III

En toda relación desigual y sin nombre ni reconocimiento explícito, alguien tiende a llevar la iniciativa, a llamar y a proponer encontrarse, y la otra parte tiene dos posibilidades o vías para alcanzar la misma meta de no esfumarse y desaparecer en seguida, aunque crea que de todas formas será ese su destino final. Una es limitarse a esperar, no dar nunca un paso, confiar en que pueda añorársela y en que su silencio y su ausencia resulten insospechadamente insoportables o preocupantes, porque todo el mundo se acostumbra pronto a lo que se le regala o a lo que hay. La segunda vía es intentar colarse con disimulo en la cotidianidad de ese alguien, persistir sin insistir, hacerse sitio con pretextos varios, llamar no a proponer nada -eso está vedado aún- sino a consultar cualquier cosa, a pedir consejo o un favor, a contar lo que nos ocurre -la manera más eficaz y drástica de involucrar- o a dar alguna información; estar presente, actuar como recordatorio de uno mismo, tararear en la distancia, zumbar, dar lugar a un hábito que se instala imperceptiblemente y como a hurtadillas, hasta que un día ese alguien se descubre echando en falta la llamada que se ha hecho consuetudinaria, siente algo parecido al agravio -o es la sombra de un desamparo- e, impaciente, levanta el teléfono sin naturalidad, improvisa una excusa absurda y se sorprende marcando él.

Yo no pertenecía a ese segundo tipo atrevido y emprendedor, sino al primero callado, más soberbio y más sutil, pero también más expuesto a ser borrado u olvidado con prontitud, y a partir de aquella tarde me alegré de correr ese riesgo, de estar supeditada por costumbre a las solicitudes o proposiciones de quien para mí era aún Javier pero acababa de iniciar el camino de convertirse en un apellido compuesto que más bien cuesta recordar; de no tener que llamarlo ni buscarlo, y de que abstenerme de hacerlo no resultara, por tanto, sospechoso ni delator. Que yo no estableciera contacto con él no significaba que quisiera evitarlo, ni que me hubiera decepcionado -es una palabra suave-, ni que le hubiera cogido miedo, ni que deseara interrumpir todo trato con él tras enterarme de que había urdido el apuñalamiento de su mejor amigo sin ni siquiera tener la certeza de lograr con ello su fin, aún le restaba la tarea más fácil o la más ardua, eso nunca se sabe, la del enamoramiento (la más insignificante o la más sustancial). Que yo no diera señales de vida no significaba que supiera nada de eso ni nada nuevo de él, mi silencio no me traicionaba, todo era como siempre durante nuestra breve frecuentación, dependía de que él sintiera vaga añoranza o se acordara de mí y me convocara a su alcoba, sólo entonces tendría que pensar cómo conducirme y qué hacer. El enamoramiento es insignificante, su espera en cambio es sustancial.

Cuando Díaz-Varela me había hablado del Coronel Chabert, había identificado a éste con Desvern: el muerto que debe seguir muerto puesto que su muerte constó en los anales y pasó a ser un hecho histórico y se relató y detalló, y cuya nueva e incomprensible vida es un incómodo postizo, una intrusión en la de los demás; el que viene a perturbar el universo que no sabe ni puede rectificar y que por tanto continuó sin él. Que Luisa no se sacudiese en seguida a Deverne, que de forma inerte o rutinaria continuase sujeta a él o a su recuerdo aún reciente -reciente para la viuda pero lejano para el que llevaba ya mucho anticipando su supresión-, debía de parecerle a Díaz-Varela la intromisión de un fantasma, de un aparecido tan fastidioso como Chabert, sólo que éste había vuelto en carne y hueso y cicatriz cuando ya estaba olvidado y su regreso era un engorro hasta para el curso del tiempo, al que en contra de su naturaleza se forzaba a retroceder y corregir, mientras que Desvern no se había ido del todo en espíritu, se demoraba, y lo hacía precisamente ayudado por su mujer, todavía enfrascada en el lento proceso de sobreponerse a su abandono y a su deserción; incluso trataba de retenerlo aún, un poco más, a sabiendas de que llegaría un día en que inverosímilmente se le desdibujaría su rostro o se le congelaría en cualquiera de las muchas fotos que se empeñaría en seguir mirando, a ratos con sonrisa embobada y a ratos entre sollozos, siempre a solas, siempre escondida.

Y sin embargo era a Díaz-Varela a quien yo veía ahora más bien como Chabert. Éste había sufrido amarguras y penalidades sin cuento y aquél las había infligido, éste había sido víctima de la guerra, de la negligencia, de la burocracia y de la incomprensión, y aquél se había constituido en verdugo y había perturbado gravemente el universo con su crueldad, su egoísmo tal vez estéril y su descomunal frivolidad. Pero los dos se habían mantenido a la espera de un gesto, de una especie de milagro, un aliento y una invitación, Chabert del casi imposible reenamoramiento de su mujer y Díaz-Varela del improbable enamoramiento de Luisa, o por lo menos de su consolación junto a él. Algo de común había en la esperanza de ambos, en la paciencia, aunque las del viejo militar estuvieran dominadas por el escepticismo y la incredulidad y las de mi pasajero amante por el optimismo y la ilusión, o acaso era por la necesidad. Los dos eran como espectros haciendo visajes y señas e incluso algún aspaviento inocente, aguardando a ser vistos y reconocidos y quizá llamados, deseosos de oír al fin estas palabras: ‘Sí, está bien, te reconozco, eres tú’, aunque en el caso de Chabert supusieran sólo concederle la carta de existencia que se le estaba negando y en el de Díaz-Varela significaran bastante más: ‘Quiero estar a tu lado, acércate y quédate aquí, ocupa el lugar vacío, ven hasta mí y abrázame’. Y los dos debían de pensar algo parecido, algo que les daba fuerza y los sostenía en su espera y les impedía rendirse: ‘No puede ser que haya pasado por lo que he pasado, que me hayan matado un sablazo en el cráneo y los cascos al galope de infinitos caballos, y sin embargo haya surgido de entre una montaña de muertos tras la larga e inútil batalla que convirtió en verdaderos cadáveres a cuarenta mil como yo, tenía que haber sido uno de ellos, solamente uno más; no puede ser que haya sanado con dificultad, lo bastante para tenerme en pie y caminar, que a lo largo de años haya recorrido Europa pasando penurias y sin que me creyera nadie, obligado a convencer a cualquier imbécil de que yo era todavía yo, de que no era un absoluto difunto pese a figurar como tal; y que por fin haya llegado hasta aquí, donde tuve mujer, casa, rango y fortuna, aquí donde solí vivir, para que la persona que más he querido y que me heredó ni siquiera admita que existo, finja no conocerme y me tilde de impostor. Qué sentido tendría haber sobrevivido a mi reiterada muerte, haber emergido de la fosa en la que ya me había resignado a habitar, desnudo y sin distintivos, igualado del todo con mis iguales caídos, oficiales y soldados rasos, compatriotas y tal vez enemigos, qué sentido tendría todo esto si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negación y el despojamiento de mi identidad, de mi memoria y de cuanto ha seguido ocurriéndome después de morir. La superfluidad de mi ventura, de mi ordalía, de mi gran esfuerzo, de lo que se parecía tanto a un destino…’. Eso debía de pensar el Coronel Chabert mientras iba y venía por París, mientras suplicaba ser recibido y atendido por el abogado Derville y por Madame Ferraud, que en virtud de su resurrección no era ya su viuda sino su mujer, y así volvía a ser, para su desdicha, la también enterrada y pretérita, la detestada Madame Chabert.

Y Díaz-Varela debía de pensar a su vez: ‘No puede ser que yo haya hecho lo que he hecho o más bien he fraguado y he puesto en marcha, que haya cavilado durante mucho tiempo y, tras consumirme en dudas, haya logrado maquinar una muerte, la de mi mejor amigo, fingiendo que la dejaba un poco al azar, que podía resultar o no, tener lugar o jamás suceder, o bien no lo fingía sino que en verdad era así; que ideara un plan imperfecto y lleno de cabos sueltos, precisamente para salvar la cara ante mí mismo y poder decirme que a fin de cuentas había permitido la existencia de numerosos resquicios y escapatorias, que no me había asegurado, que no había enviado a un sicario ni le había ordenado a nadie: “Mátalo”; no puede ser que haya interpuesto a dos personas o quizá han sido tres, a Ruibérriz, a su subalterno que efectuó llamadas y al propio indigente que las escuchó, a fin de sentirme muy lejos de la ejecución, de los hechos mismos cuando se produjeran si se producían, no había certeza sobre la reacción del gorrilla, podía haber hecho caso omiso o haberse limitado a insultar a Miguel, o haberle dado sólo un puñetazo como a su chófer cuando confundió a los dos, también el encizañamiento podía haber caído en saco roto desde el principio y no haber surtido el menor efecto, pero sí lo surtió y entonces qué; no, no puede ser que las cosas hayan salido según mi deseo contra casi toda probabilidad, que al hacerlo hayan perdido su posible carácter de juego o apuesta y hayan pasado a ser una tragedia y seguramente un asesinato inducido que a su vez me ha convertido a mí en un asesino indirecto, mías fueron la concepción y la decisión de empezar, de lanzar los dados trucados, de dar impulso a la amañada rueda y echarla a girar, fui yo quien dijo “Conseguidle un móvil para corromperle el oído, por ese conducto se llega a la mente, a la trastornada y a la que no lo está; compradle una navaja para tentarlo, para hacérsela acariciar y también abrir y cerrar, sólo el que tiene un arma la puede querer usar”; no, no puede ser que yo me haya metido en esto y me haya arrojado una mancha imposible de quitar para que luego no sirva de nada y mi intención no se cumpla. Qué sentido tendría haberme impregnado así, del crimen, de la conspiración, del horror, llevar para siempre en mi seno el engaño y la traición, no poder sacudírmelos ni olvidarme de ellos más que sólo a ratos de enajenamiento o quizá de extraña plenitud que no he probado, no sé, haber establecido un vínculo que reaparecerá en mis sueños y que jamás podré cortar, qué sentido tendría si no alcanzo mi propósito único, si lo que me reservaba el final de ese trayecto era la negativa o la indiferencia o la lástima, el mero y viejo afecto que me mantendría sólo en mi lugar, para qué tanta vileza, o aún peor, la denuncia, el descubrimiento, el desprecio, la espalda vuelta y su voz helada diciéndome como si surgiera de un yelmo: “Quítate de mi vista y no vuelvas a aparecer ante mí”. Como si fuera una Reina que desterrara a perpetuidad a su más fervoroso súbdito, a su mayor adorador. Y eso puede ocurrir ahora, eso puede ocurrir fácilmente si esta mujer, si María ha oído lo que no debía y decide ir a contárselo, aunque yo lo negara bastaría la duda para que mis posibilidades desaparecieran, para que dejaran totalmente de existir. De Ruibérriz sé que no hay que temer y por eso le encargué la operación, lo conozco hace mucho y nunca se iría de la lengua, ni siquiera si lo interrogaran o lo detuvieran, si el mendigo lo reconociera y dieran con él, ni siquiera bajo gran presión, por la cuenta que le trae y también porque es legal. Los otros, Canella y el que lo llamó, el que varias veces al día le recordó a sus hijas putas y lo obligó a imaginárselas en plena faena con mortificante detalle, el que lo obsesionó y acusó a Miguel, esos no me han visto en la vida ni han oído mi nombre ni han escuchado mi voz, para ellos no existo, sólo existe Ruibérriz con sus nikis o sus abrigos de cuero y su sonrisa salaz. Pero de María lo ignoro todo en realidad, noto que se está enamorando o que se ha enamorado ya, demasiado rápido para que no responda a una decisión generosa de la que por tanto se puede apear, todavía cuando quiera, por cansancio o despecho o por sensatez o decepción, lo segundo no parece sentirlo ni que lo vaya a sentir, está conforme con que no haya más que lo que hay y sabe que algún día dejaré de verla y la borraré porque Luisa me habrá llamado por fin, en modo alguno eso es seguro pero puede suceder, y aún es más, debería suceder antes o después. A menos que María posea un estúpido y fuerte sentido de la justicia, y la decepción de saberme un criminal se le imponga sobre cualquier otra consideración y así no le parezca suficiente renegar y apartarse de mí, sino que necesite apartarme de mi amor. Y entonces, si supiera Luisa, o si la idea le entrara en la cabeza, no haría falta más, qué sentido tendría que tras adentrarme por la senda más sucia ya no hubiera esperanza, ni siquiera la más remota, la irreal que nos ayuda a vivir. Quizá hasta la espera me quedaría prohibida, no ya la esperanza sino la simple espera, el refugio último del peor desdichado, de los enfermos y de los decrépitos y de los condenados y de los moribundos, que esperan a que llegue la noche y luego a que llegue el día y la noche otra vez, sólo a que cambie la luz para saber al menos qué les toca, si estar despiertos o dormir. Incluso los animales esperan. El refugio de todo ser sobre la tierra, de todos menos de mí…’.


Fueron pasando los días sin noticias de Díaz-Varela, uno, dos, tres y cuatro, y eso era enteramente normal. Cinco, seis, siete y ocho, y también eso era normal. Nueve, diez, once y doce, y eso ya no lo fue tanto, pero tampoco resultó muy extraño, a veces él viajaba y a veces viajaba yo, no teníamos costumbre de avisarnos de antemano y aún menos de despedirnos, jamás alcanzamos tanta familiaridad ni contamos el uno para el otro como para juzgar necesario o prudente informarnos de nuestros movimientos, de nuestras ausencias de la ciudad. Cada vez que él había tardado esos días o más en llamar o dar señales, yo había pensado con lástima -pero siempre con conformidad, o acaso era resignación- que ya me tocaba salir de escena, que el breve tiempo que yo misma me había adjudicado en su vida había sido brevísimo al final; suponía que se había cansado, o que, fiel a su tendencia, había cambiado de nuevo de pareja de distracción (nunca me tuve por mucho más, pese a querer sentirme algo más) durante lo que ahora veía como una espera suya inmemorial, o más bien como un acecho; o que Luisa lo iba aceptando antes de lo previsible y que ya no había lugar para mí ni seguramente para nadie más; o que él estaba volcado con ella en sus visitas y en su atención, en llevar al colegio a sus niños y ayudarla en lo que pudiera, en hacerle compañía y estar a su disposición. ‘Ya está, ya se ha ido, ya me ha echado, se acabó’, eso pensaba. ‘Todo ha durado tan poco que me solaparé con otras y su memoria me confundirá. Seré indistinguible, seré un antes, una página en blanco, lo contrario de “a partir de ahora”, y perteneceré a lo que ya no cuenta. No importa, está bien, lo sabía desde el principio, está bien.’ Si al duodécimo o decimoquinto día sonaba el teléfono y oía su voz, no podía evitar dar un salto de alegría interior y decirme: ‘Bueno, mira, todavía no, por lo menos habrá una vez más’. Y durante esos periodos de involuntaria espera mía y absoluto silencio suyo, cada vez que sonaba el timbre o me avisaba el móvil de que había recibido un mensaje mientras lo tenía apagado, o de que había un SMS aguardando a ser leído, confiaba con optimismo en que estuviera él detrás.

