IV

Esa fue la última vez que vi a solas a Díaz-Varela, como me imaginaba, y pasó bastante tiempo hasta que volví a encontrarme con él, en compañía y por casualidad. Pero durante casi todo ese tiempo rondó mis días y mis noches, al principio con intensidad, luego se demoró pálidamente, ‘palely loitering’, como dice un medio verso de Keats. Supongo que él pensaba que no teníamos más que hablar, debió de quedarse con la sensación de que había cumplido de sobra con la inesperada tarea de darme unas explicaciones que sin duda había previsto no tener que dar a nadie jamás. Había sido imprudente con la Joven Prudente (ya no soy ni era tan joven, por lo demás), y no le había quedado más remedio que contarme su siniestra o lóbrega historia, según la versión. Después de eso no hacía falta mantener más contacto conmigo, exponerse a mis suspicacias, a mis miradas, a mis evasivas, a mis silenciosos juicios, tampoco yo habría querido someterlo a ellos, nos habría envuelto una atmósfera de taciturnidad y malestar. Él no me buscó ni lo busqué yo a él. Había habido una despedida implícita, se había llegado a un final que ninguna atracción física mutua ni ningún sentimiento no mutuo bastaban para retrasar.

Al día siguiente, pese a su fatiga, debió de sentir que se había quitado un peso de encima, o que si lo había sustituido por otro -yo ahora sabía más, había asistido a una confesión-, éste era mucho menor -resultaba aún más improbable que antes que yo acudiera a nadie con mi siempre indemostrable saber-. En todo caso me traspasó uno a mí: peor que la grave sospecha y las conjeturas quizá apresuradas e injustas, era conocer dos versiones y no saber con cuál quedarme, o más bien saber que me tenía que quedar con las dos y que ambas convivirían en mi memoria hasta que ésta las desalojara, cansada de la repetición. Cuanto a uno se le cuenta se le queda incorporado y pasa a formar parte de su conciencia, incluso si no lo cree o le consta que jamás ha sucedido y que solamente es invención, como las novelas y las películas, como la remota historia de nuestro Coronel Chabert. Y aunque Díaz-Varela había observado el viejo precepto de relatar en último lugar lo que debía figurar como verdadero, y en primero lo que se debía entender como falso, lo cierto es que esa regla no basta para borrar lo inicial o anterior. Uno lo ha oído también, y aunque momentáneamente se vea negado por lo que viene después, ya que esto lo contradice y desmiente, su recuerdo perdura, y sobre todo perdura el recuerdo de nuestra propia credulidad mientras lo escuchábamos, cuando todavía ignorábamos que lo seguiría un mentís y lo tomábamos por la verdad. Cuanto ha sido dicho se recupera y resuena, si no en la vigilia sí en la duermevela y los sueños, donde el orden no importa, y siempre permanece agitándose y latiendo como si fuera un enterrado vivo o un muerto que reaparece porque en realidad no murió, ni en Eylau ni en el camino de vuelta ni colgado de un árbol ni en ningún otro lugar. Lo dicho nos acecha y revisita a veces como los fantasmas, y entonces siempre nos parece que fue insuficiente, que la más larga conversación fue muy corta y la más cabal explicación tuvo lagunas; que debimos preguntar mucho más y prestar más atención, y fijarnos en lo que no fue verbal, que engaña un poco menos que lo que sí lo es.

Se me pasó por la cabeza, ya lo creo, la posibilidad de buscar e ir a ver a aquel Doctor Vidal, Vidal Secanell, con el segundo apellido no había pérdida. Incluso descubrí en Internet que trabajaba en un sitio llamado Unidad Médica Angloamericana, un nombre curioso, con sede en la calle Conde de Aranda, en el barrio de Salamanca, me habría sido fácil solicitarle hora y pedirle que me auscultara y me hiciera un electrocardiograma, quién no se preocupa por su corazón. Pero mi espíritu no es detectivesco, o no lo es mi actitud, y sobre todo me pareció un movimiento tan arriesgado como inútil: si Díaz-Varela no había tenido inconveniente en proporcionarme sus datos, era seguro que aquel médico me corroboraría su versión, tanto si era cierta como si no. Tal vez aquel Doctor Vidal era antiguo compañero suyo y no de Desvern, tal vez estaba avisado de lo que debía responderme si yo me presentaba y lo interrogaba; siempre podría negarme el acceso a un historial que quizá jamás había existido, en esas cuestiones manda la confidencialidad, y al fin y al cabo quién era yo; tendría que haber ido con Luisa para que se lo exigiera, y ella no estaba al tanto de nada ni albergaba la menor sospecha, cómo iba yo a abrirle los ojos de pronto, eso implicaba tomar varias decisiones y asumir una enorme responsabilidad, la de revelarle a alguien lo que acaso no quisiera saber, y nunca se sabe lo que alguien no quiere saber hasta que ya se le ha hecho la revelación, y entonces el posible mal no tiene remedio y es tarde para retirarla, para echarla atrás. Aquel Vidal podía ser un colaborador más, deberle a Díaz-Varela favores enormes, formar parte de la conspiración. O ni siquiera hacía falta. Habían transcurrido dos semanas desde que yo había espiado la conversación con Ruibérriz; Díaz-Varela había dispuesto de muchos días para concebir y preparar un relato que me neutralizara o apaciguara, por así decir; podía haberle preguntado a aquel cardiólogo, con cualquier pretexto (los novelistas de la editorial, con el engreído Garay Fontina a la cabeza, hacían esa clase de consultas a todo tipo de profesionales sin cesar), qué enfermedad dolorosa, desagradable y mortal justificaría con verosimilitud que un hombre prefiriese matarse o le suplicara a un amigo que lo quitara de en medio, al no atreverse él. Podía ser honrado e ingenuo, aquel Vidal, y haberle dado su información de buena fe; y Díaz-Varela habría contado con que yo no iría nunca a visitarlo, aunque estuviera tentada, como así fue (así fue que me tentó y que no fui). Pensé que me conocía mejor de lo que yo suponía, que durante nuestro tiempo juntos había estado menos distraído de lo que aparentaba y me había estudiado con aplicación, y ese pensamiento me halagó un poco, estúpidamente, o eran los vestigios de mi enamoramiento; éstos jamás terminan de golpe, ni se convierten instantáneamente en odio, desprecio, vergüenza o mero estupor, hay una larga travesía hasta llegar a esos sentimientos sustitutorios posibles, hay un accidentado periodo de intrusiones y mezcla, de hibridez y contaminación, y el enamoramiento nunca acaba del todo mientras no se pase por la indiferencia, o más bien por el hastío, mientras uno no piense: ‘Qué superfluo regresar al pasado, qué pereza la idea de volver a ver a Javier. Qué pereza me da incluso acordarme de él. Fuera de mi mente aquel tiempo, lo inexplicable, un mal sueño. No resulta tan difícil, puesto que ya no soy la que fui. La única pega es que, aunque ya no lo sea, en muchos momentos no consigo olvidarme de eso que fui, y entonces, simplemente, mi nombre me es desagradable y quisiera no ser yo. En todo caso un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador. Pero este ya no lo es, ya no lo es’.

Pensamientos parecidos me tardaron en llegar, como era de esperar y es natural. Y no pude evitar darle mil vueltas (o eran sólo diez, que se repetían) a lo que Díaz-Varela me había contado, a sus dos versiones si es que eran dos, y preguntarme por detalles que no me habían sido aclarados en una o en otra, no hay historia sin puntos ciegos ni contradicciones ni sombras ni fallos, lo mismo las reales que las inventadas, y en ese aspecto -el de la oscuridad que circunda y envuelve a cualquier narración-, no importaba nada cuál fuera cuál.

Volví a consultar las noticias que había leído en Internet sobre la muerte de Deverne, y en una de ellas encontré las frases que me rondaban la memoria: ‘La autopsia del cadáver del empresario ha revelado que la víctima recibió dieciséis navajazos de su asesino. Todas las puñaladas afectaron a órganos vitales. Además, cinco de ellas eran, según dedujo el forense, mortales’. No entendía bien la diferencia existente entre una herida mortal y otra que afectara a órganos vitales. A primera vista, para un profano, ambas parecían la misma cosa. Pero eso era secundario en mi desazón: si había intervenido un forense y éste había redactado un informe; si había habido una autopsia, como debe de ser preceptivo en toda muerte violenta o al menos en todo homicidio, ¿cómo era posible que no se hubiera descubierto en ella una ‘metástasis generalizada en todo el organismo’, según había dicho Díaz-Varela que le había diagnosticado el internista a Desvern? Aquella tarde no se me había ocurrido preguntarle a Díaz-Varela, no había caído en la cuenta, y ahora ya no quería o no podía llamarlo, menos aún para eso, habría recelado, se habría puesto en guardia o se habría hartado, quizá habría pensado en otras medidas para neutralizarme, al comprobar que no me había apaciguado con sus explicaciones o su representación. Podía entender que los periódicos no se hubieran hecho eco de eso, o que el dato ni siquiera se les hubiera comunicado, al no tener relación con el suceso, pero me parecía más extraño que no se hubiera informado a Luisa de una circunstancia así. Cuando yo había hablado con ella era obvio que lo ignoraba todo respecto a la enfermedad de Deverne, tal como él había querido, siempre según su amigo y verdugo indirecto, o ‘en origen’. También podía imaginarme la respuesta de éste, si hubiera tenido oportunidad de preguntarle: ‘¿Tú te crees que un forense que examina a un tipo al que le han dado dieciséis puñaladas se va a molestar en mirar más, en indagar el previo estado de salud de la víctima? Es posible que ni siquiera la abrieran y que por tanto ni se enteraran; que ni siquiera hubiera autopsia propiamente dicha y se rellenara el informe con los ojos cerrados: estaba muy claro de qué había muerto Miguel’. Y tal vez habría tenido razón: al fin y al cabo esa había sido la actitud de dos cirujanos negligentes, dos siglos atrás, pese a haberles hecho su encargo el mismísimo Napoleón: sabiendo lo que sabían, ni se molestaron en tomarle el pulso al caído y arrollado Chabert. Y además, en España casi todo el mundo hace sólo lo justo para cubrir el expediente, pocas ganas hay de ahondar, o de gastar horas en lo innecesario.

