18 Loca antes de llegar al mostrador del hotel

Sonó el teléfono de la mesilla y Brooke se preguntó por milésima vez por qué los hoteles no ofrecerían el servicio de identificación de llamada; pero como cualquier otra persona la habría llamado al móvil, alargó el brazo, descolgó el auricular y se preparó para la arremetida.

– Hola, Brooke. ¿Sabes algo de Julian?

La voz del doctor Alter sonó en el teléfono como si le estuviera hablando desde la habitación contigua, que era precisamente donde estaba, pese a los esfuerzos de Brooke para que no fuera así.

Brooke se obligó a sonreír al teléfono, para no decir nada verdaderamente desagradable.

– ¡Ah, hola! -dijo en tono risueño.

Cualquiera que la conociera habría reconocido al instante su tono profesional de fingida simpatía. Como había hecho en los últimos cinco años, evitó llamar de ninguna manera al padre de Julian. «Doctor Alter» era demasiado formal para un suegro; «William» le parecía un exceso de confianza, y desde luego, él nunca le había propuesto que lo llamara «papá».

– Sí -respondió Brooke a la pregunta, quizá por milésima vez-. Todavía está en Londres y probablemente se quedará hasta principios de la próxima semana.

Sus suegros ya lo sabían. Ella misma se lo había dicho en el instante en que cayeron sobre ella en la recepción del hotel. Ellos, a su vez, le dijeron que la administración del hotel había intentado alojarlos en extremos opuestos del edificio de doscientas habitaciones (como Brooke había pedido), pero que ellos habían insistido en ocupar habitaciones contiguas «para mayor comodidad».

Llegó el momento de que su suegro empezara a hacer reproches.

– ¡No puedo creer que vaya a perderse la boda! Esos dos nacieron con menos de un mes de diferencia. Crecieron juntos. Trent pronunció un discurso emocionante en vuestra boda y ahora Julian ni siquiera va a asistir a la suya…

Brooke tuvo que sonreír ante la ironía de la situación. Ella misma le había insistido a Julian para que no se perdiera la boda y lo había hecho más o menos con los mismos argumentos que ahora exponía su suegro. Pero bastó que el doctor Alter los mencionara, para que ella sintiera el impulso de salir en defensa de Julian.

– De hecho, tiene un compromiso bastante serio. Va a actuar delante de gente muy importante, entre ellos el primer ministro británico. -Omitió mencionar que iban a pagarle doscientos mil dólares por un acto de cuatro horas-. Además, no quería convertirse en el centro de atención en lugar de los novios, por todo… por todas las cosas que han pasado últimamente.

Era lo más cerca que había llegado cualquiera de ellos de reconocer en voz alta la situación. El padre de Julian parecía satisfecho fingiendo que todo iba bien y que no había visto las fotos infames, ni leído los artículos que contaban con todo lujo de detalles el aparente colapso del matrimonio de su hijo. Y en ese momento, pese a haber sido informado una docena de veces de que Julian no iba a asistir a la boda de Trent, seguía negándose a creerlo.

Brooke oyó al fondo la voz de su suegra.

– ¡William! ¿Para qué la llamas por teléfono, si está aquí al lado?

A los pocos segundos, llamaron a la puerta.

Brooke se levantó de la cama y enseñó a la puerta el enhiesto dedo corazón de las dos manos, mientras articulaba en silencio: «¡Idos a la mierda!»

Después, compuso cuidadosamente una sonrisa, quitó el pasador y saludó:

– ¡Hola, vecina!

Por primera vez desde que conocía a su suegra, la veía incongruente e incluso ridícula. El vestido de punto de cachemira era de un precioso tono berenjena y le sentaba como un guante a su figura esbelta. Lo había combinado con el matiz perfecto de medias moradas y con un par de botines de tacón, que pese a ser bastante espectaculares, no llegaban a parecer excesivos. El collar de oro era moderno, pero sobrio, y el maquillaje parecía aplicado por un profesional. En líneas generales, era la imagen de la sofisticación urbana y un auténtico modelo para cualquier mujer de cincuenta y cinco años. El problema era el sombrero. El ala medía lo que una bandeja de canapés, y aunque su tono era exactamente idéntico al del vestido, era difícil fijarse en algo que no fueran las plumas, los ramilletes de flores falsas y el encaje que imitaba una nube de gipsófilas, todo ello unido por un gran lazo de seda. Lo llevaba en precario equilibrio sobre la cabeza, con el ala artísticamente caída sobre el ojo izquierdo.