Ahora me sucedía lo mismo, pero con aprensión. Miraba la diminuta pantalla con sobresalto, deseando no ver su nombre y su número y -eso era lo desasosegante, lo raro- deseándolo a la vez. Prefería no tener que ver más con él y no exponerme a un nuevo encuentro de nuestra única modalidad, durante el que ignoraba cómo reaccionaría, cómo me podría comportar. Era más fácil que me notara huidiza o remisa si nos veíamos que si sólo hablábamos, y también más -obviamente- si hacíamos esto último que si no. Pero no responder ni devolverle la llamada habría tenido el mismo efecto, puesto que nunca lo había hecho con anterioridad. Si accedía a ir a su casa y allí me proponía acostarnos, como solía acabar por sugerir de aquella manera tácita suya que le permitía actuar como si lo que ocurría no ocurriera o no fuera digno de reconocimiento, y yo rehusaba con alguna excusa, eso le podría hacer sospechar. Si me citaba y le daba largas, también eso lo escamaría, pues en la medida de lo posible me había acomodado siempre a su iniciativa. Consideraba una bendición, una suerte, que él callara desde aquella tarde, que no me solicitara, verme libre de sus pesquisas y capciosidades, de su olisqueo de la verdad, de encararme de nuevo con él, de no saber a qué atenerme ni cómo tratarlo ahora, de que me inspirara miedo y repulsa mezclados seguramente con atracción o con enamoramiento, porque estas dos últimas cosas no se suprimen de golpe y a voluntad, sino que tienden a demorarse como una convalecencia o como la propia enfermedad; la indignación no ayuda apenas, su impulso se agota en seguida, no se puede mantener su virulencia, o ésta viene y se va y cuando se va no deja huella, no es acumulativa, no mina nada y en cuanto se aplaca se olvida, como el frío una vez que se ha ido, o como la fiebre y el dolor. La corrección de los sentimientos es lenta, desesperantemente gradual. Uno se instala en ellos y se hace muy difícil salirse, se adquiere el hábito de pensar en alguien con un pensamiento determinado y fijo -se adquiere también el de desearlo- y no se sabe renunciar a eso de la noche a la mañana, o durante meses y años, tan larga puede ser su adherencia. Y si lo que hay es decepción, entonces se la combate al principio contra toda verosimilitud, se la matiza, se la niega, se la intenta desterrar. A ratos pensaba que no había oído lo que había oído, o me retornaba la débil idea de que tenía que haber un error, un malentendido, incluso una explicación aceptable para que Díaz-Varela hubiera organizado la muerte de Desvern -pero cómo podía ser eso aceptable-, me daba cuenta de que mientras duraba aquella espera rehuía la palabra ‘asesinato’ en mi mente. Y así, a la vez que consideraba una suerte que Díaz-Varela no me reclamara y me dejara recomponerme y respirar, me preocupaba y sufría porque no lo hiciera. Quizá me parecía imposible -un final pálido, un mal final- que todo se disolviera así, tras descubrir yo su secreto y que él se lo maliciara, tras interrogarme él un poco y después nada más. Era como si la función se interrumpiera antes de terminar, como si todo quedara suspendido en el aire, indeciso, flotante, persistente en su irresolución, como un olor desagradable en el interior de un ascensor. Pensaba confusamente, quería y no quería saber de él, mis sueños eran contradictorios y, cuando permanecía una noche en vela, en verdad no discernía, notaba sólo la cabeza llena y mi detestable impotencia para vaciarla.

Me preguntaba en mi insomnio si debía hablar con Luisa, con la que ya no coincidía nunca en el desayuno de la cafetería, habría abandonado la costumbre para no aumentarse la pena o para ir olvidando mejor, o quizá iría más tarde, cuando yo ya estuviera en el trabajo (acaso era a su marido al que le tocaba madrugar más y ella sólo lo acompañaba para retrasar la separación). Me preguntaba si no era mi obligación prevenirla, ponerla al tanto de quién era aquel amigo, su pretendiente quizá inadvertido y su constante protector; pero carecía de pruebas y podría tomarme por loca o por despechada, por vengativa y desquiciada, resulta complicado irle a nadie con un cuento tan siniestro y turbio, cuanto más exagerada y alambicada una historia más difícil de creer, en eso confían, en parte, quienes cometen atrocidades, en que costará darles crédito precisamente por su magnitud. Pero no era tanto eso cuanto algo más extraño, por su escasez: la mayoría de la gente está dispuesta, a la mayoría le encanta señalar con el dedo a escondidas y acusar y denunciar, chivarse a sus amistades, a los vecinos, a sus superiores y jefes, a la policía, a las autoridades, descubrir y exponer a culpables de cualquier cosa, aunque lo sean sólo en su imaginación; hundirles la vida si pueden o por lo menos dificultársela, procurar que haya apestados, crear desechos, desprendidos, causar bajas a su alrededor y expulsar de su sociedad, como si la reconfortara decirse tras cada víctima o pieza cobrada: ‘Ese ha sido desgajado, apartado, ese ha caído y yo no’. Entre toda esa gente hay unos pocos -a diario vamos menguando- que sentimos, por el contrario, una indecible aversión a asumir ese papel, el papel del delator. Y tan al extremo llevamos esa antipatía que ni siquiera nos es fácil vencerla cuando conviene, por nuestro bien y el de los demás. Hay algo que nos repugna en marcar un número y decir sin confesar nuestro nombre: ‘Mire, he visto a un terrorista al que buscan, su foto está en los periódicos y acaba de entrar en tal portal’. Probablemente lo haríamos en un caso así, pero pensando más en los crímenes que podríamos evitar con ello que en el castigo de los ya pasados, porque esos nadie es capaz de remediarlos y la impunidad del mundo es tan inabarcable, tan antigua y larga y ancha que hasta cierto punto nos da lo mismo que se le añada un milímetro más. Suena raro y suena mal, y sin embargo puede ocurrir: quienes sentimos esa aversión preferimos a veces ser injustos y que algo quede sin castigo antes que vernos como delatores, no lo podemos soportar -al fin y al cabo la justicia no es cosa nuestra, no nos toca actuar de oficio-; y todavía nos es más odioso ese papel cuando se trata de desenmascarar a alguien a quien se ha querido, o peor: a quien, por inexplicable que sea -pese al horror y la náusea de nuestra conciencia, o es de nuestro conocimiento, que sin embargo se sobresalta menos cada día que se completa y se va-, no se ha dejado enteramente de querer. Y entonces pensamos algo que no llega a formularse del todo, un balbuceo incoherente y reiterativo, casi febril, algo semejante a esto: ‘Sí, es muy grave, es muy grave. Pero es él, aún es él’. En aquel tiempo de espera o de adiós no pronunciado no lograba ver a Díaz-Varela como un peligro futuro para nadie más, ni siquiera para mí, que le había tenido momentáneo temor y aún se lo tenía intermitente en ausencia, en mi recuerdo o en mis anticipaciones. Quizá pecaba de optimista, pero no lo veía capaz de repetir. Para mí seguía siendo un aficionado, un intruso ocasional. Un hombre normal en esencia, que había hecho una sola excepción.


Al decimocuarto día me llamó al móvil, cuando yo estaba en la editorial reunida con Eugeni y con un autor semijoven que nos había recomendado Garay Fontina en premio a la adulación con que aquél lo obsequiaba en su blog y en una revista literaria especializada que dirigía, es decir, pretenciosa y más bien marginal. Me salí del despacho un momento, le dije que lo llamaría más tarde, él pareció no fiarse y me retuvo un instante.

‘Es sólo un minuto’, dijo. ‘¿Qué tal te va que nos veamos hoy? He estado fuera unos días y tengo ganas de verte. Si te parece, te espero en casa cuando salgas del trabajo.’

‘No sé si hoy me voy a retrasar, hay mucho lío aquí’, improvisé sobre la marcha; quería pensármelo, o por lo menos tener tiempo para hacerme a la idea de ir a verlo otra vez. Seguía sin saber qué prefería, su esperada e inesperada voz me trajo alarma y alivio, pero en seguida prevaleció el envanecimiento de sentirme requerida, de comprobar que todavía no me había dado carpetazo, que no se había desentendido de mí ni me dejaba desaparecer en silencio, aún no era la hora de mi difuminación. ‘Déjame que te diga algo por la tarde. Según cómo vayan las cosas, me paso o te aviso de que no podré.’

Entonces dijo mi nombre, lo que no solía hacer.

‘No, María. Pásate.’ E hizo una pausa, como si en verdad quisiera sonar imperativo, y así sonó. Como yo no respondí nada en el acto, añadió algo para rebajar esa impresión. ‘No es sólo que tenga ganas de verte, María.’ Dos veces mi nombre, eso ya era insólito, un mal augurio. ‘Tengo que consultarte algo urgente. Aunque sea tarde, no me importa, yo no me voy a mover de aquí. Te esperaré en todo caso. Y si no, te iré a buscar’, terminó con resolución.

Tampoco yo pronunciaba mucho su nombre, lo hice esta vez por mimetismo o para no quedarme atrás, es frecuente que oír el nuestro nos ponga en estado de alerta, como si estuviéramos recibiendo una advertencia o fuera el preámbulo de una adversidad o de un adiós.

‘Javier, hace un montón de días que no nos vemos ni hablamos, tan urgente no será, podrá esperar un día o dos más, ¿no? Si al final me es imposible, quiero decir.’

Me estaba haciendo de rogar pero deseaba que no desistiera, que no se conformara con un ‘veremos’ o un ‘quizá’. Su impaciencia me halagaba, pese a notar que no se trataba, aquel día, de una impaciencia meramente carnal. Incluso era probable que no hubiera en ella ni un ápice de carnalidad, sino que obedeciera tan sólo a la prisa por poner y verbalizar un final: una vez que se decide que las cosas no floten, que no se diluyan ni se mueran calladas ni sea pálida su conclusión, entonces por lo general se hace arduo y casi imposible esperar; hay que decirlo y soltarlo en seguida, hay que comunicárselo al otro para zafarse de golpe, para que sepa lo que le toca y no ande engañado y ufano, para que no se crea que sigue siendo alguien en nuestra vida cuando ya no lo es, que ocupa un lugar en nuestro pensamiento y en nuestro corazón del que precisamente ha sido relevado por ellos; para que se borre de nuestra existencia sin dilación. Pero me daba lo mismo. Me daba lo mismo si Díaz-Varela me estaba convocando tan sólo para largarme, para despedirme, hacía catorce días que no lo veía y había temido no volverlo a ver yeso era lo único que me importaba: si él me veía de nuevo quizá le costara mantener su decisión, yo podría tentarlo, hacer que anticipara su futura añoranza de mí, persuadirlo con mi presencia para dar marcha atrás. Pensé eso y me di cuenta de lo idiota que era: son desagradables esos momentos, cuando ni siquiera nos avergüenza percatarnos de nuestra idiotez y nos abandonamos a ella de todas formas, con plena conciencia y a sabiendas de que nos diremos muy pronto: ‘Pero si lo sabía y estaba segura. Pero qué tonta he sido, por favor’. Y esta reacción como de hierro hacia el imán me vino, para mayor inconsecuencia y mayor idiotez, cuando ya estaba medio decidida a romper toda relación con él si él volvía a solicitarme. Había hecho matar a su mejor amigo, eso era demasiado para mi conciencia despierta. Ahora comprobaba que no lo era, o todavía no, o que mi conciencia se enturbiaba o adormecía al menor descuido, y eso me llevaba a pensar lo mismo: ‘Pero qué tonta soy, por favor’.

Díaz-Varela estaba mal acostumbrado, en todo caso, a que yo no opusiera más resistencia a sus proposiciones que la que me imponía mi trabajo, y hay pocas tareas que no puedan dejarse para el día siguiente, al menos en una editorial. Leopoldo nunca fue obstáculo mientras duró, él estaba respecto a mí en la misma posición que yo respecto a Díaz-Varela, o quizá en una aún peor, yo tenía que poner de mi parte para estar a gusto en la intimidad con él, y nunca me pareció que Díaz-Varela hubiera de recurrir a un voluntarismo semejante conmigo, aunque tal vez eso eran ilusiones mías, quién sabe nada de nadie con seguridad. A Leopoldo yo le decía cuándo podíamos vernos y cuándo no y le fijaba la duración, para él siempre fui una mujer absorbida por actividades inagotables de las que ni siquiera le hablaba, debía de figurarse mi pequeño y pausado mundo como una vorágine difícil de soportar, tan pocas veces ponía mi tiempo a su disposición, tan atareada me mostraba ante él. Duró lo que Díaz-Varela en mi vida: como ocurre con frecuencia cuando se simultanean dos relaciones, la una no sabe sobrevivir sin la otra por muy distintas u opuestas que sean. Cuántas veces dos amantes no terminan su historia adúltera cuando el que estaba casado se separa o queda viudo, como si de pronto se atemorizaran de verse solos frente a frente o no supieran qué hacer ante la falta de impedimentos para vivir y desarrollar lo que hasta entonces era un amor limitado, confortablemente condenado a no manifestarse, acaso a no salir de una habitación; cuántas veces no se descubre que lo que empezó de una manera azarosa debe ceñirse para siempre a esa manera, y que la incursión en otra es sentida y rechazada por las partes como una impostura o falsificación. Leopoldo nunca supo de Díaz-Varela, ni una palabra sobre su existencia, no era asunto suyo, no tenía por qué. Nos separamos en buenos términos, mucho daño no le hice, aún me llama de tarde en tarde, poco rato, nos aburrimos, tras las tres primeras frases no encontramos de qué hablar. Tan sólo vio truncada una breve ilusión, por fuerza tenue y algo escéptica, la ausencia de entusiasmo es indisimulable y la percibe hasta el más optimista. Eso es lo que creo, que apenas lo dañé, no se enteró. Tampoco es cuestión de averiguarlo ahora, qué más da o qué más me da. Díaz-Varela no se molestaría en saber cuánto daño me causó a mí, o si no me lo causó: al fin y al cabo yo siempre fui escéptica, ni siquiera puede decirse que me hiciera ninguna verdadera ilusión. Con otros sí, con él no. Algo aprendí de este amante, a pasar por encima sin mirar mucho atrás.

