II

Tardé mucho tiempo en volver a ver a Luisa Alday y en el largo entretanto empecé a salir con un hombre que me gustaba a medias y me enamoré estúpida y calladamente de otro, de su enamorado Díaz-Varela, al que me encontré poco después en un lugar improbable para encontrarse a nadie, muy cerca de donde había muerto Deverne, en el edificio rojizo del Museo Nacional de Ciencias Naturales, que está justo al lado o más bien forma conjunto con la Escuela Técnica Superior de Ingenieros Industriales con su brillante cúpula de cristal y zinc, de unos veintisiete metros de altura y unos veinte de diámetro, erigida hacia 1881, cuando ese conjunto no era Escuela ni Museo, sino el flamante Palacio Nacional de las Artes y las Industrias que albergó una importante Exposición en aquel año, la zona se conocía antiguamente como los Altos del Hipódromo, por sus varios promontorios y su cercanía a unos caballos cuyas hazañas son fantasmales por partida doble o definitivamente, pues ya no debe de quedar nadie vivo que asistiera a ellas o las recuerde. El Museo de Ciencias es pobre, sobre todo si se compara con los que se encuentran en Inglaterra, pero me acercaba a él a veces con mis sobrinos pequeños para que vieran los animales estáticos tras sus vitrinas y se familiarizaran con ellos, y de ahí me quedó cierta afición a visitarlo por mi cuenta de tarde en tarde, entremezclada -de hecho invisible para ellos- con los grupos de alumnos de colegios y de institutos acompañados de una profesora exasperada o paciente y con despistados turistas sobrados de tiempo que se enteran de su existencia por alguna guía de la ciudad demasiado puntillosa y exhaustiva: aparte de las numerosísimas guardianas, casi todas sudamericanas hoy en día, esos suelen ser los únicos seres vivos de ese lugar algo irreal y superfluo y feérico, como todos los Museos de Ciencias.

Estaba mirando la maqueta de las inmensas fauces abiertas de un cocodrilo -siempre pensaba que yo cabría en ellas, y en la suerte de no vivir en un sitio en el que hubiera esos reptiles- cuando me llamaron por mi nombre y me volví un poco alarmada, por lo inesperado: cuando uno está en ese Museo semivacío, tiene la casi absoluta y reconfortante certeza de que en esos instantes nadie puede conocer su paradero.

Lo reconocí en seguida, con sus labios femeninos y su mentón falsamente partido, su sonrisa calmada y una expresión a la vez atenta y ligera. Me preguntó qué hacía allí, y le contesté: ‘Me gusta venir de vez en cuando. Es un sitio lleno de fieras tranquilas, a las que uno puede aproximarse’. Nada más decir esto pensé que fieras había bien pocas y que la frase era una pavada, y además me di cuenta de que la había añadido por hacerme la interesante, supuse que con nefastos resultados. ‘Es un sitio tranquilo’, concluí sin más adornos. Le pregunté lo mismo, qué hacía él allí, y me contestó: ‘También a mí me gusta venir de vez en cuando’, y esperé una pavada suya, que para mi desgracia no llegó del todo, Díaz-Varela no deseaba impresionarme. ‘Vivo bastante cerca. Cuando salgo a dar una vuelta, mis pasos me acaban trayendo hasta aquí en ocasiones.’ Lo de los pasos trayéndolo me pareció levemente literario y cursi y me dio alguna esperanza. ‘Luego me siento un rato en la terraza de ahí fuera y regreso a casa. Vamos, te invito a tomar algo, a no ser que quieras seguir mirando esos colmillos u otras salas.’ En el exterior, bajo la arboleda, aún sobre el promontorio, frente a la Escuela, hay un quiosco de refrescos con sus mesas y sillas al aire libre.

– No -respondí-, me las conozco de memoria. Sólo pensaba bajar un rato a ver esas absurdas figuras de Adán y Eva. -Él no reaccionó, no dijo ‘Ah, ya’ ni nada por el estilo, como habría dicho cualquiera que visitara con frecuencia ese Museo: en el sótano hay una vitrina vertical de no muy gran tamaño, hecha por una americana o una inglesa, una tal Rosamund Algo, que representa el Jardín del Edén de manera estrafalaria. Todos los animales que rodean a la primigenia pareja están supuestamente vivos y en movimiento o alerta, monos, liebres, pavos, grullas, tejones, quizá un tucán y hasta la serpiente, que asoma con expresión demasiado humana entre las muy verdes hojas del manzano. Adán y Eva, en cambio, los dos de pie y separados, son sólo sendos esqueletos, y lo único que permite distinguirlos al ojo profano es que uno de ellos sostiene en la mano derecha una manzana. Seguramente leí alguna vez el cartel correspondiente, pero no recuerdo que diera explicación satisfactoria alguna. Si se trataba de mostrar los huesos de una mujer y de un hombre y de señalar sus diferencias, no se entiende qué necesidad había de convertirlos en nuestros primeros padres, como se los llamaba con la fe antigua, y colocarlos en ese escenario; si se trataba de representar el Paraíso con su más bien pobre fauna, lo que no se entiende son los esqueletos, mientras todos los demás animales conservan su carne y su pelo o plumaje. Es una de las más incongruentes instalaciones del Museo de Ciencias Naturales, y a nadie que lo visite le puede pasar inadvertida, no por bonita, sino por sin sentido.

– María Dolz, ¿verdad? Es Dolz, ¿no es así? -me dijo Díaz-Varela una vez que nos hubimos sentado en la terraza, como si quisiera hacer gala de su capacidad de retención y su buena memoria, al fin y al cabo mi apellido lo había pronunciado sólo yo, y apresuradamente, lo había colado como un inserto que a todos los presentes traía sin cuidado. Me sentí halagada por el detalle, no cortejada.

– Tienes buena memoria y buen oído -le dije para no ser descortés-. Sí, es Dolz, no Dols ni Dolç, con cedilla. -Y dibujé en el aire una cedilla-. ¿Cómo sigue Luisa?

– Ah, tú no la has visto. Pensaba que habíais hecho algo de amistad.

– Sí, si se puede decir eso de lo que ha durado un solo día. No he vuelto a verla desde aquella vez en su casa. Entonces nos llevamos muy bien y me habló como si en efecto fuera una amiga, yo creo que por debilidad más que nada. Pero después no he vuelto a encontrármela. ¿Cómo sigue? -insistí-. Tú sí debes de verla casi a diario, ¿no?

Esto pareció contrariarlo un poco, se quedó callado unos segundos. Se me ocurrió que quizá sólo quería sonsacarme, en la creencia de que ella y yo manteníamos contacto, y que de pronto su aproximación a mí se había quedado sin objetivo antes de empezar, o aún más irónico: sería él quien tendría que darme noticias e información sobre ella.

– Pues no bien -respondió por fin-, y ya me voy preocupando. No es que haya pasado demasiado tiempo, desde luego, pero no acaba de reaccionar, no avanza un milímetro, no es capaz de alzar la cabeza ni siquiera fugazmente y mirar a su alrededor y ver cuánto le queda. Después de la muerte de un marido aún quedan muchas cosas; a su edad, de hecho, queda otra vida entera. La mayoría de las viudas salen adelante pronto, sobre todo si son más o menos jóvenes y además tienen hijos de los que ocuparse. Pero no son sólo los niños, que en seguida dejan de serlo. Si ella pudiera verse dentro de unos pocos años, de un año incluso, comprobaría que la imagen de Miguel que ahora la ronda incesantemente se le difumina cada día que pasa y cuánto se le ha adelgazado, y que sus nuevos afectos no le permiten acordarse de él más que de tarde en tarde, con una quietud hoy sorprendente, con invariable pena pero sin apenas desasosiego. Porque tendrá nuevos afectos y su primer matrimonio acabará por parecerle algo casi soñado, un recuerdo vacilante y amortiguado. Lo que hoy es visto como anomalía trágica será percibido como normalidad irremediable, y aun deseable, puesto que habrá sucedido. Hoy le resulta inadmisible que Miguel ya no sea, pero llegará un momento en que lo incomprensible sería que volviera a ser, que sí fuera; en que la mera fantasía de una reaparición milagrosa, de una resurrección, de su vuelta, se le haría intolerable, porque ya le habría asignado su lugar definitivo y su rostro apaciguado en el tiempo, y no consentiría que ese retrato suyo acabado y fijo se expusiera de nuevo a las modificaciones de lo que permanece vivo y por lo tanto es imprevisible. Tendemos a desear que nadie se muera y que nada termine, de lo que nos acompaña y es nuestra querida costumbre, sin darnos cuenta de que lo único que mantiene las costumbres intactas es que nos las supriman de golpe, sin desviación ni evolución posibles, sin que nos abandonen ni las abandonemos. Lo que dura se estropea y acaba pudriéndose, nos aburre, se vuelve contra nosotros, nos satura, nos cansa. Cuántas personas que nos parecían vitales se nos quedan en el camino, cuántas se nos agotan y con cuántas se nos diluye el trato sin que haya aparente motivo ni desde luego uno de peso. Las únicas que no nos fallan ni defraudan son las que se nos arrebata, las únicas que no dejamos caer son las que desaparecen contra nuestra voluntad, abruptamente, y así carecen de tiempo para darnos disgustos o decepcionarnos. Cuando eso ocurre nos desesperamos momentáneamente, porque creemos que podríamos haber seguido con ellas mucho más, sin ponerles plazo. Es una equivocación, aunque comprensible. La prolongación lo altera todo, y lo que ayer era estupendo mañana habría sido un tormento. La reacción que tenemos todos ante la muerte de alguien cercano es parecida a la que tuvo Macbeth ante el anuncio de la de su mujer, la Reina. ‘She should have died hereafter’, responde de manera algo enigmática: ‘Debería haber muerto a partir de ahora’, es lo que dice, o ‘de ahora en adelante’. También podría entenderse con menos ambigüedad y más llaneza, esto es, ‘más adelante’ a secas, o ‘Debería haber esperado un poco más, haber aguantado’; en todo caso lo que dice es ‘no en este instante, no en el elegido’. ¿Y cuál sería el instante elegido? Nunca nos parece el momento justo, siempre pensamos que lo que nos gusta o alegra, lo que nos alivia o ayuda, lo que nos empuja a través de los días, podía haber durado un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, nos parece que siempre es temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, nunca vemos el momento oportuno, aquel en el que nosotros mismos diríamos: ‘Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un deterioro, un rebajamiento, una mancha’. A eso nunca nos atrevemos, a decir ‘Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro’, y por eso no está en nuestras manos el final de nada, porque si dependiera de ellas todo continuaría indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara jamás a ser muerto.

Hizo una breve pausa para beber de su cerveza, hablar seca en seguida la garganta y él se había lanzado tras su desconcierto inicial, casi con vehemencia, como si aprovechara para desahogarse. Tenía labia y vocabulario, su pronunciación en inglés era buena sin afectación, lo que decía no era hueco e iba trabado, me pregunté a qué se dedicaría pero no podía preguntárselo sin interrumpirle el discurso y eso no quería hacerlo. Le miraba los labios mientras peroraba, se los miraba con fijeza y me temo que con descaro, me dejaba mecer por sus palabras y no podía apartar los ojos del lugar por donde salían, como si todo él fuera boca besable, de ella procede la abundancia, de ella surge casi todo, lo que nos persuade y lo que nos seduce, lo que nos tuerce y lo que nos encanta, lo que nos succiona y lo que nos convence. ‘De la superabundancia del corazón habla la boca’, se lee en la Biblia en algún sitio. Me quedé perpleja al comprobar cuánto me gustaba y hasta fascinaba aquel hombre apenas conocido, más aún al recordar que para Luisa era en cambio casi invisible e inaudible, de tan visto y oído. Cómo podía ser, uno cree que lo que lo enamora debería anhelarlo todo el mundo. No quería decir nada para no romper el ensalmo, pero también se me ocurrió que, si no lo hacía, él podría figurarse que no le prestaba atención, cuando lo cierto es que no perdía vocablo, cuanto procediera de aquellos labios me interesaba. Debía ser breve, con todo, pensé, para no distraerlo demasiado.

– Bueno, los finales sí dependen de nuestras manos, si éstas son suicidas. No digamos si son asesinas -dije. Y estuve a punto de añadir: ‘Aquí mismo, ahí al lado, mataron a tu amigo Desvern de mala manera. Es extraño que ahora estemos aquí sentados y que todo esté en paz y limpio, como si no hubiera pasado nada. De haber estado aquel día, tal vez lo habríamos salvado. Aunque si él no hubiera muerto, no podríamos estar juntos en ningún lado. Ni siquiera nos conoceríamos’.


Estuve a punto pero no lo añadí, entre otras razones porque él echó una rápida ojeada -estaba de espaldas a ella, yo de frente- hacia la calle cercana en que se había producido el acuchillamiento, y pensé si no estaría pensando lo mismo que yo o algo parecido, al menos la primera parte de mi pensamiento. Se peinó con los dedos el pelo con entradas, pelo hacia atrás, pelo de músico, luego tamborileó con las uñas de esos mismos cuatro dedos contra su vaso, uñas duras, bien cortadas.

– Esas son la excepción, esas son la anomalía. Claro que hay quienes deciden poner término a su vida, y lo hacen, pero son los menos y por eso impresionan tanto, porque contradicen el ansia de duración que nos domina a la gran mayoría, la que nos hace creer que siempre hay tiempo y la que nos lleva a pedir un poco más, un poco más, cuando se acaba. En cuanto a las manos asesinas que dices, no cabe verlas nunca como nuestras. Ponen fin como lo pone la enfermedad, o un accidente, quiero decir que son causas externas, incluso en aquellos casos en los que el muerto se lo ha buscado, por su mala vida elegida o por los riesgos que ha asumido o porque a su vez ha matado y se ha expuesto a una venganza. Ni el mafioso más sanguinario ni el Presidente de los Estados Unidos, por poner dos ejemplos de individuos que están en permanente peligro de ser asesinados, que cuentan con esa posibilidad y conviven a diario con ella, desean nunca que se termine esa amenaza, esa tortura latente, esa zozobra insoportable. No desean que se termine nada de lo que hay, de lo que tienen, por odioso y gravoso que sea; van pasando de día en día con la esperanza de que el siguiente estará ahí también, uno idéntico a otro o muy semejantes, si hoy he existido por qué no mañana, y mañana conduce a pasado y pasado al otro. Así vamos viviendo todos, los contentos y los descontentos, los afortunados y los infelices, y si por nosotros fuera continuaríamos hasta el fin de los tiempos. -Pensé que se había liado un poco o que había intentado liarme. ‘Las manos asesinas no son nuestras excepto si efectivamente son las nuestras de pronto, y en todo caso siempre pertenecen a alguien, que hablará de “las mías”. Sean de quienes sean, no es verdad que esas no quieran que ningún vivo pase jamás a ser muerto, sino que justamente eso es lo que desean y además no pueden esperar a que el azar las beneficie ni a que el tiempo haga su trabajo; se encargan ellas de convertirlos. Esas no quieren que todo siga ininterrumpidamente, al revés, necesitan suprimir a alguien y romper varias costumbres. Esas nunca dirían de su víctima “She should have died hereafter”, sino “He should have died yesterday”, “Debería haber muerto ayer”, o hace siglos, hace mucho más tiempo; ojalá no hubiera nacido ni dejado huella alguna en el mundo, así no habríamos tenido que matarlo. El aparcacoches rompió sus costumbres y las de Deverne de un tajo, las de Luisa y las de los niños y las del chófer que acaso se salvó por una confusión, por muy poco; las del propio Díaz-Varela y hasta las mías en parte. Y las de otras personas que no conozco.’ Pero no dije nada de esto, no quería tomar la palabra, no quería hablar sino que él lo siguiera haciendo. Quería oír su voz y rastrear su mente, y seguir viendo sus labios en movimiento. Corría el riesgo de no enterarme de lo que decía, por estárselos mirando embobada. Bebió otro sorbo y continuó, tras carraspear como si procurara centrarse-. Lo asombroso es que cuando las cosas suceden, cuando se producen las interrupciones, las muertes, las más de las veces se da por bueno lo sucedido, al cabo del tiempo. No me malentiendas. No es que nadie dé por buena una muerte y aún menos un asesinato. Son hechos que se lamentarán toda la vida, que ocurrieran cuando ocurrieron. Pero lo que la vida trae se impone siempre al final, con tal fuerza que a la larga nos resulta casi imposible imaginarnos sin ello, no sé cómo explicarlo, imaginar que algo acontecido no hubiera acontecido. ‘A mi padre lo mataron durante la Guerra’, puede contar alguien con amargura, con enorme pena o con rabia. ‘Una noche lo fueron a buscar, lo sacaron de casa y lo metieron en un coche, yo vi cómo se resistía y cómo lo arrastraban. Lo arrastraron de los brazos, era como si las piernas se le hubieran paralizado y ya no lo sostuvieran. Lo llevaron hasta las afueras y allí le pegaron un tiro en la nuca y lo arrojaron a una cuneta, para que la visión de su cadáver sirviera a los demás de escarmiento.’ Quien cuenta eso lo deplora, sin duda, y hasta puede pasarse la vida alimentando el odio hacia los asesinos, un odio universal y abstracto si no sabe bien quiénes fueron, sus nombres, como fue tan frecuente durante la Guerra Civil, nada más se sabía que habían sido ‘los otros’, tantas veces. Pero resulta que en buena medida es ese hecho odioso lo que constituye a ese alguien, que no podría renunciar nunca a él porque sería como negarse a sí mismo, borrar el que es y no tener sustituto. Él es el hijo de un hombre asesinado de mala manera en la Guerra; es una víctima de la violencia española, un huérfano trágico; eso lo configura, lo define y lo condiciona. Esa es su historia o el arranque de su historia, su origen. En cierto sentido es incapaz de desear que eso no hubiera ocurrido, porque si no hubiera ocurrido él sería otro y no sabe quién, no tiene ni idea. Ni se ve ni se imagina, ignora cómo habría salido y cómo se habría llevado con ese padre vivo, si lo habría detestado o lo habría querido o le habría sido indiferente, y sobre todo no se sabe imaginar sin ese pesar y ese rencor de fondo que lo han acompañado siempre. La fuerza de los hechos es tan espantosa que todo el mundo acaba por estar más o menos conforme con su historia, con lo que le pasó y lo que hizo y lo que dejó de hacer, aunque crea que no o no se lo reconozca. La verdad es que casi todos maldicen su suerte de algún momento y casi nadie se lo reconoce.

Aquí no tuve más remedio que intervenir:

– Luisa no puede estar conforme con lo que le ha ocurrido. Nadie puede estar conforme con que a su marido lo hayan apuñalado gratuita y tontamente, por equivocación, sin motivo y sin que él se lo hubiera buscado. Nadie puede estar conforme con que le hayan destrozado la vida para siempre.