Brooke se quedó boquiabierta.

– ¿Qué te parece? -preguntó Elizabeth, tocándose el ala del sombrero-. ¿A que es explosivo?

– ¡Oh! -exclamó Brooke, sin saber qué hacer-. ¿Para qué… es?

– ¿Qué quieres decir con eso? ¡Es para quedar bien en Tennessee! -rió, antes de empezar a hablar con su mejor imitación del acento sureño, que sonaba como un híbrido entre un extranjero intentando hablar inglés y un cowboy en un western antiguo-. ¡Estamos en Chattanooga, Brooke! ¿No sabes que las damas sureñas se ponen sombreros como éste?

Brooke hubiera querido meterse en la cama y morir. Aquello era humillante hasta extremos indecibles.

– ¿Ah, sí? -replicó. Fue todo lo que consiguió articular.

Afortunadamente, Elizabeth volvió a hablar con su acento neoyorquino normal, ligeramente nasal.

– ¡Claro que sí! ¿No has visto nunca el derby de Kentucky?

– Sí, pero no estamos en Kentucky. ¿Y no es el derby una situación especial para… ponerse esos sombreros? No estoy segura de que la costumbre sea aplicable a otras… ejem… circunstancias sociales.

Hizo lo posible para que el tono de su voz suavizara las palabras, pero su suegra no le prestó atención.

– ¡Ay, Brooke, no tienes ni idea! ¡Estamos en el sur, cariño! ¡El sombrero que he traído para la ceremonia de la boda es todavía mejor! Mañana tendremos tiempo de sobra para ir a comprarte uno, así que no te preocupes. -Hizo una pausa, todavía de pie delante de la puerta, y miró a Brooke de arriba abajo-. ¿Aún no te has vestido?

Brooke se miró primero el chándal y después el reloj.

– Creía que no íbamos a salir hasta las seis.

– Sí, pero ya son las cinco. Prácticamente no tienes tiempo.

– ¡Oh, es verdad! -exclamó, en tono de falsa sorpresa-. Tengo que correr. Si me permites, voy a meterme ahora mismo en la ducha.

– Muy bien. Llámanos cuando estés lista. O mejor todavía, ven a nuestra habitación a tomar un cóctel. William ha pedido que nos envíen un vodka decente, para no tener que beber esa horrible agua sucia del hotel.

– ¿Qué te parece si nos encontramos en la recepción a las seis? Como puedes ver… -Brooke se apartó y señaló con un gesto la camiseta medio rota y el pelo desarreglado-. Tengo mucho trabajo por delante.

– Hum, sí -replicó su suegra, que evidentemente le daba la razón-. De acuerdo. Nos vemos a las seis. Y… Brooke… ¿podrías maquillarte un poco los ojos? Un poco de maquillaje hace maravillas.

La ducha caliente y el episodio de Millionaire Matchmaker que puso de fondo no consiguieron que se sintiera mucho mejor, pero la pequeña botella de vino blanco que sacó del minibar la ayudó un poco. Lo malo fue que se acabó en seguida. Cuando por fin se puso el vestido negro de rigor, se aplicó un poco de sombra en los ojos como una nuera obediente y se encaminó a la recepción del hotel, volvía a estar muy estresada.