Lo siguiente ya sonó a exigencia, aunque mal disfrazada de imploración:

‘Te digo que te pases, María, imposible no será. Quizá la consulta en sí misma pudiera esperar un día o dos más. Soy yo quien no puede esperar a hacértela, y ya sabes cómo son las urgencias subjetivas, no hay manera de calmarlas. También a ti te conviene pasarte. Te lo ruego, pásate’.

Tardé unos segundos en contestar, para que no le pareciera todo tan fácil como siempre, había ocurrido algo espantoso la última vez, aunque él no lo supiera o quizá sí. En realidad ardía en deseos de verlo, de ponernos a prueba, de recrearme en su cara y en sus labios otra vez, incluso de acostarme con él, por lo menos con el él anterior, que seguía estando en el nuevo, en qué otro lugar podía estar. Por fin dije:

‘Está bien, si tanto insistes. No te sé decir a qué hora, pero me pasaré. Eso sí, si te cansas de esperar, avísame, para ahorrarme el viaje. Y ahora ya no puedo entretenerme más’.

Colgué y apagué el móvil, regresé a mi inútil reunión. A partir de aquel instante fui incapaz de prestar ninguna atención al autor semijoven recomendado, que me miró con malos ojos porque eso es lo que quería, público y mucha atención. Después de todo estaba segura de que no iba a publicárselo en la editorial, no al menos en lo que respectaba a mí.


Al final me sobró tiempo y no era nada tarde cuando me encaminé hacia la casa de Díaz-Varela. Tanto me sobró que tuve ocasión de pararme y conjeturar y dudar, de dar varias vueltas por las cercanías y aplazar el momento de entrar. Hasta me metí en Embassy, ese lugar arcaico de señoras y diplomáticos que meriendan o toman el té, me senté a una mesa, pedí y aguardé. No a que fuera una hora concreta -sólo tenía conciencia de que cuanto más me demorara más nervioso se pondría él-, sino a que transcurrieran los minutos y yo me armara de la suficiente determinación o la impaciencia se me condensara hasta hacerme levantarme, dar un paso, y otro, y otro, y encontrarme ante su puerta llamando al timbre con agitación. Pero, una vez que había decidido acudir, una vez que sabía que estaba en mi mano volverlo a ver aquel día, ni lo uno ni lo otro acababan de llegar. ‘Dentro de un rato’, pensaba, ‘no hay prisa, esperaré un poco más. Él permanecerá en casa, no va a escapárseme, no se va a marchar. Que cada segundo se le haga largo y los cuente, que lea unas páginas sin enterarse, que encienda y apague la televisión sin objeto, que se exaspere, que prepare o memorice lo que va a decirme, que se asome al descansillo cada vez que oiga el ascensor y se lleve el chasco de comprobar que se detiene antes de alcanzar su piso o que pasa de largo hacia arriba. ¿Qué me querrá consultar? Es la expresión que ha empleado, vacua y sin significado, una especie de comodín, la que suele ocultar otro propósito, la trampa que se tiende a alguien para que se sienta importante y a la vez despertarle la curiosidad.’ Y al cabo de unos minutos pensaba: ‘¿Por qué me presto? ¿Por qué no me niego, por qué no huyo de él y me escondo, o mejor, por qué no lo denuncio sin más? ¿Por qué me avengo a tratarlo aun sabiendo lo que sé, a escucharlo si se quiere explicar, seguramente a acostarme con él si me lo propone con un mero gesto, con una caricia, o aunque sólo sea con ese masculino y prosaico ademán de la cabeza que señala vagamente hacia la alcoba sin mediar una palabra lisonjera, perezoso con la lengua como lo son tantos hombres?’. Me acordé de una cita de Los tres mosqueteros que mi padre se sabía de memoria en francés y que recitaba de vez en cuando sin venir mucho a cuento, casi como una muletilla distraída para no alargar un silencio, probablemente le gustaban el ritmo, la sonoridad y la concisión de las frases, o quizá lo habían impresionado de niño, la primera vez que las leyó (al igual que Díaz-Varela, había estudiado en un colegio francés, San Luis de los Franceses, si no recordaba mal). Athos está hablando de sí mismo en tercera persona, es decir, está contándole a d’Artagnan su historia como si se la atribuyera a un antiguo amigo aristócrata, el cual se habría casado, a sus veinticinco años, con una inocente y embriagadora chiquilla de dieciséis, ‘bella como los amores’, o ‘como los amoríos’, o ‘como los enamoramientos’, eso dice Athos, que en aquel entonces no era él, el mosquetero, sino el Conde de la Fère. Durante una cacería, su jovencísima y angelical mujer, con la que ha contraído matrimonio sin saber mucho de ella, sin averiguar su procedencia e imaginándola sin pasado, sufre un accidente, cae del caballo y se desmaya. Al acercarse a socorrerla, Athos observa que el vestido la está oprimiendo, casi ahogando; saca su puñal y se lo rasga para que respire, dejándole el hombro al descubierto. Y es entonces cuando ve que lleva en él, grabada a fuego, una infame flor de lis, la marca con la que los verdugos señalaban para siempre a las prostitutas y a las ladronas o a las criminales en general, no lo sé. ‘El ángel era un demonio’, sentencia Athos. ‘La pobre muchacha había robado’, añade un poco contradictoriamente. D’Artagnan le pregunta qué hizo el Conde, a lo que su amigo responde con sucinta frialdad (y esta era la cita que repetía mi padre y de la que yo me acordé): ‘Le Comte était un grand seigneur, il avait sur ses terres droit de justice basse et haute: il acheva de déchirer les habits de la Comtesse, il lui lia les mains derrière le dos et la pendit à un arbre’. O lo que es lo mismo: ‘El Conde era un gran señor, tenía sobre sus tierras derecho de justicia baja y alta: acabó de desgarrar las ropas de la Condesa, le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’. Eso es lo que hizo Athos en su juventud, sin dudar, sin atender a razones ni buscar atenuantes, sin pestañear, sin piedad ni lamento por su escasa edad, con la mujer de la que se había enamorado tanto como para convertirla en su esposa por una voluntad de honradez, ya que, como reconoce, podía haberla seducido o tomado por la fuerza, a su gusto: siendo como era el amo del lugar, ¿quién habría acudido en ayuda de una forastera, de una desconocida de la que sólo se sabía el nombre verdadero o falso de Anne de Breuil? Pero no: ‘¡el muy tonto, el muy necio, el imbécil!’ hubo de casarse con ella, le reprocha Athos a su antiguo yo, el tan recto como feroz Conde de la Fère, que nada más descubrir el engaño, la infamia, la indeleble mácula, se dejó de averiguaciones y de sentimientos encontrados, de titubeos y de aplazamientos y de compasión -no se dejó sin embargo de amor, porque siempre la siguió queriendo, o al menos no se recuperó-, y, sin darle a la Condesa oportunidad de explicarse ni de defenderse, de negar ni de persuadir, de implorar clemencia ni de volverlo a embrujar, ni siquiera de poder ‘morir más adelante’, como quizá se merece hasta la criatura más ruin de la tierra, ‘le ató las manos a la espalda y la colgó de un árbol’, sin vacilar. D’Artagnan se horroriza y exclama: ‘¡Cielos! ¡Athos! ¡Un asesinato!’. A lo que Athos responde misteriosa o más bien enigmáticamente: ‘Sí, un asesinato, no más’, y a continuación pide más vino y jamón, dando así por concluido el relato. Lo misterioso o incluso enigmático es ese ‘no más’, en francés ‘pas davantage’. Athos no rebate el indignado grito de d’Artagnan, no se justifica ni lo corrige diciéndole: ‘No, fue tan sólo una ejecución’, o ‘Se trató de un acto de justicia’, ni siquiera intenta hacer más comprensible su precipitado, despiadado, presumiblemente solitario ahorcamiento de la mujer que amaba, seguramente él y ella nada más en medio de un bosque, una improvisación sin testigos, sin consejo ni ayuda ni nadie a quien apelar: ‘Estaba ciego de ira y no se supo contener; necesitaba tomar venganza; se arrepintió toda la vida’, tampoco le contesta nada de semejante índole. Admite que fue un asesinato, sí, pero ‘no más’, sólo eso y no otra cosa más execrable, como si el asesinato no fuera lo peor concebible o fuese algo tan común y corriente que ante ello no cupieran el escándalo ni la sorpresa, en el fondo lo mismo que opinaba el abogado Derville que tomó a su cargo el caso del muerto vivo que debió seguir muerto, el viejo Coronel Chabert, y que, como todos los de su oficio, veía ‘repetirse los mismos sentimientos malvados’ sin que nada los corrigiera, sus bufetes convertidos en ‘cloacas que no se pueden limpiar’: el asesinato es algo que sucede y de lo que cualquiera es capaz, lleva sucediendo desde la noche de los tiempos y continuará hasta que tras el último día ya no haya noche ni quede más tiempo para albergarlos; el asesinato es cosa de a diario, anodina y vulgar, cosa del tiempo; los periódicos y las televisiones del mundo están llenos de ellos, a qué viene tanto grito en el cielo, tanto horror, tanto aspaviento. Sí, un asesinato. No más.

‘¿Por qué no puedo ser yo como Athos o como el Conde de la Fère, que fue primero y dejó de ser?’, me preguntaba aún en Embassy, envuelta en el zumbido continuo de las señoras que hablaban a gran velocidad y de algún diplomático holgazán. ‘¿Por qué no puedo ver las cosas con la misma nitidez y actuar en consecuencia, ir a la policía o a Luisa y contarles lo que sé, suficiente para que rebusquen e indaguen y vayan a por Ruibérriz de Torres, eso al menos para empezar? ¿Por qué no soy capaz de atarle las manos a la espalda al hombre que amo y colgarlo de un árbol sin más, si me consta que ha cometido un crimen odioso, viejo como la Biblia y por un móvil rastrero, obrando además de manera cobarde, valiéndose de intermediarios que lo protejan y le oculten el rostro, de un pobre infeliz, de un trastornado, de un menesteroso sin juicio que no podía defenderse y estaría siempre a su merced? No, no me toca a mí ser drástica en esto porque yo no poseo en la tierra derecho de justicia alta ni baja, y porque además el muerto no puede hablar y el vivo sí, éste puede explicarse, y convencer y argumentar, y hasta es capaz de besarme y de hacerme el amor, mientras que aquél no ve ni oye y se pudre y no responde y ya no puede influir ni amenazar, ni procurarme el menor placer; tampoco pedirme cuentas ni mostrarse decepcionado ni mirarme acusadoramente con su infinita lástima y su dolor inmenso, ni siquiera rozarme ni echarme el aliento, nada es posible hacer con él.’


Por fin me armé de decisión, o quizá fue de aburrimiento, o del afán de dejar atrás el miedo que me asaltaba de vez en cuando, o de impaciencia por ver al antiguo yo que todavía seguía queriendo porque no se había disipado del todo y prevalecía sobre el manchado y sombrío, como la imagen viva de cualquier muerto aunque haya muerto hace ya mucho tiempo. Pedí la cuenta, pagué, salí a la calle otra vez y eché a andar en la dirección que conocía tan bien, la de aquella casa que no visité demasiadas veces y que ya no existe -o en la que ya no vive Díaz-Varela, luego no existe para mí-, pero que nunca se me va a olvidar. Mis pasos aún fueron lentos, no tenía prisa por llegar, avanzaba como si diera un paseo, más que dirigirme a un lugar concreto en el que desde hacía rato se me esperaba para hacerme una consulta, esto es, para interrogarme de nuevo o contarme algo, o tal vez para pedírmelo, o acaso para acallarme. Me vino a la memoria otra cita de Los tres mosqueteros, que no recitaba mi padre pero yo me sabía en español, lo que impresiona en la infancia perdura como una flor de lis grabada en nuestra imaginación: aquella mujer marcada y colgada de un árbol, en su origen Anne de Breuil, religiosa durante un breve periodo y escapada de su convento, después fugaz Condesa de la Fère y más tarde conocida como Charlotte, Lady Clarick, Lady De Winter, Baronesa de Sheffield (de niña me llamaba la atención que se pudiera cambiar tanto de nombre a lo largo de una sola existencia), fijada en la literatura como ‘Milady’ a secas, no había muerto, lo mismo que el Coronel Chabert. Pero así como Balzac explicaba con todo detalle el milagro de su supervivencia y cómo se había arrancado de la pirámide de fantasmas a la que se lo había arrojado tras la batalla, Dumas, quizá más apremiado por los plazos de entrega y por la continua demanda de acción, desde luego más desahogado o despreocupado como narrador, no se había molestado en contar -o al menos eso yo no lo recordaba- cómo diablos se había librado la joven de morir, tras el apasionado ahorcamiento dictado por la cólera y el honor herido disfrazados de derecho de justicia alta y baja correspondiente a un gran señor. (Tampoco explicaba cómo un marido podía no haber visto nunca en el lecho la trágica flor de lis.) Valiéndose de su gran belleza, de su astucia y de su falta de escrúpulos -es de suponer que también de su rencor-, se había hecho poderosa, contando con el favor del mismísimo Cardenal Richelieu, y había acumulado crímenes sin remordimiento alguno. A lo largo de la novela de Dumas comete unos cuantos más, convirtiéndose posiblemente en el personaje femenino más malvado, venenoso e inmisericorde de la historia de la literatura, imitado luego hasta la saciedad. En un capítulo irónicamente titulado ‘Escena conyugal’, se produce el encuentro entre Athos y ella, que tarda unos segundos en reconocer con un estremecimiento a su antiguo marido y verdugo, a quien también daba por muerto, como él a su amadísima esposa con bastante más razón. ‘Os cruzasteis ya en mi camino’, le dice Athos, algo así, ‘creía haberos fulminado, Madame; pero, o bien me equivocaba o el infierno os ha resucitado.’ Y añade, respondiendo a su propia duda: ‘Sí, el infierno os ha hecho rica, el infierno os ha dado otro nombre, el infierno casi os ha reconstruido otro rostro; pero no os ha borrado las manchas del alma ni la mancilla de vuestro cuerpo’. Y poco después viene la cita de la que me acordé, en mi camino hacia Díaz-Varela por última o penúltima vez: ‘Me creíais muerto, ¿no es así?, como os creía yo muerta a vos. Nuestra posición es en verdad extraña; el uno y el otro hemos vivido hasta ahora tan sólo porque nos creíamos muertos, y porque un recuerdo molesta menos que una criatura, aunque a veces un recuerdo sea algo devorador’.

