SHERLOCK HOLMES Y «LA MUJER» – Michael Harrison

UN INFORME EXPLICATORIO DEL DOCTOR JOHN H. WATSON


Navidad, 1929


La muerte de lady de Bathe acaecida el año que termina, me ha recordado ciertos hechos que, pese a estar destinados a una publicación póstuma o (lo que es más probable) a no publicarse en absoluto, deben quedar consignados de una forma perdurable para todos aquellos que, en años venideros, deseen conocer toda la verdad sobre el singular e imperecedero amor de mi amigo Sherlock Holmes.

Naturalmente, había muchas personas al tanto de lo que sucedía al margen de las noticias publicadas (aunque en ningún modo al margen de su contenido) en periódicos y revistas, que están al corriente desde hace tiempo de que la dama a quien yo llamé «Irene Adler» en Un Escándalo en Bohemia era la conocida (quizá demasiado conocida) amiga íntima de todos los miembros masculinos, tanto jóvenes como de edad madura, pertenecientes a la Familia Real de la época, empezando por su Alteza Real el príncipe de Gales… aunque Su Alteza no fue el primer miembro de la Familia Real en cultivar la amistad de la dama, que en aquella época era esposa del señor Edward Langtry.

Inevitablemente, y del mismo modo en que Holmes conocía la identidad de «Irene Adler», la identidad de su denunciante, la persona a la que yo intenté disfrazar algo jocosamente como «Wilhelm Gottsreich Sigismond von Ormstein, gran duque de Cassel Felstein, y rey hereditario de Bohemia», fue igual e instantáneamente reconocida como la del todavía muy joven príncipe soberano de Bulgaria, Su Alteza Serenísima el príncipe Alejandro de Battenberg. No es un secreto, y ni por asomo me excuso de ello, el que hice todos los esfuerzos posibles para disfrazar las verdaderas identidades de las personas implicadas, cuando ideé una narración supuestamente ficticia para una popular revista mensual. Mirando atrás, me doy cuenta, con algo de diversión, de las claras influencias que tenía yo a la hora de inventar un nombre imaginario tan absurdamente ridículo como «von Ormstein» y demás, para el real príncipe Alejandro, llamado «Sandro» por nuestra Familia Real, de la que era un gran favorito.

Supongo que, reflexionando sobre el éxito como aventurera de la señora de Edward Langtry, née Emile Charlotte Le Bretón, hija del decano de Jersey, acabé pensando en el aún más deslumbrante éxito de otro miembro de esa Frágil Hermandad que era, al mundo Victoriano, lo que la excesivamente pagada estrella hollywoodense es hoy a la actual generación, no objeto de «un insulto o un silbido» sino más bien blanco de admiración, envidia y, dentro de lo que cabe, emulación. La dama a quien debía tener en mente era hija de un sastre de Cologne y de su esposa francesa. Me refiero a la antigua florista de Burdeos, Hortense Schneider.

Qué bien recuerdo el tiempo en que su retrato se veía por todas partes junto al de las cabezas coronadas de Europa, cuando alcanzó el éxito en todo el continente como Grande Duchesse de Gérolstein, en la obra del mismo nombre. El príncipe de Gales era uno de sus numerosos amantes, y recuerdo muy bien una visita que hizo a Paris, justo antes de la derrota de los franceses por los alemanes, en que esta mujer (según pensaba yo) algo vulgar disfrutó de honores casi reales y, ciertamente, esperaba ser tratada (cosa que normalmente sucedía) con la deferencia debida a alguien «cuya soberanía, a diferencia de otros gobernantes, estaba realmente basada en el amor de su pueblo», según apuntó un historiador inglés.

Sí… ahora que reflexiono, debió ser el tremendo coup de théâtre de madame Hortense Schneider lo que me proporcionó el «eco», por llamarlo así, de «Gerolstein»… «Ormstein», porque recuerdo claramente que fue el año que trabé conocimiento con Sherlock Holmes, 1881, cuando leí en The Times la noticia de la despedida del escenario de madame Hortense Schneider y su inmediato matrimonio con el conde Emile de Bionne. (Y con esto basta en cuanto a la carrera de la hija de un sastre de Burdeos… y en cuanto a la lamentable confusión de los moralistas en lo referente al salario del pecado).

En cuanto a esa referencia a «Bohemia» en mi inventado título para el príncipe «Sandro», el nombre -o más bien el concepto- de «Bohemia», de «Bohème» y de «La vie de Bohème», hace ya mucho que es familiar para la gente culta de nuestra nación gracias a la obra de Henri Murger, Scènes de la vie de Bohème, muy popular en su traducción inglesa, y, más recientemente, gracias a Trilby, la tal vez excesivamente romántica novela de Du Maurier sobre la vida artística parisina. Ahora no puedo recordar sin consultar el disco si Puccini nos había dado ya, o no, su espléndida ópera, cuando preparaba Un Escándalo en Bohemia para su publicación en The Strand Magazine, pero, como ya he dicho, el concepto de «Bohemia», con sus connotaciones do romántica liberación de la disciplina y de una seductora e inocente vida despreocupada, estaba ya muy clara en la mente del ciudadano británico. Así que, no debió parecer irrazonable al joven que entonces era yo -no más de cuarenta años, creo recordar, bautizar a un autoindulgente noble extranjero, que nos visitaba para quejarse de la «deshonesta» conducta de su caprichosa amante, con el imaginario, pero creo que no inadecuado, título de «rey de Bohemia».