Díaz-Varela se quedó observándome muy atentamente, con una mejilla apoyada en el puño y el codo apoyado en la mesa. Aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (probablemente llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

– Ese es el error -dijo al cabo de unos segundos, sin quitarme su mirada fija de encima ni variar su postura, como si en vez de hablar estuviera atendiendo-, un error propio de niños en el que sin embargo incurren muchos adultos hasta el día de su muerte, como si a lo largo de su vida entera no hubieran logrado darse cuenta de su funcionamiento y carecieran de toda experiencia. El error de creer que el presente es para siempre, que lo que hay a cada instante es definitivo, cuando todos deberíamos saber que nada lo es, mientras nos quede un poco de tiempo. Llevamos a cuestas las suficientes vueltas y los suficientes giros, no sólo de la fortuna sino de nuestro ánimo. Vamos aprendiendo que lo que nos pareció gravísimo llegará un día en que nos resulte neutro, sólo un hecho, sólo un dato. Que la persona sin la que no podíamos estar y por la que no dormíamos, sin la que no concebíamos nuestra existencia, de cuyas palabras y de cuya presencia dependíamos día tras día, llegará un momento en que ni siquiera nos ocupará un pensamiento, y cuando nos lo ocupe, de tarde en tarde, será para un encogimiento de hombros, y a lo más que alcanzará ese pensamiento será a preguntarse un segundo: ‘¿Qué se habrá hecho de ella?’, sin preocupación ninguna, sin curiosidad siquiera. ¿Qué nos importa hoy la suerte de nuestra primera novia, cuya llamada o el encuentro con ella esperábamos anhelantemente? ¿Qué nos importa, incluso, la suerte de la penúltima, si hace ya un año que no la vemos? ¿Qué nos importan los amigos del colegio, y los de la Universidad, y los siguientes, pese a que giraran en torno a ellos larguísimos tramos de nuestra existencia que parecían no ir a terminarse nunca? ¿Qué nos importan los que se desgajan, los que se van, los que nos dan la espalda y se apartan, los que dejamos caer y convertimos en invisibles, en meros nombres que sólo recordamos cuando por azar vuelven a alcanzar nuestros oídos, los que se mueren y así nos desertan? No sé, mi madre murió hace veinticinco años, y aunque me siento obligado a que me dé tristeza pensarlo, y hasta me la acabe dando cada vez que lo hago, soy incapaz de recuperar la que sentí entonces, no digamos de llorar como me tocó hacerlo entonces. Ahora es sólo un hecho: mi madre murió hace veinticinco años, y yo soy sin madre desde aquel momento. Es parte de mí, simplemente, es un dato que me configura, entre otros muchos: soy sin madre desde joven, eso es todo o casi todo, lo mismo que soy soltero o que otros son huérfanos desde la infancia, o son hijos únicos, o el pequeño de siete hermanos, o descienden de un militar o de un médico o de un delincuente, qué más da, a la larga todo son datos y nada tiene demasiada importancia, cada cosa que nos sucede o que nos precede cabe en un par de líneas de un relato. A Luisa le han destrozado la vida que tenía ahora, pero no la futura. Piensa cuánto tiempo le queda para seguir caminando, ella no va a quedarse atrapada en este instante, nadie se queda en ninguno y menos aún en los peores, de los que siempre se emerge, excepto los que poseen un cerebro enfermizo y se sienten justificados y aun protegidos en la confortable desdicha. Lo malo de las desgracias muy grandes, de las que nos parten en dos y parece que no van a poder soportarse, es que quien las padece cree, o casi exige, que con ellas se acabe el mundo, y sin embargo el mundo no hace caso y prosigue, y además tira de quien padeció la desgracia, quiero decir que no le permite salirse como quien abandona un teatro, a no ser que el desgraciado se mate. Se da a veces, no digo que no. Pero muy pocas, y en nuestra época es más infrecuente que en ninguna otra. Luisa podrá recluirse, retraerse una temporada, no dejarse ver por nadie más que por su familia y por mí, si no se cansa de mí y no prescinde; pero no va a matarse, aunque sólo sea porque tiene dos hijos de los que ocuparse y porque eso no está en su carácter. Tardará más o menos, pero al cabo del tiempo el dolor y la desesperación no le serán tan intensos, le menguará el estupor y sobre todo se habrá ido haciendo a la idea: ‘Soy viuda’, pensará, o ‘Me he quedado viuda’. Ese será el hecho y el dato, será eso lo que contará a quienes le presenten y le pregunten por su estado, y seguramente ni siquiera querrá explicar cómo fue el caso, demasiado truculento y desventurado para relatárselo a un recién conocido cuando medie un poco de distancia, supondría ensombrecer cualquier conversación en el acto. Y será también eso lo que se cuente de ella, y lo que se cuenta de nosotros contribuye a definirnos aunque sea superficial e inexacto, al fin y al cabo no podemos sino ser superficiales para casi todo el mundo, un bosquejo, unos meros trazos desatentos. ‘Es viuda’, dirán, ‘perdió al marido en circunstancias terribles y nunca del todo aclaradas, yo misma tengo mis dudas, creo que lo atacó un hombre en la calle, no sé si un loco o un sicario o si fue un intento de secuestro al que él se resistió con todas sus fuerzas y en vista de eso se lo cargaron allí mismo en el sitio; era un hombre adinerado, tenía mucho que perder o forcejeó más de la cuenta instintivamente, no estoy segura.’ Y cuando Luisa esté casada de nuevo, y eso será a lo sumo de aquí a un par de años, el hecho y el dato, con ser idénticos, habrán cambiado y ya no pensará de sí misma: ‘Me he quedado viuda’ o ‘Soy viuda’, porque ya no lo será en absoluto, sino ‘Perdí a mi primer marido y cada vez más se me aleja. Hace demasiado que no lo veo y en cambio este otro hombre está aquí a mi lado y además está siempre. También a él lo llamo marido, eso es extraño. Pero ha ocupado su lugar en mi cama y al yuxtaponerse lo difumina y lo borra. Un poco más cada día, un poco más cada noche’.


Esta conversación continuó en otras ocasiones, creo que cada vez que nos vimos -no fueron tantas- surgió o la hizo surgir Díaz-Varela, a quien me resisto a llamar Javier aunque fuera así como lo llamaba y como pensaba en él algunas noches en que volvía tarde a mi casa tras haber estado con él un rato en la cama (en las camas ajenas se está siempre sólo un rato y de prestado a no ser que uno sea invitado a dormir en ellas, y con él ese nunca fue el caso; es más, se inventaba pretextos innecesarios y absurdos para que yo tuviera que marcharme, cuando yo no he permanecido más de la cuenta en ningún sitio si no se me solicitaba). Miraba por la ventana abierta antes de cerrar los ojos, miraba hacia los árboles que tengo enfrente sin farol que los alumbre y sin apenas distinguirlos, pero los oía agitarse en la oscuridad muy cerca como preludio de las tormentas que en Madrid no siempre descargan, y me decía: ‘Qué sentido tiene esto, para mí al menos. Él no disimula, no me engaña, no me oculta cuál es su esperanza ni qué lo mueve, se le nota demasiado, no se da cuenta, mientras aguarda a que ella salga de su postración o su embotamiento y empiece a verlo de otra manera, no como el amigo fiel de su marido que éste le dejó en herencia. Tiene que llevar cuidado con eso, con los pequeños pasos que da y por fuerza han de ser muy pequeños, para que no parezca que no respeta su natural abatimiento o incluso la memoria del muerto, y vigilar al mismo tiempo que no se le cuele nadie en el entretanto, no se debe despreciar como rival ni al más feo ni al más tonto ni al más extemporáneo ni al más aburrido o más lánguido, cualquiera puede ser un peligro imprevisto. Mientras la acecha a ella me ve a mí de vez en cuando y quizá también a otras mujeres (hemos dado en evitarnos preguntas), y ya no sé si yo no hago lo mismo que él en cierto modo, confiar en hacérmele imprescindible sin que él se dé cuenta, lograr formar parte de sus costumbres, aunque sean esporádicas, para que le cueste sustituirme cuando decida abandonarme. Hay hombres que desde el principio lo dejan todo muy claro sin que se lo pida nadie: “Te advierto que no habrá más de lo que hay, entre tú y yo, y si aspiras a otra cosa más vale que cortemos esto en el acto”; o bien: “No eres la única ni pretendas serlo, si buscas exclusividad no es este el sitio”; o bien, como ha sido el caso con Díaz-Varela: “Estoy enamorado de otra a la que aún no le ha llegado el momento de corresponderme. Ya le llegará, debo ser constante y paciente. No hay nada malo en que me entretengas durante la espera, si quieres, pero ten bien presente que eso es lo que somos para el uno el otro: compañía provisional y entretenimiento y sexo, a lo sumo camaradería y contenido afecto”. No es que Díaz-Varela me haya dicho nunca estas palabras, en realidad no hacen falta, porque ese es el significado inequívoco que se desprende de nuestros encuentros. Sin embargo esos hombres que advierten se desdicen con los hechos a veces, al pasar del tiempo, y además muchas mujeres tendemos a ser optimistas y en el fondo engreídas, más profundamente que los hombres, que en el terreno amoroso lo son sólo pasajeramente, se olvidan de seguirlo siendo: pensamos que ya cambiarán de actitud o de convicciones, que descubrirán paulatinamente que sin nosotras no pueden pasarse, que seremos la excepción en sus vidas o las visitas que al final se quedan, que acabarán por hartarse de esas otras invisibles mujeres que empezamos a dudar que existan y preferimos pensar que no existen, según vamos repitiendo con ellos y más los vamos queriendo a pesar nuestro; que seremos las elegidas si tenemos el aguante para permanecer a su lado sin apenas queja ni insistencia. Cuando no provocamos inmediatas pasiones, creemos que la lealtad y la presencia acabarán siendo premiadas y teniendo más durabilidad y más fuerza que cualquier arrebato o capricho. En esos casos sabemos que nos sentiremos difícilmente halagadas aunque se cumplan nuestras expectativas mejores, pero sí calladamente triunfantes, si en efecto éstas se cumplen. Pero de eso no hay certeza nunca mientras se prolonga el forcejeo, y hasta las más creídas con motivo, hasta las cortejadas universalmente hasta entonces, se pueden llevar grandes chascos con esos hombres que no se les rinden y les hacen presuntuosas advertencias. No pertenezco yo a esa clase, a la de las creídas, la verdad es que no albergo esperanzas triunfantes, o las únicas que me permito pasan por que Díaz-Varela fracase con Luisa antes, y entonces, tal vez, con suerte, se quede junto a mí por no moverse, hasta los hombres más inquietos y diligentes o maquinadores pueden tornarse perezosos en algunas épocas, sobre todo tras una frustración o una derrota o una muy larga espera inútil. Sé que no me ofendería ser un sustitutivo, porque en realidad lo es todo el mundo siempre, inicialmente: lo sería Díaz-Varela para Luisa, a falta de su marido muerto; lo sería para mí Leopoldo, al que aún no he descartado pese a gustarme sólo a medias -supongo que por si acaso- y con el que acababa de empezar a salir, qué oportuno, justo antes de encontrarme a Díaz-Varela en el Museo de Ciencias y de oírle hablar y hablar mirándole sin cesar los labios como todavía sigo haciendo cada vez que estamos juntos, sólo puedo apartar de ellos la vista para llevarla hasta sus ojos nublados; quizá la propia Luisa lo fue para Deverne en su día, quién sabe, tras el primer matrimonio de aquel hombre tan agradable y risueño que no se entendería que nadie hubiera podido hacerle mal o dejarlo, y sin embargo ahí lo tenemos, cosido a navajazos por nada y en camino hacia el olvido. Sí, todos somos remedos de gente que casi nunca hemos conocido, gente que no se acercó o pasó de largo en la vida de quienes ahora queremos, o que sí se detuvo pero se cansó al cabo del tiempo y desapareció sin dejar rastro o sólo la polvareda de los pies que van huyendo, o que se les murió a esos que amamos causándoles mortal herida que casi siempre acaba cerrándose. No podemos pretender ser los primeros, o los preferidos, sólo somos lo que está disponible, los restos, las sobras, los supervivientes, lo que va quedando, los saldos, y es con eso poco noble con lo que se erigen los más grandes amores y se fundan las mejores familias, de eso provenimos todos, producto de la casualidad y el conformismo, de los descartes y las timideces y los fracasos ajenos, y aun así daríamos cualquier cosa a veces por seguir junto a quien rescatamos un día de un desván o una almoneda, o nos tocó en suerte a los naipes o nos recogió de los desperdicios; inverosímilmente logramos convencernos de nuestros azarosos enamoramientos, y son muchos los que creen ver la mano del destino en lo que no es más que una rifa de pueblo cuando ya agoniza el verano…’. Entonces apagaba la luz de la mesilla de noche y al cabo de unos segundos los árboles que agitaba el viento se me hacían un poco visibles y podía dormirme observando, o acaso era adivinando, el mecimiento de sus hojas. ‘Qué sentido tiene’, pensaba. ‘El único sentido que tiene es que cualquier atisbo nos vale en estas tontas e invencibles circunstancias, cualquier asidero. Un día más, una hora más a su lado, aunque esa hora tarde siglos en presentarse; la vaga promesa de volver a verlo aunque pasen muchas fechas en medio, muchas fechas de vacío. Señalamos en la agenda aquellas en que nos llamó o lo vimos, contamos las que se suceden sin tener ninguna noticia, y esperamos hasta bien entrada la noche para darlas por definitivamente yermas o perdidas, no vaya a ser que a última hora suene el teléfono y él nos susurre una bobada que nos haga sentir injustificada euforia y que la vida es benigna y se apiada. Interpretamos cada inflexión de su voz y cada insignificante palabra, a la que sin embargo dotamos de estúpido y promisorio significado, y nos la repetimos. Apreciamos cualquier contacto, aunque haya sido tan sólo el justo para recibir una excusa burda o un desplante o para escuchar una mentira poco o nada elaborada. “Al menos ha pensado en mí en algún momento”, nos decimos agradecidos, o “Se acuerda de mí cuando se aburre, o si ha sufrido un revés con quien le importa, que es Luisa, quizá yo esté en segundo lugar y eso ya es algo”. A veces supone -aunque sólo a veces- que bastaría con que cayese quien ocupa el primero, eso lo han intuido todos los hermanos menores de los reyes y los príncipes y aun los parientes menos cercanos y los apartados y remotos bastardos, que saben que de ese modo se pasa también de ser el décimo al noveno, del sexto al quinto y del cuarto al tercero, y en algún momento todos ellos se habrán formulado en silencio su inexpresable deseo: “He should have died yesterday”, o “Debería haber muerto ayer, o hace siglos”; o el que a continuación se enciende en las cabezas de los más atrevidos: “Todavía está a tiempo de morir mañana, que será el ayer de pasado mañana, si para entonces yo sigo vivo”. Nos trae sin cuidado rebajarnos ante nosotros mismos, al fin y al cabo nadie nos va a juzgar ni hay testigos. Cuando nos atrapa la tela de araña fantaseamos sin límites y a la vez nos conformamos con cualquier migaja, con oírlo a él, con olerlo, con vislumbrarlo, con presentirlo, con que aún esté en nuestro horizonte y no haya desaparecido del todo, con que aún no se vea a lo lejos la polvareda de sus pies que van huyendo.’


Conmigo Díaz-Varela no disimulaba la impaciencia que se veía obligado a ocultar ante Luisa, cuando volvíamos a su conversación favorita, la que no podía mantener con ella y la única que me parecía que de verdad le importaba, como si todo lo demás fuera aplazable y provisorio mientras ese asunto no estuviera zanjado, como si el esfuerzo invertido en él fuera tan grande que el resto de las decisiones debieran quedar en suspenso y aguardar a que aquello se resolviera en un sentido o en otro, y el conjunto de su vida futura dependiera del fracaso o el éxito de aquella obstinada ilusión suya sin fecha de cumplimiento fijada. Quizá tampoco la había de incumplimiento definitivo: ¿qué pasaría si Luisa no reaccionaba a sus solicitudes y avances, o a sus pasiones si las expresaba, pero permanecía sola? ¿Cuándo consideraría él que era ya hora de abandonar tan larga guardia? Yo no quería deslizarme hacia lo mismo insensiblemente y por eso seguía cultivando a Leopoldo, al que había preferido no informar de la existencia de Díaz-Varela. Si habría sido ridículo que mis pasos también dependieran, indirectamente, de los que diera o no diera una viuda desconsolada, más aún lo habría sido que se añadieran los de un pobre hombre inconsciente que ni siquiera la conocía y se alargara así la cadena: con un poco de mala suerte y unos cuantos más enamorados de quienes sólo se dejan querer y no rechazan ni corresponden, se habría hecho interminable. Una serie de personas como fichas de dominó alineadas esperando el vencimiento de una mujer ajena a todo, para saber junto a quién caer y quedarse, o si junto a nadie.

En ningún momento se le ocurrió a Díaz-Varela que a mí pudiera escocerme la exposición de sus afanes, si bien es cierto que nunca se presentaba a sí mismo como la salvación o el destino de Luisa; jamás decía ‘Cuando salga de su abismo y respire de nuevo a mi lado, y sonría’, menos aún ‘Cuando vuelva a casarse y será conmigo’. Él nunca se postulaba ni se incluía, pero resultaba diáfano, era el hombre inamovible que espera, de haber vivido en otra época habría contado los días que faltaban de luto, y los de semiluto o alivio o como se llamaran antiguamente, y habría consultado con las mujeres mayores -las más entendidas en estas cuestiones- qué fecha sería aceptable para que él se desenmascarara y empezara a tirarle tejos. Es lo malo de que se hayan perdido ya todos los códigos, que no sabemos cuándo toca nada ni a qué atenernos, cuándo es pronto y cuándo es tarde y nuestro tiempo ha pasado. Debemos guiarnos por nosotros mismos y así es fácil meter la pata.

No sé si es que lo veía todo a la misma luz o si se buscaba textos literarios e históricos que apoyaran sus argumentos y acudieran en su ayuda (quizá lo orientaba Rico, hombre de saber inmenso, aunque por lo que yo sé es tarea vana intentar sacar a este desdeñoso erudito del Renacimiento y la Edad Media, ya que nada de lo habido y sucedido después de 1650 le merece por lo visto respeto, incluida su propia existencia).

– He leído un libro bastante famoso que no sabía que lo fuera -me decía, y cogía el volumen francés de la estantería y lo agitaba ante mis ojos, como si con él en la mano pudiera hablarme con mayor conocimiento de causa y además me demostrara que en efecto lo había leído-. Es una novela corta de Balzac que me da la razón respecto a Luisa, respecto a lo que le ocurrirá de aquí a un tiempo. Cuenta la historia de un Coronel napoleónico que fue dado por muerto en la batalla de Eylau. Esta batalla tuvo lugar entre el 7 y el 8 de febrero de 1807 cerca de la población de ese nombre, en la Prusia Oriental, y enfrentó a los ejércitos francés y ruso con un frío del demonio, se dice que quizá sea la batalla librada con un tiempo más inclemente de toda la historia, aunque ignoro cómo puede saberse eso y menos aún afirmarse. Este Coronel, Chabert de nombre, al mando de un regimiento de caballería, recibe un brutal sablazo en el cráneo en el transcurso del combate. Hay un momento de la novela en el que, al quitarse el sombrero en presencia de un abogado, se le levanta también la peluca que lleva, y se le ve una monstruosa cicatriz transversal que le coge desde el occipucio hasta el ojo derecho, imagínate -y se señaló la trayectoria en la cabeza, pasándose lentamente el índice-, formando ‘un enorme costurón prominente’, en palabras de Balzac, quien añade que el primer pensamiento que semejante herida sugería era ‘¡Por ahí se ha escapado la inteligencia!’. El Mariscal Murat, el mismo que sofocó en Madrid el levantamiento del 2 de mayo, lanza entonces una carga de mil quinientos jinetes para socorrerlo, pero todos ellos, Murat el primero, pasan por encima de Chabert, de su cuerpo recién abatido. Se lo da por muerto, pese a que el Emperador, que le tenía aprecio, envía a dos cirujanos a verificar su defunción en el campo de batalla; pero esos dos hombres negligentes, sabedores de que le habían abierto la cabeza de parte a parte y luego lo habían pisoteado dos regimientos de caballería, no se molestan ni en tomarle el pulso y la certifican oficialmente, aunque a la ligera, y esa muerte pasa a constar en los boletines del ejército francés, en los que se consigna y detalla, y así se convierte en un hecho histórico. Se lo apila en una fosa con los demás cadáveres desnudos, según era la costumbre: había sido un vivo ilustre, pero ahora es sólo un muerto en medio del frío y todos van al mismo sitio. El Coronel, de manera inverosímil pero muy convincente tal como se la relata a un abogado parisiense, Derville, al que quiere encargar su caso, recupera el conocimiento antes de ser sepultado, cree estar muerto, se da cuenta de que está vivo, y con muchas dificultades y suerte logra salir de esa pirámide de fantasmas después de haber pertenecido a ellos quién sabe durante cuántas horas y de haber oído, o creído oír, como dice -y aquí Díaz-Varela abrió el librito y buscó una cita, las debía de tener señaladas y tal vez por eso lo había cogido, para ofrecerme alguna de vez en cuando-, ‘gemidos lanzados por el mundo de cadáveres en medio del cual yo yacía’; y añade que aún ‘hay noches en que creo oír esos suspiros ahogados’. Su mujer queda viuda, y al cabo de cierto tiempo contrae nuevas nupcias con un tal Ferraud, un Conde, del que tiene los hijos, dos, que no le había dado su primer matrimonio. Hereda de su militar caído y heroico una apreciable fortuna, se rehace y sigue adelante con su vida, aún es joven, tiene trecho por recorrer y eso es lo determinante: el trecho que previsiblemente nos resta y cómo queremos atravesarlo una vez que decidimos permanecer en el mundo y no marchar tras los espectros, que ejercen una atracción muy fuerte cuando todavía son recientes, como si trataran de arrastrarnos. Cuando mueren muchos alrededor, como en una guerra, o bien uno solo muy querido, sentimos en primera instancia la tentación de irnos con ellos, o por lo menos de cargar con su peso, de no soltarlos. La mayoría de la gente, sin embargo, los deja marchar del todo al cabo del tiempo, cuando se da cuenta de que su propia supervivencia está en juego, de que los muertos son un gran lastre e impiden cualquier avance, y aun cualquier aliento, si se vive demasiado pendiente de ellos, demasiado de su oscuro lado. Lamentablemente ya están fijos como pinturas, no se mueven, no añaden nada, no dicen nada ni jamás responden, y nos abocan al enquistamiento, a meternos en un rincón de su cuadro que no admite retoques al estar completamente acabado. La novela no cuenta la pena de esa viuda, si es que la hubo como la hay en Luisa; no habla de su dolor ni de su luto, al personaje no se lo muestra en esa época, cuando recibiera la fatal noticia, sino unos diez años más tarde, en 1817, creo, pero es de suponer que siguió todo el obligado trayecto en estos casos (estupor, desolación, tristeza y languidecimiento, apatía, sobresalto y temor al comprobar que pasa el tiempo, y recuperación entonces), puesto que tampoco aparece como una perfecta desalmada o al menos no como alguien que lo fuera desde el principio, la verdad es que no se sabe, eso queda en la penumbra.

