1 El hombre del piano

Cuando por fin el tren entró chirriando en la estación de metro de Franklin Street, Brooke tenía tanta ansiedad que estaba a punto de vomitar. Consultó el reloj por décima vez en otros tantos minutos e intentó convencerse de que no era el fin del mundo; Nola, su mejor amiga, iba a perdonarla, ¡tenía que hacerlo!, aunque su retraso fuera inexcusable. Se abrió paso hacia la salida entre la muchedumbre de viajeros de hora punta, conteniendo instintivamente la respiración entre tantos cuerpos ajenos, y se dejó empujar en dirección a la escalera. Moviéndose ya en modo automático, Brooke y sus compañeros de viaje sacaron a la vez los móviles de sus respectivos bolsos y chaquetas, se colocaron silenciosamente en línea recta y, como zombis, empezaron a subir en militar coreografía por el lado derecho de la escalera de hormigón, mientras miraban fijamente la pantalla diminuta sobre la palma de la mano.

– ¡Mierda! -oyó que exclamaba una señora con sobrepeso, más adelante en la fila, y en seguida supo por qué. La lluvia la golpeó con fuerza y sin previo aviso, nada más coronar la escalera. Lo que apenas veinte minutos antes había sido una tarde de marzo un poco fría pero decente, se había convertido en un infierno helado y borrascoso, con un viento que imprimía a la lluvia la fuerza de un látigo y volvía de todo punto imposible el propósito de no mojarse.

– ¡Maldición! -añadió ella a la cacofonía de exabruptos que lanzaban los transeúntes a su alrededor, mientras se esforzaban por sacar los paraguas de los maletines o cubrirse la cabeza con periódicos. Como después del trabajo había pasado por su casa para cambiarse, Brooke no tenía nada más que un bolsito de mano plateado (monísimo, eso sí) para protegerse del diluvio. «¡Adiós peinado! -pensó, mientras echaba a correr para cubrir las tres manzanas que la separaban del restaurante-. ¡Cuánto te voy a echar de menos, maquillaje! ¡Ha sido un placer haberos conocido, preciosas botas nuevas de ante que os comisteis la mitad de mi salario semanal!»

Estaba completamente empapada cuando llegó a Sotto, el pequeño restaurante de barrio sin mayores pretensiones donde Nola y ella se encontraban dos o tres veces al mes. La pasta no era la mejor de la ciudad (probablemente ni siquiera era la mejor de la manzana) y el local no tenía nada de particular, pero Sotto tenía otros atractivos bastante más importantes: jarras de vino a un precio razonable, un tiramisú sublime y un jefe de sala italiano de buena planta, que sólo porque Brooke y Nola eran antiguas clientas les reservaba siempre la mesa más íntima del fondo.

– Hola, Luca -saludó Brooke al dueño del restaurante, mientras se sacudía de los hombros la levita de lana, intentando no salpicar agua por todas partes-. ¿Ha llegado ya?

Luca tapó de inmediato el auricular del teléfono con la mano y señaló con un lápiz por encima del hombro.

– Como siempre. ¿Qué ocasión celebras con un vestido tan sexy, cara mia? ¿Quieres secarte antes?

Brooke se alisó con las dos manos el ajustado vestido negro de punto, de manga corta, y rezó para que Luca no se equivocara y el vestido fuera realmente sexy y le sentara bien. Había acabado por considerarlo el «uniforme de las actuaciones», porque combinado con zapatos de tacón, sandalias o botas, según el tiempo que hiciera, se lo ponía prácticamente para todas las actuaciones de Julian.

– Ya llego demasiado tarde. ¿Está enfadada y quejumbrosa? -preguntó, mientras se apretaba el pelo a puñados, para salvarlo del encrespamiento inminente.

– Va por la mitad de una jarra y todavía no ha soltado el móvil. Lo mejor es que vayas directamente.

Después de intercambiar un triple beso en las mejillas (ella se había resistido al principio a los tres besos, pero Luca había insistido), Brooke inspiró profundamente y se encaminó hacia su mesa. Nola estaba bien instalada en el asiento alargado, con la chaqueta del traje sastre abandonada sobre el respaldo. El jersey sin mangas, de cachemira azul marino, hacía resaltar la firmeza de sus brazos y contrastaba agradablemente con el precioso tono bronceado de su piel. La melena larga hasta los hombros, con un corte escalado, era a la vez elegante y sexy; los reflejos rubios resplandecían a la luz tenue del restaurante, y el maquillaje tenía el aspecto fresco del rocío. Nadie diría, mirándola, que Nola acababa de pasar doce horas en una mesa de transacciones de valores, con unos auriculares puestos y gritando a un micrófono.

Brooke y Nola no se habían conocido hasta el segundo semestre de su último curso en Cornell, aunque Brooke (lo mismo que el resto del alumnado) se había fijado más de una vez en Nola y sentía por ella terror y fascinación a partes iguales. A diferencia de las otras estudiantes con sus capuchas y botas UGG, Nola, delgada como una modelo, prefería las botas de tacón y los blazers, y nunca jamás se recogía el pelo en una coleta. Había estudiado en colegios privados de Nueva York, Londres, Hong Kong y Dubai, ciudades donde había trabajado su padre, especialista en banca de inversiones, y en todas ellas había disfrutado de la obligada libertad de ser la hija única de unos padres extremadamente ocupados.

Nadie sabía muy bien por qué había acabado en Cornell, en lugar de Cambridge, Georgetown o la Sorbona, pero no había que ser muy perspicaz para darse cuenta de que el ambiente de la universidad no le parecía nada del otro jueves. Mientras las otras chicas se apuntaban a las fraternidades, se reunían para comer en el Ivy Room o se emborrachaban en los diversos bares de Collegetown, Nola se mantenía aparte. Se sabían algunas cosas de su vida (su conocido affaire con el profesor de arqueología o las frecuentes apariciones en el campus de hombres guapos y misteriosos que en seguida desaparecían); pero, por lo demás, Nola asistía a las clases, sacaba solamente dieces y se volvía corriendo a Manhattan en cuanto podía, los viernes por la tarde. Cuando emparejaron a las dos chicas para que cada una comentara los relatos de la otra en un curso optativo de escritura creativa, Brooke se sintió tan intimidada que apenas podía hablar. Nola, como siempre, no pareció particularmente complacida ni molesta; pero cuando una semana después le devolvió a Brooke su primer escrito (un relato breve sobre una chica que se esforzaba por adaptarse a su misión con los Cuerpos de Paz en el Congo), había añadido al texto un montón de comentarios reflexivos y de sugerencias inteligentes. En la última página, después de largas y graves disquisiciones, había garabateado: «¿Has considerado una escena de cama en el Congo?» Al leerlo, Brooke se rió tanto y tan fuerte, que tuvo que salir del aula para calmarse.

