en lo cierto.

– Keith te mostró los fraudes financieros y no hiciste nada. Sabías la clase de negocio que esa gente se llevaba entre manos, y tampoco hiciste nada. Querías que este asunto siguiera adelante al precio que fuera. Eso suponía -dijo dirigiéndose a todos- renunciar a la ética profesional, mentir al gobierno, mentir a su cliente, mentir a sus socios. En nuestro oficio está considerado la peor infracción, pero no es nada comparado con arrebatar una vida. ¿Recuerdas cuando te dije que la hermana de Keith me consideraba culpable de su muerte? Me contestaste que cómo podía saber lo que había pasado si ni siquiera estaba allí. ¡Tú sí estabas! Mataste a Keith Baxter y me contrataste pensando que, como me sentía culpable, no vería la verdad, y acertaste.

– No maté a Keith -dijo Miles-. ¿Cómo iba a…?

– No es asunto mí probarlo -contestó David-. Pero seguro que a la policía de Los Ángeles le interesará examinar tu coche, si es que todavía lo tienes. Lo demás es circunstancial, pero recuerda que hace años me enseñaste cómo convencer con pruebas circunstanciales. No es necesario ver al conejo para saber que ha estado en la nieva, basta con ver sus huellas. Bueno, pues tú has dejado un montón de huellas, las suficientes para que te condenen, y más aún si se añade un móvil.

Miles hizo una mueca de desdén.

– No tengo ningún móvil -dijo.

– Al principio ése era el problema. No lo encontraba, como tampoco vi otras cosas evidentes. Sabes, ésa era la clave. La evidencia. ¿Qué sabía de ti? Fuiste siempre un trepador. Tranquilo pero trepador. Las partidas de golf con Miles. Los estrenos con los ejecutivos de los estudios. Las obras de caridad de Mary Elisabeth. Siempre quisiste ser actor.

Miles conocía los mismos trucos de abogado que David. Sostener la mirada. Si mira arriba trata de recordar, si mira a la izquierda miente. Miles mantuvo los ojos fijos en David, pero no podía controlar lo que le sucedía involuntariamente: se había ruborizado, por frustración, vergüenza y finalmente por rabia.

Miles se puso en pie.

– ¡No maté a Keith! -Miró alrededor, buscando a alguien que le creyera-. Lo demás…

– Lo demás, sólo podía ocurrir si te convertías en el socio secreto de…

– Joder.

Doug Knight pronunció la palabra sin alterarse, pero todo el mundo lo había subestimado durante tanto tiempo, incluso los que estaban en esa sala y sabían la verdad sobre él, que nadie le prestó atención. Nadie, salvo Miles Stout, que creyó percibir en su tono un atisbo de lástima. Miles miró al hombre que había pronunciado ese exabrupto, abrió los ojos de par en par e instintivamente levantó las manos para protegerse. Pero el escudo no era más que carne y hueso y no pudo evitar la bala disparada por Doug, que entró en el cráneo de Miles justo encima del ojo izquierdo y salió por la nuca. El cadáver de Miles chocó contra la pared y cayó al suelo.

En las décimas de segundo en que nadie se movió Doug se levantó, agarró a Hu-lan de la mano y la incorporó del sillón. Ella gritó, puso los ojos en blanco y se desplomó. Doug la miró, miró su propia mano sin acabar de entender cómo su brazo había provocado semejante efecto. David comprendió que Hu-lan quería engañar a Doug durante la confusión. Tras echar un vistazo a Lo, que se disponía a desenfundar, David fue a lanzarse sobre Doug, pero lo frenó en seco el sonido metálico de un revólver amartillado. Notó entonces un cañón debajo de la oreja izquierda y la melodiosa voz de Amy Gao:

– Retroceda despacio.

– Stark, será mejor que obedezca -le dijo Doug. Y a continuación a Lo-: Y usted tire el arma.

Ambos obedecieron.

El intento de Hu-lan por desviar la atención no había funcionado, pero seguía tendida en el suelo como una muñeca de trapo.

– ¡Arriba, inspectora! -dijo Amy Gao con desdén.

Hu-lan siguió inmóvil.

– Creo que le pasa algo.

Cinco pares de ojos miraron a Doug, que extendió la mano con la que había cogido la de Hu-lan.


Estaba manchada de sangre.

David se adelantó, pero el arma de Doug lo apuntó al pecho.

– ¡Alto!