Díaz-Varela se interrumpió y bebió un trago de su whisky con hielo que se tenía servido. No se había vuelto a sentar tras levantarse a coger el libro, yo estaba en su sofá reclinada, aún no habíamos ido a su cama. Así solía ser, primero tomábamos asiento y hablábamos durante una hora al menos, y yo siempre tenía la duda de si vendría o no el segundo acto, nuestra manera inicial de comportarnos no lo preanunciaba en modo alguno, era la de dos personas que tienen cosas que contarse o sobre las que departir y que no han de pasar inevitablemente por el sexo. Yo tenía la sensación de que éste podía o no surgir y de que las dos posibilidades eran igualmente naturales y de que ninguna debía darse por descontada, como si cada vez fuese la primera y nada se acumulara de lo habido en ese campo -ni siquiera la confianza, ni siquiera la caricia en la cara-, y el mismo recorrido hubiera de empezarse desde el principio eternamente. También tenía la seguridad de que sería lo que él quisiera o más bien propusiera, porque lo cierto es que acababa proponiéndolo él sin falta, con una palabra o un gesto, pero sólo al cabo de la sesión de charla y ante mi timidez nunca vencida. Yo temía que en cualquier ocasión, en vez de hacer aquel gesto o decir aquella palabra que me invitaban a pasar a su alcoba o a disponerme a que me levantara la falda, de pronto -o tras una pausa- pusiera fin a la conversación y al encuentro como si fuéramos dos amigos que han agotado los temas o a los que aguardan quehaceres y me despachara con un beso a la calle, jamás tenía la certeza de que mi visita acabara con el enredo de nuestros cuerpos. Esta extraña incertidumbre me gustaba y no me gustaba: por una parte me hacía pensar que él disfrutaba de mi compañía en todo caso y circunstancia, y que no me veía como un mero instrumento para su higiene o su desahogo sexuales; por otra me daba rabia que pudiera resistirse durante tanto rato a mi cercanía, que no sintiera la necesidad apremiante de abalanzarse sobre mí sin preámbulos, nada más abrirme la puerta, y satisfacer su deseo; que fuera tan capaz de aplazarlo, o quizá era de condensarlo mientras yo lo miraba y oía. Pero este reparo hay que achacarlo a la inconformidad que nos domina, o sin la que no sabemos pasarnos, sobre todo porque al final siempre llegaba lo que yo temía que no se diese, y además no había queja.

– Continúa, qué pasó después, en qué te da la razón ese libro -le dije. Desde luego tenía labia y a mí me encantaba escucharlo, me hablara de lo que me hablara y aunque me relatase una historia vieja de Balzac que yo podría leer por mi cuenta, no por él inventada, seguramente sí interpretada o tal vez tergiversada. Lograba interesarme con cualquier cosa que eligiera, y aún peor, me divertía (peor porque tenía conciencia de que un día me tocaría apartarme). Ahora que ya no voy nunca a su casa, recuerdo aquellas visitas como un territorio secreto y una pequeña aventura, gracias quizá al primer acto, o más a éste que al segundo incierto, y por incierto más ansiado entonces.

– El Coronel quiere recuperar su nombre, su carrera, su rango, su dignidad, su fortuna o parte de ella (lleva años viviendo en la miseria) y, lo que es más complicado, a su mujer, que resultaría ser bígama si se demostrase que Chabert es en efecto Chabert y no un impostor ni un lunático. Tal vez Madame Ferraud lo quiso de veras y lloró su muerte cuando se la anunciaron, y sintió que el mundo se le hundía; pero su reaparición está de sobra, su resurrección supone un verdadero incordio, un gran problema, una amenaza de catástrofe y de ruina, de nuevo el hundimiento del mundo en el colmo de la paradoja: ¿cómo puede volver a traerlo el regreso de aquel cuya desaparición ya lo trajo? Aquí se ve claramente que, con el paso del tiempo, lo que ha sido debe seguir siendo o debe seguir habiendo sido, como sucede siempre o casi siempre, así está concebida la vida, de manera que lo hecho nunca pueda deshacerse ni desacontecer lo acontecido; los muertos han de permanecer en su sitio y nada debe rectificarse. Nos permitimos añorarlos porque vamos sobre seguro con ellos: perdimos a tal persona, y como sabemos que no va a presentarse ni a reclamar el lugar que dejó vacante y que ha sido rápidamente ocupado, somos libres de anhelar con todas nuestras fuerzas su vuelta. La echamos de menos con la tranquilidad de que jamás van a cumplirse nuestros proclamados deseos y de que no hay posible retorno, de que ya no va a intervenir en nuestra existencia ni en los asuntos del mundo, de que ya no va a intimidarnos ni a cohibirnos ni tan siquiera a hacernos sombra, de que ya nunca más será mejor que nosotros. Lamentamos sinceramente su marcha, y es cierto que cuando se produjo queríamos que hubiera seguido viviendo; que se hizo un hueco espantoso, y aun un abismo por el que nos tentó despeñarnos tras ellos, momentáneamente. Eso es, momentáneamente, es raro que esa tentación no se venza. Luego pasan los días y los meses y los años y nos acomodamos; nos acostumbramos a ese hueco y ni siquiera nos planteamos la posibilidad de que el muerto volviera a llenarlo, porque los muertos no hacen eso y estamos a salvo de ellos, y además ese hueco se ha cubierto y por lo tanto ya no es el mismo o ha pasado a ser ficticio. De los más cercanos nos acordamos a diario, y aun nos entristecemos cada vez al pensar que no volveremos a verlos ni a oírlos ni a reír con ellos, o a besar a los que besábamos. Pero no hay muerte que no alivie algo en algún aspecto, o que no ofrezca alguna ventaja. Una vez acaecida, claro está, de antemano no se quiere ninguna, probablemente ni la de los enemigos. Se llora al padre, por ejemplo, pero nos quedamos con su herencia, con su casa, su dinero y sus bienes, que tendríamos que devolverle si regresara, poniéndonos en un aprieto y causándonos desgarradora angustia. Se llora a la mujer o al marido, pero a veces descubrimos, aunque tardemos un tiempo, que vivimos más felices y desahogados sin ellos o que podemos empezar de nuevo, si todavía no somos demasiado mayores para eso: la humanidad entera a nuestra disposición, como cuando éramos muy jóvenes; la posibilidad de elegir sin cometer viejos errores; el descanso de no tener que soportar las facetas de él o de ella que nos desagradaban, y siempre hay algo que desagrada de quien está siempre ahí, a nuestro lado o enfrente o detrás o delante, el matrimonio circunda, el matrimonio rodea. Se llora al gran escritor o al gran artista cuando mueren, pero hay cierta alegría en saber que el mundo se ha hecho un poco más vulgar y más pobre y que nuestras propias vulgaridad y pobreza quedan así más escondidas o disimuladas, que ya no está ese individuo que con su presencia nos subrayaba nuestra comparativa medianía, que el talento ha dado otro paso hacia su desaparición de la tierra o se desliza aún más hacia el pasado, del que no debería salir nunca, en el que debería quedar confinado para que no pudiera afrentarnos más que retrospectivamente si acaso, lo cual es menos lacerante y más llevadero. Hablo de la mayoría, no de todos, desde luego. Pero este regocijo se observa hasta en la actitud de los periodistas, que suelen titular ‘Muere el último genio del piano’, o ‘Cae la última leyenda del cine’, como si celebraran alborozados que por fin ya no hay más ni va a haberlos, que con la defunción de turno nos libramos de la universal pesadilla de que exista gente superior o especialmente dotada a la que a nuestro pesar admiramos; que ahuyentamos un poco más esa maldición o la rebajamos. Y por supuesto se llora al amigo, como yo he llorado a Miguel, pero también en eso hay una sensación grata de supervivencia y de mejor perspectiva, de ser uno quien asista a la muerte del otro y no a la inversa, de poder contemplar su cuadro completo y al final contar la historia, de encargarse de las personas que deja desamparadas y consolarlas. A medida que los amigos mueren uno se va sintiendo más encogido y más solo, pero a la vez va descontando, ‘Uno menos, uno menos, yo sé lo que fue de ellos hasta el último instante, y soy quien queda para contarlo. A mí, en cambio, nadie me verá morir a quien yo le importe de veras ni será capaz de relatarme entero, luego en cierto sentido estaré siempre inacabado, porque ellos no tendrán la certeza de que yo no siga vivo eternamente, si caer no me han visto’.


Tenía una fuerte tendencia a disertar y a discursear y a la digresión, como se la he visto a no pocos escritores de los que pasan por la editorial, parece que no les bastara con llenar hojas y hojas con sus ocurrencias y sus historias absurdas cuando no pretenciosas cuando no truculentas cuando no patéticas, salvo excepción. Pero Díaz-Varela no era exactamente escritor y en su caso no me molestaba, es más, siguió siempre ocurriéndome lo que me había sucedido la segunda vez que lo vi, en la terraza vecina al Museo, que mientras peroraba no podía apartar los ojos de él y me deleitaban su voz grave y como hacia dentro y su sintaxis de encadenamientos a menudo arbitrarios, el conjunto parecía provenir a veces no de un ser humano sino de un instrumento musical que no transmite significados, quizá de un piano tocado con agilidad. En esta ocasión, sin embargo, sentía curiosidad por saber del Coronel Chabert y de Madame Ferraud, y sobre todo por qué aquella novela corta le daba la razón respecto a Luisa, según él, aunque esto último me lo iba imaginando.

– Ya, pero ¿qué pasó con el Coronel? -lo interrumpí, y vi que no se lo tomaba a mal, tenía conciencia de su propensión y quizá agradecía que se la refrenaran-. ¿Lo aceptó el mundo de los vivos al que pretendía regresar? ¿Lo aceptó su mujer? ¿Logró volver a existir?

– Lo que pasó es lo de menos. Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta. Y lo que le pasó al Coronel lo puedes averiguar por tus propios medios, no te vendría mal leer a autores no contemporáneos de vez en cuando. Te presto el libro si quieres, ¿o no lees francés? La traducción que hay por ahí es mala. Casi nadie sabe ya francés. -Él había estudiado en el Liceo; poco nos habíamos contado de nuestras respectivas historias, eso sí me lo había llegado a decir-. Lo que aquí importa es que la reaparición de ese Chabert es una desdicha absoluta. Por supuesto para su mujer, que se había rehecho y ya tiene esta otra vida en la que no cabe él o sólo cabe como pasado, como estaba, como recuerdo cada vez más delgado, muerto y bien muerto, enterrado en una fosa desconocida y lejana junto con otros caídos de aquella batalla de Eylau de la que diez años después casi nadie se acuerda ni se quiere acordar, entre otros motivos porque el que la libró está desterrado y languidece en Santa Helena y ahora reina Luis XVIII, y lo primero que todo régimen hace es olvidar y minimizar y borrar lo del anterior, y convertir a los que lo sirvieron en nostálgicos putrefactos a los que sólo les resta apagarse quedamente y morir. El Coronel lo sabe desde el primer momento, que su inexplicable supervivencia es una maldición para la Condesa, la cual no responde a sus iniciales cartas ni quiere verlo, no está dispuesta a arriesgarse a reconocerlo y confía en que se trate de un demente o de un farsante, o si no en que desista por agotamiento, amargura y desolación. O, cuando ya no puede seguir negando, en que regrese a los campos de nieve y se muera de una vez, otra vez. Cuando por fin se encuentran y hablan, el Coronel, que no ha hallado razones para dejar de amarla durante su largo exilio de la tierra con las infinitas penalidades de ser un difunto, le pregunta -y Díaz-Varela buscó otra cita en el pequeño volumen, aunque esta era tan corta que por fuerza se la tenía que saber de memoria-: ‘¿Los muertos hacen mal en volver?’, o acaso (también podría entenderse así): ‘¿Se equivocan los muertos al regresar?’. Lo que dice en francés es esto: ‘Les morts ont donc bien tort de revenir?’ -Y me pareció que su acento también era bueno en esa lengua-. La Condesa, hipócritamente, le contesta: ‘¡Oh señor, no, no! No me crea usted ingrata’, y añade: ‘Si ya no está en mi mano amarlo, sé todo lo que le debo y todavía puedo brindarle los afectos de una hija’. Y dice Balzac que, tras escuchar la comprensiva y generosa respuesta del Coronel a estas palabras -y Díaz-Varela leyó de nuevo (boca carnosa, boca besable)-, ‘La Condesa le lanzó una mirada impregnada de tal reconocimiento que el pobre Chabert habría querido volver a meterse en su fosa de Eylau’. Es decir, hay que entender, habría querido no causarle más problemas ni perturbaciones, no entrometerse en un mundo que había dejado de ser el suyo, no ser más su pesadilla ni su fantasma ni su tormento, suprimirse y desaparecer.

– ¿Y así lo hizo? ¿Abandonó el campo y se dio por vencido? ¿Se volvió a su fosa, se retiró? -le pregunté aprovechando su pausa.

– Ya lo leerás. Pero esa desdicha de permanecer vivo tras haberse muerto y haber sido dado por muerto hasta en los anales del Ejército (‘un hecho histórico’), no sólo alcanza a su mujer, sino también a él. No se puede pasar de un estado a otro, o mejor dicho, del segundo al primero, claro está, y él tiene plena conciencia de ser un cadáver, un cadáver oficial y en buena medida real, él creyó serlo del todo y oyó los gemidos de sus iguales, que ningún vivo podría oír. Cuando al comienzo de la novela se presenta en el bufete del abogado, uno de los pasantes o mandaderos le pregunta el nombre. Él responde: ‘Chabert’, y el individuo le dice: ‘¿El Coronel muerto en Eylau?’. Y el espectro, lejos de protestar, de rebelarse y enfurecerse y contradecirle en el acto, se limita a asentir y a confirmárselo mansamente: ‘El mismo, señor’. Y un poco más tarde es él quien hace suya esa definición. Cuando por fin logra que lo atienda el abogado en persona, Derville, y éste le pregunta: ‘Señor, ¿con quién tengo el honor de hablar?’, él contesta: ‘Con el Coronel Chabert’. ‘¿Cuál?’, insiste el abogado, y lo que oye a continuación es un absurdo que no deja de ser la pura verdad: ‘El que murió en Eylau’. En otro momento es el propio Balzac el que se refiere a él de esta manera, aunque sea irónicamente: ‘Señor, dijo el difunto…’, eso escribe. El Coronel padece sin cesar su detestable condición de hombre que no ha muerto cuando le tocaba morir o aun después de sí morir, como mandó verificar con pena el mismísimo Napoleón. Al exponerle su caso a Derville, le confiesa lo siguiente -y Díaz-Varela rebuscó entre las páginas hasta dar con la cita-: ‘A fe mía que hacia aquella época, y todavía hoy, en algunos momentos, mi nombre me es desagradable. Quisiera no ser yo. El sentimiento de mis derechos me mata. Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’. Fíjate bien: ‘Mi nombre me es desagradable, quisiera no ser yo’. -Díaz-Varela me repitió estas palabras, me las subrayó-. Lo peor que le puede pasar a alguien, peor que la muerte misma; también lo peor que uno puede hacerles a los demás, es volver del lado del que no se vuelve, resucitar a destiempo, cuando ya no se lo espera, cuando es tarde y no corresponde, cuando los vivos lo tienen a uno por terminado y han proseguido o reanudado sus vidas sin contar más con él. No hay mayor desgracia, para el que regresa, que descubrir que está de sobra, que su presencia es indeseada, que perturba el universo, que constituye un estorbo para sus seres queridos y que éstos no saben qué hacer con él.

– ‘Lo peor que le puede pasar a alguien’, vaya. Estás hablando como si eso sucediera, y eso no sucede jamás, o solamente en la ficción.

– La ficción tiene la facultad de enseñarnos lo que no conocemos y lo que no se da -me respondió con rapidez-, y en este caso nos permite imaginarnos los sentimientos de un muerto que se viera obligado a volver, y nos muestra por qué no deben volver. Excepto la gente muy trastornada o anciana, todo el mundo, más pronto o más tarde, hace esfuerzos por olvidarlos. Evita pensar en ellos, y cuando no lo puede remediar por alguna razón, se amohína, se entristece, se detiene, se le saltan las lágrimas, y se ve impedido de continuar hasta que se sacude el pensamiento oscuro o aborta la rememoración. A la larga, no te engañes, incluso a la media, todo el mundo acaba por sacudirse a los muertos, ese es su destino final, y lo más probable es que ellos se mostraran conformes con esa medida, y que, una vez conocida y probada su condición, no estuvieran tampoco dispuestos a regresar. Quien haya cesado en la vida, quien se haya desentendido de ella, aunque no haya sido por su voluntad sino por asesinato y a su gran pesar, no querría reincorporarse, reanudar la fatiga enorme de existir. Mira, el Coronel Chabert ha sufrido incomparables padecimientos y ha visto lo que todos tenemos por los mayores horrores, los de la guerra; uno diría que nadie podría darle lecciones de espanto a quien hubiera participado en despiadadas batallas libradas bajo un frío inhumano, como en Eylau, y esa no fue la primera en la que él tomó parte, sino la última; allí se enfrentaron dos ejércitos de setenta y cinco mil hombres cada uno; no se sabe con exactitud cuántos murieron, pero se dice que quizá no fueron menos de cuarenta mil, y que se combatió durante catorce horas o más para bien poco: los franceses se adueñaron del campo, pero éste no era más que una vasta extensión nevada con cadáveres amontonados, y el Ejército ruso quedó muy dañado cuando se retiró, pero no destruido. Los franceses estaban tan maltrechos y exhaustos, y tan ateridos, que durante cuatro horas, con la noche entrada, ni siquiera se dieron cuenta de que sus enemigos se iban silenciosamente. No habrían estado en condiciones de perseguirlos. Se cuenta que a la mañana siguiente el Mariscal Ney recorrió el campo a caballo y que el único comentario que salió de sus labios reflejó una mezcla de sobrecogimiento, hastío y desaprobación: ‘¡Qué matanza! Y sin resultado’. Y sin embargo, pese a todo esto, no es precisamente el militar, no es Chabert, sino el abogado, Derville, que no ha visto nunca una carga de caballería ni una herida de bayoneta ni los estragos de un cañonazo, que se ha pasado la vida metido en su despacho o en los tribunales, a salvo de la violencia física, sin apenas salir de París, quien al final de la novela se permite hablar e ilustrarnos sobre los horrores a que ha asistido a lo largo de su carrera, una carrera civil, ejercida no en la guerra sino en la paz, no en el frente sino en la retaguardia. Le dice a su antiguo empleado Godeschal, que ahora se va a estrenar como abogado: ‘¿Sabe usted, querido amigo, que en nuestra sociedad existen tres hombres, el Sacerdote, el Médico y el Hombre de justicia, que no pueden estimar el mundo? Tienen vestimentas negras, quizá porque llevan el duelo de todas las virtudes, de todas las ilusiones. El más desgraciado de los tres es el abogado’. Cuando la gente acude al sacerdote, le explica, lo hace con remordimiento, con arrepentimiento, con creencias que la engrandecen y le confieren interés, y que en cierto modo consuelan el alma del mediador. ‘Pero nosotros los abogados’ -y aquí Díaz-Varela me leyó en español de la última página de la novela, traduciendo sobre la marcha sin duda, no es que se hubiera preparado una versión-, ‘nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar. ¡De cuántas cosas no me he enterado al desempeñar mi cargo! ¡He visto morir a un padre en un granero, sin blanca, abandonado por dos hijas a las que había donado cuarenta mil libras de renta! He visto arder testamentos; he visto a madres despojar a sus hijos, a maridos robar a sus mujeres, a mujeres matar a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante. He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor. No puedo decirle todo lo que he visto, porque he visto crímenes contra los que la justicia es impotente. En fin, todos los horrores que los novelistas creen inventar se quedan siempre por debajo de la verdad. Va usted a conocer todas estas cosas tan bonitas, a usted se las dejo; yo me voy a vivir al campo con mi mujer, París me produce horror.’