Luego explicaré la verdadera naturaleza de su queja…


Debo decir que los periódicos británicos no sólo dedicaron un gran espacio a la difunta lady de Bathe en sus columnas necrológicas, sino que, como es tradicional en la mejor clase de periodismo, se abstuvieron discretamente de explicar el origen de su riqueza, conformándose con decir que, en sus años jóvenes, ella y su marido, el señor Edward Langtry, disfrutaron de la amistad de Sus Altezas Reales el príncipe y la princesa de Gales y de otras personas de menor importancia, pero no por ello de escasa eminencia. Todos citaron un comentario de la septuagenaria dama, hecho a un periodista en una entrevista reciente, sobre que le habría gustado volver al escenario, «aunque sólo fuese como figurante en Bulldog Drummond». Las necrológicas no mencionaron a la hija -encantadora, y todavía entre nosotros [1] – que, de ser cierto lo que dicen, tuvo de un miembro de una noble familia alemana, á la main gauche [2], pero sí mencionaron que su viudo, el baronet sir Hugo de Bathe, encargó a un eminente escultor la realización de un busto de «el más puro mármol blanco de Carrara» para su tumba en St. Saviour, Jersey. Se necesita ser periodista para saber lo importantes, o poco importantes, que son los hechos, y cuáles pueden mencionarse sin problemas. De modo que todos los periódicos comentaron que «tan sólo una o dos semanas atrás, lady de Bathe, al parecer en perfecto estado de salud, jugó varios hoyos de golf con su amiga lady Dudley en las canchas de Hythe». Lady Dudley, una cantante de comedias musicales, se ganó al principio de su carrera la amistad del duque más acaudalado de Inglaterra y, por tanto, y a diferencia de lady de Bathe cuando era la señora de Edward Langtry, nunca necesitó echar sus redes de forma tan amplia.


En la muy modificada versión de nuestro encuentro con el príncipe «Sandro» de Battenberg que preparé para The Strand Magazine con el título de Un Escándalo en Bohemia, hice ver que mi amigo, el señor Holmes, poseía considerables conocimientos sobre la dama a quien yo bauticé como «Irene Adler», aunque conocimientos almacenados en sus archivos y no obtenidos personalmente.

La verdad es que el señor Holmes ya conocía a la dama. Y será mejor que a partir de este momento la llame por su verdadero nombre y no vuelva a referirme a ella de otro modo que como la señora de Edward -«Lillie»- Langtry.

No solo la conocía, sino que tuvo tratos profesionales con ella, habiendo «actuado» (como dicen los procuradores) en su beneficio.

Y creo que ahora es el momento de dejar claro qué fue exactamente lo que el príncipe «Sandro», recomendado a Holmes por Su Alteza Real el príncipe de Gales (y que llegó a Baker Street absurdamente «disfrazado», en una de las berlinas de Marlborough House), quería que mi amigo hiciera por él. En el relato ficticio que escribí para The Strand, dije que el príncipe deseaba casarse, y eso era cierto. Pero la dama en cuestión no era la imaginaria «princesa Clotilde Lothman von Saxe-Meningen» (un nombre de mi propia invención), sino la muy real princesa Victoria, hija de Sus Altezas Imperiales el Príncipe Coronado y la Princesa de Alemania, siendo ésta hija de nuestra propia Reina. La propuesta unión matrimonial había sido vehementemente promovida por toda nuestra Familia Real, con la amarga oposición del heredero de Guillermo, heredero del Príncipe Coronado (luego emperador Guillermo II, y en la actualidad, si puede creerse a la prensa, aliviando el tedio de su exilio talando árboles en Doorn, Holanda). Yo escribí que ese «conde von Kramm… etc.» deseaba recuperar la posesión de una foto comprometedora antes de que fuera, o pudiera ser, enviada a la mojigata «princesa Clotilde». En realidad, era algo mucho menos intrínsecamente peligroso y mucho más intrínsecamente valioso, que una fotografía comprometedora. Era una colección muy valiosa de joyas, y no era cicatería por parte del príncipe lo que le hacía estar tan desesperado por recobrar las gemas, sino el muy embarazoso hecho de que las joyas, que incluían un magnífico parure de diamantes de la mejor agua, nunca fueron propiedad del príncipe para poder regalarlas, ya que estaban vinculadas a la Familia y no podían, legalmente hablando, salir de ella, ya fuese mediante venta o regalo.

– Una situación muy delicada -comentó Holmes una vez nos dejó el príncipe, tras describimos su preocupación-, y un bonito, muy bonito, problema, ni más ni menos.

– ¿Está usted seguro de poder persuadir a la señora Langtry de que los devuelva? -pregunté-. Después de todo, como nos dijo el príncipe, el dinero no es problema…

Holmes unió las yemas de los dedos, y sonrió de esa forma enigmática que me decía que me había ocultado algún hecho importante, y que estaba dispuesto a revelarlo.

Y así fue.

– Sin duda, la señora Langtry aceptaría dinero en metálico a cambio de devolver las joyas… -observó- de estar todavía en su poder… Pero, ¡ay! Ya no están en su poder para devolverlas…

– ¡Por los cielos, Holmes! -grité-. ¿Las ha vendido…?

– Peor… mucho peor. Si las hubiese vendido, podría negociar con el comprador… o compradores. No, no las ha vendido. Han sido robadas… y -lanzó una carcajada- de una forma tan simple y hermosa como pocas veces se ha visto en los anales del robo de mayor cuantía.

– ¿Cómo…? -empecé, pero Holmes continuó hablando.

– Todo esto, doctor, se reduce a un asunto de simple, pero casi siempre invariablemente peligrosa, indulgencia. Hasta el más complicado de los casos, por muy complicado que pueda parecer, o llegue a serlo, siempre tendrá su origen en la más sencilla de las causas. Esa es una de las normas invariables de la vida. Esta vez, el origen de lo que seguramente se convertirá en un caso importante, si no complicado, estriba en la muy humana, y perfectamente comprensible, vanidad de la dama. El caso tiene una explicación muy sencilla que…

– Estaré muy interesado en oírla.

