EL REGRESO DE LA BANDA DE LUNARESEdward D. Hoch


El mes de abril del 83 siempre será recordado como la época en que mi buen amigo Sherlock Holmes y yo viajamos a Stoke Moran, en Surrey, con motivo de ese caso tan singular y escalofriante que he titulado en alguna parte como «La Aventura de la Banda de Lunares». Hasta ahora nada he escrito sobre los sucesos aún más extraños que conformaron una especie de secuela a aquel notable asunto. Acabaron relacionándonos con un criminal especialmente astuto y despreciable, y con una situación tan peligrosa como la de la memorable noche en que Holmes y yo hicimos guardia en el dormitorio de Helen Stoner en Stoke Moran.

Pero estoy adelantándome a los acontecimientos. El caso empezó realmente en septiembre del 83, unos cinco meses después de la conclusión del asunto de la banda de lunares. Estábamos pasando una temporada tranquila en Baker Street, y Holmes aprovechaba la calma para empezar a trabajar en su monografía sobre orejas humanas. Yo leía el Times de la mañana, cuando llamó la señora Hudson anunciando la llegada de un visitante.

– ¿Hombre o mujer? -preguntó Holmes, alzando la mirada de su manuscrito.

– Un hombre, señor. Alto, con cabellos negros como el carbón y ojos oscuros. Dice que es muy importante.

– Hágale entrar, entonces, señora Hudson.

Ella volvió un momento después con un hombre que era tal y como lo había descrito. Dijo llamarse Henry Dade y aceptó el asiento que le señaló Holmes.

– Gracias por recibirme tan pronto -empezó. En su voz había trazas de algún acento, pero no pude localizarlo-. Es muy importante.

– Ah, señor Dade -dijo Holmes, dando un paso hacia delante con una sonrisa en los labios-. Veo que ha renunciado a la vida errante de un gitano y se ha establecido en el noble comercio de la herrería.

El hombre de cabello negro se echó hacia atrás alarmado.

– ¿Quién le ha dicho que soy un gitano? ¿Ha venido Sarah antes que yo?

– No, no. Me he limitado a observar el agujero casi cerrado que hay en cada lóbulo de sus orejas, donde antes estaban los pendientes. Y su camisa chamuscada por la poca familiaridad con el manejo de los fuelles; la zona chamuscada se detiene abruptamente en el sitio donde la cubriría un mandil de herrero.

– Es usted un mago, señor Holmes. Todo lo que he oído sobre usted es cierto.

– Siéntese y deje que le prepare una taza de café caliente. El aire de estas mañanas de septiembre resulta algo frío. Y le ruego que me cuente la misión que le trae a mi morada.

Henry Dade dirigió una mirada insegura en mi dirección.

– Es de naturaleza confidencial…

– Watson es mi mano derecha. Estaría perdido sin él.

– Muy bien. -Dade aceptó el comentario y se sentó para contar su historia-. Como ya sabe, hace poco que abandoné la vida vagabunda de un gitano para convertirme en herrero, en la aldea de Stoke Moran, al oeste de Surrey…

Las palabras tuvieron un efecto inmediato en Sherlock Holmes.

– ¡Stoke Moran! ¿Era usted el herrero de ese lugar en abril de este año?

– Lo era, señor. Estoy al tanto de sus tratos con el doctor Roylott. Quizá haya oído que tuvimos una disputa la última semana de marzo, poco antes de su visita. Roylott me arrojó a un río por encima del parapeto. Quería haber hecho arrestar al hombre, pero su hijastra, Helen Stoner, me pagó una buena suma para acallar el incidente.

Holmes había llamado a la señora Hudson, y cuando ésta apareció le pidió que trajera café, dirigiéndose a continuación al visitante.

– Dígame, ¿cómo está la señorita Stoner desde los infortunados acontecimientos del pasado abril?

– Está de vacaciones en el sur de Francia, recobrándose de su penosa experiencia.

– ¡Bien, bien! Prosiga, por favor.