David se detuvo mientras Doug movía a Hu-lan con el pie. Luego se agachó, le quitó el arma y la lanzó al otro extremo de la sala. Entonces hizo una indicación a David, que se apresuró a arrodillarse a su lado.

– Hu-lan -dijo con ternura.

No recibió respuesta e insistió en voz alta. Nada. La acarició y vio que tenía la piel ardiendo, reseca y pálida. La respiración era profunda y entrecortada. Examinó el cuerpo y no vio ninguna herida, aparte de la mano vendada. La levantó y cayó exánime sobre la suya. El vendaje estaba empapado. Le quitó la gasa sucia. Tenía la herida abierta y llena de pus y sangre. La piel hinchada alrededor estaba amoratada con estrías oscuras que salían del centro como una extraña criatura marina. Con cuidado le subió la manga hasta el codo. Las estrías formaban vetas color carmesí a lo largo del brazo. Palpó la axila. Los ganglios estaban inflamados y duros. Era una infección. Había que sacar a Hu-lan de allí como fuera.

Doug Knight y Amy Gao, con las armas apuntadas hacia él, no estaban preparados para la rapidez y la brutalidad con que David actuó. Se lanzó contra los genitales de Doug, que salió despedido a la otra punta de la habitación, y el inspector Lo le propinó una patada de karate en la espalda. Henry dio un codazo en plena cara a Amy. David oyó un disparo a sus espaldas, pero no se paró a averiguar si era la pistola de Amy o la de Doug, porque había cogido a Hu-lan en brazos y echado a correr por el pasillo, pasando por delante de los despachos donde los empleados intentaban averiguar qué pasaba.

Salió al patio y el coche de Lo estaba al pie de la escalera. Por supuesto, sin las llaves. David intentó abrir el Mercedes y el Lexus: los dos estaban cerrados.

– ¡David! ¡Dése prisa! ¡Venga conmigo! -era Henry, bajando de tres en tres los escalones del edificio de administración.

David se acomodó el cuerpo inerte de Hu-lan en los brazos y corrió detrás del anciano. Atravesaron el patio, dejaron atrás la cafetería y los dormitorios. Sonaron otros disparos.

Entraron en la planta de montaje. Jimmy, el vigilante australiano, no estaba en su puesto, por lo que Henry palpó debajo del escritorio y pulsó el botón que abría la puerta.

– ¡Sujete la puerta! -gritó.

David se debatía por abrirla; Hu-lan gemía y se removía en sus brazos. Tan pronto Henry vio la puerta entreabierta, arrancó los cables del mecanismo de apertura que había debajo del escritorio y luego corrió a reunirse con David. Entraron y la puerta se cerró a sus espaldas.

David se recostó contra la pared, jadeando y anegado en sudor. Henry se inclinó apoyando las manos en las rodillas e intentando recuperar el aliento. Al mirar al anciano, David se sorprendió de un extraño detalle: se le veían las venas del cuello palpitando.

– ¿Y Lo? -preguntó David jadeando.

Henry meneó la cabeza.

– Creo que está herido. No sé.

– No podemos quedarnos aquí.

– Hay un teléfono -dijo Henry recuperando el resuello-. En el despacho de Aarón Rodgers.

En el edificio insonorizado el pasillo estaba silenciosos. Aunque no se oía ninguna actividad en la fábrica, notaron la reverberación de la maquinaria pesada. Oyeron un ruido al otro lado de la puerta.

– Vamos -dijo David mientras avanzaba por el pasillo.

Al girar en el primer recodo, se detuvo en seco. Henry se asomó y vio sangre y restos de masa cerebral adheridos en las paredes. Sandy Newheart estaba muerto, con al menos una bala en la cabeza y varias en el cuerpo. No tenían más alternativa que cruzar el escenario del crimen, destruyendo pruebas a su paso. David resbaló en la sangre y dio contra la pared. Era la sangre de alguien a quien conocía, un joven con el que había hablado el día anterior sobre su regreso a casa.

Dejaron atrás el cadáver y volvieron a apretar el paso, de pasillo en pasillo.

– ¿Sabe adónde vamos? -preguntó David.

Henry no respondió, tan perdido en el laberinto como él. A sus espaldas oyeron más disparos y la puerta que se astillaba. Henry intentaba encontrar una puerta que no estuviera cerrada con llave. El ruido de pasos sobre el linóleo del pasillo sonaba cada vez más cerca.