– Pues la oirá. Bueno, en primer lugar, los fabricantes del jabón Pear’s preguntaron a la dama (como suele hacerse con otras muchas damas de la clase conocida como «bellezas profesionales», y cuyos retratos fotográficos se ven a centenares en los escaparates de las tiendas) si consentiría en testimoniar las excelencias de su jabón. Por un precio, claro está; la dama rara vez ofrece algún servicio como no sea con la tarifa adecuada. Vea, déjeme mostrarle…

Se levantó del sillón y cruzó la habitación hasta su escritorio de cortina, de cuyos casilleros sobresalían y colgaban papeles de todas clases y tamaños. Pero sólo necesitó un momento de rebuscar en el aparente caos para encontrar lo que buscaba. Luego volvió a su sillón y me entregó algo que, obviamente, era un recorte de periódico. Era el anuncio de jabón Pear’s que había mencionado como origen de todo aquel fastidioso asunto.

– Adelante; léalo -me invitó Holmes cargando su nueva pipa bulldog de brezo blanco comprada esa misma tarde en Fribourg & Treyer, en el Haymarket.

Eso hice. Había mucho de eso que los periodistas llaman «copy» en el relativamente pequeño espacio: referencias a la opinión del profesor sir Erasmus Wilson, «la mayor autoridad inglesa en la piel»; a sus «quince premios internacionales»; que estaba «especialmente preparado para la piel delicada de niños y mujeres»; y mucho, mucho más por el estilo. Y, en la parte inferior del anuncio, en gruesa y florida escritura: «Para las manos y el cutis, lo prefiero a cualquier otro». Había una foto de la dama (me pareció que una no muy atractiva) y en la esquina derecha su afectada firma «personal»: «Lillie Langtry».

Holmes me observaba atentamente mientras leía la propaganda y, cuando vio que terminaba, alargó la mano y me arrebató suavemente el recorte de los dedos.

– ¿Se ha fijado en que está firmado…? Sí, también lo hizo el ladrón -añadió secamente, riéndose a continuación-. No es un problema de tres pipas, doctor. La señorita Langtry depositó lo que calculaba eran unas cuarenta mil libras enjoyas en el Union Bank, en la sucursal de la esquina de Pont Street y Sloane Street. ¿La conoce…? Sí, la que está junto al Cadogan Hotel. [3]

»Bueno, pues «una persona de apariencia respetable» y, entre nosotros, de considerable descaro, se presentó en el banco casi inmediatamente después de la primera aparición de este anuncio en la prensa y presentó una orden, aparentemente firmada por la señora Langtry, solicitando al banco que entregase las joyas al portador de la nota. Desgraciadamente, lo hicieron.

– ¡Sin haber comprobado la validez de la nota con la señora Langtry! ¡Holmes, semejante descuido no es permisible!

– Eso sostiene indignada la señora Langtry. Pero, doctor, yo no estoy tan seguro. En toda falsificación con éxito, la falsificación en sí está cuidadosamente concebida para que, por decirlo así, proporcione su propia e incuestionable autoridad. Añada a eso el aspecto obviamente persuasivo del hombre que presentó la nota, fuese o no el falsificador, y ¿qué tenemos? Naturalmente, los empleados del banco aceptaron la nota como válida. Pero la señora Langtry está decidida a iniciar una demanda, y eso provoca una situación de carácter extremadamente delicado.

– ¿Ha sido requerido por la señora Langtry…?

– He aceptado prestarle toda la ayuda que esté en mi mano. Fui recomendado a la dama por dos personas familiarizadas con mis métodos, siendo la más importante de ellas, un ilustre cliente, con quien la señora Langtry tiene, o tuvo recientemente, una relación íntima más allá de los límites de una amistad convencional, y la otra George Lewis, el llamado abogado de la sociedad, a quien acude la señora Langtry siempre que tiene problemas. Debo decir que el hombre tiene un notable talento para lavar la ropa sucia en privado -concluyó Holmes, con algo de desdén-. Pero, volviendo al asunto de las joyas robadas…

– ¿Cree que el señor Lewis obligará al banco a pagar el valor de las gemas?

– Me temo que sólo la cuarta parte de su valor…

– ¡La cuarta parte! Pero, ¿por qué, Holmes?

– Porque, cuando el banco aceptó guardarlas pidió a un tasador que calculara su valor-respondió secamente-. Y el tasador, que evidentemente sabía mucho de joyas famosas, reconoció las tres cuartas partes de las joyas como alhajas que sólo podían haberse prestado a la señora Langtry, dado que estaban vinculadas. El banco se niega a asumir responsabilidad por joyas que, según sostiene, nunca fueron propiedad legal de la señora Langtry. Acepta asumir una responsabilidad por la cuarta parte del total, o sea, unas diez mil libras, y me temo que Lewis debió conformarse con eso. Así que la señora Langtry recurrió a mí. Las gemas deben ser recuperadas, aunque más por el bien del príncipe que por el de ella. Bueno, usted mismo vio que está desesperado; cómo podría explicar que no están en su poder, si llegan a pedirle que aclare su pérdida.

– ¿Tiene alguna idea de quién puede ser el ladrón?

– Se me ocurren varios delincuentes probables que podrían haber hecho esto. Los medios no dicen nada. Una simple falsificación que podría haber efectuado cualquier escribano de dedos hábiles. El papel donde se escribió la nota no me dice nada, salvo que era papel de escribir con el nombre y la dirección del Hotel Savoy, papel que podría haber cogido cualquier visitante casual. No obstante, hay dos posibles formas de identificarlo: el que supiera que las joyas estaban depositadas en el Union Bank y, por supuesto, la admirable sang-froid del hombre que presentó la nota. Su descripción no sirve para nada: «vestido de forma respetable» sólo significa una camisa almidonada, un abrigo de mañana o una levita y una chistera bien cepillada. Cabello gris, bigote gris… no sacaremos nada por ahí. La esperanza que tengo de recuperar las joyas radica en que, si el ladrón sabía demasiado, debe saber mucho más, ya que puede obtener una cantidad considerablemente mayor pidiendo rescate por las piedras que cortándolas.