Si se me quedó en la memoria, o ésta la recuperó, es porque a medida que vamos viviendo esas palabras de Athos se parecen más a una verdad: se puede vivir con un remedo de paz, o simplemente continuar, cuando se cree fuera de la tierra y difunto al que nos causó enorme daño o pesar; cuando ya es sólo un recuerdo y no más una criatura, no más un ser vivo que alienta y todavía recorre el mundo con sus pasos envenenados, al que podríamos volver a encontrar y ver; alguien a quien, de saberlo emboscado -de saberlo aún por aquí-, querríamos rehuir a toda costa, o lo que es más mortificante, hacer pagar por su mal. La muerte del que nos hirió o mató en vida -expresión exagerada que ha acabado por ser común- no nos cura del todo ni nos faculta para olvidar, el propio Athos acarreaba su remota pesadumbre bajo su disfraz de mosquetero y su nueva personalidad; pero nos aplaca y nos deja vivir, respirar se hace más llevadero si nos quedan sólo una remembranza que ronda y la sensación de tener saldadas las cuentas en este mundo que es el único, por mucho que siga doliendo ese recuerdo cada vez que se lo convoca o que se presenta sin ser llamado. En cambio puede resultar insoportable saber que aún se comparte aire y tiempo con quien nos destrozó el corazón o nos engañó o traicionó, con quien nos arruinó la vida o nos abrió demasiado los ojos o con excesiva brutalidad; puede paralizarnos que esa criatura aún exista, que no haya sido fulminada ni colgada de un árbol, y pueda reaparecer. Es otra razón más para que los muertos no regresen, al menos aquellos cuya condición nos provoca alivio y nos permite avanzar, si se quiere como espectros, tras enterrar nuestro antiguo yo: a Athos como a Milady, al Conde de la Fère como a Anne de Breuil, se lo permitieron durante años sus creencias respectivas de que el otro era sólo un muerto y ya no hacía temblar ni una hoja, incapaz de respirar; también la suya a Madame Ferraud, que rehízo sin estorbos su vida porque para ella su marido, el viejo Coronel Chabert, sin duda era solamente un recuerdo, y ni siquiera devorador.

‘Ojalá Javier hubiera muerto’, me sorprendí pensando aquella tarde, mientras daba un paso y otro y otro. ‘Ojalá se muriera ahora mismo y al llamar a su timbre no me abriera, caído en el suelo y para siempre inmóvil, sin nada que consultarme, imposible hablar con él. Si estuviera muerto se disiparían mis dudas y mis temores, no tendría que escuchar sus palabras ni plantearme cómo obrar. Tampoco podría caer en la tentación de besarlo ni de acostarme con él, engañándome con la idea de que sería la última vez. Podría callar eternamente sin preocuparme de Luisa, menos aún de la justicia, y olvidarme de Deverne, al fin y al cabo yo no llegué a conocerlo, sólo de vista durante años, de vista durante el desayuno. Si quien le quitó la vida la pierde y se convierte también en recuerdo y no hay criatura a la que acusar, las consecuencias importan menos y qué más da lo que pasó. Para qué decir ni contar nada, incluso para qué averiguar, guardar silencio es lo más sosegado, no hace falta alterar más el mundo con historias de quienes ya son cadáveres y merecen algo de piedad, aunque sólo sea porque han puesto fin a su paso, han terminado y ya no existen. Ya no estamos en aquellos tiempos en que todo debía juzgarse o por lo menos saberse; hoy son incontables los crímenes que jamás se resuelven ni se castigan porque se ignora quién los puede cometer -son tantos que no hay suficientes ojos para mirar en derredor- y rara vez se encuentra a alguien a quien sentar en un banquillo con un poco de verosimilitud: atentados terroristas, asesinatos de mujeres en Guatemala o en Ciudad Juárez, ajustes de cuentas entre traficantes, matanzas indiscriminadas en África, bombardeos sobre civiles por parte de esos aviones nuestros sin piloto y por tanto sin rostro… Son aún más incontables aquellos de los que nadie se ocupa y que ni siquiera son investigados, se ve como tarea ilusa y se archivan nada más suceder; y todavía más los que no dejan rastro, los que no están registrados, los jamás descubiertos, los desconocidos. De todas estas clases los hubo siempre sin duda, y quizá durante muchos siglos sólo fueron castigados los cometidos por vasallos y pobres y desheredados, y quedaron impunes -salvo excepciones- los de los poderosos y ricos, por hablar en términos vagos y superficiales. Pero había un simulacro de justicia, y al menos de puertas afuera, al menos en la teoría, se fingía perseguirlos todos y en ocasiones se intentaba, y se sentía como “pendiente” lo que aún no estaba aclarado, y ahora en cambio no es así: de demasiadas cosas se sabe que no se pueden aclarar, y quizá tampoco se quiere, o se considera que no valen la pena el esfuerzo ni los días ni el riesgo. Qué lejos quedan aquellos tiempos en que las acusaciones se pronunciaban con solemnidad extrema y las sentencias se dictaban sin apenas temblor en la voz, como hizo Athos dos veces con su mujer Anne de Breuil, primero joven y después ya no: la segunda vez que la juzgó no estaba solo, sino en compañía de los otros tres mosqueteros, Porthos, d’Artagnan y Aramis, y de Lord De Winter, en quienes delegó, y también de un hombre embozado y envuelto en una capa roja que resultó ser el verdugo de Lille, el mismo que hacía mil años -en realidad en otra vida, a otra persona- le había grabado a fuego a Milady la infamante flor de lis. Cada uno de ellos enunció su acusación, empezando todos con una fórmula inimaginable hoy en día: “Ante Dios y ante los hombres, yo acuso a esta mujer de haber envenenado, de haber asesinado, de haber hecho asesinar, de haberme empujado a asesinar, de haber llevado a la muerte mediante una extraña enfermedad, de haber cometido sacrilegio, de haber robado, de haber corrompido, de haber incitado al crimen…”. “Ante Dios y ante los hombres.” No, esta no es época de solemnidad. Y entonces Athos, quizá para aparentar engañarse, para creer en vano que esta vez no la juzgaba ni condenaba él, les fue preguntando a los otros, uno a uno, la pena que reclamaban contra aquella mujer. A lo que fueron respondiendo uno tras otro: “La pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte, la pena de muerte”. Una vez oída la sentencia, fue Athos quien se volvió hacia ella y como maestro de ceremonias le dijo: “Anne de Breuil, Condesa de la Fère, Milady De Winter, vuestros crímenes han agotado a los hombres sobre la tierra y a Dios en el cielo. Si sabéis alguna oración, decidla, porque estáis condenada y vais a morir”. Quien haya leído esta escena en su infancia o en su primera juventud la recuerda siempre, no la puede olvidar, como tampoco la que viene a continuación: el verdugo ató de pies y manos a la mujer aún “bella como los amores”, la cogió en brazos y la condujo a una barca, con la que cruzó el río cercano hasta la otra orilla. Durante el trayecto Milady logró soltar la cuerda que le inmovilizaba los pies, y al llegar a tierra echó a correr, pero resbaló en seguida y cayó de rodillas. Debió de sentirse perdida entonces, porque ya no intentó levantarse sino que se quedó en esa postura, con la cabeza agachada y las manos juntas, no sabemos si delante o detrás, a la espalda, como cuando, siendo muy joven, hacía siglos, la habían matado por primera vez. El verdugo de Lille alzó su espada y la bajó, y así puso fin a la criatura para convertirla definitivamente en recuerdo, poco importa si devorador o no. Luego se quitó la capa roja, la tendió en el suelo, en ella acostó el cuerpo truncado y arrojó la cabeza, anudó la tela por las cuatro esquinas. Se echó el fardo al hombro y lo llevó de nuevo a la barca. De regreso, en mitad del río, en su parte más profunda, lo dejó caer. Sus jueces lo vieron hundirse desde la ribera, vieron cómo el agua se abrió un instante y se volvió a cerrar. Pero esto es una novela, como me dijo Javier cuando le pregunté qué le había pasado a Chabert: “Lo que pasó es lo de menos, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas. Lo interesante son las posibilidades e ideas que nos inoculan y traen a través de sus casos imaginarios, se nos quedan con mayor nitidez que los sucesos reales y los tenemos más en cuenta”. No es verdad, o sí lo es muchas veces, pero no siempre se olvida lo que pasó, no en una novela que casi todo el mundo conocía o conoce, hasta los que jamás la han leído, ni en la realidad cuando lo que sucede en ella nos sucede a nosotros y va a ser nuestra historia, que puede terminar de una manera u otra sin que ningún novelista lo fije ni dependa de nadie más… Sí, ojalá Javier hubiera muerto y se hubiera convertido también en recuerdo’, volví a pensar. ‘Me ahorraría mis problemas de conciencia y mi miedo, mis dudas y mis tentaciones y tener que decidir, mi enamoramiento y mi necesidad de hablar. Y lo que me espera ahora, hacia lo que voy, que quizá sea algo parecido a una escena conyugal.’


– Bueno, a qué viene tanta urgencia -le solté a Díaz-Varela nada más abrirme él la puerta, no le di ni un beso en la mejilla, apenas lo saludé al entrar, procuré evitar una mirada de frente, aún prefería no rozarme con él. Si empezaba por pedirle cuentas, tal vez pudiera tomarle la delantera, por así decir, adquirir cierta ventaja para manejar la situación, fuera cual fuese: él la había propiciado, casi la había impuesto, yo no podía saber-. No dispongo de demasiado tiempo, he tenido un día agotador. Anda, dime, qué me querías consultar.

Estaba muy bien afeitado y acicalado, no como si llevara largo rato en casa esperando, y además sin seguridad de que no fuera en vano -eso siempre deteriora el aspecto, sin que se dé uno cuenta-, sino como si estuviera a punto de salir. Debía de haber combatido la incertidumbre y la inacción repasándose la barba una y otra vez, peinándose y despeinándose, cambiándose varias veces de camisa y de pantalón, poniéndose y quitándose la chaqueta, calculando el efecto que produciría con ella y sin ella, al final se la había dejado como si de ese modo me advirtiera acaso de que aquel encuentro no iba a ser como los otros, de que no por fuerza acabaríamos en el dormitorio al que aparentábamos trasladarnos cada vez sin intención. Al fin y al cabo llevaba una prenda más de lo habitual; aunque toda prenda se puede quitar, o ni siquiera hace falta. Ahora ya sí levanté la vista y la crucé con la suya, soñadora o miope como de costumbre, aplacada respecto a mi visita anterior o más bien a los minutos finales -cuando ya todo se había torcido- en que me puso la mano en el hombro y me dio a entender que podía hundirme con tan sólo apretar lentamente. Lo vi muy atractivo tras tantos días, la parte más elemental de mí lo había echado de menos -uno echa de menos cuanto está en su vida, hasta lo que no ha tenido tiempo de aposentarse; y hasta lo pernicioso-, mi mirada se fue en seguida hacia donde solía, nunca lo pude evitar. Cuando eso nos sucede con alguien, es una verdadera maldición. Ser incapaz de apartar los ojos: se siente uno dirigido, obediente, es casi una humillación.

– No tengas tanta prisa. Descansa un poco, respira, tómate una copa, siéntate. Lo que quiero hablar contigo no se despacha en tres frases ni de pie. Anda, ten paciencia y sé generosa. Siéntate.

Así lo hice, en el sofá que solíamos ocupar cuando permanecíamos en el salón. Pero no me quité la chaqueta y me senté en el borde, como si mi presencia allí siguiera siendo provisional y un favor. Lo notaba calmado y a la vez muy concentrado, como lo están muchos actores justo antes de salir a escena, esto es, con una calma artificial, que se obligan a tener para no echar a correr e irse a casa a ver la televisión. No parecía quedar nada de la imperiosidad y el acuciamiento de la mañana, cuando me había llamado al trabajo y casi me había conminado a acudir. Debía de sentir satisfacción o alivio porque estuviera ya a su alcance, por tenerme ya allí, en cierto modo me había vuelto a poner en sus manos, no sólo en sentido figurado. Pero ahora yo estaba libre de esa clase de temor, había comprendido que él nunca me haría nada, no con sus manos y sin mediación. Con las de otro y sin estar él presente, sin enterarse de cuándo sucedía sino más tarde, cuando ya fuera un hecho y no hubiera remedio y le cupiera la posibilidad de decirse como quien oye algo de nuevas: ‘Habría habido un tiempo para semejante palabra, debería haber muerto más adelante’, eso podía ser.

Fue a la cocina y me trajo una copa y se sirvió una él. No había rastros de otras, quizá se había prohibido probar una gota durante su espera, para mantenerse despejado, tal vez la había empleado en seleccionar y ordenar lo que iba a decirme, incluso en memorizar alguna parte.

– Bien, ya estoy sentada. Tú dirás.

Tomó asiento a mi lado, demasiado cerca de mí, aunque eso no lo habría pensado cualquier otro día, me habría parecido normal o ni siquiera habría reparado en cuánta distancia había entre los dos. Me aparté un poco, sólo un poco, tampoco quería darle una impresión de rechazo, y además no lo había en lo referente a lo físico, reconocí que aún me gustaba su proximidad. Bebió un trago. Sacó un cigarrillo, encendió y apagó el mechero varias veces como si estuviera algo abstraído o se dispusiera a tomar impulso, por fin lo alumbró. Se pasó la mano por la barbilla, no se le veía azulada como casi siempre, tanto había apurado el afeitado esta vez. Ese fue todo el preámbulo, y entonces me habló, con una sonrisa que se esforzaba en hacer aparecer de tanto en tanto -como si se la aconsejara a sí mismo cada varios minutos o se la hubiera programado y se acordara de activarla tardíamente-, pero con un tono de seriedad.

– Sé que nos oíste, María, a Ruibérriz y a mí. No tiene sentido que lo niegues ni que intentes convencerme de lo contrario, como la última vez. Fue un error mío, hablar así contigo en la casa, contigo aquí, una mujer atenta a un hombre siempre tiene curiosidad por cualquier cosa relativa a él: por sus amigos, por sus negocios, sus gustos, da lo mismo. Se siente interesada por todo, sólo quiere conocerlo mejor. -‘Lo ha estado rumiando, como preveía’, pensé. ‘Habrá repasado cada detalle y cada palabra, y ha llegado a esta conclusión. Menos mal que no ha dicho “una mujer enamorada de un hombre”, aunque sea eso lo que ha querido decir y además sea la verdad. O lo haya sido, ya no sé, ya no puede ser. Pero hace dos semanas lo era, así que no le falta razón’-. Sucedió y no hay vuelta de hoja. Lo acepto, no voy a engañarme: oíste lo que no te tocaba, ni a ti ni a nadie, pero sobre todo no a ti, nos habría correspondido separarnos limpiamente, sin dejarnos ninguna marca. -‘Él lleva ahora una flor de lis’, pensé-. A partir de lo que escuchaste te habrás hecho una idea, una composición de lugar. Veamos esa idea, es mejor que rehuirla o que fingir que no está en tu mente, que no la hay. Estarás pensando lo peor de mí y no te culpo, la cosa debió sonarte fatal. Repugnante, ¿no? Es de agradecer que a pesar de todo hayas venido, habrás tenido que hacerte violencia, para volverme a ver.

