I

La última vez que vi a Miguel Desvern o Deverne fue también la última que lo vio su mujer, Luisa, lo cual no dejó de ser extraño y quizá injusto, ya que ella era eso, su mujer, y yo era en cambio una desconocida y jamás había cruzado con él una palabra. Ni siquiera sabía su nombre, lo supe sólo cuando ya era tarde, cuando apareció su foto en el periódico, apuñalado y medio descamisado y a punto de convertirse en un muerto, si es que no lo era ya para su propia conciencia ausente que nunca volvió a presentarse: lo último de lo que se debió de dar cuenta fue de que lo acuchillaban por confusión y sin causa, es decir, imbécilmente, y además una y otra vez, sin salvación, no una sola, con voluntad de suprimirlo del mundo y echarlo sin dilación de la tierra, allí y entonces. Tarde para qué, me pregunto. La verdad es que lo ignoro. Es sólo que cuando alguien muere, pensamos que ya se ha hecho tarde para cualquier cosa, para todo -más aún para esperarlo-, y nos limitamos a darlo de baja. También a nuestros allegados, aunque nos cueste mucho más y los lloremos, y su imagen nos acompañe en la mente cuando caminamos por las calles y en casa, y creamos durante mucho tiempo que no vamos a acostumbrarnos. Pero desde el principio sabemos -desde que se nos mueren- que ya no debemos contar con ellos, ni siquiera para lo más nimio, para una llamada trivial o una pregunta tonta (‘¿Me he dejado ahí las llaves del coche?’, ‘¿A qué hora salían hoy los niños?’), para nada. Nada es nada. En realidad es incomprensible, porque supone tener certidumbres y eso está reñido con nuestra naturaleza: la de que alguien no va a venir más, ni a decir más, ni a dar un paso ya nunca -para acercarse ni para apartarse-, ni a mirarnos, ni a desviar la vista. No sé cómo lo resistimos, ni cómo nos recuperamos. No sé cómo nos olvidamos a ratos, cuando el tiempo ya ha pasado y nos ha alejado de ellos, que se quedaron quietos.

Pero lo había visto muchas mañanas y lo había oído hablar y reírse, casi todas a lo largo de unos años, temprano, no demasiado, de hecho yo solía llegar al trabajo con un poco de retraso para tener la oportunidad de coincidir con aquella pareja un ratito, no con él -no se me malentienda- sino con los dos, eran los dos los que me tranquilizaban y me daban contento, antes de empezar la jornada. Se convirtieron casi en una obligación. No, la palabra no es adecuada para lo que nos proporciona placer y sosiego. Quizá en una superstición, aunque tampoco: no es que yo creyera que me iba a ir mal el día si no compartía con ellos el desayuno, quiero decir a distancia; era sólo que lo iniciaba con el ánimo más bajo o con menos optimismo sin la visión que me ofrecían a diario, y que era la del mundo en orden, o si se prefiere en armonía. Bueno, la de un fragmento diminuto del mundo que contemplábamos muy pocos, como pasa con todo fragmento o vida, hasta la más pública o expuesta. No me gustaba encerrarme durante tantas horas sin haberlos visto y observado, no a hurtadillas pero con discreción, lo último que habría querido era hacerlos sentirse incómodos o molestarlos. Y habría sido imperdonable ahuyentarlos, además de ir en perjuicio mío. Me confortaba respirar el mismo aire, o formar parte de su paisaje por las mañanas -una parte inadvertida-, antes de que se separaran hasta la siguiente comida, probablemente, que tal vez ya era la cena, muchos días. Aquel último en que su mujer y yo lo vimos, no pudieron cenar juntos. Ni tan siquiera almorzaron. Ella lo esperó veinte minutos sentada a una mesa de restaurante, extrañada pero sin temer nada, hasta que sonó el teléfono y se le acabó su mundo, y nunca más volvió a esperarlo.


Desde el primer día me saltó a la vista que eran matrimonio, él de cerca de cincuenta años y ella de unos cuantos menos, no habría alcanzado aún los cuarenta. Lo que más agradaba de ellos era ver lo bien que lo pasaban juntos. A una hora a la que casi nadie está para nada, y menos para fiestas y risas, hablaban sin parar y se divertían y estimulaban, como si acabaran de encontrarse o incluso de conocerse, y no como si hubieran salido juntos de casa, y hubieran dejado a los niños en el colegio, y se hubieran arreglado al mismo tiempo -acaso en el mismo cuarto de baño-, y se hubieran despertado en la misma cama, y lo primero que cada uno hubiera visto hubiera sido la descontada figura del cónyuge, y así un día tras otro desde hacía bastantes años, pues los hijos, que los acompañaron en un par de ocasiones, debían de tener unos ocho la niña y unos cuatro el niño, que se parecía enormemente a su padre.

Éste vestía con distinción levemente anticuada, sin llegar a resultar ridículo ni anacrónico en modo alguno. Quiero decir que iba siempre trajeado y bien conjuntado, con camisas a medida, corbatas caras y sobrias, pañuelo asomándole por el bolsillo de la chaqueta, gemelos, lustrados zapatos de cordones -negros o bien de ante, éstos sólo al final de la primavera, cuando se ponía sus trajes claros-, manos cuidadas por manicura. A pesar de todo esto, no daba una impresión de ejecutivo presuntuoso ni de pijo a ultranza. Parecía más bien un hombre cuya educación no le permitiera asomarse a la calle vestido de otra manera, en día laborable al menos; en él resultaba natural aquella clase de indumentaria, como si su padre le hubiera enseñado que a partir de cierta edad era eso lo que tocaba, independientemente de las modas que ya nacen caducas y de los desharrapados tiempos actuales, que a él no tenían por qué afectarlo. Era tan clásico que ni siquiera le descubrí nunca ningún detalle extravagante: no quería hacerse el original, aunque acababa por resultarlo un poco en el contexto de aquella cafetería en la que lo vi siempre y aun en el de nuestra ciudad negligente. El efecto de naturalidad se veía realzado por su carácter indudablemente cordial y risueño, que no campechano (no lo era con los camareros, por ejemplo, a los que trataba de usted y con amabilidad desusada, sin caer en el empalago): de hecho llamaban algo la atención sus frecuentes carcajadas que eran casi escandalosas, aunque en ningún caso molestas. Sabía reír, lo hacía con fuerza pero con sinceridad y simpatía, nunca como si adulara ni en actitud aquiescente sino como si respondiera siempre a cosas que le hacían verdadera gracia y fueran muchas las que se la hicieran, un hombre generoso, dispuesto a percibir lo cómico de las situaciones y a aplaudir las bromas, por lo menos las verbales. Quizá era su mujer quien se la hacía, en conjunto, hay personas que nos hacen reír aunque no se lo propongan, lo logran sobre todo porque nos dan contento con su presencia y así nos basta para soltar la risa con muy poco, sólo con verlas y estar en su compañía y oírlas, aunque no estén diciendo nada del otro mundo o incluso empalmen tonterías y guasas deliberadamente, que sin embargo nos caen todas en gracia. El uno para el otro parecían ser de esas personas; y aunque se los veía casados, nunca sorprendí en ellos un gesto edulcorado ni impostado, ni tan siquiera estudiado, como los de algunas parejas que llevan años conviviendo y tienen a gala exhibir lo enamoradas que siguen, como un mérito que las revaloriza o un adorno que las embellece. Era más bien como si quisieran caerse simpáticos y agradarse antes de un posible cortejo; o como si se tuvieran tanto aprecio y querencia desde antes de su matrimonio, o aun de su emparejamiento, que en cualquier circunstancia se habrían elegido espontáneamente -no por deber conyugal, ni por comodidad, ni por hábito, ni por lealtad siquiera- como compañero o acompañante, amigo, interlocutor o cómplice, en la seguridad de que, fuera lo que fuese lo que aconteciera o se diese, o lo que hubiera que contar o escuchar, siempre sería menos interesante o divertido con un tercero. Sin ella en el caso de él, sin él en el caso de ella. Había camaradería, y sobre todo convencimiento.


Miguel Desvern o Deverne tenía unas facciones muy gratas y una expresión varonilmente afectuosa, lo cual lo hacía atractivo de lejos y me llevaba a suponerlo irresistible en el trato. Es probable que me fijara antes en él que en Luisa, o que fuera él quien me obligara a fijarme también en ella, ya que, si a la mujer la vi sin su marido a menudo -éste se marchaba antes de la cafetería y ella se quedaba unos minutos más casi siempre, a veces sola, fumando, a veces con una o dos compañeras de trabajo o madres del colegio o amigas, que alguna que otra mañana se les agregaban a última hora, cuando él ya estaba a punto de despedirse-, al marido no llegué a verlo nunca sin su mujer al lado. Para mí su imagen sola no existe, es con ella (fue una de las razones por las que al principio no lo reconocí en el periódico, porque allí no estaba Luisa). Pero en seguida pasaron a interesarme los dos, si ese es el verbo.

Desvern tenía el pelo corto, tupido y muy oscuro, con canas solamente en las sienes, que se le adivinaban más crespas que el resto (si se hubiera dejado crecer las patillas, quién sabe si no le habrían aparecido unos caracolillos incongruentes). Su mirada era viva, sosegada y alegre, con un destello de ingenuidad o puerilidad cuando escuchaba, la de un individuo al que la vida en general divierte, o que no está dispuesto a pasar por ella sin disfrutar de los mil aspectos graciosos que encierra, incluso en medio de las dificultades y las desgracias. Bien es verdad que él habría sufrido muy pocas para lo que es el destino más común de los hombres, lo cual lo ayudaría a conservar aquellos ojos confiados y sonrientes. Eran grises y parecían registrarlo todo como si todo fuera novedoso, hasta lo que se les repetía a diario insignificante, aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara y sus camareros, mi figura muda. Tenía hoyuelo en la barbilla. Me hacía acordarme de algún diálogo de película en el que una actriz le preguntaba a Robert Mitchum o a Cary Grant o a Kirk Douglas, no recuerdo, cómo se las ingeniaba para afeitarse allí, a la vez que se lo tocaba con el dedo índice. A mí me daban ganas de levantarme de mi mesa todas las mañanas, acercarme hasta la de Deverne y preguntarle lo mismo, y tocarle a mi vez el suyo con el pulgar o el índice, levemente. Siempre iba muy bien afeitado, el hoyuelo incluido.

Ellos se fijaron en mí mucho menos, infinitamente menos que yo en ellos. Pedían su desayuno en la barra y una vez servido se lo llevaban a una mesa junto al ventanal que daba a la calle, mientras que yo tomaba asiento en una más al fondo. En primavera y verano nos sentábamos todos en la terraza y los camareros nos pasaban las consumiciones por una ventana abierta a la altura de su barra, lo cual daba pie a varias idas y venidas de unos y otros y a mayor contacto visual, porque de otra clase no hubo. Tanto Desvern como Luisa cruzaron conmigo alguna mirada, de mera curiosidad, sin intención y jamás prolongada. Él no me miró nunca de manera insinuante, castigadora o presumida, eso habría sido un chasco, y ella tampoco me mostró nunca recelo, superioridad o displicencia, eso me habría supuesto un disgusto. Eran los dos los que me caían bien, los dos juntos. No los observaba con envidia, en absoluto era eso, sino con el alivio de comprobar que en la vida real podía darse lo que a mi entender debía de ser una pareja perfecta. Y aún me parecían más esto último en la medida en que el aspecto de Luisa no casaba con el de Deverne, en cuanto a estilo y vestimenta. Junto a un hombre tan trajeado como él uno habría esperado ver a una mujer de sus mismas características, clásica y elegante, aunque no necesariamente previsible, con faldas y zapatos de tacón alto las más de las veces, con ropa de Céline, por ejemplo, y pendientes y pulseras notables pero de buen gusto. En cambio ella alternaba un estilo deportivo con otro que no sé si calificar de fresco o de desentendido, nada historiado en todo caso. Tan alta como él, era morena de piel, con una media melena castaña muy oscura, casi negra, y poquísimo maquillaje. Cuando llevaba pantalón -a menudo vaquero-, lo acompañaba de una cazadora convencional y de bota o zapato plano; cuando llevaba falda, los zapatos eran de medio tacón y sin originalidades, casi idénticos a los que calzaban muchas mujeres en los años cincuenta, o en verano sandalias finas que dejaban al descubierto unos pies pequeños para su estatura y delicados. Nunca le vi ninguna joya y sus bolsos eran de bandolera. Se la veía tan simpática y alegre como él, aunque su risa era menos sonora; pero igual de fácil y quizá más cálida, con su dentadura resplandeciente que le confería una expresión algo aniñada -habría reído de la misma forma desde los cuatro años, sin poder evitarlo-, o eran las mejillas, que se le redondeaban. Era como si hubieran adquirido la costumbre de darse un respiro juntos, antes de ir a sus respectivos trabajos, tras poner fin al ajetreo matinal de las familias con hijos pequeños. Un rato para ellos, para no desprenderse el uno del otro en medio del trajín y charlar animadamente, me preguntaba de qué hablaban o qué se contaban -cómo es que tenían tanto que contarse, si se acostaban y levantaban juntos y se mantendrían al día de sus pensamientos y andanzas-, su conversación sólo me alcanzaba en fragmentos, o en palabras sueltas. En una ocasión le oí a él llamarla ‘princesa’.

Por así decir, les deseaba todo el bien del mundo, como a los personajes de una novela o de una película por los que uno toma partido desde el principio, a sabiendas de que algo malo va a ocurrirles, de que algo va a torcérseles en algún momento, o no habría novela o película. En la vida real, sin embargo, no tenía por qué ser así y yo esperaba seguir viéndolos cada mañana tal como eran, sin descubrirlos un día con desapego unilateral o mutuo y sin saber qué decirse, impacientes por perderse de vista, con un gesto de irritación recíproca o de indiferencia. Eran el breve y modesto espectáculo que me ponía de buen humor antes de entrar en la editorial a bregar con mi megalómano jefe y sus autores cargantes. Si Luisa y Desvern se ausentaban unos días, los echaba de menos y me enfrentaba a mi jornada con más pesadumbre. En cierta medida me sentía en deuda con ellos, porque, sin saberlo ni pretenderlo, me ayudaban a diario y me permitían fantasear sobre su vida que se me antojaba sin mácula, tanto que me alegraba de no poder cerciorarme ni averiguar nada al respecto, y así no salir de mi encantamiento pasajero (yo tenía la mía con muchas máculas, y la verdad es que no volvía a acordarme de ellos hasta la mañana siguiente, mientras maldecía en el autobús por haber madrugado, eso me mata). Yo habría deseado ofrecerles algo parecido, pero no era el caso. Ellos no me necesitaban, ni probablemente a nadie, yo era casi invisible, borrada por su contento. Sólo un par de veces, al él marcharse, y tras darle el acostumbrado beso en los labios a Luisa -ella nunca esperaba ese beso sentada, sino que se ponía de pie para devolvérselo-, me hizo un ligero ademán con la cabeza, casi una inclinación, después de haber alargado el cuello y alzado la mano a media altura para despedirse de los camareros, como si yo fuera uno de éstos, pero femenina. Su mujer, observadora, me hizo un gesto parecido cuando yo me fui -siempre después que él y antes que ella- las mismas dos veces en que su marido había tenido esa deferencia. Pero cuando yo les quise corresponder con mi inclinación aún más leve, tanto él como ella habían desviado ya la mirada y no me vieron. Tan rápidos fueron, o tan prudentes.


Mientras los vi, no supe quiénes eran ni a qué se dedicaban, aunque se trataba sin duda de gente con dinero. Tal vez no riquísimos, pero sí acomodados. Quiero decir que de haber sido lo primero, no habrían llevado a sus niños a la escuela en persona, como tenía la seguridad de que hacían antes de su pausa en la cafetería, posiblemente al colegio Estilo, que estaba muy cerca, aunque hay varios en la zona, chalets de El Viso rehabilitados, u hotelitos, como se los llamaba antiguamente, yo misma fui a uno de ellos en párvulos, en la calle Oquendo, no muy lejana; ni habrían desayunado casi a diario en aquel local de barrio, ni se habrían marchado a sus respectivos trabajos hacia las nueve, él un poco antes de esa hora, ella un poco después, según me confirmaron los camareros cuando les inquirí acerca de ellos y también una compañera de la editorial con la que comenté más adelante el suceso macabro y que, pese a conocerlos no más que yo, se las había arreglado para saber unos cuantos datos, supongo que las personas cotillas y malpensadas siempre encuentran manera de averiguar lo que quieren, sobre todo si es negativo o hay por medio una desgracia, aunque no les vaya nada en ello.

Una mañana de finales de junio no aparecieron, lo cual no tenía nada de particular, pasaba a veces, yo suponía que estarían de viaje o demasiado atareados para tomarse aquel respiro del que debían de disfrutar tanto. Luego me ausenté yo durante casi una semana, enviada por mi jefe a una estúpida Feria del Libro en el extranjero, a hacer relaciones públicas y el memo en su nombre, más que nada. A mi regreso seguían sin aparecer, ningún día, y eso me intranquilizó, más que por ellos por mí misma, que de pronto perdía mi aliciente mañanero. ‘Qué fácil resulta la esfumación de alguien’, pensaba. ‘Basta con que cambie de trabajo o de casa para que uno ya no vuelva a saber más de él ni a verlo en la vida. O incluso con que le modifiquen el horario. Qué frágiles son los vínculos tan sólo visuales.’ Eso me hizo preguntarme si acaso no debía cruzar con ellos unas palabras alguna vez, tras tanto tiempo de dotarlos de una significación alegre. No con ánimo de dar la lata ni de estropearles su ratito de compañía mutua ni de entablar trato fuera de la cafetería, claro está, eso no habría venido a cuento; sino tan sólo de mostrarles mi simpatía y mi aprecio, de darles los buenos días de entonces en adelante, y de así sentirme obligada a despedirme si era yo quien un día me largaba de la editorial y no volvía a pisar aquella zona, y de obligarlos un poco a ellos a hacer otro tanto si eran ellos quienes se trasladaban o alteraban sus hábitos, de la misma manera que un comerciante de nuestro barrio nos suele advertir de que va a cerrar o a traspasar su negocio, o que los avisamos nosotros a casi todos cuando estamos a punto de mudarnos. Por lo menos tener conciencia de que vamos a dejar de ver a gente de cada día, aunque siempre la hayamos visto a distancia o de forma utilitaria y sin apenas reparar en sus caras. Sí, eso suele hacerse.

Así que acabé por preguntar a los camareros. Me contestaron que, según tenían entendido, la pareja se había marchado ya de vacaciones. Me sonó más a suposición que a dato. Era un poco pronto, pero hay personas que prefieren no pasar julio en Madrid, cuando el calor es más de fuego, o quizá Luisa y Deverne podían permitirse salir los dos meses, parecían lo bastante adinerados y libres (tal vez sus salarios dependían de ellos mismos). Aunque lamenté no ir a disponer ya hasta septiembre de mi pequeño estímulo matutino, también me tranquilizó saber que regresaría entonces, y que no había desaparecido de la faz de mi tierra para siempre.

Recuerdo haber caído, en aquellos días, sobre un titular del periódico que hablaba de la muerte a navajazos de un empresario madrileño, y haber pasado rápidamente de página, sin leer el texto completo, precisamente por la ilustración de la noticia: la foto de un hombre tirado en el suelo en mitad de la calle, en la calzada, sin chaqueta ni corbata ni camisa, o con ella abierta y los faldones fuera, mientras los del Samur intentaban reanimarlo, salvarlo, con un charco de sangre a su alrededor y esa camisa blanca empapada y manchada, o eso me figuré al vislumbrarlo. Por el ángulo adoptado no se le veía bien la cara y en todo caso no me detuve a mirársela, detesto esa manía actual de la prensa de no ahorrarle al lector o al espectador las imágenes más brutales -o será que las piden éstos, seres trastornados en su conjunto; pero nadie pide nunca más que lo que ya conoce y se le ha dado-, como si la descripción con palabras no bastara y sin el más mínimo miramiento hacia el individuo brutalizado, que ya no puede defenderse ni preservarse de las miradas a las que no se habría sometido jamás con su conciencia alerta, como no se habría expuesto ante desconocidos ni conocidos en albornoz o en pijama, juzgándose impresentable. Y como fotografiar a un hombre muerto o agonizante, más aún si es por violencia, me parece un abuso y la máxima falta de respeto hacia quien acaba de convertirse en una víctima o en un cadáver -si aún puede vérselo es como si no hubiera muerto del todo o no fuera pasado enteramente, y entonces hay que dejarlo que se muera de veras y se salga del tiempo sin testigos inoportunos ni público-, no estoy dispuesta a participar de esa costumbre que se nos impone, no me da la gana de mirar lo que se nos insta a mirar o casi se nos obliga, y a sumar mis ojos curiosos y horrorizados a los de centenares de miles cuyas cabezas estarán pensando mientras observan, con una especie de fascinación reprimida o de seguro alivio: ‘No soy yo sino otro, este que tengo delante. No soy yo porque le veo el rostro y no es el mío. Leo su nombre en la prensa y tampoco es el mío, no coincide, así no me llamo. Le ha tocado a otro, qué habría hecho, en qué líos o deudas se habría metido o qué perjuicios terribles habría causado para que lo hayan cosido a navajazos. Yo no me meto en nada ni me creo enemigos, yo me abstengo. O sí me meto y hago mi daño, pero no me han pillado. Por suerte es otro y no soy yo el muerto que aquí se nos muestra y del que se habla, luego estoy más a salvo que ayer, ayer me he escapado. A este pobre diablo, en cambio, lo han cazado’. En ningún momento se me ocurrió asociar aquella noticia que dejé pasar de largo con el hombre agradable y risueño que veía desayunar a diario, y que con su mujer, sin darse cuenta, tenía la gentileza infinita de levantarme el ánimo.