Díaz-Varela cerró el pequeño volumen y guardó el breve silencio que conviene a cualquier final. No me miró, permaneció con la vista fija en la cubierta, como si dudara si volverlo a abrir, si volver a empezar. Yo no pude por menos de preguntar otra vez por el Coronel:

– ¿Y cómo acabó Chabert? Supongo que mal, si la conclusión es tan pesimista. Pero también es una visión muy parcial, lo admite el propio personaje: la de uno de los tres hombres que no pueden estimar el mundo, la del más desgraciado, según él. Por fortuna hay muchas más, y la mayoría difiere de la de esos tres.

Pero no me contestó. De hecho tuve la impresión, inicialmente, de que ni siquiera me había oído.

– Así termina el relato -dijo-. Bueno, casi: Balzac le hace responder a ese Godeschal una frase que no viene a cuento y que está a punto de anular la fuerza de esta visión que te acabo de leer; en fin, es un defecto menor. Esta novela fue escrita en 1832, hace ciento ochenta años, aunque la conversación entre los dos abogados, el veterano y el novel, Balzac la sitúa extrañamente en 1840, es decir, en lo que en aquel momento era el futuro, en una fecha en la que ni siquiera podía tener la seguridad de ir a vivir, como si supiera a ciencia cierta que nada iba a cambiar, no ya en los siguientes ocho años sino jamás. Si esa fue su intención, tenía toda la razón. No es sólo que las cosas sigan siendo hoy como las describió entonces o quizá peor, pregúntale a cualquier abogado. Es que siempre han sido así. El número de crímenes impunes supera con creces el de los castigados; del de los ignorados y ocultos ya no hablemos, por fuerza ha de ser infinitamente mayor que el de los conocidos y registrados. En realidad es natural que sea Derville, no Chabert, el encargado de hablar de los horrores del mundo. Al fin y al cabo un soldado juega relativamente limpio, se sabe a lo que va, no traiciona ni engaña y actúa no sólo obedeciendo órdenes, sino por necesidad: es su vida o la del enemigo, que quiere quitársela o más bien se encuentra en la misma disyuntiva que él. El soldado no suele obrar por propia iniciativa, no concibe odios ni resentimientos ni envidias, no lo mueven la codicia a largo plazo ni la ambición personal; carece de motivos, más allá de un patriotismo vago, retórico y hueco, eso los que lo sientan y se dejen convencer: pasaba en tiempos de Napoleón, ahora ya rara vez, ese tipo de hombre ya casi no existe, al menos en nuestros países con sus ejércitos de mercenarios. Las carnicerías de las guerras son espantosas, sí, pero quienes intervienen en ellas las ejecutan tan sólo y no las maquinan, ni siquiera las maquinan del todo los generales ni los políticos, que tienen una visión cada vez más abstracta e irreal de esas matanzas y desde luego no asisten a ellas, hoy menos que nunca; en verdad es como si enviaran al frente o a bombardear a soldaditos de juguete cuyos rostros jamás ven, o bien, hoy en día, supongo, como si activaran y se entregaran a un juego más de ordenador. En cambio los crímenes de la vida civil sí que dan escalofríos, dan pavor. Quizá no tanto por ellos, que son menos llamativos y están dosificados y esparcidos, uno aquí, otro allá, al darse en forma de goteo parece que clamen menos al cielo y no levantan oleadas de protestas por incesante que sea su sucesión: cómo podría ser, si la sociedad convive con ellos y está impregnada de su carácter desde tiempo inmemorial. Pero sí por su significado. Ahí participan siempre la voluntad individual y el motivo personal, cada uno es concebido y urdido por una sola mente, a lo sumo por unas pocas si se trata de una conspiración; y hacen falta muchas distintas, separadas unas de otras por kilómetros o años o siglos, en principio no expuestas al contagio mutuo, para que se cometan tantísimos como ha habido y aún hay; lo cual, en cierto sentido, resulta más descorazonador que una carnicería masiva ordenada por un solo hombre, por una sola mente a la que siempre podremos considerar una inhumana y desdichada excepción: la que declara una guerra injusta y sin cuartel o inicia una feroz persecución, la que dictamina un exterminio o desencadena una yihad. Lo peor no es esto, con ser atroz, o lo es sólo cuantitativamente. Lo peor es que tantos individuos dispares de cualquier época y país, cada uno por su cuenta y riesgo, cada uno con sus pensamientos y fines particulares e intransferibles, coincidan en tomar las mismas medidas de robo, estafa, asesinato o traición contra sus amigos, sus compañeros, sus hermanos, sus padres, sus hijos, sus maridos, sus mujeres o amantes de los que ya se quieren deshacer. Contra aquellos a los que probablemente más quisieron alguna vez, por quienes en otro tiempo habrían dado la vida o habrían matado a quien los amenazara, es posible que se hubieran enfrentado a sí mismos de haberse visto en el futuro, dispuestos a asestarles el golpe definitivo que ahora ya se aprestan a descargar sobre ellos sin remordimiento ni vacilación. Es a esto a lo que se refiere Derville: ‘Nosotros vemos repetirse los mismos sentimientos malvados, nada los corrige, nuestros bufetes son cloacas que no se pueden limpiar… No puedo decirle todo lo que he visto…’. -Díaz-Varela citó esta vez de memoria y se paró, quizá porque no recordaba más, quizá porque no tenía objeto seguir. Volvió a fijar la vista en la cubierta, cuya ilustración era un cuadro con la cara de un húsar, o eso me pareció, con nariz aguileña, mirada perdida, largo bigote curvo y morrión, posiblemente de Géricault; y añadió, como si abandonara esa misma mirada perdida y saliera de una ensoñación-: Es una novela bastante famosa, aunque yo no lo sabía. Hasta se han hecho tres películas de ella, imagínate.


Cuando alguien está enamorado, o más precisamente cuando lo está una mujer y además es al principio y el enamoramiento todavía posee el atractivo de la revelación, por lo general somos capaces de interesarnos por cualquier asunto que interese o del que nos hable el que amamos. No solamente de fingirlo para agradarle o para conquistarlo o para asentar nuestra frágil plaza, que también, sino de prestar verdadera atención y dejarnos contagiar de veras por lo que quiera que él sienta y transmita, entusiasmo, aversión, simpatía, temor, preocupación o hasta obsesión. No digamos de acompañarlo en sus reflexiones improvisadas, que son las que más atan y arrastran porque asistimos a su nacimiento y las empujamos, y las vemos desperezarse y vacilar y tropezar. De pronto nos apasionan cosas a las que jamás habíamos dedicado un pensamiento, cogemos insospechadas manías, nos fijamos en detalles que nos habían pasado inadvertidos y que nuestra percepción habría seguido omitiendo hasta el fin de nuestros días, centramos nuestras energías en cuestiones que no nos afectan más que vicariamente o por hechizo o contaminación, como si decidiéramos vivir en una pantalla o en un escenario o en el interior de una novela, en un mundo ajeno de ficción que nos absorbe y entretiene más que el nuestro real, el cual dejamos temporalmente en suspenso o en un segundo lugar, y de paso descansamos de él (nada tan tentador como entregarse a otro, aunque sólo sea con la imaginación, y hacer nuestros sus problemas y sumergirnos en su existencia, que al no ser la nuestra ya es más leve por eso). Tal vez sea excesivo expresarlo así, pero nos ponemos inicialmente al servicio de quien nos ha dado por querer, o por lo menos a su disposición, y la mayoría lo hacemos sin malicia, esto es, ignorando que llegará un día, si nos afianzamos y nos sentimos firmes, en que él nos mirará desilusionado y perplejo al comprobar que en realidad nos trae sin cuidado lo que antaño nos suscitaba emoción, que nos aburre lo que nos cuenta sin que él haya variado de temas ni éstos hayan perdido interés. Será sólo que hemos dejado de esforzarnos en nuestro entusiasta querer inaugural, no que fingiéramos y fuéramos falsas desde el primer instante. Con Leopoldo nunca hubo un ápice de ese esfuerzo, porque tampoco lo hubo de ese voluntarioso e ingenuo e incondicional querer; sí en cambio con Díaz-Varela, con quien me volqué íntimamente -es decir, con prudencia y sin agobiarlo, ni casi hacérselo notar- pese a saber de antemano que él no podría corresponderme, que él estaba a su vez al servicio de Luisa y que además llevaba por fuerza mucho tiempo esperando su oportunidad.

Me llevé la novelita de Balzac (sí, sé francés) porque él la había leído y me había hablado de ella, y cómo no interesarme por lo que le había interesado a él si estaba en la fase del enamoramiento en que éste es una revelación. También por curiosidad: quería averiguar qué le había ocurrido al Coronel, aunque ya suponía que no habría terminado bien, que no habría reconquistado a su mujer ni recuperado su fortuna ni su dignidad, que acaso habría añorado su condición de cadáver. No había leído nunca nada de ese autor, era un nombre célebre más al que como a tantos otros no me había asomado, es verdad que el trabajo en una editorial impide conocer, paradójicamente, casi todo lo valioso que la literatura ha creado, lo que el tiempo ha sancionado y autorizado milagrosamente a permanecer más allá de su brevísimo instante que cada vez se hace más breve. Pero además me intrigaba saber por qué Díaz-Varela se había fijado y detenido tanto en ella, por qué lo había llevado a esas reflexiones, por qué la utilizaba como demostración de que los muertos están bien así y nunca deben volver, aunque su muerte haya sido intempestiva e injusta, estúpida, gratuita y azarosa como la de Desvern, y aunque ese riesgo no exista, el de su reaparición. Era como si temiera que en el caso de su amigo esa resurrección fuera posible y quisiera convencerme o convencerse del error que significaría, de su inoportunidad, y aun del mal que ese regreso haría a los vivos y también al difunto, como irónicamente había llamado Balzac al superviviente y fantasmal Chabert, de los padecimientos superfluos que les causaría a todos, como si los verdaderos muertos aún pudieran padecer. Asimismo me daba la impresión de que Díaz-Varela se esforzaba por suscribir y dar por cierta la visión pesimista del abogado Derville, sus ideas sombrías sobre la capacidad infinita de los individuos normales (de ti, de mí) para la codicia y el crimen, para anteponer sus intereses mezquinos a cualquier otra consideración de piedad, afecto y hasta temor. Era como si quisiera verificar en una novela -no en una crónica ni en unos anales ni en un libro de historia-, persuadirse a través de ella de que la humanidad era así por naturaleza y lo había sido siempre, de que no había escapatoria y de que no cabía esperar más que las mayores vilezas, las traiciones y las crueldades, los incumplimientos y los engaños que brotaban y se cometían en todo tiempo y lugar sin necesidad de ejemplos previos ni de modelos que imitar, sólo que la mayoría quedaban en secreto, encubiertos, eran subrepticios y jamás salían a la luz, ni siquiera al cabo de cien años, que es justamente cuando a nadie le preocupa saber lo que aconteció tanto tiempo atrás. Y no había llegado a decirlo, pero era fácil deducir que ni siquiera creía que hubiera muchas excepciones, aunque quizá sí unas pocas de los seres cándidos, sino más bien que donde parecía haberlas lo que en verdad solía haber era mera falta de imaginación o de audacia, o bien mera incapacidad material para llevar a cabo el desvalijamiento o el crimen, o bien ignorancia nuestra, desconocimiento de lo que la gente había hecho o planeado o mandado ejecutar, conseguida ocultación.

Al llegar al final de la novela, a las palabras de Derville que Díaz-Varela me había recitado improvisando en español, me llamó la atención que hubiera incurrido en un error de traducción, o acaso era que había entendido mal, tal vez involuntariamente o tal vez a propósito para cargarse aún más de razón; quizá había querido o había optado por leer algo que no estaba en el texto y que, en su equivocada interpretación, deliberada o no, reforzaba lo que él trataba de suscribir y subrayaba lo despiadados que eran los hombres, o en este caso las mujeres. Él había citado así: ‘He visto a mujeres darle al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Al oír esa frase se me había helado la sangre, porque suele estar fuera de nuestras cabezas la idea de que una madre haga distinciones entre sus criaturas, más aún que las haga en función de quiénes sean los padres, de cuánto hayan amado a uno o detestado o padecido a otro, y todavía más que sea capaz de causarle la muerte al primer vástago en beneficio del preferido, administrándole a aquél con añagaza un veneno, aprovechándose de su confianza ciega en la persona que lo trajo al mundo, que lo ha alimentado y cuidado y sanado durante su existencia entera, quizá en forma de curativas gotas contra la tos. Pero no era eso lo que decía el original, en la novela no se leía ‘J’ai vu des femmes donnant à l’enfant d’un premier lit des gouttes qui devaient amener sa mort, sino ‘des goûts’, que no significa ‘gotas’ sino ‘gustos’, aunque aquí no cupiera traducirlo así, porque sería como mínimo ambiguo e induciría a confusión. Sin duda Díaz-Varela tenía mejor francés que yo, si había estudiado en el Liceo, pero me atreví a pensar que el equivalente más adecuado a lo que escribió Balzac sería algo semejante a esto: ‘He visto a mujeres inculcarle al hijo de un primer lecho aficiones’ (o quizá ‘inclinaciones’) ‘que debían acarrearle la muerte, a fin de enriquecer al hijo del amor’. Bien mirado, tampoco era demasiado clara la frase según esta interpretación, ni demasiado fácil imaginarse a qué se refería exactamente Derville. ¿Darle, inculcarle aficiones que le acarrearían la muerte? ¿Acaso la bebida, el opio, el juego, una mentalidad criminal? ¿El gusto por el lujo sin el que ya no se podría pasar y que lo llevaría a delinquir para procurárselo, la lascivia enfermiza que lo expondría a infecciones o lo impulsaría a violar? ¿Un carácter tan medroso y débil que lo empujaría al suicidio al primer revés? Sí, era oscura y casi enigmática. Fuera lo que fuese, en todo caso, cuán a largo plazo se produciría esa deseada, esa maquinada muerte, cuán lento el plan, o prolongada la inversión. Y al mismo tiempo, de ser así, el grado de perversidad de esa madre sería mucho mayor que si se limitara a darle a su primogénito unas gotas asesinas disimuladas, que tal vez sólo un médico inquisitivo y terco sabría detectar. Hay una diferencia entre educar a alguien para su perdición y su muerte y matarlo sin más, y normalmente creemos que lo segundo es más grave y más condenable, la violencia nos horroriza, la acción directa nos escandaliza más, o acaso es que en ella no hay lugar para la duda ni para la excusa, quien la ejecuta o comete no puede parapetarse en nada, ni en el equívoco ni en el accidente ni en un mal cálculo ni en ningún error. Una madre que echó a perder a su hijo, que lo malcrió o desvió intencionadamente, siempre podría decir ante las consecuencias nefastas: ‘Ah no, yo no quería. Dios mío, qué torpe fui, ¿cómo imaginar este resultado? Siempre lo hice todo por amor excesivo y con la mejor intención. Si lo protegí hasta tornarlo cobarde, o le di caprichos hasta torcerlo y convertirlo en un déspota, fue buscando siempre su felicidad. Qué ciega y dañina fui’. Y aun sería capaz de llegar a creérselo ella misma, mientras que le sería imposible pensar o contarse nada parecido si el vástago hubiera muerto a sus manos, por obra suya y en el momento decidido por ella. Es muy distinto causar la muerte, se dice quien no empuña el arma (y nosotros seguimos su razonamiento sin advertirlo), que prepararla y aguardar a que venga sola o a que caiga por su propio peso; también que desearla, también que ordenarla, y el deseo y la orden se mezclan a veces, llegan a ser indistinguibles para quienes están acostumbrados a ver aquéllos satisfechos nada más expresarlos o insinuarlos, o a hacer que se cumplan nada más concebirlos. Por eso los más poderosos y los más arteros no se manchan nunca las manos ni casi tampoco la lengua, porque así les cabe la posibilidad de decirse en sus días más autocomplacientes, o en los más acosados y fatigados por la conciencia: ‘Ah, al fin y al cabo yo no fui. ¿Acaso estaba presente, acaso cogí la pistola, la cuchara, el puñal, lo que acabara con él? Ni siquiera estaba allí cuando murió’.


Empecé no a sospechar, pero sí a preguntarme, cuando una noche, tras volver de casa de Díaz-Varela de buen humor y animada, ya acostada frente a mis árboles agitados y oscuros, me sorprendí deseando, o fue más bien fantaseando con la posibilidad de que Luisa muriera y me dejara el campo libre con él, ella que no hacía nada por ocuparlo. Nos llevábamos bien, me interesaba cuanto me contaba o yo estaba dispuesta a que me interesase sin que me costara el menor esfuerzo lograrlo, y a él era evidente que le agradaba y divertía mi compañía, desde luego en la cama pero también fuera de ella, y es esto último lo determinante, o si lo primero es necesario no basta, es insuficiente sin lo segundo, y yo contaba con ambas ventajas. En momentos vanidosos tendía a pensar que, de no tener él aquella vieja fijación, aquella antigua pasión cerebral -no me atrevía a llamarlo aquel viejo proyecto, porque eso habría implicado sospecha y ésta aún no me había asaltado-, no sólo habría estado contento conmigo, sino que me le habría hecho imprescindible paulatinamente. A veces tenía la sensación de que no podía abandonarse conmigo -es decir, entregárseme- porque había decidido en su cabeza, hacía tiempo, que era Luisa la persona elegida, y además lo había sido con el convencimiento que otorga carecer de toda esperanza, cuando no existía la más remota posibilidad de ver cumplido su sueño y ella era la mujer de su mejor amigo al que los dos tanto querían. Tal vez hasta la había convertido en un pretexto ideal para no comprometerse nunca lo bastante con nadie, para saltar de una mujer a otra y que ninguna tuviera mucha duración ni importancia, porque él estaba mirando de reojo siempre hacia otro lado, o por encima de sus hombros mientras las abrazaba despierto (por encima de nuestros hombros, yo ya debía incluirme entre las así abrazadas). Cuando uno desea algo largo tiempo, resulta muy difícil dejar de desearlo, quiero decir admitir o darse cuenta de que ya no lo desea o de que prefiere otra cosa. La espera nutre y potencia ese deseo, la espera es acumulativa para con lo esperado, lo solidifica y lo vuelve pétreo, y entonces nos resistimos a reconocer que hemos malgastado años aguardando una señal que cuando por fin se produce ya no nos tienta, o nos da infinita pereza acudir a su llamada tardía de la que ahora desconfiamos, quizá porque no nos conviene movernos. Uno se acostumbra a vivir pendiente de la oportunidad que no llega, en el fondo tranquilo, a salvo y pasivo, en el fondo incrédulo de que nunca vaya a presentarse.