Después de clase, Nola la invitó a una cafetería diminuta en el sótano de uno de los edificios de la universidad, que nunca frecuentaban las amigas de Brooke; dos semanas más tarde, ya iban juntas a Nueva York los fines de semana. Incluso después de todos esos años, Nola seguía siendo fabulosa hasta lo indecible, pero a Brooke la ayudaba saber que su amiga lagrimeaba cada vez que veía en las noticias a soldados que volvían de la guerra, o que su obsesión era poseer algún día una mansión en una zona residencial con una valla inmaculadamente blanca, aunque con la boca pequeña dijera que despreciaba ese tipo de vida, o que sentía un miedo patológico por los chuchos pequeños y ladradores (con la sola excepción de Walter, el perrito de Brooke).

– Perfecto, perfecto. No, no; en la barra estará bien -dijo Nola por teléfono, poniendo los ojos en blanco al ver a Brooke-. No, no creo que sea preciso hacer reservas para cenar. Improvisemos. Sí, me parece bien. Allí nos vemos, entonces.

Cerró el teléfono e inmediatamente cogió la jarra y se sirvió otra copa de vino tinto, antes de recordar la presencia de Brooke y servirle también a ella.

– ¿Me odias? -preguntó Brooke, mientras dejaba el abrigo sobre la silla más cercana y abandonaba el bolso empapado debajo de la mesa.

Bebió un largo y profundo sorbo de vino, saboreando la sensación del alcohol que se le deslizaba por la lengua.

– ¿Por qué? ¿Sólo porque llevo media hora sentada sola?

– Ya lo sé, ya lo sé. No sabes cuánto lo siento. Ha sido un día infernal en el trabajo. Dos de las nutricionistas a tiempo completo han llamado para decir que no se encontraban bien (lo que me parece un poco sospechoso, qué quieres que te diga) y las demás hemos tenido que cubrir sus turnos. Claro que si alguna vez quedáramos más cerca de mi casa, quizá no me retrasaría…

Nola levantó la mano.

– De acuerdo, tomo nota. No creas que no te agradezco que vengas hasta aquí. Cenar en Midtown West no apetece mucho.

– ¿Con quién estabas hablando? ¿Con Daniel?

– ¿Daniel? -Nola pareció desconcertada. Levantó la vista al techo, con cara de hacer un gran esfuerzo para pensar-. Daniel, Daniel… ¡Ah! No, eso ya está superado. Lo llevé a una cosa de trabajo al principio de la semana pasada y actuó de manera muy rara. Superextraña. No, ahora estaba quedando para mañana con un tipo de Match, com. ¡El segundo de esta semana! ¿Cómo he podido llegar a estos niveles de patetismo? -suspiró.

– Por favor, si tú no eres…

– No, de verdad. Es patético que con casi treinta años siga pensando en mi novio del instituto como mi única relación «auténtica». También es patético estar registrada en varias webs de búsqueda de pareja y quedar con hombres de todas ellas. Pero lo más patético de todo, lo que ya roza lo imperdonable, es que no me importe contárselo a cualquiera que desee oírme.

Brooke bebió otro sorbo.

– Yo no soy «cualquiera que desee oírte».

– Ya me entiendes lo que quiero decir -replicó Nola-. Si tú fueras la única en conocer mi humillación, podría soportarlo. Pero es como si me hubiera vuelto tan coriácea que…

– Bonita palabra.

– Gracias. Es la palabra del día de mi calendario y la he visto esta mañana. Como te decía, me he vuelto tan coriácea ante la indignidad que ya no pongo ningún filtro. Ayer, sin ir más lejos, pasé nada menos que quince minutos intentando explicar a uno de los vicepresidentes más importantes de Goldman la diferencia entre los hombres de Match.com y los de Nerve. Es imperdonable.

– ¿Y qué me cuentas del tipo de mañana? -preguntó Brooke, para cambiar de tema.

Era imposible no perderse con la situación sentimental de Nola de una semana para otra, no sólo porque costaba recordar con quién salía (lo que ya era todo un logro), sino porque tampoco estaba claro si de verdad ansiaba desesperadamente tener un novio formal y sentar cabeza, o si en realidad detestaba el compromiso y prefería seguir soltera y fabulosa, acostándose con unos y con otros. Cambiaba constantemente de idea, sin previo aviso, y a Brooke le resultaba muy difícil recordar si el último ligue de la semana era «increíble» o «un desastre absoluto».

Nola bajó las pestañas y frunció la boquita de labios brillantes en su mohín marca de la casa, el mismo que le servía para expresar «soy frágil», «soy dulce» y «quiero que me hagas tuya», todo a la vez. Era evidente que pensaba dar una respuesta larga a su pregunta.

– Eso guárdalo para los hombres, corazón. Conmigo no funciona -mintió Brooke.

Nola no era una belleza en el sentido tradicional de la palabra, pero eso importaba poco. Se arreglaba tan bien y desprendía tanta confianza que fascinaba por igual a hombres y a mujeres.

– Éste parece prometedor -dijo, con gesto pensativo-. Supongo que sólo es cuestión de tiempo que revele algún defecto colosal; pero hasta entonces, creo que es perfecto.

– ¿Y cómo es? -insistió Brooke.

– Hum, veamos. Formó parte del equipo de esquí alpino de la universidad (por eso lo elegí en la web) y hasta trabajó de monitor dos temporadas, primero en Park City y después en Zermatt.

– Hasta ahí, perfecto.

Nola asintió.

– Así es. Mide cerca de metro ochenta, está en forma (o al menos eso dice), tiene el pelo rubio ceniza y los ojos verdes. Se ha instalado en la ciudad hace un par de meses y no conoce a mucha gente.

– Ya le pondrás remedio tú a eso.

– Sí, supongo… -Hizo su mohín-. Pero…

– ¿Cuál es el problema?

Brooke volvió a llenar las copas de ambas y le hizo un gesto afirmativo al camarero cuando éste le preguntó si iban a tomar lo de siempre.

– Bueno, el trabajo… Como profesión, ha puesto «artista».

Pronunció la palabra como si estuviera diciendo «pornógrafo».