El trayecto en coche al restaurante fue de pocos minutos, pero le pareció una eternidad. El doctor Alter se quejó amargamente todo el tiempo: ¿Qué hotel era ese que no tenía servicio de planchado? ¿Cómo era posible que Hertz sólo alquilara coches de fabricación nacional? ¿A quién se le ocurría programar la cena para las seis y media de la tarde, por el amor de Dios, cuando prácticamente era la hora de almorzar? Incluso llegó a quejarse de que no hubiera suficiente tráfico un viernes por la noche en Chattanooga. Después de todo, ¿qué ciudad respetable tenía las calles despejadas y muchísimo espacio para aparcar? ¿En qué lugar del mundo los conductores eran tan amables que se paraban diez minutos delante de cada señal de stop y se hacían mutuamente ademanes con la mano para que pasara el otro? En ningún lugar donde él quisiera estar, desde luego. Las auténticas ciudades tenían congestión, suciedad, aglomeraciones, nieve, sirenas, baches y todo tipo de desgracias. Y así siguió, en la bronca más ridícula que Brooke hubiese oído en su vida. Cuando los tres entraron en el recinto, Brooke se sentía como si hubiera estado fuera toda la noche.

Para su alivio, los padres de Trent estaban de pie junto a la puerta. Se preguntó qué pensarían del absurdo sombrero de su suegra. El padre de Trent y el de Julian eran hermanos, y estaban muy unidos pese a la gran diferencia de edad que había entre ellos. Los cuatro se retiraron inmediatamente hacia el bar, que estaba en el otro extremo de la sala, mientras Brooke se disculpaba, diciendo que iba a llamar a Julian. En seguida notó las miradas de alivio. Después de todo, las mujeres que llaman por teléfono a su marido para saludarlo no se divorcian al minuto siguiente, ¿no?

Recorrió la sala con la mirada en busca de Trent o de Fern, pero no vio a ninguno de los dos. Fuera, hacía unos diez grados, lo que podía considerarse tropical en comparación con el mes de febrero en Nueva York, por lo que no se molestó en volverse a abotonar el abrigo. Estaba convencida de que Julian no iba a contestar (serían más o menos las doce de la noche en Gran Bretaña y él aún no habría terminado la jornada), pero marcó el número de todos modos y se sorprendió al oír su voz.

– ¡Hola! ¡Qué bien que hayas llamado! -dijo él, que parecía tan asombrado como ella. No había ruido de fondo. Sólo se notaba emoción en su voz-. Estaba pensando en ti.

– ¿De verdad? -preguntó ella, detestando la inseguridad en su propia voz.

Durante las dos últimas semanas, habían hablado una vez al día, pero siempre por iniciativa de él.

– Me da mucha pena que estés allí en esa boda, sin mí.

– Sí, bueno… A tus padres les da todavía más pena.

– ¿Te están volviendo loca?

– Decir que me están volviendo loca es quedarse muy corto. Ya me habían vuelto loca antes de llegar al mostrador del hotel. Ahora hemos entrado de lleno en la fase de aniquilación.

– Lo siento -dijo él en voz baja.

– ¿Crees que estás haciendo lo correcto, Julian? Todavía no he visto a Trent y a Fern, pero no sé qué voy a decirles.

Julian carraspeó.

– Diles otra vez que no quería convertir su boda en un circo mediático.

Brooke guardó silencio un segundo. Estaba segura de que Trent se habría arriesgado a tener un par de reporteros chismosos en su ceremonia, con tal de que su primo y amigo de toda la vida estuviera a su lado el día de su boda; sin embargo, no dijo nada.

– Eh… ¿y cómo ha ido todo esta noche?

– ¡Cielo santo, Rook, ha sido increíble! Sencillamente increíble. Hay un pueblo cerca de la finca, con un casco antiguo medieval en lo alto de una colina, y desde allá arriba se ve la parte nueva del pueblo al pie de la ladera. La única manera de subir a la parte antigua es coger un pequeño funicular, en el que no caben más de quince personas a la vez, y cuando te bajas, es como un laberinto: un montón de muros enormes de piedra, con antorchas, que se extienden desde lo alto, y pequeños huecos donde se ocultan las tiendas y las casas. Justo en medio de todo eso, hay un anfiteatro antiguo, con las vistas más maravillosas que te puedas imaginar del campo escocés, con sus colinas. Y allí actué yo, en la oscuridad, iluminado únicamente por las antorchas y las velas. Servían unas bebidas calientes de limón con algo fuerte, y había algo en el aire frío, en las bebidas calientes, en la iluminación espectral o en las vistas… No sé explicarlo bien, pero era impresionante.