Bueno, como ya sabemos, el banco no pagó más que la cuarta parte, lo cual, después de todo, equivale a toda la pérdida de la señora Langtry. Y mi amigo, habiendo localizado al ladrón, sirviéndose de sus métodos, entre aquellos con un conocimiento experto en gemas, y, lo que es más importante aún para un ladrón, de los medios para deshacerse de ellas, volvió al banco e intentó identificar a su ladrón de joyas por lo poco, que no era mucho, que el empleado de banco recordaba del hombre.

Bueno Holmes remarcó a su vuelta de lo que, a simple vista, parecía una visita fútil…

Una y otra vez nos encontramos con la frustrante experiencia de interrogar a testigos que ven, pero no observan. No obstante, creo que el empleado del banco, aunque poco observador, puede habernos proporcionado algún dato valioso. Me dijo que el visitante parecía tener un acento extranjero, ligero, pero desde luego apreciable; y se le ocurrió pensar que el hombre podía ser un americano. De ser así, eso reduce considerablemente el campo de búsqueda. La encuesta no se limitaría sólo al muy reducido campo de profesionales en el robo de joyas.

»Pero hay otro detalle valioso, o al menos a mí me lo parece. Presioné al empleado para que intentase recordar cualquier uso de palabras o sintaxis que le dieran la impresión de que el hombre era extranjero, aparte de su ligero acento. El empleado, rebuscando en la memoria, sólo recordó una expresión inusual. Cuando llevó al hombre la caja con las gemas de la señora Langtry, éste comentó: «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» Esta abrupta forma de expresarse sorprendió al empleado. Me dijo que habría esperado alguna pregunta del tipo «¿Han sido tasadas o valoradas, por un experto?» o algo así. Pero que ese abrupto «¿Cuánto diría usted que cuesta esto?» le chocó por lo raro, y por lo vulgar, ya que desentonaba con la respetable apariencia del hombre.

– ¿Y no tuvo sospechas? ¿Y le entregó las gemas? ¡Es una pena que su extraña forma de expresarse no despertara sus sospechas!

– Bueno, el hecho es que no lo hizo. Pero creo que aquí tenemos una valiosa pista. Dije que el ladrón era un hombre de la mayor sangre fría. Creo que, y dado que a la sangre fría, y según el refrán, hay que añadirle una absoluta desfachatez, el caballero dejó, no su tarjeta de visita, sino… su nombre.

– ¡Su nombre!

– ¿Recuerda el robo del retrato de la duquesa de Devonshire, obra de Gainsborough, en la galería que los señores Agnew’s tienen en Bond Street, acaecida hace doce años (todo esto tenía lugar a primeros de 1888) y, lo que viene más al caso, la osada sencillez con que se llevó a cabo el robo? Agnew’s pagó por ese retrato diez mil guineas en Christie’s, y al descubrir el robo, ofreció mil guineas por su devolución. Nunca fue devuelto.

– ¿Destruido, por ser demasiado peligroso conservarlo?

– No. El peligro sobrevendría cuando el ladrón intentara venderlo. No, doctor, este es un ladrón suficientemente paciente, y suficientemente rico, para conservarlo de cara a un rescate. Estoy casi convencido de que su golpe, debería decir el golpe, en el Union Bank es obra suya; desde luego tiene todas las trazas de su peculiar habilidad. Se especializa en el robo de joyas; nada podría haber superado, tanto en cuidadosa planificación como en temeridad, el robo del «correo del diamante» de la oficina postal de Hatton-Garden una nublada noche de noviembre del año en que nos conocimos, 1881. ¿Recuerda los detalles? Ah, bueno… pues, tras haber estudiado la oficina postal, el ladrón entró en ella a las cinco de la tarde, cuando había dos bolsas de correo certificadas detrás del mostrador, dirigidas a varios comerciantes en diamantes del continente, colgando, ya selladas, de ganchos de hierro. Un hombre bien vestido, seguido por un mensajero del servicio de telégrafos con, creo recordar, rizos rubios asomando bajo la gorra del uniforme, pidió sellos por valor de un shilling. Mientras el ladrón esperaba sus sellos ante el mostrador, el supuesto mensajero, en realidad una joven cómplice, pasó junto a él, bajó las escaleras que conducían al sótano y apagó el gas de la planta principal. Cuando las luces se apagaron, el ladrón rodeó el mostrador, cogió las dos sacas de diamantes y corrió hasta St. Martin’s-le-Grand acompañado por su cómplice, donde les esperaba un coche alquilado. Nunca les cogieron.

»Más atrevido y provechoso aún, ya que obtuvo entre setenta y ochenta mil libras en ese delito, fue su robo del «correo del diamante» de Kimberley, cuando las sacas iban camino de Cape Town: no se descubrió el robo hasta que no abrieron las sacas al final del viaje.

– ¿Le han cogido alguna vez…?

– No. Nunca le han arrestado.

– Pero se sabe que todos esos delitos fueron cometidos por el mismo hombre.

– Porque todos esos delitos estaban «firmados» por él, como lo estaría un libro por su escritor o una pintura por un artista, y desde luego es un artista.

– ¿Se conoce su identidad?

– No. Sólo el nombre por el que es conocido en el mundo del crimen. Quizá sea su verdadero nombre, pero probablemente no sea así. Algunos dicen que es un judío australiano afincado en New York, pero sólo él podría decirnos quién es realmente.

– ¿Y el nombre por el que los criminales… y la policía… le conocen?