– ¿Y qué pasa con eso?

– ¿Lo dices en serio? ¿Qué demonios quiere decir «artista»?

– Hum, supongo que puede querer decir muchas cosas: pintor, escultor, músico, actor, escri…

Nola se llevó la mano a la frente.

– ¡Por favor! Sólo puede querer decir una cosa y las dos lo sabemos: ¡parado!

– Todo el mundo está sin empleo últimamente. ¡Si hasta queda bien estar en el paro!

– ¡Oh, vamos! Puedo tolerar que alguien esté sin trabajo por culpa de la recesión. Pero ¿por ser artista? Eso sí que es difícil de asimilar.

– ¡Nola! Es ridículo lo que dices. Hay muchísima gente, cantidad de gente, miles de personas, probablemente millones que viven del arte. Piensa en Julian, por ejemplo. Julian es músico. ¿Tendría que haberme negado a salir con él?

Nola abrió la boca para decir algo, pero cambió de idea. Se hizo un silencio incómodo.

– ¿Qué ibas a decir? -preguntó Brooke.

– Nada, nada. Tienes razón.

– No, de verdad. Estabas a punto de decir algo. Dilo.

Nola se puso a girar el pie de la copa entre los dedos, con cara de querer estar en cualquier parte menos allí.

– No digo que Julian no tenga verdadero talento, pero…

– Pero ¿qué?

Brooke se inclinó sobre la mesa y se le acercó tanto que Nola no pudo rehuir su mirada.

– No sé si yo diría que es músico. Cuando lo conociste, trabajaba de asistente de alguien, y ahora tú lo mantienes.

– Cuando lo conocí, estaba haciendo prácticas -replicó Brooke, sin tratar de disimular su irritación-. Hacía prácticas en Sony para conocer por dentro la industria discográfica y saber cómo funciona. ¿Y sabes qué? Gracias a las relaciones que hizo durante esas prácticas, le han prestado atención. Si no hubiese estado allí todos los días, intentando hacerse imprescindible, ¿crees que el jefe de nuevos talentos le habría dedicado dos horas de su tiempo para verlo actuar?

– Ya lo sé. Es sólo que…

– ¿Cómo puedes decir que no hace nada? ¿De verdad lo piensas? No sé si te das cuenta de que ha pasado los últimos ocho meses encerrado en un estudio de grabación del Midtown, produciendo un álbum. Y no es sólo un proyecto para impresionar a los amigos, no, nada de eso. Sony le ha hecho un contrato como artista (ahí tienes otra vez esa palabra) y le ha pagado un adelanto. Si eso no es un empleo para ti, no sé qué decirte.

Nola levantó las manos, aceptando la derrota, y bajó la cabeza.

– Sí, claro. Tienes razón.

– No pareces convencida.

Brooke empezó a mordisquearse la uña del pulgar. El alivio que le había proporcionado el vino se había esfumado por completo.

Nola se puso a empujar la ensalada por el plato con el tenedor.

– No sé. ¿Acaso no ofrecen una tonelada de contratos de grabación a cualquiera que demuestre un mínimo de talento, porque calculan que un solo gran éxito es suficiente para compensar un montón de pequeños fiascos?

A Brooke le sorprendió el conocimiento que tenía su amiga del sector de la música. Julian siempre le explicaba la misma teoría cuando le restaba importancia a su contrato con el sello discográfico y, según sus propias palabras, trataba de «mantener bajo control las expectativas» respecto a lo que el contrato pudiera significar realmente. Aun así, viniendo de Nola, sonaba peor.

– ¿Un «mínimo de talento»? -Brooke sólo consiguió susurrar las palabras-. ¿Es ésa la opinión que tienes de él?

– ¡Claro que no! No te lo tomes tan a la tremenda. Pero como amiga tuya que soy, no me hace gracia ver que te matas trabajando desde hace años para mantenerlo, sobre todo cuando hay tan pocas probabilidades de que saquéis algo en limpio de todo esto.

– Agradezco que te intereses tanto por mi bienestar, pero te recuerdo que fue idea mía aceptar el empleo extra de consultora en la escuela privada para ganar un poco más de dinero. No lo hago por mi buen corazón, sino porque verdaderamente creo en él y en su talento, y porque estoy convencida (aunque nadie más parezca estarlo) de que tiene una gran carrera por delante.

Brooke había entrado en éxtasis (posiblemente más incluso que Julian), cuando ocho meses antes él la había llamado para anunciarle la oferta inicial de Sony. Doscientos cincuenta mil dólares eran más de lo que habían ganado los dos en los cinco años anteriores, y Julian tendría libertad para hacer lo que quisiera. ¿Quién habría podido prever que una inyección tan enorme de dinero iba a acabar endeudándolos aún más de lo que estaban? Con el dinero del adelanto, Julian había tenido que alquilar el estudio, contratar a cotizados productores e ingenieros de sonido y cubrir el coste del equipo, los viajes y los gastos del grupo de acompañamiento. El dinero se había esfumado en pocos meses, mucho antes de poder destinar un solo dólar al pago de las facturas o del alquiler del piso, o incluso a una cena de celebración. Y una vez invertido todo ese dinero para que Julian se diera a conocer, no tenía sentido suspender el proyecto. Ya habían gastado treinta mil dólares de su propio dinero (la totalidad de sus ahorros, los que habían reservado para pagar la entrada de un piso) y cada día se endeudaban un poco más. Lo más espeluznante de todo era lo que Nola había expresado con tanta franqueza: las probabilidades de que Julian obtuviera algún día un beneficio de todo el dinero y el trabajo invertidos (incluso con el respaldo de Sony) eran prácticamente nulas.

– Sólo espero que sepa lo afortunado que es por estar casado con una mujer como tú -dijo Nola, en tono más suave-. Te aseguro que yo no lo apoyaría tanto; probablemente por eso estoy destinada a quedarme soltera…

Por suerte, llegaron los platos de pasta y la conversación se desplazó hacia otros tema menos espinosos: lo mucho que engordaba la salsa boloñesa, la conveniencia de que Nola pidiera o no un aumento de sueldo y lo mal que le caían a Brooke sus suegros. Cuando Brooke pidió la cuenta sin pedir el tiramisú y ni siquiera un café, Nola pareció preocupada.

– No te habrás enfadado conmigo, ¿no? -preguntó, mientras añadía su tarjeta de crédito a la carpeta de piel.

– No -mintió Brooke-. Es sólo que he tenido un día muy largo.