Durante unos días, ya después de mi viaje, eché en falta al matrimonio pese a saber que no vendría. Ahora llegaba a la editorial con puntualidad (daba cuenta de mi desayuno y listo, sin motivo para el remoloneo), pero con cierto decaimiento y más desgana, es sorprendente lo mal que nuestras rutinas aceptan las variaciones, hasta las que son para bien, esta no lo era. Me daba más pereza enfrentarme a mis tareas, ver inflarse a mi jefe y recibir las pesadísimas llamadas o visitas de los escritores, lo cual, no se sabía por qué, había acabado por convertirse en uno de mis cometidos, quizá porque tendía a hacerles más caso que mis compañeros, que directamente los rehuían, sobre todo a los más engreídos y exigentes, por un lado, y por otro a los más pelmas y desorientados, a los que vivían solos, a los desastrosos, a los que coqueteaban inverosímilmente, a los que marcaban nuestro teléfono para empezar la jornada y comunicarle a alguien que aún existían, valiéndose de cualquier pretexto. Son gente rara, la mayoría. Se levantan de la misma forma que se acostaron, pensando en sus cosas imaginarias que sin embargo les ocupan tanto tiempo. Los que viven de la literatura y sus aledaños y por lo tanto carecen de empleo -y ya van siendo unos cuantos, en este negocio hay dinero, en contra de lo que se proclama, principalmente para los editores y distribuidores- no se mueven de sus casas y lo único que tienen que hacer es volver al ordenador o a la máquina -todavía hay algún pirado que sigue utilizando esta última y al que después hay que escanearle los textos, cuando los entrega- con incomprensible autodisciplina: hay que ser un poco anormal para ponerse a trabajar en algo sin que nadie se lo mande a uno. Y así, me sentía con muchos menos humor y paciencia para ayudar a vestirse, como hacía casi a diario, a un novelista llamado Cortezo que me llamaba con alguna excusa absurda para a continuación preguntarme, ‘aprovechando que te tengo al teléfono’, si me parecía que iba bien combinado con los adefesios o antiguallas que se había puesto o pensaba ponerse, y que me describía.

‘¿Tú crees que con este pantalón mil rayas y mocasines marrones con borla, ya sabes, a modo de adorno, van bien unos calcetines de rombos?’

Me guardaba de decirle que me horrorizaban los calcetines de rombos, los pantalones mil rayas y los mocasines marrones con borla, porque eso lo habría preocupado en exceso y la conversación se habría eternizado.

‘¿De qué colores son los rombos?’, le preguntaba.

‘Marrones y naranja. Pero también los tengo rojos y azules, y verdes y beige, ¿qué te parece?’

‘Mejor marrones y azules, tal como me has dicho que vas’, le contestaba.

‘Esa mezcla no la tengo. ¿Crees que debería salir a comprármela?’

Me daba una miaja de pena, aunque me irritara mucho que se permitiera hacerme estas consultas como si yo fuera su previuda o su madre, y el sujeto fuera fatuo respecto a sus escritos, que la crítica alababa y a mí me parecían tontainas. Pero no quería enviarlo a buscar por la ciudad más calcetines ignominiosos que tampoco iban a arreglarle nada.

‘No vale la pena, Cortezo. ¿Por qué no recortas los rombos azules de unos y los marrones de otros y los empalmas? Haz un patchwork, como se dice en español ahora. Una obra de arte del remiendo.’

Tardaba en darse cuenta de que estaba bromeando.

‘Pero yo no sé hacer eso, María, ni siquiera sé coserme un botón, y además tengo mi cita dentro de una hora y media. Ah, ya. Tú me estás tomando el pelo.’

‘¿Yo? En absoluto. Pero es mejor que recurras a unos lisos, entonces. Azul marino, si los tienes, y en ese caso te aconsejo zapato negro.’ Al final lo ayudaba un poco, dentro de lo que cabía.

Ahora estaba de peor humor, y lo despachaba en seguida, con hastío y engaños algo malintencionados: si me decía que iba a asistir a un cocktail de la Embajada Francesa con un traje gris oscuro, le recomendaba sin vacilar unos calcetines verde Nilo y le aseguraba que esa era la última osadía y que todo el mundo quedaría admirado, lo cual no era del todo falso.

Tampoco me salía ser amable con otro novelista, que se firmaba Garay Fontina -así, dos apellidos sin nombre de pila, debía de creerlo original y enigmático, pero sonaba a árbitro de fútbol- y que consideraba que la editorial había de resolverle cualquier dificultad o contratiempo, aunque no tuviera la menor relación con sus libros. Nos pedía que le fuéramos a recoger a casa un abrigo y se lo lleváramos a la tintorería, que le mandáramos a un técnico informático o a unos pintores o que le buscáramos alojamiento en Trincomalee o en Batticaloa y le hiciéramos los preparativos de un viaje allí particular suyo, las vacaciones con su señora tiránica, que de vez en cuando nos llamaba o aparecía en persona y no pedía, sino que ordenaba. Mi jefe tenía en mucho a Garay Fontina y lo complacía a través de nosotros, no tanto porque éste vendiera muchos ejemplares cuanto porque le había hecho creer que lo invitaban a menudo a Estocolmo -yo sabía, por un azar, que iba allí por su cuenta siempre, a intrigar en el vacío y a respirar el aire- y que le iban a dar el Nobel, pese a que nadie lo había pedido para él públicamente, ni en España ni en ningún sitio. Ni en su ciudad natal siquiera, como suele ocurrir con tantos. Él lo daba por hecho, sin embargo, ante mi jefe y sus subordinados, que nos sonrojábamos al oírle frases como ‘Me dicen mis espías nórdicos que está al caer este año o el próximo’, o ‘Ya he memorizado en sueco lo que le soltaré a Carlos Gustavo en la ceremonia. Lo voy a hacer fosfatina, no habrá oído nada tan feroz en su vida, y encima en su lengua que nadie aprende’. ‘¿Y qué es, qué es?’, le preguntaba mi jefe con excitación anticipada. ‘Lo leerás en la prensa mundial al día siguiente’, le contestaba Garay Fontina con ufanía. ‘No habrá periódico que no lo recoja, y tendrán que traducirlo todos del sueco, hasta los de aquí, ¿no tiene gracia?’ (Me parecía envidiable vivir con tanta confianza en una meta, aunque ambas fueran ficticias, la meta y la confianza.) Yo procuraba ser muy diplomática con él, no me fuera a jugar el puesto, pero ahora me costaba indeciblemente, cuando me llamaba temprano con sus pretensiones desmesuradas.

‘María’, me dijo por teléfono una mañana, ‘necesito que me consigáis un par de gramos de cocaína, para una escena del nuevo libro. Que me los acerque alguien a casa lo antes posible, pero en todo caso antes de que anochezca. Quiero verle el color a la luz del día, no vaya luego a equivocarme.’

‘Pero, señor Garay…’

‘Garay Fontina, querida, mira que te lo tengo dicho; Garay a secas es casi cualquiera, en el País Vasco, en México y en la Argentina. Hasta podría ser un futbolista.’ Insistía tanto en eso que yo estaba convencida de que el segundo apellido era inventado (miré en la guía de Madrid un día y no figuraba ningún Fontina, tan sólo un tal Laurence Fontinoy, nombre aún más inverosímil, como de Cumbres borrascosas), o tal vez lo era la conjunción entera y se llamaba en realidad Gómez Gómez o García García o cualquier otra redundancia que lo ofendía. Si se trataba de un pseudónimo, cuando lo eligió seguramente ignoraba que Fontina es un tipo de queso italiano, no sé si de vaca o de cabra, que se hace en la Val d’Aosta, me parece, y que la gente se dedica a fundir más que a otra cosa. Pero bueno, al fin y al cabo también hay unos cacahuetes que se llaman Borges, no creo que eso lo hubiera perturbado.

‘Sí, señor Garay Fontina, perdone, es por abreviar un poco. Pero mire’, no pude evitar decirle, aunque no era lo principal ni mucho menos, ‘por el color no se preocupe. Ya le puedo asegurar yo que es blanca, con luz solar y con luz eléctrica, lo sabe casi todo el mundo. Sale mucho en las películas, ¿no vio las de Tarantino en su día? ¿O aquella otra de Al Pacino en la que se ponía montículos?’

‘Hasta ahí llego, querida María’, me respondió picado. ‘Vivo en este sucio planeta, aunque pueda no parecerlo cuando estoy creando. Pero haz el favor de no subestimarte, tú que no te limitas a fabricar libros, como tu compañera Beatriz y tantos otros, sino que además los lees, y con buen tino.’ Me decía cosas así de vez en cuando, supongo que para ganárseme: yo jamás le había dado una opinión sobre ninguna novela suya, para eso no me pagaban. ‘Lo que temo es no ser exacto con los adjetivos. Vamos a ver, ¿tú puedes precisarme si es de un blanco lechoso o de un blanco calcáreo? Y la textura. ¿Es más como tiza machacada o como azúcar? ¿Como sal, como harina o como polvos de talco? A ver, dime.’

Me vi envuelta en una discusión absurda y peligrosa, dada la susceptibilidad del inminente galardonado. Yo misma me había metido.

‘Es como cocaína, señor Garay Fontina. A estas alturas no hace falta describirla, porque quien no la ha probado la ha visto. Excepto la gente vieja, quizá, que de todas formas también la ha visto en la televisión mil veces.’

‘¿Me estás diciendo cómo tengo que escribir, María? ¿Si tengo que poner o no adjetivos? ¿Qué me toca describir y qué es superfluo? ¿Le estás dando lecciones a Garay Fontina?’

‘No, señor Fontina…’ Era incapaz de llamarlo cada vez por los dos apellidos, se tardaba siglos y la combinación no era sonora ni me gustaba. Que omitiera Garay no parecía molestarlo tanto.

‘Si yo os pido dos gramos de coca para hoy, será por algo. Será porque esta noche los va a necesitar el libro, y a vosotros os interesa que haya nuevo libro y que esté sin fallas, ¿no? Lo único que os toca hacer es conseguírmelos y enviármelos, no discutirme. ¿O es que tengo que hablar personalmente con Eugeni?’

Aquí ya me planté, con cierto riesgo, y me salió un catalanismo. Me los pegaba mi jefe, que era catalán de origen y los conservaba a mantas, pese a llevar en Madrid toda la vida. Si la exigencia de Garay llegaba a sus oídos, era capaz de lanzarnos a la calle a todos a pillar droga (a malos barrios y a poblados en los que se niegan a entrar los taxis), con tal de satisfacerlo. Se tomaba demasiado en serio a su autor más presuntuoso, es inconcebible cómo este tipo de gente convence a muchos de su valía, es un fenómeno universal enigmático.

‘¿Que nos toma por camellos, señor Fontina?’, le dije. ‘Nos está pidiendo que infrinjamos la ley, no sé si se da cuenta. La cocaína no se compra en los estancos, eso sí lo sabe, ni en el bar de la esquina. Y además dos gramos, para qué los quiere. ¿Tiene idea de lo que son dos gramos, cuántas rayas salen de ahí? A ver si se va a pasar con las dosis y tenemos una gran pérdida. Para su mujer y para la literatura. Podría darle a usted un ictus. O hacerse adicto y no pensar ya en otra cosa, ni escribir más ni nada, un despojo humano incapaz de viajar, no se pueden cruzar fronteras con droga. Qué le parece, al traste la ceremonia sueca y su impertinencia a Carlos Gustavo.’

Garay Fontina se quedó callado un momento, como si calibrara si se había excedido en su petición o no. Pero yo creo que le pesaba más la amenaza de no ir a hollar a la postre las alfombras de Estocolmo.

‘Hombre, camellos no’, dijo por fin. ‘Vosotros la compraríais tan sólo, no la venderíais.’

Aproveché su vacilación para aclarar de paso un importante detalle de la operación que pretendía:

‘Ah, ¿y luego, cuando se la pasáramos? Le entregaríamos los dos gramos y usted nos daría el dinero, ¿no? ¿Y eso qué es? ¿No es camelleo? Para un poli lo sería, no le quepa duda.’ No era una cuestión baladí, porque Garay Fontina no siempre nos reembolsaba el importe de la tintorería ni el estipendio de los pintores ni los gastos de las reservas en Batticaloa, o en el mejor de los casos se demoraba y mi jefe se azoraba y se ponía nervioso cuando había que reclamárselos. Sólo faltaba que también le financiáramos los vicios de su nueva novela incompleta y por tanto aún no contratada.

Noté que dudaba más. Quizá no se había parado a pensar en el dispendio, malacostumbrado como estaba. Al igual que tantos escritores, era gorrón, tacaño y sin orgullo. Dejaba tremendos pufos en los hoteles cuando iba a dar conferencias por esos mundos o más bien esas provincias. Exigía suites y todos los extras pagados. Se rumoreaba que se llevaba a los viajes sus juegos de sábanas y su ropa sucia, no por excentricidad ni manía, sino para aprovechar y que se los lavaran en los hoteles, hasta los calcetines sobre los que no me consultaba. Esto debía de ser falso -desplazarse con tanto peso sería un increíble engorro-, pero nadie se explicaba cómo si no, en una ocasión, los organizadores de su charla habían tenido que hacerse cargo de una descomunal factura de lavandería (unos mil doscientos euros, había corrido de boca en boca).

‘¿Tú sabes a cuánto está ahora la cocaína, María?’

No sabía bien el precio, creía que a unos sesenta euros, pero tiré por lo muy alto, para asustarlo y disuadirlo. Empezaba a pensar que podría lograrlo, o por lo menos zafarme del embolado de ir a buscársela, a saber en qué garitos o andurriales.

‘Me suena que a unos ochenta euros el gramo.’

‘Caray.’ Luego se quedó pensativo. Supuse que estaba haciendo cálculos ratoniles. ‘Ya. Quizá tengas razón. Quizá me baste con uno, o con medio. ¿Se puede comprar medio?’

‘Lo ignoro, señor Garay Fontina. Yo no uso. Pero diría que no.’ Convenía que no viera ahorro posible. ‘Lo mismo que no se puede comprar medio frasco de colonia, supongo. Ni media pera.’ Nada más decir estas frases me di cuenta de lo absurdo de las comparaciones. ‘O medio tubo de pasta de dientes.’ Esto me pareció más adecuado. Pero aún había que quitarle la idea del todo, o conseguir que se comprara él la droga por su cuenta, sin hacernos delinquir ni poner dinero por adelantado. Con él no podía descartarse que no volviéramos a verlo, y tampoco la editorial estaba para despilfarros. ‘Pero permítame preguntarle, ¿la quiere para colocarse o sólo para verla y tocarla?’

‘Todavía no lo sé. Depende de lo que el libro me pida esta noche.’

A mí me parecía ridículo que un libro pidiera nada de noche o de día, más aún cuando no estaba escrito y al que lo estaba escribiendo. Lo tomé por una expresión poética, lo dejé correr sin comentarios.

‘Es que verá, si se trata sólo de lo segundo y lo que quiere es describirla, pues no sé cómo explicárselo. Usted aspira a ser universal, ya lo es, y como tal tiene lectores de todas las edades. No querrá que los jóvenes piensen que para usted es una novedad esa droga, y que a buenas horas se cae del guindo, si se pone a contar cómo es y sus efectos. Y que se choteen en consecuencia. Describir la cocaína hoy en día es como ponerse a describir un semáforo. ¿Se imagina los adjetivos? ¿Verde, ámbar, rojo? ¿Estático, erguido, imperturbable, metálico? Sería cosa de risa.’

‘¿Quieres decir un semáforo, de los de la calle?’, me preguntó alarmado.

‘Los mismos.’ No sabía qué más podía significar ‘semáforo’, en lenguaje coloquial al menos.

Guardó silencio unos instantes.

‘Choteo, ¿eh? Caerse del guindo’, repitió. Me di cuenta de que la utilización de estas palabras había sido un acierto, le habían hecho mella.

‘Pero sólo en esa parte, señor Fontina, eso seguro.’

La perspectiva de que unos jóvenes pudieran chotearse de una sola línea suya le debía de resultar insoportable.

‘Bueno, déjame que me lo piense. No pasa nada porque me retrase un día. Ya te diré lo que decido mañana.’

Supe que no me diría nada, que se dejaría de experimentos y comprobaciones idiotas y que nunca más haría referencia a aquella conversación telefónica. Se las daba de anticonvencional y transcontemporáneo, pero en el fondo era como Zola y algún otro: hacía lo imposible por vivir lo que imaginaba, con lo cual todo sonaba en sus libros artificioso y trabajado.

Cuando colgué, me quedé sorprendida de haberle negado algo a Garay Fontina, y además sin consultarle a mi jefe, por mi cuenta. Había sido gracias a mi peor humor y a mi mayor desánimo, a que mis desayunos sin la pareja perfecta ya no los disfrutaba, no estaban ellos para contagiarme optimismo. Al menos le vi a la pérdida esa ventaja: me hacía más intolerante con las debilidades, los envanecimientos y las tonterías.


Esa fue la única ventaja, y desde luego no valió la pena. Los camareros estaban equivocados, y cuando dejaran de estarlo no me lo comunicaron. Desvern no volvería nunca, ni por tanto la pareja jovial, como tal había quedado también suprimida del mundo. Fue mi compañera Beatriz, que desayunaba alguna vez suelta en la cafetería, y a la que yo había llamado la atención sobre lo extraordinario de aquel matrimonio, la que una mañana me aludió a lo ocurrido, sin duda creyendo que estaría enterada, que lo habría sabido por mi propia cuenta, es decir, por los periódicos o por los empleados del establecimiento, y que además ya lo habíamos comentado, olvidándose de que yo había estado fuera en aquellos días, los siguientes al suceso. Tomábamos un café rápido en la terraza cuando se quedó pensativa, dándole vueltas inútiles con la cucharilla al suyo, y murmuró mirando hacia las otras mesas, todas llenas:

– Qué horror que te pase eso, la verdad, lo que le pasó a tu matrimonio. Empezar un día como cualquier otro, sin tener la menor idea de que se te va a acabar la vida, y además a lo bestia. Porque, aunque de otra forma, supongo que también se le habrá acabado a ella. Al menos por una larga temporada, échale años, y dudo que se pueda recuperar nunca. Una muerte tan idiota, tan de mala suerte, de esas que se puede uno pasar la existencia pensando: ¿por qué tuvo que tocarle a él, por qué a mí, habiendo en la ciudad millones? No sé. Mira que yo quiero ya poco a Saverio, pero si le pasase algo así, no creo que pudiera seguir adelante. No sólo por la pérdida, es que me sentiría como señalada, como que alguien me había puesto la proa y ya no iba a pararse, ¿sabes como te digo? -Estaba casada con un italiano achulado y parasitario al que apenas toleraba, lo sobrellevaba por los niños y porque tenía un amante que le entretenía los días con sus llamadas salaces y la perspectiva de algún que otro encuentro esporádico, les faltaban ocasiones de verse, los dos emparejados y con críos. Y un autor de la editorial le entretenía la imaginación nocturna, no precisamente Cortezo el grueso ni el repelente Garay Fontina, también repelente de aspecto.

– Pero ¿de qué estás hablando?

Y entonces me contó o más bien me empezó a contar, sorprendida de mi ignorancia, demasiado exclamativa y aturullada, porque ya se nos hacía tarde y su posición en la editorial era más inestable que la mía y no quería correr riesgos, ya era bastante malo que Fontina le tuviera ojeriza y se quejara de ella a menudo ante Eugeni.