– Grimesby Roylott siempre fue un amigo para los gitanos vagabundos y les permitía acampar en sus terrenos. De hecho, de eso discutíamos el día en que me arrojó al río. Mi hermano Ramón se había quedado con la banda de gitanos en las propiedades de Roylott y quería que volviera con ellos. Se oponía a mi matrimonio con Sarah Tinsdale, una joven de la aldea. Decía que yo había traicionado el modo de vida gitano. Ese día acusé a Roylott de envenenar la mente de Ramón contra mí, y me arrojó al agua.

»Como ya sabe, Roylott era propietario de una cheetah y un babuino que vagaban libremente por sus tierras. Tras su muerte el pasado abril, la señorita Stoner decidió disponer de ellos. Mi hermano Ramón le hizo una oferta que ella aceptó. Se llevaría los animales, junto con cualquier otra clase de vida salvaje que pudiera encontrar en la propiedad. La señorita Stoner sólo quería librarse de ellos.

– Prosiga.

– Una de las cosas que mi hermano encontró en el lugar fue un compañero de la temible banda de lunares, la mortífera culebra de los pantanos, causante de los trágicos eventos del pasado abril.

– ¡Es imposible! -exclamé-. Sólo había una serpiente, y vi a Holmes arrojarla personalmente a la caja de hierro. La policía dispuso luego de ella.

– Roylott tenía una segunda serpiente en una jaula de alambre que guardaba en una de las cabañas anexas a la casa. Mi hermano la encontró y se la llevó junto con la cheetah y el babuino. Me temo que ahora pretende utilizarla del mismo modo que Roylott, para causarnos daño a mi esposa o a mí.

– ¿Le ha amenazado?

– Peor aún, ha amenazado a Sarah. Se cruzó con ella en la aldea hace dos días. Llevaba la serpiente consigo, en su carromato, y se la enseñó. Le dio un susto de muerte.

Holmes cogió su pipa y la llenó de tabaco.

– A mí me parece, señor, que su problema concierne a la policía local en vez de a un detective consultor de Londres. No hay ningún misterio que resolver, y no tengo por costumbre proporcionar servicio de guardaespaldas.

– He acudido a usted por el incidente anterior, señor Holmes. Dicen que la culebra de los pantanos es la serpiente más mortífera de la India. Usted se ha enfrentado a una y la ha vencido. Le suplico que nos proteja a Sarah y a mí de la ira de mi hermano.

Casi podía ver la indecisión escrita en la cara de Holmes. La señora Hudson entró en ese momento con un humeante puchero de café y la expresión fue sustituida por su familiar sonrisa.

– Ciertamente puedo hablar con él. Impedir un crimen por adelantado es preferible a resolverlo una vez se ha cometido el acto.

– ¿Entonces vendrá a Stoke Moran?

– Mañana tomaremos el primer tren que salga -prometió Holmes-. Puede reservamos una habitación en el mesón La Corona. Lo recuerdo como un alojamiento suficientemente agradable.

Nuestro visitante se marchó después de tomar el café, y Holmes observó por la ventana cómo se alejaba.

– ¿Qué sucede? -pregunté-. Parece incómodo, Holmes.

– Toda la historia parece rebuscada en extremo, Watson. Esta historia de una segunda serpiente quizá no sea más que un truco gitano de alguna clase.

– ¿Por qué vamos entonces?

Holmes sonrió antes de contestarme.

– Si es una trampa, deseo averiguar cuál es su propósito, y si representa algún peligro para la señorita Stoner cuando vuelva de sus viajes.


Recordando nuestra anterior excursión a Stoke Moran, metí mi revólver en el bolsillo del abrigo cuando salimos por la mañana. Era un húmedo día de otoño, uno de los primeros que seguían a un verano inusualmente agradable. El tren de la estación de Waterloo llegó a su hora y lo tomamos hasta Leatherhead, alquilando un coche en la taberna de la estación, tal y como hicimos en el viaje precedente, casi seis meses antes.

– Esta vez el tiempo no es tan agradable -remarcó Sherlock Holmes-. Pero la primavera siempre alberga más promesas que el otoño. ¡Mire, Watson! ¡Ahí está el campamento gitano!