Henry consiguió abrir una puerta. El sonido de pasos quedó enmudecido por el estrépito de las máquinas de la planta de montaje. Henry entró y David lo siguió con Hu-lan en brazos.

Se escondieron detrás de una enorme máquina, sin que ninguna de las obreras se diera cuenta. David dejó a Hu-lan en el suelo y ella abrió los ojos.

– ¿Dónde estamos? -susurró.

– En la planta de montaje. Hu-lan volvió a cerrar los ojos, molesta por el ruido. Al cabo de un instante se incorporó hasta quedar sentada. Su rostro tenía el color del jade.

– Hu-lan, estás mal. Creo que tienes una infección en la sangre. Debemos ir al hospital.

– Ayúdame a levantarme. -David vaciló y ella le urgió-: ¡Levántame! No tenemos mucho tiempo, ¿verdad?

David lo hizo. Al ponerse de pie, se tambaleó, se apoyó en una esquina de la máquina y buscó su arma, en vano. Los dos hombres la miraron con ceño. Lo no estaba allí y Hu-lan supuso lo peor.

Ahora era un asunto policial, pero ella no estaba en condiciones de hacer gran cosa. Parecía mentira que sólo una hora antes se hubiera mantenido tan firme en casa de los Tsai. Había sólo una forma de salir de allí: el pasillo, pero supuso que por allí habían entrado en el edificio. David y Henry no hubieran entrado, de haber tenido otra alternativa, lo que significaba que los perseguían.

– Disculpen, pero está prohibido estar aquí -dijo una mujer en mandarín. Se dieron vuelta y vieron a la señora Leung, la secretaria del Partido.

– Aquí n o se permiten extranjeros ni visitantes… ¡Ni hombres!

– Señora Leung, soy yo, Liu Hu-lan. Y Henry Knight.

La mujer daba la impresión de no entender nada. No conocía a esa mujer que parecía enferma, pero que iba vestida con un buen traje de seda. ¿Y el anciano? Sí, parecía Knight, pero nunca había estado allí en horas laborables.

– Tenemos problemas. Tiene que ayudarnos -dijo Hu-lan.

– ¡Nada de visitantes!

Sonó un disparo. Incluso con el ruido de las máquinas, el ruido era inconfundible. La señora Leung se volvió y vio a Doug empuñando el arma, con Amy Gao a su lado. El hombre apuntó contra el corrillo, pero antes de que pudiera disparar el blanco había desaparecido. Disparó igualmente. Las obreras gritaron y algunas se echaron al suelo, mientras otras se disponían a huir, pero Doug y Amy bloqueaban la puerta.

Hu-lan se asomó y vio a David y Henry a pocos metros, detrás del motor de la cadena de montaje principal. Tenían la cabeza bajo la tobera y el ventilador removía el flequillo de David. Estudió la situación y, por o que vio, nadie estaba herido. No había ningún movimiento, aparte de la señora Leung, que avanzaba a gatas debajo de una máquina junto a una pared. Doug hablaba con Amy y señalaba una pared cerca de donde estaba la señora Leung. Amy avanzó decidida, sin miedo. ¿Por qué iba a estar asustada? Llevaba un arma y tenía ayuda. Leung se pegó al suelo cuando Amy pasó por delante de la máquina donde se escondía. Llegó a la pared y bajó varias palancas. Una tras otras las máquinas se pararon y el recinto quedó en silencio.

– ¡Papá, sal, no corres ningún peligro! -gritó Doug desde el otro lado de la gran nave.

– ¿Qué pasa? -gritó una chica en mandarín.

Doug apuntó el arma hacia el lugar de donde procedía la voz. Y de nuevo silencio. Hu-lan se movió poco a poco bordeando la máquina y vio a Sing. y Cacahuete agazapadas.

Doug agarró a una niña de unos doce años y le apuntó a la sien.

– Papá, sal a hablar conmigo o la mato.

Henry iba a incorporarse, pero David le puso una mano en el pecho para que se mantuviera agachado. El anciano se liberó y salió de detrás de la cinta transportadora. Doug lanzó a la niña a un lado.

– ¿Lo sabías, papá? ¿Por eso querías vender?

– No, no lo supe hasta que vi todos los documentos. Y durante esta última hora he intentado comprenderlo, pero soy incapaz.

– ¿Por qué querías vender entonces?

Henry cerró los ojos apesadumbrado y cuando los abrió de nuevo miró a su hijo con dureza.