– Pero ¿es que ni siquiera viste el periódico? Venía con foto del pobre hombre y todo, ensangrentado y tirado en el suelo. No recuerdo la fecha exacta, pero búscalo en Internet, seguro que lo encuentras. Se llamaba Deverne, resulta que era de los de la distribuidora cinematográfica, sabes: ‘Deverne Films presenta’, lo hemos visto en los cines mil veces. Ahí lo tendrás todo. Una cosa espantosa. Para tirarse de los pelos y no dejarse ni uno, de la mala suerte. Si yo fuera su mujer, no levantaba cabeza. Andaría loca. -Fue entonces cuando supe su nombre, o, por así decir, su nombre artístico.

Aquella noche tecleé ‘Muerte Deverne’ en el ordenador y en efecto me apareció la noticia, recogida en la sección local de dos o tres diarios de Madrid. Su verdadero apellido era Desvern, y se me ocurrió que su familia lo podía haber modificado en su día, en los negocios cara al público, para facilitar la pronunciación de los castellanohablantes y quizá para evitar que los catalanohablantes lo asociaran a la población de Sant Just Desvern, con la que yo estaba familiarizada por tener allí sus almacenes más de una editorial barcelonesa. O tal vez también para que la distribuidora pareciera francesa: sin duda cuando se fundó -en los años sesenta o aun antes- todo el mundo conocía todavía a Julio Verne y lo francés era prestigioso, no como ahora, con esa especie de Louis de Funès con pelo como Presidente. Me enteré de que los Deverne eran además propietarios de varios cines céntricos de estreno y de que, acaso por la progresiva desaparición de éstos y su conversión en grandes superficies comerciales, la empresa se había diversificado y ahora se dedicaba sobre todo a las operaciones inmobiliarias, no sólo en la capital, sino en todas partes. Así que Miguel Desvern debía de ser aún más rico de lo que me imaginaba. Se me hizo más incomprensible que desayunara casi todas las mañanas en una cafetería que asimismo estaba a mi alcance. Los hechos habían ocurrido el último día que yo lo había visto allí, y por eso supe que su mujer y yo nos habíamos despedido de él al mismo tiempo, ella con los labios, yo con los ojos solamente. Se daba la cruel ironía de que era su cumpleaños, así que había muerto un año más viejo que el día anterior, con cincuenta.

Las versiones de la prensa diferían en algunos detalles (seguramente dependía de con qué vecinos o transeúntes hubiera hablado cada reportero), pero coincidían en conjunto. Deverne había estacionado su coche, como al parecer solía, en una bocacalle del Paseo de la Castellana hacia las dos del mediodía -a buen seguro iba a encontrarse con Luisa para su almuerzo en el restaurante-, bastante cerca de su casa y más cerca aún de un aparcamiento al aire libre, de pequeña cabida, dependiente de la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales. Al salir del automóvil, lo había abordado un indigente que hacía labores de aparcacoches en la zona, a cambio de la voluntad de los conductores -lo que se llama un gorrilla-, y había empezado a increparlo con voces incoherentes y acusaciones disparatadas. Según unos testigos -aunque todos entendieron poco-, le recriminó que hubiera metido a sus hijas en una red de prostitución extranjera. Según otros, le gritó una sarta de frases ininteligibles de las que sólo captaron dos: ‘¡Me quieres dejar sin herencia!’ y ‘¡Me estás quitando el pan de mis hijos!’. Desvern intentó sacudírselo y hacerlo entrar en razón durante unos segundos, diciéndole que él no tenía nada que ver con sus hijas ni las conocía y que se confundía de persona. Pero el indigente, Luis Felipe Vázquez Canella según la noticia, de treinta y nueve años, poblada barba y muy alto, se había sulfurado aún más y había seguido imprecándolo y maldiciéndolo de manera inconexa. El portero de una casa le había oído chillarle, fuera de sí: ‘¡Así te mueras hoy y tu mujer te haya olvidado mañana!’. Otro diario reproducía una variación más hiriente: ‘¡Así te mueras hoy mismo y tu mujer esté con otro mañana!’. Deverne había hecho ademán de darlo por imposible y de irse hacia la Castellana, abandonando toda tentativa de calmarlo, pero entonces el gorrilla, como si hubiera decidido no esperar al cumplimiento de su maldición y convertirse en su artífice, había sacado una navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja, se había abalanzado sobre él por detrás y lo había apuñalado repetidamente, tirándole las cuchilladas al tórax y a un costado, según un periódico, a la espalda y el abdomen, según otro, y a la espalda, el tórax y el hemitórax, según un tercero. También divergían en el número de navajazos recibidos por el empresario: nueve, diez, dieciséis, y el que daba esta última cifra -quizá el más fiable, porque el redactor citaba ‘revelaciones de la autopsia’- añadía que ‘todas las puñaladas afectaron a órganos vitales’ y que ‘cinco de ellas eran mortales, según dedujo el forense’.

Desvern había intentado zafarse y huir en un primer momento, pero las cuchilladas habían sido tan furiosas, tan sañudas y seguidas -y por lo visto tan certeras- que no había tenido posibilidad de escapar a ellas y había desfallecido muy pronto, desplomándose en el suelo. Sólo entonces había parado su asesino. Un vigilante de seguridad de una empresa cercana ‘se percató de lo que ocurría y logró retenerlo hasta la llegada de la Policía Municipal’, diciéndole: ‘¡No te muevas de aquí hasta que venga la Policía!’. No se explicaba cómo había conseguido inmovilizar con una mera orden a un individuo armado, fuera de quicio y que acababa de derramar ya mucha sangre -quizá había sido a punta de pistola, pero en ninguna versión se mencionaba su arma de fuego ni que la hubiera desenfundado o lo hubiera encañonado con ella-, ya que el aparcacoches, de acuerdo con varias fuentes, todavía sostenía su navaja en la mano cuando hicieron acto de presencia los guardias, que fueron quienes lo conminaron a soltarla. El indigente la arrojó entonces al suelo, fue esposado y trasladado a la comisaría del distrito. ‘Según la Jefatura Superior de Policía de Madrid’, eso o algo similar aparecía en todos los periódicos, ‘el presunto homicida pasó a disposición judicial, pero se ha negado a declarar.’

Luis Felipe Vázquez Canella vivía en un coche abandonado desde hacía tiempo en la zona, y los testimonios de los vecinos volvían a ser discrepantes, como sucede siempre que se pide o se confía un relato a más de una persona. Para unos, era un individuo muy tranquilo y correcto que nunca se metía en problemas: se dedicaba a buscar sitios libres para los automóviles y a guiarlos hasta ellos con los habituales aspavientos imperiosos o serviciales del gremio -a veces innecesaria e indeseadamente, pero así trabajan todos los gorrillas- y sacarse unas propinas. Llegaba sobre el mediodía y dejaba sus dos mochilas azules al pie de un árbol y se ponía a su intermitente tarea. Otros residentes, sin embargo, señalaron que ya estaban hartos ‘de sus arranques violentos y de sus trastornos mentales’, y que muchas veces habían intentado echarlo de su hogar locomotor inmóvil y alejarlo del barrio, pero sin éxito hasta entonces. Vázquez Canella carecía de antecedentes policiales. Uno de esos altercados lo había sufrido precisamente el chófer de Deverne un mes atrás. El mendigo se había dirigido a él con malos modos y, aprovechando que éste llevaba la ventanilla bajada, le había asestado un puñetazo en la cara. Avisada la policía, lo había detenido momentáneamente por agresión, pero al final el chófer, aunque ‘lesionado’, no había querido perjudicarlo ni presentar denuncia alguna. Y la víspera de la muerte del empresario, víctima y verdugo habían tenido un primer encontronazo. El aparcacoches ya lo había increpado con sus desvaríos. ‘Hablaba de sus hijas y de su dinero, decía que se lo querían quitar’, había relatado un portero de la bocacalle de la Castellana en que se había producido el apuñalamiento, el más hablador seguramente. ‘El fallecido le explicó que se equivocaba de persona y que él no tenía nada que ver con sus asuntos’, proseguía una de las versiones. ‘El indigente, ofuscado, se alejó hablando solo, entre dientes.’ Y, con cierta floritura narrativa y no pocas confianzas hacia los implicados, añadía: ‘Miguel jamás pudo imaginar que la perturbación de Luis Felipe iba a costarle la vida veinticuatro horas más tarde. El guión, que estaba escrito para él, comenzó a fraguarse un mes antes de forma indirecta’, esto último en alusión al incidente con el chófer, al cual algunos vecinos veían como el verdadero objeto de las iras: ‘Quién sabe, igual se obsesionó con el conductor’, se ponía en boca de uno de ellos, ‘y lo confundió con su patrón’. Se sugería que el gorrilla debía de andar de muy mal humor desde hacía aproximadamente un mes, pues ya no podía obtener dinero con su esporádico trabajo por la instalación de parquímetros en la zona. Uno de los periódicos mencionaba, de pasada, un dato desconcertante que los demás no recogían: ‘Al haberse negado a prestar declaración el presunto homicida, no ha sido posible confirmar si éste y su víctima eran familia política, como se decía en el barrio’.

Una UVI móvil del Samur se había desplazado a toda velocidad al lugar de los hechos. Sus miembros le habían practicado a Desvern ‘las primeras curas’, pero ante su gravedad extrema, y tras ‘estabilizarlo’, lo trasladaron de urgencia al Hospital de La Luz -pero según un par de diarios había sido al de La Princesa, ni siquiera en eso eran unánimes-, donde ingresó inmediatamente en el quirófano, con parada cardiorrespiratoria y en estado crítico. Se debatió durante cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, y finalmente ‘se venció a última hora de la tarde, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarlo’.

Todos estos datos estaban repartidos en dos días, los dos siguientes al asesinato. Luego la noticia había desaparecido por completo de los periódicos, como suele ocurrir con todas actualmente: la gente no quiere saber por qué pasó nada, sólo que pasó y que el mundo está lleno de imprudencias, peligros, amenazas y mala suerte que a nosotros nos rozan y en cambio alcanzan y matan a nuestros semejantes descuidados, o quizá no elegidos. Se convive sin problemas con mil misterios irresueltos que nos ocupan diez minutos por la mañana y a continuación se olvidan sin dejarnos escozor ni rastro. Precisamos no ahondar en nada ni quedarnos largo rato en ningún hecho o historia, que se nos desvíe la atención de una cosa a otra y que se nos renueven las desgracias ajenas, como si después de cada una pensáramos: ‘Ya, qué espanto. Y qué más. ¿De qué otros horrores nos hemos librado? Necesitamos sentirnos supervivientes e inmortales a diario, por contraste, así que cuéntennos atrocidades distintas, porque las de ayer ya las hemos gastado’.

Curiosamente, en esos dos días se decía poco del muerto, sólo que era hijo de uno de los fundadores de la conocida distribuidora cinematográfica y que trabajaba en la empresa familiar, ya casi convertida en emporio gracias a su crecimiento constante de décadas y a sus múltiples ramificaciones, que incluían hasta compañías aéreas de bajo coste. En las fechas posteriores no parecía haberse publicado ninguna necrológica de Deverne en ningún sitio, ninguna rememoración o evocación escrita por un amigo o compañero o colega, ninguna semblanza que hablara de su carácter y de sus logros personales, lo cual era bastante extraño. Cualquier empresario con dinero, más aún si está relacionado con el cine y aunque no sea famoso, tiene contactos en la prensa, o amistades que los tengan, y no resulta difícil que alguna de éstas, con la mejor voluntad, coloque un sentido obituario de homenaje y elogio en algún diario, como si eso pudiera compensar un poco al difunto o su falta fuera un agravio añadido (tantas veces nos enteramos de la existencia de alguien solamente cuando ésta ha cesado, y de hecho porque ha cesado).

De modo que la única foto visible era la que un reportero muy raudo le había hecho tendido en el suelo, antes de que se lo llevaran, mientras lo asistían al raso. Por fortuna se veía mal en Internet, una reproducción de mala calidad y muy pequeña, porque esa foto me pareció una canallada para un hombre como él, siempre tan alegre e impecable en vida. No la miré apenas, no quise hacerlo, y ya había tirado el periódico en el que la había vislumbrado en su día, más grande, sin percatarme de quién era ni querer tampoco detenerme en ella. De haber sabido entonces que no era un completo desconocido, sino una persona que veía a diario con complacencia y una especie de agradecimiento, la tentación de fijarme habría sido demasiado fuerte para resistirme, pero luego habría apartado la vista con más indignación y espanto de los que ya sentí sin reconocerlo. No sólo lo matan a uno en la calle de la peor manera y por sorpresa, sin ni siquiera haberlo temido, sino que, precisamente por ser en la calle -‘en un lugar público’, como se dice reverencial y estúpidamente-, se permite luego exhibir ante el mundo el indigno estropicio que le han hecho. Ahora, en la foto de reducido tamaño que Internet mostraba, se lo reconocía mal, o sólo porque se me aseguraba en el texto que aquel muerto o premuerto era Desvern. A él le habría horrorizado, en todo caso, verse o saberse así expuesto, sin chaqueta ni corbata ni tan siquiera camisa o con ésta abierta -no se distinguía bien, y dónde habrían ido a parar sus gemelos si se la habían quitado-, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado. También a su mujer le habría horrorizado esa imagen, si la había visto: no habría tenido tiempo ni ganas de leer los periódicos del día siguiente, era lo más probable. Mientras uno llora y vela y entierra y no comprende, y además ha de dar explicaciones a unos niños, no está para nada más, el resto no existe. Pero tal vez sí la había visto más adelante, acaso había tenido la misma curiosidad que yo una semana después y había entrado en Internet para saber qué habían sabido las demás personas en el momento, no sólo las allegadas sino también las desconocidas como yo. Qué efecto les podía haber hecho. Sus amistades menos cercanas se habrían enterado por la prensa, por aquella noticia local madrileña o por una esquela, debía de haber aparecido alguna en algún diario, o varias, como suele ser la norma cuando muere un adinerado. Esa foto, en todo caso, principalmente esa foto -también la manera de morir infame y absurda, o cómo decir, teñida además de miseria- era lo que le había permitido a Beatriz referirse a él como a ‘el pobre hombre’. A nadie se le habría ocurrido llamarle eso en vida, ni siquiera un minuto antes de bajarse del coche en una zona apacible y encantadora, junto a los jardincillos de la Escuela de Ingenieros Industriales, allí hay árboles frondosos y un quiosco de bebidas con unas mesas y unas sillas en las que más de una vez yo me he sentado con mis sobrinos niños. Ni tan siquiera un segundo antes de que Vázquez Canella abriera su navaja de mariposa, hace falta ser ducho para abrir una de esas con su doble mango, tengo entendido que no se venden en cualquier sitio o que están medio prohibidas. Y ahora en cambio quedaba como tal para siempre, sin posible vuelta de hoja: pobre Miguel Deverne sin suerte. Pobre hombre.


– Sí, era el día de su cumpleaños, ¿puedes creértelo? El mundo deja entrar y hace salir a las personas demasiado en desorden para que alguien nazca y muera en la misma fecha, con cincuenta años por medio, justo cincuenta. No tiene el menor sentido, precisamente por parecer que lo tiene. Podría no haber sido así, era tan fácil que no hubiera ocurrido. Podría haber sido cualquier otro día, o no haber sido ninguno. Lo que tocaba es que no fuera. En absoluto. Que no fuera.

Pasaron varios meses hasta que volví a verla a ella, a Luisa Alday, y alguno más hasta que supe su nombre, ese nombre, y me dijo esas palabras junto con muchas otras. No supe entonces si es que hablaba continuamente de lo que le había pasado, con cualquiera dispuesto a escucharla, o si es que en mí había encontrado una persona con la que le era cómodo desahogarse, alguien desconocido y que no contaría lo oído a nadie cercano a ella y cuyo trato incipiente podía interrumpir en cualquier momento sin explicaciones ni consecuencias, y a la vez compasivo y leal y curioso y cuyo rostro le era nuevo a la vez que vagamente familiar y asociado a los tiempos sin brumas, aunque yo hubiera creído durante muchas mañanas que ella apenas había reparado en mí, aún menos que su marido.

Luisa reapareció un día a la vuelta del verano, ya entrado septiembre, a la hora acostumbrada y en compañía de dos amigas o compañeras de trabajo, todavía estaba puesta la terraza y yo la vi llegar desde mi mesa y sentarse o más bien dejarse caer sobre una silla, una de las amigas le cogió con solicitud maquinal el antebrazo, como si temiera que fuera a perder el equilibrio y tuviera su fragilidad asumida. Estaba delgadísima y desmejorada, con una de esas palideces profundas, vitales, que acaban por desdibujar todos los rasgos, como si no sólo la piel hubiera perdido el color y el lustre, sino también el pelo, las cejas, las pestañas, los ojos, la dentadura y los labios, todo mate y difuminado. Parecía estar allí de prestado, quiero decir aquí en la vida. Ya no hablaba con viveza, como hacía con su marido, sino con una falsa naturalidad que denotaba sentido de la obligación y desgana. Pensé que acaso estaba medicada. Se habían puesto bastante cerca de mí, con sólo una mesa vacía por medio, así que pude oír retazos de su conversación, más a las amigas que a ella, cuyo tono de voz era apagado. Ellas le hacían consultas o preguntas sobre los detalles de un funeral, el de Desvern sin duda, no supe si es que iba a celebrarse uno para conmemorar los tres meses de su muerte (estarían a punto de cumplirse, calculé) o si es que era el primero, no celebrado en su día, al cabo de una o dos semanas como aún es a veces costumbre, en Madrid al menos. Quizá ella no había tenido fuerzas entonces, o las circunstancias truculentas lo habían hecho desaconsejable -la gente nunca se abstiene de inquirir en esos actos sociales, ni de propalar rumores- y aún estaba pendiente si la familia era tradicional. Quizá alguien protector -por ejemplo un hermano, o sus padres, o una amiga- se la había llevado de Madrid en seguida tras el entierro, para que se fuera haciendo a la ausencia en la distancia, sin que se la subrayaran o agudizaran los escenarios conyugales, en realidad un aplazamiento inútil del horror que la aguardaba. Lo más que le oía decir a ella era: ‘Sí, así me parece bien’, o ‘Como digáis vosotras, que tenéis la cabeza más clara’, o ‘Que el cura sea breve, a Miguel le caían regular, lo ponían un poco nervioso’, o ‘No, Schubert no, está demasiado poseído por la muerte y ya tenemos bastante con la nuestra’.

Vi que los camareros de la cafetería, tras parlamentar un rato en la barra, se acercaron juntos hasta su mesa con paso rígido más que solemne y, aunque le hablaron con timidez y en voz muy queda, oí que le expresaban sus condolencias someramente: ‘Queríamos decirle que hemos sentido mucho lo de su marido, siempre fue amabilísimo’, le dijo uno. Y el otro añadió la fórmula anticuada y huera: ‘La acompañamos en el sentimiento. Una desgracia’. Ella se lo agradeció con su deslucida sonrisa y nada más, me pareció comprensible que no quisiera entrar en detalles ni comentar ni espaciarse. Al levantarme tuve el impulso de hacer lo mismo que ellos, pero no me atreví a agregar otra interrupción a su apática charla con las amigas. Además, ya se me había hecho tarde y no quería llegar al trabajo con excesivo retraso, ahora que me había enmendado y solía estar puntualmente en mi puesto.