– Parece fabuloso.

– ¡Lo fue! Y cuando terminó, nos trajeron de vuelta al hotel… a la finca… a la mansión. No sé cómo llamar a este sitio, pero también es increíble. Imagina una granja antigua, rodeada de docenas de hectáreas de colinas, pero con pantallas planas por todas partes, calefacción de suelo radiante en los baños y la piscina desbordante más fantástica que hayas visto. Las habitaciones cuestan algo así como dos mil dólares por noche y cada una tiene chimenea privada, una pequeña biblioteca, ¡y derecho a mayordomo propio! -Hizo una pausa durante un minuto y después dijo, dulcemente-: Sería perfecto, si tú estuvieras aquí.

A Brooke le gustó que estuviera tan feliz (realmente le gustó mucho) y tan hablador. Era evidente que había decidido asumir la postura de compartir las cosas con ella. Quizá había sufrido una crisis de conciencia respecto a sus comunicaciones de los últimos tiempos. Pero todo lo que le contaba era muy difícil de asimilar, teniendo en cuenta las circunstancias de Brooke, que en aquel momento no gozaba de la compañía de jefes de Estado ni de supermodelos internacionales, sino de sus suegros; que no veía campos bucólicos, sino una sucesión de centros comerciales, y que se alojaba en una aburrida habitación del Sheraton de la ciudad, donde no había mayordomos por ninguna parte. Y por si fuera poco, estaba asistiendo sola a la boda del primo de Julian. Si por un lado era fantástico saber que él lo estaba pasando maravillosamente bien, por otro, no le habría molestado en absoluto que él le hubiese ahorrado al menos algunos detalles de su maravillosa vida.

– Mira, ahora tengo que entrar. La cena previa a la boda está a punto de empezar.

Una pareja más o menos de su edad pasó a su lado, de camino hacia la entrada del restaurante, e intercambiaron con ella una sonrisa.

– En serio, ¿cómo están mis padres?

– No lo sé. Bien, creo.

– ¿Se están comportando bien?

– Al menos lo están intentando. Tu padre se ha puesto a despotricar contra la compañía de alquiler de coches (no me preguntes por qué) y tu madre parece haber entendido que esto es un baile de disfraces; pero aparte de eso, sí, creo que están bien.

– Eres una campeona, Brooke -dijo él con voz serena-. Siempre más allá del cumplimiento del deber… Estoy segura de que Trent y Fern te lo agradecen.

– No podía hacer otra cosa.

– Pero mucha gente no hubiera hecho lo mismo. Por mi parte, espero haber hecho también lo correcto.

– No tenemos que pensar en nosotros, ni en lo que estamos pasando -dijo ella con calma-. Tenemos la responsabilidad de poner buena cara y celebrar la gran noche de Trent y de Fern, y es lo que intentaré hacer.

La interrumpió otra pareja que pasó a su lado. Algo en sus miradas le indicó que la habían reconocido. Cuando la gente viera que estaba sola, se pondría a suponer cosas.

– ¿Brooke? Créeme que lo siento mucho, pero te echo de menos y no veo la hora de volver a verte. Realmente pienso que…

– Ahora tengo que irme -dijo ella, consciente de que había oídos indiscretos a su alrededor-. Te llamaré más tarde, ¿de acuerdo?

– De acuerdo -respondió él, pero ella notó que estaba dolido-. Saluda a todos de mi parte e intenta divertirte esta noche. Te echo de menos y te quiero mucho.

– Ajá. Yo igual. Adiós.

Desconectó la llamada y la asaltó una vez más la sensación de querer desplomarse en el suelo y ponerse a llorar a gritos, y lo habría hecho de no haber sido porque Trent salió a su encuentro. Vestía lo que Brooke consideraba el clásico uniforme de niño bien de colegio privado: camisa blanca, blazer azul, corbata color arándano, mocasines Gucci y (como un guiño al paso imparable del tiempo) unos atrevidos pantalones sin pinzas. Incluso en aquel momento, después de tantos años, Brooke revivió en un instante su cita en aquel soso restaurante italiano y la intensa sensación de mariposas en el estómago que se apoderó de ella cuando Trent la llevó al bar donde actuaba Julian.