– ¿Vas a dejar salir a esta gente?

– Por qué querías vender? -repitió Doug.

– Creí que conseguirías mejor precio mientras yo viviera, y juntos podríamos hacer frente al tema del os impuestos.

Era lo que Pearl Jenner había escrito en su artículo sobre la venta, y la razón que se había esgrimido en Wall Street, pero Doug no lo creía.

– No querías que la empresa fuera mía -afirmó.

– Si eso quieres creer…

– ¡Admítelo! -Doug lo apuntó con el arma.

– Lo haré si dejas salir a estas personas -dijo Henry, levantando las manos.

Hu-lan lo tomó como una indicación y, reuniendo las pocas fuerzas que conservaba, se arrastró sin ser vista. Esto suponía utilizar la mano, lo cual era un tormento, y a cada metro que avanzaba pensaba que volvería a desmayarse.

– Papá, sabes que no puedo hacerlo. Las cosas han ido demasiado lejos.

Hu-lan se quedó helada. No sabía si por lo que acababa de oír o por el dolor y el sudor frío. Llegó hasta el grupito de mujeres, susurró algunas instrucciones y siguió adelante. David también había empezado a moverse sin hacer ruido, hasta situarse detrás de Amy, que con la pistola apuntaba a la espalda de Henry.

– Dime por qué, hijo. ¿No es lo que tendrías que hacer? Decirnos por qué.

Doug se limitó a pasear la mirada por la planta como buscando algo.

– ¡Doug, te estoy hablando! -gritó Henry.

Doug volvió a mirar a su padre.

– ¿Qué dices?

– Quiero saber el motivo.

– Hay muchos motivos y… -sonrió- muy poco tiempo.

– Me gustaría una explicación. Por favor.

En el otro lado de la planta, la señora Leung no había dejado de moverse, parando de vez en cuando para murmurar algo a las obreras. ¿Habría tenido la misma idea que Hu-lan? ¿O lo único que quería era llegar a la puerta? En ese caso si Doug o Amy la veían, estaría muerta en cuestión de segundos.

– De acuerdo -dijo Doug suspirando-, pero si lo que quieres es ganar tiempo no te servirá de nada. Como dice todo el mundo, este lugar está en el quinto coño. Pasará lo que tenga que pasar. Nadie podrá evitarlo.

Henry asintió con brusquedad.

– Nunca me ha interesado la empresa, padre. Ya lo sabías. Tú y todo el mundo. Pensabas que no tenía capacidad. Todos pensaban que no tenía capacidad. Durante toda mi vida, en todas las ferias de juguetes siempre me han dicho: “Tu padre es un ejemplo difícil de seguir” o “Tendrás que esforzarte mucho para ocupar el lugar de tu padre”. Después caíste enfermo y me enviaste aquí para construir la fábrica. Conocí al gobernador Sun y, por supuesto, a su ayudante Amy.


“Fue la primera que me habló de los beneficios que podían obtenerse sin desembolsar capital.

– Escatimando en los salarios -dijo Henry.

– Ya sé que no parece gran cosa, pero trescientos mil al año libres de impuestos no están nada mal.

– Eso es calderilla.

– No lo es cuando empiezas a añadir otras fábricas. Cuando me di cuenta, vi que podíamos expandirnos fácilmente, igual que Mattel y Boeing.

– Son empresas legales.

– Da igual como lo consigas, lo que importa son los beneficios. Haz números, papá. Cuatro nuevas fábricas, trescientos mil limpios en cada una, menos…

– Pero tampoco te bastaron.

Hu-lan llegó al que había sido su puesto de trabajo. Se llevó un dedo a los labios pidiendo silencio a Siang y Cacahuete, que se quedaron perplejas al reconocerla. Les susurró algo al oído antes de desvanecerse de nuevo. Al otro lado de la planta, David vio que Hu-lan se desplomaba y a las dos muchachas chinas que intentaban reanimarla.

– ¡Exacto! -dijo Doug-. El dilema se produjo con Sam y sus amigos. Estabas en casa, se suponía que descansando, y se te ocurre la gran idea. Eso es lo que te convierte en un genio. Por eso eres una celebridad en el mundo del juguete. Pero no supiste ver el potencial.

– Lo vi, por eso quería vender ahora. Mientras estuviera vivo conseguiríamos el mejor precio.