Estábamos pasando ante el frontón gris y el elevado y puntiagudo tejado de la mansión del difunto Grimesby Roylott, y a lo lejos, casi a la misma distancia en que estaba la arboleda, podía verse el hilillo de humo de un fuego de campamento.

– Cierto. Creo que puedo ver a uno de esos animales, la cheetah, rondando en libertad.

– ¡Conductor, haga el favor de dejarnos aquí! -gritó Holmes.

– Hay una caminata de una milla hasta el pueblo -dijo el conductor de sombrero negro volviéndose hacia nosotros.

– No importa. La recorreremos a pie.

– Es todo recto por este camino.

Holmes le pagó y bajamos del coche, contemplando cómo daba la vuelta para regresar a Leatherhead. Entonces empezamos a caminar por el campo, cruzando la valla que bordeaba el camino y subiendo por la suave cuesta de la colina, en dirección al campamento gitano. Al acercarnos, la cheetah sintió nuestro olor y se agazapó. Durante un tenso momento, mi mano buscó mi revólver en el bolsillo del abrigo, pero entonces apareció un joven gitano, con una colorida camisa, y corrió para coger al animal del cuello.

– Busco a Ramón Dade -dijo Holmes-. Me han dicho que es el propietario de este animal.

– Yo soy Ramón -repuso relajando el cetrino rostro-. ¿Quién le envía aquí?

– Me llamo Sherlock Holmes. Vengo de Londres a petición de su hermano Henry.

– ¡Henry!-casi escupió la palabra-. Ya no es mi hermano. Abandonó su tribu para vivir en la aldea.

– Se ha casado y ahora es herrero.

– Tenemos caballos. Podría haber sido nuestro herrero, pero esa mujer se lo llevó.

– ¿Su esposa Sarah?

– No hablaré de ella.

– Dice que la amenazó con una serpiente y la asustó terriblemente.

– Eso son mentiras.

– Pero usted tiene una serpiente, una compañera de la culebra de los pantanos que mató al doctor Roylott.

– Compré los animales a la señorita Stoner. Una cheetah y un babuino.

– Y una culebra de los pantanos.

– Ella dijo que podía quedarme cualquier otro animal que encontrase en sus propiedades. Su padrastro tenía una segunda serpiente en una jaula en un viejo cobertizo.

– Lléveme a ella-pidió Holmes.

El gitano titubeó. Algunos de los demás miembros del campamento habían interrumpido sus actividades para observar nuestra conversación, y una vez más me alegré de haber traído el revólver conmigo. Pero nadie sacó un cuchillo o cualquier otra arma. Un niño pequeño apareció llevando al babuino de una correa y la situación pareció distenderse en seguida. Quizá me equivocaba al sentirme amenazado por esa gente.

– Puede ver la serpiente, si quiere -decidió Ramón Dade con cierta reticencia-. Venga por aquí.

Le seguimos hasta un cobertizo situado junto al antiguo jardín, ahora cubierto de hierbajos y flores silvestres.

– ¿Conservará la casa la señorita Stoner? -preguntó Holmes.

– No. Le trae demasiados malos recuerdos. Ya la ha puesto en venta. El nuevo propietario querrá echarnos, y tendremos que irnos a otro sitio.

– ¿Por eso le insiste a su hermano para que vuelva, para no tener que separarse?

– Debe elegir entre esa mujer y su pueblo -dijo alzando la aldaba de la puerta de madera.

Le seguimos al interior. El lugar estaba lleno de telarañas y, en la escasa luz, me dio la impresión de que rebosaban arañas. Ese pensamiento me enervó tanto que olvidé que habíamos entrado en este lugar para ver la serpiente más mortífera de la India, una criatura mucho más peligrosa que cualquier araña. Ramón tanteó en un estante buscando una linterna, que encendió a continuación.

– ¡Ahí tiene la banda de lunares! -anunció entonces con voz apagada.

Un resuello escapó de mis labios cuando la luz de la linterna cayó sobre la jaula de alambre. Al principio sólo vi una roca, ligeramente mayor a la cabeza de un hombre, y una rama de árbol. Entonces mis ojos se clavaron en la peculiar banda, la banda de lunares, enroscada alrededor de la roca. Empezó a moverse mientras Holmes y yo la mirábamos.