Pero ay, al mismo tiempo nadie renuncia a la oportunidad del todo, y ese picor nos desvela, o nos impide sumergirnos en el profundo sueño. Las cosas más improbables han sucedido, y eso todos lo intuimos, hasta los que no saben nada de historia ni de lo acontecido en el mundo anterior, ni siquiera de lo que ocurre en este, que avanza al mismo paso indeciso que ellos. Quién no ha asistido a algo así, a veces sin reparar en ello hasta que alguien nos lo señala con el dedo y le da formulación: el más torpe del colegio ha llegado a ministro y el holgazán a banquero, el individuo más tosco y feo tiene un éxito loco con las mejores mujeres, el más simple se convierte en escritor venerado y es candidato al Premio Nobel, como quizá lo sea de veras Garay Fontina, vendrá acaso el día en que lo llamarán de Estocolmo; la admiradora más pesada y vulgar logra acercarse a su ídolo y acaba casándose con él, el periodista corrupto y ladrón pasa por moralista y por paladín de la honradez, reina el más remoto y pusilánime de los sucesores al trono, el último de la lista y el más catastrófico; la mujer más cargante, engreída y despreciativa es adorada por las clases populares a las que aplasta y humilla desde su sillón de dirigente y que deberían odiarla, y el mayor imbécil o el mayor sinvergüenza son votados en masa por una población hipnotizada por la vileza o dispuesta a engañarse o quizá a suicidarse; el asesino político, en cuanto cambian las tornas, es liberado y aclamado como patriota heroico por la multitud que hasta entonces había disimulado su propia condición criminal, y el patán más clamoroso es nombrado embajador o Presidente de la República, o hecho príncipe consorte si por medio anda el amor, el casi siempre idiota y desatinado amor. Todos aguardan la oportunidad o se la buscan, a veces depende sólo de cuánta voluntad se ponga en la consecución de cada anhelo, cuánto afán y paciencia en la de cada propósito, por megalómano y descabellado que sea. Cómo no iba yo a acariciar la idea de que Díaz-Varela se quedara finalmente conmigo, porque se le abrieran los ojos o porque fracasara con Luisa pese a habérsele aparecido ahora la oportunidad y contar con el probable permiso, o aun con el encargo, de su difunto amigo Deverne. Cómo no iba yo a pensar que se me podría presentar la mía, si hasta el espectro anciano del Coronel Chabert creyó por un momento poder reincorporarse al estrecho mundo de los vivos y recuperar su fortuna y el afecto, aunque fuera filial, de su espantada mujer amenazada por su resurrección. Cómo no iba a pasárseme por la cabeza en noches ilusionadas, o de vaga embriaguez sentimental, si a nuestro alrededor vive gente de talento nulo que consigue convencer a sus contemporáneos de que lo posee inmenso, y majaderos y camelistas que aparentan con éxito, durante media o más vida, ser de una inteligencia extrema y se los escucha como a oráculos; si hay personas nada dotadas para aquello a lo que se dedican que sin embargo hacen en ello fulgurante carrera bajo el aplauso universal, al menos hasta su salida del mundo que acarrea su inmediato olvido; si hay gañanes descomunales que dictan la moda y la vestimenta de los educados, los cuales les hacen misterioso y absoluto caso, y mujeres y hombres desagradables y torcidos y malintencionados que levantan pasiones allí donde van; y si tampoco faltan los amores grotescos en sus pretensiones, condenados al descalabro y la burla, que acaban imponiéndose y realizándose contra todo pronóstico y razonamiento, contra toda apuesta y probabilidad. Todo puede acontecer, todo puede tener lugar, y quien más quien menos está al tanto de ello, por eso son pocos los que cejan en su gran empeño -aunque sea sesteante y venga y vaya-, entre los que tienen algún gran empeño, claro está, y esos nunca son tantos como para saturar el mundo de incesantes denuedo y confrontación.

Pero a veces basta con que alguien se aplique en exclusiva y con todas sus fuerzas a ser algo determinado o a alcanzar una meta para que acabe siéndolo o alcanzándola, pese a tener todos los elementos objetivos en contra, pese a no haber nacido para eso o no haberlo llamado Dios por esa senda, como se decía antiguamente, y donde más salta eso a la vista es en las conquistas y en los enfrentamientos: hay quien lleva todas las de perder en su enemistad o su odio hacia otro, quien carece de poder y de medios para eliminarlo y al lado de éste se asemeja a una liebre tratando de atacar a un león, y no obstante ese alguien saldrá victorioso a fuerza de tenacidad y falta de escrúpulos y estratagemas y saña y concentración, de no tener más objetivo en la vida que perjudicar a su enemigo, desangrarlo y minarlo y después rematarlo, ay de quien se echa un enemigo de estas características por débil y menesteroso que parezca ser; si uno no tiene ganas ni tiempo de dedicarle la misma pasión y responder con igual intensidad acabará sucumbiendo ante él, porque no es posible combatir distraído en una guerra, sea declarada o soterrada u oculta, ni menospreciar al adversario terco, aunque lo creamos inocuo y sin capacidad de dañarnos, ni siquiera de arañarnos: en realidad cualquiera nos puede aniquilar, de la misma manera que cualquiera puede conquistarnos, y esa es nuestra fragilidad esencial. Si alguien decide destruirnos es muy difícil evitar esa destrucción, a menos que abandonemos todo lo demás y nos centremos sólo en esa lucha. Pero el primer requisito es saber que esa lucha existe, y no siempre nos enteramos, las que ofrecen más garantía de éxito son las taimadas y las silenciosas y las traicioneras, como las guerras no declaradas o en las que el atacante es invisible o está disfrazado de aliado o de neutral, yo podía lanzar contra Luisa una ofensiva por la espalda u oblicua de la que ella no tendría conocimiento porque ni siquiera sabría que la acechaba una enemiga. Podemos ser un obstáculo para alguien sin buscarlo ni tener ni idea, estar en medio, entorpeciendo una trayectoria contra nuestra voluntad o sin darnos cuenta, y así ninguno jamás está a salvo, todos podemos ser detestados, a todos se nos puede querer suprimir, hasta al más inofensivo o infeliz. La pobre Luisa era ambas cosas, pero nadie renuncia del todo a la oportunidad y yo no iba a ser menos que los demás. Sabía lo que cabía esperar de Díaz-Varela y jamás me engañé, y aun así no podía evitar aguardar un golpe de fortuna o una extraña transformación en él, que un día descubriese que era incapaz de estar sin mí, o que necesitaba estar con las dos. Aquella noche veía como único golpe de fortuna verdadero y posible que se muriese Luisa, y que al desaparecer y no poder ser ya el objetivo, la meta, el trofeo largamente anhelado, a Díaz-Varela no le quedase más remedio que verme de veras y refugiarse en mí. A ninguno debe ofendernos que alguien se conforme con nosotros, a falta de quien fue mejor.


Si yo era capaz de desear a solas, durante un rato en la noche de mi habitación; si era capaz de fantasear con la muerte de Luisa, que nada me había hecho y contra la que nada tenía, que me inspiraba simpatía y piedad y hasta me provocaba cierta emoción, me pregunté si a Díaz-Varela no le habría ocurrido lo mismo, y con más largo motivo, respecto a su amigo Desvern. Uno no quiere en principio la muerte de quienes le son tan cercanos que casi constituyen su vida, pero a veces nos sorprendemos figurándonos qué pasaría si desapareciera alguno de ellos. En ocasiones la figuración viene suscitada sólo por el temor o el horror, por el excesivo amor que les profesamos y el pánico a perderlos: ‘¿Qué haría yo sin él, sin ella? ¿Qué sería de mí? No podría seguir adelante, me querría ir tras él’. La mera anticipación nos da vértigo y solemos alejar el pensamiento al instante, con un estremecimiento y una sensación salvífica de irrealidad, como cuando nos sacudimos una pesadilla persistente que ni siquiera cesa del todo en el momento de nuestro despertar. Pero en otras la ensoñación tiene mezcla y es impura. Uno no se atreve a desearle la muerte a nadie, menos aún a un allegado, pero intuye que si alguien determinado sufriera un accidente, o enfermara hasta su final, algo mejoraría el universo, o, lo que es lo mismo para cada uno, la propia situación personal. ‘Si él o ella no existieran’, se puede llegar a pensar, ‘qué diferente sería todo, qué peso me quitaría de encima, acabarían mis penurias, o mi insoportable malestar, o cómo destacaría yo.’ ‘Luisa es el único impedimento’, llegué yo a pensar; ‘sólo la obsesión de Díaz-Varela con ella se interpone entre nosotros. Si él la perdiera, si se viera privado de su misión, de su afán…’ Entonces no me forzaba a llamarlo mentalmente por el apellido, todavía era ‘Javier’, y ese nombre era adorado como lo que no se puede conseguir. Sí, si yo me deslizaba hacia este tipo de consideración, cómo no iba a haberle ocurrido lo mismo a él, mientras Deverne era el obstáculo. Una parte de Díaz-Varela habría ansiado a diario que se muriera su amigo del alma, que se esfumara, y esa misma parte, o acaso una mayor, se habría regocijado ante la noticia de su acuchillamiento inesperado, en el que él nada habría tenido que ver. ‘Qué desgracia y qué suerte’, habría pensado quizá, al enterarse. ‘Cómo lo lamento, cómo lo celebro, qué enorme desventura que Miguel estuviese allí en aquel instante, cuando a ese individuo le dio el ataque homicida, podía haberle pasado a cualquier otro, incluso a mí, y él podía haberse encontrado en cualquier otro lugar, cómo es posible que le tocara a él, qué ventura que me lo hayan quitado de en medio y me hayan despejado el campo que creía ocupado para siempre, y sin que yo lo haya propiciado en modo alguno, ni siquiera por omisión, por descuido o por una casualidad que maldecirá uno retrospectivamente, por no haberlo retenido más tiempo a mi lado y haberle impedido ir donde fue, eso sólo habría sido posible si lo hubiera visto ese día, pero ni lo vi ni hablé con él, iba a llamarlo más tarde, para felicitarlo, qué desdicha, qué bendición, qué golpe de fortuna y qué espanto, qué pérdida y qué ganancia. Y nada puede reprochárseme.’

Nunca amanecí en su casa, nunca pasé una noche a su lado ni conocí la alegría de que su rostro fuera lo primero que veían mis ojos por la mañana; pero sí hubo una vez, o fueron más, en que me quedé dormida involuntariamente en su cama a media tarde o cuando ya anochecía, un sueño breve pero profundo tras el satisfecho agotamiento que esa cama me producía, qué sé yo si era a los dos, uno nunca sabe si lo que se le dice es verdad, nunca hay certeza de nada que no venga de nosotros mismos, y aun así. En aquella ocasión -fue la última- tuve vaga conciencia de oír un timbre, alcé un poco los párpados, medio instante, y lo vi a él a mi lado, ya completamente vestido (se vestía en seguida siempre, como si junto a mí no quisiera permitirse ni un minuto de la indolencia cansada o contenta de los amantes tras un encuentro), leyendo a la luz de la mesilla de noche quieto como una foto, la espalda recostada en la almohada, sin velarme ni hacerme caso, así que seguí sin despertarme. El timbre volvió a sonar, dos o tres veces y cada vez más prolongadamente, pero no me perturbó y lo incorporé a mi sueño, segura de que no me atañía. No me moví, no abrí más un ojo, pese a notar que a la tercera o cuarta llamada Díaz-Varela se deslizaba de la cama con un movimiento lateral silencioso y rápido. Lo incumbía a él, pero no a mí en todo caso, nadie sabía que yo estaba allí (de entre todos los sitios del mundo en aquella cama). La conciencia, con todo, empezó a alertárseme, aunque aún dentro del sueño. Me había quedado dormida sobre la colcha, semidesnuda, o desvestida hasta donde él había decidido, y ahora noté que me había echado una manta por encima, para que no cogiera frío o quizá para no seguir viendo mi cuerpo, para que no le resultara tan palmario lo que acababa de hacer conmigo, para él nada cambiaba tras las efusiones, actuaba como si no hubieran existido aun si habían sido aparatosas, el trato era el mismo después que antes. Me arropé con la manta de manera refleja, y ese gesto me despertó más, aunque permanecí con los ojos cerrados, ahora en una duermevela, levemente atenta a él puesto que había salido de la habitación y se me había ido.

Era alguien que estaba en el portal, abajo, porque no oí abrirse la puerta, sino la voz amortiguada de Díaz-Varela, que contestaba por el telefonillo, palabras que no entendí, sólo un tono entre sorprendido y molesto, luego resignado y condescendiente, como de quien acepta a regañadientes algo que lo contraría mucho y que lo concierne a su pesar. Al cabo de unos segundos -o fueron un par de minutos- me llegó con más nitidez y fuerza la voz del recién llegado, una voz de hombre alterada, Díaz-Varela lo habría esperado con la puerta de la casa abierta para que no tuviera que llamar también a ese timbre, o quizá pensaba despacharlo en el umbral, sin invitarlo a pasar siquiera.

‘Mira que tener apagado el móvil, a quién se le ocurre’, le reprochó aquel individuo. ‘Me he tenido que venir hasta aquí como un idiota.’

‘Baja el tono, ya te he dicho que no estoy solo. Una tía, ahora está dormida, no querrás que se despierte y nos oiga. Además, conoce a la mujer. ¿Y qué pretendes, que tenga siempre el móvil encendido por si se te ocurre llamarme? En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme. A ver, espera.’

Aquello fue suficiente para que me despertara del todo. Basta saber que no se quiere que escuchemos para hacer todo lo posible por enterarnos, sin caer en la cuenta de que a veces se nos ocultan las cosas por nuestro bien, para no decepcionarnos o para no involucrarnos, para que la vida no nos parezca tan mala como suele ser. Díaz-Varela había creído bajar la voz al responder, pero no lo había conseguido por causa de su irritación, o tal vez era aprensión, por eso oí sus frases con claridad. Su última palabra, ‘Espera’, me hizo suponer que iba a asomarse a la alcoba para comprobar que yo seguía dormida, así que me mantuve muy quieta y con los ojos bien cerrados, pese a haber ya salido enteramente del sueño. Y así fue, oí cómo entraba en el dormitorio y daba cuatro o cinco pasos hasta ponerse a la altura de mi cabeza sobre la almohada y mirarme unos segundos, como quien está haciendo una prueba, los pasos que dio no fueron cautos, sino normales, como si estuviera solo en la habitación. Los de salida, en cambio, fueron ya mucho más precavidos, me pareció que no quería arriesgarse a despertarme una vez que se había cerciorado de que dormía profundamente. Noté cómo cerraba la puerta con cuidado, y cómo desde fuera tiraba del picaporte para asegurarse de que no quedaba una rendija por la que se pudiera colar su conversación. El salón era contiguo. Sin embargo no sonó el clic, aquella puerta no cerraba hasta el final. ‘Una tía’, pensé entre divertida y susceptible; no ‘una amiga’ ni ‘un ligue’ ni ‘una novia’. Posiblemente no era aún lo primero ni ya lo segundo ni sería jamás lo tercero, ni siquiera en el sentido más amplio y difuminado de la palabra, con su valor de comodín. Podía haber dicho ‘una mujer’. Bueno, acaso su interlocutor era uno de esos hombres que tanto abundan, a los que sólo puede hablarse con un vocabulario determinado, el suyo, no con el que uno emplea normalmente, a los que más vale adaptarse siempre para que no recelen ni se sientan incómodos o disminuidos. En modo alguno me lo tomé a mal, para la mayoría de los tíos del mundo yo sería tan sólo ‘una tía’.

Salté de la cama en el acto, medio desvestida como estaba (pero había conservado en todo momento la falda), me acerqué con cautela a la puerta y pegué el oído. Así sólo me alcanzaba un murmullo con algún vocablo suelto, los dos hombres estaban demasiado nerviosos para conseguir bajar de veras la voz, pese a sus intentos y a su voluntad. Me atreví a abrir un poco la rendija que Díaz-Varela había procurado eliminar con su suave tirón desde el exterior; por suerte no hubo chirrido que me delatara; y si se daba cuenta de mi indiscreción, yo tenía la excusa de haber oído voces y de haber querido confirmar que alguien había venido, precisamente para abstenerme de aparecer mientras durara su visita y ahorrarle a Díaz-Varela la obligación de presentarme o de dar cualquier explicación. No es que fueran clandestinos nuestros esporádicos encuentros, al menos no habíamos convenido en ello, pero me maliciaba que él no se los habría confiado a nadie, tal vez porque tampoco lo había hecho yo. O acaso era porque ambos se los habríamos ocultado sin duda a la misma persona, a Luisa, en mi caso ignoraba el porqué, fuera de un vago e incongruente respeto a los planes que él albergaba en silencio, y a la perspectiva de que los sacara adelante y un día se convirtieran en marido y mujer. Aquella mínima rendija que ni siquiera llegaba a serlo (la madera un poco hinchada, por eso la puerta no cerraba del todo) me permitía distinguir quién hablaba en cada momento y a veces algunas frases completas, otras sólo fragmentos o apenas nada, dependía de que los hombres lograran hablar en susurros, como era su intención. Pero en seguida elevaban de nuevo el tono sin querer, se los notaba excitados si es que no algo alarmados o incluso asustados. Si Díaz-Varela me descubría más adelante espiando (quizá volvería a asomarse por precaución), cuanto más tiempo pasara lo tendría más difícil, aunque siempre me cabría pretextar que había creído que él había cerrado la puerta para no despertarme nada más, no porque fuera secreto lo que hubiera de tratar con su visitante. No se lo tragaría, pero yo salvaría el tipo, formalmente al menos, a no ser que él se encarara conmigo con desabrimiento o furor, sin importarle las consecuencias, y me acusara de embustera. Con razón, porque lo cierto es que yo sabía desde el principio que su conversación no era para mis oídos, no sólo por reserva general, sino porque ‘además’, yo conocía ‘a la mujer’, y esa palabra había sido dicha en su sentido de esposa, de mujer de alguien, y ese alguien, por ahora, no podía ser sino Desvern.


‘Bueno, ¿qué pasa, qué es eso tan urgente?’, le oí decir a Díaz-Varela, y también oí la respuesta del otro individuo, cuya voz era sonora y su dicción correcta y muy clara, no llegaba a tener un acento madrileño de chiste -se supone que separamos y remarcamos mucho cada sílaba, sin embargo nunca he oído a nadie de mi ciudad hablar así, sólo en las películas y en el teatro anticuados, o si acaso en broma-, pero apenas unía vocablos y todos eran bien distinguibles cuando no le salía el cuchicheo al que aspiraba y para el que su habla o su tono parecían incapacitados.

‘Por lo visto el fulano ha empezado a largar. Está saliendo de su mutismo.’

‘¿Quién, Canella?’, también oí esa pregunta de Díaz-Varela con nitidez, oí el nombre como quien oye una maldición que lo sobrecoge -recordaba ese nombre, lo había leído en Internet y además lo recordaba entero, Luis Felipe Vázquez Canella, como si fuera un título pegadizo o un verso; y también percibí su sobresalto, su pánico-, o como quien oye su propia sentencia o la del ser más querido y no da crédito y a la vez que la escucha la niega y se dice que no es posible, que eso no está sucediendo, que no está oyendo lo que sí está oyendo y que no ha llegado lo que sí ha llegado, como cuando nuestro amor nos convoca con la frase universal ominosa a la que recurren todas las lenguas -‘Tenemos que hablar, María’, llamándonos además por nuestro nombre de pila que apenas usa en las demás circunstancias, ni siquiera cuando jadea dentro, su halagadora boca muy cerca, junto a nuestro cuello- y a continuación nos condena: ‘No sé lo que me está pasando, yo mismo no logro explicármelo’; o bien: ‘He conocido a otra persona’; o bien: ‘Me habrás notado algo raro y distante en los últimos tiempos’, todo son preludios de la desgracia. O como quien oye pronunciar al médico el nombre de una enfermedad ajena que no nos atañe, la que padecen otros pero no uno mismo, y esta vez nos la atribuye inverosímilmente, cómo puede ser, tiene que haber un error o lo que ha sido oído no ha sido dicho, eso a mí no me toca ni va conmigo, yo nunca he sido un desdichado, una desdichada, yo no soy de esos ni voy a serlo.