Y luego estaban aquellos términos excesivamente profesionales en boca de Díaz-Varela. No era muy probable que los hubiera memorizado sólo tras oírselos a Desvern tiempo atrás, ni siquiera que éste los hubiera reproducido en el relato de su desgracia, por mucho que los hubieran empleado sus médicos, el oftalmólogo, el internista, el cardiólogo. Un hombre desesperado y atemorizado no recurre a ese léxico aséptico para poner al tanto de su condena a un amigo, no es lo normal. ‘Melanoma intraocular’, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, el adjetivo ‘asintomático’, ‘resecar el ojo’, ‘enucleación’, todas aquellas expresiones me habían sonado a recién aprendidas, a recién escuchadas al Doctor Vidal. Pero quizá mi desconfianza era infundada: al fin y al cabo yo tampoco las he olvidado cuando ha pasado mucho más tiempo desde que se las oí a él, nada más que aquella vez. Y quizá sí las repite y emplea quien padece la enfermedad, como si así se la pudiera explicar mejor.

En favor de la veracidad de su historia, o de su versión final, estaba en cambio el hecho de que Díaz-Varela se hubiera abstenido de cargar las tintas en lo relativo a su sacrificio, a su padecimiento, a la desgarradora contradicción, a su dolor inmenso por haberse visto obligado a suprimir de manera rauda y violenta -casi la única manera de que sea rauda una supresión, es la desdicha- a su mejor amigo, al que más iba a echar en falta. Con el tiempo corriendo en su contra y dentro de un plazo, además, a sabiendas de que precisamente en este caso, más que nunca, ‘there would have been a time for such a word’, como había añadido Macbeth tras enterarse de la intempestiva muerte de su mujer. De que sin duda ‘habría habido un tiempo, otro tiempo, para semejante palabra’, esto es, ‘para tal frase’ o ‘noticia’ o ‘información’: a Díaz-Varela le habría bastado con no hacer nada, con declinar el encargo y rechazar la petición para permitir su llegada, la de ese otro tiempo que él no habría traído ni acelerado ni perturbado; con dejar que las cosas siguieran su anunciado curso natural, despiadado y fúnebre como todos los demás. Sí, podía haber elaborado mucha literatura sobre su maldición o su sino, podía haber dado a su tarea esos nombres, haber hecho hincapié en su lealtad, subrayado su abnegación, incluso haber intentado despertar mi compasión. Si se hubiera dado golpes de pecho y me hubiera descrito su angustia, cómo había tenido que guardarse sus sentimientos y hacer de tripas corazón por salvar a Deverne y a Luisa de un sufrimiento mayor, lento y cruel, del deterioro y la deformidad y también de su contemplación, habría sospechado más de él y me habrían quedado pocas dudas sobre su falsedad. Pero había sido sobrio y me lo había ahorrado; se había limitado a exponerme la situación y a confesar su parte. Lo que desde el primer momento, eso había dicho, había sabido que le tocaba hacer.


Todo acaba atenuándose, a veces poco a poco y con mucho esfuerzo y poniendo de nuestra voluntad; a veces con inesperada rapidez y en contra de esa voluntad, mientras intentamos en vano que no palidezcan ni se nos difuminen los rostros, y que los hechos y las palabras no se hagan imprecisos y floten en nuestra memoria con el mismo valor escaso que los leídos en las novelas y los vistos y oídos en las películas: lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas, aunque tengan la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da, como había dicho Díaz-Varela al hablarme de El Coronel Chabert. Lo que alguien nos cuenta siempre se parece a ellas, porque no lo conocemos de primera mano ni tenemos la certeza de que se haya dado, por mucho que nos aseguren que la historia es verídica, no inventada por nadie sino que aconteció. En todo caso forma parte del vagaroso universo de las narraciones, con sus puntos ciegos y contradicciones y sombras y fallos, circundadas y envueltas todas en la penumbra o en la oscuridad, sin que importe lo exhaustivas y diáfanas que pretendan ser, pues nada de eso está a su alcance, la diafanidad ni la exhaustividad.

Sí, todo se atenúa, pero también es cierto que nada desaparece ni se va nunca del todo, permanecen débiles ecos y huidizas reminiscencias que surgen en cualquier instante como fragmentos de lápidas en la sala de un museo que nadie visita, cadavéricos como ruinas de tímpanos con inscripciones quebradas, materia pasada, materia muda, casi indescifrables, sin apenas sentido, absurdos restos que se conservan sin ningún propósito, porque no podrán recomponerse nunca y ya son menos iluminación que tiniebla y mucho menos recuerdo que olvido. Y sin embargo ahí están, sin que nadie los destruya y los junte con sus trozos desperdigados o hace siglos perdidos: ahí están guardados como pequeños tesoros y superstición, como valiosos testigos de que alguien existió alguna vez y de que murió y tuvo nombre, aunque no lo veamos completo y su reconstrucción sea imposible, y a nadie le importe nada ese alguien que no es nadie. No desaparece del todo el nombre de Miguel Desvern, aunque yo jamás lo conociera y sólo lo viera a distancia, todas las mañanas con complacencia, mientras desayunaba con su mujer. Como tampoco se van del todo los nombres ficticios del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, del Conde de la Fère y de Milady De Winter o en su juventud Anne de Breuil, a la que se ató las manos a la espalda y se colgó de un árbol, para que misteriosamente no muriera y volviera, bella como los amores o los enamoramientos. Sí, se equivocan los muertos al regresar, y aun así casi todos lo hacen, no cejan, y pugnan por convertirse en el lastre de los vivos hasta que éstos se los sacuden para avanzar. Nunca eliminamos todos los vestigios, no obstante, nunca logramos que la materia pasada enmudezca de veras y para siempre, y a veces oímos una casi imperceptible respiración, como la de un soldado agonizante que hubiera sido arrojado desnudo a una fosa con sus compañeros muertos, o quizá como los gemidos imaginarios de éstos, como los suspiros ahogados que algunas noches aquél aún creía escuchar, acaso por su demorado roce y por su condición tan próxima, porque estuvo a punto de ser uno de ellos o tal vez lo fue, y entonces sus posteriores andanzas, su deambular por París, su reenamoramiento y sus penalidades y sus ansias de restitución, fueron sólo las de un fragmento de lápida en la sala de un museo, las de unas ruinas de tímpanos con inscripciones ya ilegibles, quebradas, las de una sombra de huella, un eco de eco, una mínima curva, una ceniza, las de una materia pasada y muda que se negó a pasar y a enmudecer. Algo así pude ser yo de Deverne, pero ni siquiera eso he sabido ser. O quizá es que no he querido que ni su lamento más tenue se filtrara al mundo, a través de mí.


Ese proceso de atenuación debió empezar al día siguiente de mi última visita a Díaz-Varela, de mi despedida de él, como empiezan todos ellos en cuanto algo se acaba, como a buen seguro empezó para Luisa el de la atenuación de su pena al día siguiente de la muerte de su marido, aunque ella sólo pudiera verlo como el primero de su eterno dolor.

Ya era noche cerrada cuando salí de allí, y en aquella ocasión lo hice sin la más mínima duda. Nunca había tenido certeza de que fuera a haber una próxima vez, de que fuera a regresar, de que volviera a tocarle los labios ni desde luego a acostarme con él, todo quedaba siempre indefinido entre nosotros, como si cada vez que nos encontráramos hubiera que comenzar desde el principio de nuevo, como si nada se acumulara ni sedimentara, ni se hubiera recorrido un trecho con anterioridad, ni lo sucedido una tarde fuera garantía -ni siquiera anuncio, ni siquiera probabilidad- de que sucediese lo mismo en otra tarde venidera, cercana o lejana; sólo a posteriori se descubría que sí, sin que eso sirviera nunca para la siguiente oportunidad: siempre había una incógnita, siempre acechaba la posibilidad de que no, aunque también la de que sí, como es natural, o no habría sucedido lo que acababa por suceder.