– ¿Adónde vas ahora? ¿No vamos a tomar una copa?

– En verdad, Julian tiene una… Esta noche actúa -dijo Brooke, cambiando de idea en el último momento. Habría preferido no decírselo a Nola, pero le resultaba incómodo mentirle.

– ¡Ah, qué bien! -dijo Nola con entusiasmo, mientras se acababa el vino-. ¿Necesitas compañía?

Las dos sabían que a Nola no le apetecía ir, lo que estaba muy bien, porque a Brooke tampoco le apetecía que fuera. Su amiga y su marido se entendían sólo lo justo, y eso ya era suficiente. Brooke agradecía el afán protector de Nola y sabía que todo lo hacía con buena intención; pero no le resultaba agradable pensar que su mejor amiga estaba todo el tiempo juzgando a su marido y que el juicio siempre era desfavorable.

– Es que Trent está en la ciudad -dijo Brooke-. Está en una especie de programa de intercambio y he quedado allí con él.

– ¡Ah, el bueno de Trent! ¿Cómo le va en la facultad de medicina?

– Ya ha terminado la carrera. Ahora está haciendo la especialidad. Julian dice que le encanta Los Ángeles, lo que es asombroso, porque los neoyorquinos de toda la vida normalmente lo detestan.

Nola se levantó y se puso la chaqueta.

– ¿Sale con alguien? Si no recuerdo mal, es tremendamente aburrido, pero muy mono…

– De hecho, acaba de prometerse. Con otra residente de gastroenterología, una chica llamada Fern. La residente Fern, especialista en gastroenterología. ¡Tiemblo de sólo pensar en sus conversaciones!

Nola hizo una mueca de disgusto.

– ¡Uf! ¿Por qué tenías que decirlo? ¡Y pensar que hubieses podido quedártelo para ti!

– Ajá.

– Sólo quiero asegurarme de que me atribuyes el mérito que merezco por haberte presentado a tu marido. Si no hubieras salido con Trent aquella noche, todavía serías una admiradora más de Julian.

Brooke se echó a reír y le dio un beso a su amiga en la mejilla. Sacó dos billetes de veinte de la cartera y se los dio a Nola.

– Tengo que salir pitando. Si no bajo al metro en treinta segundos, llegaré tarde. ¿Nos llamamos mañana?

Cogió el abrigo y el bolso, saludó fugazmente a Luca con la mano por el camino, y se dirigió a toda prisa hacia la puerta.


Todavía, después de tantos años, Brooke se estremecía cuando pensaba en lo poco que había faltado para que Julian y ella no se conocieran. Corría junio de 2001, sólo un mes después de terminar los estudios de grado en la universidad, y le estaba resultando casi imposible acostumbrarse a su nueva semana de sesenta horas, divididas casi por igual entre las clases teóricas del curso de posgrado en nutrición, las prácticas remuneradas y el empleo de camarera en una cafetería del barrio para sobrevivir. Aunque nunca se había hecho muchas ilusiones con la perspectiva de trabajar doce horas al día por veintidós mil dólares al año (o al menos eso creía), no había sido capaz de predecir la tensión que sufriría combinando la jornada interminable de trabajo, el salario insuficiente, la falta de sueño y los problemas logísticos de compartir un apartamento de sesenta y cinco metros cuadrados y un solo dormitorio con Nola y una de sus amigas. Por eso, cuando Nola le imploró que la acompañara a un concierto un domingo por la noche, rechazó de plano la invitación.

– Vamos, Brookie, necesitas salir de casa -había argumentado Nola, mientras se ponía una ceñida camiseta negra sin mangas-. Actuará un cuarteto de jazz que al parecer es buenísimo, y Benny y Simone han prometido guardarnos sitio. Cinco dólares la entrada y dos copas al precio de una. ¿Cómo es posible que no te guste el plan?

– Es sólo que estoy cansada -suspiró Brooke, mientras zapeaba incesantemente de un canal a otro desde el futón del cuarto de estar-. Todavía me queda un trabajo que redactar y tengo que fichar dentro de once horas.

– ¡Ay, déjate de dramas! ¡Tienes veintidós años, por el amor de Dios! Para de quejarte y arréglate un poco. Salimos dentro de diez minutos.

– Está lloviendo a cántaros y…

– Diez minutos, ni un segundo más, o ya no eres mi amiga.

Cuando las chicas llegaron al Rue B, en el East Village, y se acomodaron en torno a una mesa demasiado pequeña junto a unos amigos del instituto, Brooke empezaba a lamentar su debilidad de carácter. ¿Por qué cedía siempre ante Nola? ¿Por qué se había dejado arrastrar hasta un bar lleno de humo y atestado de gente, para beber un Vodka Tonic aguado mientras esperaba a un cuarteto de jazz del que nunca había oído hablar? Ni siquiera era particularmente aficionada al jazz, ni tampoco a ninguna clase de música en directo, a menos que fuera un concierto de Dave Matthews o de Bruce Springsteen, en los que podía cantar a voz en cuello todas las canciones. Claramente, aquélla no era una de esas noches. Por eso sintió una mezcla de irritación y alivio, cuando la chica que atendía la barra, rubia y zanquilarga, se puso a llamar la atención de todos golpeando un vaso con una cuchara.

– ¡Eh, todo el mundo! ¡Eh! ¿Podéis escucharme un minuto, por favor? -Se secó la mano libre en los vaqueros y esperó pacientemente a que la sala guardara silencio-. Ya sé que a todos os hace mucha ilusión escuchar a los Tribesmen esta noche, pero nos acaban de avisar que se han quedado atrapados en un atasco en la autopista de Long Island y no podrán llegar a tiempo.

La sala respondió con vehementes abucheos.

– Sí, ya sé que da mucha rabia. Pero ya sabéis: remolque volcado, tráfico completamente detenido, bla, bla, bla.

– ¿Y sí para disculparos nos invitáis a una ronda? -dijo un hombre de mediana edad sentado al fondo, con el vaso en alto.

La chica de la barra se echó a reír.

– Lo siento. Pero si alguien quiere salir al escenario y tocar algo… -Miró directamente al hombre que había hablado, que negó con la cabeza-. Lo digo en serio. Tenemos un piano bastante bueno. ¿Alguien se anima a tocar?

La sala quedó en silencio, mientras la gente intercambiaba miradas.

– ¡Eh, Brooke! ¿Tú no tocas? -susurró Nola lo bastante fuerte como para que la oyera toda la mesa.

Brooke puso los ojos en blanco.