– ¡Eh, ya me había llegado el rumor de que estabas por aquí! -dijo él, inclinándose para darle un beso en la mejilla-. ¿Era Julian? -preguntó, señalando con un gesto el teléfono.

– Sí, está en Escocia, aunque sé que preferiría estar aquí -dijo débilmente.

Trent sonrió.

– Si así fuera, estaría aquí. Le he dicho mil veces que esto es propiedad privada y que podemos contratar guardias de seguridad para mantener a raya a los paparazzi, pero él sigue insistiendo en que no quiere convertir mi boda en un circo. Nada de lo que le he dicho lo ha convencido, así que…

Brooke le cogió una mano.

– Siento mucho todo esto -dijo-. Hemos sido horriblemente inoportunos.

– Ven, entra y sírvete una copa -dijo Trent.

Ella le apretó cariñosamente el antebrazo.

– Tú también te servirás una, ¿no? -le dijo, sonriendo-. Después de todo, es tu noche. ¡Ah, y todavía no he saludado a la novia!

Brooke pasó por la puerta que Trent había abierto para ella. Para entonces, la sala estaba muy animada, con unas cuarenta personas que iban y venían con vasos de cóctel en la mano, hablando de las intrascendencias habituales. La única persona que Brooke reconoció, aparte de su familia política y de los novios, fue el hermano pequeño de Trent, Trevor, un estudiante universitario que se había parapetado en un rincón y miraba fijamente la pantalla de su iPhone, rezando para que nadie se le acercara. Con la excepción de Trevor, pareció como si durante una fracción de segundo toda la sala contuviera el aliento y levantara la vista cuando Trent y ella entraron en la sala. Su presencia (y la ausencia de Julian) fue debidamente observada.

Sin darse cuenta, apretó la mano de Trent, que a su vez apretó la suya.

– Vamos, vete -le dijo Brooke-. Ve a atender a tus invitados. ¡Disfrútalo, porque todo esto pasa muy de prisa!

Por fortuna, el resto de la cena transcurrió sin complicaciones. Fern había tenido la amabilidad, sin que hiciera falta pedírselo, de sentar a Brooke lejos de los Alter y cerca de ella. De inmediato, Brooke descubrió su atractivo: contaba historias interesantes, hacía bromas divertidas, preguntaba a todo el mundo por su vida y hacía de la humildad un arte. Incluso consiguió romper el momento de incomodidad, cuando uno de los viejos compañeros de Trent de la facultad de medicina, completamente borracho, brindó por la antigua afición de su amigo por las chicas con pechos operados y tuvo la desfachatez de mirar ostensiblemente por el escote de Fern, diciendo:

– ¡Bueno, ya veo que lo ha superado!

Cuando terminó la cena y los Alter se acercaron para llevarse a Brooke al hotel, Fern la enganchó por un brazo, batió las largas pestañas mirando al padre de Julian y, con su encanto sureño, dijo:

– ¡Oh, no, no se la lleven! -Brooke notó divertida que alargaba las vocales, exagerando a propósito su acento-. Esta chica se queda con nosotros. Cuando todos los mayores se hayan ido a sus habitaciones, haremos una fiestecita. No se preocupen. Nos aseguraremos de que regrese sana y salva.

Los Alter sonrieron y le tiraron un beso con la mano a Fern y otro a Brooke. En cuanto salieron del comedor, Brooke se volvió hacia Fern.

– Me has salvado la vida. Me habrían obligado a tomar una copa con ellos en el hotel y después me habrían acompañado a mi habitación, para hacerme otras seis mil preguntas sobre Julian, y probablemente mi suegra habría hecho algún comentario odioso sobre mi peso, mi matrimonio o ambas cosas. No sé cómo agradecértelo.

Fern desechó con un gesto los agradecimientos.