– No, no viste lo mismo que yo. Los muñecos no son nada. El dinero está en la tecnología. Si hubieras hablado con Miles y Randall te habrías enterado de lo que querían.

– ¿Miles era tu socio?

Doug se encogió de hombros.

– Era sólo un abogado, padre, concédeme algún mérito.

– Pero sabía lo que estabas haciendo.

– Claro, pero quería conseguir un mayor precio. Cerrar el trato, dejar su empresa y entrar en Tartan. Se hablaba de fábricas, pero no prestaste atención -Doug meneó la cabeza-, y por eso estamos aquí ahora. Lo único que tenías que hacer era darte cuenta de los problemas, es decir, que nuestra empresa pagaba sobornos a Sun Gao, y lo hubieras vetado todo. Porque harías cualquier cosa para proteger a ese tipo. ¿No es así? -Como Henry no respondía, Doug gritó-: ¿No es cierto?

– Sí.

– Pero no te echaste atrás en el trato porque algo saliera como no estaba previsto. Le di la información a esa putilla, y ¿qué hizo? Joderlo todo. Mi intención era que entregara la información a la chismosa que había estado husmeando, pero en vez de eso se va de la lengua y divide la información. Keith le muestra una variante a Miles, que lo oculta por propio interés. Keith murió porque no tuvo agallas para denunciar lo que sabía. La chica también le envió algunos documentos a Sun, que hizo todo lo posible para cubrirse las espaldas. Pero yo aún contaba con Guy In. Al menos él hizo lo que esperaba.

– ¿Pero con qué fin? Todavía no lo entiendo.

– Cualquier detalle del plan (el soborno, los problemas en al planta) debería haber bastado para alertarte. Sabía que iniciarías una investigación, y cuando lo hicieras cancelarías el trato con Tartan, ya que la idea de que siguiera trabajando de esa forma te repugnaba.

– Lo que me repugna es lo que has hecho. Habrías podido evitarlo sólo con decirme lo que querías. ¿No se te ocurrió que anularía la venta si tú me lo pedías? ¿Y por qué te comprometiste a vender tus acciones a Tartan y después diste marcha atrás?

– No lo captas, papá. Piensa en el caballo, en el ajedrez, en el próximo movimiento. Por fin, más tarde lo que esperaba, hiciste exactamente lo que quería. Supiste lo que de la OPA hostil y ordenaste a tus agentes de bolsa que empezaran a comprar acciones. Aumentarse el valor global.

– Lo que significaba más beneficios para ti -dijo Henry, señalando la fábrica alrededor-, esto no puede ser el jaque mate que esperabas.

Una débil sonrisa asomó en los labios de Doug.

– Me arreglaré.

– Vamos, Doug, terminemos de una vez -dijo Amy.

Doug asintió e hizo un ademán a Amy para que pusiera manos a la obra. La mujer se guardó el revólver en la cinturilla de la falda, empezó a sacar puñados de fibra de los sacos de arpillera y a desparramarla por el suelo. Los centenares de mujeres de la planta comprendieron sus intenciones de inmediato. Esos extranjeros iban a provocar un incendio.

– ¿Qué pretendes con esto? Será tu ruina -dijo Henry.

– Tapará el desastre -contestó Doug-. Supuse que podríamos negociar con un abogado, pero no contaba con la policía.

“cuando apareció la inspectora tuvimos que cambiar de estrategia. Pero no te preocupes, pensamos renacer de las cenizas.

David volvió a dirigir su atención a Hu-lan. No se había movido, pero las dos chicas sí. Una de ellas avanzaba de máquina en máquina, mientras la otra andaba a gatas con mayor precaución. Ambas iban pasando alguna contraseña. Amy Gao, que parecía una aparición fantasmal entre nubes de pelusa, no se daba cuenta de sus movimientos, mientras los dos hombres en el centro de la sala seguían ajemos a la atmósfera cargada de tensión.

– Lo único que tenías que hacer era retirarte el negocio -dijo Doug-. ¡Pero mira lo que ha costado! Me parece que no eres tan inteligente como dicen.

– ¿Y quieres que crea que lo hiciste por la tecnología? -preguntó Henry con sarcasmo.

