Brooke salió al pasillo de la sección de obstetricia del Centro Médico Langone de la Universidad de Nueva York y corrió la cortina. Había visto a ocho pacientes y todavía le quedaban tres. Repasó las fichas restantes: una adolescente que esperaba un bebé, una embarazada con diabetes gestacional y una primeriza que se esforzaba por amamantar a sus gemelos recién nacidos. Miró la hora y calculó: si todo iba bien, como esperaba, quizá podría salir a una hora decente.
– ¿Señora Alter? -sonó la voz de su paciente, detrás de la cortina.
Brooke volvió a entrar.
– ¿Sí, Alisha?
Se ajustó la bata blanca sobre el pecho, preguntándose cómo haría esa chica para no temblar de frío, vestida únicamente con la bata fina como el papel que le habían dado en el hospital.
Alisha se retorció las manos, con la mirada fija en la sábana que le cubría las piernas.
– Eso que me ha dicho de que las vitaminas prenatales son muy importantes… ¿Le harán bien, aunque que no las haya tomado desde el principio?
Brooke asintió.
– Ya sé que no es fácil ver el lado bueno de una gripe fuerte -dijo, mientras se acercaba a la cama de la joven-, pero al menos te ha hecho venir aquí y nos ha dado la oportunidad de recetarte las vitaminas y de preparar un plan para el resto del embarazo.
– Sí, por eso mismo quería preguntarle… ¿No tendría…? ¿No habría por aquí alguna muestra gratis que pueda darme?
La paciente rehuía su mirada.
– No creo que haya ningún problema -replicó Brooke con una sonrisa, pero irritada consigo misma por haber olvidado preguntarle si podía pagarse las vitaminas-. Vamos a ver… Te quedan dieciséis semanas… Te dejaré todas las dosis que necesitas en el módulo de enfermería, ¿de acuerdo?
Alisha pareció aliviada.
– Gracias -dijo en voz baja.
Brooke le apretó cariñosamente un brazo y salió otra vez al otro lado de la cortina. Después de conseguir las vitaminas para Alisha, se dirigió casi corriendo a la deprimente sala de descanso de las dietistas: un cubículo sin ventanas en el quinto piso, con una mesa y cuatro sillas de formica, un minifrigorífico y una pared cubierta de taquillas. Si se daba prisa, podía tragar rápidamente un bocado y un café, y llegar a tiempo para la cita siguiente. Aliviada al ver que la sala estaba vacía y el café listo, sacó de su taquilla un recipiente de plástico lleno de rodajas de manzana y empezó a untarlas con mantequilla de cacahuete natural, que llevaba en sobrecitos de viaje. En el momento exacto en que tuvo la boca llena, sonó su teléfono móvil.
– ¿Va todo bien? -preguntó sin saludar. Le costaba hablar con la boca llena.
Su madre tardó en contestar.
– Claro que sí, corazón. ¿Por qué no iba a ir bien?
– Mira, mamá, aquí hay mucho trabajo, y ya sabes que no me gusta hablar por teléfono cuando estoy trabajando.
Un aviso por el altavoz de la megafonía ahogó la segunda parte de su frase.
– ¿Qué ha sido eso? No te he oído bien.
Brooke suspiró.
– Nada, olvídalo. ¿Qué pasa?
Se imaginó a su madre con sus sempiternos pantalones de explorador y sus Naturalizer sin tacones, el mismo estilo que había llevado toda la vida, yendo y viniendo por la cocina larga y estrecha de su piso de Filadelfia. Aunque llenaba sus días con una sucesión interminable de clubes de lectura, clubes de teatro y obras de voluntariado, parecía que aún le quedaba mucho tiempo libre y que dedicaba la mayor parte a llamar a sus hijos para preguntarles por qué no la llamaban. Aunque era fantástico que pudiera disfrutar de su jubilación, se había entrometido mucho menos en la vida de Brooke cuando tenía clases que impartir todos los días, de tres a siete.
– Espera un minuto… -La voz de su madre se alejó y por un momento fue sustituida por la de Oprah, hasta que también el televisor calló abruptamente-. Ya está.
– ¡Vaya! ¡Has apagado a Oprah! Debe de ser importante.
– Está entrevistando otra vez a Jennifer Aniston. No soporto sus entrevistas: ha superado lo de Brad, está encantada de tener cuarenta y muchos años, y nunca se ha sentido mejor. ¡Ya lo sabemos! ¿Por qué tenemos que seguir hablando al respecto?
Brooke se echó a reír.
– Oye, mamá, ¿te parece que te llame esta noche? Sólo me quedan quince minutos de descanso.
– Claro que sí, cielito. Cuando me llames, recuérdame que te cuente lo de tu hermano.
– ¿Qué le pasa a Randy?
– Nada malo. Por fin algo bueno. Pero ya veo que estás ocupada, así que ya hablaremos más tarde.
– Mamá…
– Ha sido una imprudencia por mi parte llamarte en medio de tu descanso. Ni siquiera había…
Brooke suspiró profundamente y sonrió para sus adentros.
– ¿Tendré que suplicarte?
– Cariño, cuando no es buen momento, no es buen momento. Ya hablaremos cuando estés menos atareada.
– Vale, mamá, te lo suplico. Cuéntame lo de Randy. Estoy de rodillas, de verdad. Por favor, dime qué le pasa. ¡Por favor!
– Muy bien, si insistes tanto… tendré que decírtelo. Randy y Michelle están embarazados. Ya lo ves, me has obligado a contártelo.
– ¿Que están qué?
– Embarazados, cielo. Van a tener un bebé. Ella está todavía muy al principio: apenas siete semanas, pero el médico dice que todo va bien. ¿No es maravilloso?
Brooke oyó que el televisor volvía a sonar de fondo, un poco más bajo esta vez, pero no lo suficiente para que la risa característica de Oprah no resultara reconocible.
– ¿Maravilloso? -preguntó Brooke, apoyando sobre la mesa el cuchillo de plástico-. No sé muy bien si llamarlo así. No hace ni seis meses que salen. No están casados. ¡Ni siquiera viven juntos!
– ¿Desde cuándo eres tan puritana, cariño? -preguntó la señora Greene, antes de chasquear la lengua con desagrado-. Si alguien me hubiese dicho que mi hija, una mujer culta de treinta años, que está viviendo en una gran ciudad, era tan tradicionalista, jamás me lo hubiese creído.
– Mamá, no me parece que sea de «tradicionalistas» esperar que la gente tenga una relación seria antes de ponerse a fabricar bebés.
– ¡Ay, Brooke, no seas tan estricta! No todos pueden (ni deben) casarse a los veinticinco. Randy tiene treinta y ocho, y Michelle, casi cuarenta. ¿De verdad crees que a esa edad alguien se preocupa por firmar un estúpido documento? A estas alturas, todos deberíamos saber que un papel no significa nada.
Una serie de pensamientos desfilaron por la mente de Brooke: el divorcio de sus padres, casi diez años antes, cuando su padre abandonó a su madre para irse con la enfermera del instituto de secundaria donde ambos enseñaban; el modo en que su madre la había hecho sentarse después de su compromiso con Julian y le había dicho que en esos tiempos una mujer podía ser perfectamente dichosa sin casarse; y el ferviente deseo de su madre de que esperara a tener la carrera profesional bien encaminada, antes de ponerse a tener hijos. Era interesante observar que en el caso de Randy, por lo visto, los criterios eran completamente distintos.