– Me echaron de la banda del cole en sexto, porque no pude aprender a leer las partituras. ¿Tú sabes lo que es que te echen de la banda del cole?

La chica de la barra no estaba dispuesta a darse por vencida.

– ¡Vamos, que alguien se anime! En la calle está diluviando y a todos nos apetece oír un poco de música. Seré buena y os daré jarras de cerveza gratis si alguien se anima a tocar algo unos minutos…

– Yo tocaré un poco.

Brooke siguió la voz y vio a un tipo de aspecto desaliñado, sentado solo a la barra. Vestía vaqueros y camiseta blanca de algodón, y llevaba puesto un gorro de lana, aunque era verano. Hasta ese momento no se había fijado en él, pero pensó que podría ser razonablemente guapo (quizá) si se duchaba, se afeitaba y perdía de vista ese gorro.

– ¡Claro que sí, adelante! -La chica del bar hizo un gesto hacia el piano con ambos brazos-. ¿Cómo te llamas?

– Julian.

– Bueno, Julian, es todo tuyo.

La chica volvió a su puesto detrás de la barra, mientras Julian se sentaba en el taburete del piano. Tocó unas cuantas notas, jugando con el tiempo y el ritmo, y al poco tiempo el público perdió el interés por la actuación y reanudó sus conversaciones. Incluso cuando tocó tranquilamente un tema completo (una especie de balada que Brooke no reconoció), la música no pasó de ser un sonido de fondo. Pero diez minutos después, esbozó los compases iniciales del Aleluya de Leonard Cohen y empezó a cantar la letra con una voz asombrosamente clara y potente. La sala entera guardó silencio.

Brooke conocía la canción y le encantaba, porque había estado obsesionada con Leonard Cohen durante un breve período de tiempo, pero el estremecimiento que le recorrió todo el cuerpo era completamente nuevo. Miró a su alrededor. ¿Sentirían lo mismo los demás? Las manos de Julian recorrían sin esfuerzo el teclado, mientras su voz imbuía cada palabra de un sentimiento intenso. Sólo cuando murmuró el último y prolongado «aleluya», el público reaccionó, y lo hizo con aplausos, gritos y silbidos de entusiasmo, y con toda la sala en pie. Julian pareció aturdido y avergonzado, y después de saludar con una inclinación casi imperceptible de la cabeza, volvió a su banco junto a la barra.

– ¡Ostras, es buenísimo! -comentó una chica muy joven a su amigo, en la mesa que había detrás de la de Brooke, con los ojos fijos en el pianista.

– ¡Otra! ¡Otra! -gritó una atractiva señora, apretando la mano de su marido. El hombre asintió y se hizo eco del pedido de su mujer. Al cabo de pocos segundos, el volumen de la ovación se había duplicado y la sala entera pedía un bis.

La chica que atendía la barra agarró a Julian de la mano y lo arrastró de vuelta hasta el micrófono.

– Increíble, ¿no os parece? -exclamó, visiblemente orgullosa de su descubrimiento-. ¿Intentamos convencer a Julian para que nos cante otra?

Brooke se volvió hacia Nola, con un entusiasmo que no sentía desde hacía siglos.

– ¿Crees que querrá tocar algo más? ¿Te puedes creer que un tipo cualquiera, sentado en un bar cualquiera, en una noche de domingo como cualquier otra (¡un tipo que ha venido a escuchar la actuación de otros!), sea capaz de cantar así?

Nola le sonrió y se le acercó, para hacerse oír por encima del ruido de la gente.

– Es cierto que tiene talento. ¡Qué pena que tenga esa pinta!

Brooke se sintió como si la hubieran insultado.

– ¿Qué pinta? Me encanta ese aspecto desaliñado que tiene. ¡Y con esa voz, estoy segura de que algún día será una estrella!

– ¡Imposible! Tiene talento, pero hay un millón de tipos que saben desenvolverse mejor que él y están mucho más buenos.

– Es guapo -dijo Brooke, con cierta indignación.

– No está mal para cantar en un bar del East Village. Pero no es guapo como para ser una estrella de rock internacional.

Antes de que Brooke pudiera salir en su defensa, Julian volvió al piano y se puso a tocar. Esta vez fue una versión de Let's get it on, y también consiguió, de alguna manera, sonar todavía mejor que Marvin Gaye, con una voz más profunda y sensual, una cadencia ligeramente más lenta y una expresión de intensa concentración en la cara. Brooke estaba tan inmersa en la experiencia que casi no notó que sus amigos habían reanudado la charla, mientras la prometida jarra de cerveza gratis circulaba por la mesa. Se sirvieron, bebieron y se sirvieron un poco más, pero Brooke no podía dejar de mirar al desastrado pianista. Cuando veinte minutos después Julian salió del bar, inclinando la cabeza ante su agradecido público y ofreciéndole la levísima sombra de una sonrisa, Brooke consideró seriamente la posibilidad de seguirlo. Nunca había hecho nada parecido, pero en ese momento no le pareció una mala idea.

– ¿Os parece que vaya y le diga algo? -preguntó a los que estaban en su mesa, con suficiente insistencia para interrumpir la conversación.

– ¿A quién? -preguntó Nola.

– ¡A Julian!

Era exasperante. ¿Nadie había notado que acababa de irse y que pronto se perdería para siempre?

– ¿El del piano? -preguntó Benny.

Nola puso los ojos en blanco y bebió un sorbo de cerveza.

– ¿Qué piensas hacer? ¿Perseguirlo y decirle que no te importa que sea un vagabundo sin techo, siempre que acepte hacerte el amor encima del piano?

Benny empezó a cantar:

– Ésta es la historia de un sáb… eh… de un domingo de no importa qué mes, y de un hombre sentado al piano, de no importa qué viejo café…

– Toma el vaso y le tiemblan las manos, apestando entre humo y sudor, y se agarra a su tabla de náufrago… y también a mi amiga Brooke -terminó Nola entre risas, mientras brindaba entrechocando los vasos con los demás.

– Sois muy graciosos -dijo Brooke, poniéndose en pie.

– ¡Ni lo sueñes! ¡No se te ocurra seguirlo! ¡Benny, ve con ella! ¡El del piano puede ser un asesino en serie! -exclamó Nola.

– No voy a seguirlo -replicó Brooke.

Pero se abrió paso hasta la barra y, después de clavarse las uñas en las palmas de las manos y de cambiar cinco veces de idea, reunió coraje y le preguntó a la chica de la barra si sabía algo más acerca del pianista misterioso.