En aquella ocasión, en cambio, estuve segura de que aquella puerta no se me abriría nunca más, de que una vez que la cerrara a mi espalda y me encaminara hacia el ascensor aquella casa quedaría clausurada para mí, tanto como si su dueño se hubiera mudado o se hubiera exiliado o se hubiera muerto, uno de esos portales ante los que a partir de nuestra exclusión uno intenta no pasar, y si pasa por descuido o porque el rodeo es largo y no hay más remedio, lo mira de reojo con un estremecimiento de congoja -o es el espectro de la antigua emoción- y aviva el paso, a fin de no sumergirse en el recuerdo de lo que hubo y no hay. En la noche de mi habitación, ya acostada frente a mis árboles siempre agitados y oscuros, antes de cerrar los ojos para dormir o no, lo tuve claro y así me lo dije: ‘Ahora ya sé que no veré más a Javier, y es lo mejor, pese a que me esté entrando ya la añoranza de lo bueno que había, de lo que me gustaba tanto cuando iba allí. Eso se terminó, antes de hoy. Mañana mismo iniciaré la tarea de que deje de ser una criatura y se convierta en un recuerdo, aunque sea, durante algún tiempo, un recuerdo devorador. Paciencia, porque llegará un día en que no lo será’.

Pero al cabo de una semana, o fue menos, algo interrumpió aquel proceso, cuando aún luchaba por arrancar. Salía yo del trabajo con mi jefe Eugeni y mi compañera Beatriz, ya un poco tarde, pues procuraba pasar allí el mayor número de horas posible, en compañía y con la cabeza ocupada en cosas que no me importaban, como hace todo el mundo cuando se aplica a esa tarea lenta y a no pensar en aquello en lo que inevitablemente tiende a pensar. En seguida, mientras les decía adiós, divisé una figura alta que daba breves paseos de un lado a otro con las manos metidas en los bolsillos del abrigo, en la acera de enfrente, como si tuviera frío por llevar rato allí, cerca de aquella cafetería de la parte alta de Príncipe de Vergara en la que todas las mañanas desayunaba yo aún, siempre acordándome en algún momento de mi pareja perfecta que se había deshecho, como si aguardara a alguien con quien se hubiera citado y que le estuviera dando plantón. Y aunque no llevaba abrigo de cuero, sino uno anticuado de color camello y aun quizá de piel de ese animal, al instante lo reconocí. No podía ser una coincidencia, era seguro que me esperaba a mí. ‘Qué hace aquí’, pensé, ‘lo envía Javier’, y fue un pensamiento en el que se mezclaron -una vez más en lo relacionado con aquel Javier de última hora, con el que combinaba dos caras o el desenmascarado, por llamarlo así- un temor irracional y una tonta ilusión. ‘Lo envía para comprobar que estoy neutralizada y apaciguada, o simplemente por interés, para saber de mí, para saber cómo estoy después de sus revelaciones e historias, todavía no ha logrado apartarme de su mente, por el motivo que sea. O tal vez es una amenaza, un aviso, y Ruibérriz quiera advertirme de lo que me puede ocurrir si no permanezco callada hasta el fin de los tiempos o si me pongo a indagar y voy a ver al Doctor Vidal, Javier es de los que dan vueltas a los hechos después de que ocurran, ya lo hizo así tras mi escucha de su conversación.’ Y mientras pensaba esto, dudaba si esquivarlo y marcharme con Beatriz, acompañarla hasta donde hiciera falta, o quedarme sola, como en principio iba a hacer, y dejar que me abordara. Opté por esto último, de nuevo me pudo la curiosidad; acabé de despedirme y di siete u ocho pasos hacia la parada de mi autobús, sin mirarlo a él. Sólo siete u ocho, porque inmediatamente cruzó la calle sorteando los coches y me paró, me tocó el codo con levedad, para no asustarme, y al volverme me encontré con el estallido de su dentadura, una sonrisa tan amplia que, como había observado la primera vez, mostraba la parte interior de sus labios al doblársele el superior hacia arriba, una cosa llamativa, como si se le pusiera del revés. También mantenía su mirada masculina valorativa, pese a que en esta ocasión yo estuviera bien tapada y no en falda algo arrugada o subida y en sostén. Daba lo mismo, sin duda era un individuo con visión sintética o global: antes de que una mujer se diera cuenta, ya la habría examinado en su totalidad. No me sentí muy halagada por ello, me parecía uno de esos hombres que a medida que se hacen mayores rebajan sus niveles de apreciación, no precisan de mucho incentivo y se acaban afanando tras todo lo que se mueva con un poco de gracia.

– Qué estupendo, María, qué casualidad -me dijo, y se llevó una mano a una ceja, remedando el gesto de quitarse un sombrero, como asimismo había hecho al despedirse la otra vez, a punto de entrar en el ascensor-. Te acuerdas de mí, ¿espero? Nos conocimos en casa de Javier, Javier Díaz-Varela. Tuve el privilegio de que no supieras que estaba allí, ¿te acuerdas? Te llevaste una sorpresa, yo me llevé un deslumbramiento, por desgracia muy fugaz.

Me pregunté a qué estaba jugando. Se permitía hacerse el encontradizo, cuando yo lo había visto en su espera y él seguramente me había visto verlo, no quitaba ojo de la puerta de la editorial mientras paseaba de un lado a otro, así habría estado desde quién sabía cuándo, quizá desde la hora teórica del fin de nuestra jornada laboral, que podía haber preguntado por teléfono y nada tenía que ver con la de verdad. Decidí seguirle la corriente, al menos en primera instancia.

– Ah, sí -contesté, y esbocé una sonrisa a mi vez, por cortesía, por corresponder-. Fue un poco embarazoso para mí. Ruibérriz, ¿verdad? No es un apellido muy común.

– Ruibérriz de Torres, es compuesto. Nada común. Una familia de militares, prelados, médicos, abogados y notarios. Si yo te contara. A mí me tienen en su lista negra, soy la oveja negra, te lo puedo asegurar, aunque hoy vaya vestido de claro. -Y se tocó la solapa del abrigo con el dorso de la mano, un gesto despectivo, como si aún no estuviera acostumbrado a él, como si lo incomodara no verse de cuero negro Gestapo. Se rió de su propio minichiste sin venir a cuento. O se hacía gracia a sí mismo o intentaba contagiar a su interlocutor. Tenía todas las trazas de un bribón, pero a primera vista parecía un bribón cordial y más bien inofensivo, costaba creer que hubiera estado metido en la fabricación de un asesinato. Al igual que a Díaz-Varela, se lo veía como a un tipo normal, cada uno en su estilo. Si había participado en aquello (y había participado muy activamente, eso era seguro, por los motivos que hubieran sido, vagamente leales o incontestablemente ruines), no parecía capaz de reincidir. Pero tal vez la mayoría de los criminales sean así, simpáticos y amables, pensé, cuando no están cometiendo sus crímenes-. Te invito a tomar algo para celebrar nuestro encuentro, ¿tienes tiempo? Aquí mismo si quieres. -Y señaló la cafetería de los desayunos-. Aunque conozco centenares de sitios infinitamente más divertidos y con más ambiente, sitios que no puedes ni imaginarte que haya en Madrid. Si luego te animas, podemos ir a alguno de ellos. O a cenar a un buen restaurante, ¿cómo andas de hambre? También podemos ir a bailar, si prefieres.

Me hizo gracia esta última proposición, ir a bailar, sonaba a otra época. ¿Y cómo me iba a ir a bailar a la salida del trabajo, a una hora absurda y con un desconocido, como si tuviera dieciséis años? Y, como me hizo gracia, me reí abiertamente.

– Qué dices, cómo me voy a ir a bailar a estas horas, y así vestida. Llevo ahí desde las nueve de la mañana. -E hice un gesto con la cabeza hacia la puerta de la editorial.

– Bueno, yo decía luego, después de cenar. Pero como te apetezca, si quieres pasamos por tu casa, te duchas, te cambias y nos vamos de juerga. Tú no lo sabrás, pero hay sitios para bailar a cualquier hora. Hasta al mediodía. -Y soltó una carcajada. Su risa era disoluta-. Yo te espero lo que haga falta, o te recojo donde me digas.