También yo me sobresalté, también yo sentí pánico momentáneo y estuve a punto de retirarme de la puerta para no oír más y así poder convencerme luego de que había oído mal o de que en realidad no había oído nada. Pero siempre sigue uno escuchando, una vez que ha empezado, las palabras caen o salen flotando y no hay quien las pare. Deseé que consiguieran bajar de una vez las voces, para que no dependiera de mi voluntad no enterarme, y se hiciera nebuloso o se difuminara todo, y me cupieran dudas; para no fiarme de mis sentidos.

‘Claro, quién va a ser’, contestó el otro con un poco de desdén y de impaciencia, como si ahora que había dado la alarma fuera él quien tuvierala sartén por el mango, el que trae una noticia siempre la tiene, hasta que la suelta entera y la traspasa y entonces ya se queda sin nada, y el que la escucha deja de necesitarlo. Al portador apenas le dura la posición dominante, sólo mientras anuncia que sabe y a la vez guarda silencio.

‘¿Y qué es lo que está diciendo? Tampoco puede decir mucho, ¿qué puede decir? ¿No? ¿Qué puede decir ese desgraciado? ¿Qué importa lo que diga un trastornado?’ Díaz-Varela se repetía la frase sobre todo a sí mismo, estaba nervioso, como si quisiera conjurar un maleficio.

Su visitante se atropelló -ya no pudo aguantarse- y al hacerlo bajó y subió el tono varias veces, involuntariamente. De su contestación sólo me alcanzaron fragmentos, pero bastantes.

‘… hablando de las llamadas, de la voz que le contaba’, dijo; ‘… del hombre de cuero, que soy yo’, dijo. ‘No me hace gracia… no es grave… pero voy a tener que jubilarlos, y bien que me gustan, los llevo desde hace la tira de años… No se le encontró ningún móvil, de eso ya me encargué yo… así que les sonará a fantasía… El peligro no es que le crean, es un chalado… Sería que a alguien se le ocurriera… no espontáneo sino instigado… Lo más probable es que no, si de algo está lleno el mundo es de perezosos… Ha pasado bastante tiempo… Era lo previsto, que se negara a hablar fue un regalo, las cosas están ahora como esperábamos al principio… nos hemos acostumbrado mal… En su momento, en caliente… peor, más creíble… Pero quería que lo supieras de inmediato, porque es un cambio, y no pequeño, aunque por ahora no nos afecte ni creo que vaya a hacerlo… Mejor que estés avisado.’

‘No, no es pequeño, Ruibérriz’, le oí decir a Díaz-Varela, y oí bien ese apellido infrecuente, estaba demasiado excitado para moderar la voz, no la controlaba. ‘Aunque sea un chiflado, está diciendo que alguien lo convenció, en persona y con llamadas, o que le metió la idea. Está repartiendo la culpa, o ampliándola, y el siguiente eslabón eres tú, y detrás de ti ya voy yo, maldita la gracia que tiene. Supón que le enseñan una foto tuya y que te señala. Tienes antecedentes, ¿verdad? Estás fichado, ¿no? Y tú lo has dicho, llevas la vida entera con esos abrigos de cuero, todo el mundo te conoce por ellos y por tus nikis de verano, ya no tienes edad para ponértelos, por cierto. Al principio me dijiste que tú nunca irías, que no te dejarías ver, que mandarías a un tercero si hacía falta darle un empujón, envenenarlo más y enseñarle un rostro en el que confiara. Que entre él y yo habría por lo menos dos pasos, no uno, y que el más alejado ni sabría de mi existencia. Ahora resulta que estás sólo tú en medio y que podría reconocerte. Estás fichado, ¿no? Dime la verdad, no es hora de paños calientes, prefiero saber a qué atenerme.’

Hubo un silencio, quizá aquel Ruibérriz se estaba pensando si decir o no la verdad, como le había pedido Díaz-Varela, y si se lo pensaba es que estaba fichado, sus fotos en un archivo. Temí que la pausa se debiera a algún ruido que yo hubiera hecho sin darme cuenta, un pie sobre la madera, no creía, pero el temor nos obliga a no descartar nada, ni lo inexistente. Me imaginé a los dos parados, conteniendo la respiración un instante, aguzando con suspicacia el oído, mirando de reojo hacia el dormitorio, haciéndose un gesto con la mano, un gesto que significaría ‘Espera, esa tía está despierta’. Y de pronto les tuve miedo, los dos juntos me dieron miedo, quise creer que Javier a solas aún no me lo habría dado: acababa de acostarme con él, lo había abrazado y besado con todo el amor que me atrevía a manifestarle, es decir, con mucho amor retenido o disimulado, lo dejaba traslucir sólo en detalles en los que probablemente él no reparaba, lo último que deseaba era asustarlo, espantarlo antes de hora, ahuyentarlo -la hora ya llegaría, de eso estaba segura-. Noté que ese amor guardado se suspendía, en cualquiera de sus formas es incompatible con el miedo; o que se aplazaba hasta mejor momento, el del mentís o el olvido, pero no se me escapaba que ninguno de los dos era posible. Así que me aparté de la puerta por si él volvía a entrar para comprobar que seguía dormida, que no había testigo auditivo de aquella charla. Me metí en la cama, adopté una postura que me pareció convincente, aguardé, ya no oí nada, me perdí la respuesta de Ruibérriz, antes o después debió darla. Quizá permanecí allí un minuto, dos, tres, nadie entró, no pasó nada, de manera que me armé de osadía y salí de nuevo de entre las sábanas, me acerqué a la falsa rendija, siempre medio desvestida, como me había él dejado, siempre con falda. La tentación de oír no se resiste, aunque nos demos cuenta de que no nos conviene. Sobre todo cuando el conocimiento ya ha empezado.

Las voces eran menos audibles ahora, un murmullo, como si se hubieran sosegado tras el inicial sobresalto. Tal vez antes estaban los dos de pie y ahora habían tomado asiento un instante, se habla menos alto cuando se está sentado.

‘Qué te parece que hagamos’, capté por fin a Díaz-Varela. Quería zanjar el asunto.

‘No hay que hacer nada’, contestó Ruibérriz elevando el tono, acaso porque daba instrucciones y volvía a sentirse momentáneamente al mando. Sonó como si resumiera, pensé que se marcharía pronto, quizá ya había recogido su abrigo y se lo había echado al brazo, en el supuesto de que hubiera llegado a quitárselo, la suya era una visita intempestiva y relámpago, seguro que Díaz-Varela no le había ofrecido ni agua. ‘Esta información no apunta a nadie, no nos concierne, ni tú ni yo tenemos que ver con esto, cualquier insistencia por mi parte resultaría contraproducente. Olvídate, una vez enterado. Nada cambia, nada ha cambiado. Si hay alguna novedad más la sabré, pero no tendría por qué haberla. Lo más probable es que tomen nota, la archiven y no hagan nada. Por dónde van a investigar, de ese móvil no hay rastro, no existe. Canella ni siquiera supo el número nunca, por lo visto ha dado cuatro o cinco distintos, le bailan las cifras, normal, inventados todos, o soñados. Se le dio el teléfono pero nunca se le dijo el número, eso convinimos y así se hizo. ¿Qué hay de nuevo, por tanto? El fulano oyó voces, dice ahora, que le hablaban de sus hijas y le señalaban al culpable. Como tantos otros pirados. Nada tiene de particular que, en vez de en su cabeza o desde el cielo, resonaran a través de un móvil, lo tomarán por desvarío, ganas de darse importancia. Hasta los matados se enteran de los avances del mundo, hasta los locos, y el que no tiene un móvil es el más pringado. Déjalo estar. No te asustes más de la cuenta, tampoco ganamos nada con eso.’

‘Ya, ¿y el hombre de cuero? Tú mismo te has alarmado, Ruibérriz. Por eso has venido corriendo a contármelo. Ahora no me digas que no hay motivo. En qué quedamos.’

‘Ya, sí, cuando lo he sabido me he acojonado un poco, lo reconozco, vale. Estábamos tan tranquilos con su negativa a declarar, a decir nada. Me ha pillado por sorpresa, no me lo esperaba a estas alturas. Pero al contártelo me he dado cuenta de que en realidad no pasa nada. Y que se le presentara un hombre de cuero un par de veces, bueno, como si se le hubiera aparecido la Virgen de Fátima, a efectos prácticos. Ya te he dicho que sólo se me busca en México, si es que no ha prescrito, seguro que sí, aunque no me voy a ir allí a averiguarlo: una cosa de juventud, hace siglos. Y entonces no llevaba estos abrigos.’ Ruibérriz era consciente de que estaba en falta, de que nunca debía haberse dejado ver por el gorrilla. Quizá por eso intentaba restarle ahora peligro a la información que había traído.

‘Ya te puedes deshacer de los que tengas, en todo caso. Empezando por este. Quémalo, hazlo jirones. No vaya a haber algún listo al que se le ocurra relacionarte. No estarás fichado aquí, pero te conoce más de un poli. Esperemos que los de Homicidios no crucen datos con los de otros delitos. Bueno, aquí nadie cruza nada con nadie, por lo visto. Cada cuerpo a su bola, sería extraño.’ También Díaz-Varela procuraba ser optimista ahora, y serenarse. Sonaban como gente normal dentro de todo, como aficionados tan a tientas como yo lo habría estado. Gente desacostumbrada al crimen, o sin la suficiente conciencia de haber instigado uno, casi de haberlo encargado, por lo que colegía.

Quería ver a aquel Ruibérriz, debía de estar a punto de despedirse: su cara, y también su famoso abrigo, antes de que lo destruyera. Decidí salir, tuve el impulso de vestirme rápido. Pero si lo hacía Díaz-Varela podría sospechar que llevaba un rato avisada de que había alguien más en la casa y tal vez escuchando, espiando, por lo menos los segundos que hubiera tardado en ponerme el resto de la ropa. Si irrumpía en el salón como estaba, en cambio, daría la impresión de que acababa de despertarme y no tenía conocimiento de la presencia de nadie. Nada habría oído, estaba en la creencia de que él y yo seguíamos solos, como siempre, sin testigo posible de nuestras conjunciones ocasionales, algunas tardes. Salía a su encuentro con naturalidad, tras descubrir que durante mi sueño no había permanecido a mi lado, en la cama. Más valía que me presentara medio desvestida, sin ninguna cautela y haciendo ruido, como una inocente que continuaba en Babia.


Pero en realidad no estaba medio desvestida, sino más bien medio o casi desnuda, y el resto de la ropa significaba toda menos la falda, porque era eso lo único que había conservado, a Díaz-Varela le gustaba vérmela subida o subírmela él durante nuestros afanes, pero por placer o por comodidad acababa por quitarme las demás prendas; bueno, a veces me sugería que me calzara los zapatos de nuevo tras despojarme de las medias, sólo si eran de tacón los que llevaba, muchos hombres son fieles a ciertas imágenes clásicas, yo los entiendo -tengo las mías- y no me opongo, nada me cuesta complacerlos y aun me siento halagada de responder a una fantasía ya dotada de algún prestigio, el de su perduración a través de unas cuantas generaciones, no es poco mérito. Así que la exagerada escasez de vestimenta -la falda justo por encima de la rodilla cuando estaba en su sitio y lisa, pero es que ahora estaba arrugada y movida y parecía más exigua- me detuvo en seco y me hizo dudar, y plantearme si en el caso de creerme en efecto a solas con Díaz-Varela en su piso, habría salido de la habitación con los pechos al aire o me los habría cubierto, hay que estar muy seguro de que no han cedido, de que no nos delatan su balanceo o su brincar excesivos, para caminar así delante de nadie (nunca he entendido el desenfado de los nudistas crecidos); no es lo mismo que un hombre los vea en reposo, o en medio de un fragor confuso y cercano, que de frente y con distancia y en movimiento incontrolado. Pero no llegué a resolver la duda, porque se entrometió el pudor y prevaleció en seguida. La perspectiva de mostrarme por primera vez de ese modo ante un completo desconocido me pareció insoportable, más aún cuando se trataba de un individuo turbio y sin escrúpulos. También Díaz-Varela carecía de ellos, según acababa de descubrir, y quizá en mayor grado, pero no dejaba de ser alguien que conocía cuanto de mi cuerpo es visible y no sólo eso, alguien todavía querido, sentía una mezcla de incredulidad radical y repugnancia primaria e irreflexiva, era incapaz de asumir lo que creía saber ahora -no digamos de analizarlo-, y si digo ‘creía’ es porque confiaba en haber oído mal, o en un malentendido, en que yo hubiera interpretado aquella conversación erróneamente, en que hubiera una explicación de algún tipo que me permitiera pensar más tarde: ‘Cómo he podido imaginarme eso, qué tonta e injusta he sido’. Y a la vez me daba cuenta de que ya había interiorizado, incorporado sin remedio los hechos que se desprendían de ella, estaban así registrados en mi cerebro mientras no se produjera un desmentido que yo no podría pedir sin ponerme tal vez en grave riesgo. Tenía que fingir no haberme enterado de nada no sólo para no aparecer como una espía y una indiscreta a sus ojos -en la medida en que me importaba cómo me vieran y entonces seguía importándome, pues ningún cambio es de una vez e instantáneo, ni el provocado por un descubrimiento horrendo-, sino que además me convenía, o incluso me era vital literalmente. También sentí miedo, por mí, un poco de miedo, me resultaba imposible tener mucho, calibrar la dimensión de lo sucedido y lo que entrañaba, no era fácil pasar de la placidez o el sopor post coitum al temor hacia la persona junto a la que se habían alcanzado. En todo aquello había algo de inverosímil, de irreal, de sueño difamatorio y aciago que nos pesa sobre el alma y no aguantamos, era incapaz de ver a Díaz-Varela de golpe como a un asesino que pudiera reincidir en el crimen una vez atravesada la raya, una vez ya probado. No lo era de hecho, quise pensar más tarde: él no había agarrado una navaja ni le había asestado puñaladas a nadie, ni siquiera había hablado con aquel Vázquez Canella, el gorrilla homicida, no le había encargado nada, con él no había tenido contacto, jamás había cruzado palabra, por lo que deducía. Acaso ni había ideado esa maquinación, podía haberle contado sus cuitas a Ruibérriz y haberlo éste planeado todo por su cuenta -deseoso de agradar, un cabeza hueca, un cabeza loca-, y aun haberle venido a él con los hechos consumados, como quien se presenta con un regalo inesperado: ‘Mira cómo te he allanado el camino, mira cómo te he despejado el campo, ahora ya está todo en tu mano’. Ni siquiera este Ruibérriz había sido el ejecutor, tampoco él había empuñado el arma ni había dado indicaciones precisas a nadie: había sido inicialmente un tercero, por lo que había entendido, un mandado, y se habían limitado a emponzoñar la desvariada imaginación del indigente y a confiar en su reacción o arranque violento algún día, lo cual podía darse o no darse nunca, si era un crimen premeditado se había dejado en exceso al azar, extrañamente. Hasta qué punto habían tenido certeza, hasta qué punto eran responsables. A menos que también le hubieran dado instrucciones u órdenes y lo hubieran coaccionado, y le hubieran procurado su navaja tipo mariposa, de siete centímetros de hoja que entran todos en la carne, no deben de conseguirse así como así puesto que en teoría están prohibidas, ni tampoco resultar baratas para quien apenas gana unas propinas y duerme en un coche desvencijado. Le habían proporcionado un móvil seguramente para hacerle ellos llamadas, no para que llamara él -tal vez no tenía ni a quién, sus hijas en paradero desconocido o deliberadamente fuera de su alcance, huyendo como de la peste de semejante padre colérico, puritano y trastornado-, para persuadirlo al oído, como quien susurra, nadie tiene presente que lo que se nos dice por teléfono no nos llega desde lejos sino desde muy cerca, y que por eso nos convence mucho más que lo escuchado a un interlocutor cara a cara, éste no nos rozará la oreja, o sólo en caso muy raro. Por lo general esta reflexión no sirve, o al contrario, es una agravante, pero a mí me sirvió momentáneamente para serenarme un poco y no sentirme amenazada, no en principio y no entonces, no en casa de Díaz-Varela, no en su dormitorio, en su cama: era seguro que él no se había manchado las manos de sangre, con la de su mejor amigo, aquel hombre que tan bien me caía a distancia, durante mis desayunos de varios años.

Luego estaba el otro, a quien quería verle la cara, por el que estaba dispuesta a salir medio desnuda, antes de que se marchara y me perdiera su visión ya para siempre. Quizá era más peligroso y no le hiciera la menor gracia verme, o que yo guardara imagen suya a partir de entonces; acaso con él me exponía de veras y leyera en su mirada estas frases: ‘Me he quedado con tu rostro; no me costará dar con tu nombre ni averiguar dónde vives’. Y le viniera la tentación de suprimirme.

Pero tenía que darme prisa, no podía dudar ya más rato, así que me puse el sostén y los zapatos -me los había vuelto a quitar, restregando los talones contra el borde inferior de la cama, los había dejado caer desde allí al suelo justo antes de adormilarme-. Con el sostén era suficiente, quizá me lo habría puesto de todas formas, aunque no hubiera habido un intruso, a sabiendas de que de pie, en movimiento, me favorecía: incluso ante Díaz-Varela, que acababa de verme sin nada. Era de una talla menor que la que me corresponde, un viejísimo truco que en los encuentros galantes siempre da resultado, hace parecer los pechos algo más elevados, algo más rebosantes, aunque yo nunca haya tenido, hasta ahora, mucho problema con los míos. Pero bueno. Son pequeños señuelos y evitan llevarse chascos, cuando se acude a una cita con una idea preconcebida de lo que debe contener esa cita, junto a otras cosas más variables. Ese sostén me haría tal vez más llamativa -o bueno, no: más atractiva- a ojos del desconocido, pero también me sentía más protegida, atenuaba mi vergüenza.

Me dispuse a abrir la puerta, antes me había calzado sin preocuparme por el ruido de los tacones sobre la madera, una manera de avisarlos, si es que estaban atentos, lo bastante, y no absortos en sus apuros. Debía vigilar mi expresión, tenía que ser de absoluta sorpresa cuando viera al tal Ruibérriz, lo que no había resuelto era cuál había de ser mi primera reacción verosímil, seguramente dar media vuelta con azoramiento y meterme a toda prisa en el cuarto para no reaparecer hasta que me hubiera puesto el jersey de pico que llevaba aquel día, ligeramente escotado, o lo suficiente. Y a lo mejor taparme el busto con las manos, ¿o habría sido pudibundo en exceso? Nunca es fácil ponerse en la situación que no es, no me explico cómo tanta gente se pasa la vida fingiendo, porque es del todo imposible tener todos los elementos en cuenta, hasta el último e irreal detalle, cuando en verdad ninguno existe y todos han de fabricarse.


Respiré hondo y tiré del picaporte, dispuesta a representar mi comedia, y en aquel mismo momento supe que estaba ya ruborizada, antes de que Ruibérriz entrara en mi campo visual, porque sabía que él iba a verme en sostén y ajustada falda y me daba pudor así mostrarme ante un desconocido del que además me había hecho la peor idea, quizá mi acaloramiento provenía en parte de lo que acababa de oír, de la mezcla de indignación y espanto que no lograba disminuir la incredulidad que también me rondaba; estaba alterada en todo caso, con sensaciones y pensamientos confusos, el ánimo muy agitado.

Los dos hombres estaban de pie y volvieron la vista al instante, no debían de haberme oído ponerme los zapatos ni nada. En los ojos de Díaz-Varela noté en seguida frialdad, o recelo, censura, severidad incluso. En los de Ruibérriz sorpresa tan sólo, y un destello de apreciación masculina que sé reconocer y que él no podía evitar, probablemente, hay hombres con pupila muy rauda para esa clase de valoración, y no saben refrenarla, son capaces de fijarse en los muslos al descubierto de una mujer que ha sufrido un accidente, tendida en la carretera y ensangrentada, o en el canalillo que asoma en la que se agacha para socorrerlos si son ellos los malheridos, es superior a su voluntad o no tiene que ver con ella, es una manera de estar en el mundo que les durará hasta su agonía, y antes de cerrar para siempre los párpados observarán con complacencia la rodilla de su enfermera, aunque lleve medias blancas con grumos.