Transcurrió un mes más antes de que volviera a verla, y aunque las hojas ya caían y el aire empezaba a ser fresco, aún había quienes preferíamos desayunar en el exterior -desayunos veloces, de gente con prisa que se encerraría durante muchas horas y a la que no le daba tiempo a enfriarse; la mayoría en silencio y soñolienta, como yo misma- y todavía no se habían retirado las mesas de la acera. Luisa Alday llegó esta vez con sus dos niños y pidió sendos helados para ellos. Me figuré -un remoto recuerdo de mi propia infancia- que los habría llevado en ayunas a hacerse un análisis de sangre y que los compensaba luego con un capricho por el hambre pasada y por el pinchazo, y además les permitía saltarse la primera hora de clase. La niña estaba muy pendiente de su hermano, unos cuatro años menor que ella, y me dio la impresión de que también se ocupaba de Luisa a su manera, como si a ratos intercambiaran los papeles o, si no tanto, ambas se disputaran un poco el de madre, en los escasos terrenos en que tal cosa era posible. Quiero decir que, mientras la niña se tomaba su helado en una copa, con minuciosidad infantil en el manejo de la cucharilla, vigilaba que a Luisa no se le quedara el café frío y la instaba a tomárselo. También la observaba de reojo, como si acechara sus gestos y expresiones, y si la veía con la mirada demasiado ida, abismándose en sus pensamientos, se dirigía a ella al instante, haciéndole algún comentario o pregunta o tal vez contándole algo, como si quisiera impedir que se perdiera del todo y le dieran lástima sus ensimismamientos. Cuando apareció un coche y se situó en doble fila e hizo sonar muy levemente el claxon, y los niños se pusieron en pie, cogieron sus mochilas, besaron rápidamente a su madre y se encaminaron agarrados de la mano hacia él con la certeza de que venía a por ellos, tuve la sensación de que la cría se separaba con más preocupación de Luisa que a la inversa (fue aquélla la que le hizo a ésta una caricia fugaz en la mejilla, como si le recomendara comportarse y no meterse en líos o procurara dejarle algún consuelo táctil hasta el momento de reencontrarse). Aquel coche venía a recogerlos sin duda para acercarlos al colegio. Miré quién lo conducía, no pude evitarlo con una instantánea aceleración del pulso, porque aunque no entiendo de automóviles y me parecen todos iguales, este lo reconocí al primer golpe de vista: era el mismo en que Deverne solía montarse cuando se iba a su trabajo, dejando a su mujer un rato más en la cafetería, sola o con alguna amiga. Seguramente era también el mismo que había conducido y estacionado en persona junto a la Escuela de Ingenieros Industriales, y del que se había bajado en tan mala hora el día de su cumpleaños. Había un hombre al volante, pensé que sería aquel chófer con el que se alternaba y que podía haberlo sustituido en la fecha fatídica, que podía haber muerto por él, a quien acaso quería matarse de veras o el matar iba dirigido y que se había librado por poco en consecuencia -por un azar, quién sabía, tal vez había tenido que ir al médico aquel día-. Si lo era, no vestía uniforme. No lo vi bien, medio tapado por los otros vehículos en primera fila; sin embargo me pareció un hombre atractivo. No es que se asemejara a Miguel Desvern, pero algo había en común entre ellos o por lo menos no eran de tipo opuesto, una confusión era explicable, sobre todo para un trastornado. Luisa, desde su mesa, le dijo adiós con la mano, o fueron hola y adiós sostenidos, desde su llegada hasta su marcha. Sí, alzó y bajó la mano tres o cuatro veces, un poco absurdamente, mientras el coche estuvo parado. Reiteró el ademán con unos ojos absortos que quizá veían sólo al fantasma. O el adiós era a los hijos. No logré ver si el conductor le devolvía algún saludo.


Fue entonces cuando decidí acercarme a ella. Ya habían desaparecido los niños en el antiguo automóvil del padre, se había quedado sola, no estaba con ninguna compañera de trabajo ni madre del colegio ni amiga. Daba vueltas con la cucharilla larga y pringosa a los restos de helado que se había dejado el hijo pequeño en su copa, como si quisiera hacerlos líquido al instante sin pensar en lo que hacía, acelerar el que iba a ser su destino en todo caso. ‘Cuántos ratos eternos tendrá en que no sabrá cómo ayudar a avanzar el tiempo’, pensé, ‘si es que se trata de eso, que no creo. Se espera a que transcurra el tiempo en la ausencia pasajera del otro -del marido, del amante-, y en la indefinida, y en la que no es definitiva pese a tener pinta de serlo y a que nos lo susurre persistente el instinto, al que decimos: “Calla, calla, apaga esa voz, todavía no quiero oírte, aún me faltan las fuerzas, no estoy lista”. Cuando uno ha sido abandonado, se puede fantasear con un retorno, con que al abandonador se le hará la luz un día y volverá a nuestra almohada, incluso si sabemos que ya nos ha sustituido y que está enfrascado en otra mujer, en otra historia, y que sólo va a acordarse de nosotras si de pronto le va mal en la nueva, o si insistimos y nos hacemos presentes contra su voluntad e intentamos preocuparlo o ablandarlo o darle lástima o vengarnos, hacerle sentir que nunca se librará de nosotras del todo, que no queremos ser un recuerdo menguante sino una sombra inamovible que lo va a rondar y acechar siempre; y hacerle la vida imposible, y en realidad hacerlo odiarnos. En cambio no se puede fantasear con un muerto, a no ser que perdamos el juicio, hay quienes eligen perderlo, aunque sea transitoriamente, quienes consienten en ello mientras logran convencerse de que lo sucedido ha sucedido, lo inverosímil y aun lo imposible, lo que ni siquiera cabía en el cálculo de probabilidades por el que nos regimos para levantarnos a diario sin que una nube plomiza y siniestra nos inste a cerrar los ojos de nuevo, pensando: “Bah, si estamos todos condenados. En realidad no vale la pena. Hagamos lo que hagamos, estaremos sólo esperando; como muertos de permiso, según dijo una vez alguien”. No me pega, sin embargo, que Luisa haya perdido así el juicio, no es más que una intuición, no la conozco. Y si no lo ha perdido, entonces qué aguarda, y cómo pasa las horas, los días, las semanas y los ya meses, con qué fin puede empujar el tiempo o huye de él y se sustrae, y de qué modo se lo aparta ahora mismo, en este instante. No sabe que yo voy a acercarme y a hablarle, como los camareros la última vez que la vi en este sitio, jamás la he visto en ningún otro. No sabe que voy a echarle una mano y a borrarle un par de minutos con mis convencionales palabras, quizá tres o cuatro a lo sumo si me contesta algo más que “Gracias”. Todavía le quedarán centenares hasta que venga en su socorro el sueño y le enturbie la conciencia que cuenta, la conciencia es la que va siempre contando: uno, dos, tres y cuatro; cinco, seis, y siete y ocho, y así indefinidamente sin pausa hasta que deja de haber conciencia.’

– Perdone la intromisión -le dije de pie; ella no se levantó inmediatamente-. Me llamo María Dolz y no me conoce. Pero he coincidido aquí durante años con usted y con su marido a la hora del desayuno. Sólo quería decirle lo muchísimo que lamenté lo ocurrido, lo que le pasó a él y lo que estará pasando usted desde entonces. Lo leí en la prensa, con retraso, después de echarlos de menos bastantes mañanas. Aunque no los conocía más que de vista, se notaba que se llevaban muy bien y me resultaban ustedes muy simpáticos. De verdad que lo he sentido mucho.

Me di cuenta de que con mi penúltima frase también la había matado a ella, había utilizado el tiempo pretérito para referirme a los dos, no sólo al difunto. Busqué cómo arreglarlo pero no se me ocurrió ninguna manera que no complicara innecesariamente las cosas o no fuera muy torpe. Supuse que me habría entendido: los dos como pareja me resultaban gratos, y como tal ya no existían. Entonces pensé que quizá le había subrayado lo que ella procuraba suspender o confinar a una especie de limbo a cada instante, pues le sería imposible olvidarlo o negárselo: que en ningún caso eran dos, y ella no formaba ya parte de ninguna pareja. Iba a añadir: ‘Nada más, no la entretengo, sólo quería decirle eso’, y a darme media vuelta y marcharme, cuando Luisa Alday se puso en pie sonriendo -era una sonrisa abierta que no podía evitar, aquella mujer no tenía doblez ni malicia, hasta podía ser ingenua- y me cogió afectuosamente del hombro y me dijo:

– Sí, claro que te conocemos de vista, también nosotros. -Me tuteó sin dudarlo pese a mi tratamiento inicial, éramos de la misma edad más o menos, quizá me llevaba un par de años; habló en plural y en presente de indicativo, como si aún no se hubiera acostumbrado a ser una en la vida, o acaso como si se considerara ya del otro lado, tan muerta como su marido y por tanto en la misma dimensión o territorio: como si no se hubiera separado de él todavía en todo caso, y no viera razón alguna para renunciar a aquel ‘nosotros’ que seguramente la había conformado durante casi un decenio y del que no iba a desprenderse en unos míseros tres meses. Aunque a continuación sí pasó al imperfecto, quizá el verbo se lo exigía-. Te llamábamos la Joven Prudente. Ya ves, hasta tenías nombre para nosotros. Gracias por lo que me has dicho, ¿no quieres sentarte? -Y me señaló una de las sillas que habían ocupado sus hijos, mientras mantenía su mano en mi hombro, ahora tuve la sensación de que le era un sostén o un asidero. Estuve segura de que, de haber hecho yo un mínimo gesto de aproximación, se me habría abrazado naturalmente. Se la veía frágil, como un espectro reciente que vacila y no se ha convencido aún de serlo.

Miré el reloj, ya era tarde. Quería preguntarle por aquel apodo mío, me sentí sorprendida y levemente halagada. Se habían fijado en mí, se referían a mí, me tenían identificada. Sonreí sin querer, las dos sonreíamos con una alegría tímida, la de dos personas que se reconocen en medio de unas circunstancias tristísimas.

– ¿La Joven Prudente? -dije.

– Sí, eso es lo que nos pareces. -De nuevo volvió al presente de indicativo, como si Deverne estuviera en casa y siguiera vivo o ella no pudiera arrancarse de él más que en algunos conceptos-. ¿No te habrá molestado, por favor, espero? Pero siéntate.

– No, cómo va a molestarme, yo también los llamaba a ustedes algo, mentalmente. -No era que no quisiera tutearla a mi vez, sino que no me atrevía a hacerlo con el marido, y en esa frase había vuelto a incluirlo. Tampoco puede uno referirse por el nombre de pila a un muerto al que no ha conocido. O no debe, hoy nadie observa estos matices, todo el mundo se toma confianzas-. Ahora no puedo quedarme, cuánto lo siento, tengo que entrar al trabajo. -Volví a mirar el reloj maquinalmente o para corroborar mi prisa, sabía bien qué hora era.

– Claro. Si quieres quedamos más tarde, pásate por casa, ¿a qué hora sales? ¿En qué trabajas? ¿Y cómo nos llamabas? -Me tenía aún la mano en el hombro, no noté conminación, más bien ruego. Un ruego superficial, eso sí, del momento. Si le decía que no, probablemente a la tarde ya se habría olvidado de nuestro encuentro.

No contesté a su penúltima pregunta -no había tiempo- y menos aún a la última: decirle que para mí eran la Pareja Perfecta podría haberle añadido dolor y amargura, al fin y al cabo iba a quedarse sola de nuevo, en cuanto yo me fuera. Pero le dije que sí, que me pasaría a la salida del trabajo si le venía bien, a media tarde, hacia las seis y media o las siete. Le pregunté las señas, me las dio, era bastante cerca. Me despedí posando mi mano en la suya un instante, la que me tocaba el hombro, y aproveché el contacto para apretársela y retirársela luego, ambas cosas suavemente, parecía agradecer que lo hubiera, algún contacto. Ya me disponía a cruzar la calle cuando caí en la cuenta. Tuve que volver sobre mis pasos.

– Qué tonta soy, se me había olvidado -le dije-. No sé cómo te llamas.

Sólo entonces me enteré, su nombre no había aparecido en ningún periódico y yo no había visto las esquelas.

– Luisa Alday -me contestó-. Luisa Desvern -se corrigió. En España la mujer no pierde el apellido de soltera al casarse, me pregunté si habría decidido llamarse ahora así, como un acto de lealtad u homenaje-. Bueno, sí, Luisa Alday -rectificó, repitió. Seguro que se había pensado así siempre-. Has hecho bien en acordarte, porque en el portal no figura Miguel, sólo yo. -Se quedó pensativa y añadió-: Era una precaución suya, su apellido se asocia a negocios. Mira de lo que ha servido.


– Lo más extraño de todo es que me ha cambiado el pensamiento -me dijo también aquella tarde o cuando ya se hizo de noche en el salón de su casa, Luisa sentada en el sofá y yo en una butaca cercana, le había aceptado un oporto, que era lo que había decidido tomar ella; lo bebía a sorbos pequeños pero frecuentes, se había ido sirviendo y ya llevaba tres copitas, si no me equivocaba; sabía cómo cruzar las piernas naturalmente, le quedaban elegantes siempre, iba alternándolas, ahora la derecha encima, ahora la izquierda, ese día vestía falda y calzaba zapatos escotados y acharolados negros de tacón bajo aunque muy fino, le daban un aspecto de norteamericana educada, las suelas eran en cambio muy claras, casi blancas, como si fueran de zapatos sin estrenar, hacían contraste; de vez en cuando entraban los niños o uno de ellos a contar o a preguntar o a dirimir algo, veían la televisión en una habitación contigua, era como una extensión del salón ya que carecía de puerta, Luisa me había explicado que tenían otro aparato en la alcoba de la niña, pero ella prefería que no anduvieran lejos y poder oírlos, por si pasaba algo o se peleaban y también por la compañía, es decir, los obligaba a estar al lado, si no a la vista sí al oído, al fin y al cabo no le impedían concentrarse porque le era imposible concentrarse en nada, a eso había renunciado para siempre, creía que sería para siempre, a leer un libro o ver una película enteros, a preparar una clase de otro modo que no fuera a salto de mata o en el taxi camino de la Facultad, y sólo lograba escuchar música a ratos, piezas breves o canciones o un solo movimiento de una sonata, cualquier cosa larga la cansaba e impacientaba; alguna serie de televisión también seguía, los episodios no duran mucho, se las compraba ahora en DVD para poder retroceder cuando se despistaba, le costaba mantener la atención, la mente se le iba a otros sitios, o siempre al mismo, a Miguel, a la última vez que lo había visto con vida que también era la última que yo lo había visto, al parquecito apacible de la Escuela de Ingenieros de la Castellana, junto al que lo habían apuñalado y apuñalado y apuñalado con una navaja tipo mariposa de las que por lo visto están prohibidas-. No sé, es como si tuviera otra cabeza, se me ocurren continuamente cosas que antes nunca habría pensado -decía con sincera extrañeza, los ojos muy abiertos, rascándose una rodilla con las yemas de los dedos como si le picara, seguramente era inquietud del ánimo tan sólo-. Como si fuera otra persona desde entonces, u otro tipo de persona, con una configuración mental desconocida y ajena, alguien dado a hacer asociaciones y a sobresaltarse con ellas. Oigo la sirena de una ambulancia o de la policía o de los bomberos y pienso en quién se estará muriendo o quemando o a lo mejor asfixiando, y al instante me viene la idea angustiosa de que cuantos oyeran la de los guardias que se presentaron allí para detener al gorrilla, o la de la UVI móvil del Samur que asistió y recogió a Miguel en la calle, lo harían distraídamente o incluso sintiéndolas como un incordio, qué manera de pitar, ya sabes, lo que normalmente nos decimos todos, qué exageración, vaya estrépito, seguro que no será para tanto. Casi nunca nos preguntamos con qué desgracia concreta se corresponden, son un sonido familiar de la ciudad y además un sonido sin contenido específico, una mera molestia ya vacía o abstracta. Antes, cuando no había muchas ni pitaban tan fuerte, ni se sospechaba que los conductores las utilizaran sin causa, para ir más rápido y que les abran paso, la gente se asomaba a los balcones para saber qué ocurría, e incluso confiaba en que se lo contaran los periódicos del día siguiente. Ahora ya no nos asomamos nadie, esperamos a que se alejen y a que saquen de nuestro campo auditivo al enfermo, al accidentado, al herido, al casi muerto, para que así no nos conciernan ni nos pongan los nervios de punta. Ahora ya he vuelto a no asomarme, pero durante las primeras semanas tras la muerte de Miguel no podía evitar abalanzarme a un balcón o a una ventana e intentar divisar el coche de policía o la ambulancia para seguir su recorrido con la mirada hasta donde pudiera, pero la mayor parte de las veces uno no los ve desde la casa, sólo los oye, de modo que lo dejé estar al poco tiempo, y sin embargo, cada vez que suena una, todavía interrumpo lo que esté haciendo y estiro el cuello y escucho hasta que desaparece, las escucho como si fueran lamentos y ruegos, como si cada una dijera: ‘Por favor, soy un hombre muy grave que se debate entre la vida y la muerte y además no tengo culpa, no he hecho nada para que me acuchillen, bajé de mi coche como tantos días y de repente noté un aguijón en la espalda, y luego otro y otro y otro en otras partes del cuerpo y ni siquiera sé cuántos, me di cuenta de que sangraba por los cuatro costados y de que me tocaba morirme sin haberme hecho a la idea ni habérmelo yo buscado. Déjenme pasar, se lo suplico, ustedes no llevan ni la mitad de prisa, y si hay una posibilidad de salvarme depende de que llegue a tiempo. Hoy es mi cumpleaños y mi mujer no sabe nada, aún me estará aguardando sentada en un restaurante y dispuesta a celebrarlo, me debe de tener un regalo, una sorpresa, no permitan que me encuentre ya muerto’.

Luisa se detuvo y bebió otro sorbo de su copita, fue un gesto más maquinal que otra cosa, de hecho le quedaba sólo una gota. No tenía los ojos idos, sino encendidos, como si las figuraciones, lejos de abstraerla, la pusieran alerta y le dieran momentánea fuerza y la hicieran sentirse más en el mundo real, aunque fuera un mundo real ya pasado. Yo no la conocía apenas, pero iba teniendo la sensación de que su presente le causaba tanto desconcierto que en él era mucho más vulnerable y lánguida que cuando se instalaba en el pasado, incluso en el instante más doloroso y final del pasado, como acababa de hacer ahora. Sus ojos castaños eran bonitos con aquel fulgor, rasgados, uno visiblemente más grande que el otro sin que eso se los afeara en modo alguno, tenían intensidad y viveza mientras ella se ponía en el lugar de Desvern moribundo. Sin duda era una mujer casi guapa, hasta en medio de sus penalidades; cuánto más cuando se la veía alegre, como yo la había visto tantas mañanas.

– Pero él no pudo pensar nada de eso, si no entendí mal lo que traía el periódico -me atreví a apuntar. No sabía qué decir o no había que decir nada, pero tampoco me pareció adecuado permanecer callada.

– No, claro que no -me contestó con celeridad y un leve dejo de desafío-. No lo pudo pensar mientras lo trasladaban al hospital, porque para entonces ya estaba inconsciente y la conciencia no volvió a recobrarla. Pero sí quizá algo parecido, anticipándose, mientras aún lo estaban apuñalando. No dejo de representarme ese momento, esos segundos, los que durara el ataque hasta que él parara de defenderse y ya no se diera cuenta de nada, hasta que perdiera el sentido y ya no experimentara nada, ni desesperación ni dolor ni… -Buscó un instante qué más podría haber experimentado justo antes de caer semimuerto-. Ni despedida. Yo jamás había pensado los pensamientos de nadie, lo que pueda pensar otro, ni siquiera él, no es mi estilo, carezco de imaginación, mi cabeza no da para eso. Y ahora, en cambio, lo hago casi todo el rato. Ya te digo, se me ha alterado el cerebro, y es como si no me reconociera; o a lo mejor, también se me ocurre, como si no me hubiera conocido durante toda mi vida anterior, y tampoco Miguel me hubiera conocido entonces: en realidad no habría podido y habría estado fuera de su alcance, ¿no es extraño?, si la verdadera fuera esta que asocia cosas continuamente, cosas que hace unos meses me habrían parecido dispares e inasociables. Si soy la que soy a raíz de su muerte, para él he sido siempre otra distinta, y habría seguido siendo la que ya no soy, indefinidamente, de haber continuado él con vida. No sé si me entiendes -añadió percatándose de que lo que explicaba era abstruso.