– ¡Dios mío, Holmes!

– Calma, Watson.

Fue mi primera visión atenta de la criatura cuyo compañero se había llevado dos vidas.

– La culebra de los pantanos -dije con un resuello.

– Un retoño poco conocido de la familia Krait -dijo Holmes, volviéndose al gitano-. Esta criatura debe ser destruida, o al menos confinada en un zoo. Su mordedura causa la muerte en menos de diez segundos. Todas sus vidas corren peligro.

– He estado extrayéndole el veneno -repuso Ramón Dade-. Tendremos que mudamos pronto, y la serpiente viajará con nosotros.

Mientras hablaba, la criatura alzó la cola y su cabeza regordeta se agitó suavemente mientras nos miraba. Retrocedí un paso, temiendo que intentara atacar a través de la rejilla metálica.

Salimos fuera de la cabaña, donde Holmes hizo una última advertencia.

– Deje que su hermano y su esposa vivan en paz -avisó-. Deje de asustarla con la serpiente.

– No tengo hermano, y no asusto a esa mujer.

Mientras Holmes y yo caminábamos de vuelta al camino, observamos que uno de los gitanos nos vigilaba. Me pregunté quién era y si tendría algún interés especial en nuestra visita.

– ¿Y ahora qué, Holmes?

– Tengo que ver a otra persona que quizá arroje alguna luz sobre el asunto. Sarah Dade, la esposa de Henry.


Nuestros alojamientos en el mesón de La Corona, consistentes en un dormitorio y una sala de estar, eran tan buenos como en nuestra primera visita, aunque esta vez la vista de que gozábamos pertenecía a la aldea en sí, en vez de a la casa solariega de los Roylott. Tomamos un almuerzo ligero abajo, en el comedor, donde Holmes preguntó por la dirección de la herrería. Resultó estar en la siguiente manzana, cerca del pequeño riachuelo que dividía la aldea en dos.

– Sin duda éste es el mismo parapeto donde se pelearon el doctor Roylott y Henry Dade -recalcó Holmes cuando pasamos junto a él.

Entró delante en el establecimiento, donde vimos a Dade trabajando con unas herraduras en el yunque. Éste interrumpió su trabajo al vernos, hundiendo el humeante metal en una pileta de agua fría.

– ¡Señor Holmes, doctor Watson! Bienvenidos otra vez a nuestra pequeña aldea. ¿Han tenido un viaje agradable?

Muy agradable -dijo Holmes-. En el camino nos detuvimos en el campamento gitano para hablar con su hermano Ramón.

El cuerpo de Henry Dade se puso rígido.

– ¿Qué ha dicho? ¿Admitió tener la otra serpiente?

– ¡Oh, sí! De hecho nos la enseñó.

– Es, como mínimo, desvergonzado.

– Quisiera hablar con su esposa, si es posible.

– Por supuesto. La llamaré.

Tenían la vivienda en el piso superior, encima de la herrería, y la mujer bajó rápidamente en respuesta a sus llamados. Sarah Dade era una mujer delgada, de cara bonita y manos nerviosas. Su cabello negro estaba recogido en un moño. Llevaba un chal de punto alrededor de los hombros, sobre un vestido marrón oscuro que le llegaba al suelo.

– ¿Es usted el señor Holmes? -preguntó-. Mi marido me ha contado la visita que le hizo.

– Pensé que podríamos hablar sobre su encuentro con su cuñado.

– Ayúdalo en todo lo que puedas -le dijo Henry Dade a su mujer-. Yo estaré arriba, descansando unos instantes. Hacer herraduras es un trabajo agotador.

Sarah Dade sonrió cuando él se retiraba.

– Le gusta echar alguna que otra cabezada. La vida del herrero es para hombres más jóvenes.

– ¿Cuántos años tiene su marido?

– Cumplirá cuarenta y cinco dentro de unos meses. Su hermano Ramón es diez años más joven. Su familia tenía algo de oro, que siempre hereda el hijo mayor, y Henry lo empleó para comprar este establecimiento. A Ramón le molesta que haya abandonado la vida de gitano. Y, más que nada, le molesta que Henry se casara conmigo y utilizara el dinero en comprar este local.