Holmes sonrió, me pareció que con algo de tristeza.

– Es el nombre que le dio al empleado del banco.

– ¿Le dio su nombre? No me parece recordarlo…

– Cuando dejó intrigado al empleado utilizando la frase, la palabra «costar», en vez, de «valer» o un término mucho más normal. Sí, doctor, el nombre por el que es conocido en círculos policiales y criminales es el de… Adam Worth [4]. Si algún hombre se mereció alguna vez el apodo de «Napoleón del mundo del crimen» ése es él. Sí… debió pensar que era posible que me llamaran para el asunto del Union Bank, y fue para mí para quien debió «firmar», por así decirlo, su última hazaña. Bueno, ya lo veremos.

»Pero, qué difícil resulta, doctor, no admirar a un hombre que, para devolver al mercado los diamantes de Kimberley, hizo que uno de sus hombres se hiciera pasar por tratante en diamantes de Hatton-Garden y le vendiera los diamantes a algunas de las personas a las que había robado. [5]


Como ya he dicho, el encargo que nos hizo el príncipe Alejandro de Battenberg, a quien yo había presentado algo jocosamente al lector como el absurdo «conde von Kramm, gran duque de Cassel-Felstein… etc.», no era, en ningún modo, la primera vez que la señora «Lillie» Langtry, alias «Irene Adler» en mi relato manipulado, se mezcló en los asuntos de Holmes, y éste, creo, es el sitio adecuado para este informe, que no se publicará hasta la muerte del señor Holmes y la mía (el príncipe Alejandro murió hace muchos años; la señora Langtry -lady de Bathe-, este año que termina), y para maravillarme, como sigo maravillándome, ante la todopoderosa atracción que inspiraba en mi amigo esta mujer en particular, de entre tantas liaisons basadas en relaciones comerciales.

Austero, reservado, incluso casi físicamente introvertido, aunque siempre, naturalmente, con esa cortesía deferente que está muy por encima de las convenciones de la educación formal, la «reacción» de mi amigo (por llamarla de algún modo) ante el forzoso encuentro con una dama de muy fácil virtud, normalmente se habría basado en esa austeridad, esa reserva, ese -sí, debo decirlo- casi puritanismo, de una forma tan obvia que habría resultado imposible que cualquiera lo pasase por alto.

Naturalmente, ni siquiera yo, teniendo la imagen de mi perdida Mary tan presente en mi memoria que todas las mujeres, comparadas con ella, me parecen carentes de importancia (hablo de su belleza), podría atreverme a negar a la señora Langtry mi tributo a su encanto. Vi, mientras estaba sentada en esa chirriante silla de paja junto al brillante fuego (creo recordar que hacía frío aquel marzo de 1888) el modo en que podía dominar, atraer de forma sutil y, debo decir que seducir inevitablemente, no tanto por su encanto físico como por su presencia mental y física. Me resultó curioso que, aunque mi mente me dijese que era una meretriz y una desvergonzada, aunque mi mente jugase con la posibilidad de describirla mediante una palabra mucho más corta, pero todavía bíblica, mi corazón no pudiese aceptar esa evaluación cruel aunque sincera.


Mientras ella hablaba con mi amigo, la estudió, tanto como hombre de medicina como -bueno, déjenme admitirlo en la intimidad de este muy privado informe simple hombre. Le concedí su belleza física: los ojos violetas, el espléndido cabello cobrizo, el intachable cutis (¡que nada debía, según reflexioné luego, al jabón Pear's!) Pero, mientras la miraba disimuladamente, estudiando cada parte de ese cuerpo, esa personalidad que había esclavizado a tantos hombres, me descubrí sorprendiéndome ante la inevitable conclusión de que -sí, en serio-, había algo más masculino que femenino en su complexión, y que, seguramente, tenía un componente en exceso masculino para que ella pudiese afirmar una femineidad completa. Sus hombros eran demasiado anchos para ser femeninos, sus manos eran grandes y (uno diría) fuertes, su mandíbula demasiado firme para la belleza femenina; y, pese a todas esas paradojas físicas, una seguridad que se detenía a muy poca distancia de la arrogancia; una casi arrogancia que se detenía a muy poca distancia de la desfachatez… (No; a diferencia de mi amigo, yo nunca, me alegra decirlo, caí bajo el hechizo de esta muy corrompida paloma, no llegando nunca a ser desleal, no sólo al recuerdo de mi Mary, sino, lo que es más, al maravilloso modelo de femineidad de la que mi amada esposa fue un ejemplo tan resplandeciente). En los cuarenta años posteriores a nuestros primeros tratos con la señora Langtry ha aparecido una nueva palabra, una palabra muy expresiva, que creo que nos ha llegado de América. Esta palabra es «enganchado» [6], y, mirando atrás, no puedo encontrar una mejor forma de expresar la subyugación de mi amigo que diciendo que estaba «enganchado», en todos los aspectos. No puedo explicar por qué esto era así. Los franceses también tienen una palabra que describe la entrega de mi amigo mucho mejor aún que nuestra expresión «completamente atontado» [7]. Los franceses llaman a esta condición de abyecta rendición a una abrumadora impresión emocional, bouleversement, pero mientras le doy la palma a la mot juste de los franceses, acude a mi mente una frase aún mejor, una frase que he oído utilizar a los sirvientes cuando creen estar hablando en privado: «como si se hubiera caído de un pino». ¡Ay! Sólo puedo limitarme a constatar, aunque con el más profundo pesar, que mi pobre amigo estaba como si se hubiera caído de un pino…

Escribiendo esto para mi muy personal constancia, a diez años de «La guerra para acabar con todas las guerras» (¡nunca hemos podido estar más ciegos!), me siento como sir Bedivere, al menos en el sentido de estar «revolviendo muchos recuerdos», y los recuerdos se amontonan en mí, como si se empujasen unos a otros para conseguir prioridad, así que me veo abrumado por una docena de conflictivas y confusas evocaciones.