– ¡Por favor! No podía dejar que te marcharas con alguien que lleva puesto un sombrero como ése. ¡Imagina si te viera la gente! -Se echó a reír y Brooke se reafirmó en su opinión de que era una persona muy agradable-. Además, quiero que te quedes por motivos egoístas. A todos mis amigos les encantas.

Supuso que Fern sólo lo decía para hacerla sentir bien. Después de todo, no había tenido ocasión de hablar con casi nadie en toda la velada, aunque era cierto que los amigos de Trent y de Fern le habían parecido simpáticos. Pero ¿qué más daba? El halago tuvo los efectos deseados y la hizo sentirse bien, tanto que aceptó brindar con tequila con Trent, en nombre de Julian, y después bebió dos Lemon Drops con Fern y sus amigas de la fraternidad universitaria (cuya capacidad para beber era superior a la de cualquier mujer que Brooke hubiese conocido). Siguió sintiéndose bien en torno a la medianoche, cuando apagaron las luces y alguien encontró la manera de conectar un iPhone al sistema de audio del restaurante, y se sintió bien durante dos horas más, durante las cuales bebió, bailó y (si había de ser completamente sincera) flirteó como en los viejos tiempos con uno de los médicos internos compañeros de Trent. Todo completamente inocente, desde luego. Pero se le había olvidado lo que era tener a un hombre atractivo totalmente pendiente de ella durante toda la noche, llevándole copas e intentando hacerla reír. Aquello también la hizo sentirse bien.

Lo que ya no la hizo sentir nada bien, como era de esperar, fue la espantosa resaca de la mañana siguiente. Aunque eran casi las tres cuando volvió a su habitación, se despertó a las siete mirando al techo, segura de que iba a vomitar en cualquier momento y preguntándose cuánto tiempo tendría que sufrir hasta entonces. Media hora después, estaba en el suelo del baño, respirando trabajosamente y rezando para que los Alter no llamaran a la puerta. Por fortuna, consiguió arrastrarse de vuelta a la cama y dormir hasta las nueve.

A pesar del tremendo dolor de cabeza y del gusto desagradable que tenía en la boca, sonrió cuando abrió los ojos y miró el teléfono. Julian había llamado y enviado mensajes media docena de veces, preguntando dónde estaba y por qué no contestaba al teléfono. Iba de camino al aeropuerto para coger el avión de vuelta a casa, la echaba de menos, la quería y no veía la hora de encontrarse con ella en Nueva York. Fue agradable que se volvieran las tornas, al menos por una noche. Por fin había sido ella la que había trasnochado, la que había bebido demasiado y la que había estado de fiesta hasta la madrugada.

Brooke se duchó y bajó al vestíbulo para tomar un café, rezando para no toparse con los Alter por el camino. Le habían dicho la noche anterior que tenían pensado pasar el día con los padres de Trent; las dos mujeres tenían cita para una sesión de peluquería y maquillaje, y los dos hombres pensaban jugar una partida de squash. Elizabeth la había invitado para que fuera con ellas, pero Brooke le había mentido descaradamente y le había dicho que planeaba ir a casa de Fern, para almorzar con ella y sus damas de honor. Acababa de sentarse, con el periódico y un tazón de café con leche, cuando oyó que la llamaban por su nombre. Junto a su mesa estaba Isaac, el atractivo internista con el que había estado flirteando la noche anterior.

– ¿Brooke? ¡Hola! ¿Qué tal estás? Tenía la esperanza de verte por aquí.

Ella no pudo evitar sentirse halagada por su interés.

– Hola, Isaac. Me alegro de verte.

– No sé tú, pero yo estoy destrozado después de lo de anoche.

Brooke sonrió.

– Sí, fue demasiado. Pero me divertí mucho.

Para asegurarse de que el comentario sonara completamente inocente (el flirteo había sido divertido, pero ella era una mujer casada), añadió:

– A mi marido le dará mucha pena habérselo perdido.

Una extraña expresión apareció en la cara de Isaac. No era de asombro, sino de alivio de que ella finalmente hubiera dicho algo al respecto. En ese momento, ella lo comprendió.