– ¿Sabes qué es lo que más me divierte? -preguntó su madre en tono despreocupado-. La idea de que quizá (sólo quizá) tu padre y Cynthia también tengan un bebé. Ya sabes, teniendo en cuenta lo joven que es ella… Entonces tendrías un hermano y un padre que estarían esperando un bebé a la vez. De verdad, Brooke, ¿cuántas chicas pueden decir lo mismo?
– Mamá…
– En serio, cielito, ¿no te parece bastante irónico (bueno, no sé si «irónico» es la palabra exacta, pero es una coincidencia bastante grande) que la mujer de tu padre sea un año menor que Michelle?
– ¡Mamá, déjalo ya! Sabes muy bien que papá y Cynthia no van a tener hijos. Él está a punto de cumplir sesenta y cinco, ¡por el amor de Dios!, y ella ni siquiera tiene pensado… -Pero Brooke se interrumpió, sonrió en silencio y meneó la cabeza-. ¿Sabes? Quizá tengas razón y puede que papá y Cynthia se suban al tren. De ese modo, papá y Randy podrán mejorar su relación, hablando del horario de los biberones, las siestas y esas cosas. ¡Qué imagen tan dulce!
Imaginaba el efecto que tendrían sus palabras y no se equivocó.
Su madre resopló.
– ¡Por favor! Lo más cerca que ha estado nunca ese hombre de un pañal, incluso cuando vosotros erais bebés, ha sido mirando anuncios. Los hombres no cambian, Brooke. Tu padre ni siquiera se acercará a ese niño hasta que tenga edad suficiente para expresar una opinión política. Pero creo que aún hay esperanza para tu hermano.
– Sí, claro, esperemos que sí. Ya lo llamaré esta noche, para felicitarlo, pero ahora tengo que…
– ¡No! -chilló la señora Greene-. Esta conversación no ha existido. Le prometí a tu hermano que no te lo contaría, así que tendrás que fingir que te asombras cuando te llame.
Brooke suspiró y sonrió.
– Ya veo cómo cumples tus promesas, mamá. ¿También se lo cuentas todo a Randy cuando te hago prometer que guardarás el secreto?
– Claro que no. Sólo se lo cuento cuando es interesante.
– Gracias, mamá.
– Te quiero, cielito. Y recuerda, ¡no se lo digas a nadie!
– Prometido. Te doy mi palabra.
Brooke colgó y miró la hora: las cinco menos cinco. Cuatro minutos para su siguiente cita. Sabía que no era buen momento para llamar, pero no pudo esperar. En cuanto marcó el número, recordó que Randy quizá se hubiera quedado después de las clases para entrenar al equipo de fútbol de la escuela, pero su hermano cogió el teléfono al primer tono de llamada.
– Hola, Brookie, ¿qué me cuentas?
– ¿Qué te cuento yo? ¡Nada! ¡Me parece que tú tienes mucho más que contarme a mí!
– ¡Por Dios! Se lo he dicho hace menos de ocho minutos y ha jurado que esperaría hasta que yo te lo contara.
– Sí, yo también he jurado que no te diría que me lo había contado, así que ya ves. ¡Enhorabuena, hermanito!
– Gracias. Los dos estamos bastante entusiasmados… y también un poco asustados, porque pasó mucho más rápido de lo que esperábamos, pero contentos.
– ¿Qué quieres decir con eso de que pasó «mucho más rápido»? ¿Lo teníais planeado?
Randy se echó a reír, y Brooke oyó que decía «Espera un minuto» a alguien que le estaba hablando, probablemente un alumno. Después le contestó:
– Así es. Michelle dejó de tomar la píldora el mes pasado. El médico dijo que su ciclo tardaría un par de meses en regularse y que sólo entonces podríamos averiguar si era posible que se quedara embarazada a su edad. Nunca imaginamos que iba a pasar en seguida.
Era surrealista oír a su hermano mayor (un soltero empedernido que tenía la casa decorada con viejos trofeos de fútbol y dedicaba más metros cuadrados a la mesa de billar que a la cocina) hablar de ciclos regulados, píldoras anticonceptivas y opiniones médicas, sobre todo cuando cualquiera habría apostado por Brooke y Julian como los principales candidatos para dar la gran noticia…
– ¡Uaaah! ¿Qué más puedo decir? ¡Uaaah!
Era cierto que no podía decir nada más. Le preocupaba que su hermano notara que se le quebraba la voz y que lo interpretara mal.
Estaba tan emocionada por Randy que tenía un nudo en la garganta. Claro que él se las arreglaba bastante bien y siempre parecía contento y satisfecho, pero a Brooke le preocupaba que estuviera solo. Vivía en las afueras, rodeado de familias, y todos sus antiguos compañeros de estudios tenían hijos desde hacía tiempo. No tenía suficiente confianza con Randy para hablar al respecto, pero siempre se había preguntado si era eso lo que quería y si era feliz con su vida de soltero. En aquel momento, al notar su entusiasmo, se dio cuenta de lo mucho que su hermano debía de haber anhelado una familia y se sintió al borde de las lágrimas.
– Sí, es bastante chulo. ¿Me imaginas enseñándole al enano a lanzar un pase? Voy a comprarle un balón auténtico de cuero de cerdo, tamaño infantil, para que se acostumbre bien desde el principio (¡nada de esa mierda de Nerf para mi muchachito!); y cuando le hayan crecido las manos, ya estará listo para el balón grande.
Brooke se echó a reír.
– Es obvio que no has considerado la muy viable posibilidad de que sea una niña, ¿no?
– Hay otras tres profesoras embarazadas en la escuela y las tres esperan niños -respondió él.
– Muy interesante. Pero ¿eres consciente de que si bien compartís el mismo entorno de trabajo no hay ninguna ley humana o biológica que exija que todos vuestros bebés tengan que ser del mismo sexo?
– Yo no estaría tan seguro…
Ella volvió a reír.
– Entonces ¿vais a averiguarlo? ¿O es demasiado pronto para hacer esa pregunta?
– Como yo ya sé que es niño, no es una pregunta relevante. Pero Michelle quiere que sea una sorpresa, así que vamos a esperar.
– ¡Ah, me parece muy bien! ¿Cuándo llegará el pequeñito?
– El veinticinco de octubre. Será un bebé de Halloween. Creo que es un buen augurio.
– Yo también lo creo -dijo Brooke-. Ahora mismo lo apunto en el calendario. Veinticinco de octubre: seré tía.
– Eh, Brookie, ¿y qué me dices de vosotros dos? Sería bonito que los primos hermanos tuvieran más o menos la misma edad, ¿no? ¿Hay alguna posibilidad?
Brooke sabía que no era fácil para Randy hacerle una pregunta tan personal como ésa, y por eso se contuvo para no saltarle a la yugular, pero el comentario le hizo daño. Cuando Julian y ella se casaron, con veintisiete y veinticinco años respectivamente, estaba convencida de que tendrían un bebé en torno a su trigésimo cumpleaños. Pero ya había cumplido los treinta y ni siquiera habían empezado a intentarlo. Le había sacado el tema a Julian un par de veces, de manera fortuita, como para no presionarlo ni presionarse a sí misma, pero él le había contestado con la misma vaguedad. Le había dicho que sí, que sería genial tener un hijo «algún día», pero que de momento lo mejor era que los dos se concentraran en sus respectivas carreras. Por eso, aunque ella deseaba tener un bebé (de hecho, era lo que más deseaba en el mundo, sobre todo en aquel momento, después de oír la noticia de Randy), adoptó la versión de Julian.