– ¿La ha amenazado?

– En más de una ocasión. Me enseñó esa maldita criatura -sí, maldita por Dios desde el principio de los tiempos-y me dijo que la banda de lunares podría atacamos desde cualquier parte. Me recordó el bastón de Aarón de la biblia, el que se convirtió en una serpiente.

– ¡Holmes! -dije señalando a la calle, donde una figura se movía por la acera contraria.

– ¿Qué pasa, Watson?

– ¡Ese gitano del campamento! Creo que nos ha seguido.

– Es Manuel -dijo Sarah Dade-. Es un débil mental inofensivo. Nos hace recados. No todos los gitanos son nuestros enemigos. Sólo Ramón nos causa problemas.

– Esperemos que nuestra visita de hoy le desanime -dijo Holmes-. Pasaremos la noche en La Corona y mañana volveremos a Londres en el primer tren. Así estaremos cerca por si sucede alguna cosa inusual.

– Suban a ver a Henry antes de irse.

– Muy bien.

La seguimos por la estrecha escalera hasta los aposentos del segundo piso. Abrió la puerta de un confortable saloncito, y pude ver a su marido sentado en una gran butaca, con la cabeza inclinada, aparentemente dormido. Ella caminó hasta él, abrigándose con el chal como si se protegiera de un frío repentino. Se inclinó ante él, lo sacudió y dijo su nombre.

– ¡Henry! El señor Holmes y el doctor Watson se marchan.

– ¿Está bien? -preguntó Holmes, con repentina alarma en la voz.

– ¡Oh, Dios mío!-dijo Sarah retrocediendo, llevándose una mano a la boca-. Está…

Se derrumbó desmayada antes de que yo pudiera llegar a ella. Holmes corrió hasta el hombre de la silla.

– ¡Tenga cuidado, Watson! -advirtió-. No estamos solos en la habitación.

Hice una inspección ocular de todos los rincones, con el revólver en la mano.

– Holmes, ¿quiere decir…?

– Henry Dade ha muerto. En su cuello se ven las punciones gemelas de los colmillos de una serpiente. Es otra vez la banda de lunares.


Ayudé a Sarah a recuperarse con la ayuda de unas sales olorosas, y ella insistió en acudir a la policía, mientras Holmes y yo registrábamos la habitación en busca de la mortífera culebra de los pantanos.

– Quizá haya vaciado sus colmillos, pero aún sigue siendo peligrosa -advirtió Holmes-. Tenga el arma preparada.

– La ventana está cerrada, Holmes. ¿Cómo ha podido entrar en la habitación esa terrible criatura?

– Quizá conozcamos la respuesta cuando la encontremos.

Pero no encontramos a la culebra de los pantanos ni a ninguna otra serpiente en la habitación donde estaba el cuerpo de Henry Dade. Se registró sin resultado cada pulgada de la habitación. Yo tuve especial cuidado con el paragüero, temiendo que uno de los bastones cobrara vida en mi mano como le sucedió a Aarón, pero continuaron siendo de madera.

– No está aquí -dije por fin, tras media hora de búsqueda.

– Estoy de acuerdo, Watson.

Sarah había vuelto con el agente de policía Richards, un corpulento joven con poca experiencia en muertes violentas.

– Tendré que llamar a Scotland Yard -nos dijo-. Aquí no tenemos recursos para investigar un asesinato mediante la mordedura de una serpiente.

– El doctor Roylott… -empecé a decir.

– La investigación oficial dictaminó que el doctor Roylott murió accidentalmente, cuando jugaba con una mascota peligrosa. Pero usted dice que esto es un asesinato.

– La esposa de la víctima dice que lo es -corrigió Holmes-. Yo aún no he concluido mi investigación de los hechos.

– Lo mató su hermano -insistió Sarah Dade-. No hay otra explicación.

– No parece haberla -concordó Holmes-, pero, por favor, dígame cómo se introdujo en la habitación esa mortífera serpiente.