Era invasivo y enredador. Tal como se comportaba, no daba la impresión de que Díaz-Varela lo hubiera enviado, aunque tenía que haber sido así. ¿Cómo, si no, sabía dónde trabajaba? Pero en verdad actuaba como si lo hiciera por iniciativa propia, como si simplemente se hubiera quedado con mi imagen ligera de ropa, unas semanas atrás, y hubiera decidido jugársela sin ningún disimulo, lanzarse en plancha, un capricho urgente, es la táctica de algunos hombres y no les suele dar mal resultado, si son joviales. Recordé haber tenido la sensación, entonces, de que no sólo registraba mi existencia al instante, sino de que consideraba ya un paso adelante o incluso una inversión el hecho de haber sido presentados, tan someramente; de que, por así decir, me anotaba en una agenda mental como si esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro lugar, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a Díaz-Varela, sin cortarse un pelo. Quizá éste se había referido a mí como a ‘una tía’ porque era el único término que Ruibérriz de Torres era capaz de entender: para él desde luego era eso, exclusivamente ‘una tía’. No me molestaba, para mí también hay sujetos que son ‘tíos’ sin más. Él pertenecía a esa clase de individuos cuyo desparpajo es ilimitado, tanto que resulta desarmante a veces. Yo había asociado esa actitud con la falta de respeto que los dos se tenían, al saberse cómplices, al conocer el uno del otro las peores debilidades, al haber sido compañeros de crimen. A Ruibérriz parecía traerle sin cuidado cuál fuera mi relación con Díaz-Varela. O acaso, se me ocurrió, éste le había informado de que ya no había ninguna. Esa idea sí me fastidió, la posibilidad de que le hubiera dado luz verde sin el más mínimo duelo, sin un resto de sentido de la propiedad, por difuso que fuera -de sentido del descubrimiento, si se quiere-, sin el menor atisbo de celos, y eso me ayudó a ponerme más seria, a pararle los pies al sinvergüenza, con suavidad, sin palabras, su aparición me seguía intrigando. Acepté tomar una copa en la cafetería, brevemente; no más, se lo advertí. Nos sentamos a la mesa que quedaba junto al ventanal, la que solía ocupar la Pareja Perfecta cuando existía, pensé ‘Qué decadencia’. Él se quitó el abrigo con ademán resuelto, casi de trapecista, y nada más hacerlo hinchó el tórax, sin duda estaba orgulloso de sus pectorales, los juzgaba un activo. Se dejó puesto el foulard, creería que le sentaba bien y que hacía juego con sus pantalones muy entallados, ambas prendas de color crudo: distinguido color, pero más apropiado para la primavera, no debía de hacer mucho caso de lo que sugieren las estaciones.


Me iba lanzando requiebros, habló de trivialidades. Los requiebros eran directos, descaradamente aduladores, pero no de mal gusto, intentaba ligar y parecer gracioso -lo era más cuando no lo pretendía, sus bromas eran previsibles, mediocres, un poco ingenuas-, eso era todo. Me impacienté, mi amabilidad inicial fue decreciendo, me costaba ya reír, me sobrevino el cansancio de la larga jornada, tampoco dormía muy bien desde mi despedida de Díaz-Varela, acosada por las pesadillas y la agitación de mis despertares. Ruibérriz no me caía mal pese a lo que sabía -bueno, tal vez sólo había devuelto favores o ayudado a un amigo que tenía que pasar el pésimo trago de ayudar a morir rápidamente a otro amigo que debería haber muerto ayer, antes de tiempo o de su tiempo natural o fijado (de su segundo azar, son lo mismo)-, pero no me interesaba nada, carecía de pliegues, ni siquiera podía apreciar sus galanterías. No era consciente de que cumplía años, debía de estar más cerca de los sesenta que de los cincuenta, se comportaba como un hombre de treinta. Quizá en parte era culpa de que se conservara tan bien físicamente, eso era innegable, al primer golpe de vista aparentaba cuarenta y tantos.

– ¿Para qué te ha enviado Javier? -le pregunté de repente, aprovechando un momento de silencio o de conversación languidecida: o no se daba cuenta de que su cortejo perdía fuelle y cualquier posibilidad de éxito o su tesón era invencible, una vez en faena.

– ¿Javier? -Su sorpresa pareció auténtica-. No me ha enviado Javier, he venido yo por mi cuenta, tenía unos asuntos aquí al lado. Y aunque no hubiera sido así: no te hagas de menos, sabes que para acercarse a ti no haría falta que lo alentase a uno nadie. -No dejaba pasar ocasión de halagarme, iba al grano. Como he dicho, un capricho urgente, y también había urgencia por averiguar si podría o no satisfacerlo. Si sí, estupendo. Si no, a otra cosa, lo que no veía es que fuera individuo para probar dos veces, ni para eternizarse en una conquista. Si algo no salía a la primera embestida, renunciaría sin sensación de fracaso y no volvería a acordarse. Aquella era su primera embestida y probablemente la única, tampoco iba a perder tiempo otro día, teniendo donde elegir con sus amplias tragaderas.

– ¿Ah, no? ¿Y cómo has sabido dónde trabajo? No me vengas con que pasabas por aquí casualmente. Te he visto cómo esperabas. ¿Desde qué hora estabas ahí? El día está frío para aguantar en la calle, muchas molestias para venir por tu cuenta, y tampoco soy para tanto. Cuando Javier nos presentó ni siquiera dijo mi apellido. Ya me dirás cómo me has localizado con tanta precisión, si no te ha enviado. ¿Qué quiere saber, si le he creído su historia de amistad y sacrificio?

Ruibérriz interrumpió lentamente una de sus sonrisas; o mejor dicho su sonrisa, la verdad es que en ningún instante la abandonaba, a buen seguro también consideraba un activo su relampagueante dentadura a lo Gassman, el parecido con ese actor era notable y contribuía a hacerlo simpático. O no fue lentamente, sino que el labio superior doblado hacia arriba se le quedó enganchado o pegado a la encía, eso pasa cuando falta saliva, y tardó en liberarlo más de la cuenta. Debió de ser eso, porque hizo unos gestos de roedor, un poco raros.

– Sí, no dijo tu apellido entonces -contestó con expresión de extrañeza por mi reacción-, pero luego hablamos de ti por teléfono, y se le escaparon los suficientes datos para que no me costara ni diez minutos dar contigo. No me subestimes. Investigar no se me da mal, tampoco carezco de contactos, y hoy en día, con Internet y Facebook y todo eso, no hay quien se escurra en cuanto se conoce un detalle. ¿Es que no te cabe en la cabeza que desde que te vi aparecer me gustaras un huevo? Vamos, vamos. Me gustas mogollón, María, ya lo notas. También hoy, pese a encontrarte en circunstancias y en atuendo tan distintos de la primera vez, no le va a tocar a uno siempre la lotería. Eso sí que fue un flash, un fogonazo. Si quieres la verdad verdadera, hace semanas que no me quito esa imagen de la cabeza. -Y recobró su sonrisa como si tal cosa. No le importaba referirse una y otra vez a aquella escena de mi semidesnudez, no le preocupaba resultar insolente, al fin y al cabo se suponía que su llegada nos había interrumpido un polvo a Díaz-Varela y a mí, o poco menos. No había sido así, pero casi. Había dicho ‘mogollón’ y ‘un flash’, expresiones que sonaban ya antiguas; y el verbo ‘escurrirse’ está en retirada: su vocabulario delataba su edad, más que su aspecto, conservaba cierta apostura.

– ¿Hablasteis de mí? ¿A santo de qué? La relación que hemos tenido no ha sido pública precisamente. Todo lo contrario. No le hizo la menor gracia que me vieras, que coincidiéramos, ¿o no te diste cuenta de eso, de que le reventaba? Me extraña mucho que me mencionara después, debió de querer borrar ese encuentro… -Me callé de golpe, porque entonces me acordé de lo que había pensado, que Díaz-Varela habría tratado de reconstruir con Ruibérriz el diálogo que habían sostenido mientras yo los escuchaba detrás de la puerta, para calibrar cuánto y qué había podido oír, de cuánto me habría enterado; y que, tras repasar sus palabras, aquél habría llegado a la conclusión de que más valía hacerme frente, darme sus explicaciones, inventarse una historia o confesarme lo sucedido, en todo caso ofrecerme un relato mejor del por mí imaginado, por eso me había llamado y convocado al cabo de dos semanas. Así que sí, era probable que hubieran hablado de mí, y que Javier le hubiera soltado lo bastante para que Ruibérriz me buscara por su cuenta y sin permiso, por así decirlo. Sin duda no era individuo para pedirle a nadie su consentimiento a la hora de aproximarse a una tía. Sería de los que no respetaban ni se prohibían a mujeres ni a novias de amigos, abundan mucho más de lo que se cree y pasan por encima de todo. Tal vez Díaz-Varela ignoraba su acercamiento, su incursión de aquella tarde-. Ya, bueno, espera -añadí en seguida-. Sí te habló de mí, ¿verdad? Como problema. Te habló con preocupación, te contó que os había escuchado, que podía poneros en un aprieto si me daba por irle con el cuento a alguien, a Luisa, o a la policía. Te habló de mí por eso, ¿no? ¿Y qué, inventasteis juntos la historia del melanoma o Vidal os echó una mano? ¿O a lo mejor se te ocurrió a ti solo, como hombre de recursos? ¿O fue a él? No sé tú, ahora que caigo, pero él es lector de novelas, así que tiene unos cuantos números.

Ruibérriz volvió a perder la sonrisa, sin transición esta vez, como si le hubieran pasado un paño. Se puso serio, vi algo de alarma en sus ojos, su actitud dejó de ser galante y ligera en el acto, hasta apartó su silla de la mía, había procurado arrimarse.

– ¿Sabes lo de la enfermedad? ¿Qué más sabes?

– Bueno, me contó el melodrama entero. Lo que hicisteis con el pobre gorrilla, lo del móvil, lo de la navaja. Ya te puede estar agradecido, te tocó la peor parte mientras él se quedaba en casa, ¿no? Dirigiendo las operaciones, un Rommel. -No pude evitar el sarcasmo, a Díaz-Varela le tenía agravio.