Frases olvidadas o semirecordadas se amontonan en mi consciencia… son tantas y tan diferentes, originadas todas en las distintas emociones que constituyen una larga, larga experiencia. ¿Por qué, por ejemplo, acude a mi mente la descripción que hizo la duquesa de Orleans -esa duquesa que se casó con el afeminado monsieur, esa malhablada princesa alemana- de madame de Maintenon? «Una mujer de hermosos ojos», creo que fue lo que escribió, «aparentemente modesta, pero de rebelde seno». Desde luego mencionó el «rebelde seno», y ahora que pienso en la hermosa (¡oh, nunca permitan que la llamen «frágil»!) «Lillie», de su demasiado bien desarrollado busto… es el recuerdo de mi femenina Mary lo que me trac a la mente unas palabras escritas por un poeta [8] que murió en la Guerra: «…gentileza, en corazones pacíficos, bajo un cielo inglés…» Sí, los recuerdos del rebelde seno y la gentileza en corazones pacíficos luchan para adquirir preeminencia en mi mente… pero es en la gentileza, más que en la rebeldía, en lo que pienso, mientras concluyo esta parte de mis recuerdos y paso a lo que al señor Phillips Oppenheim, al señor Louis Tracy y a los demás novelistas «sensacionales» les gusta llamar el dénouement de mi relato.


Algún tiempo después del muy difundido robo de las joyas de la señora Langtry en el Union Bank -creo que no debieron pasar más de quince días-, yo estaba una nublada tarde de abril contemplando Baker Street por la ventana, cuando un sonido de cascos de caballos, y un traqueteo y cascabeleo de arneses y arreos, me advirtieron de que una lujosa berlina paraba ante nuestra modesta residencia.

– ¡Hola! -exclamé-. Otro de los carruajes de Marlborough House. ¿Acaso el príncipe vuelve para otra consulta?

– De Marlborough House, sí -dijo Holmes con calma-, pero no creo que sea el príncipe. Creo que esta vez será un visitante distinto.

Y así resultó ser. Era una dama a quien Billy, nuestro «botones», hizo pasar a nuestra sala de estar.

– ¡Señora Langtry! -mi amigo la recibió con calidez nada disimulada, apresurándose a desplazar el sillón de mimbre a una posición más apropiada-. Naturalmente, ya conoce al doctor Watson…

La pequeña inclinación de cabeza de la dama reconoció mi poco importante presencia.

– He leído unos anuncios en el Beeton’s Annual sobre mejoras introducidas recientemente en el hogar -dijo ella, con aparente irrelevancia-. El que atrajo mi atención, señor Holmes, y quizá la suya, es uno sobre un sillón de mimbre que no cruje. Las mismas comodidades del modelo anterior, ¿sabe?, pero ¡cielos, qué alivio en una conversación tranquila!

El doctor Watson ha colaborado con esa revista, señora -dijo mi amigo, imperturbable-. No tengo ninguna duda de que será capaz de localizar el anuncio que menciona y comunicarse con los fabricantes, si lo cree conveniente. Y ahora, ¿en qué puedo servirla, señora?

Como ya he dicho, en aquellos tiempos semejantes damas eran conocidas colectivamente como «bellezas profesionales», considerándose miembro de este grupo mal definido a todas aquellas personas cuyos «retratos» fotográficos solían verse, enmarcados en plata, en los escaparates de las tiendas. (Incluso hoy día habrá muchos que recuerden la curiosa demanda de libelo iniciada por el coronel y la señora Cornwaillis West, a la que se unieron el señor y la señora Langtry, cuyo principal agravio era referente a unas fotografías de ese tipo de la señora West, otra más de las atractivas amigas íntimas del príncipe de Gales.)

Con un aplomo indescriptible, la dama se dispuso a contamos lo que había venido a decir. La patente (y, para mí, muy lamentable) admiración de mi amigo fue aceptada por ella como si le fuera debida, al tiempo que trataba mi evidente desaprobación con semidivertido desdén, pues apenas pude ocultar mis sentimientos. (¿Cómo iba a importarle, y mucho menos molestarle, la opinión de un médico militar con media paga, cuando el príncipe de Gales y tantos otros miembros masculinos de nuestra Familia Real buscaban, y pagaban, sus favores?

– He venido… -empezó, cuando Holmes alzó una mano para interrumpirla.

– Perdóneme, señora, pero creo poder adivinar lo que la trae aquí…

– ¿De verdad puede, señor Holmes?

Hizo la pregunta con una sonrisa en absoluto tímida, aunque fue un Holmes muy serio quien respondió.

– Sí, señora, estoy seguro de que puedo. Su visita tiene relación con las joyas retiradas de su coffre-fort del Union Bank…

– ¿«Retiradas», señor Holmes? Una curiosa expresión, ¿no cree?

– ¿De veras? Le ruego me diga qué expresión habría preferido que usara.

– «Robadas» lo describiría de una forma más breve y concisa, diría yo.

– Y yo también, de ser esa la palabra apropiada. Pero, no importa. Yo aventuraría que viene a devolver las alhajas que el príncipe Alejandro no tenía derecho a regalarle. ¿Estoy en lo correcto…?

– Sí, señor Holmes, está en lo correcto. Las tengo conmigo -y en ese momento dio unas palmadas al bolso marroquí inusualmente grande que llevaba consigo-. Las devuelvo con algunas condiciones, señor Holmes…

– Por supuesto. No esperaba menos. Y, sin duda, las condiciones son de carácter económico.