Al bajar, dejé la ventana entornada. Henry debió cerrarla cuando subió a dormir. La serpiente debió entrar por ella y esconderse en alguna parte.

– Pero, ahora, aquí no hay ninguna serpiente -indicó mi amigo. Y, después de ser mordido, su marido no estaba en condiciones de abrirle la puerta o la ventana a la serpiente. Recuerde que el doctor Roylott sólo vivió diez segundos.

– Es verdad -concedió ella-. Dios mío, ¿será posible que Ramón tenga el poder de convertir bastones en serpientes?

– Sea cual sea su poder, necesitamos hablar con él -decidió Holmes-. Y también con ese otro gitano, Manuel. Estaba al otro lado de la calle cuando se cometió la fechoría.

No había ningún médico en la aldea, así que fui yo quien declaró oficialmente muerto a Henry Dade. Aunque tenía poca experiencia con muertes por mordedura de serpiente, los síntomas parecían ser claros. Y, aunque la muerte por mordedura de serpiente no suele ser tan instantánea, sabíamos que era posible por el caso del doctor Roylott.

Cuando Ramón Dade llegó en compañía del agente Richards, se dirigió inmediatamente hacia el cuerpo de su hermano. Cuando se enfrentó a nosotros, tenía lágrimas en los ojos.

– Yo no he hecho esto. La serpiente ha estado todo el día en su jaula de la cabaña.

Sherlock Holmes se acercó a él.

– ¿Niega haber amenazado a la esposa de su hermano con esa serpiente?

– Sí, la amenacé -admitió-. Alejó a Henry de su familia por su oro. Mi hermano nos pertenecía a nosotros, no a ella.

– ¿Qué hay de la serpiente? -le preguntó Holmes al alguacil.

– La tengo en el coche, con su jaula.

– ¿Y el otro gitano, Manuel?

– Está abajo, pero no conseguirá ninguna información de él.

– Veremos -dijo Holmes.

Le seguí abajo para hablar con el gitano llamado Manuel. Cuando le vi de cerca, me impresionó la fea deformidad del hombre. El pobre diablo había sufrido alguna herida en su infancia que le había lesionado el funcionamiento del cerebro. Las pocas palabras que conocía eran puro ruido, apenas identificables por mis oídos.

Manuel -dijo Holmes-. Viniste esta tarde por aquí.

– Sí…

¿Te gustaban Henry y Sarah?

– Sí, gustaban.

– ¿Les hacías recados?

Asintió con la cabeza, sonriendo por haberlo entendido.

¿Y les trajiste hoy una serpiente, la serpiente de los gitanos?

Esto necesitó algo más de reflexión, pero finalmente sacudió la cabeza.

– No, serpiente no.

– ¿Alguna vez has tocado a la serpiente en su caja?

– ¡No, no! Serpiente mala.

Holmes suspiró exasperado e intentó un enfoque diferente.

– ¿Cogió hoy Ramón la serpiente? ¿Le has visto hoy con la serpiente?

Negó con la cabeza, pareciendo asustado.

– Muy bien -decidió Holmes. Aquí no descubriremos nada más. Vamos a mirar al villano en su jaula. Quizá nos diga cómo se cometió el crimen.

Para mí, la culebra de los pantanos tenía el mismo aspecto que unas horas antes. Sus motas pardas me parecieron casi hermosas, y debí recordarme que era una mortífera asesina.

– Tiene casi tres pies de largo, Holmes -observé.

– Casi la longitud de un bastón.

– ¿Otra vez con eso? Ya examinamos los que estaban en el paragüero.

– Sí que lo hicimos. ¿Y no le pareció extraño que un gitano convertido en herrero, un hombre razonablemente vigoroso en la cuarentena, tuviera esos bastones? Desde luego, no los necesitaba para apoyarse en ellos, y no llevaba ninguno ayer en Londres. ¿Qué hacen en su salón? ¿Qué finalidad tienen?

– Holmes, ¡no puede creer que la serpiente estuviese oculta en uno de esos bastones! Y aunque hubiera sido así, ¿cómo consiguió Ramón recuperarla?

– Hablemos con Sarah Dade sobre esta cuestión tan interesante de los bastones superfluos.