– ¿Sabes lo que hicimos? -Fue una constatación más que una pregunta. Tardó en proseguir unos segundos, como si tuviera que digerir el descubrimiento, para él parecía serlo. Se bajó del todo el labio superior con los dedos, un gesto veloz y furtivo: no se le había quedado enganchado pero sí un poco alto. Quizá quería asegurarse de que su expresión ya no era risueña. Lo que acababa de saber lo inquietaba, o le sentaba como un tiro, si es que no estaba fingiendo. Añadió por fin, el tono era decepcionado-: Creí que al final no iba a contarte nada, eso me dijo. Que le parecía más prudente dejar las cosas como estaban y confiar en que no hubieras oído demasiado, o en que no acabaras de atar cabos, o simplemente en que te callaras. Terminar la relación contigo, eso sí. No era sólida, me dijo, podía dejarse morir sin problemas. Bastaba con no buscarte más y no devolver tus posibles llamadas, o darte largas. Aunque no creía que insistieras, ‘Es muy discreta’, me dijo, ‘nunca espera nada’. Tampoco había obligaciones. Propiciar que se te olvidara lo que te hubiera podido llegar de nuestra charla. Mejor no dar datos, decía, y que el tiempo le vaya haciendo dudar de lo oído. ‘Acabará resultándole irreal, pensando que fueron imaginaciones suyas. Imaginaciones auditivas’, no estaba mal visto. Por eso asumí que tenía vía libre, me refiero contigo. Y que de mí no sabrías nada. Nada de esto. -Se quedó callado de nuevo. Estaba haciendo memoria o reflexionando, tanto que lo siguiente que dijo lo dijo como para sí, no para mí-: No me gusta, no me gusta que no me informe, que se permita no tenerme al tanto de algo que me afecta directamente. Él no debería contarle a nadie esa historia, no es sólo suya, de hecho es más mía. Yo he corrido más riesgos, y estoy más expuesto. A él no lo ha visto nadie. No me hace ni puta gracia que haya cambiado de opinión y te lo haya contado, ¿sabes?, y encima sin avisarme. Seguramente he estado haciendo el ridículo, aquí contigo.

Se lo veía quemado, con la mirada abstraída, o reconcentrada. El entusiasmo por mí se le había helado. Esperé un poco antes de contestar nada.

– Bueno, la verdad es que confesar un asesinato cometido entre varios… -dije-. Habría que consultárselo a los otros, ¿no?, previamente. Eso por lo menos. -Aquí no pude evitar la ironía.

Saltó como un resorte, sublevado.

– Eh, oye, oye. Eso no es así, no te pases. De asesinato nada. Se trataba de darle a un amigo una muerte mejor, con menos sufrimiento. Vale, vale, no hay ninguna buena, y el gorrilla se ensañó con las cuchilladas, eso no podíamos preverlo, ni siquiera teníamos certeza de que se decidiera a usar la navaja. Pero la que lo aguardaba era espantosa, espantosa, Javier me describió el proceso. La que tuvo fue rápida al menos, de una sola vez y sin atravesar etapas. Etapas de mucho dolor, de deterioro, de que su mujer y sus hijos lo vieran hecho un monstruo. A eso no se lo puede llamar asesinato, no me jodas, es otra cosa. Es un acto de piedad, como dijo Javier. Un homicidio piadoso.

Sonaba convencido, sonaba sincero. Así que pensé: ‘Una de tres: o el melodrama es verdad, no es un invento; o Javier también ha engañado a este tipo con lo de la enfermedad; o este tipo está haciendo comedia a las órdenes de quien le paga. Y en este último caso es muy buen actor, hay que reconocérselo’. Me acordé de la fotografía de Desvern aparecida en la prensa y que yo había visto en Internet malamente: sin chaqueta ni corbata ni quizá tan siquiera camisa -dónde habrían ido a parar sus gemelos-, lleno de tubos y rodeado de personal sanitario manipulándolo, con sus heridas al descubierto, en medio de la calle sobre un charco de sangre y llamando la atención de los transeúntes y los automovilistas, inconsciente y desmadejado y agonizante. A él le habría horrorizado verse o saberse así expuesto. El gorrilla se había ensañado, en efecto, pero quién podía preverlo, se trataba de un homicidio piadoso y quizá lo era, quizá todo era cierto y Ruibérriz y Díaz-Varela habían obrado de buena fe, dentro de lo que cabía y de su enrevesamiento. O de su atolondramiento. Y nada más admitir aquellas tres posibilidades y acordarme de aquella imagen, me entró una especie de desaliento, o era hartazgo. Cuando ya no se sabe qué creer, ni está uno dispuesto a hacer de detective aficionado, entonces uno se cansa, arroja todo lejos de sí, abandona, deja de pensar y se desentiende de la verdad, o lo que es lo mismo, de la maraña. La verdad no es nunca nítida, sino que siempre es maraña. Hasta la desentrañada. Pero en la vida real casi nadie necesita averiguarla ni se dedica a investigar nada, eso sólo pasa en las novelas pueriles. Hice una última tentativa, con todo, aunque muy desganada, imaginaba la respuesta.

– Ya. ¿Y qué hay de Luisa, de la mujer de Deverne? ¿También será un acto de piedad que Javier la consuele?

Ruibérriz de Torres volvió a sorprenderse, o lo fingió de perlas.

– ¿La mujer? ¿Qué pasa con ella? ¿De qué consuelo estás hablando? Claro que la ayudará, que la consolará en lo que pueda, como a los hijos. Es la viuda de su amigo, son sus huérfanos.

– Javier está enamorado de ella desde hace mucho. O se ha empeñado en estarlo, da lo mismo. Para él ha sido providencial, quitar de en medio al marido. Se querían mucho, ese matrimonio. No habría tenido la menor posibilidad, con él vivo. Ahora sí, tiene algunas. Con paciencia, poco a poco. Estando cerca.

Ruibérriz recuperó la sonrisa un instante, sin fuerza. Fue una media sonrisa conmiserativa, como si le diera pena lo descaminada que andaba, lo inocente que era, lo poco que entendía a quien había sido amante mío.

– Qué dices -me contestó con desdén-. Jamás me ha dicho una palabra de eso, ni yo se lo he notado. No te engañes, o no te consueles tú pensando que si ha terminado contigo es porque quiere a otra. Y hasta ese punto, es ridículo. Javier no es de los que se enamoran de nadie, menudo es, lo conozco desde hace años. ¿Por qué te crees que nunca se ha casado? -Forzó una carcajada breve que pretendió ser sarcástica-. Con paciencia, dices. Él ni sabe lo que es eso, con las mujeres. Por eso sigue soltero, entre otras razones. -Hizo un gesto de descarte con la mano-. Vaya disparate, no tienes ni idea. -Y sin embargo se quedó pensativo de nuevo, o haciendo memoria. Qué fácil es introducirle la duda a cualquiera.

Sí, lo más probable era que Díaz-Varela nunca le hubiera contado nada, sobre todo si lo había engañado. Recordé que al mencionar a Luisa en la conversación que yo había espiado, no se había referido a ella por su nombre. Ante Ruibérriz yo había sido ‘una tía’, pero ella había sido a su vez ‘la mujer’, nada más que eso, en el indudable sentido de esposa. Como si no le fuera alguien muy próximo. Como si estuviera condenada a ser sólo eso, la mujer de su amigo. Tampoco habría coincidido nunca Ruibérriz con los dos juntos, de modo que no había podido saltarle a la vista lo que para mí había resultado patente desde el primer momento, aquella tarde en casa de Luisa. Supuse que el Profesor Rico también lo habría advertido, aunque quién sabía, parecía demasiado pendiente de sus propias causas para reparar en el exterior, un distraído. No quise insistir. Ruibérriz tenía otra vez la mirada abstraída, o reconcentrada. No había más que hablar. Él había abandonado su cortejo, seguramente real en todo caso, buen chasco se había llevado. Yo no iba a sacar nada en limpio, y además no me importaba. Acababa de desentenderme, por lo menos hasta otro día, u otro siglo.

– ¿Qué te pasó en México? -le pregunté de pronto, por sacarlo de su estupor relativo, por animarlo. Me percaté de que no sería difícil cogerle simpatía. No habría lugar, no tenía intención de volverlo a ver en la vida, lo mismo que a Díaz-Varela, lo mismo que a Luisa Alday, que a todos ellos. Esperaba que la editorial no le contratara un libro a Rico.

– ¿En México? ¿Cómo sabes que me pasó algo en México? -Esa sí que fue para él una sorpresa mayúscula, era imposible que se acordara-. Ni siquiera Javier conoce la historia entera.

– Te lo oí decir en su casa, cuando escuchaba detrás de la puerta. Que allí habías tenido algún problema, hacía tiempo. Que allí se te buscaba, o que estabas fichado, algo así dijiste.