La chica le respondió sin levantar la cabeza, mientras preparaba una remesa de mojitos:

– Lo he visto antes por aquí, por lo general cuando toca algún grupo de blues o rock clásico, pero nunca habla con nadie. Siempre va solo, si es eso lo que te interesa…

– No, no, yo… No, no eso… Es sólo curiosidad -tartamudeó Brooke, sintiéndose estúpida.

Ya volvía a la mesa, cuando la chica de la barra la llamó:

– Me dijo que toca todos los martes en un local del Upper East Side, un sitio llamado Trick's, o Rick's, o algo parecido. Espero que te sirva de algo.

Brooke podía contar con los dedos de una mano las veces que había ido a ver actuaciones en vivo. Nunca había rastreado ni seguido a un extraño, y exceptuando los diez o quince minutos que podían pasar mientras esperaba a alguien, nunca había estado sola en un bar. Pero nada de eso le impidió hacer media docena de llamadas telefónicas para localizar el sitio, ni meterse en el metro un bochornoso martes de julio por la noche, después de tres semanas intentando reunir coraje, para plantarse delante del bar llamado Nick's.

En cuanto se sentó en una de las últimas sillas libres que quedaban en un rincón del fondo, supo que había merecido la pena. El bar era uno más entre cientos de locales parecidos a lo largo de la Segunda Avenida, pero el público era asombrosamente variado. En lugar de la clientela habitual de recién licenciados que disfrutaban bebiendo una cerveza antes de aflojarse el nudo de las corbatas nuevas Brooks Brothers, el público de esa noche parecía una mezcla algo extraña de estudiantes de la Universidad de Nueva York, parejas de treintañeros que bebían martinis cogidos de la mano y hordas de modernos con zapatillas Converse, en concentraciones que no era corriente ver fuera del East Village o de Brooklyn. Muy pronto, el Nick's se llenó por encima de su aforo, con todas las sillas ocupadas y otras cincuenta o sesenta personas más, de pie detrás de las mesas; todos estaban allí por una sola y única razón. Fue una sorpresa para Brooke descubrir que lo que había sentido un mes antes, al oír tocar a Julian en el Rue B, no le había pasado solamente a ella. Muchísima gente lo conocía y estaba dispuesta a atravesar la ciudad sólo para verlo actuar.

En cuanto Julian se sentó al piano y empezó a hacer comprobaciones para asegurarse de que el sonido funcionaba bien, el público vibró de expectación. Cuando empezó a tocar, la sala pareció acomodarse a su ritmo, mientras parte del público se balanceaba ligeramente, algunos con los ojos cerrados y todos inclinados hacia el escenario. Brooke, que hasta ese momento no había sabido lo que significaba perderse en la música, sintió que todo su cuerpo se relajaba. Ya fuera por el vino tinto, por la sensualidad de la música o por la sensación extraña de encontrarse inmersa en una masa de desconocidos, se volvió adicta a aquellas actuaciones.

Fue al Nick's todos los martes durante el resto del verano. Nunca invitaba a nadie para que fuera con ella, y cuando sus compañeras de piso insistieron en averiguar adónde iba todas las semanas, se inventó una historia muy verosímil acerca de un club de lectura con amigos del colegio. Con sólo mirarlo y escuchar su música, empezó a sentir que lo conocía. Hasta ese momento, la música había sido algo secundario, una simple distracción mientras corría en el gimnasio, una manera de divertirse en una fiesta o una forma de matar el tiempo cuando conducía. Pero aquello… ¡aquello era increíble! Sin necesidad de intercambiar una sola palabra, la música de Julian podía afectar su estado de ánimo, hacerla cambiar de forma de pensar y despertar en ella sensaciones completamente ajenas a su rutina diaria.

Hasta que empezó a pasar esas veladas sola en el Nick's, todas sus semanas habían sido iguales: primero, trabajar, y después, muy de vez en cuando, salir a tomar una copa con el mismo grupo de amigos de la universidad y las mismas entrometidas compañeras de piso. No le parecía mal, pero a veces le resultaba agobiante. En cambio, Julian era sólo suyo, y el hecho de que no hubiera entre ellos ni un intercambio de miradas no la molestaba en absoluto. Le bastaba con verlo. Después de cada actuación, Julian daba una vuelta por las mesas (un poco a disgusto, le parecía a ella), estrechando manos y aceptando con modestia los elogios que todos le prodigaban; pero Brooke no pensó ni una vez en acercársele.

Habían pasado dos semanas desde el 11 de septiembre de 2001, cuando Nola la convenció para que aceptara una cita a ciegas con un tipo que había conocido en un acto relacionado con el trabajo. Todos sus amigos se habían marchado de Nueva York para ver a la familia o recuperar antiguas relaciones, y la ciudad seguía paralizada por un humo acre y un dolor abrumador. Nola había buscado refugio en un amigo nuevo y pasaba casi todas las noches en su piso, y Brooke estaba nerviosa y se sentía sola.

– ¿Una cita a ciegas? ¿Lo dices en serio? -preguntó, sin apenas levantar la vista de la pantalla del ordenador.

– El chico es una monada -dijo Nola después, mientras las dos veían Saturday Night Live, sentadas en el sofá-. Seguro que no es tu futuro marido, pero es superencantador, es bastante guapo y te llevará a algún sitio agradable. Y si dejas de ser una frígida estrecha, igual hasta se lía contigo.

– ¡Nola!

– Es sólo una idea. No te iría mal, ¿sabes? Y ya que ha salido el tema, tampoco te vas a morir si te duchas y te arreglas las uñas.

Brooke se miró las manos y, por primera vez, notó que tenía las uñas mordidas y las cutículas despellejadas. Era cierto que estaban horribles.

– ¿Quién es? ¿Uno de tus descartes? -preguntó.

Nola resopló.

– ¡He acertado! Tuviste un lío con él y ahora me lo quieres pasar. Eso es muy ruin, Nol, y hasta me parece asombroso. ¡Ni siquiera tú sueles ser tan mala!

– Ahórrate el discurso -replicó Nola, mientras levantaba la vista al cielo-. Lo conocí hace un par de semanas en un acto benéfico al que tuve que asistir por el trabajo. Él había ido con uno de mis colegas.

– ¡Entonces es cierto que te liaste con él!

– ¡No! Me habría liado con mi colega…

Brooke gruñó y se tapó los ojos.