– Sí, algún día, desde luego -dijo, tratando de aparentar despreocupación, exactamente lo contrario de lo que sentía-. Pero ahora no es el mejor momento para nosotros. Tenemos que concentrarnos en el trabajo, ¿sabes?
– Claro -respondió Randy, y Brooke se preguntó si habría adivinado la verdad-. Tenéis que hacer lo que sea mejor para vosotros.
– Así es… Oye, perdona, pero voy a tener que dejarte, porque se me acaba el tiempo de descanso y voy a llegar tarde a la consulta.
– No te preocupes, Brookie. Gracias por la llamada… ¡y por el entusiasmo!
– ¿Bromeas? ¡Gracias a ti por una noticia tan estupenda! Me has alegrado el día y el mes entero. ¡Estoy muy emocionada por vosotros! Llamaré esta noche para darle la enhorabuena a Michelle, ¿de acuerdo?
Después de colgar, Brooke emprendió la marcha de regreso. Mientras caminaba, no podía dejar de menear la cabeza, incrédula. Probablemente parecía una loca, pero eso no llamaba la atención en un hospital. ¡Randy iba a ser padre!
Habría querido llamar a Julian para darle la noticia, pero antes le había parecido muy estresado y además no tenía tiempo. Otra de las nutricionistas estaba de vacaciones y aquella mañana se había producido una inexplicable proliferación de partos (casi el doble de lo habitual), por lo que su jornada parecía avanzar a la velocidad del rayo. No estaba mal, porque cuanto más se movía, menos tiempo tenía para notar el agotamiento. Además, era un reto y era emocionante tener que trabajar así, y aunque se quejaba cuando hablaba con Julian o con su madre, por dentro disfrutaba. Le encantaba atender a tantos pacientes distintos, todos de entornos diferentes y todos en el hospital por razones tremendamente variadas, pero cada uno necesitado de alguien que le adaptara la dieta a su caso específico.
La cafeína obró el efecto previsto y Brooke se ocupó de sus tres últimas citas con rapidez y eficacia. Acababa de cambiarse la bata por unos vaqueros y un suéter, cuando una de sus colegas de la sala de descanso, Rebecca, la avisó de que la jefa quería verla.
– ¿Ahora? -preguntó Brooke, temiendo que su noche empezara a desintegrarse.
Los martes y los jueves eran sagrados, porque eran los únicos días de la semana que no tenía que salir pitando del hospital para llegar a tiempo a su segundo trabajo: una consulta de nutrición en la Academia Huntley, una de las escuelas privadas para chicas más elitistas del Upper East Side. Los padres de una ex alumna de la Huntley que había muerto de anorexia con poco más de veinte años financiaban un programa experimental, que consistía en la presencia de una dietista en la escuela, veinte horas a la semana, para aconsejar a las chicas sobre alimentación sana e imagen corporal. Brooke era la segunda persona que se hacía cargo de ese programa relativamente nuevo, y aunque al principio había aceptado el empleo únicamente para complementar sus ingresos y los de Julian, con el tiempo se había ido sintiendo cada vez más apegada a las chicas. Claro que a veces se cansaba de las rencillas, las peculiaridades de la adolescencia y su interminable obsesión por la comida, pero siempre trataba de recordar que sus jóvenes pacientes no podían evitar ser como eran. Además, el trabajo tenía la ventaja añadida de permitirle ganar experiencia en el trato con adolescentes, algo de lo que carecía. Así pues, los martes y los jueves trabajaba solamente en el hospital, de nueve a seis, y los otros tres días de la semana su horario empezaba antes, para dejar tiempo a su segundo trabajo: entraba en el hospital a las siete, trabajaba hasta las tres y después cogía dos metros y un autobús para llegar a Huntley, donde atendía a las estudiantes (y a veces a sus padres) hasta las siete. Por muy temprano que se obligara a irse a la cama y por mucho café que bebiera cuando estaba despierta, se sentía permanentemente agotada. La vida con dos empleos era absolutamente extenuante, pero Brooke calculaba que sólo tendría que seguir trabajando de esa forma un año más, para reunir la formación y la experiencia necesarias para abrir su propia consulta privada de asesoramiento dietético prenatal e infantil, algo con lo que había soñado desde su primer día en los cursos de posgrado y el objetivo por el que había trabajado con diligencia desde entonces.
Rebecca asintió con expresión compasiva.
– Me ha dicho que te pregunte si puedes pasarte un momento antes de marcharte.
Brooke guardó rápidamente sus cosas y se dirigió al despacho de su jefa.
– ¿Margaret? -llamó, golpeando con los nudillos la puerta del despacho-. Rebecca me ha dicho que querías verme.
– Pasa, pasa -dijo la jefa, mientras ordenaba unos papeles sobre la mesa-. Siento hacerte quedar fuera de horario, pero he pensado que siempre tenemos tiempo para recibir buenas noticias.
Brooke se sentó en la silla delante de la mesa de Margaret y esperó.
– Verás, hemos terminado de procesar todas las evaluaciones de los pacientes, y tengo el placer de anunciarte que has recibido las mejores clasificaciones de todo el equipo de dietistas.
– ¿En serio? -preguntó Brooke, sin poderse creer que fuera la mejor de siete.
– Las demás ni siquiera se te acercan. -Con expresión ausente, Margaret se aplicó un poco de protector labial, hizo chasquear los labios para extenderlo y volvió a concentrarse en los papeles-. El noventa y uno por ciento de tus pacientes califica tus consultas de «excelentes» y el nueve por ciento restantes las considera «buenas». La segunda mejor del equipo obtuvo un ochenta y dos por ciento de «excelentes».
– Vaya -dijo Brooke, consciente de que debía mostrarse un poco modesta, pero incapaz de reprimir la sonrisa-. Es una noticia estupenda. Me alegro mucho de oírla.
– También nosotros, Brooke. Estamos muy contentos y queremos que sepas que apreciamos tu rendimiento. Te seguiremos asignando casos de la UCI, pero a partir de la semana próxima, reemplazaremos todos tus turnos en la unidad psiquiátrica por consultas neonatales. Supongo que te parecerá bien.
– ¡Sí, sí, me parece magnífico! -exclamó Brooke.
– Como sabes, eres la tercera en antigüedad del equipo, pero nadie tiene tu formación ni tu experiencia. Creo que será la posición ideal para ti.
Brooke no podía dejar de sonreír. ¡Por fin estaban dando sus frutos el curso extra sobre nutrición de recién nacidos, niños y adolescentes que había seguido en la universidad, y las dobles prácticas optativas en el área de pediatría!
– No sé cómo agradecértelo, Margaret. Es la mejor noticia que podías darme.
Su jefa se echó a reír.
– Vete y pasa una buena noche. Nos vemos mañana.
Mientras se dirigía al metro, Brooke agradeció en silencio la semipromoción que acababa de recibir y, sobre todo, la buena noticia de no tener que encargarse nunca más de los temidos turnos en la unidad psiquiátrica.
Se apeó del tren en la estación de Times Square, se abrió paso con rapidez entre la masa de gente que circulaba por los pasillos subterráneos y emergió estratégicamente por su salida habitual de la calle Cuarenta y Tres, que era la más cercana a su casa. No pasaba un día sin que echara de menos su viejo apartamento en Brooklyn, porque todo lo de Brooklyn Heights le encantaba y en cambio detestaba casi todo lo de Midtown West. Pero incluso ella tenía que admitir que sus trayectos diarios al trabajo (tanto los suyos como los de Julian) eran mucho menos infernales.