Intenté protestar, sin mucho empeño; lo veía decidido a abordar el asunto y a no dejarme salida, a hablarme a las claras de su asesinato por delegación. El convencimiento absoluto de que yo estaba enterada no podía tenerlo, aun así se disponía a hacerme una confesión o algo parecido. O tal vez era a ponerme en antecedentes, a informarme de las circunstancias, a justificarse quién sabía cómo, a contarme lo que posiblemente yo preferiría ignorar. Si conocía detalles me sería aún más difícil hacer caso omiso o no hacer nada, lo que en cierto modo, sin proponérmelo, había conseguido hasta aquella tarde sin por ello descartar otra reacción futura, mañana puede cambiarnos y traer un irreconocible yo: me había quedado quieta y había dejado pasar los días, esa es la mejor manera de que se disuelvan o se descompongan las cosas en la realidad, aunque permanezcan para siempre en nuestro pensamiento y en nuestro saber, allí podridas y sólidas y despidiendo brutal hedor. Pero eso es soportable y se puede vivir con ello. Quién no acarrea algo así.

– Javier, ya hablamos de eso. Ya te dije que no había oído nada, y mi interés por ti no llega tan lejos como supones…

Me paró haciendo un movimiento de abanico con la mano a media altura (‘No me vengas con historias’, decía esa mano; ‘no me vengas con remilgos’), no me permitió continuar. Sonrió ahora con un poco de condescendencia, o quizá era ironía hacia sí mismo, por verse en la situación evitable en que se encontraba, por haber sido tan descuidado.

– No insistas. No me tomes por tonto. Aunque sin duda haya sido muy torpe. Tenía que haberme llevado a la calle a Ruibérriz en cuanto apareció. Claro que nos oíste: al entrar en el salón dijiste que no sabías que hubiera aquí nadie más, pero te habías puesto el sostén para cubrirte mínimamente ante un desconocido, no por frío ni por ningún motivo rebuscado, y ya venías sonrojada al abrir la puerta de la habitación. No te avergonzó lo que te encontraste, te habías avergonzado tú sola con anterioridad por lo que ibas a hacer, mostrarte medio desnuda ante un individuo indeseable al que nunca habías visto; pero le habías oído hablar, y no de cualquier cosa, no de fútbol ni del tiempo, ¿verdad? -‘Así que se dio cuenta de lo que yo temí que se la diera’, pensé fugazmente. ‘De nada sirvieron mi anticipación, mis pequeñas artimañas, mis precauciones ingenuas’-. La cara de sorpresa no te salió mal, tampoco lo bastante bien. Y además, lo más transparente: de pronto me tuviste miedo. Te había dejado confiada y tranquila en la cama; incluso cariñosa y contenta, me pareció. Te habías dormido apaciblemente, y al despertar y quedarte de nuevo a solas conmigo, de pronto me tenías miedo, ¿creíste que no te lo iba a notar? Siempre lo notamos, cuando infundimos temor. Quizá las mujeres no, o es que rara vez lo infundís y desconocéis la sensación, excepto con los niños, bueno: los podéis aterrorizar. Para mí no es nada agradable, aunque a muchos hombres les encante y la busquen, una sensación de fortaleza, de dominación, de momentánea y falsa invulnerabilidad. A mí me incomoda mucho que se me vea como una amenaza. Hablo de miedo físico, claro está. De otro tipo sí que lo dais las mujeres. Da miedo vuestra exigencia. Da miedo vuestra obstinación, que a menudo es sólo ofuscación. Da miedo vuestra indignación, una especie de furia moral que os asalta, a veces sin la menor razón. Desde hace dos semanas debes de haber sentido eso hacia mí. No te lo reprocho en tu caso. En tu caso era comprensible, tenías una razón. Y no del todo equivocada. Sólo a medias. -Hizo una pausa, se llevó la mano al mentón, se lo acarició con mirada ausente (por primera vez apartó los ojos de mí), como si en verdad cavilara, o se preguntara sinceramente lo que a continuación expresó-: Lo que no entiendo es por qué apareciste, por qué saliste, por qué te expusiste a que ocurriera lo que ocurre ahora. Si te hubieras quedado quieta, si me hubieras esperado en la cama, habría dado por supuesto que no nos habías oído, que no te habías enterado de nada, que todo seguía como hasta entonces, en general y entre tú y yo. Aunque lo más probable es que el miedo te lo hubiera notado igual, antes o después, aquel día u hoy. Eso no se cambia una vez que nace, y no se puede esconder.

Se detuvo, bebió otro trago, encendió otro cigarrillo, se puso en pie y dio un par de vueltas por el salón, luego se paró detrás de mí. Al levantarse me sobresalté, di un respingo que él percibió, y cuando se quedó unos segundos inmóvil, con las manos a la altura de mi cabeza, la volví en seguida, como si no quisiera perderlo de vista o tenerlo a mi espalda. Entonces hizo un ademán con la mano abierta, como para señalar una evidencia (‘¿Lo ves?’, dijo la mano. ‘No te hace gracia no saber dónde estoy. Hace unas semanas no te habrían preocupado lo más mínimo mis movimientos a tu alrededor: ni les habrías prestado atención’). La verdad es que no había motivo para mi sobresalto ni para mi inquietud, no real. Díaz-Varela estaba hablando con calma y civilizadamente, sin irritarse ni apasionarse, sin ni siquiera regañarme o pedirme cuentas por mi indiscreción. Quizá era eso lo llamativo, que estuviera hablándome así de un crimen grave, de un asesinato cometido indirectamente o fraguado por él, algo de lo que no se habla con naturalidad o al menos no se solía, en un pasado aún no remoto, casi reciente: cuando se descubría o se reconocía una cosa semejante, no venían explicaciones ni disertaciones ni conversaciones sosegadas ni análisis, sino horror y cólera, escándalo, gritos y acusaciones vehementes, o bien se cogía una soga y se colgaba al asesino confeso de un árbol, y éste a su vez intentaba huir y mataba de nuevo si hacía falta. ‘Nuestra época es extraña’, pensé. ‘De todo se permite hablar y se escucha a todo el mundo, haya hecho lo que haya hecho, y no sólo para que se defienda, sino como si el relato de sus atrocidades tuviera en sí mismo interés.’ Y se me añadió un pensamiento que a mí misma me extrañó: ‘Esa es una fragilidad nuestra esencial. Pero contravenirla no está en mi mano, porque yo también pertenezco a esta época, y no soy más que un peón’.


Carecía de sentido seguir negando, como había dicho Díaz-Varela nada más empezar. Él ya había admitido las suficientes sombras (‘Fue un error mío’, ‘Debía haberme llevado a la calle a Ruibérriz’, ‘Tenías una razón no del todo equivocada, sólo a medias’) para que a mí no me cupiera otra opción que preguntarle de qué diablos me hablaba, si me mantenía en mi postura. Si me empecinaba en fingir que todo aquello me pillaba de nuevas y que ignoraba a qué se refería, aun así no me libraba: me tocaba exigirle su historia y oírsela, sólo que desde el principio. Más valía que me diera por enterada, para ahorrarme las repeticiones y quizá alguna invención excesiva. Todo iba a ser desagradable, todo lo era. Cuanto menos durara su relato, mejor. O acaso iba a ser una disquisición. Me quería ir, no me atreví ni a intentarlo, no me moví.

– Está bien, os oí. Pero no todo lo que hablasteis, ni todo el rato. Lo bastante, eso sí, para que me entrara miedo de ti, o qué esperabas. Bien, ya lo sabes seguro, hasta ahora no podías tener la certeza absoluta, ahora sí. ¿Y qué vas a hacer? ¿Para eso me has hecho venir, para confirmarlo? Estabas más que convencido ya, podíamos haberlo dejado correr y no grabarnos más marcas, por seguir con esa palabra tuya. Como ves, yo no he hecho nada, no se lo he contado a nadie, ni siquiera a Luisa. Supongo que sería la última persona a la que se lo contaría. A menudo son los más afectados por algo los que menos lo quieren saber, los más próximos: los hijos lo que hicieron los padres, los padres lo que han hecho los hijos… Imponerles una revelación -dudé, no sabía cómo terminar la frase, corté por lo sano, simplifiqué-, eso es demasiada responsabilidad. Para alguien como yo. -‘Al fin y al cabo soy la Joven Prudente’, pensé. ‘No tuve otro nombre para Desvern’-. Seguramente no debes temerme tú a mí. Deberías haber permitido que me hiciera a un lado, que me retirara de tu vida en silencio y con discreción, más o menos como entré y como he permanecido, si es que he permanecido. Nunca ha habido nada que nos obligara a volver a vernos. Para mí cada vez era la última, jamás conté con la siguiente. Hasta nuevo aviso, hasta tu contraorden, tú siempre has llevado la iniciativa, tú siempre has propuesto. Todavía estás a tiempo de dejarme ir sin más, no sé ni qué pinto aquí.

Dio unos pasos, se movió, dejó de estar detrás de mí, pero no se sentó otra vez a mi lado, sino que se quedó de pie, parapetado ahora por un sillón, enfrente de mí. Yo no lo perdí de vista en ningún instante, esa es la verdad. Miraba sus manos y miraba sus labios, por ellos hablaba y además era la costumbre, eran mi imán. Entonces se quitó la chaqueta y la colgó del respaldo, como solía hacer. Luego se subió lentamente las mangas de la camisa, y aunque eso también era normal -siempre estaba remangado en casa, con los puños abotonados lo vi sólo aquel día, y durante poco rato-, que lo hiciera me puso más en guardia, muchas veces es el gesto de quien se prepara para una faena, para un esfuerzo físico, y allí no había ninguno en perspectiva. Cuando hubo acabado de doblárselas, apoyó los brazos en lo alto del sillón, como si se dispusiera a perorar. Durante unos segundos se quedó observándome muy atentamente de una manera que le conocía, y aun así me ocurrió lo mismo que en la anterior ocasión:aparté la vista, me turbaron sus ojos inmóviles, de mirada nada transparente ni penetrante, quizá era nebulosa y envolvente o tan sólo indescifrable, suavizada en todo caso por la miopía (llevaba lentillas), era como si esos ojos rasgados me estuvieran diciendo: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima. Y su postura no era distinta de la que había adoptado otras tardes, para hablarme de El Coronel Chabert o de cualquier cosa que se le ocurriera o en la que se hubiera fijado, yo le oía lo que fuera con gusto. ‘Otras tardes o atardeceres’, pensé, ‘sin duda la hora peor para Luisa como lo es para la mayoría, la de las dos luces, la más cuesta arriba, y aquellos atardeceres en los que él y yo nos veíamos’, me di cuenta en seguida de que pensaba en pasado, como si ya nos hubiéramos despedido y cada uno estuviera en el anteayer del otro; pero continué lo mismo, ‘Javier no se acercaba a su casa, no iba a visitarla ni a distraerla, no le hacía compañía ni le echaba una mano, seguramente necesitaba descansar a veces -una cada diez, doce días- de la persistente tristeza de aquella mujer que con constancia amaba, a la que con inagotable paciencia esperaba; necesitaría tomar energías de algún lugar, de mí, de otra intimidad, de otra persona, para llevárselas después a ella renovadas. Tal vez yo la había ayudado así un poco, sin proponérmelo ni imaginármelo, indirectamente, no me molestaba. De quién las sacaría él ahora, si yo me iba de su lado. No tendrá problemas para sustituirme, de eso estoy segura.’ Y al pensar esto último volví al tiempo presente.

– No quiero que te quede una marca que no es, una que no corresponde, o sólo en lo sucedido pero no en los motivos ni en las intenciones, aún menos en la concepción, en la iniciativa. Veamos esa idea que tú te has hecho, esa composición de lugar, esa historia que te has contado: yo ordené matar a Miguel, muy a distancia. Tracé un plan no exento de riesgos (sobre todo el riesgo de que no saliera), pero que me dejaba a mí fuera de toda sospecha. Yo no me acerqué, no estuve allí, su muerte nada tuvo que ver conmigo y era imposible relacionarme con un gorrilla grillado con el que no había cruzado una palabra. Otros se encargaron de eso, de averiguar su desdicha y dirigir y manipular su mente frágil. La muerte de Miguel quedó como un terrible accidente, como un caso de pésima suerte. ¿Por qué no recurrí ni siquiera a un sicario, más seguro y más sencillo en apariencia? Hoy en día se los hace venir a propósito de cualquier sitio, de la Europa del Este o de América, y no son muy caros: el pasaje de ida y vuelta, unas dietas y tres mil euros o menos, o algo más, según, digamos tres mil si uno no quiere un chapuzas o alguien demasiado bisoño. Hacen lo suyo y se largan, cuando la policía empieza a investigar ya están en el aeropuerto o en pleno vuelo. La pega es que nada te garantiza que no repitan, que no vuelvan a España para otro trabajo o que incluso le tomen gusto y se instalen. Algunos individuos que se han valido de ellos luego son muy descuidados, a veces no se les ocurre otra cosa que recomendarles a un amigo o colega (eso sí, muy sotto voce) al mismo fulano que les prestó un servicio, o al mismo intermediario, que a su vez, perezoso, llama y trae al mismo fulano. Cualquiera que haya actuado aquí ya no está limpio del todo. Cuanto más pisen el territorio, más posibilidades de que al final los cacen, también más de que se acuerden de ti, o de tu testaferro, y establezcan un vínculo que puede no ser fácil cortar, hay sujetos que no se conforman con estar mano sobre mano y alargar una de vez en cuando. Y si se los caza, cantan. Hasta los que están a sueldo de alguna mafia y se quedan por eso, ya como fijos, en España hay ahora bastantes, aquí va habiendo trabajo. Los códigos de silencio se respetan poco o nada. El sentido de la camaradería ya no funciona, no hay sensación de pertenencia: si pillan a uno, allá se las componga, mala suerte, o error del que ha caído, culpa suya. Es prescindible y las organizaciones no se hacen cargo, ya han tomado sus medidas para no verse salpicadas de lleno, los sicarios cada vez van más a ciegas, conocen a un solo elemento o ni eso: una voz al teléfono, y las fotos de los objetivos se las mandan por móvil. Así que los detenidos responden con la misma moneda. Hoy todo el mundo se preocupa sólo de salvar el pellejo, de conseguir que le rebajen los cargos. Cantan lo que haga falta y luego se verá, lo principal es no hipotecarse durante mucho tiempo en la cárcel. Cuanto más estén allí, quietos y localizables, más riesgo corren de que se los ventile su propia mafia: ya son inútiles, un peso muerto, un pasivo. Y como lo que pueden cantar sobre ellas no es gran cosa, hacen méritos: ‘Verá, también le cumplí un encargo hace años a un importante empresario, o quizá fue a un político, o a un banquero. Creo que me voy acordando. Si me estrujo la memoria, ¿qué saco?’. Más de un empresario ha acabado en prisión por eso. Y algún político valenciano, ya sabes que por allí son ostentosos, lo de la discreción no lo comprenden.