– … pero ésa es otra historia. Su amigo era guapo y no tenía pareja. Creo que es estudiante de medicina. Aunque si te digo la verdad, tú no estás en condiciones de ser muy exigente al respecto. Mientras respire…

– Gracias, amiga.

– Entonces ¿irás?

Brooke volvió a coger el mando a distancia.

– Si con esto consigo que te calles ahora mismo, me lo pensaré -dijo.

Cuatro días después, Brooke se encontró sentada en la terraza de un restaurante italiano, en MacDougal Street. Tal como Nola le había prometido, Trent resultó ser una monada: bastante guapo, extremadamente educado, bien vestido y aburrido como el demonio. Su conversación era más sosa que los linguini con tomate y albahaca que había pedido para los dos, y su actitud grave le inspiraba a Brooke un deseo abrumador de hundirle el tenedor en un ojo. Sin embargo, por una razón que no pudo comprender, cuando le propuso seguir la velada en un bar cercano, ella aceptó.

– ¿De verdad? -preguntó él, aparentemente igual de sorprendido que Brooke.

– Sí, ¿por qué no?

Y era cierto. ¿Por qué no? No tenía nada más que hacer esa noche, ni siquiera ver una película con Nola. Al día siguiente tendría que empezar a escribir un trabajo que debía entregar dos semanas más tarde; aparte de eso, sus planes más emocionantes eran la visita a la lavandería, el gimnasio y un turno de cuatro horas en la cafetería. ¿Para qué iba a volver corriendo a casa?

– ¡Fantástico! Conozco un sitio estupendo.

Con mucha amabilidad, Trent insistió en pagar la cuenta y al final salieron.

No habían andado dos calles, cuanto Trent se cruzó delante de ella y abrió la puerta de un bar muy estridente, frecuentado por gente de la Universidad de Nueva York. Posiblemente era el último lugar del bajo Manhattan al que alguien habría invitado a una chica en una cita, a menos que pensara llevársela a la cama drogada, pero Brooke se alegró de ir a un sitio donde el ruido impedía cualquier intento de conversación coherente. Bebería una cerveza o quizá dos, escucharía buena música de los ochenta en la máquina de discos y a eso de las doce se metería en la cama, sola.

Sus ojos tardaron unos segundos en adaptarse, pero de inmediato reconoció la voz de Julian. Cuando finalmente pudo ver el escenario, se quedó mirando sin acabar de creérselo. Ahí estaba él, con su conocida postura delante del piano, los dedos volando sobre el teclado y la boca apoyada contra el micrófono, cantando uno de sus temas propios, el que más le gustaba a Brooke: «Ella está sola en su habitación, / un silencio sepulcral en el salón. / Él cuenta las joyas de su corona; / ya no puede haber nadie que se la ponga.» No habría podido decir cuánto tiempo pasó clavada en el suelo de la entrada, absorta al instante y por completo en su actuación, pero fue suficiente para que Trent hiciera un comentario al respecto.

– Es bueno, ¿eh? Ven, veo un par de sillas libres por ahí.

La cogió del brazo y Brooke dejó que la arrastrara entre la multitud. Se acomodó en la silla que Trent le señaló, y acababa de dejar el bolso sobre la mesa cuando la canción terminó y Julian anunció que iba a hacer una pausa. Tenía la vaga sensación de que Trent le estaba diciendo algo, pero entre el ruido del local y el esfuerzo que estaba haciendo para no perder de vista a Julian, no oyó lo que decía.

Sucedió tan rápido que apenas pudo procesarlo. En un momento, Julian estaba desenganchando la armónica del soporte de la tapa del piano, y al segundo siguiente, estaba de pie justo delante de su mesa, sonriendo. Como siempre, llevaba una camiseta blanca de algodón, vaqueros y un gorro de lana, esta vez color berenjena. Tenía una ligera pátina de sudor en la cara y los antebrazos.

– ¡Hola, viejo! Me alegro de que hayas podido venir -dijo Julian, dando palmadas en el hombro de Trent.

– Sí, yo también. Parece que nos hemos perdido el primer pase. -Una de las sillas de la mesa de al lado había quedado libre, y Trent la acercó para Julian-. Anda, siéntate.

Julian dudó un momento, miró a Brooke con una sonrisita, y se sentó.

– Julian Alter -dijo, tendiéndole la mano.

Brooke estaba a punto de decir algo, cuando Trent habló antes que ella.

– ¡Dios, qué tonto soy! ¿Cuándo aprenderé un poco de educación? Julian, te presento a mi… a Brooke, Brooke…

– Brooke Greene -dijo ella, contenta de que Trent dejara ver ante Julian lo poco que se conocían.

Se estrecharon las manos, lo que resultó un poco extraño en un bar de universitarios atestado de gente, pero ella estaba emocionada. Lo estudió más de cerca, mientras Trent y él intercambiaban comentarios jocosos sobre un conocido de ambos. Debía de tener sólo un par de años más que ella, pero había algo en él que hacía que pareciera más experimentado y conocedor del mundo, aunque Brooke no hubiera podido decir exactamente qué era. Tenía la nariz demasiado grande, la barbilla un poco débil y una palidez que llamaba la atención sobre todo en aquella época, al final del verano, cuando todo el mundo llevaba varios meses acumulando vitamina D. Tenía los ojos verdes, pero poco llamativos y hasta algo turbios, rodeados de finísimas líneas que se arrugaban cuando sonreía. Si ella no lo hubiera oído cantar tantas veces, si no lo hubiera visto echar la cabeza atrás y desgranar sus letras con una voz tan profunda y llena de sentimiento (si lo hubiera conocido simplemente así, con un gorro de lana y una cerveza en la mano, en un bar anónimo y ruidoso), no se habría parado a mirarlo dos veces, ni le habría parecido nada atractivo. Pero aquella noche estaba casi sin aliento.

Los dos amigos charlaron unos minutos, mientras Brooke los observaba desde su silla. Fue Julian, y no Trent, quien se dio cuenta de que no tenía nada de beber.

– ¿Os pido una cerveza? -preguntó, buscando a su alrededor un camarero.

Trent se levantó de inmediato.

– Ya voy yo. Acabamos de llegar y todavía no ha venido nadie a preguntarnos. Brooke, ¿qué vas a beber?

Ella murmuró la primera marca de cerveza que le vino a la mente, y Julian levantó lo que parecía un vaso de agua vacío.

– ¿Puedes traerme un Sprite?