Se sorprendió al notar que Walter, su spaniel tricolor con una mancha negra en un ojo, no se ponía a ladrar cuando metió la llave en la cerradura del piso. Tampoco salió corriendo a recibirla.
– ¡Walter Alter! ¿Dónde estás?
Hizo ruido de besitos y esperó. Oyó música en algún lugar de la casa.
– Estamos en el salón -la llamó Julian. Su voz le llegó entremezclada con los ladridos frenéticos y agudos de Walter.
Brooke dejó caer el bolso al lado de la puerta, se quitó los zapatos de tacón y observó que la cocina estaba mucho más limpia de lo que la había dejado.
– ¡Eh, no sabía que volverías pronto a casa esta noche! -dijo, mientras se sentaba junto a Julian en el sofá. Se inclinó para darle un beso, pero Walter la interceptó y le dio antes un lametazo en la boca.
– Hum, gracias, Walter. ¡Me siento tan bienvenida!
Julian le quitó el sonido al televisor y se volvió hacia ella.
– A mí también me gustaría lamerte la cara, ¿sabes? Probablemente mi lengua no podría competir con la de un spaniel, pero estoy dispuesto a intentarlo.
Sonrió, y Brooke se maravilló una vez más del cosquilleo que experimentaba cada vez que él le sonreía, incluso después de tantos años.
– Debo decir que la propuesta es tentadora. -Se agachó para esquivar a Walter y consiguió besar los labios manchados de vino de Julian-. Parecías tan estresado cuando hemos hablado antes, que pensé que volverías a casa mucho más tarde. ¿Va todo bien?
Julian se levantó, fue a la cocina y volvió con una segunda copa de vino, que llenó y le tendió a Brooke.
– Todo va bien. Pero esta tarde, después de colgar, me he dado cuenta de que hace casi una semana que no pasamos una velada juntos, y estoy aquí para remediarlo.
– ¿Ah, sí? ¿En serio?
Hacía varios días que ella pensaba lo mismo, pero no había querido quejarse, porque Julian se encontraba en un momento decisivo del proceso de producción de su álbum.
Él hizo un gesto afirmativo.
– Te echo de menos, Rook.
Ella le rodeó el cuello con los brazos y volvió a besarlo.
– Yo también te echo de menos. No sabes cuánto me alegro de que hayas vuelto pronto a casa. ¿Quieres que bajemos a comer fideos chinos?
Por cuestiones de presupuesto, intentaban cocinar en casa tan a menudo como era posible, pero los dos estaban de acuerdo en que ir a comer fideos chinos al restaurante barato de la esquina no contaba realmente como «cenar fuera».
– ¿Te importa si nos quedamos? Me apetece mucho pasar una noche tranquila en casa contigo.
Julian bebió otro sorbo de vino.
– Por mí, muy bien. Pero hagamos un trato…
– ¡Oh, no! ¿Qué va a ser?
– Trabajaré como una esclava sobre los fogones para prepararte una cena deliciosa y nutritiva, si tú te comprometes a masajearme los pies y la espalda durante treinta minutos.
– ¿Qué dices de trabajar como una esclava sobre los fogones? ¡Si puedes hacer pollo salteado en algo así como dos minutos! ¡No es justo!
Brooke se encogió de hombros.
– Como quieras. Hay una caja de cereales en la despensa, pero creo que se nos ha acabado la leche. Claro que también puedes hacerte palomitas.
Julian se volvió hacia Walter y le dijo:
– No sabes qué suerte tienes, muchacho. ¡A ti no te hace trabajar a cambio de comida!
– El precio acaba de subir a treinta minutos.
– ¡Ya era de treinta minutos! -dijo Julian en tono quejumbroso.
– Era de treinta minutos en total. Ahora son treinta minutos en los pies y otros treinta en la espalda.
Julian fingió considerar la oferta.
– Cuarenta y cinco minutos, y no se hable más.
– Todo intento de negociar a la baja añadirá minutos al total.
Julian levantó las manos.
– Me temo que no habrá trato.
– ¿De verdad? -preguntó ella-. ¿Vas a cocinar tú solo esta noche? -insistió, sonriendo. Su marido se ocupaba tanto como ella de limpiar la casa, pagar las facturas y cuidar al perro, pero era completamente inútil en la cocina y lo sabía.
– Sí, en efecto. De hecho, ya he cocinado para los dos. Te he preparado la cena de esta noche.
– ¿Que has hecho qué?
– Como lo oyes. -En algún lugar de la cocina, empezó a sonar el pitido de un temporizador-. Y en este mismo instante está lista. Te ruego que ocupes tu puesto -dijo solemnemente, con falso acento británico.
– Ya lo he ocupado -contestó ella, mientras se arrellanaba en el sofá y acomodaba los pies sobre la mesita baja.
– Ah, sí -replicó Julian desde la minúscula cocina-. Ya veo que has encontrado el camino del comedor de gala. Perfecto.
– ¿Necesitas ayuda?
Julian regresó sujetando una cazuela pyrex entre dos manoplas.
– Macarrones al horno para mi amor…
Estaba a punto de depositar la fuente caliente sobre la madera, cuando Brooke lanzó un grito y se levantó de un salto para ir a buscar un salvamanteles. Julian empezó a servir a cucharadas la pasta humeante.
Brooke lo miraba estupefacta.
– ¿Ahora es cuando me dices que durante todos estos años has tenido un romance con otra mujer y que esperas que te perdone? -preguntó.
Julian sonrió.
– Calla y come.
Ella se sentó y se sirvió un poco de ensalada, mientras Julian seguía sirviéndole macarrones.
– Amorcito, esto tiene una pinta increíble. ¿Dónde aprendiste a hacerlo? ¿Y por qué no lo haces todas las noches?
Julian la miró con una sonrisa tímida.
– Es posible que haya comprado los macarrones preparados y que sólo los haya puesto a calentar en el horno. Es posible. Pero los he comprado y calentado con mucho amor.
Brooke levantó la copa de vino y esperó a que Julian brindara.
– Son perfectos -dijo, y de verdad lo creía-. Absolutamente, increíblemente perfectos.
Mientras cenaban, Brooke le contó la noticia de Randy y Michelle, y se alegró de ver lo encantado que parecía, hasta el punto de sugerir que fueran a Pennsylvania a hacer de canguros cuando naciera el sobrino o la sobrina. Por su parte, Julian la puso al corriente de los planes de Sony ahora que el álbum ya estaba casi terminado, y le habló del nuevo representante que había contratado por recomendación de su agente.
– Dicen que es el mejor entre los mejores. Tiene fama de ser un poco agresivo, pero supongo que eso es bueno en un representante.
– ¿Cómo te cayó cuando le hiciste la entrevista?
Julian reflexionó un momento.
– No creo que «entrevista» sea la palabra, sino más bien que él me presentó el plan que tenía para mí. Dice que estemos en un punto crítico y que ha llegado el momento de empezar a «orquestar la operación».
– Bueno, estoy ansiosa por conocerlo -dijo Brooke.
– Sí, claro. Tiene sin duda un poco del aire meloso de Hollywood (ya sabes, cuando parece que todos son amables sólo porque quieren conseguir algo), pero me gusta la confianza que transmite.
Julian vació la botella de vino, repartiendo a partes iguales lo que quedaba entre las dos copas, y se sentó en su sillón.
– ¿Cómo va todo en el hospital? ¿Ha sido un día de locos?
– ¡Sí, pero adivina lo que ha pasado! He recibido las mejores evaluaciones de los pacientes, de todo el equipo, y ahora van a darme más turnos en pediatría.