‘Cómo sabrá Javier todo esto’, me pregunté mientras lo escuchaba. Y me acordé de mi única verdadera conversación con Luisa, también ella estaba algo enterada de estas prácticas, me había hablado de ellas, incluso había empleado algunas frases muy parecidas a las de su enamorado: ‘Traen a un tipo, hace su trabajo, le pagan y se larga, todo en un día o dos, nunca los encuentran…’. En su momento pensé que lo habría leído en la prensa o le habría oído hablar de ello a Deverne, al fin y al cabo era un empresario. Tal vez era a Díaz-Varela a quien había oído. Diferían, sin embargo, respecto a la eficacia del método, que para él no servía o estaba lleno de inconvenientes, sonaba mucho más informado. Luisa había añadido: ‘Si hubiera pasado algo así, ni siquiera podría odiar mucho a ese sicario abstracto… Pero sí a los inductores, tendría la posibilidad de sospechar de unos y otros, de cualquier competidor o resentido o damnificado, todo empresario hace víctimas sin querer o queriendo; y hasta de los colegas amigos, como leí el otro día una vez más, en el Covarrubias’. Lo había cogido, un voluminoso tomo verde, y me había leído parte de la definición de ‘envidia’ en 1611 nada menos, en vida de Shakespeare y de Cervantes, hacía cuatrocientos años y todavía valía, es desolador que algunas cosas no cambien nunca en esencia, aunque también es reconfortante que algo persista, que no se mueva un milímetro ni un vocablo: ‘Lo peor es que este veneno suele engendrarse en los pechos de los que nos son más amigos…’. Javier me estaba relatando o confesando ese caso, pero sólo como hipótesis, previsiblemente para negarla; estaba describiendo lo que yo imaginaba, la conclusión que había sacado tras oírles a él y a Ruibérriz, suponía que para desmentirla acto seguido. ‘Quizá me va a engañar con la verdad’, pensé por primera vez, porque no fue la única. ‘Quizá me está contando la verdad ahora para que parezca mentira. Como si lo pareciese, y como si lo fuese.’

– ¿Cómo sabes todo eso?

– Me enteré. Cuando uno quiere saber algo, se entera. Averigua los pros y los contras, se entera. -Esto me lo contestó muy rápido y después se quedó callado. Pareció que iba a añadir algo más, por ejemplo cómo se había enterado. No fue así. Tuve la impresión de que mi interrupción lo había irritado, de que le había hecho perder el impulso momentáneamente, si no el hilo. Acaso estaba más nervioso de lo que aparentaba. Dio unos pasos por la habitación y se sentó en el sillón en cuyo respaldo había colgado la chaqueta y se había apoyado. Seguía enfrente de mí, pero ahora volvía a estar a mi altura. Se llevó otro cigarrillo a los labios, no lo encendió, al hablar de nuevo le bailaba. No le ocultaba la boca, sino que se la subrayaba-. Así que lo de los sicarios suena bien en principio, para quien quiere quitar a alguien de en medio. Pero resulta que siempre es peligroso entrar en contacto con ellos, por muchas precauciones que uno tome y aunque sea a través de terceros. O de cuartos o quintos; en realidad, cuanto más larga la cadena, cuantos más eslabones tenga, más fácil que se desenganche alguno, que se descontrole un elemento. En cierto sentido lo mejor sería contratar directamente y sin intermediarios: el que concibe la muerte al que va a ejecutarla. Pero claro, ningún pagador final, ningún empresario ni ningún político van a mostrarse, se expondrían demasiado al chantaje. La verdad es que no hay modo seguro, no hay forma adecuada de ordenar o pedir eso. Y además, luego están las sospechas innecesarias. Si un hombre como Miguel parece víctima de un ajuste de cuentas o de un asesinato por encargo, se empieza a mirar hacia todos lados: primero investigan a sus rivales y competidores, después a sus colegas, a todos aquellos con quienes hiciera negocios o tuviera tratos, a los empleados despedidos o prejubilados, y por último a su mujer y a sus amistades. Es mucho más aconsejable, es mucho más limpio que no parezca eso en absoluto. Que la calamidad sea tan diáfana que no haga falta interrogar a nadie. O solamente al que ha matado.


Pese a que pudiera no hacerle gracia, me atreví a intervenir de nuevo. O, más que atreverme, se me fue la lengua, no supe aguantarme.

– Al que ha matado que no sabe nada, ni siquiera que él no lo ha decidido, que le han metido en la cabeza la idea, que lo han instigado. Al que ha estado a punto de equivocarse de hombre, leí la prensa de aquellos días; que poco antes le había pegado al chófer como podía haberlo apuñalado dando así al traste con vuestros planes, supongo que tuvisteis que llamarlo al orden: ‘Ojo, que no es ese, es el otro que coge el coche; al que has pegado no tiene culpa, es sólo un mandado’. Al que ha matado que no sabe explicarse o que le da vergüenza contarle a la policía, es decir, a la prensa y a todo el mundo, que sus hijas son prostitutas y prefiere callarse. Que se niega a declarar, tu pobre loco, y que no señala a nadie, hasta que hace dos semanas os da un susto de muerte.

Díaz-Varela me miró con una leve sonrisa, no sé cómo decirlo, cordial y simpática. No era cínica, no era paternalista, no era zumbona, no era desagradable ni siquiera en aquel contexto oscuro. Era sólo como si constatara que mi reacción era la adecuada, que todo iba por el camino previsto. Encendió el mechero un par de veces pero no el cigarrillo. Yo sí encendí ahora uno mío. Siguió hablando con el suyo en la boca, acabaría por pegársele a un labio, al superior seguramente, a mí me gustaba tocárselo. Mi interrupción no pareció molestarlo.

– Eso fue un golpe de suerte inesperado, que se negara a declarar, que se cerrara en banda. Yo no contaba con eso, no contaba con tanto. Con un relato confuso sí, una explicación inconexa, con su desvarío, con que sólo sacaran en limpio que le había dado un arrebato, producto de una fijación enfermiza y absurda y de unas voces imaginarias. ¿Qué podía tener que ver Miguel con una red de prostitución, con la trata de blancas? Pero aún fue mejor que decidiera no soltar prenda, ¿verdad? Que no hubiera el más mínimo riesgo de que involucrara a terceros, aunque fueran a sonar fantasmagóricos; de que mencionara llamadas telefónicas raras a un móvil inexistente o en todo caso inencontrable y jamás registrado a su nombre, una voz al oído que le susurraba cosas, que le señalaba a Miguel, que lo persuadía de que él era el causante de la desgracia de sus hijas. Tengo entendido que las localizaron y que se negaron a ir a verlo. Al parecer no tenían trato con él desde hacía unos cuantos años, se habían llevado a matar y lo daban por imposible, se habían desentendido completamente; el gorrilla, como quien dice, llevaba tiempo solo en el mundo. Y por lo visto se dedican a la prostitución, en efecto, pero por su propia voluntad, en la medida en que la voluntad permanece intacta ante la necesidad: digamos que, entre varias servidumbres posibles, habían optado por esa y no les va mal, no se quejan. Creo que, si no de alto, son de medio standing, se defienden bien, no son tiradas. El padre no quiso saber más de ellas ni ellas de él, debía de ser bastante venado desde siempre. Probablemente luego, en su soledad, en su desequilibrio creciente, las recordaba de niñas más que de jóvenes, más de promesas que de decepciones, y se convenció de que habían actuado obligadas. No borró el dato pero quizá sí las razones y las circunstancias, las sustituyó por otras para él más aceptables aunque más indignantes, pero la indignación da fuerza y vida. Qué sé yo: para resguardar mejor en su imaginación a aquellas niñas, debían de ser de lo poco salvable que le quedaba, esas figuras, el mejor recuerdo de los tiempos mejores. No sé quién ni qué fue antes de ser indigente; para qué iba a hacer averiguaciones; todas esas historias son tristes, se piensa en quién fue uno de esos hombres, o aún peor, una de esas mujeres, cuando no podía prever su arrastrado futuro, y se hace doloroso echarle un vistazo al ignorante pasado de nadie. Sólo sé que era viudo desde hacía años, quizá entonces empezó su descenso. No tenía sentido que me informara de nada, se lo prohibí a Ruibérriz si se enteraba, ya me creaba mala conciencia utilizarlo como instrumento, la acallaba con la idea de que allí donde lo metieran, donde está ahora, estaría mejor que en el coche desvencijado en el que dormía. Estará mejor atendido y más cuidado, y en efecto ya se ha visto que además era un peligro. Más vale que no esté en la calle. -‘Eso le creaba mala conciencia’, pensé. ‘Tiene guasa. En medio de lo que me está contando, de lo que ya más o menos sabía, intenta no presentarse como un desaprensivo y muestra escrúpulos. Debe de ser normal, supongo que lo mismo intentan la mayoría de los que matan, sobre todo cuando son descubiertos; por lo menos los que no son sicarios, los que lo hacen una vez y basta, o eso esperan, y lo viven como una excepción, casi como un terrible accidente en el que contra su voluntad se han visto envueltos (en cierto modo como un paréntesis tras el cual puede seguirse): “No, yo no quería. Fue un momento de obnubilación, de pánico, en realidad me obligó ese muerto. Si no hubiera tirado tanto de la cuerda y llevado las cosas tan lejos, si hubiera sido más comprensivo, si no me hubiera apretado o eclipsado tanto, si hubiera desaparecido… Me causa enorme pesar, no te creas”. Sí, no debe de ser soportable la conciencia de lo que se ha hecho, y se perderá un poco, por tanto. Y sí, lleva razón, se hace doloroso mirar el ignorante pasado de nadie, por ejemplo el del pobre Desvern sin suerte la mañana de su cumpleaños, pobre hombre, mientras desayunaba con Luisa y yo los observaba con complacencia a distancia, como cualquier otra mañana inocua. Ya lo creo que tiene guasa’, me repetí, y noté que se me encendía el rostro. Pero me callé, no dije nada, me guardé mi indignación, la que él temía en las mujeres, y además me di cuenta a tiempo de que había perdido la noción, en algún instante de su parlamento (en cuál), de que lo que me contaba Díaz-Varela era todavía una hipótesis, o una glosa de mis deducciones a partir de lo que había oído, esto es, una ficción según él, seguramente. Su relato o repaso había comenzado así, como mera ilustración de mis conjeturas, verbalización de mis sospechas, e insensiblemente había adquirido para mí un aire o tono verídico, había pasado a escucharlo como si se tratara de una confesión en regla y fuera cierto. Aún cabía la posibilidad de que no lo fuera, según él, eso siempre (nunca sabría más que lo que él me dijera, luego nunca sabría nada con seguridad absoluta; sí, es ridículo que tras tantos siglos de práctica, y de increíbles avances e inventos, todavía no haya forma de saber cuándo alguien miente; claro que eso nos beneficia y perjudica por igual a todos, quizá sea el único reducto de libertad que nos queda). Me pregunté por qué había consentido, por qué había procurado que sonara como verdad lo que previsiblemente iba a ser negado más tarde. Después de sus últimas palabras, se me hacía difícil esperar a esa negación probable, anunciada (‘No quiero que te quede una marca que no es’, así había empezado); sin embargo era lo que me tocaba, ahora ya no podía marcharme: oír lo horrible, esperar aún, tener paciencia. Todos estos pensamientos me cruzaron como una ráfaga, porque él no se detuvo, se limitó a una mínima pausa-. Así que su inesperado silencio fue como una bendición, como la confirmación de que había acertado en mis azarosos planes, y lo eran mucho, date cuenta: ese Canella podía haber sido inmune a mis intrigas, o se lo podía haber convencido de que Miguel era el culpable de la perdición de sus hijas, pero nada más, eso podía no haber tenido la menor consecuencia.

De nuevo se me fue la lengua, tras haberla retenido justo antes, de qué poco me había servido. Intenté que mis frases sonaran más como un recordatorio que como una acusación, un reproche, aunque sin duda lo eran (lo intenté para no irritarlo en exceso).

– Bueno, le entregasteis una navaja, ¿no? Y no precisamente una cualquiera, sino una especialmente peligrosa y dañina, está prohibida. Eso tuvo su consecuencia, ¿no?

Díaz-Varela me miró con sorpresa un momento, lo vi desconcertado por primera vez. Se quedó callado, quizá estaba haciendo veloz memoria de si había hablado con Ruibérriz de aquella navaja mientras yo espiaba. En las dos semanas transcurridas desde entonces debía de haber reconstruido con todo detalle lo dicho por ambos en aquella ocasión, debía de haber medido con exactitud de qué y de cuánto me había enterado -a buen seguro con la colaboración de su amigo, al que habría informado del contratiempo; de pronto no me hizo ninguna gracia la idea de que éste estuviera al tanto de mi indiscreción, tal como me había mirado-, y eso que ignoraba que yo me había incorporado a la conversación con retraso y que a ratos me habían llegado tan sólo fragmentos. Se habría puesto en lo peor por si acaso, habría dado por sentado que lo había oído todo, por eso habría decidido llamarme y neutralizarme con la verdad, o con su apariencia, o con parte de ella. Y aun así no tendría registrado que se hubiera mencionado el arma, menos aún el hecho de que se la hubieran comprado y proporcionado ellos al aparcacoches. Yo misma no estaba segura y creía que no, me percaté de ello al notar su perplejidad, o la repentina desconfianza que lo había asaltado, de sus recuerdos y de sus meticulosos repasos. Era muy posible que yo lo hubiera deducido, y luego dado por descontado. Le entraron dudas, debió de preguntarse rápidamente si sabía algo más de lo que me correspondía, y cómo. A mí me dio tiempo a tomar conciencia de que, mientras yo había empleado la segunda persona del plural varias veces, incluyendo a Ruibérriz y al anónimo enviado de éste (acababa de decir ‘le entregasteis’), él hablaba siempre en primera persona del singular (acababa de decir ‘había acertado en mis azarosos planes’), como si asumiera él solo el crimen, como si fuera cosa suya exclusivamente, pese a la manipulación del ejecutor y la ayuda de por lo menos dos cómplices, los que le habían hecho el trabajo sin que él tuviera que intervenir ni mezclarse. Él había quedado muy lejos de lo sucio y sangriento, del gorrilla y sus cuchilladas, del móvil y del asfalto, del cuerpo de su mejor amigo tirado en medio de un charco. Con nada había tenido contacto; era raro que a la hora de contarlo no se aprovechara de eso, sino lo contrario. Que no distribuyera la culpa entre quienes habían participado. Eso siempre disminuye la propia, aunque esté claro quién ha movido los hilos y quién ha urdido y ha dado la orden. Lo han sabido los conspiradores desde tiempos inmemoriales, y también las turbas espontáneas y acéfalas, azuzadas por extrañas cabezas que no sobresalen y que nadie distingue: no hay nada como el reparto para salir mejor librado.