Para mí era casi un trabalenguas, pero más o menos se lo entendía. Pensé: ‘Esta mujer está muy mal, y no es para menos. Su tristeza ha de ser inabarcable, y debe de pasarse el día y la noche dándole vueltas a lo sucedido, imaginándose los últimos instantes conscientes de su marido, preguntándose qué pudo pensar, cuando seguramente no le dio tiempo más que a intentar esquivar los primeros navajazos y a tratar de huir y de zafarse, no me parece probable que le dedicara a ella un pensamiento ni tan siquiera medio, debió de estar sólo concentrado en su avistada muerte y en hacer el máximo por evitarla, y si algo más le cruzó por la mente hubo de ser su estupefacción y su incredulidad y su incomprensión infinitas, pero qué está pasando y cómo es posible, qué hace este hombre y por qué me acuchilla, por qué me ha elegido a mí entre millones y con quién maldito me confunde, no se da cuenta de que no soy yo el causante de sus males, y qué ridículo, qué penoso y estúpido morir así, por una equivocación u obcecación ajena, con esta violencia y a manos de un desconocido o de un personaje tan secundario en mi vida que no le había prestado atención apenas y solamente a instancias suyas, por sus intromisiones y sus destemplanzas, por habérsenos hecho molesto y haber agredido a Pablo un día, un tipo con menos importancia que el farmacéutico de la esquina o el camarero de la cafetería en la que desayuno, alguien anecdótico, insignificante, como si me matara de pronto la Joven Prudente que también está allí todas las mañanas y con la que jamás he cruzado una palabra, personas que son sólo figurantes borrosos o presencias marginales, que habitan en un rincón o en el fondo oscurecido del cuadro y que si desaparecen no echamos de menos ni casi nos percatamos, esto no puede estar sucediendo porque es demasiado absurdo y una mala suerte inconcebible, y encima no voy a poder contárselo a nadie, lo único que muy débilmente nos compensa de las mayores desgracias, uno no sabe nunca qué o quién adoptará el disfraz o la forma de su muerte individual y única, siempre única aunque uno deje el mundo a la vez que otros muchos en una catástrofe masiva, pero tiene ciertas previsiones, una enfermedad heredada, una epidemia, un accidente de coche, uno aéreo, el desgaste de un órgano, un atentado terrorista, un derrumbamiento, un descarrilamiento, un infarto, un incendio, unos ladrones violentos que irrumpen de noche en su casa tras haber planeado el asalto, incluso alguien con quien el azar lo junta en un peligroso barrio en el que se adentró por descuido nada más llegar a una ciudad aún no explorada, en lugares así me he visto en mis viajes, sobre todo cuando era más joven y me desplazaba mucho y me arriesgaba, he notado que algo podía pasarme por imprudencia y desconocimiento en Caracas y en Buenos Aires y en México, en Nueva York y en Moscú y en Hamburgo y hasta en la propia Madrid, pero no aquí sino en otras calles más pendencieras o humilladas o sombrías, no en esta zona tranquila, luminosa y acomodada que es la mía más o menos y que me conozco al dedillo, no al bajarme de mi coche como tantos otros días, por qué hoy y no ayer ni mañana, por qué hoy y por qué yo, podía haberle tocado a otro cualquiera y hasta al mismísimo Pablo fácilmente, que había tenido ya un altercado mucho más serio que el mío, si le hubiera puesto la denuncia cuando esta bestia le pegó el puñetazo, fui yo quien le aconsejó dejarlo, imbécil de mí, me daba lástima este hombre que ni sé cómo se llama y en cambio nos lo habríamos quitado de en medio, y yo tuve mi aviso ayer mismo ahora que lo pienso, fue ayer cuando me increpó y me negué a darle importancia y me apresuré a olvidarlo, debería haber temido y haber sido más cauteloso, no haber aparecido por su territorio durante varios días o hasta que me hubiera quitado de su punto de mira, no haberme puesto hoy a tiro de este demente furioso al que le ha dado por clavarme una y otra vez su navaja que además estará sucísima pero eso es ya lo de menos, no hará falta una infección para mi muerte, me matan más rápido la punta y el filo que hurgan y se retuercen en el interior de mi cuerpo, huele mal todo este hombre, está tan cerca, hará siglos que no se lava, no tendrá dónde, metido siempre en su automóvil abandonado, no me quiero morir con este olor, uno no elige, por qué ha de ser lo último con lo que me envuelva la tierra antes de despedirme, eso y el olor a sangre que ya me invade, olor a hierro y de infancia, que es cuando más se sangra, es la mía, no puede ser otra, la suya, yo no he herido a este loco, es muy fuerte y es nervioso y yo no he podido con él, no tengo con qué rajarlo y él sí me ha abierto y traspasado la piel y la carne, por estos boquetes se me va la vida y me voy desangrando, cuántos van, nada hay que hacer, cuántos van, se me ha acabado’. Y a continuación pensé también: ‘Pero él no pudo pensar nada de eso. O quizá sí, concentradamente’.


– No soy quién para darle consejos a nadie -le dije entonces a Luisa, tras mi prolongado silencio-, pero creo que no deberías pensar tanto en lo que pasó por su cabeza en aquellos momentos. Al fin y al cabo fueron muy breves, en el conjunto de su vida casi inexistentes, quizá no le diera tiempo a pensar nada. No tiene sentido que a ti te duren, en cambio, todos estos meses y quién sabe si más, qué ganas con ello. Y tampoco él gana nada. Por mucho que le des vueltas, lo que no puedes conseguir es haberlo acompañado en aquellos momentos, ni haber muerto con él, ni en su lugar, ni salvarlo. Tú no estabas allí, tú no sabías, eso no puedes cambiarlo aunque te esfuerces. -Me di cuenta de que había sido yo quien se había espaciado más rato en esos pensamientos prestados, bien es verdad que incitada o contagiada por ella, es muy aventurado meterse en la mente de alguien imaginariamente, luego cuesta salir a veces, supongo que por eso tan poca gente lo hace y casi todo el mundo lo evita y prefiere decirse: ‘No soy yo quien está ahí, a mí no me toca vivir lo que le pasa a este, y a santo de qué voy a añadirme sus padecimientos. Ese mal trago no es mío, cada cual beba los suyos’-. Fuera lo que fuese, además, ya pasó, ya no es, ya no cuenta. Él ya no lo está pensando ni está sucediendo.

Luisa se llenó la copa de nuevo, eran muy pequeñas, y se llevó las manos a las mejillas, un gesto mitad pensativo y mitad sobrecogido. Tenía unas manos fuertes y largas, sin más adorno que su alianza. Con los codos apoyados en los muslos, pareció estrecharse o disminuirse. Habló un poco para sus adentros, como si cavilara en voz alta.

– Sí, esa es la idea que se suele tener. Que lo que ha cesado es menos grave que lo que está aconteciendo, y que la cesación debe aliviarnos. Que lo que ha pasado debe dolernos menos que lo que está pasando, o que las cosas son más llevaderas cuando han terminado, por horribles que hayan sido. Pero eso equivale a creer que es menos grave alguien muerto que alguien que se está muriendo, lo cual no tiene mucho sentido, ¿no te parece? Lo irremediable y lo más doloroso es que se haya muerto; y que el trance haya acabado no significa que no pasara por él la persona. Cómo no va a tener uno presente ese trance, si fue lo último que compartió con nosotros, con los que continuamos vivos. Lo que siguió a ese momento suyo está fuera de nuestro alcance, pero cuando tuvo lugar, en cambio, todavía estábamos todos aquí, en la misma dimensión, él y nosotros, respirando el mismo aire. Coincidimos aún en el tiempo, o en el mundo. No sé, no sé explicarme. -Hizo una pausa y encendió un cigarrillo, era el primero; los tenía a mano desde el principio pero no había alumbrado ninguno hasta entonces, como si se hubiera desacostumbrado a fumar, quizá lo había dejado una temporada y ahora había vuelto, o sólo a medias: los compraba pero procuraba evitarlos-. Además nada pasa del todo, ahí están los sueños, los muertos aparecen vivos en ellos y los vivos se nos mueren a veces. Yo sueño muchas noches con ese momento, y entonces sí estoy presente, sí estoy allí, sí sé, estoy en el coche con él y nos bajamos los dos, y yo le aviso porque sé lo que va a ocurrirle y aun así no puede escaparse. Bueno, ya sabes cómo van esas cosas, los sueños son al mismo tiempo confusos y precisos. Me los sacudo nada más despertarme, y en pocos minutos se me desvanecen, se me olvidan los detalles; pero en seguida caigo en la cuenta de que el hecho permanece, de que es verdad, de que ha pasado, de que Miguel está muerto y de que lo mataron de manera parecida a la que he soñado, aunque la escena del sueño se me haya diluido al instante. -Se quedó parada, apagó el cigarrillo mediado, como si se hubiera extrañado de verse con uno en la mano-. ¿Sabes cuál es una de las cosas peores? No poder enfadarme ni echarle la culpa a nadie. No poder odiar a nadie pese a haber tenido Miguel una muerte violenta, a haber sido asesinado en plena calle. Si lo hubieran matado con un motivo, porque iban por él, sabiendo quién era, porque alguien lo veía como un obstáculo o quería vengarse, qué sé yo, al menos para robarle. Si hubiera sido una víctima de ETA podría reunirme con otros familiares de víctimas y odiar todos juntos a los terroristas o incluso a todos los vascos, cuanto más se pueda compartir y repartir el odio mejor, ¿verdad que sí?, mejor cuanto más amplio sea. Recuerdo que cuando era muy joven un novio mío me dejó por una chica canaria. No sólo la detesté a ella, sino que decidí detestar a todos los canarios. Un absurdo, una manía. Si en la televisión había un partido en el que jugaban el Tenerife o el Las Palmas, deseaba que perdieran contra quien fuese, aunque a mí me dé bastante igual el fútbol y no lo estuviera viendo, lo estaban viendo mi hermano o mi padre. Si había un concurso de misses de esos idiotas, deseaba que no ganaran las representantes canarias, y me llevaba rabietas porque solían ganar, con frecuencia son muy guapas. -Y se rió de sí misma con ganas, sin poder evitarlo. Lo que le hacía gracia se la hacía de veras, incluso en medio de su pesadumbre-. Hasta me prometí no volver a leer a Galdós: por madrileño que se hiciera, era canario de origen, y me lo prohibí terminantemente una larga temporada. -Y se rió de nuevo, ahora su risa fue ya tan abierta que resultó contagiosa, y también yo reí la inquisitorial ocurrencia-. Son reacciones irracionales, pueriles, pero ayudan momentáneamente, traen algo de variación al ánimo. Ahora ya no soy joven, y ni siquiera dispongo de ese recurso para pasar algún tramo del día furiosa, en vez de triste todo el rato.

– ¿Y el gorrilla? -dije-. ¿No puedes odiarlo? ¿U odiar a todos los vagabundos?

– No -contestó sin pensárselo, es decir, como si ya lo hubiera considerado-. No he querido saber más de ese hombre, creo que se ha negado a declarar, que desde el primer instante se encerró en el mutismo y que ahí sigue, pero está claro que se confundió y que anda mal de la cabeza. Al parecer tiene dos hijas metidas en la prostitución, dos hijas jóvenes, y le dio por pensar que Miguel y Pablo, el chófer, tenían que ver en ello. Un disparate. Mató a Miguel como podía haber matado a Pablo o a cualquier vecino de la zona al que hubiera enfilado. Supongo que también él necesitaba enemigos, alguien a quien echar la culpa de su desgracia. Lo que hace todo el mundo, por otra parte, las clases bajas como las medias y las altas y los desclasados: nadie acepta ya que las cosas pasan a veces sin que haya un culpable, o que existe la mala suerte, o que las personas se tuercen y se echan a perder y se buscan ellas solas la desdicha o la ruina. -‘Tú mismo te has forjado tu ventura’, pensé recordando, citando a Cervantes, cuyas palabras, en efecto, no se tienen ya en cuenta-. No, no puedo enfurecerme con quien lo mató por nada, con quien lo señaló por azar, como si dijéramos, eso es lo malo; con un loco, con un trastornado que en realidad no lo malquería a él por ser él y que ni siquiera sabía su nombre, sino que lo vio como la encarnación de su infortunio o el causante de su situación amarga. Bueno, qué sé yo lo que vio, no me importa, ni estoy en su cabeza ni quiero estarlo. A veces intentan hablarme de ello mi hermano o el abogado o Javier, uno de los mejores amigos de Miguel, pero yo los paro y les digo que no deseo explicaciones más o menos hipotéticas ni investigaciones a tientas, que lo que ha ocurrido es tan grave que el porqué me da lo mismo, sobre todo si es un porqué incomprensible, que no existe ni puede existir fuera de esa mente alucinada o enferma en la que no tengo por qué adentrarme. -Luisa hablaba bastante bien, con no escaso vocabulario y con verbos que en el habla general son infrecuentes, como ‘malquerer’ o ‘adentrarse’; al fin y al cabo era profesora universitaria, de Filología Inglesa, me había dicho, enseñaba la lengua; por fuerza tenía que leer y traducir mucho-. Exagerando un poco, ese hombre tiene para mí el mismo valor que una cornisa que se desprende y te cae en la cabeza justo cuando pasas debajo, podías no haber pasado en ese instante: un minuto antes y ni te habrías enterado. O que una bala perdida proveniente de una cacería, disparada por un inexperto o un imbécil, podías no haber ido ese día al campo. O que un terremoto que te pilla en un viaje, podías no haber ido a ese sitio. No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas, no me reconforta esperar que lo condenen ni desear que se pudra en la cárcel. Tampoco es que le tenga lástima, claro, no puedo tenérsela. Lo que sea de él me es indiferente, a Miguel no me lo va a devolver nada ni nadie. Supongo que irá a una institución psiquiátrica, si es que aún existen, no sé qué se hace con los desequilibrados que cometen delitos de sangre. Supongo que lo quitarán de la circulación por ser un peligro y para evitar que repita lo que ha hecho. Pero no busco su castigo, sería como caer en la estupidez de los ejércitos de antes, que arrestaban e incluso ejecutaban a un caballo que hubiera tirado a un oficial al suelo ocasionándole la muerte, cuando el mundo era más ingenuo. Tampoco puedo tomarla con todos los mendigos y los sin techo. Me dan miedo ahora, eso sí. Cuando veo a uno procuro alejarme o cruzar de acera, es un acto reflejo justificado, que me durará para siempre. Pero eso es algo distinto. Lo que no puedo es dedicarme a odiarlos activamente, como sí podría odiar a unos empresarios rivales que le hubieran mandado a un sicario, no sé si sabes que eso es cada vez más común, también en España, individuos que hacen venir a un asesino de fuera, un colombiano, un serbio, un mexicano, para que quite de en medio a quien les hace demasiada competencia y les impide expandirse, o un mero negocio. Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran, son discretos y profesionales, son asépticos y no dejan rastro, cuando se levanta el cadáver ellos ya están en el aeropuerto o volando de regreso. Casi nunca hay manera de probar nada, menos aún quién lo ha contratado, quién lo ha inducido o le ha dado la orden. Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto, le habría tocado a él la china como podría haberle tocado a otro, al que estuviera libre; no habría conocido a Miguel ni habría tenido nada en su contra, personalmente. Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias. -Luisa vio mi cara de conocimiento sólo vago-. ¿No lo conoces? El Tesoro de la lengua castellana o española, fue el primer diccionario, de 1611, lo escribió Sebastián de Covarrubias. -Se levantó y trajo un voluminoso libro verde que tenía a mano y buscó entre sus páginas-. Tuve que consultar la palabra ‘envidia’ para cotejar con la definición inglesa, y mira cómo termina la suya. -Y me leyó en voz alta-. ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados.’ Y ese saber venía ya de más antiguo, porque mira lo que añade: ‘Esta materia es lugar común, y tratada de muchos; no es mi intento traspalar lo que otros han juntado. Quédese aquí’. -Y cerró el libro y volvió a sentarse, con él en el regazo, asomaban papelitos de no pocas de sus páginas-. Mi mente estaría ocupada en otra cosa, y no sólo en el lamento y en la añoranza. Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, en mi cuerpo. -Se miró los brazos, como si la cabeza de su marido reposara en ellos-. Hay gente que me dice: ‘Quédate con los buenos recuerdos y no con el último, piensa en lo mucho que os habéis querido, piensa en tantos momentos fantásticos que otros ni siquiera han conocido’. Es gente bienintencionada, que no alcanza a entender que todos los recuerdos están teñidos ahora por este final triste y sangriento. Cada vez que me acuerdo de algo bueno, al instante se me aparece la imagen última, la de su muerte gratuita y cruel, tan fácilmente evitable, tan tonta. Sí, es lo que llevo peor: tan sin culpable y tan tonta. Y el recuerdo se enturbia y se hace malo. En realidad ya no me queda ninguno bueno. Todos me resultan ilusos. Todos se han contaminado.


Se quedó callada y miró hacia el cuarto contiguo en el que estaban los niños. Se oía la televisión de fondo, luego todo debía de estar en orden. Eran niños bien educados, por lo que había visto, mucho más de lo que es la norma hoy en día. Curiosamente no me sorprendía ni me causaba violencia que Luisa me hablara con tanta confianza, como si yo fuera una amiga. Tal vez no podía hablar de otra cosa, y en los meses transcurridos desde la muerte de Deverne había agotado con su estupefacción y sus cuitas a todos sus allegados, o le daba vergüenza insistir sobre el mismo tema con ellos y se aprovechaba para desahogarse de la novedad que yo suponía. Tal vez le daba lo mismo quién yo fuera, le bastaba con tenerme como interlocutor no gastado, con quien podía empezar desde el principio. Es otro de los inconvenientes de padecer una desgracia: al que la sufre los efectos le duran mucho más de lo que dura la paciencia de quienes se muestran dispuestos a escucharlo y acompañarlo, la incondicionalidad nunca es muy larga si se tiñe de monotonía. Y así, tarde o temprano, la persona triste se queda sola cuando aún no ha terminado su duelo o ya no se le consiente hablar más de lo que todavía es su único mundo, porque ese mundo de congoja resulta insoportable y ahuyenta. Se da cuenta de que para los demás cualquier desdicha tiene fecha de caducidad social, de que nadie está hecho para la contemplación de la pena, de que ese espectáculo es tolerable tan sólo durante una breve temporada, mientras en él hay aún conmoción y desgarro y cierta posibilidad de protagonismo para los que miran y asisten, que se sienten imprescindibles, salvadores, útiles. Pero al comprobar que nada cambia y que la persona afectada no avanza ni emerge, se sienten rebajados y superfluos, lo toman casi como una ofensa y se apartan: ‘¿Acaso no le basto? ¿Cómo es que no sale del pozo, teniéndome a mí a su lado? ¿Por qué se empeña en su dolor, si ya ha pasado algún tiempo y yo le he dado distracción y consuelo? Si no puede levantar la cabeza, que se hunda o que desaparezca’. Y entonces el abatido hace esto último, se retrae, se ausenta, se esconde. Tal vez Luisa se aferró a mí aquella tarde porque conmigo podía ser la que aún era y no ocultarse: una viuda inconsolable, según la frase consagrada. Obsesionada, aburrida, doliente.

Miré yo hacia el cuarto de los niños, señalé en su dirección con la cabeza.

– Deben de serte una ayuda, dentro de las circunstancias -dije-. Tenerte que ocupar de ellos te obligará a levantarte cada mañana con algo de ánimo, a ser fuerte y a aguantar el tipo, supongo. Saber que dependen de ti enteramente, más que antes. Serán una carga pero también un salvavidas forzoso, serán la razón para empezar cada día. ¿No? ¿O no? -añadí al ver que su rostro se nublaba más todavía y que su ojo grande se contraía, igualándose con el chico.

– No, es todo lo contrario -contestó respirando hondo, como si tuviera que hacer acopio de serenidad para decir lo que a continuación dijo-. Daría cualquier cosa por que no estuvieran ahora, por no tenerlos. Entiéndeme bien: no es que me arrepienta de pronto, su existencia me resulta vital y son lo que más quiero, más que a Miguel probablemente, o al menos me doy cuenta de que su pérdida habría sido aún peor, la de cualquiera de los dos, ya me habría muerto. Pero ahora no puedo con ellos, me pesan demasiado. Ojalá me fuera posible ponerlos entre paréntesis, o hibernarlos, no sé, ponerlos a dormir y que no se despertaran hasta nuevo aviso. Quisiera que me dejaran en paz, que no me preguntaran ni me pidieran nada, que no tiraran de mí, que no se me colgaran como lo hacen, pobres. Necesitaría estar a solas, no tener responsabilidades, ni que hacer un sobreesfuerzo para el que no me siento capacitada, no pensar en si han comido o se han abrigado o en si se han acatarrado y tienen fiebre. Quisiera poder quedarme en la cama todo el día, o estar a mi aire sin ocuparme de nada o tan sólo de mí misma, y así recomponerme poco a poco, sin interferencias ni obligaciones. Si es que alguna vez me recompongo, espero que sí, aunque no veo cómo. Pero estoy tan debilitada que lo último que me hace falta son dos personas aún más débiles que yo a mi lado, que no pueden valerse por sí solas y que todavía entienden menos que yo lo que ha ocurrido. Y que encima me dan pena, una pena inamovible y constante, que va más allá de las circunstancias. Las circunstancias la acentúan, pero estaba ya ahí desde siempre.

– ¿Cómo constante? ¿Cómo más allá? ¿Cómo desde siempre?