Bebió otro sorbo de vino; no le importaba que le doliera la cabeza a la mañana siguiente.
Julian le dedicó una sonrisa enorme.
– ¡Qué bien, Rook! ¡No es ninguna sorpresa, pero es fantástico! Estoy muy orgulloso de ti. -Se inclinó sobre la mesa y la besó.
Brooke lavó los platos y después se dio un baño, mientras Julian terminaba de hacer unos ajustes en la web que se estaba diseñando. Finalmente, volvieron a encontrarse en el sofá, los dos en camiseta y pantalones de pijama.
Julian extendió la manta de viaje sobre las piernas de ambos y cogió el mando a distancia.
– ¿Una peli? -preguntó.
Ella consultó el reloj del aparato de vídeo: las diez y cuarto.
– Es un poco tarde para empezar una película, pero ¿qué tal «Anatomía de Grey»?
Él la miró con expresión horrorizada.
– ¿En serio? ¿Serías capaz de hacerme ver eso, cuando te he cocinado la cena?
Brooke sonrió y negó con la cabeza.
– No creo que «cocinar» sea la palabra exacta, pero tienes razón. Tú eliges esta noche.
Julian consultó la lista del aparato de vídeo y seleccionó un episodio reciente de «CSI».
– Ven aquí. Te haré un masaje en los pies mientras vemos la tele.
Brooke cambió de posición para ponerle los pies sobre las rodillas. Habría podido ronronear de felicidad.
En la televisión, unos detectives examinaban el cadáver mutilado de una presunta prostituta hallado en un vertedero en las afueras de Las Vegas, y Julian miraba la pantalla con fascinada atención. A ella no le gustaban tanto como a él las series policíacas con laboratorios y un montón de dispositivos científicos (Julian habría podido pasar la noche entera viendo cómo descubrían asesinos con sus escáneres, sus láseres y sus aparatos rastreadores), pero aquella noche no le importaba verlas. Se sentía feliz de estar sentada tranquilamente junto a su marido, concentrada en la deliciosa sensación del masaje en los pies.
– Te quiero -dijo, mientras reclinaba la cabeza sobre el apoyabrazos y cerraba los ojos.
– Yo también te quiero, Brooke. Ahora calla y déjame ver la tele.
Pero ella ya se había quedado dormida.
No había terminado de vestirse, cuando Julian entró en el dormitorio. Aunque era domingo, parecía muy nervioso.
– Tenemos que salir ahora mismo, o llegaremos tarde -dijo, mientras sacaba un par de zapatillas de deporte del vestidor que compartían-. Ya sabes cómo detesta mi madre los retrasos.
– Ya lo sé. Casi estoy lista -respondió ella, tratando de pasar por alto el hecho de que aún estaba sudando por los cinco kilómetros que había corrido una hora antes. Empujó a Julian fuera del dormitorio, aceptó el abrigo de lana que le tendía y lo siguió hasta la calle.
– Todavía no he entendido muy bien por qué están hoy en la ciudad tu padre y Cynthia -dijo Julian, mientras avanzaban medio corriendo y medio andando, desde su casa hasta la estación de metro de Times Square. El tren lanzadera hizo su entrada en cuanto pisaron el andén.
– Es su aniversario -replicó Brooke, encogiéndose de hombros.
Hacía un frío poco habitual para una mañana de marzo y a ella le hubiera encantado tomar una taza de té en el bar de la esquina, pero no tenían ni un segundo que perder.
– ¿Y han decidido venir aquí? ¿Un día helado de invierno?
Brooke suspiró.
– Supongo que es más interesante que Filadelfia. Parece ser que Cynthia no ha visto nunca El rey León y mi padre pensó que sería una buena excusa para visitarnos. Yo me alegro, porque de este modo podrás darles la noticia personalmente.
Le lanzó una mirada furtiva a Julian y lo vio esbozar una pequeña sonrisa. Era normal que se sintiera orgulloso, pensó. Acababa de recibir una de las mejores noticias de su carrera y se lo merecía.
– Bueno, sí, me parece prudente asumir que mis padres no destacarán mucho en el departamento del entusiasmo, pero quizá los tuyos lo entiendan -dijo.
– Mi padre ya va diciendo a todo el que quiera oírlo que tienes el talento de Bob Dylan para componer canciones y una voz que los hará llorar -replicó ella entre risas-. No cabrá en sí de entusiasmo, te lo garantizo.
Julian le apretó la mano. Su alborozo era palpable.
Brooke no pudo reprimir una sonrisa incómoda mientras hacían el transbordo a la línea 6.
– ¿Algún problema? -preguntó Julian.
– No, ninguno. Estoy tan emocionada por lo que vas a contarles que no veo el momento de llegar. Por otro lado, me da un poco de miedo tener a las dos parejas de padres en una misma habitación.
– ¿En serio piensas que será tan malo? ¡Pero si ya se han visto antes!
Brooke suspiró.
– Ya lo sé, pero sólo han coincidido en grupos grandes: en nuestra boda, en fiestas… Nunca cara a cara, como hoy. A mi padre sólo le interesa hablar de la próxima temporada de los Eagles. Cynthia está emocionada porque va a ver El rey León, ¡por Dios santo!, y cree que ningún viaje a Nueva York estaría completo sin un almuerzo en el Russian Tea Room. Por otro lado, tenemos a tus padres, dos neoyorquinos de pura cepa, los más intimidantes que he conocido en mi vida, que no ven un musical desde los años sesenta, no comen nada a menos que lo haya preparado un cocinero famoso y probablemente piensan que la NFL es una ONG francesa. Ya me dirás tú de qué van a hablar.
Julian le puso la mano en el cuello.
– Es sólo un brunch, cariño. Un poco de café, unos bollos y fuera. Todo irá bien, ya lo verás.
– Sí, seguro, con mi padre y Cynthia parloteando sin parar, a su manera alegre y frenética, mientras tus padres los juzgan en silencio, como dos estatuas de piedra. Sí, será una deliciosa mañana de domingo.
– Cynthia y mis padres pueden hablar de asuntos profesionales -propuso Julian sin mucho convencimiento. Al ver su cara de «ni siquiera yo me lo creo», Brooke se echó a reír.
– ¡Dime que no lo has dicho en serio! -exclamó ella, mientras los ojos empezaban a llenársele de lágrimas por la risa. Salieron a la superficie en la calle Setenta y Siete con Lexington, y emprendieron el camino hacia Park Avenue.
– ¡Pero es verdad!
– Eres un cielo, ¿lo sabías? -preguntó Brooke, acercándose a él para darle un beso en la mejilla-. Cynthia es enfermera en un colegio. Mira si los niños tienen amigdalitis y les aplica linimento para los calambres. Jamás sabría decir si el bótox es mejor o no que el ácido hialurónico para suavizar las líneas de la sonrisa. No creo que sus experiencias profesionales tengan mucho en común.
Julian puso cara de fingida ofensa.
– Me parece que se te ha olvidado que mi madre ha sido elegida como una de las mejores especialistas del país en la extirpación de venas varicosas -dijo con una sonrisa-. Sabes lo importante que fue aquello.
– Sí, claro. Importantísimo.
– Vale, vale, ya te entiendo. Pero mi padre puede hablar con cualquiera; ya sabes lo adaptable que es. Cynthia se quedará encantada con él.
– Es un tipo fantástico -convino Brooke, antes de cogerlo de la mano mientras se acercaban al edificio de los Alter-, pero es un especialista de fama mundial en cirugía de aumento de mama. Es natural que las mujeres piensen que les sopesa mentalmente las tetas y que las encuentra inadecuadas.