– Caramba, sí que oíste, entonces. -Y en seguida añadió, como si le urgiera aclarar algo que yo aún desconocía-: Tampoco eso fue un asesinato, para nada. Pura defensa propia, o él o yo. Además, yo tenía sólo veintidós años… -Se interrumpió, dándose cuenta de que estaba contando demasiado, de que en realidad aún hacía memoria o hablaba consigo mismo, sólo que en voz alta y ante un testigo. Le había hecho mella mi comentario, que a la muerte de Desvern la hubiera llamado asesinato.

Me sobresalté. Nunca se me habría ocurrido que tuviera otro cadáver a sus espaldas, hubiera sido como hubiera sido. Me parecía un truhán normal, más bien incapaz de delitos de sangre. Lo de Deverne lo había visto como una excepción, como algo a lo que se habría sentido obligado, y al fin y al cabo él no había empuñado el arma, también había delegado, un poco menos que Díaz-Varela.

– Yo no he dicho nada -le respondí rápidamente-. Sólo te he preguntado, no sé de qué me estás hablando. Pero casi prefiero no saberlo, si hubo otro muerto por medio. Dejémoslo. Ya se ve que no hay que hacer nunca preguntas. -Miré el reloj. De repente me sentí muy incómoda por estar sentada donde solía sentarse Desvern, hablando con su ejecutor indirecto-. Además, tengo que irme, ya es muy tarde.

No hizo caso de mis últimas palabras, seguía rumiando. Le había metido la duda, confiaba en que no fuera ahora a interrogar a Díaz-Varela respecto a Luisa, a pedirle cuentas, y que eso diera pie a que aquél me llamara otra vez, qué sé yo, para abroncarme. O bien estaba Ruibérriz rememorando lo sucedido en México hacía siglos, era evidente que aún le pesaba.

– Fue por culpa de Elvis Presley, ¿sabes? -dijo al cabo de unos segundos, en otro tono, como si hubiera visto de pronto un último recurso para impresionarme y no irse enteramente de balde. Lo dijo muy serio.

Yo me reí un poco, no pude evitarlo.

– ¿Quieres decir de Elvis Presley en persona?

– Sí, trabajé con él durante unos diez días, durante el rodaje de una película en México.

Ahora sí que solté una carcajada abierta, pese a lo sombrío de todo el contexto.

– Ya -dije aún riéndome-. ¿Y también sabes en qué isla vive, como sostienen sus devotos? ¿Y con quién está por fin escondido, con Marilyn Monroe o con Michael Jackson?

Se molestó, me lanzó una mirada cortante. Se molestó de veras, porque me dijo:

– Tú eres gilipollas, tía. ¿No te lo crees? Trabajé con él, y me metió en un buen lío.

Se había puesto más serio que en ningún otro momento. Se había picado, se había enfadado. Aquello no podía ser verdad, sonaba a fantasmada, a delirio; pero estaba claro que se lo tomaba a pecho. Di marcha atrás como pude.

– Bueno, bueno, usted perdone, no quería ofenderlo. Pero es que suena un poco increíble, ¿no?, te haces cargo. -Y añadí, para cambiar de tema sin abandonarlo bruscamente, sin emprender una retirada que lo llevara a pensar que lo daba por imposible o lo consideraba un chiflado-: Oye, ¿pues qué edad tienes, entonces, si trabajaste con el Rey nada menos? Murió hace la tira de años, ¿no? ¿Cincuenta? -Se me seguía escapando la risa, fui capaz de contenerla, por suerte.

Noté en seguida que recuperaba algo de su coquetería. Pero aún me riñó, primero.

– No te pases. El próximo 16 de agosto hará treinta y cuatro, creo. No creo que más. -Se lo sabía con exactitud, debía de ser un devoto en toda regla-. A ver, ¿cuántos me echas?

Quise ser amable, para desagraviarlo. Sin exagerar, para no adularlo.

– No sé. ¿Cincuenta y cinco?

Sonrió complacido, como si se le hubiera olvidado ya la ofensa. Sonrió tanto que el labio superior se le disparó una vez más hacia arriba, descubriendo sus dientes blancos y rectangulares y sanos, y sus encías.

– Pon diez más, por lo menos -contestó satisfecho-. Qué, ¿cómo te quedas?

Sí que se conservaba bien, entonces. Tenía algo infantil, por eso resultaba fácil cogerle simpatía. Probablemente era otra víctima de Díaz-Varela, en el que ya me iba acostumbrando a pensar no por su nombre, tantas veces dicho y susurrado a su oído, sino por su apellido. Eso es también infantil, pero sirve para distanciarse de aquellos a quienes se ha querido.


Fue a partir de entonces cuando el proceso de atenuación empezó de veras, tras el primer acto de desentendimiento, tras pensar por primera vez -o sin llegar a pensarlo, quizá no tenga que ver con la mente sino con el ánimo, o con el mero aliento-: ‘En realidad a mí qué me importa, qué se me da todo esto’. Eso está al alcance de cualquiera siempre, ante cualquier hecho por cercano y grave que sea, y quienes no se sacuden los hechos es porque en el fondo no quieren, porque se alimentan de ellos y descubren que dan algún sentido a sus vidas, lo mismo que quienes cargan gustosos con el tenaz lastre de los muertos, dispuestos todos a merodear a poco que se los retenga, aspirantes todos a Chaberts pese a los sinsabores y las negaciones y los torcidos gestos con que se los recibe si se atreven a volver del todo.

Claro que el proceso es lento, claro que cuesta y que hay que poner voluntad y esforzarse, y no dejarse tentar por la memoria, que regresa de vez en cuando y se disfraza de refugio a menudo, al pasar por una calle o al oler una colonia o escuchar una melodía, o al ver que están poniendo en televisión una película que se disfrutó en compañía. Nunca vi ninguna con Díaz-Varela.

En cuanto a la literatura, en la que sí teníamos experiencias comunes, conjuré el peligro asumiéndolo, haciéndole frente en seguida: aunque la editorial suele publicar a autores contemporáneos, para frecuente desgracia de los lectores y mía, convencí a Eugeni de que preparásemos a toda prisa una edición de El Coronel Chabert, con traducción nueva y muy buena (la más reciente era en efecto malísima), y le añadimos tres cuentos más de Balzac para conseguir un volumen con lomo, ya que esa obra es bastante breve, lo que en francés llaman nouvelle. A los pocos meses estaba en las librerías y yo me deshice así de su sombra, sacándola a la luz en mi lengua en las mejores condiciones. Me acordé de ella cuanto hacía falta, mientras la editábamos, y luego ya pude olvidarla. O me aseguré, por lo menos, de que no me iba a pillar nunca a traición, ni por sorpresa.

Estuve a punto de marcharme de la editorial después de esta maniobra, para no seguir yendo a la cafetería, para ni siquiera seguir viéndola desde mi despacho, aunque me la taparan parcialmente los árboles; para que nada me recordara nada. También estaba cansada de bregar con los escritores vivos -qué delicia los que no pueden dar la lata ni intentar amañar su futuro, como Balzac, ya cumplido-; de las llamadas pegajosas de Cortezo el plasta, de las exigencias del repelente y avaro Garay Fontina, de las ínfulas cibernéticas de los falsos jóvenes, a cual más ignorante y bruto y pedante, todo a un tiempo. Pero las otras ofertas, de la competencia, no me convencieron pese a la mejora en el sueldo: en todas partes tendría que continuar tratando con escritores de ambición desmedida y que respiraban mi mismo aire. Eugeni, además, un poco perezoso e ido, delegaba cada vez más en mí y me instaba a tomar decisiones, en lo cual le hacía caso: confiaba en que pronto llegara el día en que pudiera prescindir de algún fatuo sin ni siquiera pedirle permiso, sobre todo del inminentísimo azote del Rey Carlos Gustavo, que pulía sin desmayo su discurso en lengua sueca macarrónica (quienes lo habían oído ensayar aseguraban que su acento era infame). Pero, por encima de todo, comprendí que no debía huir de aquel paisaje, sino dominarlo con mis propios medios como habría hecho Luisa con su casa, obligándose a seguir viviendo en ella y a no mudarse precipitadamente; despojarlo de sus connotaciones más sentimentales y tristes, conferirle nueva cotidianidad, recomponerlo. Sí, me daba cuenta de que aquel lugar se me había teñido de sentimiento, y a éste es imposible engañarlo o saltárselo, aunque sea semiimaginario. Sólo cabe llegar a buenos términos con él y aplacarlo.

Pasaron casi dos años. Conocí a otro hombre que me interesó y divirtió lo suficiente, Jacobo (no escritor tampoco, gracias al cielo), me comprometí con él a instancias suyas, hicimos pausados planes para casarnos, yo lo fui retrasando sin cancelarlo, nunca fui propensa al matrimonio, me convenció más mi edad -treinta y bastantes- que mi deseo de levantarme acompañada a diario, a eso no le veo mucho la gracia, tampoco estará mal, supongo, si se quiere al que se acuesta y duerme al lado, como es -cómo no-, como es mi caso. Hay cosas de Díaz-Varela que sigo echando de menos, eso es aparte. Lo cual no me trae mala conciencia, nada se hace incompatible en el terreno del recuerdo.