No le duró el desconcierto, se recompuso en seguida. Tras hacer memoria y no encontrar nada nítido en ella debió de pensar que en el fondo era indiferente lo que yo supiera y lo que supusiera, al fin y al cabo dependía de él en ambos terrenos ahora, como se depende siempre de quien nos cuenta algo, éste decide por dónde empieza y cuándo para, qué revela y qué insinúa y qué calla, cuándo dice verdad y cuándo mentira o si combina las dos y no permite reconocerlas, o si engaña con la primera como se me había ocurrido que quizá estaba él haciendo; no, no es tan difícil, basta con exponerla de manera que no se crea, o que cueste tanto creerla como para acabar desechándola. Las verdades inverosímiles se prestan a eso y la vida está llena de ellas, mucho más que la peor novela, ninguna se atrevería a dar cabida en su seno a todos los azares y coincidencias posibles, infinitos en una sola existencia, no digamos en la suma de las habidas y de las que aún discurren. Resulta bochornoso que la realidad no imponga límites.

– Sí -respondió-, eso tuvo una consecuencia, pero también podía no haberla tenido. Canella era libre de rechazar la navaja, o de cogerla y después tirarla o venderla. O de conservarla y no usarla. Tampoco habría sido improbable que la perdiera o se la robaran antes de tiempo, entre los indigentes es una posesión muy preciada, porque todos se sienten amenazados e indefensos. En suma, proporcionarle a alguien un motivo y una herramienta no garantiza que se vaya a valer de ellos, en absoluto. Mis planes fueron muy azarosos incluso después de cumplidos. El hombre estuvo a punto de equivocarse de persona, en efecto. Más o menos un mes antes. Sí, claro que hubo que aleccionarlo, que insistirle, que aclarárselo, sólo habría faltado una metedura así de pata. Eso no le habría sucedido a un sicario, pero ya te he dicho los inconvenientes que pueden traer, si no a la corta, sí a la larga. Preferí arriesgarme a fallar, a que no saliera, antes que a acabar descubierto. -Se paró, como si se hubiera arrepentido de la última frase, o tal vez de haberla soltado en aquel momento, era posible que aún no tocara; quien relata algo que se ha preparado, algo ya elaborado, suele decidir con antelación qué irá antes y qué más tarde, y se preocupa de no contravenir ni alterar ese orden. Bebió, se subió las mangas ya subidas en un gesto maquinal que hacía de vez en cuando, encendió por fin su cigarrillo, fumaba unos alemanes muy ligeros fabricados por la casa Reemtsma, cuyo propietario fue secuestrado y hubo de pagar el mayor rescate de la historia de su país, una cantidad monstruosa, luego escribió un libro sobre su experiencia al que eché un vistazo en la editorial en su versión inglesa, consideramos publicarlo en España, pero al final Eugeni lo juzgó deprimente y no quiso. Supongo que los seguirá fumando a no ser que se haya quitado, no creo, no es de los que aceptan imposiciones sociales, lo mismo que su amigo Rico, por lo visto hace y dice lo que le da la gana en todas partes y las consecuencias le traen sin cuidado (a veces me pregunto si estará al tanto de lo hecho por Díaz-Varela, si se lo olerá siquiera: es improbable, me dio la impresión de no interesarse mucho por lo próximo y contemporáneo, ni de enterarse de ello). Díaz-Varela pareció dudar si continuar por ese camino. Lo hizo, muy brevemente, quizá para no subrayar su arrepentimiento con un giro demasiado brusco-. Por extraño que te parezca en un caso de homicidio, matar a Miguel era mucho menos importante que no ser pillado ni involucrado. Quiero decir que no valía la pena asegurarse de que moría entonces, ese día o cualquier otro cercano, si a cambio yo corría el más mínimo peligro de quedar expuesto o bajo sospecha alguna vez, aunque fuera de aquí a treinta años. Eso no podía permitírmelo bajo ningún concepto, ante esa posibilidad era mejor que él siguiera vivo, abandonar cualquier plan y renunciar a su muerte entonces. Dicho sea de paso, el día no lo elegí yo, desde luego, sino el gorrilla. Una vez realizada mi tarea, estaba todo en su mano. Habría sido de un mal gusto exagerado que yo hubiera escogido precisamente el de su cumpleaños. Fue una casualidad, quién sabía cuándo iba a decidirse el hombre, o si nunca iba a hacerlo. Pero todo eso te lo explicaré más tarde. Sigamos con tu idea, con tu composición de lugar, te habrá dado tiempo a asentarla en estas dos semanas.

Quería reprimirme y dejarlo hablar hasta que se cansara y hubiera acabado, pero de nuevo no fui capaz, mi cerebro había captado dos o tres cosas al vuelo, y me hervían demasiado para callármelas todas en el instante. ‘Habla de homicidio a estas alturas del cuento, y no de asesinato, ¿cómo puede ser si ya no está disimulando?’, pensé. ‘Desde el punto de vista del aparcacoches será lo primero, y también desde el de Luisa, y desde el de la policía y el de los testigos, y desde el de los lectores de prensa que se encontraron la noticia una mañana y se horrorizaron al ver lo que podía pasarle a cualquiera en una de las zonas de Madrid más seguras, y después la olvidaron porque no hubo continuidad y porque además la desgracia, una vez aplacada en sus imaginaciones, contribuyó a que se sintieran a salvo: “No he sido yo”, se dijeron, “y algo así no ocurrirá dos veces”. Pero no desde el suyo, desde el punto de vista de Javier es un asesinato, no le puede valer que su plan tuviera grandes fisuras, el elemento azaroso, que sus cálculos tal vez no se cumplieran, es inteligente como para engañarse con eso. ¿Y por qué ha dicho “entonces” y lo ha repetido? “Asegurarse de que moría entonces”, “su muerte entonces”, como si hubiera cabido aplazarla o dejarla para más adelante, es decir, para “hereafter”, en la certeza de que llegaría. Y “Habría sido de un mal gusto exagerado”, también ha dicho eso, como si no lo fuera bastante dar la orden de matar a un amigo.’ Me quedé con lo último, como ocurre siempre, aunque no fuera lo más llamativo; sí quizá lo más ofensivo.

– De un mal gusto exagerado -repetí-. Pero ¿qué estás diciendo, Javier? ¿Tú crees que ese detalle cambia en algo lo principal? Me estás hablando de un asesinato. -Y aproveché para darle su nombre-. ¿Crees que fijar un día u otro puede añadirle o restarle gravedad a eso? ¿Añadirle buen gusto o restarle algo de malo? No te entiendo. Bueno, tampoco aspiro a entender nada, no sé ni por qué te estoy escuchando. -Y ahora fui yo quien encendió un segundo cigarrillo y bebió, alterada; me atropellé, casi me atraganté, bebí cuando aún no había expulsado el primer humo.

– Claro que lo entiendes, María -me contestó rápidamente-, y por eso me estás escuchando, para acabar de creértelo, para comprobarlo. Te lo has contado y recontado sin cesar, todos los días y noches de estas dos semanas. Has comprendido que para mí mis anhelos están por encima de toda consideración y todo freno y todo escrúpulo. Y de toda lealtad, figúrate. Yo he tenido muy claro, desde hace algún tiempo, que quiero pasar junto a Luisa lo que me quede de vida. Que sólo hay una y que es esta y que no se puede confiar en la suerte, en que las cosas ocurran por sí solas y se aparten como por ensalmo los obstáculos y las resistencias. Uno tiene que ponerse a la faena. El mundo está lleno de perezosos y de pesimistas que nada consiguen porque a nada se aplican, después se permiten quejarse y se sienten frustrados y alimentan su resentimiento hacia lo externo: así son la mayoría de los individuos, holgazanes idiotas, derrotados de antemano, por su instalación en la vida y por sí mismos. Yo he permanecido soltero todos estos años; sí, con historias muy gratificantes, distrayéndome, a la espera. Primero a la espera de que apareciera alguien que me trajera debilidad, y por quien la tuviera. Luego… Para mí es el único modo de reconocer ese término que todo el mundo emplea con desenvoltura pero que no debería ser tan fácil puesto que no lo conocen muchas lenguas, sólo el italiano además de la nuestra, que yo sepa, claro está que yo sé pocas… Tal vez el alemán, la verdad es que lo ignoro: el enamoramiento. El sustantivo, el concepto; el adjetivo, el estado, eso sí es más conocido, por lo menos el francés lo tiene y el inglés no, pero se esfuerza y se acerca… Nos hacen mucha gracia muchas personas, nos divierten, nos encantan, nos inspiran afecto y aun nos enternecen, o nos gustan, nos arrebatan, incluso nos vuelven locos momentáneamente, disfrutamos de su cuerpo o de su compañía o de ambas cosas, como me sucede contigo y me ha sucedido otras veces, unas pocas. Hasta se nos hacen imprescindibles algunas, la fuerza de la costumbre es inmensa y acaba por suplir casi todo, incluso por suplantarlo. Puede suplantar el amor, por ejemplo; pero no el enamoramiento, conviene distinguir entre los dos, aunque se confundan no son lo mismo… Lo que es muy raro es sentir debilidad, verdadera debilidad por alguien, y que nos la produzca, que nos haga débiles. Eso es lo determinante, que nos impida ser objetivos y nos desarme a perpetuidad y nos haga rendirnos en todos los pleitos, como acabó rendido el Coronel Chabert ante su mujer en cuanto volvió a verla a solas, te hablé de esa historia, te la leíste. Lo logran los hijos, dicen, y no tengo inconveniente en creerlo, pero ha de ser de una índole distinta, son seres desprotegidos desde que aparecen, desde el primer instante, la debilidad que nos traen debe de venirnos ya impuesta por su indefensión absoluta, y al parecer permanece… En general la gente no experimenta eso con un adulto, ni en realidad lo busca. No aguarda, es impaciente, es prosaica, quizá ni siquiera lo quiere porque tampoco lo concibe, así que se junta o se casa con el primero que se le aproxima, no es tan extraño, esa ha sido la norma durante toda la vida, hay quienes piensan que el enamoramiento es una invención moderna salida de las novelas. Sea como sea, ya la tenemos, la invención, la palabra y la capacidad para el sentimiento. -Díaz-Varela había dejado alguna frase inacabada o medio en el aire, había titubeado, había estado tentado de hacer digresiones de sus digresiones, se había frenado; no quería discursear, pese a su tendencia, sino contarme algo. Se había ido echando hacia delante, estaba sentado en el borde del sillón ahora, los codos sobre las rodillas y las manos juntas; su tono se había hecho vehemente dentro de la frialdad y el orden expositivo, casi didáctico, que empleaba cuando peroraba. Y, como siempre que hablaba seguido, yo no podía apartar la vista de su cara, de sus labios que se movían veloces al soltar las palabras. No es que no me interesara lo que decía, me había interesado en todos los casos, y más ahora en que me estaba confesando lo que había hecho y por qué y cómo, o lo que él creía que yo creía, y acertaba. Pero aunque no me hubiera interesado, habría continuado oyéndolo indefinidamente, oyéndolo mientras lo miraba. Encendió otra luz, la de la lámpara que tenía al lado (se sentaba a leer en ese sillón a veces), ya había anochecido del todo y la que había no bastaba. Lo vi mejor, le vi sus pestañas bastante largas y su expresión algo ensoñada, también entonces. Su semblante no denotaba preocupación ni violencia por lo que estaba contando. De momento no le costaba. Yo tenía que recordarme cuán odiosa resultaba su tranquilidad dominante en aquellas circunstancias, porque lo cierto era que no me lo resultaba-. Uno sabe que es incondicional de esa persona -prosiguió-, que la va a ayudar y a apoyar en lo que sea, aunque se trate de un empeño horrible (por ejemplo cargarse a alguien, uno pensará que le han dado motivos o que no hay más remedio), y que hará por ella lo que se tercie. Son personas que no es que a uno le hagan gracia, en el sentido más noble del término; es que le caen en gracia, que es diferente y mucho más fuerte y duradero. Como todos sabemos, esa incondicionalidad apenas tiene que ver con la razón, ni siquiera con las causas. De hecho, es curioso, el efecto es enorme y no hay causas, no suele haberlas o no son formulables. A mí me parece que interviene no poco la decisión, una decisión arbitraria… Pero en fin, esa es otra historia. -De nuevo le había apetecido disertar, se forzaba a no caer en ello. Dentro de todo, procuraba ir al grano, y tuve la sensación de que, si aun así se espaciaba, no era contra su voluntad y porque no pudiera evitarlo, sino que buscaba algo con ello, quizá envolverme y acostumbrarme más a los hechos. De vez en cuando yo me paraba y pensaba: ‘Estamos hablando de lo que estamos hablando, un asesinato, es insólito; y yo le presto atención en vez de colgarlo de un árbol’. Y en seguida acudía a mi pensamiento la contestación de Athos a d’Artagnan cuando éste había exclamado lo mismo: ‘Sí, un asesinato, no más’. Y cada vez lo pensaba menos-. Casi nadie puede responder a esa pregunta que los demás sí se hacen sobre uno, sobre cualquiera: ‘¿Por qué se habrá enamorado de ella? ¿Qué le habrá visto?’. Sobre todo cuando es alguien que se juzga insoportable, no es el caso de Luisa, yo creo; pero bueno, no soy quién para decirlo, por lo que acabo de exponer, justamente. Pero ni tú misma, María, sin ir más lejos, sabrías responder por qué te has encaprichado de mí durante esta temporada, con todos mis defectos y a sabiendas de que mi verdadero interés estaba en otra parte desde el principio, de que tenía un objetivo irrenunciable desde hacía tiempo, de que no había posibilidad de que tú y yo fuéramos más allá de donde hemos ido. No sabrías, quiero decir, fuera del balbuceo de cuatro subjetividades imprecisas y poco airosas, tan discutibles como indiscutibles: indiscutibles para ti (¿quién osaría contradecirte?), discutibles para los otros. -‘Es verdad, no sabría’, pensé. ‘Como una estúpida. ¿Qué iba a decir, que me gustaba mirarlo y besarlo, y acostarme con él, y la zozobra de no saber si iba a hacerlo, y escucharlo? Sí, son razones idiotas y que no convencen a nadie, o así suenan siempre a oídos del que no siente lo mismo o no ha probado nada semejante en su vida. Ni siquiera son razones, como ha dicho Javier, seguramente tienen más que ver con una manifestación de fe que con ninguna otra cosa; aunque tal vez sí sean causas. Y su efecto es enorme, eso es cierto. Es invencible.’ Debí de sonrojarme levemente, o acaso me removí en el sofá con incomodidad, con vergüenza. Me molestaba que me hubiera mencionado abiertamente, que hubiera hecho referencia a mis sentimientos hacia él cuando yo había sido siempre discreta y parca en palabras, nunca lo había atosigado con peticiones ni declaraciones, ni con indirectas sutiles que lo hubieran invitado a expresarme algo de afecto, me había abstenido de hacerle sentir la menor responsabilidad u obligación o necesidad de respuesta, ni sombra de ello; tampoco había albergado esperanzas de que la situación cambiara, o sólo en la soledad de mi alcoba mirando los árboles, lejos de él, en secreto, como quien fantasea cuando empieza a venirle el sueño, todo el mundo tiene derecho a eso, a imaginarse lo imposible cuando la vigilia inicia por fin su retirada, qué menos, y se clausura el día. Me desazonaba que me hubiera incluido en todo aquello, podía habérselo ahorrado; no lo habría hecho inocentemente, alguna intención guardaría, no se le habría escapado. Otra vez me entraron ganas de levantarme y marcharme, de salir de una vez de aquella casa querida y temida y no volver; pero ahora ya sabía que no iba a irme hasta que terminara, hasta que me contara enteras su verdad o su mentira, o su verdad y su mentira, las dos juntas, no todavía. Díaz-Varela advirtió mi rubor o mi desasosiego, lo que fuese, porque se apresuró a añadir, como quien templa gaitas-: Ojo, no estoy insinuando que tú estés enamorada de mí ni que me seas incondicional ni que yo te haya caído en gracia, nada de eso. No soy tan presuntuoso. Sé bien que no es tanto, que estás muy lejos, que no puede compararse lo que tú sientes por mí desde hace poco con lo que yo siento por Luisa desde hace años. Sé que soy sólo un entretenimiento, que te he hecho gracia. Como tú a mí, no hay apenas diferencia, ¿me equivoco? Si lo menciono es como prueba de que hasta los encaprichamientos más pasajeros y leves carecen de causas. No digamos lo que es mucho más, infinitamente más que eso.