– Caballeros, ustedes son hombres de honor. ¿No querrán apoderarse por la fuerza de lo que llevo? Por supuesto que no. Bueno, pues, están en venta. Como ya sabrán, el banco se niega a compensarme por lo que según afirma, en su insolencia, nunca fue de mi propiedad, ni tampoco del príncipe Alejandro. Pensé en contratar al señor George Lewis para iniciar una demanda contra el banco… pero, no sé… Una debe tener en cuenta el posible escándalo…

(¡Santo Dios!, pensé yo, ¡no se puede tener más desfachatez!)

– Así es -comentó Holmes con gravedad, juntando las yemas de los dedos-. Creo que usted estima el valor de las gemas, ¿o quizá debo decir su coste?, en unas cuarenta mil libras, y que el banco no piensa compensarla más que con la cuarta parte de la suma, unas ¿diez mil libras? Una decisión, por parte del banco, que la hace perder unas treinta mil libras.

– Sesenta mil libras, señor Holmes… -dijo con calma la mujer.

Mi amigo se frotó la barbilla, y sus ojos se iluminaron.

– ¡Ah! ¡Creo que ya llegamos a lo que los ladrones americanos llaman «el reparto»!

– ¡Señor Holmes! ¡Eso es un insulto!

– ¿Para quién, señora? ¿Para usted o para el señor Adam Worth?

– Me abordó y se ofreció a venderme las joyas Hesse por treinta mil libras, señor Holmes. Naturalmente, me apresuré a aprovechar la oportunidad de recuperar las joyas…

– Dejando al margen el hecho de que, al tratar con un ladrón confeso, es usted culpable no sólo de ocultación de un crimen, sino de encubrimiento de esa felonía…

– ¡Bah! Bobadas, señor Holmes. Parece usted el señor Lewis con sus truquitos legales. En esto hay que ser realistas y afrontar los hechos, señor Holmes, y no ponerse quisquilloso sobre cuestiones puramente teóricas de culpabilidad o inocencia. ¿Está de acuerdo?

– Sí, me temo que lo estoy. ¿Así que el señor Worth pide treinta mil libras por las joyas? Ah, por cierto… ¿le ha pagado ya…?

El hermoso cutis de la dama enrojeció un poco.

– No… bueno, verá, señor Holmes, confía en mí…

Mi amigo se echó hacia atrás, golpeándose las rodillas con ambas manos. Rió tan sonoramente como no le había oído reír antes.

– ¡Discúlpeme, señora, pero esto no tiene precio! Es realmente espléndido -y una vez más volvió a estallar en incontrolada hilaridad. (Ya he reseñado en alguna parte lo sonoramente que podía reírse mi amigo cuando, como gustaban decir los novelistas del pasado siglo, «se provocaban sus facultades risibles».)

Pero, una vez recuperó la compostura, añadió:

– Creo que no me contradecirá si digo que no me llamó sólo para arreglar el pago con el señor Adam Worth. Eso sería llevar el altruismo demasiado lejos para ser… ¿cómo dijo?, ¿ser realistas?… realistas, entonces. Habrá que añadir algo para compensarla a usted, supongo… ¡Ah. ya veo! ¿Y cuál sería esa suma adicional? La que el banco se negó a pagar, naturalmente. Treinta para el señor Worth, y ¿treinta?, sí, treinta para usted. Sesenta mil libras. ¿Y quién, o, más bien, cómo se pagará todo este dinero? ¿Tiene alguna sugerencia?

– Toda la Familia Real -dijo con impaciencia la dama-, empezando por la reina, aprecia mucho a Sandro… al príncipe Alejandro. Desean que se case con esa bobalicona de la princesa Victoria de Prusia…

– Una joven encantadora, señora.

– Sin duda, pero estamos hablando de dinero. Todos los miembros de la Familia contribuirán si les deja bien claro que no aguantaré ninguna tontería. El príncipe de Gules…

– Puedo recordarle, señora, que yo también tengo el privilegio de conocer a Su Alteza Real, y que, según he podido observar, he llegado a la conclusión de que Su Alteza Real siempre consideró más dichoso recibir que dar.

– Eso es muy cierto -dijo la dama de mala gana-. Pero, ¿para qué perder tiempo hablando? Usted puede conseguir el dinero. Confío en usted -dijo, levantándose de nuestro rechinante sillón de mimbre, y cogiendo su gran bolso marroquí. Lo abrió, sacando de su interior una bolsa de gamuza, que vació en la pequeña mesa de nogal-. Cuando mencioné la confianza, usted sonrió, señor Holmes. Pero, aquí está la prueba. Aquí están todas las joyas Hesse que se me han entregado. Cójalas, señor Holmes. Espero recibir su cheque en un futuro no muy lejano -añadió poniéndose los guantes.

Los detalles de cómo se recaudaron las sesenta mil libras del chantaje no necesitan referirse aquí. Baste con decir que mi amigo consiguió el dinero de lo que los abogados llaman «partes interesadas», y que la señora Langtry recibió su cheque.

– Me pregunto si el señor Worth recibirá su cheque con tanta rapidez -dijo Holmes sonriendo, mientras cerraba el sobre con el rescate-. Y ahora Billy ya puede poner esto en el correo y estaré encantado de contarle lo que pienso de este notable caso.

»¿Recuerda que, hace unos años, llamé su atención sobre un relato publicado en una revista americana? The Century, Harper’s Bazaar, The Atlantic Monthly, no recuerdo exactamente cuál, pero, en todo caso, era una revista americana. Un relato memorable. Se titulaba «La dama o el tigre», y era de un escritor llamado Stockton. ¿Lo recuerda? Bien. La originalidad del cuento de Stockton estriba en que, si la mayoría de los otros relatos cuentan, en beneficio del lector, exactamente lo que sucede, Stockton, en su admirable relato breve, invierte completamente la norma, y no sólo no nos cuenta lo que sucede, sino que evita deliberadamente el contárnoslo. Nos deja a nosotros el adivinar cuál fue la elección que hizo la dama.