– Entonces ¿es cierto que estás casada con Julian Alter? -preguntó, mientras se sentaba en la silla de al lado-. Oí que todo el mundo lo comentaba anoche, pero no estaba seguro de que fuera verdad.

– Sí, con el auténtico -replicó Brooke.

– ¡Es una locura! ¡Si yo te contara! Lo sigo desde que actuaba en el Nick's, en el Upper East Side. ¡Y de pronto está en todas partes! No puedes abrir una revista, ni encender el televisor, sin ver a Julian Alter. ¡Es increíble! ¡Debe de ser fantástico para ti!

– Ni te lo imaginas -dijo ella, automáticamente, mientras poco a poco se reafirmaba en su impresión de que la había perseguido por eso.

Se preguntó cuánto tendría que esperar, hasta poder levantarse sin resultar abiertamente grosera, y calculó un mínimo de tres interminables minutos.

– Espero que no te molestes si te pregunto…

«¡Oh, no!», pensó Brooke. Estaba segura de que iba a preguntarle por las fotos. Había disfrutado de dieciocho horas de paz, durante las cuales nadie se las había mencionado, y ahora Isaac estaba a punto de estropearlo todo.

– ¿Te apetece un café? -lo interrumpió Brooke, en un intento desesperado de distraerlo de lo inevitable.

Él pareció confuso durante un momento, pero en seguida negó con la cabeza. Metió la mano en el bolso de lona que tenía apoyado en el suelo, sacó un sobre de papel marrón y dijo:

– Quería preguntarte si no te importaría darle esto a Julian en mi nombre. Ya me imagino que estará terriblemente ocupado, y de entrada te digo que no tengo ni la décima parte de su talento, pero llevo mucho tiempo dedicándole a mi música el poco tiempo libre que tengo, y… bueno, ya sabes, me gustaría que me diera su opinión.

Y a continuación, sacó del sobre un cedé metido en una funda y se lo dio a Brooke.

Ella no supo si reír o llorar.

– Hum, claro, desde luego. O mejor, ¿qué te parece si te doy la dirección de su estudio y se lo envías tú mismo por correo?

La cara de Isaac se iluminó.

– ¿De verdad? Sería genial. Creía que con todo lo que está pasando… Bueno, pensaba que ya no…

– Sí, todavía pasa todo el tiempo en el estudio, trabajando en su próximo álbum. Oye, Isaac, ahora tengo que subir a la habitación a hacer una llamada. Nos vemos esta noche, ¿de acuerdo?

– Claro, sí, de acuerdo. Eh… ¡Brooke! Otra cosa… Mi novia, que todavía no ha venido (vendrá esta noche), tiene un blog en el que habla de famosos, fiestas de sociedad y ese tipo de cosas. Bueno, verás, le encantaría hacerte una entrevista. Me ha pedido que te lo diga, por si necesitas un foro justo e imparcial donde contar tu versión de la historia. En cualquier caso, estoy seguro de que le gustaría mucho que…

Brooke sintió que si no se marchaba en ese instante, iba a decir algo horrible.

– Gracias, Isaac. Dile que le agradezco que haya pensado en mí, pero de momento no necesito nada. Gracias.

Antes de que él pudiera articular una palabra más, Brooke se metió en el ascensor.

Cuando volvió a su habitación, se encontró que se la estaban limpiando, pero no podía arriesgarse a volver al vestíbulo. Le sonrió a la señora de la limpieza, que en todo caso parecía agotada y necesitada de un descanso, y le dijo que lo dejara todo como estaba. Cuando la limpiadora recogió sus cosas y se marchó, Brooke se dejó caer en la cama deshecha e intentó mentalizarse para trabajar un poco. No tenía que empezar a arreglarse hasta seis horas más tarde y había resuelto dedicar ese tiempo a buscar ofertas de empleo, enviar su curriculum y escribir un par de cartas generales de presentación, que podría personalizar cuando llegara el momento.