Doug le dedicó una mirada desdeñosa y dijo:

– Papá -pronunció la palabra con la petulancia de un adolescente rebelde-, era la base, el potencial de este país. ¡Mira alrededor! ¡Podíamos tener todo esto por nada! Pues sí, padre, fue por la maldita tecnología. Diste en el clavo. Es mucho más que Sam y sus amigos. Las otras empresas de juguetes la querían. Los estudios de cine habrían llamado a la puerta. Piensa en lo que supondría para la Warner y las películas de Batman, o para la Paramount y la franquicia de Star Trek, o para Lucas y el imperio de La guerra de las galaxias. Todo lo viejo podría volver a ser nuevo, y todo lo que es nuevo podría…, Bueno, no es la primera vez que se habla de juguetes interactivos, pero tú los hiciste. Setecientos millones eran migajas. Incluso si calculamos cien millones al día, y en bolsa nuestras acciones cotizarán treinta a uno, que no deja de ser una cifra modesta en estos tiempos, tendríamos una empresa valorada en tres mil millones que continuaría subiendo.

Henry se mantenía impertérrito.

– Nuestra familia se ha dedicado a los juguetes -dijo al fin, decepcionado-. ¿Alguna vez se te ha ocurrido pensar lo que eso significa?

Doug apartó al vista de su padre y observó a algunas mujeres encogidas de miedo. Verlas le hizo recordar lo que ocurriría a continuación.

– Lamento que lo veas de esa forma, padre. Amy, creo que ya es suficiente. Salgamos de aquí.

Amy se reunió con él taconeando con energía y dejando tras de sí un rastro de pelusa e hilachas. Doug sacó un mechero del bolsillo, sopesándolo con la mano izquierda.

– Sólo hay una cosa que necesito saber -dijo-. ¿Pensabas que podía hacerme cargo de la empresa? ¿Alguna vez se te pasó por la cabeza?

David se agachó, preparado para saltar. observaba atentamente a Henry, Esperando una señal y vio, al igual que Doug, la mirada del anciano.

– No, Doug. Nunca -admitió con tristeza. Darse cuenta de la poca confianza que tenía en su hijo era incluso más doloroso que el hecho de que fuera un asesino.

Doug, con el revólver en la mano derecha, abrió el mechero. En ese instante cientos de mujeres se levantaron en masa. De inmediato se les unieron las que no habían recibido la contraseña. David no tuvo la menor oportunidad de atacar. En aquel momento se oyó un chillido en mandarín, algo que chasqueaba, y las máquinas que volvían a funcionar.

Doug avanzó unos pasos empuñando el revólver. Amy cogió el suyo. Las mujeres se abalanzaron sobre ellos y derribaron a Amy. Doug luchó, disparó dos tiros, se liberó de las manos que lo apresaban, perdió el equilibrio y fue a parar contra una de las máquinas. Del corro de mujeres surgió un chorro de sangre. El aullido de Doug fue espeluznante y breve.

Al cabo de unos momentos volvieron a parar las máquinas y un extraño silencio inundó la planta. David se abrió paso entre las mujeres uniformadas de rosa. Doug había sido atrapado por las pinzas de la máquina de triturar fibra. Su cuerpo era un amasijo sanguinolento. Henry estaba de pie a su lado, con una mano sobre el tobillo inanimado de su hijo.

David oyó a la señora Leung por el altavoz. Dando instrucciones. Las mujeres obedecieron y empezaron a encaminarse de forma ordenada hacia la puerta. David corrió hacia el cuerpo desplomado de Hu-lan. Un par de adolescentes estaban arrodilladas a su lado. Le buscó el pulso y no lo encontró, auscultó el pecho y no oyó nada.

Alguien gritó. Después otro grito, y otro, como si a la tranquilidad sobrenatural la sustituyera el pánico. Una de las muchachas que sujetaba la mano de Hu-lan miró a David aterrorizada. Dijo algo que él no entendió. Se lo repitió una y otra vez. Finalmente descifró lo que decía: ¡fuego!


Cogió a Hu-lan en brazos y se levantó. Entonces vio las llamas que asomaban por encima de la fibra apilada. Riadas de mujeres se amontonaban y empujaban para salir mientras las llamas se extendían con rapidez. David con Hu-lan y las dos adolescentes pegadas a su lado, se unió a las demás en un intento desesperado por escapar. El humo acre llenaba el aire y el pánico aumentaba. Moriría mucha gente si alguien no hacía algo. David depositó los pies de Hu-lan en el suelo e indicó a las dos muchachas que la sujetaran por las axilas y la sacaran del edificio. Miró de nuevo el rostro macilento de Hu-lan, se dio la vuelta y desapareció en la humareda.

Загрузка...