Brooke sintió un aguijonazo de pánico cuando Trent se marchó. ¿De qué demonios iba a hablar con Julian? De cualquier cosa, se dijo. De cualquier cosa, menos de que hacía meses que lo seguía por la ciudad.

Julian la miró y sonrió.

– Buen tipo, ese Trent, ¿eh?

Brooke se encogió de hombros.

– Sí, parece majo. Nos hemos conocido esta noche. Es la primera vez que salimos.

– ¡Ah, una de esas divertidas citas a ciegas! ¿Piensas volver a salir con él?

– No -respondió Brooke, sin rastro de emoción en la voz. Estaba convencida de encontrarse en estado de shock; apenas se daba cuenta de lo que decía.

Julian estalló en carcajadas y ella también se rió.

– ¿Por qué no? -preguntó él.

Brooke volvió a encogerse de hombros.

– Por ninguna razón en particular. Me parece muy agradable, pero es un poco aburrido.

Habría preferido no decirlo, pero no podía pensar con claridad.

La expresión de Julian se quebró en una sonrisa enorme, una sonrisa tan sincera y luminosa que a Brooke se le olvidó el bochorno.

– Acabas de llamar aburrido a mi primo -dijo él, riendo.

– Ay, perdona. No era mi intención. Me parece un encanto de persona, de verdad. Es sólo que…

Cuanto más tartamudeaba Brooke, más divertido le parecía a Julian.

– No, por favor -la interrumpió él, apoyándole la mano ancha y tibia sobre el antebrazo-. Estás total y absolutamente en lo cierto. Es un tipo fantástico, de verdad; de lo mejor que hay. Pero nadie ha dicho nunca que sea el alma de la fiesta.

Hubo un momento de silencio, durante el cual Brooke se estrujó los sesos, pensando en algo apropiado que decir a continuación. Daba un poco igual lo que fuera, mientras no revelara su condición de fan incondicional de Julian.

– Ya te había visto tocar -anunció, antes de taparse la boca con la mano, asombrada por lo que acababa de decir.

Él la miró.

– ¿Ah, sí? ¿Dónde?

– Todos los martes por la noche, en el Nick's.

Cualquier probabilidad de no parecer una loca acosadora se esfumó al instante.

– ¿De verdad?

Julian pareció desconcertado, pero complacido.

Ella asintió.

– ¿Por qué?

Por un momento, Brooke pensó en contarle una mentira y decirle que su mejor amiga vivía al lado, o que iba todas las semanas con un grupo de amigos a aprovechar la happy hour, pero por alguna razón que ni ella misma pudo comprender, fue completamente sincera.

– Yo estaba en el Rue B aquella noche en que el cuarteto de jazz canceló la actuación y tú improvisaste al piano. Me pareciste… Tu actuación me pareció increíble, así que le pregunté a la chica de la barra cómo te llamabas y averigüé que actuabas todas las semanas en un bar. Ahora intento ir siempre que puedo.

Se obligó a levantar la vista, convencida de que él la estaría mirando con horror e incluso con miedo; pero la expresión de Julian no le reveló nada, y su silencio la impulsó a continuar hablando más aún.

– Por eso me ha parecido tan raro cuando Trent me ha traído aquí esta noche… Una coincidencia tan extraña…

Dejó que sus palabras murieran en un incómodo silencio y de inmediato lamentó lo que acababa de revelar.

Cuando reunió valor para volver a mirar a Julian a los ojos, él estaba meneando la cabeza.

– Debes de estar asustado -dijo ella, con una risita nerviosa-. Prometo no presentarme nunca en tu casa, ni en tu lugar de trabajo. Pero no vayas a creer que sé dónde vives, ni dónde trabajas, ¿eh? Ni siquiera sé si tienes un trabajo de verdad… quiero decir… Ya sé que la música es tu verdadero trabajo, lógicamente… pero…

La mano de Julian volvió a apoyarse en su antebrazo, mientras él la miraba a los ojos.

– Te veo todas las semanas -dijo.

– ¿Eh?

Él asintió y volvió a sonreír, esta vez meneando un poco la cabeza como si le pareciera increíble admitirlo en voz alta.

– Sí. Siempre te sientas en el rincón del fondo, al lado de la mesa de billar, y siempre vas sola. La semana pasada llevabas un vestido azul, con unas florecitas blancas o algo parecido en la parte de abajo, y estabas leyendo una revista, pero la cerraste cuando salí a actuar.

Brooke recordó el vestidito sin mangas que le había regalado su madre para que llevara al almuerzo de su graduación. Apenas cuatro meses antes le había parecido el colmo del estilo; pero ahora, cuando se lo ponía en la ciudad, le parecía aniñado y poco sofisticado. Era cierto que el azul hacía destacar aún más su melena pelirroja, y eso era bueno, pero no les hacía ningún favor a sus caderas ni a sus piernas. Estaba tan absorta tratando de recordar qué aspecto tendría aquella noche, que no se dio cuenta de que Trent había vuelto a la mesa hasta que le puso delante un botellín de Bud Light.

– ¿Me he perdido algo? -preguntó él, acomodándose en la silla-. ¡Cuánta gente hay esta noche! ¡Tú sí que sabes llenar locales, Julian!

Julian chocó su vaso con la botella de Trent y dio un largo sorbo.

– Gracias, viejo. Volveré con vosotros después de la actuación.

Saludó a Brooke con una inclinación de la cabeza y con lo que ella habría jurado que era (y rezado por que fuera) una mirada de complicidad, y después se dirigió al escenario.

En ese momento, Brooke no sabía que Julian iba a pedirle permiso a Trent para llamarla, ni que su primera conversación telefónica iba a hacerla sentir como si volara, ni que su primera cita sería una noche decisiva en su vida. No habría podido predecir que acabarían juntos en la cama menos de tres semanas después, tras una sucesión de encuentros maratonianos que no hubiese querido que terminaran nunca; ni que pasarían dos años ahorrando para atravesar el país en coche de una costa a otra; ni que él le propondría matrimonio mientras escuchaban música en vivo en un bar de mala muerte del West Village, con una sencilla alianza de oro que había pagado totalmente de su bolsillo; ni que la boda sería en la fabulosa casa de la playa de los padres de Julian en los Hamptons, porque después de todo, ¿qué pretendían demostrar negándose a casarse en un sitio como ése? Lo único que sabía con seguridad en ese momento era que ansiaba desesperadamente volver a verlo, que acudiría al Nick's dos noches después aunque diluviara o hubiera una inundación, y que por mucho que lo intentara, no podía dejar de sonreír.

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