Sí me tapé con las manos, instintiva y sinceramente; lo que no hice fue dar media vuelta y retirarme de inmediato, porque pensé que debía decir algo, manifestar violencia, sobresalto. Esto no fue tan espontáneo.

– Ay, lo siento, perdona -me dirigí a Díaz-Varela-, no sabía que había venido nadie. Disculpad, voy a ponerme algo.

– No, si yo ya me iba -dijo Ruibérriz, y me tendió la mano.

– Ruibérriz, un amigo -me lo presentó Díaz-Varela, incómodo, escueto-. Ella es María. -Me privó del apellido, como Luisa en su casa, pero es posible que él lo hiciera a conciencia, por protegerme mínimamente.

– Ruibérriz de Torres, un placer -puntualizó el presentado, tenía que subrayar que su apellido era compuesto. Y siguió con la mano tendida.

– Encantada.

Se la estreché velozmente -me descubrí un lado un segundo, sus ojos volaron hacia ese seno- y entré en el dormitorio, no cerré la puerta, así quedaba clara mi intención de regresar donde ellos, la visita no se iría sin despedirse de quien aún tenía a la vista. Cogí el jersey, me lo puse ante su mirada -la noté fija en mi figura, de perfil para vestirme- y salí de nuevo. Ruibérriz de Torres llevaba un foulard rodeándole el cuello -mero adorno, quizá no se lo había quitado en todo el rato- y se había echado sobre los hombros su famoso abrigo de cuero, que le caía así como una capa, de manera teatral o carnavalesca. Era largo y de cuero negro, como los que lucen los miembros de las SS o quizá de la Gestapo en las películas de nazis, un tipo al que gustaba llamar la atención por la vía rápida y fácil aun a riesgo de provocar rechazo, ahora tendría que renunciar a esa prenda, si obedecía a Díaz-Varela. Lo primero que se me pasó por la cabeza fue preguntarme cómo es que éste se fiaba de un sujeto con tan visible aspecto de sinvergüenza, lo llevaba pintado en el rostro y en la actitud, en la complexión y en los ademanes, bastaba una sola ojeada para detectar su esencia. Había cumplido ya los cincuenta, sin embargo todo en él aspiraba al juvenilismo: el agradable pelo echado hacia atrás y con ondulaciones sobre las sienes, un poco abultado y largo pero ortodoxo, con mechones o bloques de canas que no le daban respetabilidad porque semejaban artificiales, como de mercurio; el tórax atlético aunque ya levemente abombado, como les sucede a quienes evitan a toda costa engordar en el abdomen y han cultivado los pectorales; la sonrisa abierta que dejaba ver una dentadura relampagueante, el labio superior se le doblaba hacia arriba, mostrando su parte interior más húmeda y acentuando con ello la salacidad del conjunto. Tenía una nariz recta y picuda con el hueso muy marcado, parecía más romano que madrileño y me recordaba a aquel actor, Vittorio Gassman, no en su vejez de aire más noble sino cuando interpretaba a truhanes. Sí, saltaba a la vista que era jovial, y un farsante. Cruzó los brazos de modo que cada mano cayó sobre el bíceps del otro lado -los tensó al instante, un acto reflejo-, como si se los acariciara o midiera, como si quisiera hacerlos resaltar pese a tenerlos ahora cubiertos por el abrigo, un gesto estéril. Podía imaginármelo en niki, perfectamente, y aun con botas altas, una barata imitación de jugador de polo frustrado al que jamás se consintió subirse a un caballo. Sí, era extraño que Díaz-Varela lo tuviera como cómplice en una empresa tan secreta y delicada, en una que mancha tanto: la de traerle a alguien la muerte cuando ‘he should have died hereafter’, cuando le tocaba morir más adelante o a partir de ahora, quizá mañana y si no mañana o mañana, pero nunca ahora. Ahí reside el problema, porque todos morimos, y al fin y al cabo nada cambia demasiado -nada cambia en esencia- cuando se adelanta el turno y se asesina a alguien, el problema reside en el cuándo, pero quién sabe cuál es el adecuado y el justo, qué quiere decir ‘a partir de ahora’ o ‘de ahora en adelante’, si el ahora es por naturaleza cambiante, qué significa ‘en otro tiempo’ si no hay más que un tiempo y es continuo y no se parte y se va pisando los talones eternamente, impaciente y sin objetivo, se va atropellando como si no estuviera en su mano frenarse e ignorara él mismo su propósito. Y por qué ocurren las cosas cuando ocurren, por qué en esta fecha y no en la anterior ni en la siguiente, qué tiene de particular o decisivo este momento, qué lo señala o quién lo elige, y cómo puede decirse lo que dijo Macbeth a continuación, fui a mirar el texto después de que Díaz-Varela me citara de él, y lo que añade de inmediato es esto: ‘There would have been a time for such a word’, ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra’, esto es, ‘para tal información’ o ‘semejante frase’, la que acaba de oír de labios de su ayudante Seyton, portador del alivio o la desgracia: ‘La Reina, mi Señor, ha muerto’. Como tantas veces en Shakespeare, los anotadores no se ponen de acuerdo sobre la ambigüedad y el misterio de tan famosas líneas. ¿Qué quiere eso decir? ¿‘Habría habido tiempo más apropiado’? ¿‘Mejor ocasión para ese hecho, porque esta no me conviene’? ¿Tal vez ‘un tiempo más oportuno y pacífico, durante el que se le podrían haber rendido honores, en el que yo podría haberme detenido y haber llorado debidamente la pérdida de quien compartió tanto conmigo, la ambición y el crimen, la esperanza y el poder y el miedo’? Macbeth dispone entonces tan sólo de un minuto para soltar, acto seguido, sus diez célebres versos, no son más, su soliloquio extraordinario que tanta gente se ha aprendido de memoria en el mundo y que empieza: ‘Mañana, y mañana, y mañana…’. Y cuando lo ha concluido -pero quién sabe si lo había acabado o si pensaba agregar algo más, de no haber sido interrumpido-, aparece un mensajero que reclama su atención, pues le trae la terrible y sobrenatural noticia de que el gran bosque de Birnam se está moviendo, se levanta y avanza hacia la alta colina de Dunsinane, donde él se encuentra, y eso significa que será vencido. Y si es vencido será muerto, y una vez muerto le cortarán la cabeza y la exhibirán como un trofeo, separada del cuerpo que la sostiene aún, mientras habla, y sin mirada. ‘Debería haber muerto más adelante, cuando yo ya no estuviera aquí para escucharlo, ni tampoco para ver ni soñar nada; cuando ya no estuviera en el tiempo, y ni siquiera pudiera enterarme.’


Contrariamente a lo que me había ocurrido al escucharlos sin verlos, cuando aún no conocía el rostro de Ruibérriz de Torres, los dos juntos no me dieron miedo durante el breve rato que estuve en su compañía, pese a que los rasgos y las maneras del llegado no fueran tranquilizadores. Todo en él delataba a un sinvergüenza, en efecto, pero no a un tipo siniestro; seguramente era capaz de mil vilezas menores, que podían llevarlo a cometer una mayor de tarde en tarde, arrastrado por la vecina frontera, pero como quien pisa un territorio en visita relámpago, por el que le horripilaría transitar a diario. Les noté falta de familiaridad y aun de sintonía, y me pareció que, lejos de potenciarse recíprocamente como una pareja asesina, la presencia de cada uno neutralizaba la peligrosidad del otro, y que ninguno se atrevería a manifestar sus suspicacias ni a interrogarme ni a hacerme nada ante la mirada de un testigo, por más que éste hubiera sido su cómplice en la maquinación de un crimen. Era como si se hubieran unido azarosa y pasajeramente, sólo para una acción suelta, y en modo alguno formaran sociedad estable ni tuvieran planes conjuntos a más largo plazo, y estuvieran vinculados exclusivamente por aquella empresa ya ejecutada y por sus posibles consecuencias, una alianza de circunstancias, indeseada acaso por ambos, a la que Ruibérriz se habría prestado tal vez por dinero, por deudas, y Díaz-Varela por no conocer socio mejor -socio más sucio- y no quedarle más remedio que encomendarse a un vivales. ‘En principio no tienes por qué llamarme, ¿hace cuánto que no hablamos tú y yo? Ya puede ser importante lo que tengas que contarme’, había reñido el segundo al primero cuando éste se había permitido a su vez reconvenirlo a él por su móvil desconectado. No estaban habitualmente en contacto, las confianzas que se tenían para hacerse reproches provenían tan sólo del secreto que compartían, o de la culpa, si es que la había, no me daba esa impresión en absoluto, habían sonado desaprensivos. Las personas se sienten ligadas cuando cometen un delito juntas, cuando conspiran o traman algo, más aún cuando lo llevan a cabo. Entonces se toman confianzas las unas con las otras de golpe, porque se han quitado la máscara y ya no pueden aparentar ante los semejantes que no son lo que sí son, o que jamás harían lo que han hecho. Están atadas por ese conocimiento mutuo, de manera parecida a como lo están los amantes clandestinos y aun los que no lo son o no tienen necesidad de serlo pero deciden mostrarse reservados, los que consideran que al resto del mundo no le incumben sus intimidades, que no hay por qué darle parte de cada beso y cada abrazo, como nos sucedía a Díaz-Varela y a mí, que callábamos sobre los nuestros, en realidad era aquel Ruibérriz el primero en estar al tanto. Cada criminal sabe de lo que su compinche es capaz, y que éste a su vez sabe de él exactamente lo mismo. Cada amante sabe que el otro conoce una debilidad suya, que ante ese otro ya no puede fingir que no lo tienta físicamente, que le produce aversión o le es del todo indiferente, ya no puede fingir que lo desdeña o lo descarta, no al menos en ese terreno carnal que con la mayoría de los hombres resulta, durante bastante tiempo -hasta que se acostumbran poco a poco, y entonces se ponen sentimentales- muy prosaico a pesar nuestro. Y aún tenemos suerte si los encuentros con ellos se tiñen de cierto tono humorístico, de hecho es a menudo el primer paso para el enternecimiento de tantos varones ásperos.

Si son molestas las confianzas que un desconocido o conocido se toma tras pasar por nuestra cama -o nosotras por la suya, da lo mismo-, cuánto más no han de serlo las derivadas de un delito compartido, y una de ellas, a buen seguro, es la falta cabal de respeto, sobre todo si los malhechores lo son sólo ocasionales, si son individuos corrientes que se habrían horrorizado al oír el relato de sus hazañas si se lo hubieran referido de otros, poco antes de concebir las suyas y probablemente también tras llevarlas a efecto. Gente que después de propiciar un asesinato, o aun de encargarlo, todavía pensaría de sí misma con convencimiento: ‘Yo no soy un asesino, no me tengo por tal, en modo alguno. Es sólo que las cosas pasan y uno a veces interviene en una fase, qué más da si es una intermedia, la de la desembocadura o la del nacimiento, ninguna es nada sin las otras. Los factores son siempre muchos y uno solo nunca es la causa. Podría haberse negado Ruibérriz, o el sujeto enviado por él a emponzoñarle la mente al gorrilla. Éste podría no haber contestado las llamadas al teléfono móvil que en efecto poseyó durante un tiempo, nosotros se lo regalamos y nosotros se las hicimos, y logramos convencerlo de que Miguel era el responsable de la prostitución de sus hijas; podría no haber hecho caso de las insidias, o haberse confundido hasta el final de persona y haberle asestado al chófer sus dieciséis puñaladas, incluidas las cinco mortales, no en balde días atrás le había dado un puñetazo. Miguel podría no haber cogido el automóvil en su cumpleaños y entonces nada habría ocurrido, no en esa fecha y quizá ya en ninguna, acaso nunca habrían vuelto a juntarse todos los elementos… El indigente podría no haber tenido navaja, la que yo ordené que le compraran, se abre tan rápidamente… Qué responsabilidad tengo yo en la conjunción de las casualidades, los planes que uno se traza no son más que tentativas y pruebas, cartas que se van descubriendo, y la mayoría de ellas no salen, no combinan. Lo único de lo que uno es culpable es de coger un arma y utilizarla con sus propias manos. Lo demás es contingente, cosas que uno imagina -unalfil en diagonal, un caballo de ajedrez que salta-, que uno desea, que uno teme, que uno instiga, con las que uno juega y fantasea, que de vez en cuando acaban pasando. Y si pasan pasan aunque uno no las quiera o no pasan aunque las anhele, poco depende de nosotros en todas las circunstancias, ninguna urdimbre está a salvo de que un hilo no se tuerza. Es como lanzar una flecha al cielo en mitad de un campo: lo normal es que al iniciar su descenso, con la punta ya hacia abajo, caiga recta, sin desviarse, y no alcance ni hiera a nadie. O sólo al arquero, si acaso’.

Esa falta cabal de respeto se la noté a Díaz-Varela en la manera de dirigirse a Ruibérriz e incluso de darle órdenes para despedirlo (‘Bueno, ya me has entretenido bastante y no puedo desatender a mi visita más rato. Así que anda, haz el favor de irte largando. Ruibérriz: aire’, llegó a decirle al término de nuestro mínimo diálogo: sin duda le había pagado dinero o todavía se lo pagaba, por la mediación, por la intendencia del crimen, por el seguimiento de sus consecuencias), y a éste en la forma en que me repasó con la mirada desde el principio hasta que salió por la puerta: no rectificó la inicial apreciativa, tolerable por la sorpresa, al comprobar que no era la primera vez que yo estaba allí, en aquella alcoba, eso se percibe en seguida; al ver que mi presencia no era azarosa ni de tanteo, que no era una mujer que ha subido a la casa de un hombre una sola tarde -o una inaugural, digamos, que a menudo se queda igualmente en única- como quizá podría haber ido a la de otro que también le hubiera gustado, sino que, por así expresarlo, estaba ‘ocupada’ por su amigo, al menos durante aquella temporada, como de hecho casi era el caso. Eso le dio lo mismo: no moderó en ningún momento sus ojos masculinos valorativos ni su sonrisa salaz de coqueteo que enseñaba las encías, como si aquella visión imprevista de una mujer en sostén y falda, y su conocimiento, le supusieran una inversión para el futuro próximo y esperara volver a encontrarme muy pronto a solas o en otro sitio, o aun pensara pedirle mi teléfono más tarde a quien nos había presentado en contra de su voluntad, sin más remedio.

– Perdonad la aparición, de verdad -repetí cuando pasé al salón de nuevo, ya con mi jersey puesto-. No habría salido así de haberme imaginado que ya no estábamos solos. -Me traía cuenta hacer hincapié en eso, para disipar sospechas. Díaz-Varela me seguía mirando con seriedad, casi con reprobación, o era dureza; no así Ruibérriz.

– No hay nada que perdonar -se atrevió a soltar éste con galantería anticuada-. El atuendo no ha podido ser más deslumbrante. Lástima de fugacidad, eso aparte.

Díaz-Varela torció el gesto, nada de lo sucedido le hacía la menor gracia: ni la llegada de su cómplice ni las noticias que le había traído, ni mi irrupción en escena y que éste y yo nos hubiéramos conocido, ni la posibilidad de que los hubiera oído a través de la puerta, cuando me creía dormida; seguramente tampoco la codicia visual de Ruibérriz hacia mi sostén y mi falda, o hacia lo poco que ocultaban, y sus consiguientes requiebros, aunque fueran bastante educados. Me hizo una ilusión pueril, tras lo que acababa de descubrir incongruente -pero me duró sólo un instante-, figurarme que Díaz-Varela pudiera sentir por mi causa algo semejante a celos, o más bien reminiscente de ellos. Su mal humor era visible y lo fue más cuando nos quedamos a solas, una vez que Ruibérriz se hubo marchado con su abrigo sobre los hombros y su caminar lento hacia el ascensor, como si estuviera satisfecho de su estampa y quisiera darme tiempo para admirársela de espaldas: un tipo optimista, sin duda, de los que no se percatan de que cumplen años. Antes de meterse en él se volvió hacia nosotros, que lo acompañábamos con la vista desde la entrada, como si fuéramos un matrimonio, y nos saludó llevándose una mano a una ceja, un segundo, y alzándola luego en un gesto que remedaba el de quitarse un sombrero. La preocupación con la que había llegado parecía haberse desvanecido, debía de ser un hombre ligero que se distraía de las pesadumbres con cualquier cosa, con cualquier presente sustitutivo que le levantara el ánimo. Se me ocurrió que no haría caso a su amigo y no destruiría su abrigo de cuero, se gustaba con él demasiado.

– ¿Quién es? -le pregunté a Díaz-Varela, procurando emplear un tono de indiferencia, o no intencionado-. ¿A qué se dedica? Es el primer amigo tuyo que conozco y no pegáis mucho, ¿no? Tiene una pinta un poco rara.

– Es Ruibérriz -me contestó con sequedad, como si eso fuera un dato nuevo o lo definiera. A continuación se dio cuenta de lo desabrido de su respuesta y de que no había dicho nada. Se quedó en silencio unos momentos, como si calibrara lo que podía contarme sin comprometerse-. También has conocido a Rico -puntualizó-. Se dedica a muchas cosas y a nada en particular. No es un amigo, lo conozco superficialmente, aunque desde hace tiempo. Tiene vagos negocios que no acaban de enriquecerlo, así que toca muchas teclas, las que puede. Si conquista a una mujer adinerada, gandulea mientras ella lo ayude y no se harte. Si no, escribe guiones de televisión, prepara discursos para ministros, presidentes de fundaciones, banqueros, para quien se tercie, trabaja de negro. Busca documentación para novelistas históricos puntillosos, qué ropa vestía la gente en el siglo XIX o en los años treinta, cómo era la red de transportes, qué armamento se usaba, de qué material estaban hechas las brochas de afeitar o las horquillas, cuándo se construyó tal edificio o se estrenó tal película, todas esas cosas superfluas con las que los lectores se aburren y los autores creen lucirse. Rebusca en las hemerotecas, proporciona datos, de lo que le pidan. A lo tonto tiene muchos conocimientos. Creo que en su juventud publicó un par de novelas, sin éxito. No sé. Hace favores aquí y allá, probablemente viva sobre todo de eso, de sus muchos contactos: un hombre útil en su inutilidad, o viceversa. -Se detuvo, dudó si era o no imprudente añadir lo que vino a continuación, decidió que no tenía por qué serlo o que era peor dar la impresión de no querer completar un retrato inocuo-. Ahora es medio propietario de un restaurante o dos, pero le van mal, los negocios no le duran, los abre y los cierra. Lo curioso es que siempre logra abrir otro nuevo, al cabo de cierto tiempo, en cuanto se recupera.

– ¿Y qué quería? Ha venido sin avisar, ¿no?

Me arrepentí de preguntar tanto nada más haberlo hecho.

– ¿Por qué quieres saberlo? ¿Qué te importa?

Lo dijo con hosquedad, casi airado. Estaba segura de que de pronto ya no se fiaba de mí, me veía como un incordio, tal vez una amenaza, un posible testigo incómodo, había subido la guardia, era extraño, hacía poco rato yo era una persona placentera e inofensiva, todo menos un motivo de preocupación, seguramente lo contrario, una distracción muy agradable mientras él aguardaba a que el tiempo pasara y curara y se cumplieran sus expectativas, o a que ese tiempo hiciera por él labores que le son ajenas, de persuasión, de acercanza, de seducción y aun de enamoramiento; alguien que no esperaba nada que no hubiera ya y que a él no le pedía nada que no estuviera dispuesto a dar. Ahora se le había presentado un recelo, una duda. No podía preguntarme si había oído su conversación: si no lo había hecho, era llamar mi atención sobre lo que quisiera que hubieran hablado Ruibérriz y él mientras yo dormía, aunque no fuera de mi incumbencia y me trajera más bien sin cuidado, yo estaba allí sólo de paso; si sí, era obvio que yo le contestaría que no, él seguiría sin saber la verdad en todo caso. No había forma de que yo no fuera una sombra a partir de aquel instante, o aún peor, un engorro, un estorbo.