– Eso es una estupidez, Brooke. ¿Tú crees que todos los dentistas que conoces en sociedad te miran fijamente la dentadura?
– Sí.
– ¿O que los psicólogos que encuentras en una fiesta te psicoanalizan?
– Sí, estoy completamente convencida.
– ¡Pero eso es ridículo!
– Tu padre explora, manipula y evalúa mamas ocho horas al día. No digo que sea ningún pervertido, sino que tiene el instinto de estudiarlas. Las mujeres lo percibimos; es lo único que digo.
– Bueno, eso nos deja con una pregunta evidente.
– ¿Ah, sí? -preguntó ella, consultando el reloj, cuando ya se divisaba la marquesina del portal.
– ¿Tienes la impresión de que te estudia las tetas cuando estás con él?
El pobre Julian parecía tan desolado ante la sola mención de esa posibilidad que Brooke hubiese querido darle un abrazo.
– No, cariñito, claro que no -susurró, apoyándose contra él y estrechándole el brazo-. Al menos ahora no, después de todos estos años. Conoce la situación, sabe que nunca caerán en sus manos y creo que por fin lo ha superado.
– Son perfectas, Brooke. Absolutamente perfectas -dijo Julian de manera automática.
– Ya lo sé. Por eso tu padre se ofreció para operármelas a precio de coste cuando nos prometimos.
– No se ofreció para hacerlo él, sino su colega, y no te lo propuso porque creyera que lo necesitabas…
– ¿Por qué, entonces? ¿Porque creía que tú lo pensabas?
Brooke sabía que no era así. Lo habían hablado un millón de veces y sabía muy bien que el doctor Alter le había ofrecido sus servicios del mismo modo que un sastre se habría ofrecido a cortarle un traje, pero el incidente todavía la irritaba.
– Brooke…
– Lo siento. Es sólo que tengo hambre. Tengo hambre y estoy nerviosa.
– No será ni la mitad de malo de lo que crees.
El portero saludó a Julian chocando las manos en alto y con un palmoteo en la espalda. Sólo cuando los hubo conducido al ascensor y estaban subiendo al piso dieciocho, Brooke se dio cuenta de que no habían llevado nada.
– Creo que deberíamos salir corriendo y comprar unos pastelitos, unas flores o algo así -dijo, mientras tironeaba con urgencia del brazo de Julian.
– Vamos, Rook, no te preocupes. Son mis padres. No se fijarán en eso.
– Ja, ja. Si de verdad crees que a tu madre no le importará que lleguemos con las manos vacías, es que vives en un mundo de ilusiones.
– Nos traemos a nosotros mismos. Eso es lo que cuenta.
– Perfecto. No dejes de repetírtelo.
Julian llamó a la puerta, que se abrió de inmediato. En el vestíbulo les sonreía Carmen, niñera y ama de llaves de los Alter desde hacía treinta años. En un momento particularmente íntimo, al principio de su relación, Julian le había confiado a Brooke que había llamado «mamá» a Carmen hasta su quinto cumpleaños, porque no sabía qué otro nombre darle. Ella en seguida le había dado un fuerte abrazo.
– ¿Cómo está mi niño? -le preguntó Carmen, después de sonreírle a Brooke y darle un beso en la mejilla-. ¿Te alimenta bien tu mujer?
Brooke le estrechó cariñosamente un brazo a Carmen, preguntándose por milésima vez por qué no sería ella la madre de Julian.
– ¿Le ves aspecto de estar muriéndose de hambre? Algunas noches tengo que quitarle el tenedor de las manos.
– ¡Ése es mi niño! -exclamó Carmen, mirándolo con orgullo.
Una voz estridente les llegó desde el salón, al final del pasillo.
– Carmen, querida, di a los chicos que pasen, por favor. Y no olvides recortar los tallos cuando pongas las flores en un jarrón. En el nuevo de Michael Aram, por favor.
Carmen buscó las flores con la mirada, pero Brooke le enseñó las manos vacías. Después se volvió hacia Julian y lo miró.
– No lo digas -masculló Julian.
– De acuerdo. No diré que te lo dije, porque te quiero.
Julian la acompañó al salón (Brooke hubiese querido saltarse la reunión en el salón y pasar directamente al brunch) -, allí encontraron a las dos parejas sentadas una frente a otra, en dos sobrios sofás idénticos y ultramodernos.
– Brooke, Julian. -La madre de Julian sonrió, pero no se puso en pie-. Me alegro de que hayáis conseguido venir.
De inmediato, Brooke interpretó el comentario como un ataque a su impuntualidad.
– Sentimos mucho llegar tarde, Elizabeth. El metro estaba tan…
– Bueno, pero ya estáis aquí -dijo el doctor Alter, con las dos manos unidas en una postura un tanto afeminada en torno a un redondo vaso de naranjada, exactamente tal como ella imaginaba que sopesaría los pechos en su consulta.
– ¡Brookie! ¡Julian! ¿Qué hay de nuevo?
El padre de Brooke se levantó de un salto y los abarcó a los dos en un gran abrazo de oso. Era evidente que le incomodaba un poco que el factor campo favoreciera a los Alter, pero Brooke no podía culparlo.
– Hola, papá -dijo, devolviéndole el abrazo. Se dirigió hacia Cynthia, que quedó atrapada entre todos en el sofá y le dio un curioso abrazo, medio de pie y medio sentada-. Hola, Cynthia. Me alegro de verte.
– Y yo de verte a ti, Brooke. ¡Estamos tan emocionados! Aquí tu padre y yo estábamos comentando que apenas podemos recordar la última vez que estuvimos en Nueva York.
Sólo entonces Brooke tuvo ocasión de fijarse realmente en el aspecto de Cynthia, que llevaba un conjunto de chaqueta y pantalón rojo bombero, probablemente de poliéster, blusa blanca, zapatos negros planos y triple vuelta de perlas falsas al cuello, todo ello coronado por un peinado con muchos rizos y mucha laca. Parecía como si estuviera imitando a Hillary Clinton en un debate del Estado de la Nación, dispuesta a destacar en un mar de trajes oscuros. Brooke sabía que sólo intentaba encajar en su concepto de cómo debía vestir una mujer adinerada de Manhattan, pero sus cálculos habían resultado completamente erróneos, sobre todo en medio del piso minimalista y de inspiración asiática de los Alter. La madre de Julian era veinte años mayor que Cynthia, pero parecía diez años más joven, con sus vaqueros oscuros y su ligerísimo chal de cachemira sobre una ceñida túnica sin mangas. Llevaba un par de delicadas bailarinas con discreto logo de Chanel, una única pulsera de oro y un anillo con un diamante enorme. La piel le resplandecía con un saludable bronceado y leves toques de maquillaje, y llevaba el pelo suelto sobre la espalda. Brooke se sintió inmediatamente culpable; sabía lo muy intimidada que debía de estar Cynthia (después de todo, ella solía sentir lo mismo en presencia de su suegra), pero también le carcomía la conciencia por haber promovido la reunión. Incluso el padre de Brooke parecía incómodamente consciente de que sus pantalones de explorador y su corbata estaban fuera de lugar al lado del polo de algodón del doctor Alter.
– Julian, cielo, ya sé que tú quieres un Bloody. ¿Y tú, Brooke? ¿Un Mimosa? -preguntó Elizabeth Alter.
Era una pregunta sencilla; pero como muchas de las cosas que preguntaba aquella mujer, le pareció una trampa.
– A decir verdad, a mí también me gustaría un Bloody Mary.