»Bien, pues ahora tenemos algo semejante. Hemos visto a la dama, hemos escuchado su historia, hemos aceptado sus reprobables condiciones, y aquí está su cheque, listo para ser echado al correo. Normalmente, yo diría que el asunto termina aquí. Pero me ha dejado con una sensación muy incómoda, y muy inusual en mí: la sensación de no saber lo sucedido realmente. Oh, puedo aventurar alguna conjetura…

– Estaría muy interesado en oír sus teorías…

– Las oirá, doctor. Pero el verdadero enigma de este caso, digamos que la base del problema, es la orden escrita al banco para que entregase las joyas al portador de la misma.

– La orden falsificada, con la firma copiada del anuncio de jabón Pear’s.

Holmes se frotó la barbilla, algo que, en él, siempre era signo de profunda concentración.

– Hm. Bueno… ¿Falsificada, dice? Me lo pregunto… -Se sentó y se frotó las delgadas manos-. Meditemos sobre esa orden, alrededor de la cual gira todo este caso. Una orden falsificada, sí. Esa es la versión. Y, aunque los periódicos quizá no lo sepan, el hombre conocido por la policía de varias naciones como «Adam Worth», sea cual sea su verdadero nombre, es un hombre de recursos, osadía y astucia infinitos. Se le considera un falsificador de consumado talento. Es un experto conocedor de piedras preciosas, además de conocer a sus propietarios y dónde las tienen guardadas, supuestamente, a salvo.

»Una vez aceptado todo esto, dirijamos nuestra mente a lo que sabemos, o deberíamos saber, de los bancos y sus métodos.

»Los bancos llevan un registro y un control minucioso de todas las muestras de firmas de sus clientes, y el personal que trata con esos clientes se esfuerza al máximo para familiarizarse con cada firma. No se les engaña fácilmente…

– En este caso, parece que sí lo hicieron…

– Por favor, siga conmigo, doctor. Y dígame, ¿qué podría ser más persuasivo (hablo de una orden para entregar algo al portador), más convincente, más «oficial», digamos, que… (Sí, doctor, veo que empieza seguir el hilo de mis pensamientos)… una orden auténtica? No una falsificación. Sino una orden auténtica, escrita y firmada, no por un «calígrafo» consumado, sino por la persona que se presupone ha escrito la orden.

Una orden que, de ponerse en duda, resultaría completamente verificable mediante el registro de firmas. ¿Me sigue…?

– Sólo con… bueno, Holmes, con… bueno, no con tanta sorpresa como… bueno, consternación. ¿De verdad sigo el hilo de sus pensamientos?

– Y muy bien, diría yo. Y ahora déjeme intentar lo que mi amigo de la Sûreté, monsieur Dubuque, llamaría una reconstrucción del crimen.

»-Empecemos por unos cuantos hechos. Este Adam Worth es un experto en la valoración de joyas, además de en el más hábil robo. Sabe valorarlas y sabe dónde encontrar las joyas más valiosas. Puede estar seguro de que sabía dónde se hallaban las joyas de la señora Langtry, lo que valían y, lo que es más importante, que tarde o temprano tendrá que devolver lo que el príncipe Alejandro no tenía derecho, ni moral ni legal, a regalarle. En este conocimiento hallaremos el móvil de esta conspiración tan ignominiosa, conspiración que, estoy seguro, fue ingeniosamente planeada por el tal «Adam Worth».

– Holmes… ¡por Dios! No puede pensar en una conspiración entre…

– Naturalmente que sí. Entre la señora Langtry y ese Worth. Pero, tal como lo veo yo, el plan lo concibió Worth basándose, inspirándose, en cierta información convenientemente puesta a su alcance. Sabía que la dama andaba escasa, muy escasa, de fondos. Desde luego, podría haber obtenido dinero a cambio de las joyas sobre las que podía efectuar una reclamación legal, pero no podría vender las otras; ni siquiera su osadía llegaría a tanto. Así que, este persuasivo señor Worth sugirió un plan con el que tanto ella como él podrían hacer dinero y, ¡sí!, hasta podrían ganar dinero (y, esto, doctor, debió ser la parte del plan que convenció a la dama) con las joyas que no le pertenecían. Todo lo que se necesitaba era una nota de ella, cuya autenticidad se negaría a posteriori, por supuesto, para hacer que la retirada de las joyas del banco pareciera un robo. Y esto es todo. Ya conoce el resto, doctor…

– No. ¿Qué pasará?

– No le comprendo, doctor. ¿Por qué debería «pasar» algo? ¿Qué puede pasar? El caso está cerrado. La dama y su cómplice tienen el dinero que se han ganado con su esfuerzo, y su príncipe, su «Sandro», quiero decir, ha recuperado las alhajas que sólo habría regalado un payaso enamorado. No -dijo, frotándose las manos con todos los signos de una gran autocomplacencia-. Creo que el asunto ha terminado bien, realmente bien. Y ahora, ¿qué me dice de una cena ligera en Goldini’s? El encargado me ha dicho que tienen un cocinero nuevo, mejor aún que el anterior.

– ¡Pero Holmes!-grité-. Va a… ¡Esto es una conspiración criminal! No puede, simplemente no puede…

– Eso es una redundancia, doctor. Toda conspiración es criminal, al menos según nuestras leyes. Y, ¿qué bien se obtendría de ahondar en el asunto? ¿Le sorprendo? No veo por qué. Hasta usted sabe que yo he cometido más de un delito grave… si es que se ha cometido un delito -añadió, meditativamente-. Pero, sea así o no, ya le he dicho que con esto concluye el asunto.

»Pero, ah, doctor-canturreó, con ojos brillantes-, ¡qué mujer!, ¿eh?, ¡Qué mujer…!

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