Entonces me vino de nuevo un poco el miedo, él sí me lo dio, él a solas, sin nadie delante capaz de frenarlo. Quizá no tuviera otra manera de asegurarse de que su secreto estaba a salvo que quitándome de en medio, se dice que una vez probado el crimen no se hace tan cuesta arriba reincidir, repetirlo, que cruzada la raya no hay vuelta atrás y que lo cuantitativo pasa a ser secundario ante la magnitud del salto dado, el salto cualitativo que lo convierte a uno para siempre en asesino, hasta el último día de su existencia y aun en la memoria de quienes nos sobreviven, si están al tanto o se enteran más tarde, cuando ya no estemos para intentar enredar y negarlo. Un ladrón puede restituir lo robado, un difamador reconocer su calumnia y rectificarla y limpiar el buen nombre de la persona acusada, hasta un traidor puede enmendar su traición a veces, antes de que sea demasiado tarde. Lo malo del asesinato es que siempre es demasiado tarde y no se puede devolver al mundo a quien de él fue suprimido, eso es irreversible y no hay modo de repararlo, y salvar otras vidas en el futuro, por muchas que sean, no borra nunca la que uno ha quitado. Y si no hay remisión -eso se dice-, hay que continuar por el camino emprendido cada vez que haga falta. Lo principal ya no es no mancharse, puesto que uno lleva en su seno una mancha que jamás se elimina, sino que ésta no se descubra, que no trascienda, que no tenga consecuencias y no nos pierda, y entonces añadir otra no es tan grave, se mezcla con la primera o ésta la absorbe, las dos se juntan y se hacen la misma, y uno se acostumbra a la idea de que matar forma parte de su vida, de que le ha tocado eso en suerte como a tantas otras personas a lo largo de la historia. Uno se dice que no hay nada nuevo en la situación en que se encuentra, que son incontables los individuos que han pasado por esa experiencia y luego han convivido con ella sin demasiadas penalidades y sin abismarse, e incluso han llegado a olvidarla intermitentemente, cada día un rato en el día a día que nos sostiene y arrastra. Nadie se puede pasar todas las horas lamentando algo concreto, o con plena conciencia de lo que hizo una vez lejana, o fueron dos o fueron siete, los minutos ligeros y sin pesadumbre siempre aparecen y el peor asesino disfruta de ellos, probablemente no menos que cualquier inocente. Y sigue adelante y deja de ver el asesinato como una monstruosa excepción o un error trágico, sino como un recurso más que proporciona la vida a los más audaces y resistentes, a los más resueltos y con mayor aguante. En modo alguno se sienten aislados, sino en abundante compañía larga y antigua, y formar parte de una especie de estirpe los ayuda a no verse tan desfavorecidos ni anómalos y a comprenderse y justificarse: como si hubieran heredado sus actos, o como si se los hubieran adjudicado en una rifa de feria en la que jamás se ha librado nadie de tomar parte, y en consecuencia no los hubieran cometido del todo, o no solos.


– No, por nada, perdona -me apresuré a responder, en el tono de mayor inocencia, y de mayor sorpresa por su reacción defensiva, que mi garganta fue capaz de encontrar. Era una garganta ya temerosa, sus manos podían rodearla en cualquier instante y les sería muy fácil apretar, apretar, mi cuello es delgado y no opondría la menor resistencia, mis manos carecerían de fuerza para apartar las suyas, para abrir sus dedos, mis piernas se doblarían, yo caería al suelo, él se me echaría encima como otras veces, notaría la presión de su cuerpo y su calor -o sería frío-, ya no tendría voz para convencerlo ni para implorar. Pero ese era un falso temor, me di cuenta nada más ceder a él: Díaz-Varela no se encargaría nunca de expulsar de la tierra personalmente a nadie, como no se había encargado con su amigo Deverne. A menos que se sintiera desesperado y bajo una amenaza inminente, a menos que pensara que yo iba a ir derecha a contarle a Luisa lo que había averiguado por azar y por mi indiscreción. Nunca puede descartarse nada con nadie, eso es lo malo, el temor iba y venía, era un poco artificial-. Preguntaba sólo por preguntar. -Y aún tuve el valor o la imprudencia de añadir-: Y porque, bueno, si ese Ruibérriz hace favores, no sé si yo te puedo hacer alguno… En fin, no lo creo, pero si te pudiera servir de algo, aquí me tienes a tu disposición.

Me miró con fijeza durante unos segundos que se me hicieron muy largos, como si me ponderara, como si quisiera descifrarme, como se mira a la gente que no se sabe mirada y yo no estuviera allí sino en la pantalla de una televisión y él pudiera observarme a sus anchas, sin preocuparse de mi respuesta a semejante insistencia o penetración, su expresión era cualquier cosa menos soñadora o miope, en contra de lo habitual, era aguda e intimidatoria. Mantuve los ojos firmes (al fin y al cabo éramos amantes y nos habíamos contemplado en silencio y sin apenas pudor), sosteniéndole y aun devolviéndole el escrutinio, con gesto interrogativo o de falta de comprensión, o eso creí. Hasta que ya no pude aguantar y los bajé hasta sus labios, hacia donde estaba tan acostumbrada a mirar desde el día que lo conocí, cuando hablaba y cuando estaba callado, aquellos labios de los que no me cansaba y que nunca me inspiraban miedo sino atracción. Fueron mi refugio momentáneo, no tenía nada de extraño que yo posara la vista allí, era tan frecuente, era lo normal, no había motivo para que la sospecha se le acentuara por ello, alcé un dedo y se los toqué, recorrí su dibujo con suavidad, con la yema, una prolongada caricia, pensé que sería una forma de aplacarle el ánimo, de darle confianza y seguridad, de decirle sin hablar: ‘Nada ha cambiado, sigo aquí y sigo queriéndote. Nada te revelo, tú te has dado cuenta hace tiempo y te dejas querer por mí, es agradable sentirse amado por quien nada te va a pedir. Yo me retiraré cuando decidas que basta, que ya está bien, cuando me abras la puerta y me veas ir hacia el ascensor sabiendo que no vendré más. Cuando por fin se agote la pena de Luisa y seas correspondido, me haré a un lado sin rechistar, mi paso por tu vida sé que es provisional, un día más, un día más, y otro día ya no. Pero no te aflijas ahora, descuida, porque no he oído nada, no me he enterado de nada que tú desearas ocultar o guardar para ti, y si me he enterado no me importa, estás a salvo conmigo, no te voy a delatar, ni siquiera estoy segura de haber escuchado lo que sí he escuchado, o no le doy crédito, estoy convencida de que debe haber un error, o una explicación, o incluso -quién sabe- una justificación. Tal vez Desvern te había hecho gran daño, tal vez él había intentado matarte antes a ti, también a través de terceros, taimadamente también, y ahora erais ya él o tú, acaso te viste obligado, no había lugar en el mundo para los dos, y eso se parece mucho a la defensa propia. No has de temer de mí, yo te quiero, estoy a tu lado, de momento no te voy a juzgar. Y además, no te olvides de que sólo son imaginaciones tuyas, de que en realidad nada sé’.

No es que pensara todo esto de veras ni con claridad, pero es lo que le intenté transmitir con mi dedo demorándose sobre sus labios, él se dejó hacer mientras seguía mirándome con atención, trataba de buscar señales contrarias a las que yo le enviaba voluntariosamente, notaba cómo aún recelaba de mí. Eso tenía mal arreglo o carecía de él, no se iría nunca del todo, disminuiría o aumentaría, se adensaría o adelgazaría, pero siempre permanecería ahí.

– No ha venido a hacerme un favor -contestó-. Ha venido a pedirme uno, esta vez, por eso le urgía verme. Te agradezco tu ofrecimiento, en todo caso.

Yo sabía que eso no era verdad, los dos estaban en el mismo aprieto, difícil que el uno sacara al otro, lo más que estaba a su alcance era tranquilizarse recíprocamente e instarse a esperar acontecimientos, confiando en que no hubiera más, en que las palabras del indigente cayeran en el vacío y nadie se molestara en investigar. Era eso lo que habían hecho, calmarse y ahuyentar el pánico.

– No hay de qué.

Entonces me puso una mano en el hombro y la noté como un peso, como si me cayera encima un enorme trozo de carne. Díaz-Varela no era especialmente grande ni fuerte aunque sí de buena estatura, pero los hombres sacan fuerza de no se sabe dónde, casi todos o la mayoría, o a nosotras siempre nos parece mucha por comparación, es muy fácil que nos atemoricen con un solo ademán amenazante o nervioso o mal medido, con que nos agarren de la muñeca o nos abracen con demasiado ímpetu o nos aplasten sobre el colchón. Me alegré de tener el hombro cubierto por el jersey, pensé que sobre la piel ese peso me habría hecho estremecer, no era un gesto habitual en él. Me lo apretó sin hacerme daño, como si fuera a darme un consejo o a confiarme algo, me hice una idea de lo que sería esa mano sobre mi cuello, una sola, no digamos las dos. Temí que con un rápido movimiento la trasladara hasta él, él debió de percibir mi alerta, mi tensión, mantuvo la presión sobre mi hombro o me pareció que la aumentó, deseaba zafarme, escurrirme, su mano derecha sobre mi hombro izquierdo, como si fuera un padre o un profesor y yo una niña, una alumna, me sentí empequeñecida, seguramente ese era el propósito, para que le contestara con sinceridad, y si no con inquietud.

– No has oído nada de lo que me ha contado, ¿verdad? Estabas dormida cuando ha llegado, ¿no? He entrado a comprobarlo antes de hablar con él y te he visto muy dormida, estabas dormida, ¿verdad? Lo que me ha contado es muy íntimo, y a él no le gustaría que se hubiera enterado nadie más. Aunque seas una desconocida para él. Hay cosas que da vergüenza que escuche nadie, hasta a mí le ha costado contármelo, y eso que venía a eso y no tenía más remedio si quería el favor. No te has enterado de nada, ¿verdad? ¿Qué es lo que te despertó?

Así que me lo preguntaba a las claras, inútilmente o no tanto: por cómo respondiera yo, él podría figurarse o deducir si le mentía o no, o eso creería. Pero sería eso a lo sumo, una deducción, una figuración, una suposición, un convencimiento, es increíble que tras tantos siglos de incesantes charlas entre las personas no podamos saber cuándo se nos dice la verdad. ‘Sí’, se nos dice, y siempre puede ser ‘No’. ‘No’, se nos dice, y siempre puede ser ‘Sí’. Ni siquiera la ciencia ni los infinitos avances técnicos nos permiten averiguarlo, no con seguridad. Y aun así él no pudo resistirse a interrogarme directamente, de qué le servía que le contestara ‘Sí’ o ‘No’. De qué le habían servido a Deverne todas las profesiones de afecto de uno de sus mejores amigos a lo largo de años, si es que no del mejor. Lo último que uno imagina es que ese lo vaya a matar, aunque sea de lejos y sin presenciarlo, sin intervenir ni mancharse un solo dedo, de tal manera que pueda pensar luego a veces, en sus días de felicidad, o serán de exultación: ‘En realidad yo no lo hice, no tuve nada que ver’.

– No, no he oído nada, no te preocupes. He tenido un sueño profundo, aunque me haya durado poco. Además, he visto que habías cerrado la puerta, no podía oíros.

La mano sobre mi hombro seguía apretando, me parecía que un poco más, algo casi imperceptible, como si me quisiera hundir en el suelo muy lentamente, sin que yo me percatara de ello. O tal vez ni siquiera apretaba, sino que al dilatarse su peso se me agudizaba la sensación de opresión. Levanté el hombro sin brusquedad, todo lo contrario, con delicadeza, con timidez, como para indicarle que lo prefería libre, que no quería aquel pedazo de carne plantado así sobre mí, había en aquel contacto desacostumbrado un vago elemento de humillación: ‘Prueba mi fuerza’, podía ser. O ‘Imagina de lo que soy capaz’. Hizo caso omiso de mi leve gesto -quizá fue demasiado leve- y volvió a su última pregunta que yo no había contestado, insistió:

– ¿Qué fue lo que te despertó? Si creías que no estaba más que yo, ¿por qué te has puesto el sostén para salir? Debe de haberte llegado el rumor de nuestras voces, ¿no? Y algo habrás oído entonces, digo yo.

Tenía que mantener la calma y negar. Cuanto más sospechara él, más tenía que negar. Pero debía hacerlo sin vehemencia ni énfasis de ninguna clase. A mí qué me importaba lo que se trajera entre manos con un tipo del que ni le había oído hablar, esa era mi mayor baza para convencerlo, para aplazar su certeza al menos; qué interés tenía yo en espiarlo, todo lo que sucediera fuera de aquel dormitorio me daba igual, incluso dentro cuando no estaba yo en él, eso había de quedarle claro, nuestra relación no era sólo pasajera, era reducida, estaba circunscrita a aquellos encuentros ocasionales en su casa, en una habitación o dos, qué se me daba a mí todo el resto, sus idas y venidas, su pasado, sus amistades, sus planes, sus cortejos y su vida entera, yo no había estado en ella ni tampoco iba a estar ‘hereafter’, a partir de ahora ni más adelante, nuestros días tenían su número y nunca estuvo lejos. Y sin embargo, con ser todo eso verdad en esencia, no lo era absolutamente: había sentido curiosidad, me había despertado al captar una palabra clave -quizá ‘tía’, o ‘conoce’, o ‘mujer’, o seguramente la combinación de las tres-, me había levantado de la cama, había pegado el oído, había forzado una rendija mínima para escuchar mejor, me había alegrado cuando él y Ruibérriz habían sido incapaces de moderar sus voces, de alcanzar el susurro, se lo había impedido la excitación. Empecé a preguntarme por qué había hecho eso, e inmediatamente empecé a lamentarlo: por qué tenía que saber lo que sabía, por qué la idea, por qué ya no me era posible tenderle los brazos y rodearlo por la cintura y acercarlo a mí, habría sido tan fácil quitarme su mano del hombro con ese solo movimiento, natural y sencillo unos minutos atrás; por qué no podía obligarlo a abrazarme sin más demora ni vacilación, allí estaban sus queridos labios, como siempre deseaba besarlos y ahora no me atrevía o es que algo me repelía en ellos a la vez que aún me atraían, o lo que me repelía no estaba en ellos -los pobres, sin culpa-, sino en todo él. Lo seguía queriendo y le tenía miedo, lo seguía queriendo y mi conocimiento de lo que había hecho me daba asco; no él, sino mi conocimiento.

– Pero qué preguntas son esas -le dije con desenfado-. Yo qué sé lo que me despertó, un mal sueño, una mala postura, saber que me estaba perdiendo un rato contigo, no sé, qué más da. Y qué me iba a importar a mí lo que te contara ese hombre, ni siquiera sabía que estuviera aquí. Si me he puesto el sostén es porque no es lo mismo que me veas echada y a poca distancia, o a ráfagas, que de pie y caminando por la casa como si me creyera una modelo de Victoria’s Secret o aún mejor, al fin y al cabo ellas siempre llevan lencería. Es que todo hay que explicártelo o qué.

– ¿Qué quieres decir?

En verdad pareció desconcertado, pareció no entender, y eso -el desplazamiento de su interés, su distracción- me dio una ligera y momentánea ventaja, pensé que no tardaría en dejar de hacerme preguntas torcidas y yo podría salir de allí, me urgía sacudirme aquella mano y perderlo de vista. Aunque mi yo anterior, que todavía rondaba -aún no había sido sustituido ni reemplazado, cómo podía serlo tan rápido; ni cancelado ni desterrado-, no tenía ninguna prisa por salir de allí: cada vez que se había ido había ignorado cuándo regresaría, o si ya no regresaría más.

– Qué torpes sois los hombres a veces -dije con deliberación, me pareció aconsejable soltar algún tópico y desviar la conversación, llevarla al territorio más vulgar, que también suele ser el más inofensivo y el que más invita a confiarse y a bajar la guardia-. Hay zonas en las que las mujeres nos creemos ya envejecidas a los veinticinco o treinta años, no digamos con diez más. Por comparación con nosotras mismas, guardamos memoria de cada año que se fue. Así que no nos gusta exponer esas zonas de manera intempestiva y frontal. Bueno, a mí no me hace gracia, la verdad es que a muchas les da lo mismo, y las playas están llenas de exposiciones no ya frontales sino brutales, catastróficas, incluidas las de quienes se han colocado un par de leños bien rígidos y creen haber solucionado todo problema con eso. La mayoría dan dentera. -Me reí brevemente por la palabra elegida, añadí otra similar-: Dan repelús.

– Ah -dijo él, y se rió brevemente también, era una buena señal-. A mí no me parece que ninguna zona tuya esté envejecida, yo las veo todas bien.

‘Está más tranquilo’, pensé, ‘menos preocupado y suspicaz, porque tras el susto necesita estar así. Pero más tarde, cuando se quede a solas, volverá a convencerse de que sé lo que no me tocaba saber, lo que nadie más que Ruibérriz debía saber. Repasará mi actitud, recordará mi prematuro sonrojo al salir de la alcoba y mi fingida ignorancia de todo este rato, se dirá que tras las fogosidades lo normal habría sido que me trajera sin cuidado cómo me viera, qué sostén ni qué sostén, uno se relaja, se desprotege mucho después; dejará de creerse la explicación que ahora acepta por sorprendente, porque no se le había pasado por la imaginación que algunas mujeres pudiéramos estar tan pendientes de nuestro aspecto en todo momento, de lo que tapamos o permitimos ver y hasta de la intensidad de nuestros jadeos, o que nunca perdamos del todo el pudor, ni siquiera en medio de la mayor agitación. Le dará vueltas de nuevo y no sabrá qué le conviene hacer, si alejarme paulatinamente y con naturalidad o interrumpir bruscamente todo trato conmigo o seguir como si nada para vigilarme de cerca, para controlarme, para calibrar cada día el peligro de una delación, esa es una situación angustiosa, tener que interpretar a alguien sin cesar, a alguien que nos tiene en su mano y que nos puede buscar la ruina o nos puede chantajear, no se aguanta mucho tiempo una zozobra así, se la intenta remediar como sea, se miente, se intimida, se engaña, se paga, se pacta, se quita de en medio, esto último es lo más seguro a la larga -es lo definitivo- y lo más arriesgado en el instante, también lo más difícil ahora y después y en cierto sentido lo más perdurable, uno se vincula al muerto para siempre jamás, se expone a que se le aparezca vivo en los sueños y uno crea no haber acabado con él, y entonces sienta alivio por no haberlo matado o sienta espanto y amenaza y planee volverlo a hacer; se expone a que ese muerto ronde todas las noches su almohada con su vieja cara sonriente o ceñuda y los ojos bien abiertos que fueron cerrados hace siglos o anteayer, y le susurre maldiciones o súplicas con su voz inconfundible que ya no oye nadie más, y a que la tarea le parezca siempre inconclusa y agotadora, un infinito quehacer, cada mañana pendiente antes de despertar. Pero todo eso será más adelante, cuando él rumie lo sucedido o lo que temerá que haya sucedido. Quizá decida entonces enviarme a Ruibérriz con algún pretexto, para que me sondee, para que me sonsaque, esperemos que no para algo más grave, para que un intermediario difumine o debilite el vínculo, tampoco yo podré vivir en paz a partir de hoy. Pero no es ahora el momento y ya se verá, he de aprovechar que lo he distraído de sus recelos y le he hecho un poco de gracia, y salir ya de aquí.’

– Gracias por el cumplido, no los sueles prodigar -le dije. Y, sin ningún esfuerzo físico y con considerable esfuerzo mental, acerqué mi cara a la suya y lo besé en los labios con los labios cerrados y secos, suavemente, tenía sed, de manera parecida a como se los había recorrido antes con la yema del dedo, mi boca acarició la suya, eso fue, creo yo. Eso fue nada más.

Levantó entonces la mano y me liberó el hombro y me quitó el odioso peso de encima, y con esa misma mano que casi me había causado dolor -o es lo que empezaba a creer sentir-, me acarició la mejilla, otra vez como si fuera una niña y él tuviera poder para castigarme o premiarme con un solo gesto, y todo dependiera de su voluntad. Estuve a punto de rehuirle esa caricia, había ahora una diferencia entre que lo tocara yo a él y me tocara él a mí, por suerte me contuve y lo dejé hacer. Y al salir de la casa unos minutos más tarde, me pregunté, como siempre, si volvería a entrar allí. Sólo que esta vez no fue sólo con esperanza y deseo, sino que se mezclaron, qué fue: no sé si fue repugnancia, o pavor, o si fue más bien desolación.

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