– Desde luego.
La madre de Julian frunció los labios en una especie de indefinible desaprobación de la bebida. Hasta ese momento, Brooke no había podido averiguar si la poca simpatía que le demostraba su suegra tenía que ver con Julian y con el hecho de que ella lo apoyaba en sus ambiciones musicales, o si se debía pura y simplemente a que ella no le gustaba.
No les quedó más opción que ocupar las dos sillas restantes (de respaldo recto y de madera las dos, y muy poco acogedoras), que estaban enfrentadas entre sí, pero metidas en cuña entre los dos sofás. Brooke se sentía vulnerable e incómoda y trató de iniciar la conversación.
– ¿Cómo ha ido todo estas últimas semanas? -preguntó a los Alter, mientras sonreía a Carmen, que acababa de traerle el Bloody Mary en un vaso alto y ancho, con una rodaja de limón y un tallo de apio. Tuvo que hacer un esfuerzo para no bebérselo de un trago-. ¿Mucho trabajo, como siempre?
– Sí, ¡no puedo imaginar cómo lo hacéis para mantener ese ritmo! -intervino Cynthia, en un volumen un poco más fuerte de lo aconsejable-. Brooke me ha dicho cuántas… ejem… intervenciones hacéis en un día. ¡Y claro, eso cansaría a cualquiera! En el colegio, cuando tenemos un brote de anginas, yo estoy al borde del colapso. ¡Pero vosotros…! ¡Cielos, Louise, lo vuestro debe de ser una locura!
El rostro de Elizabeth Alter se quebró en una ancha sonrisa condescendiente.
– Sí, bueno, nos las arreglamos para estar siempre ocupados. Pero ¿no es aburrido hablar de nosotros? Prefiero oír a los chicos. ¿Julian? ¿Brooke?
Cynthia volvió a recostarse en el sofá, desanimada y consciente de la reprimenda. La pobre mujer estaba atravesando un campo minado y no tenía referencias para orientarse. Se frotó la frente con una expresión ausente, y de pronto pareció estar inmensamente cansada.
– Sí, claro. ¿Qué tal os va a vosotros dos?
Brooke sabía que no merecía la pena contar nada de su nuevo empleo. Aunque era su suegra la que le había conseguido la entrevista de trabajo en Huntley, lo había hecho solamente después de asegurarse de que Brooke no estaba dispuesta a considerar una carrera en la prensa, ni en la moda, ni en las casas de subastas, ni en las relaciones públicas. Si su nuera tenía que usar forzosamente el título de nutricionista, no acababa de entender por qué no podía ser asesora de Vogue o abrir una consulta privada para su legión de amigas del Upper East Side, o cualquier otra cosa con un poco más de glamour que «un deprimente servicio de urgencias, con borrachos y vagabundos sin techo», según sus propias palabras.
Julian notó que había llegado el momento de salvarla.
– Bueno, a decir verdad, tengo algo que anunciar -dijo con una tosecita.
De pronto, aunque Brooke estaba tan emocionada por Julian que casi no podía contenerse, sintió que la recorría una oleada de pánico. Se sorprendió rezando para que no dijera nada de la presentación, porque estaba segura de que la reacción de sus padres lo defraudaría y no quería verlo pasar por algo así. Nadie provocaba tanto en ella ese instinto protector como los padres de Julian; la sola idea de lo que iban a decir inspiraba en Brooke el deseo de rodearlo con sus brazos y llevárselo directamente a casa, donde estaría protegido de su mezquindad y, peor aún, de su indiferencia.
Todos esperaron un momento, mientras Carmen llevaba otra jarra de zumo de pomelo recién exprimido, y entonces volvieron a prestar atención a Julian.
– Me ha dicho… eh… mi nuevo representante, Leo, que Sony quiere organizarme una presentación esta semana. El jueves, concretamente.
Hubo un momento de silencio, en el que todos esperaron a que alguien dijera algo, pero finalmente fue el padre de Brooke el primero en hablar.
– Bueno, aunque no sé muy bien qué significa eso de la presentación, parece una buena noticia. ¡Enhorabuena, hijo! -dijo, inclinándose por encima de Cynthia para palmotearle la espalda a Julian.
Aparentemente irritado por el uso de la palabra «hijo», el doctor Alter hizo una mueca en dirección a la taza de café, antes de volverse hacia Julian:
– ¿Por qué no nos explicas a los legos lo que quiere decir eso? -preguntó.
– Sí, por favor. ¿Significa que por fin alguien va a escuchar tu música? -intervino la madre de Julian, sonriendo a su hijo, con las piernas recogidas bajo el cuerpo como una chica joven.
Los demás prefirieron pasar por alto el énfasis en ese «por fin»; todos, excepto Julian, cuya expresión reflejó el golpe, y Brooke, que lo notó.
Después de todos esos años, Brooke estaba más que acostumbrada a oír a los padres de Julian diciendo toda clase de cosas horribles, pero no por eso los detestaba menos. Cuando empezó a salir con Julian, él le fue revelando poco a poco hasta qué punto desaprobaban sus padres la vida que había elegido. Brooke había sido testigo de la oposición de los padres de Julian a la sencilla alianza de oro que él insistió en regalarle para su compromiso, en lugar de la «joya del patrimonio familiar de los Alter» que su madre pretendía darle. Incluso cuando Brooke y Julian accedieron a casarse en la casa de la familia en los Hamptons, sus padres habían digerido mal la insistencia de la pareja en celebrar una fiesta con pocos invitados, discreta y fuera de temporada. Después de su boda y en los años transcurridos desde entonces, cuando los Alter empezaron a comportarse con más libertad delante de ella, Brooke había observado en incontables cenas, almuerzos y celebraciones lo insidiosos que podían llegar a ser.
– Significa básicamente que se han dado cuenta de que el álbum está casi terminado y que de momento están satisfechos. Van a organizar una presentación con gente del mundo de la música, para que me conozcan en una actuación privada, y ver cómo reaccionan.
Julian, que normalmente era tan modesto que ni siquiera le contaba a Brooke cuando había tenido un buen día en el estudio, estaba henchido de orgullo. Ella habría querido besarlo allí mismo.
– No sé mucho de la industria de la música, pero lo que cuentas me parece un enorme voto de confianza por su parte -dijo el padre de Brooke, alzando la copa.
Julian no pudo reprimir una sonrisa.
– Y lo es -replicó, orgulloso-. Probablemente es lo mejor que podía pasarme en este momento, y espero que…
Se interrumpió, porque sonó el teléfono y su madre de inmediato empezó a mirar a su alrededor, buscando el aparato.
– ¿Dónde estará ese maldito teléfono? Seguro que llaman de L'Olivier, para confirmar la hora de mañana. Espera un momento con eso que estás contando, cariño. Si no las reservo ahora, no tendré flores para la cena de mañana.
Y a continuación, desplegó las piernas para levantarse del sofá y desapareció en la cocina.
– Ya sabes cómo es tu madre con las flores -dijo el doctor Alter. Dio un sorbo al café, sin que quedara claro si había prestado atención o no al anuncio de Julian-. Mañana recibimos a los Bennett y a los Kamen, y tu madre está en un continuo frenesí con los preparativos. ¡Cielo santo! Cualquiera diría que la decisión entre el lenguado relleno y las costillas braseadas es un asunto vital para la seguridad nacional. ¡Y las flores! Estuvo media tarde hablando con esos mariposones, el fin de semana pasado, y todavía está dudando. Se lo he dicho un millón de veces: nadie se fija en las flores, a nadie le importan. Todo el mundo organiza bodas fastuosas y se gasta decenas de miles de dólares en montañas de orquídeas o de las flores que estén de moda en cada momento, ¿y quién se detiene a mirarlas? ¡Un despilfarro colosal, si queréis saber mi opinión! Es mucho mejor gastar el dinero en buena comida y buena bebida. ¡Con eso disfruta la gente! -Bebió otro sorbo, miró a su alrededor y entrecerró los ojos, como forzando la vista-. ¿Qué estábamos diciendo?