– ¿Tú no tienes hijos? -me preguntó. Negué con la cabeza-. Los hijos dan mucha alegría y todo eso que se dice, pero también dan mucha pena, permanentemente, y no creo que eso cambie ni siquiera cuando sean mayores, y eso se dice menos. Ves su perplejidad ante las cosas y eso da pena. Ves su buena voluntad, cuando tienen ganas de ayudar y de poner de su parte y no pueden, y eso te da también pena. Te la da su seriedad y te la dan sus bromas elementales y sus mentiras transparentes, te la dan sus desilusiones y también sus ilusiones, sus expectativas y sus pequeños chascos, su ingenuidad, su incomprensión, sus preguntas tan lógicas, y hasta su ocasional mala idea. Te la da pensar en cuánto les falta por aprender, y en el larguísimo recorrido al que se enfrentan y que nadie puede hacer por ellos, aunque llevemos siglos haciéndolo y no veamos la necesidad de que todo el que nace deba empezar otra vez desde el principio. ¿Qué sentido tiene que cada uno pase por los mismos disgustos y descubrimientos, más o menos, eternamente? Y claro, a ellos les ha tocado además algo infrecuente y que podían haberse ahorrado, una gran desgracia que no estaba prevista. No es normal que en nuestras sociedades le maten a uno al padre, y la tristeza que ellos sienten me es una pena añadida. No soy yo sola la que ha sufrido una pérdida, ojalá lo fuera. Me corresponde a mí explicárselo, y ni siquiera tengo una explicación que darles. Todo esto sobrepasa mis fuerzas. No les puedo decir que ese hombre odiaba a su padre, ni que era un enemigo suyo, y si les cuento que se volvió loco hasta el punto de matarlo, eso difícilmente lo entienden. Carolina sí, más, pero Nicolás nada.

– Ya. ¿Y qué les has dicho? ¿Cómo lo llevan?

– La verdad, en el fondo, más o menos, adaptada. Dudé si contarle nada al niño, es muy pequeño, pero me dijeron que sería peor si se lo soltaban los compañeros en el colegio. Como salió en la prensa, todo el mundo que nos conoce se enteró en seguida, e imagínate las versiones de críos de cuatro años, podían ser aún más truculentas y disparatadas que lo que sucedió realmente. Así que les dije que ese hombre estaba muy furioso porque le habían quitado a sus hijas, y que se confundió de persona y atacó a papá en vez de a quien se las había quitado. Me preguntaron que quién se las había quitado entonces, y les contesté que no lo sabía, y que seguramente ese hombre tampoco lo sabía y que por eso estaba así, buscando con quién enfadarse. Que no distinguía bien a las personas y que sospechaba de todo el mundo, y que por eso le había pegado a Pablo otro día, creyendo que era él el responsable. Es curioso, eso sí lo entendieron muy rápido, que alguien se pusiera furioso porque le hubieran robado a sus hijas, e incluso ahora me preguntan a veces si se sabe algo de ellas o si han aparecido, como si fuera un cuento pendiente, supongo que se las imaginan niñas. Les dije que todo había sido mala suerte. Que era como un accidente, como cuando un coche atropella a un peatón o se cae un albañil de los que trabajan en los edificios. Que su padre no tenía ninguna culpa ni le había hecho nada a nadie. El niño me preguntó si ya no iba a volver. Le contesté que no, que ahora estaba muy lejos, como cuando se iba de viaje o más lejos, tanto que regresar no era posible, pero que desde allí donde estaba seguía viéndolos a ellos y cuidándolos. También se me ocurrió decirles, para que no fuera todo tan definitivo de golpe, que yo podría hablar con él de tarde en tarde, y que si querían algo de él, algo importante, que me lo transmitiesen y yo se lo comunicaría. La niña no se creyó esta parte, me parece, porque nunca me da ningún mensaje, pero el niño sí, así que ahora me pide a veces que le cuente tal o cual cosa a su padre, tonterías del colegio que él vive como acontecimientos, y al día siguiente me pregunta si ya se lo he dicho y qué ha respondido, o si se ha puesto contento al saber que ya juega al fútbol. Yo le contesto que aún no he hablado, que hay que esperar, que no es fácil establecer contacto, dejo pasar unos días y, si se acuerda e insiste, entonces me invento algo. Cada vez dejaré pasar más tiempo hasta que se desacostumbre y se olvide, él apenas va a recordarlo a la larga. Creerá recordar, sobre todo, lo que su hermana y yo le contemos. Carolina es más preocupante. Casi no lo menciona, está más seria y más callada, y cuando le cuento a su hermano que su padre se ha reído al oír sus ocurrencias, por ejemplo, o que me ha encargado que le diga que no dé patadas a los otros niños sino sólo a la pelota, me mira con una especie de pena parecida a la que ellos me inspiran, como si mis mentiras le dieran lástima, de manera que hay momentos en los que todos nos damos pena, ellos a mí y yo a ellos, o por lo menos a la niña. Me ven triste, me ven como no me habían visto nunca, aunque yo hago esfuerzos, no te creas, por no llorar y por que no se me note mucho cuando estoy con ellos. Pero me lo han de notar, estoy segura. Sólo he llorado una vez en su presencia. -Recordé la impresión que me había causado la niña cuando los había observado a los tres por la mañana en la terraza: cómo prestaba atención a la madre y casi velaba por ella, dentro de sus posibilidades; y la fugaz caricia en la mejilla que le había hecho al despedirse-. Y además temen por mí -añadió Luisa sirviéndose otra copita con un suspiro. Hacía rato que no bebía, se había frenado, quizá era de esas personas que saben pararse a tiempo o que dosifican hasta los excesos, que bordean los peligros pero nunca caen en ellos, ni siquiera cuando sienten que ya no tienen qué perder y les da todo lo mismo. Era indudable que estaba muy desesperada, pero no lograba imaginármela en pleno abandono, de ningún tipo: ni emborrachándose bestialmente ni descuidando a los niños ni dándose a la droga ni faltando al trabajo ni entregándose a un hombre tras otro (eso más adelante) para olvidarse del que le importaba; era como si hubiera en ella un último resorte de sensatez, o de sentido del deber, o de serenidad, o de preservación, o de pragmatismo, no sabía bien lo que era. Y entonces lo vi claro: ‘Saldrá de esta’, pensé, ‘se recuperará antes de lo que cree, le parecerá irreal cuanto ha vivido estos meses y hasta volverá a casarse, tal vez con un hombre tan perfecto como Desvern, o con el que al menos volverá a formar una pareja parecida, es decir, casi perfecta’-. Han descubierto que la gente se muere, y que se mueren quienes les parecían a ellos más indestructibles, los padres. Ya no es una pesadilla, y Carolina había empezado a tenerlas, está en la edad: ya soñaba alguna noche que me moría yo o que se moría su padre, antes de que pasara nada. Nos había llamado desde su cuarto en mitad de la noche, angustiada, y nosotros la habíamos convencido de que eso era imposible. Ha visto que nos equivocábamos o quizá que le mentíamos; que tenía motivos para temer, que lo que se le había representado en sueños se ha cumplido. No me lo ha reprochado a las claras, pero al día siguiente de que Miguel fuera enterrado y ya no hubiera vuelta de hoja ni nada más que hacer sino seguir viviendo sin él, me dijo dos veces, como cargada de razón: ‘¿Lo ves? ¿Lo ves?’. Y yo le pregunté sin comprender: ‘¿Qué es lo que tengo que ver, cielo?’. Estaba demasiado aturdida para comprender. Entonces ella se replegó, y ha seguido haciéndolo desde aquel momento: ‘Nada, nada. Que papá ya no está en casa, ¿no lo ves?’, me contestó. Me faltaron las fuerzas y me senté en el borde de la cama, estábamos en mi habitación. ‘Claro que lo veo, cariño’, le dije, y se me saltaron las lágrimas. No me había visto llorar y le di pena, desde entonces se la doy. Se acercó y empezó a secármelas con su vestido. En cuanto a Nicolás, lo ha descubierto demasiado pronto, sin ni siquiera poderlo soñar y temer antes, cuando aún no tenía conciencia de la muerte, yo creo que ni se ha enterado bien de en qué consiste, aunque se va dando cuenta de que eso significa que las personas dejen de estar, que ya no se las vea nunca más. Y si su padre ha muerto y ha desaparecido de un día a otro; aún peor, si a su padre lo han matado de golpe y ha dejado de existir sin aviso, si ha resultado tan frágil como para caer abatido a la primera embestida de un desgraciado, ¿cómo no van a pensar que lo mismo puede sucederme a mí cualquier día, a la que ven menos fuerte? Sí, temen por mí, temen que me pase algo malo y que los deje solos del todo, me miran con aprensión, como si fuera yo quien estuviera en riesgo y desprotegida, más que ellos. En el niño es algo instintivo, en la niña es muy consciente. Noto cómo mira a mi alrededor cuando estamos en la calle, cómo se pone alerta ante cualquier desconocido, o más bien ante cualquier hombre desconocido. La tranquiliza que esté acompañada, de gente amiga o de mujeres. Ahora hace rato que está despreocupada, porque estoy en casa y porque estoy contigo, ya ves que no entra a vigilar con pretextos ni a dar la lata. Aunque acabe de conocerte, le inspiras confianza, eres mujer y no te ve como un peligro. Al contrario, te ve como un escudo, una defensa. Eso me preocupa un poco, que les coja miedo a los hombres, que se ponga en guardia y nerviosa ante ellos, ante los que no conoce. Espero que se le pase, no se puede ir por la vida temiendo a la mitad de la especie.

– ¿Saben cómo murió exactamente su padre? Quiero decir -dudé, no supe si volver a traerlo-, la navaja.

– No, yo no entré nunca en detalles, sólo les dije que lo había atacado ese individuo, no les he contado nunca el modo. Pero Carolina sí debe saberlo, estoy segura de que leyó algún periódico y de que sus compañeros se lo comentaron impresionados. La idea le ha de dar tal espanto que jamás me ha hecho preguntas ni se ha referido a ello. Es como si las dos estuviéramos tácitamente de acuerdo en no hablar de eso, en no recordarlo, en borrar de la muerte de Miguel ese elemento (el elemento clave, el que se la produjo), para que pueda quedar como un hecho aislado y aséptico. Es lo que todo el mundo hace con sus muertos, por otra parte. Intenta olvidar el cómo, se queda con la imagen del vivo y si acaso con la del muerto, pero evita pensar en la frontera, en el tránsito, en la agonía, en la causa. Alguien está ahora vivo y después está muerto, y en medio nada, como si se pasara sin transición ni motivo de un estado a otro. Pero yo aún no puedo evitarlo y es lo que no me deja vivir ni empezar a recuperarme, en el supuesto de que haya recuperación para esto. -‘La habrá, la habrá’, volví a pensar, ‘antes de lo que crees. Y así te lo deseo, pobre Luisa, con toda mi alma’-. Con Carolina sí puedo hacerlo, le conviene a ella y eso me basta. Cuando estoy a solas, en cambio, no me es posible, sobre todo a estas horas, cuando ya no es de día ni tampoco es aún de noche. Pienso en esa navaja entrando y en lo que Miguel debió de sentir, y en si le dio tiempo a pensar algo, si pensó que se moría. Entonces me desespero y me pongo enferma. Y no es una manera de hablar: me pongo literalmente enferma. Y me duele todo el cuerpo.


Sonó el timbre y, sin imaginar quién sería, supe que la conversación y mi visita habían tocado a su fin. Luisa no había inquirido nada acerca de mí, ni siquiera había vuelto a las preguntas que me había hecho en la terraza por la mañana, en qué trabajaba y qué nombre les ponía mentalmente a Deverne y a ella cuando los observaba en el desayuno común. No estaba aún para curiosidades, no estaba para interesarse por nadie ni para asomarse a otras vidas, la suya la consumía y se le llevaba todas las fuerzas y la concentración, probablemente también la imaginación. Yo no era más que un oído sobre el que verter su desgracia y sus pensamientos tenaces, un oído virgen pero intercambiable, o quizá no del todo, esto último: al igual que a la niña, le debía de inspirar confianza y familiaridad, y acaso no se habría sincerado de la misma forma con cualquiera, no con cualquiera. Al fin y al cabo yo había visto a su marido muchas veces y por tanto le ponía rostro a su pérdida, conocía la ausencia que era causa de su desolación, la figura desaparecida de su campo visual, un día tras otro y otro más y otro más, y así monótona e irremediablemente hasta el final. En cierto sentido yo era ‘de antes’, luego capaz de echar también en falta al difunto a mi modo, aunque los dos hubieran hecho siempre caso omiso de mí y Desvern se viera obligado ya a hacerlo durante toda la eternidad, yo llegaba demasiado tarde para él, nunca sería más que la Joven Prudente en quien se había fijado muy poco y tan sólo de refilón. ‘Es su muerte, sin embargo, lo que me permite estar aquí’, pensé extrañada. ‘De no haberse producido yo no estaría en su casa, porque esta era su casa, aquí vivió y este era su salón y quizá ahora ocupo el lugar en el que tomaba asiento, de aquí salió la mañana última en que yo lo vi, la última en que también lo vio su mujer.’ Era seguro que a ella yo le caía bien, y que me percibía a su favor, compasiva y apenada; notaría vagamente que en otras circunstancias podríamos haber sido amigas. Pero ahora estaba como en el interior de un globo, habladora pero en el fondo aislada y ajena a todo lo exterior, y ese globo tardaría mucho en pincharse. Sólo entonces me podría ver de veras, sólo entonces dejaría de ser aquella Joven Prudente de la cafetería. Si en aquellos momentos le hubiera preguntado cómo me llamaba, probablemente no lo habría recordado, o si acaso sólo el nombre pero no el apellido. Tampoco sabía si nos volveríamos a ver, si habría más ocasión: cuando saliera de allí me perdería en una nebulosa.

No esperó a que contestara el servicio, había al menos una criada, que fue quien me contestó a mí al llegar. Se levantó y fue hasta la entrada y descolgó el telefonillo. Le oí decir ‘¿Sí?’ y después ‘Hola. Te abro’. Era alguien bien conocido, que ella esperaba o que solía pasarse a diario sobre aquella hora, no hubo el menor tono de sorpresa ni de emoción en su voz, hasta podía ser el chico de los ultramarinos que venía con un pedido. Aguardó con la puerta abierta a que el visitante recorriera el tramo de jardín que separaba el portal de la calle de la casa propiamente dicha, vivía en una especie de chalet u hotelito, de los que hay varias colonias en zonas céntricas de Madrid, no sólo en El Viso, también a espaldas de la Castellana y en Fuente del Berro y en otros sitios, milagrosamente escondidas del monstruoso tráfico y del perpetuo caos general. Me di cuenta entonces de que en realidad tampoco me había hablado de Deverne. No lo había evocado, ni había descrito su carácter o manera de ser, no había dicho cuánto echaba de menos tal o cual rasgo suyo o tal o cual costumbre común, o cómo la mortificaba que hubiera dejado de vivir -por ejemplo- alguien que disfrutaba tanto de la vida, la impresión que yo tenía respecto a él. Me percaté de que no sabía más de aquel hombre que antes de entrar. Hasta cierto punto era como si su muerte anómala hubiera oscurecido o borrado todo lo demás, eso ocurre a veces: el final de alguien es tan inesperado o tan doloroso, tan llamativo o tan prematuro o tan trágico -en ocasiones tan pintoresco o ridículo, o tan siniestro-, que resulta imposible referirse a esa persona sin que de inmediato la engulla o contamine ese final, sin que su aparatosa forma de morir tizne toda su existencia previa y en cierto modo la prive de ella, algo de lo más injusto. La muerte chillona se hace tan predominante en el conjunto de la figura que la sufrió, que cuesta mucho recordarla sin que sobre el recuerdo se cierna al instante ese dato último anulador, o pensarla de nuevo en los largos tiempos en que nadie sospechaba que pudiera ir a caerle tan abrupto o pesado telón. Todo se ve a la luz de ese desenlace, o, mejor dicho, la luz de ese desenlace es tan fuerte y cegadora que impide recuperar lo anterior y sonreír en la rememoración o el ensueño, y podría decirse que quienes así mueren mueren más profunda y cabalmente, o quizá es doblemente, en la realidad y en la memoria de los demás, porque ésta es una memoria para siempre deslumbrada por el hecho estúpido clausurador, amargada y distorsionada y también acaso envenenada.

Podía ser, asimismo, que Luisa se encontrara todavía en la fase del egoísmo extremo, esto es, que sólo fuera capaz de mirar su propia desgracia y no tanto la de Desvern, pese a la preocupación expresada por su momento postrero, el que él tuvo que comprender que era de adiós. El mundo es tan de los vivos, y tan poco en verdad de los muertos -aunque permanezcan en la tierra todos y sin duda sean muchos más-, que aquéllos tienden a pensar que la muerte de alguien querido es algo que les ha pasado a ellos más que al difunto, que es a quien de verdad le pasó. Es él quien hubo de despedirse, casi siempre contra su voluntad, es él quien se perdió cuanto estaba por venir (quien ya no vio crecer y cambiar a sus hijos, por ejemplo, en el caso de Deverne), quien tuvo que renunciar a su afán de saber o a su curiosidad, quien dejó proyectos sin cumplir y palabras sin pronunciar para las que siempre creyó que habría tiempo más tarde, quien ya no pudo asistir; es él, si era autor, quien no pudo completar un libro o una película o un cuadro o una composición, o quien no pudo terminar de leer lo primero o de ver lo segundo o de escuchar lo cuarto, si era sólo receptor. Basta con echar un vistazo a la habitación del desaparecido para darse cuenta de cuánto ha quedado interrumpido y en vacuo, de cuánto pasa en un instante a resultar inservible y sin función: sí, la novela con su señal que ya no avanzará más páginas, pero también los medicamentos que de repente se tornan lo más superfluo de todo y que pronto habrá que tirar, o la almohada y el colchón especiales sobre los que la cabeza y el cuerpo ya no van a reposar; el vaso de agua al que no dará ni un sorbo más, y el paquete de cigarrillos prohibidos al que restaban sólo tres, y los bombones que se le compraban y que nadie osará acabarse, como si hacerlo pareciera un robo o supusiera una profanación; las gafas que a nadie más servirán y las ropas expectantes que permanecerán en su armario durante días o durante años, hasta que se atreva alguien a descolgarlas, bien armado de valor; las plantas que la desaparecida cuidaba y regaba con esmero, quizá nadie querrá hacerse cargo, y la crema que se aplicaba de noche, las huellas de sus dedos suaves se verán aún en el tarro; sí querrá alguien heredar y llevarse el telescopio con el que se entretenía observando a las cigüeñas que anidaban sobre una torre a distancia, pero lo utilizará para quién sabe qué, y la ventana por la que miraba cuando hacía un alto en el trabajo se quedará sin contemplador, o lo que es decir sin visión; la agenda en la que apuntaba sus citas y sus quehaceres no recorrerá ni una hoja más, y el día último carecerá de la anotación final, la que solía significar: ‘Ya he cumplido por hoy’. Todos los objetos que hablaban se quedan mudos y sin sentido, es como si les cayera un manto que los aquieta y acalla haciéndoles creer que la noche ha llegado, o como si también ellos lamentaran la pérdida de su dueño y se retrajeran instantáneamente con una extraña conciencia de su desempleo o inutilidad, y se preguntaran a coro: ‘¿Y ahora qué hacemos aquí? Nos toca ser retirados. Ya no tenemos amo. Nos esperan el exilio o la basura. Se nos ha acabado la misión’. Tal vez todas las cosas de Desvern se hubieran sentido así meses atrás. Luisa no era una cosa. Luisa, por tanto, no.


Llegaron dos personas, aunque ella había dicho ‘Te abro’, en singular. Oí la voz de la primera, a la que había saludado, que le anunciaba a la segunda, obviamente imprevista: ‘Hola, te traigo al Profesor Rico para no dejarlo tirado en la calle. Tiene que hacer tiempo hasta la hora de cenar. Ha quedado por esta zona y no le queda margen para regresar a su hotel y volver. No te importa, ¿verdad?’. Y a continuación los presentó: ‘El Profesor Francisco Rico, Luisa Alday’. ‘Claro que no, es un honor’, oí la voz de Luisa. ‘Tengo visita, pasad, pasad. ¿Qué queréis tomar?’