Estaba cenando con un grupo de gente en el restaurante chino del Hotel Palace cuando los vi, a una distancia de tres o cuatro mesas, digamos. Tenía buena visión de los dos, que se me ofrecían de perfil, como si yo estuviera en un patio de butacas y ellos en un escenario, sólo que a la misma altura. La verdad es que no les quité ojo -eran como un imán-, salvo cuando alguno de los comensales me dirigía la palabra, y eso no sucedía a menudo: veníamos de la presentación de una novela, varios eran amigos del autor ufano y no los conocía de nada; se distraían entre sí y no me daban apenas tabarra, yo estaba allí como representante de la editorial, y para hacerme cargo de la cuenta, claro; la mayoría eran extrañamente aflamencados, y lo que más temía era que sacaran guitarras de algún escondite raro y se arrancaran a cantar con brío, entre plato y plato. Eso, aparte del bochorno, habría hecho volverse hacia nuestra mesa a Luisa y a Díaz-Varela, que estaban demasiado atentos el uno al otro como para reparar en mi presencia en medio de una asamblea de caracolillos. Aunque pensé que tal vez ella ni me reconocería. Sólo hubo un momento en el que la novia del novelista se dio cuenta de que yo miraba sin cesar hacia un punto. Se dio media vuelta sin disimulo y se quedó observándolos, a Javier y a Luisa. Me preocupó que los alertaran sus ojos tan desinhibidos, y me vi en la necesidad de explicarle:

– Disculpa, es que es una pareja que conozco, y no los veía hacía siglos. Y entonces no eran pareja. No te lo tomes a mal, te lo ruego. Me da mucha curiosidad verlos así, ya me entiendes.

– Nada, mujer, nada -me contestó comprensiva, tras echar una nueva ojeada impertinente. Había comprendido cuál era la situación al instante, a veces debo de ser muy transparente-. Guapo él, ¿eh?, no me extraña. Nada, hija, tú a lo que importa, tú a lo tuyo. A mí ni caso.

Sí, ya lo creo que eran pareja, eso suele saltar a la vista hasta con completos desconocidos, y aquí yo lo conocía a él de sobra, a ella no, de hablar una única vez por extenso -o de que hablara ella sola, yo debí de ser intercambiable aquel día, un mero oído-, en realidad muy poco. Pero la había contemplado en actitud similar durante años, es decir, con su pareja de entonces, que llevaba ahora muerto lo bastante para que Luisa ya no pensara de sí misma en primera instancia, como algo definitorio: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo sería en absoluto, y ese hecho y ese dato habrían cambiado, con ser idénticos que antes. Así que más bien se diría: ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’. Y los había visto juntos, también una sola vez pero suficiente para captar el enamoramiento y la solicitud de él y el caso omiso o la inadvertencia de ella. Ahora era todo muy distinto. Estaban pendientes el uno del otro, charlaban con vivacidad, se miraban de vez en cuando a los ojos sin cruzar palabra, a través de la mesa se cogían los dedos. Él llevaba alianza en el anular, se habrían casado por lo civil quién sabía cuándo, quizá muy recientemente, quizá anteayer o ayer mismo. Ella tenía mejor aspecto y él no había empeorado, allí estaba Díaz-Varela con sus labios de siempre, cuyos movimientos seguí a distancia, hay hábitos que no se pierden o que se recuperan inmediatamente, como si fueran un automatismo. Sin querer hice un gesto con la mano, como para tocárselos de lejos. La novia del novelista, la única que me echaba vistazos, reparó en ello y me preguntó con gentileza:

– Perdona, ¿quieres algo? -Tal vez creía que le había hecho una seña.

– No, no, descuida. -Y moví la mano como añadiendo: ‘Cosas mías’.

Me debía de notar turbada, no tanto como alterada. Por suerte los demás comensales brindaban sin parar y daban voces, sin prestarme atención alguna. Me pareció que uno de ellos empezaba a canturrear preocupantemente (‘Ay mi niña, mi niña, Virgen del Puerto’, alcancé a oír), no sé por qué ofrecían aquella estampa de tablado, el novelista no era así, era un tipo con jersey de rombos, gafas de violador o maniaco y pinta de acomplejado, que incomprensiblemente tenía una novia agradable y bien parecida y vendía bastantes libros -un timo con pretensiones, cada uno de ellos-, por eso lo habíamos llevado a un restaurante algo caro. Rogué -una jaculatoria a la Virgen del Puerto, aunque no la conociera- por que no fuera a más el canto, no deseaba ser distraída. No podía apartar los ojos de la mesa como un escenario, y de pronto empezó a repetírseme una frase de aquellos diarios ya antiguos, los que habían traído la noticia durante dos míseros días y la habían callado después para siempre: ‘Tras debatirse unas cinco horas entre la vida y la muerte, sin recobrar en ningún instante el conocimiento, la víctima falleció a primeras horas de la noche, sin que los médicos pudieran hacer nada por salvarla’.

‘Cinco horas en un quirófano’, pensé. ‘No es posible que tras cinco horas no detectaran una metástasis generalizada en todo el organismo, como dijo Javier que le había dicho Desvern.’ Y entonces creí ver claro -o más claro- que esa enfermedad nunca había existido, a no ser que el dato de las cinco horas fuera falso o erróneo, las noticias de los diarios no se ponían de acuerdo ni en el hospital al que había sido llevado el moribundo. Nada era concluyente, desde luego, y la versión de Ruibérriz no había desmentido la de Díaz-Varela, en todo caso. Tampoco eso significaba mucho, dependía de cuánta verdad le hubiera revelado éste al hacerle su sangriento encargo. Supongo que fue la irritación lo que me condujo a esa momentánea creencia -o duró más que un momento, fue un rato en el restaurante chino- de verlo ahora más claro (luego lo volví a ver más oscuro en mi casa, donde la pareja ya no estaba presente y Jacobo me aguardaba). Me fui irritando, yo creo, al comprobar que Javier se había salido con la suya, al descubrir que lo había logrado, tal como él había previsto. Al fin y al cabo le tenía algo de agravio, por mucho que jamás albergara esperanzas y que no pudiera culparlo de habérmelas dado falsas. No era indignación moral lo que sentía, tampoco afán justiciero, sino algo mucho más elemental, quizá mezquino. La justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Sin duda me entraron celos retrospectivos, o fue despecho, me imagino que nadie está a salvo. ‘Míralos’, pensé, ‘ahí están al final de la paciencia y del tiempo: ella más o menos rehecha y contenta, él exultante, casados, olvidados de Deverne y de mí, yo ni siquiera fui un lastre. Está en mi mano arruinar ese matrimonio ahora mismo, y arruinarle a él la vida que se ha construido, como un usurpador, ese es el término. Bastaría con que me levantara y me acercara a su mesa y le dijera: “Vaya, al final lo conseguiste, quitar de en medio el obstáculo sin que ella haya sospechado”. No tendría que añadir nada más, ni dar ninguna explicación, ni contar la historia entera, me daría media vuelta y me iría. Sería suficiente con eso, con esas medias palabras, para sembrar el desconcierto en Luisa y que ella le pidiera cuentas muy arduas. Sí, es tan fácil introducirle la duda a cualquiera.’

Y, nada más pensar esto -pero estuve muchos minutos pensándolo, repitiéndomelo como una canción que se nos cuela, y así encendiéndome en silencio, con los ojos fijos en ellos, no sé cómo no los advirtieron, cómo no se sintieron quemados ni traspasados, mis ojos debían de ser como ascuas o como agujas-; nada más acabar de pensar esto, también sin quererlo o sin decidirlo, del mismo modo que no había querido hacer con la mano el gesto de tocarle a él los labios, me puse en pie sin soltar la servilleta y le dije a la novia del timador agasajado, la única para la que aún existía y que podría echarme en falta, si tardaba:

– Perdonad, ahora vuelvo.


En verdad no sabía qué intención me guiaba o esa intención fue cambiando a gran velocidad varias veces, mientras daba los pasos -uno, dos, tres- que separaban mi mesa de la suya. Sé que me vino a la cabeza esta idea fugaz, que necesita mucha más lentitud para expresarse, mientras caminaba sin darme cuenta -cuatro, cinco- de que llevaba mi servilleta arrugada y manchada en la mano: ‘Ella apenas me conoce y no tiene por qué identificarme hasta que yo me presente y se lo diga, tras tanto tiempo; para ella seré una desconocida que se aproxima. Es él quien me conoce bien y me reconocerá al instante, pero en teoría, a ojos de Luisa, tiene aún menos motivos para recordarme. En teoría él y yo nos hemos visto una sola vez y sin casi haber cruzado palabra, los dos de visita en casa de ella, una tarde hace más de dos años. Deberá fingir que ignora quién soy, lo contrario resultaría extraño en su caso. Así que también está en mi mano desenmascararlo en ese aspecto, las mujeres solemos percibir en seguida si otra mujer que se acerca a saludar a quien está con nosotras ha tenido con él una relación pasada. A menos que los dos disimulen a la perfección y no se delaten. Y a menos que nos equivoquemos, también es verdad que algunas tendemos a atribuirles a nuestras parejas multitud de amantes pretéritas, y que no siempre acertamos’.