Cynthia intervino amablemente y suavizó la tensión del momento.
– ¡Es una de las mejores noticias que hemos tenido en los últimos tiempos! -exclamó con exagerado entusiasmo, mientras el padre de Brooke asentía alborozado-. ¿Dónde será la actuación? ¿A cuánta gente han invitado? ¿Has decidido ya lo que vas a tocar?
Cynthia lo acribilló a preguntas y, por una vez, Brooke no encontró exasperante el interrogatorio. Eran todas las preguntas que habrían debido hacer pero nunca harían los padres de Julian, y era evidente que él estaba encantado de ser el centro de tanto interés.
– Será en un local céntrico, pequeño y muy íntimo y mi agente ha dicho que van a invitar a unas cincuenta personas de ese entorno profesional: productores de radio y televisión, ejecutivos discográficos, gente de la MTV y ese tipo de cosas. Lo más probable es que no salga nada demasiado interesante de todo esto, pero es una buena señal que la compañía esté contenta con mi álbum.
– No suelen hacerlo con los artistas debutantes -anunció Brooke con orgullo-. En realidad, Julian es demasiado modesto. Esto es algo muy grande.
– Bueno, ¡por fin una buena noticia! -dijo la madre de Julian, mientras volvía a ocupar su lugar en el sofá.
Julian apretó los labios y se le crisparon los puños a ambos lados del cuerpo.
– Mamá, están siendo muy positivos desde hace meses con el rumbo que está tomando mi álbum. Es cierto que al principio me presionaron para que me concentrara más en la guitarra, pero desde entonces me han apoyado mucho. No sé por qué tienes que decirlo de ese modo.
Elizabeth Alter miró a su hijo y por un momento pareció desconcertada.
– ¡No, cariño, estaba hablando de L'Olivier! La buena noticia es que tienen suficientes lirios de agua y que el diseñador que más me gusta estará libre y podrá venir a instalarlos. No seas tan susceptible.
El padre de Brooke miró a su hija con una expresión que decía: «Pero ¿quién es esta mujer?» Brooke se encogió de hombros. Ella, al igual que Julian, tenía asumido que sus suegros no iban a cambiar nunca. Por eso había apoyado incondicionalmente a Julian cuando él rechazó la oferta de sus padres de comprar a los recién casados un piso cerca del suyo en el Upper East Side. Por eso había preferido tener dos empleos, antes que aceptar la «asignación mensual» que les habían propuesto, porque imaginaba las condiciones que conllevaría.
Cuando Carmen anunció que el brunch estaba listo, Julian ya se había encerrado en sí mismo (se había «entortugado», como decía Brooke), y Cynthia parecía desarreglada y exhausta en su traje de poliéster.
Hasta el padre de Brooke, que aún buscaba valerosamente temas neutrales de conversación («¿Os podéis creer este invierno tan brutal que estamos teniendo?», o «¿Te gusta el béisbol, William? Supongo que serás de los Yankees, aunque el equipo que a uno le gusta no siempre viene determinado por el lugar donde nació…»), parecía derrotado. En circunstancias normales, Brooke se habría sentido responsable del mal rato que estaban pasando todos (después de todo, si estaban ahí era por culpa de ella y de Julian, ¿no?), pero esta vez no. «Si lo pasa mal uno, que lo pasen mal todos», pensó, mientras se excusaba para ir al lavabo, aunque en realidad pasó de largo y fue directamente a la cocina.
– ¿Cómo va todo ahí fuera, corazón? -preguntó Carmen, mientras llenaba un cuenco de plata con mermelada de albaricoque.
Brooke le tendió el vaso de Bloody Mary vacío con mirada suplicante.
– ¿Tan mal? -Carmen rió y le hizo un gesto a Brooke para que sacara el vodka del frigorífico, mientras ella preparaba el zumo de tomate y el tabasco-. ¿Cómo se están portando tus suegros? Cynthia parece una señora muy agradable.
– Sí, es un encanto. Pero son mayores de edad y ellos mismos han tomado la estúpida decisión de venir de visita. Quien me preocupa es Julian.
– Esto no es nada nuevo para él. Julian sabe cómo tratarlos.
– Ya lo sé -suspiró Brooke-; pero después, la depresión le dura varios días.
Carmen metió un tronco de apio en el espeso Bloody Mary de Brooke y se lo dio.
– Para que tengas fuerza -le dijo, antes de darle un beso en la frente-. Y ahora vuelve ahí fuera y protege a tu hombre.
La parte del brunch que transcurrió en el comedor no fue ni la mitad de mala que la hora del cóctel. La madre de Julian tuvo una pequeña crisis de histeria por el relleno de las creps (aunque a todos les parecían deliciosas las creps de Carmen, Elizabeth opinaba que eran demasiado calóricas para formar parte de una comida), y el doctor Alter desapareció un buen rato en su estudio; pero como resultado, los dos estuvieron más de una hora sin insultar a su hijo. Las despedidas fueron agradablemente indoloras; sin embargo, cuando ella y Julian dejaron a su padre y a Cynthia en un taxi, Brooke notó que Julian estaba huraño y disgustado.
– ¿Estás bien, cariño? ¡Mi padre y Cynthia estaban tan entusiasmados! ¡Y yo estoy deseando…!
– No me apetece hablar de eso, ¿de acuerdo?
Anduvieron unos minutos en silencio.
– ¡Eh, tenemos todo el resto del día libre, y no tenemos absolutamente nada que hacer! ¿Quieres ir a algún museo, ya que estamos aquí? -preguntó Brooke, cogiéndolo de la mano y apoyándose suavemente contra su brazo, mientras caminaban hacia el metro.
– No, no me apetecen las aglomeraciones del domingo.
Brooke se puso a pensar.
– ¿Y aquella película del IMAX en 3D que querías ver? No me importaría ir contigo -mintió. Los momentos críticos exigían medidas desesperadas.
– Estoy bien, Brooke, en serio -replicó Julian en tono pausado, mientras se envolvía el cuello con la bufanda de lana. Ella sabía que ahora el que mentía era él.
– ¿Puedo invitar a Nola a la presentación? Parece que será fabulosa y ya sabes que a Nola le encanta todo lo fabuloso.
– Supongo que estará bien, sí, pero Leo ha dicho que será algo muy íntimo, y yo ya he invitado a Trent. Sólo se quedará un par de semanas más en Nueva York y ha estado trabajando como un loco. He pensado que le iría bien salir una noche.
Hablaron un poco más de la presentación, de lo que iban a ponerse y de los temas que Julian iba a tocar y en qué orden. Brooke se alegró de haberlo animado un poco, y, cuando llegaron a casa, Julian ya casi volvía a ser el de siempre.
– ¿Te he dicho que estoy muy orgullosa de ti? -le preguntó Brooke cuando entraron en el ascensor, los dos claramente felices de estar de vuelta.
– Sí -dijo Julian con una sonrisa.
– Entonces entra, cariño -dijo Brooke, arrastrándolo de una mano por el pasillo-, porque creo que ya va siendo hora de que te lo demuestre.