La cara del Profesor Rico la conocía bien, ha salido numerosas veces en la televisión y en la prensa, con su boca muelle, su calva limpia y muy bien llevada, sus gafas un poco grandes, su elegancia negligente -algo inglesa, algo italiana-, su tono desdeñoso y su actitud entre indolente y mordaz, quizá una forma de disimular una melancolía de fondo que se le nota en la mirada, como si fuera un hombre que, sintiéndose ya pasado, deplorara tener que tratar todavía con sus contemporáneos, ignorantes y triviales en su mayoría, y al mismo tiempo lamentara anticipadamente verse obligado a dejar de tratarlos un día -tratarlos sería también un descanso-, cuando por fin su sentimiento coincidiera con la realidad. Lo primero que hizo fue rebatir lo que su acompañante había dicho:

– Mira, Díaz-Varela, yo nunca estoy tirado en la calle aunque me encuentre en la calle sin saber efectivamente qué hacer, cosa que me pasa con frecuencia, por lo demás. A menudo salgo en Sant Cugat, donde vivo -y esta aclaración nos la dirigió con sendas miradas oblicuas a Luisa y a mí, que aún no había sido presentada-, y de repente me doy cuenta de que no sé para qué he salido. O me acerco hasta Barcelona y una vez allí no recuerdo el motivo de mi desplazamiento. Entonces me quedo quieto un buen rato, no vagabundeo ni doy pasitos en el sitio, hasta que me viene a la memoria el propósito. Pues bien, ni siquiera en esas ocasiones estoy tirado en la calle, de hecho soy una de las pocas personas que saben estar en la calle inactivas y desconcertadas sin causar esa impresión. Sé perfectamente que la impresión que doy es, por el contrario, la de estar muy concentrado: como si dijéramos, siempre al borde de hacer un descubrimiento crucial o de completar en mi mente un soneto de alto nivel. Si algún conocido me divisa en esas circunstancias, ni siquiera se atreve a saludarme aunque me vea solo y quieto en mitad de la acera (nunca me apoyo en la pared, eso sí da la sensación de que a uno le han dado un plantón), por temor a interrumpir un razonamiento exigente o una honda meditación. Tampoco estoy nunca expuesto a ningún atropello, porque mi aire severo y absorto disuade a los maleantes. Perciben que soy un individuo con mis facultades intelectivas alerta y en pleno funcionamiento (a tope, en lenguaje vulgar), y no osan meterse conmigo. Notan que sería peligroso para ellos, que reaccionaría con inusitadas violencia y celeridad. He dicho.

A Luisa se le escapó una risa y creo que a mí también. Que ella pasara tan rápidamente de las angustias que me había relatado a sentirse divertida por alguien que acababa de conocer me hizo pensar de nuevo que tenía una enorme capacidad para disfrutar y -cómo decirlo- ser cotidiana o momentáneamente feliz. No hay mucha, pero hay gente así, personas que se impacientan y aburren en la desdicha y con las que ésta tiene poco futuro, aunque durante una temporada se haya cebado en ellas, a todas luces y objetivamente. Por lo que había visto de él, Desvern debía de ser también así, y se me ocurrió que, de haber muerto Luisa y haber continuado él con vida, era probable que hubiera tenido una reacción parecida a la de su mujer ahora. (‘Si él siguiera vivo, viudo, yo no estaría aquí’, pensé.) Sí, hay quienes no soportan la desgracia. No porque sean frívolos ni cabezas huecas. La padecen cuando les llega, claro está, seguramente como el que más. Pero están abocados a sacudírsela pronto y sin poner gran empeño, por una especie de incompatibilidad. Está en su naturaleza ser ligeros y risueños y no ven prestigio en el sufrimiento, a diferencia de la mayor parte de la pesada humanidad, y nuestra naturaleza nos da alcance siempre, porque casi nada la puede torcer ni quebrar. Tal vez Luisa era un mecanismo sencillo: lloraba cuando la hacían llorar y reía cuando la hacían reír, y lo uno podía seguir a lo otro sin solución de continuidad, ella respondía al estímulo que tocara. La sencillez no está reñida con la inteligencia, eso además. No me cabía duda de que ella poseía esta última. Su falta de malicia y su risa pronta no se la menoscababan en absoluto, son cosas que no dependen de ella sino del carácter, que es otra categoría y otra esfera.

El Profesor Rico vestía una bonita chaqueta de color verde nazi y llevaba la corbata algo aflojada con despreocupación, una corbata más intensa y luminosa -verde sandía, quizá- sobre una camisa marfil. Iba bien entonado sin que pareciera haber mediado estudio en la acertada combinación, pese al pañuelo verde trébol que le asomaba del bolsillo de la pechera, quizá ese era un verde de más.

– Pero te atracaron una vez aquí en Madrid, Profesor -protestó el llamado Díaz-Varela-. Hace muchos años, pero lo recuerdo muy bien. En plena Gran Vía, nada más sacar dinero de un cajero automático, ¿a que fue así?

Al Profesor no le sentó bien este recordatorio. Sacó un cigarrillo y lo encendió, como si hacerlo sin consultar fuera hoy tan normal como cuarenta años atrás. Luisa le alcanzó en seguida un cenicero, que él cogió con la otra mano. Con las dos ocupadas, abrió los brazos casi en cruz y dijo como un orador agobiado por la falacia o por la estupidez:

– Eso fue completamente distinto. No tuvo nada que ver.

– ¿Por qué? Estabas en la calle y el maleante no te respetó.

El Profesor hizo un gesto condescendiente con la mano en la que sostenía el cigarrillo, y al hacerlo se le cayó. Lo miró en el suelo con desagrado y curiosidad, como si fuera una cucaracha andante que no era de su responsabilidad, y esperara que alguien la recogiera o la matara de un pisotón y la apartara de un puntapié. Al no inclinarse nadie, echó mano de su cajetilla para sacar otro pitillo. No parecía importarle que el caído pudiera quemar la madera, debía de ser de esos hombres para los que nada es grave y que suponen siempre que otros lo pondrán todo en su sitio y arreglarán los desperfectos. No lo esperan por señoritismo ni por desconsideración, es sólo que su cabeza no registra las cosas prácticas, o el mundo a su alrededor. Los niños de Luisa se habían asomado al oír el timbre, ahora ya se habían colado en el salón para observar a las visitas. Fue el niño el que corrió a coger el cigarrillo del suelo, y antes de que lo tocara su madre se anticipó y lo apagó en el cenicero que había utilizado antes, para los suyos también sin consumir. Rico encendió el segundo y contestó. Ni él ni Díaz-Varela estaban muy dispuestos a interrumpir su discusión, tenerlos delante era como asistir a una función teatral, como si dos actores hubieran entrado en escena ya hablando e hicieran caso omiso del público de la sala, como por otra parte sería su deber.

– Primero: estaba de espaldas a la calle, es decir, en esa indigna posición a la que obligan los cajeros y que no es otra que cara a la pared, luego mi mirada disuasoria resultaba invisible para el atracador. Segundo: estaba ocupado tecleando demasiadas respuestas a demasiadas preguntas ociosas. Tercero: a la pregunta de en qué idioma quería comunicarme con la máquina, había contestado que en italiano (la costumbre de mis muchos viajes a Italia, me paso media vida allí), y estaba distraído memorizando los crasos errores ortográficos y gramaticales que aparecían en la pantalla, aquello estaba programado por un farsante con un italiano camelo. Cuarto: llevaba todo el día en danza con gente y no me había quedado más remedio que tomarme unas cuantas copas escalonadas en diferentes lugares; mi alerta no es la misma en esas circunstancias, fatigado y con una pizca de embriaguez, como no lo es la de nadie. Quinto: llegaba tarde a una cita ya tardía de por sí y lo hice todo descentrado y con aturullamiento, temía que la persona que me aguardaba impaciente se desesperara y se largara del local en el que íbamos a reencontrarnos, ya me había costado convencerla de que prolongara su noche para vernos a solas; ojo, tan sólo para departir. Sexto: por todo esto, el primerísimo aviso de que me iban a atracar fue notar, con los billetes ya en la mano pero todavía no en el bolsillo, la punta de una navaja en la región lumbar, con la que el individuo hizo presión y de hecho llegó a pinchar un poquito: cuando al final de la noche me desnudé en el hotel, tenía un punto de sangre aquí. Aquí. -Y, apartándose los faldones de la chaqueta, se tocó rápidamente en algún sitio por encima del cinturón, tan rápidamente que ninguno de los presentes, sin duda, pudo precisar cuál era ese lugar-. Quien no haya experimentado la sensación de ese leve pinchazo, ahí o en cualquier otra zona vital, con la conciencia de que no hay más que empujar para que esa punta se adentre en la carne sin oposición, no puede saber que lo único que cabe ante ella es entregar lo que se le pida a uno, lo que sea, y el sujeto se limitó a decir: ‘Venga eso p’acá’. Uno siente un hormigueo insoportable en las ingles, curiosamente, que desde allí se extiende a todo el cuerpo. Pero el origen no está donde se lo amenaza a uno, sino aquí. Aquí. -Y se señaló las dos ingles con sus dos dedos corazón, a la vez. Por fortuna no se llegó a tocar-. Ojo: no es en los huevos, es en las ingles, no tiene nada que ver, aunque la gente se confunda y por eso utilice la expresión ‘Se me pusieron aquí’, señalándose la garganta -y se la tocó con el índice y el pulgar-, porque el hormigueo se extiende hasta arriba. Bien, como sabe todo el mundo desde que la débil rueda del mundo se echó a girar, eso es una emboscada o un ataque a traición, contra los cuales, y esa es su condición, es imposible prevenirse ni casi defenderse. He dicho. ¿O quieres que siga con la enumeración? Porque no me cuesta nada seguir, por lo menos hasta diez. -Y al ver que Díaz-Varela no le respondía, pensó que la discusión quedaba zanjada por apabullamiento, miró por primera vez a su alrededor y reparó en mí, en los niños y casi en Luisa también, aunque ella ya lo había saludado. Realmente no debía de habernos visto con concreción, de otro modo se habría abstenido, yo creo, de emplear la palabra ‘huevos’, más que nada por los menores-. A ver, ¿a quién hay que conocer aquí? -añadió con desenfado.

Me di cuenta de que Díaz-Varela se había callado y puesto serio por la misma razón por la que Luisa dio tres pasos hasta el sofá y se tuvo que sentar sin antes invitar a los dos hombres a hacerlo, como si le hubieran flaqueado las piernas y no se pudiera en verdad sostener. De la risa espontánea de hacía un momento había pasado a una expresión de aflicción, la mirada enturbiada y la tez palidecida. Sí, debía de ser un mecanismo muy sencillo. Se llevó la mano a la frente y bajó los ojos, temí que fuera a llorar. El Profesor Rico no tenía por qué saber lo que le había sucedido hacía unos meses y cómo le había destrozado la vida una navaja que pinchó hasta la saciedad, quizá su amigo no se lo había contado -pero era extraño, las desgracias ajenas se cuentan casi sin querer-, o sí y él lo había olvidado: decía su fama (que es mucha) que tendía a retener tan sólo la información remota, la de los muy pasados siglos en los que era una autoridad mundial, y a oír lo reciente con mera tolerancia y desatención. Cualquier crimen, cualquier suceso medieval o del Siglo de Oro, le importaban mucho más que lo acontecido anteayer.

Díaz-Varela se acercó a Luisa con solicitud, le cogió las manos entre las suyas y le murmuró:

– Ya está, ya está, no pasa nada. Lo siento de veras. No me he dado cuenta de hacia dónde podía derivar esta tontería. -Y me pareció notarle el impulso de acariciarle la cara, como cuando se consuela a una criatura por la que se daría la vida; sin embargo lo reprimió.

Pero lo mismo que su murmullo me fue audible, también se lo fue al Profesor.

– ¿Qué pasa? ¿Qué he dicho? ¿Es por la palabra ‘huevos’? Pues muy tiquismiquis sois aquí. Podía haber utilizado una peor, al fin y al cabo ‘huevos’ es un eufemismo. Vulgar y gráfico y muy abusado, lo reconozco, pero no deja de ser un eufemismo.

– ¿Qué es tiquismiquis? ¿Qué son los huevos? -preguntó el niño, al que no había pasado inadvertido el gesto de señalarse las ingles del Profesor. Por fortuna nadie le hizo caso ni le contestó.

Luisa se recompuso en seguida y cayó en la cuenta de que no me había presentado aún. No recordaba mi apellido, en efecto, porque así como dijo los nombres completos de los dos hombres (‘El Profesor Francisco Rico; Javier Díaz-Varela’), de mí, como de los niños, sólo dijo el de pila, y luego añadió mi apodo a modo de compensación (‘Mi nueva amiga María; Miguel y yo la llamábamos la Joven Prudente cuando la veíamos casi todos los días a la hora de desayunar, pero hasta ahora no habíamos hablado’). Consideré oportuno subsanar su olvido (‘María Dolz’, precisé). Aquel Javier debía de ser el que ella había mencionado un rato antes, refiriéndose a él como a ‘uno de los mejores amigos de Miguel’. En todo caso era el hombre que yo había visto por la mañana al volante del antiguo coche de Deverne, el que había recogido a los niños en la cafetería para llevarlos presumiblemente al colegio, un poco tarde para lo habitual. No era el chófer, por tanto, como yo había creído. Acaso Luisa se había imaginado obligada a prescindir de éste, cuando alguien se queda viudo siempre reduce gastos en primera instancia, como un acto reflejo de encogimiento o de desamparo, aunque haya heredado una fortuna. No sabía en qué situación económica había quedado ella, suponía que buena, pero era posible que se sintiera en precario aunque no lo estuviera en modo alguno, el mundo entero parece tambalearse tras una muerte importante, nada se ve sólido ni firme y el deudo más afectado tiende a preguntarse: ‘Para qué esto y para qué lo otro, para qué el dinero, o un negocio y su urdimbre, para qué una casa y una biblioteca, para qué salir y trabajar y hacer proyectos, para qué tener hijos y para qué nada. Nada dura lo bastante porque todo se acaba, y una vez acabado resulta que nunca fue bastante, aunque durara cien años. A mí Miguel me ha durado sólo unos pocos, por qué habría de durar nada de lo que dejó atrás y lo sobrevive. Ni el dinero ni la casa ni yo ni los niños. Estamos todos en hueco y amenazados’. Y también hay un impulso de acabamiento: ‘Quisiera estar donde está él, y el único ámbito en el que me consta que coincidiríamos es el pasado, el no ser y sin embargo haber sido. Él ya es pasado y yo en cambio soy aún presente. Si fuera pasado, al menos me igualaría con él en eso, algo es algo, y no estaría en condiciones de echarlo de menos ni de recordarlo. Estaría a su mismo nivel en ese aspecto, o en su dimensión, o en su tiempo, y ya no permanecería en este mundo precario que nos va quitando las costumbres. Nada más se nos quita si se nos quita de en medio. Nada más se nos acaba si uno ya se ha acabado’.


Era varonil, calmado y bien parecido, aquel Javier Díaz-Varela. Aunque afeitado con esmero, se le adivinaba la barba, una sombra levemente azulada, sobre todo a la altura del mentón enérgico, como de héroe de tebeo (según el ángulo y como le diera la luz, se le veía o no partido). Tenía pelo en el pecho, le asomaba un poco por la camisa con el botón superior abierto, no llevaba corbata, Desvern siempre la llevaba, su amigo era algo más joven. Las facciones eran delicadas, con ojos rasgados de expresión miope o soñadora, pestañas bastante largas y una boca carnosa y firme muy bien dibujada, tanto que sus labios parecían los de una mujer trasplantados a una cara de hombre, era muy difícil no fijarse en ellos, quiero decir apartarles la vista, eran como un imán para la mirada, tanto cuando hablaban como cuando estaban callados. Daban ganas de besárselos, o de tocárselos, de bordear con el dedo sus líneas tan bien trazadas, como si se las hubiera hecho un pincel fino, y luego de palpar con la yema lo rojo, a la vez prieto y mullido. Parecía además discreto, dejaba que el Profesor Rico perorara a sus anchas sin tratar de hacerle la menor sombra (tampoco debía de resultar eso factible, hacerle sombra). Sin duda tenía sentido del humor, porque había sabido seguirle la corriente y hacerle de contrapunto con eficacia, dándole pie a lucirse ante desconocidos o más bien desconocidas, se notaba en seguida que el Profesor era hombre coqueto, de los que tiran tejos teóricos a las mujeres en casi cualquier circunstancia. Por teóricos quiero decir que carecen de verdadero propósito, que no van destinados a conquistar a nadie de veras o en serio (no a mí ni a Luisa, en todo caso), sino a suscitar curiosidad por su persona, o a deslumbrar si es posible, aunque no se vaya a volver a ver nunca a los deslumbrados. Díaz-Varela se divertía con su pueril pavoneo y le permitía espaciarse o lo incitaba a ello, como si no temiera la competencia o tuviera un objetivo tan definido, y tan ansiado, que no le cupiera duda de que antes o después iba a lograrlo, por encima de cualquier eventualidad o amenaza.

No estuve allí mucho más rato, no pintaba nada en medio de aquella reunión, improvisada en lo que respectaba a Rico y probablemente consuetudinaria en lo tocante a Díaz-Varela, daba la impresión de ser una presencia habitual o casi continua en aquella casa o en aquella vida, la de Luisa viuda. Era la segunda vez que aparecía en un solo día, que yo supiera, y eso debía de ocurrir casi todos, porque al llegar con Rico los niños lo habían saludado con excesiva naturalidad rayana en la indiferencia, como si su visita al atardecer (un ‘dejarse caer’) fuera algo descontado. Claro que también lo habían visto aquella mañana, y los tres habían hecho juntos un breve recorrido en coche. Era como si él estuviera más al tanto de Luisa que nadie, más que su familia, sabía que por lo menos tenía un hermano, lo había mencionado en la misma frase que a Javier y a un abogado. Como a eso, como a un hermano sobrevenido o postizo, me pareció que lo veía Luisa, alguien que va y viene y entra y sale, alguien que echa una mano con los críos o con cualquier otra cosa cuando surge un imprevisto, con quien se puede contar en casi cualquier ocasión y sin preguntarle antes y a quien se solicita consejo ante las vacilaciones como en un acto reflejo, que hace compañía sin que se lo note apenas, ni a él ni su compañía, que se presta y se ofrece siempre espontánea y gratuitamente, alguien que no necesita llamar para presentarse, y que de manera paulatina, inadvertida, acaba por compartir todo el territorio y por hacerse imprescindible. Alguien que está ahí sin que se le haga demasiado caso, y a quien se echa indeciblemente de menos si se retira o desaparece. Esto último podía suceder con Díaz-Varela en cualquier instante, porque no era un hermano incondicional y devoto que nunca va a apartarse del todo, sino un amigo del marido muerto y la amistad no se transfiere. Si acaso se usurpa. Tal vez era uno de esos amigos del alma a los que en un momento de debilidad o de premonición oscura se les pide o encomienda algo:

‘Si alguna vez me ocurriese una desgracia y ya no estuviera’, podría haberle dicho Deverne un día, ‘cuento contigo para que te ocupes de Luisa y los niños.’

‘¿Qué quieres decir? ¿A qué te refieres? ¿Te pasa algo? ¿A qué viene esto? No te estará pasando nada, ¿verdad?’, le habría contestado Díaz-Varela con inquietud y sobresalto.