Al avanzar -seis, siete, ocho, había que bordear alguna mesa y sortear a camareros chinos raudos, no era en línea recta el trayecto- los fui viendo mejor, y los vi contentos y tranquilos, enfrascados en su conversación, más bien ajenos a cuanto no fueran ellos. Sentí por Luisa, en algún paso, algo parecido a alegría, o tal vez a conformidad, o era a alivio. La última vez que la había visto, hacía ya tanto, me había inspirado gran lástima. Me había hablado del odio que no podía tenerle al gorrilla: ‘No, odiarlo no sirve, no consuela ni da fuerzas’, había dicho. Y del que tampoco le habría podido tener a un sicario recién llegado y abstracto, de haber sido uno de ellos el que hubiera matado a Deverne, por encargo. ‘Pero sí a los inductores’, había añadido, y me había leído parte de la definición de Covarrubias de ‘envidia’, fechada en 1611, lamentándose de que ni siquiera a eso pudiera achacarse la muerte de su marido: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos, y nosotros los tenemos por tales fiándonos dellos; y son más perjudiciales que los enemigos declarados’. Y justo después me había confesado: ‘Lo añoro sin parar, ¿sabes? Lo añoro al despertarme y al acostarme y al soñar y todo el día en medio, es como si lo llevara conmigo incesantemente, como si lo tuviera incorporado, es decir, en mi cuerpo’. Y entonces pensé, mientras ya me acercaba -nueve, diez-: ‘Ya no será así, se habrá librado de su cadáver, de su difunto, su espectro, que ha hecho bien, porque no ha vuelto. Tiene ahora a alguien enfrente y los dos podrán ocultarse mutuamente su destino, como hacen los enamorados según un verso que mal recuerdo, algo así dice ese verso antiguo que leí en mi adolescencia. Ya no estará su cama afligida, ni será ya luctuosa, en ella entrará un cuerpo vivo todas las noches, cuyo peso yo bien conozco, y era muy grato sentirlo’.

Vi que volvían la vista al dar yo los últimos pasos y notar ellos mi bulto o mi sombra -once, doce y trece-, él con pavor, como preguntándose: ‘¿Qué hace esta aquí? ¿De dónde sale? ¿Y a qué viene, a descubrirme?’. Pero ella no le vio esta expresión, porque me miraba ya a mí con simpatía, con una sonrisa sin reservas, muy amplia y cálida, como si me hubiera reconocido inmediatamente. Y así fue, porque exclamó:

– ¡La Joven Prudente! -Era seguro que mi nombre no lo recordaba.

Se puso de pie en seguida para darme dos besos y casi abrazarme, y su amistosidad frenó en seco cualquier posible intención de decirle a Díaz-Varela nada que volviera a Luisa en su contra, o la llevara a mirarlo con desconfianza o estupefacción o asco, o a odiar al inductor como me había anunciado; nada que le arruinara a él la vida y por tanto también a ella de nuevo y que arruinara el matrimonio de ambos, se me había ocurrido hacer eso, poco antes. ‘¿Quién soy yo para perturbar el universo?’, pensé. ‘Aunque otros lo hagan, como este hombre que está aquí delante, finge no conocerme pese a que yo bien lo he querido y nunca le he hecho ningún daño. Pero que otros lo descompongan y lo zarandeen, y lo violenten de la peor manera, no me obliga a mí a seguir su ejemplo, ni siquiera con el pretexto de que yo, al revés que ellos, enderezaría un hecho torcido y castigaría a un posible culpable y haría un acto de justicia.’ Ya he dicho que la justicia y la injusticia me traían sin cuidado. Por qué habían de ser asunto mío, cuando si en algo tenía razón Díaz-Varela, lo mismo que el abogado Derville en su mundo de ficción y en su tiempo que no pasa y se está quieto, era en esto que me había dicho: ‘El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados’. Y quizá también en esto otro: ‘Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, en principio no expuestos al contagio mutuo, separados unos de otros por kilómetros o años o siglos, cada uno con sus pensamientos y sus fines particulares, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez. Los crímenes de la vida civil están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá; al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levanten oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial’. Por qué habría yo de intervenir, o quizá es contravenir, qué remediaría con eso en el orden del universo. Por qué habría de denunciar uno suelto del que ni siquiera tenía absoluta constancia, nada era del todo seguro, la verdad siempre es maraña. Y si hubiera sido un auténtico crimen premeditado y a sangre fría, con el único fin de ocupar un lugar ya ocupado, el causante se encargaba, al menos, de dar consolación a la víctima, quiero decir a la víctima que permanecía viva, a la viuda de Miguel Desvern, empresario, al que ya no añoraría ella tanto: ni al despertarse ni al acostarse ni al soñar ni todo el día en medio. Lamentablemente o por suerte, los muertos están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden. Y hacen mal en regresar, los que pueden. No podía Deverne, y más le valía.

Mi visita a su mesa fue breve, cruzamos unas pocas frases, Luisa me invitó a sentarme un momento con ellos, me disculpé aduciendo que se me esperaba en la mía, nada más falso, excepto para pagar la cuenta. Me presentó a su nuevo marido, no se acordaba de que en teoría él y yo nos habíamos visto en su casa, para ella él estaba en penumbra entonces. Ninguno le refrescamos la memoria, qué más daba, qué falta hacía. Díaz-Varela se había levantado casi al mismo tiempo que ella, nos dimos dos besos como es costumbre en España entre hombre y mujer desconocidos, cuando son presentados. La expresión de pavor se le había borrado, al ver que yo era discreta y me prestaba a la pantomima. Y entonces me miró también con simpatía, en silencio, con sus ojos rasgados y nebulosos y envolventes, difícilmente descifrables. Me miraron con simpatía, pero no me echaban de menos. No negaré que tuve la tentación de demorarme a pesar de todo, de no perderlo aún de vista, de entretenerme allí pálidamente. No me tocaba, no debía, cuanto más rato pasara en su compañía más podría detectar Luisa algún rastro, algún resto, algún rescoldo en mi mirada: se me iba hacia donde siempre, era algo inevitable y desde luego involuntario, no quería hacerle mal a ninguno.

– Tenemos que vernos un día, llámame, sigo viviendo en el mismo sitio -me dijo ella con cordialidad sincera, sin sospecha alguna. Era una de esas frases que se dicen las personas al despedirse y que olvidan una vez despedidas. No volvería yo a su memoria, sólo era una joven prudente a la que conocía de vista, más que nada, y de otra vida. Ni siquiera era ya joven.

A él preferí no acercarme por segunda vez. Tras los nuevos besos de rigor con ella, en seguida di dos pasos en dirección a mi mesa, mientras aún contestaba con la cabeza vuelta (‘Sí, claro, te llamo un día. No sabes cuánto me alegro de todo’), para quedar a un poco de distancia, y entonces le dije adiós con la mano. A los ojos de Luisa se lo decía a los dos, pero yo me estaba despidiendo de Javier, ahora sí, ahora definitivamente y de veras, porque él tenía a su mujer a su lado. Y mientras regresaba al tontaina mundo editorial que acababa de dejar, hacía sólo unos minutos -pero de repente me parecieron larguísimos-, pensé, como para justificarme: ‘Sí, yo no quiero ser su maldita flor de lis en el hombro, la que delata y señala e impide que desaparezca hasta el más antiguo delito; que la materia pasada sea muda y que las cosas se diluyan o escondan, que se callen y no cuenten ni traigan otras desgracias. Tampoco quiero ser como los malditos libros entre los que me paso la vida, cuyo tiempo se está quieto y acecha cerrado siempre, pidiendo que se lo destape para transcurrir de nuevo y relatar una vez más su vieja historia repetida. No quiero ser como esas voces escritas que a menudo parecen suspiros ahogados, gemidos lanzados por un mundo de cadáveres en medio del cual todos yacemos, en cuanto nos descuidamos. No está de más que algunos hechos civiles, si es que no la mayoría, se queden sin registrar, ignorados, como es la norma. El empeño de los hombres suele ser el contrario, sin embargo, aunque tantas veces fracasen: grabar a fuego esa flor de lis que perpetúe y acuse y condene, y acaso desencadene más crímenes. Seguramente ese habría sido también mi propósito con cualquier otra persona, o con él mismo, de no haberme enamorado tiempo atrás, estúpida y silenciosamente, y todavía quererlo hoy un poco, supongo, a pesar de todo y todo es mucho. Pasará, ya está pasando, por eso no me importa reconocérmelo. Vaya en mi descargo que acabo de verlo cuando no me lo esperaba, con buen aspecto y contento’. Y seguí pensando, mientras le daba la espalda y se alejaban ya de él para siempre mis pasos y mi bulto y mi sombra: ‘Sí, no pasa nada por reconocérmelo. Al fin y al cabo nadie me va a juzgar, ni hay testigos de mis pensamientos. Es verdad que cuando nos atrapa la tela de araña -entre el primer azar y el segundo- fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él -como a ese tiempo entre azares, es lo mismo-, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo’.


Enero de 2011

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