Sintonizó en la radio despertador una emisora de música clásica, como pequeña rebelión contra Julian, que le había llenado el iTunes no sólo con su música, sino con la de todos los otros artistas que Brooke «debía» escuchar, y se sentó a la mesa de escritorio. Durante la primera hora, mantuvo maravillosamente la concentración (lo cual no fue fácil, teniendo en cuenta que aún le dolía la cabeza) y consiguió enviar el curriculum a las principales webs de búsqueda de empleo. En la segunda hora, pidió al servicio de habitaciones una ensalada de pollo asado y se distrajo viendo en el portátil un episodio antiguo de Prison Break. A continuación, hizo una siesta de media hora. Cuando poco después de las tres recibió una llamada sin identificar en el móvil, estuvo a punto de no contestar, pero lo hizo, pensando que quizá fuera Julian.

– ¿Brooke? Aquí Margaret, Margaret Walsh.

La sorpresa fue tal que el teléfono estuvo a punto de caérsele de las manos. Su primera reacción fue de miedo (¿habría vuelto a perderse una guardia?), pero en seguida recuperó la lógica y recordó que lo peor ya había pasado. Fuera cual fuese el motivo de la llamada de Margaret, Brooke podía estar razonablemente segura de que no la llamaba para despedirla.

– ¡Margaret! ¿Cómo estás? ¿Todo bien?

– Sí, todo está muy bien. Escucha, Brooke. Siento molestarte en fin de semana, pero no he querido dejar esto pendiente hasta la semana próxima.

– No es ninguna molestia. De hecho, ahora mismo estaba enviando mi curriculum a diferentes sitios -dijo, sonriendo al teléfono.

– Bueno, me alegro de oírlo, porque creo que tengo un sitio adonde puedes enviarlo.

– ¿En serio?

– Acaba de llamarme una colega, Anita Moore. En realidad, es una ex empleada mía, pero de hace muchos años. Trabajó durante años en el Hospital Mount Sinai, pero lo ha dejado hace poco y está a punto de abrir un centro sanitario.

– Ah, qué interesante.

– Ella misma te contará todos los detalles, pero creo haber entendido que le han concedido una subvención federal, para establecer una especie de centro de intervención temprana, en una zona de riesgo elevado. Está buscando un logopeda especializado en niños y un nutricionista con experiencia en asesoramiento prenatal y posnatal, así como para la lactancia y el puerperio. El centro funcionará en un barrio sin acceso regular a la atención prenatal, con pacientes que no tienen ni la más remota idea de nutrición, por lo que gran parte del trabajo será muy básico (habrá que convencer a las futuras mamás de que se tomen el ácido fólico y ese tipo de cosas), pero creo que por eso mismo será interesante y gratificante. Como mi amiga no se quiere llevar a ninguno de los nutricionistas actualmente en plantilla en el Mount Sinai, me ha llamado para ver si podía recomendarle a alguien.

– ¿Y me has recomendado a mí?

– Así es. Te seré sincera, Brooke. Le conté todo acerca de Julian, los días que faltaste y la vida agitada que llevas, pero también le dije que eras una de las mejores y más brillantes nutricionistas que han trabajado a mis órdenes. De este modo, nadie podrá llamarse a engaño.

– ¡Margaret, me parece una oportunidad fabulosa! No sé cómo agradecerte que me hayas recomendado.

– Brooke, sólo te pido una cosa. Si crees que tu agitada vida seguirá interfiriendo en tu trabajo, te ruego que seas sincera con Anita. No creo que pueda cumplir con sus objetivos si no puede contar con todas las personas de su equipo.

Brooke asintió frenéticamente con la cabeza.

– Ni siquiera hace falta que lo digas, Margaret. Te lo aseguro. La carrera de mi marido no volverá a interferir en mi trabajo. Os lo prometo a Anita y a ti.

Casi incapaz de contenerse para no gritar de felicidad, Brooke copió con cuidado la información de contacto de Anita y le dio profusamente las gracias a Margaret. Después de abrir una lata de Coca-Cola Light que encontró en el minibar, con el dolor de cabeza mágicamente curado, abrió un mensaje nuevo en su correo electrónico y empezó a teclear. ¡Iba a conseguir ese trabajo!

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