‘No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso. Es sólo que quienes pensamos en la muerte, y nos paramos a observar el efecto que produce en los vivos, no podemos evitar preguntarnos de vez en cuando qué ocurriría tras la nuestra, en qué situación se quedarían las personas para las que significamos mucho, hasta dónde las afectaría. No hablo de la situación económica, eso está arreglado más o menos, sino del resto. Yo me imagino que los niños lo pasarían mal una temporada, y que a Carolina mi recuerdo le duraría toda la vida, cada vez más vago y difuso, y que por eso mismo sería capaz de idealizarme, porque uno puede hacer lo que quiera con lo vago y difuso y manipularlo a su antojo, convertirlo en el paraíso perdido, en el tiempo feliz en que todo estaba en su sitio y no faltaban nada ni nadie. Pero en fin, es demasiado pequeña para no zafarse de eso algún día, tirar adelante con su vida y crearse mil ilusiones, las que a cada edad le toquen. Sería una chica normal, con una ocasional estela de melancolía. Tendería a refugiarse en mi recuerdo cada vez que tuviera un disgusto o le salieran mal las cosas, pero eso lo hacemos todos en mayor o menor grado, buscarnos algún refugio en lo que existió y ya no existe. En todo caso la ayudaría que alguien real y vivo ocupara mi lugar, en la medida de lo posible, alguien que contestara. Tener cerca una figura paterna, a la que viera con frecuencia y ya estuviera acostumbrada. No veo a nadie más capacitado que tú para desempeñar ese papel sustitutorio. Nicolás me preocuparía menos: por fuerza me olvidaría, es muy niño. Pero también le vendría bien que tú anduvieras al quite de sus problemas, su carácter le traerá unos cuantos, bastantes. Pero sería Luisa la más desconcertada y desamparada. Claro que podría volver a casarse, sin embargo no lo veo muy factible, y desde luego no pronto, y cuanto menos joven fuera más difícil se le haría. Me imagino que sobre todo, pasada la desesperación inicial, pasado el duelo, y esas dos cosas duran mucho, sumadas, le daría una pereza infinita todo el proceso. Ya sabes: conocer a alguien nuevo, contarle la propia vida aunque sea a grandes rasgos, dejarse cortejar o ponerse a tiro, estimular, mostrar interés, enseñar la mejor cara, explicar cómo es uno, escuchar cómo es el otro, vencer recelos, habituarse a alguien y que ese alguien se habitúe a uno, pasar por alto lo que desagrada. Todo eso la aburriría, y a quién no, si bien se mira. Dar un paso, y luego otro, y otro. Es muy cansado y tiene inevitablemente algo de repetitivo y ya probado, para mí no lo quisiera a mis años. Parece que no, pero son muchos pasos hasta volver a asentarse. Me cuesta figurármela con una mínima curiosidad o ilusión, ella no es inquieta ni descontentadiza. Quiero decir que, si lo fuera, al cabo de un tiempo de haberme perdido podría empezar a ver alguna ventaja o compensación a la pérdida. Sin reconocérsela, claro, pero la vería. Poner fin a una historia y regresar a un principio, al que sea, si se ve uno obligado, a la larga no resulta amargo. Aunque estuviera uno contento con lo que se ha acabado. Yo he visto a viudos y viudas desconsolados que durante mucho tiempo han creído que jamás levantarían cabeza de nuevo. Sin embargo luego, cuando por fin se han rehecho y han encontrado otra pareja, tienen la sensación de que esta última es la verdadera y la buena y se alegran íntimamente de que la antigua desapareciera, de que dejara el campo libre para lo que ahora han construido. Es la horrible fuerza del presente, que aplasta más el pasado cuanto más lo distancia, y además lo falsea sin que el pasado pueda abrir la boca, protestar ni contradecirlo ni refutarle nada. Y no hablemos ya de esos maridos o mujeres que no se atreven a abandonar al cónyuge, o que no saben cómo hacerlo, o que temen causarle demasiado daño: esos desean secretamente que el otro se muera, prefieren su muerte antes que afrontar el problema y ponerle razonable remedio. Es absurdo, pero así es: en el fondo no es que no le deseen ningún mal y traten de preservarlo de todos con su sacrificio personal y su esforzado silencio (porque de hecho se lo desean con tal de perderlo de vista, y además el mayor e irreversible), sino que no están dispuestos a ocasionárselo ellos, quieren no sentirse responsables de la infelicidad de nadie, ni siquiera de la de quienes los atormentan con su mera existencia cercana, con el vínculo que los ata y que podrían cortar si fueran valientes. Pero, como no lo son, fantasean o sueñan con algo tan radical como la muerte del otro. “Sería una solución fácil y un enorme alivio”, piensan, “yo no tendría nada que ver en ello, no le causaría dolor ni tristeza alguna, él no sufriría por mi culpa, o ella, sería un accidente, una enfermedad veloz, una desgracia en los que yo no tendría arte ni parte; al contrario, yo sería una víctima a los ojos del mundo y también a los míos, pero una víctima beneficiada. Y sería libre.” Pero Luisa no es de estos. Está plenamente instalada, aposentada en nuestro matrimonio, y no concibe otra forma de vida que la que eligió y ya tiene. Tan sólo ansía más de lo mismo, sin ningún cambio. Un día tras otro idénticos, sin quitar ni añadir nada. Tanto es así que ni siquiera se le pasará por la cabeza nunca lo que a mí sí se me pasa, es decir, mi posible muerte o la suya, para ella eso no está en el horizonte, no cabe. Bueno, la suya para mí tampoco, me cuesta mucho más planteármela y no la considero apenas. Pero la mía sí, de vez en cuando, me vienen rachas, a cada uno le toca bregar con su vulnerabilidad y no con la de los otros, por muy queridos que sean. No sé, no sé cómo decirte, hay temporadas en que veo el mundo sin mí muy fácilmente. Así que si algo me pasara un día, Javier, si me sucediera algo definitivo, ella ha de tenerte a ti como repuesto. Sí, la palabra es pragmática e innoble, pero es la adecuada. Entiéndeme bien, no te asustes. No te pido que te cases con ella ni nada por el estilo, evidentemente. Tú tienes tu vida de soltero y tus muchas mujeres a las que no ibas a renunciar por nada, menos aún por hacerle un favor póstumo a un amigo que ya no iba a pedirte cuentas ni podría echarte nada en cara, estaría bien callado en el pasado que no protesta. Pero, por favor, mantente cerca de ella si yo alguna vez falto. No te retraigas por mi ausencia sino todo lo contrario: hazle compañía, dale apoyo y conversación y consuelo, ve a verla un rato a diario y llámala cuanto puedas sin necesidad de pretextos, como algo natural y que pertenece a su día. Sé una especie de marido sin serlo, una prolongación de mí. No creo que Luisa saliera adelante sin una referencia cotidiana, sin alguien a quien hacer partícipe de sus pensamientos y a quien contarle su jornada, sin un sucedáneo de lo que tiene ahora conmigo, al menos en algún aspecto. A ti te conoce desde hace tiempo, contigo no tendría que vencer sus resistencias como con cualquier desconocido. Hasta podrías contarle tus aventuras y entretenerla con ellas, permitirle vivir vicariamente lo que le parecería imposible volver a vivir nunca por su cuenta. Sé que es mucho lo que te pido y que para ti no habría grandes ventajas, casi tan sólo una carga. Pero también Luisa podría sustituirme a mí en parte, ser a su vez una prolongación de mí, en lo que a ti respecta. Uno siempre se prolonga en los más cercanos, y éstos se reconocen y juntan a través del muerto, como si su pasado contacto con él los hiciera pertenecer a una hermandad o a una casta. Digamos que no me perderías del todo, que me conservarías un poco en ella. Tú estás muy rodeado de tus variadas mujeres, pero tampoco tienes tantos amigos. No te creas que no me echarías de menos. Y ella y yo tenemos el mismo sentido del humor, por ejemplo. Son muchos años de gastarnos bromas a diario.’

Díaz-Varela se habría echado a reír, probablemente, por rebajar el ominoso tono de su amigo y también porque su petición le habría hecho algo de gracia involuntaria, de tan extravagante e inesperada.

‘¿Me estás pidiendo que te sustituya si te mueres’, le habría contestado, a mitad de camino entre la afirmación y la pregunta. ‘Que me convierta en un falso marido de Luisa y en un padre a cierta distancia? No sé cómo se te ha ocurrido eso, quiero decir que tú puedas faltar de sus vidas pronto, si estás bien de salud, como dices, y no hay motivo real para temer que te pase nada. ¿Estás seguro de que no te pasa nada? No tienes ninguna enfermedad. No estás metido en ningún lío del que yo no estoy enterado. No te has cargado de deudas insaldables o que ya no se pueden pagar con dinero. Nadie te ha amenazado. No estás pensando en desaparecer por tu cuenta, en largarte.’

‘No. De verdad. No te oculto nada. Es sólo lo que te he dicho, que a veces me da por imaginarme el mundo sin mí y me entran miedos. Por los niños y por Luisa, por nadie más, descuida, no me tengo por importante. Sólo quiero estar seguro de que te encargarías de ellos, al menos en los primeros tiempos. De que tendrían lo más parecido a mí posible para apoyarse. Te guste o no, lo sepas o no, tú eres lo más parecido a mí posible. Aunque sólo sea por el largo trato.’

Díaz-Varela se habría quedado pensativo un momento, luego quizá habría sido semisincero, a buen seguro no del todo:

‘Pero ¿tú te das cuenta de a lo que me arrojarías? ¿Te das cuenta de lo difícil que es convertirse en un falso marido sin pasar a serlo real a la larga? En una situación como la que has descrito, es muy fácil que la viuda y el soltero pronto se crean más de lo que son, y con derechos. Pon a una persona en la cotidianidad de alguien, haz que se sienta responsable y protector y que al otro se le haga imprescindible, y verás cómo terminan. Siempre que sean medianamente atractivos y no haya un abismo de edad entre ellos. Luisa es muy atractiva, no te descubro nada, y yo no puedo quejarme de cómo me ha ido con las mujeres. No creo que me case nunca, no es eso. Pero si tú te murieras un día y yo fuera a diario a tu casa, sería dificilísimo que no pasara lo que no debería pasar nunca mientras tú estuvieras vivo. ¿Querrías morirte sabiendo eso? Aún es más: ¿propiciándolo y procurándolo, empujándonos a ello?’

Desvern se habría quedado callado unos segundos, cavilando, como si antes de formular su petición no hubiera tenido en cuenta aquel punto de vista. Luego se habría reído un poco paternalistamente y habría dicho:

‘Eres incorregible en tu vanidad, en tu optimismo. Por eso serías tan buen asidero, tan buen soporte. No creo que eso ocurriese. Precisamente porque eres demasiado familiar para ella, como un primo al que le sería imposible mirar con otros ojos’, aquí habría vacilado un instante o lo habría fingido, ‘que los míos. Su visión de ti viene de mí, es heredada, está viciada. Eres un viejo amigo de su marido, del que me ha oído hablar muchas veces, ya puedes imaginártelo, con tanto afecto como guasa. Antes de que Luisa te conociera, yo ya le había contado cómo eras, le había pintado tu cuadro. Te ha visto siempre a esa luz y con esos rasgos, ya no puede cambiarlos, tenía una acabada imagen de ti antes de presentaros. Y bueno, no te oculto que nos hacen reír tus líos y, cómo llamarlo, tu ufanía. Me temo que no eres alguien a quien ella pudiera tomar en serio. Estoy seguro de que no te molesta que te lo diga. Es una de tus virtudes, y además lo que siempre has buscado, no ser tomado muy en serio. No irás a negármelo ahora.’

Díaz-Varela se habría sentido molesto, probablemente, pero lo habría disimulado. A nadie le agrada que le anuncien que no tiene posibilidades con alguien, aunque ese alguien no le interese ni se haya planteado conquistarlo. Muchas seducciones se han llevado a cabo, o por lo menos se han iniciado, por despecho o desafío, sólo por eso, por una apuesta o para refutar un aserto. El interés viene luego. Suele venir en esas ocasiones, lo suscitan las maniobras y el propio empeño. Pero no está al principio, o en todo caso no está antes de la disuasión o reto. Tal vez Díaz-Varela deseó en aquel momento que Deverne se muriera para demostrarle que Luisa sí podía tomarlo a él en serio cuando ya no hubiera mediadores. Claro que ¿cómo se le demuestra algo a un muerto? ¿Cómo se obtiene su rectificación, su reconocimiento? Nunca nos dan la razón que necesitamos, y sólo cabe pensar: ‘Si ese muerto levantara la cabeza’. Pero ninguno la levanta. Se lo demostraría a Luisa, en quien Desvern se prolongaría o seguiría viviendo durante un tiempo, eso había dicho su marido. Quizá fuera así, quizá estuviera en lo cierto. Hasta que él lo barriese. Hasta que borrase su recuerdo y su rastro y lo suplantase.

‘No, no voy a negártelo, y claro que no me molesta. Pero las maneras de mirar cambian mucho, sobre todo si quien ha pintado el retrato ya no puede seguir retocándolo y el retrato queda en manos del retratado. Éste puede corregir y desmentir todos los trazos, uno a uno, y dejar como un embustero al primer artista. O como un equivocado, o como un mal artista, superficial y sin perspicacia. “Qué idea tan errada me habían inducido a tener”, puede pensar quien lo contemplaba. “Este hombre no es como me lo habían descrito, sino que tiene peso, y pasión, y entidad, y fundamento.” Eso pasa a diario, Miguel, continuamente. La gente empieza viendo una cosa y acaba viendo la contraria. Empieza amando y acaba odiando, o sintiendo indiferencia y después adorando. Nunca logramos estar seguros de qué va a sernos vital ni de a quién vamos a dar importancia. Nuestras convicciones son pasajeras y endebles, hasta las que consideramos más fuertes. También nuestros sentimientos. No deberíamos fiarnos.’

Deverne habría captado algo del orgullo herido, lo habría pasado por alto.

‘Aun así’, habría dicho. ‘Si yo no creo que eso pueda ocurrir, qué más daría si finalmente ocurriese después de mi muerte. Yo no me enteraría. Y me habría muerto convencido de la imposibilidad de tal vínculo entre tú y ella, lo que uno prevé es lo que cuenta, lo que uno ve y vive en el último instante es el final de la historia, el final del cuento propio. Uno sabe que todo continuará sin uno, que nada se para porque uno desaparezca. Pero ese después no le concierne. Lo crucial es que se para uno, y en consecuencia se detiene todo, el mundo es definitivamente como es en el momento de la terminación de quien termina, aunque no sea así de hecho. Pero ese “de hecho” ya no importa. Es el único instante en el que ya no hay futuro, en el que el presente se nos aparece como inalterable y eterno, porque ya no asistiremos a ningún hecho más ni a ningún cambio. Ha habido gente que ha intentado adelantar la publicación de un libro para que su padre llegara a verlo impreso y se despidiera con la idea de que su hijo era un escritor cumplido, qué más daba que luego no volviera a redactar ni una línea. Ha habido tentativas desesperadas de reconciliar momentáneamente a dos personas para que un agonizante creyese que habían hecho las paces y que todo estaba arreglado y en orden, qué importaba que los enemistados volvieran a tirarse los trastos a la cabeza a los dos días del fallecimiento, lo que contaba era lo que quedaba o había justo antes de esa muerte. Ha habido quien ha fingido perdonar a un moribundo para que éste se fuera en paz, o más tranquilo, qué más daba que a la mañana siguiente el perdonador le desease en su fuero interno que se pudriera en el infierno. Ha habido quienes han mentido como locos ante el lecho de la mujer o el marido y los han convencido de que jamás les fueron infieles y de que los quisieron sin fisuras y con constancia, qué importaba que al cabo de un mes ya estuvieran conviviendo con sus veteranos amantes. Lo único verdadero, y además definitivo, es lo que el que va a morir ve o cree inmediatamente antes de su marcha, porque para él no hay más historia. Hay un abismo entre lo que creyó Mussolini, que fue ejecutado por sus enemigos, y lo que creyó Franco en su cama, rodeado de sus seres queridos y adorado por sus compatriotas, digan lo que digan ahora los muy hipócritas. Yo le oí contar a mi padre que Franco tenía en su despacho una fotografía de Mussolini colgado boca abajo como un cerdo en la gasolinera de Milán a la que lo llevaron para exhibir y escarnecer su cadáver y el de su amante Clara Petacci, y que a algunas visitas que se quedaban mirándola sobrecogidas o desconcertadas les decía: “Sí, vea: yo nunca saldré así”. Y tuvo razón, ya procuró que así fuera. Él murió feliz sin duda, dentro de lo que cabe, en la idea de que todo continuaría como había dictaminado. Muchos se consuelan de esta gran injusticia, o de su rabia, pensando luego: “Si levantara la cabeza”, o “Tal como han ido las cosas, debe de estar revolviéndose en su tumba”, sin aceptar del todo que nadie levanta la cabeza nunca ni se revuelve en su tumba ni se entera de lo que pasa en cuanto expira. Es como pensar que a quien aún no ha nacido le pudiera importar lo que sucede en el mundo, más o menos. A quien todavía no existe le es todo tan indiferente, por fuerza, como al que ya se ha muerto. Ninguno de los dos es nada, ninguno posee conciencia, el primero no puede ni presentir su vida, el segundo no está capacitado para recordarla, como si no la hubiera tenido. Están en el mismo plano, es decir, no están ni saben, aunque nos cueste admitirlo. Qué me importaría a mí lo que ocurriese una vez que me hubiera ido. Sólo me cuenta lo que ahora creo y preveo. Creo que a mis hijos les iría mejor si tú estuvieras cerca de ellos, en mi ausencia. Preveo que Luisa se recuperaría antes y sufriría un poco menos si te tuviera a mano como amigo. Yo no me puedo adentrar en las conjeturas ajenas, aunque sean tuyas o aunque fueran de Luisa, sólo me cabe atender a las mías y no os puedo imaginar de otra manera. Así que sigo pidiéndote que, si me pasa algo malo, me des tu palabra de que te encargarás de ellos.’

Díaz-Varela, acaso, aún le habría discutido algo:

‘Sí, tienes razón en parte. No en una cosa, sin embargo: no es lo mismo no haber nacido que haber muerto, porque el que muere deja rastro y lo sabe. Sabe que ya no se enterará de nada pero que va a dejar huella y recuerdo. Que será echado de menos, tú mismo lo estás diciendo, y que las personas que lo conocieron no actuarán como si no hubiera existido. Habrá quien se sienta culpable respecto a él, quien deseará haberlo tratado mejor en vida, quien llorará por él y no comprenderá que no responda, quien se desesperará por su ausencia. A nadie le cuesta recuperarse de la pérdida de quien no ha nacido, si acaso a la madre que sufre un aborto, se le hace difícil abandonar la esperanza y se pregunta de vez en cuando por el niño que podría haber sido. Pero en realidad no hay ahí pérdida de ninguna clase, no hay vacío ni hay hechos pasados. En cambio quien ha vivido y ha muerto no desaparece del todo, durante un par de generaciones al menos; hay constancia de sus actos y al morir él está al tanto de eso. Sabe que ya no va a ver ni a averiguar nada más, que a partir de ese momento quedará en la ignorancia y que el final de la historia es el que es en ese instante. Pero tú mismo te estás preocupando por lo que les aguardaría a tu mujer y a tus hijos, te has ocupado de poner en orden los asuntos financieros, eres consciente del hueco que dejarías y me estás pidiendo que lo llene, que te sustituya hasta cierto punto si faltas. Nada de eso estaría en la mano de un nonato.’

‘Claro que no’, habría respondido Desvern, ‘pero todo esto lo hago vivo, lo hace un vivo, que no tiene nada que ver con un muerto, aunque normalmente creamos que son la misma persona y así se diga. Cuando esté muerto no seré ni persona, y no podré arreglar ni pedir nada, ni ser consciente de nada, ni preocuparme. Tampoco nada de eso estaría en la mano de un muerto, es en eso en lo que se parece a un no nacido. No estoy hablando de los otros, de los que nos sobreviven y evocan y todavía están en el tiempo, ni de mí mismo ahora, del que aún no se ha ido. Ese hace cosas, por supuesto, y las piensa, nada más faltaría; maquina, toma medidas y decisiones, trata de influir, tiene deseos, es vulnerable y también puede hacer daño. Estoy hablando de mí mismo muerto, veo que se te hace más difícil que a mí imaginarme. Pues no debes confundirnos, a mí vivo y a mí muerto. El primero te pide algo que el segundo no podrá reclamarte ni recordarte ni saber si cumples. Qué te cuesta darme tu palabra, entonces. Nada te impide faltar a ella, te sale gratis.’

Díaz-Varela se habría pasado una mano por la frente y se habría quedado mirándolo con extrañeza y un poco de hartazgo, como si saliera de una ensoñación o de un sopor provocado. Salía en todo caso de una conversación inesperada, impropia y de mal agüero.

‘Tienes mi palabra de honor, lo que tú digas, cuenta con ella’, le habría dicho. ‘Pero haz el favor de no volver a joderme en la vida con historias de estas, me has dejado mal cuerpo. Anda, vámonos a tomar una copa y a hablar de cosas menos macabras.’

– Pero qué porquería de edición es esta -oí que mascullaba el Profesor Rico sacando un volumen de un estante, había estado miroteando los libros como si en la habitación no hubiera nadie. Vi que era una edición del Quijote que cogía con las puntas de los dedos, como si le diera grima-. Cómo se puede tener esta edición, existiendo la mía. Es pura necedad intuitiva, no hay método ni ciencia en ella, y ni siquiera es ocurrente, copia mucho. Y encima en casa de una profesora universitaria, para mayor inri, si mal no he entendido. Así anda la Universidad madrileña -añadió mirando con reprobación a Luisa.

Ella se echó a reír de buena gana. Pese a ser la destinataria de la reprimenda, la salida de tono le había hecho gracia. Díaz-Varela se rió también, quizá por mimetismo o por coba -para él no podía haber sorpresa en la impertinencia de Rico ni en las confianzas que se tomaba-, e intentó tirarle de la lengua, posiblemente para ver si se reía más Luisa y se arrancaba de su momento sombrío. Pero pareció espontáneo. Resultaba encantador y fingir se le daba, si fingía.

– Bueno, no me dirás que el encargado de esa edición no es una autoridad respetada, bastante más que tú en algunos círculos -le dijo a Rico.

– Bah, respetada por los ignorantes y los eunucos, que en este país casi ni caben, y en los Círculos de la Amistad de los pueblos más tirados y más holgazanes -respondió el Profesor. Abrió el volumen por una página al azar, le echó una ojeada displicente y rápida y clavó el índice en un renglón, como impulsado por un mazazo-. Aquí ya hay un error de bulto. -A continuación lo cerró como si no hubiera más que mirar-. Se lo restregaré en un artículo. -Levantó la vista con aire triunfal, sonrió de oreja a oreja (una sonrisa enorme, se la permitía su boca flexible) y añadió-: Y además, me tiene envidia.

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