Sarah pareció sorprendida ante la pregunta de Holmes, pero la respondió de inmediato.

– Pertenecían al padre del anterior herrero, que murió el año pasado. Cuando el herrero se trasladó, dijo que no le eran de ninguna utilidad y los dejó con nosotros. Me pareció que quedaban bien en el paragüero.

– ¡Qué simple resulta la explicación! -dijo Holmes con una carcajada Watson, deberá recordarme esto la próxima vez que le parezca demasiado pomposo y seguro de mis deducciones.

Se decidió que Sarah Dade pasase la noche en el mesón de La Corona, por si daba la casualidad de que hubiera dos serpientes, una de ellas aún libre y sin descubrir en la vivienda de la herrería. El alguacil había prometido para la mañana siguiente una búsqueda más exhaustiva del mobiliario y los armarios, cuando llegase la gente de Scotland Yard para unirse a la investigación.

Cenamos con Sarah en el mesón, y ella seguía comprensiblemente perturbada polla muerte de su esposo.

– Fui yo quien insistió en que acudiera a usted -le dijo a Holmes- ¡Tenía tanto miedo de que sucediera algo como esto! Ahora ha muerto, y no me queda más que el recuerdo del breve tiempo que pasamos juntos.

– Su asesino será entregado a la justicia -le prometió Holmes.

Yo había supuesto que nos retiraríamos temprano y que pasaríamos una noche tranquila, pero, una vez en nuestras habitaciones, mi amigo empezó a recorrer el cuarto de un lado al otro como un animal enjaulado, sumido en profundos pensamientos. Por fin pareció tomar una decisión.

– Hay cosas que deben hacerse esta noche, Watson. Acompáñeme, y traiga su revólver.

– Holmes…

Pero no me diría nada más y, antes de darme cuenta, estábamos dejando el mesón amparados por la oscuridad, saliendo precavidamente por la puerta de atrás. Nos movimos por callejuelas, llegando a la herrería por su trasera y abriendo en silencio la puerta de atrás.

– Antes, me tomé la libertad de abrir esta puerta -me explicó entre susurros-. Ahora muévase en silencio. Vamos arriba, a la vivienda.

– ¿Cree que la serpiente sigue allí?

– Y a veremos.

Le seguí en la oscuridad, apenas capaz de distinguirle mientras subía lentamente los escalones, probando primero cada uno de ellos para saber si crujían.

– Sáltese éste, Watson -susurró a medio camino-. ¡No haga ningún ruido!

Entramos en el salón donde habían matado a Henry Dade y me hizo señas para que me apostara detrás del sofá.

– Mi revólver, Holmes -dije, ofreciéndoselo.

Lo rechazó con un gesto.

– Manténgalo preparado, Watson, pero no lo utilice a menos que yo se lo diga.

Fue como la noche que pasamos en el dormitorio de la señorita Stoner, una terrible vigilia en la oscuridad, y medio esperaba volver a oír el suave y claro silbido con que Roylott llamaba a la banda de lunares. El tictaqueo del reloj que había en la repisa de la chimenea fue el único sonido que oímos durante largo rato. Una pierna se me acalambró debajo de mí e intenté moverla hasta una posición más cómoda.

En ese instante oímos un crujido en las escaleras. Alguien, algo, se acercaba. Cuando la puerta se abrió lentamente hacia dentro, aferré el revólver con más fuerza. La figura que entró apenas podía discernirse en la oscuridad. Cruzó rápidamente la habitación y pareció arrodillarse junto a una de las sillas.

Fue entonces cuando Holmes actuó. Encendió una cerilla y gritó:

– ¡No se mueva! ¡Somos dos!

La figura se sobresaltó y Holmes saltó hacia adelante, con el brazo derecho alzado como para detener un golpe. La cerilla cayó al suelo y se apagó, volviendo a sumimos en la oscuridad. Oí el forcejeo, la respiración agitada, y corrí con mi arma.

– ¡Holmes! ¿Se encuentra bien?

– Eso creo, Watson, aunque estuvo muy cerca. Encienda otra cerilla, ¿quiere?

Lo hice, y a su brillo vi que tenía a Sarah Dade inmóvil contra el suelo. En su mano derecha, cuidadosamente sujeta por la poderosa garra de Holmes, había un par de agujas hipodérmicas atadas la una a la otra con un cordel.

– Aquí, Watson -jadeó Holmes mientras la mujer forcejeaba por liberarse-. ¡Aquí tiene los colmillos de la banda de lunares, y no son menos mortales que los de verdad!


Sherlock Holmes se explicó, una vez se llamó al agente Richards, y Sarah Dade fue puesta a su custodia.

– Estaba seguro de que vendría esta noche a coger esas agujas. Los hombres de Scotland Yard registrarían el lugar por la mañana, y no podía arriesgarse a que las encontrasen.

– Sigo sin comprenderlo, Holmes -admití-. Henry Dade presentaba todos los síntomas de haber muerto por la mordedura de una serpiente.

– Todo fue un hábil plan para deshacerse de un marido con el que sólo se había casado por su oro. Pese al veredicto de muerte accidental, el crimen del doctor Roylott era muy conocido en la aldea, naturalmente, como también lo era mi papel en la investigación. Cuando Ramón, el hermano de Henry, le enseñó a Sarah la serpiente e hizo algunos comentarios ambiguos, ella decidió interpretarlos como amenazas. Incluso fue aún más lejos, convenciendo a su marido para traerme aquí para protegerlos. Estando nosotros en la escena del crimen, cuando Henry Dade fuera asesinado, seguramente sería considerado otro crimen como los anteriores relacionados con esa mortífera serpiente. Preparó el crimen de tal forma que pareciera imposible que ella lo había cometido.

– ¡Fue imposible, Holmes! -insistí-. Sarah Dade estaba con nosotros en la herrería cuando mataron a su marido.

– Eso me pareció en su momento, Watson. Pero recuerde que Henry subió para dormir un poco, y que incluso parecía dormir cuando entramos en la habitación. Es exactamente lo que hacía, dormir en su sillón, hasta que Sarah acabó con su vida en nuestra presencia, inyectándole veneno en el cuello.

– ¿Quiere decir que vimos cometerse el asesinato?

– Eso me temo, Watson. ¿Recuerda la forma en que se abrigó con el chal? Fue para ocultar las dos agujas que había preparado con anterioridad. Hasta le agitó para cubrir su involuntaria sacudida al inyectarle el veneno. Murió casi al instante, y ella le tapó la cara en esos cruciales segundos. Entonces ya sólo le quedaba deshacerse de las agujas. Simuló desmayarse y, mientras estaba en el suelo, las guardó en la aparte inferior del sillón. Intentaba recuperarlas cuando la sorprendimos.

– ¿Qué había en esas agujas, Holmes?

– El veneno que Ramón Dade ha extraído de los colmillos de la culebra de los pantanos. Recuerde que nos dijo estar haciéndolo para mayor seguridad y, sin duda, también se lo dijo a Sarah cuando le enseñó la serpiente. Estoy seguro de que pagó al tonto de Manuel para que robase el veneno y se lo trajera. Les hacía recados en ocasiones y no se daría cuenta de la importancia de su tarea.

– ¿Cómo supo que era culpable, Holmes?

– Fue más cuestión de saber que la serpiente debía ser inocente. Confió en que la ventana estuviera entreabierta, pero Henry debió cerrarla cuando subió a echarse la siesta. No había manera de que la serpiente hubiera escapado, y no estaba en la habitación cuando la registramos. Las marcas gemelas de su cuello también me resultaron muy sugerentes. Estaban justo donde Sarah se inclinó sobre el hombre dormido. Pero, para estar seguro, necesitaba atraparla cogiendo esas agujas hipodérmicas.

– ¡Podía haberle matado, Holmes!

– Igual que la banda de lunares en nuestra visita anterior.

– La próxima vez que vengamos a Stoke Moran…

Sherlock Holmes me interrumpió con una carcajada.

– Espero, Watson, que ésta sea nuestra última visita. ¡Cojamos el primer tren y volvamos a la paz y la tranquilidad de Londres!

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