Me quedé callada, más rato del que quería. No estaba segura de qué contestar, y esta vez él había hecho una pausa como incitándome a decir algo. En pocas frases Díaz-Varela había rebajado mis sentimientos y me había dado a conocer los suyos clavándome un pequeño aguijón superfluo, puesto que yo ya estaba al tanto sin haberle oído nunca algo tan claro al respecto, o no palabras tan hirientes como las que acababa de pronunciar. Por idiotas que fueran, como en realidad lo son todos los sentimientos cuando se los describe o explica o simplemente se enuncian, había colocado los míos muy por debajo de la calidad de los suyos hacia otra persona, cómo iban a compararse. ¿Qué sabía él de mí, tan callada y prudente como había sido siempre? ¿Tan vencida de antemano, tan falta de aspiraciones, tan poco dispuesta a competir y a luchar, o no dispuesta en absoluto? Desde luego yo no era capaz de planear y encargar un asesinato, pero quién hubiera sabido más tarde, de haberse enquistado durante años nuestra relación de ahora, o más bien la que había existido hasta hacía dos semanas, la conversación con Ruibérriz lo había trastocado todo, o mejor dicho, que yo la escuchara. De no haberlos espiado, Díaz-Varela podía haber seguido aguardando la lenta recuperación y el vaticinado enamoramiento de Luisa indefinidamente y no haberme sustituido ni haber prescindido de mí mientras tanto, ni yo haberme apartado sino haber continuado viéndolo en los mismos términos. Y entonces, ¿quién está libre de empezar a querer más, a impacientarse y a no estar ya conforme, de sentir que ha adquirido derechos con el transcurso de los meses y de los años iguales, por la sola acumulación de tiempo, como si algo tan insignificante y tan neutro como la sucesión de días supusiera un mérito para el que los atraviesa, o quizá es para el que los aguanta sin abandonar ni rendirse? El que no esperaba nada acaba exigiendo, el que se acercaba con devoción y modestia se torna tiránico e iconoclasta, el que mendigaba sonrisas o atención o besos de la persona amada se hace de rogar y se vuelve soberbio, y se los escatima ahora a esa misma persona a la que la mera llovizna del tiempo ha subyugado. El paso del tiempo exaspera y condensa cualquier tormenta, aunque al principio no hubiera ni una nube minúscula en el horizonte. Uno ignora lo que el tiempo hará de nosotros con sus capas finas que se superponen indistinguibles, en qué es capaz de convertirnos. Avanza sigilosamente, día a día y hora a hora y paso a paso envenenado, no se hace notar en su subrepticia labor, tan respetuosa y mirada que nunca nos da un empujón ni un sobresalto. Cada mañana aparece con su semblante tranquilizador e invariable, y nos asegura lo contrario de lo que está sucediendo: que todo está bien y nada cambia, que todo es como ayer -el equilibrio de fuerzas-, que nada se gana y nada se pierde, que nuestro rostro es el mismo y también nuestro pelo y nuestro contorno, que quien nos odiaba nos sigue odiando y quien nos quería nos sigue queriendo. Y es todo lo contrario, en efecto, sólo que no nos permite advertirlo con sus traicioneros minutos y sus taimados segundos, hasta que llega un día extraño, impensable, en el que nada es como fue siempre: en el que dos hijas beneficiadas por él abandonan a su padre a la muerte en un granero, sin blanca, y se queman los testamentos que a los vivos son ingratos; en el que las madres despojan a sus hijos y los maridos roban a sus mujeres, o las mujeres matan a sus maridos valiéndose del amor que les inspiraban para volverlos locos o imbéciles, a fin de vivir en paz con un amante; en el que otras mujeres le dan al niño de un primer lecho gotas que debían traerle la muerte, a fin de enriquecer a otro hijo, el del amor que ahora sí sienten, aunque ignoren cuánto más va a durarles; en el que una viuda que heredó posición y fortuna de su marido soldado, caído en la batalla de Eylau en medio del frío más frío, reniega de él y lo acusa de farsante cuando al cabo de los años y las penalidades consigue regresar de entre los muertos; en el que Luisa le suplicará a Díaz-Varela, hacia el que tanto tardó en volverse, que no la abandone y permanezca a su lado, y abjurará de su antiguo amor por Deverne, que será rebajado y no será nada y no podrá compararse con el que le profesa a él ahora, a ese segundo marido inconstante que amenaza con dejarla; en el que será Díaz-Varela el que me implore a mí que no me aleje, que me quede junto a él y comparta para siempre su almohada, y se burlará del amor obstinado e ingenuo que sintió por Luisa largo tiempo y lo llevó a matar a un amigo, y se dirá y me dirá: ‘Qué ciego estuve, cómo es que no supe verte, cuando aún estaba a tiempo’; un día extraño, impensable, en el que yo planearé el asesinato de Luisa, que se interpone entre nosotros sin ni siquiera saber que hay ‘nosotros’ y contra la que no tengo nada, y quizá lo lleve a cabo, todo es posible ese día. Sí, es todo cuestión de desesperante tiempo, pero el nuestro se ha interrumpido, para nosotros se ha acabado ese que consolida y prolonga y a la vez pudre y arruina y vuelve las tornas, y no se nota en ningún caso. No me alcanzará a mí ese día, para mí no hay ‘más adelante’ o ‘a partir de ahora’, como no lo hubo para Lady Macbeth, estoy a salvo de esa prórroga benefactora o dañina, esa es mi desgracia y mi suerte.

– ¿Quién te ha dicho que no estoy enamorada de ti? Qué sabrás tú, si nunca te he hablado. Si nunca me has preguntado.

– Vamos, vamos, no exageres -respondió él sin sorprenderse. Habían sido comedia sus últimas palabras, estaba al cabo de la calle de lo que yo sentía, o de lo que había sentido hasta dos semanas antes. Quizá ahora lo sentía también, pero con mancha y con mezcla de lo que no puede manchar ni mezclarse, no al menos en los enamoramientos. Estaba al cabo de la calle, el que es amado lo percibe siempre, si está en sus cabales y no lo ansía, porque el que lo ansía no distingue, e interpreta las señales equivocadamente. Pero él estaba libre de eso, no quería que yo lo quisiese, poco había hecho por alentarme, eso era justo reconocérselo-. De ser así -añadió-, no estarías tan espantada por lo que has descubierto, ni habrías sacado tus conclusiones tan rápido. Estarías en vilo, a la espera de una explicación aceptable. Pensarías que quizá no había habido más remedio por algún motivo que desconoces. Estarías dispuesta, estarías deseando engañarte.

Hice caso omiso de estos comentarios capciosos que buscaban conducirme a algún sitio por él previsto. Sólo contesté a lo primero.

– Tal vez no exagere. Tal vez no exagere en absoluto, y tú lo sabes. Lo que pasa es que no te gusta esa responsabilidad, aunque ya sé que no es palabra adecuada: a nadie puede responsabilizarse de que otro se le enamore. Descuida, yo no te responsabilizo de mis sentimientos idiotas y que sólo a mí me conciernen. Pero es inevitable que los veas como una pequeña carga. Si Luisa supiera de la intensidad de los tuyos (puede que en su ensimismamiento sólo se haya dado cuenta de lo superficial, de tu galantería y tu afecto por la viuda de tu mejor amigo); no digamos si se enterara de lo que han sido causa, los sentiría como una carga insoportable. Hasta es posible que se matara, al no ser capaz de sobrellevarla. Por eso, entre otras razones, no voy a decirle nada. No tienes que preocuparte por eso, no soy una desalmada. -Aún no había tomado una decisión definitiva al respecto, mi intención iba oscilando a medida que le escuchaba y me indignaba o no tanto (‘Ya lo pensaré más adelante, con calma, a solas, en frío’, pensaba), pero en todo caso me convenía tranquilizarlo para poder salir de allí sin sensación de amenaza, presente o futura, aunque esta última nunca desaparecería del todo, suponía, en toda mi vida. Y me atreví a añadir con un poco de guasa, también la guasa me convenía-: Claro que esa sería la mejor manera de quitarla de en medio, de hacer lo que has hecho tú con Desvern, sólo que manchándome mucho menos las manos.

Lejos de apreciar el humor -bien es verdad que un humor tétrico-, esta observación lo puso serio y como a la defensiva. Ahora sí se subió más las mangas efectivamente, con sendos gestos enérgicos como si se aprestara a combatir o a hacerme una demostración física, se las subió hasta por encima de los bíceps como un galán tropical de los años cincuenta, Ricardo Montalbán, Gilbert Roland, uno de aquellos hombres simpáticos ya olvidados por casi todo el mundo. No iba a combatir, desde luego, ni tampoco a pegarme, eso no entraba en su carácter. Comprendí que algo lo había contrariado sobremanera y que iba a refutármelo.

– Yo no me las he manchado, no te olvides. He llevado todo el cuidado. Tú no sabes lo que es manchárselas de veras. No sabes lo que delegar aleja de los hechos, no tienes ni idea de cuánto ayuda poner gente en medio. ¿Por qué te crees que lo hace todo el que puede, a las primeras de cambio, ante la menor situación incómoda o ligeramente desagradable? ¿Por qué te crees que intervienen abogados en los pleitos, y en los divorcios? No es sólo por su sapiencia y sus mañas. ¿Por qué te crees que los actores y actrices tienen representantes, y los escritores agentes, y los toreros apoderados, y los boxeadores managers, cuando aún había boxeo? Acabarán con todo estos puritanos de ahora. ¿Por qué te crees que los empresarios se valen de testaferros, o que cualquier criminal con dinero envía matones o contrata sicarios? No es sólo por no mancharse las manos literalmente, ni por cobardía, para no dar la cara ni arriesgarse a salir dañado. La mayoría de los tipos que recurren habitualmente a esas figuras (otra cosa son los que lo hacen excepcionalmente, como yo mismo) empezaron ejerciendo sus mismas tareas y quizá han sido maestros en ellas: están acostumbrados a dar palizas o incluso a meterle una bala a alguien, sería improbable que salieran maltrechos de un encuentro de esos. ¿Por qué crees que los políticos mandan tropas a las guerras que declaran, si es que se molestan aún en declararlas? Ellos, a diferencia de los otros, no podrían hacer el trabajo de los soldados, pero es más que eso. En todos los casos hay una autosugestión enorme, que proporcionan la mediación y la distancia de lo que ocurre, y el privilegio de no presenciarlo. Parece increíble, pero así funciona, yo lo he comprobado personalmente. Uno llega a convencerse de que no tiene que ver con lo que sucede a ras de suelo, o en el cuerpo a cuerpo, aunque lo haya originado y desencadenado y haya pagado por que acontezca. El divorciado acaba por persuadirse de que su exigencia mezquina y la saña no son suyas, sino de su abogado. Los actores y los escritores de fama, los toreros y los boxeadores se disculpan por las pretensiones económicas de sus representantes o por las trabas que ponen, como si éstos no obedecieran sus órdenes ni trabajaran a su dictado. El político ve en la televisión o en la prensa los efectos de los bombardeos que él ha iniciado, o se entera de las atrocidades que su ejército está cometiendo sobre el terreno; niega con la cabeza con desaprobación y con asco, se pregunta cómo es que sus generales son tan bestias o tan torpes, cómo es que no pueden controlar a sus hombres en cuanto empieza la lucha y los pierden un poco de vista, pero jamás se ve como culpable de lo que pasa a millares de kilómetros, sin que él tome parte ni sea testigo: en seguida ha logrado olvidarse de que dependió todo de él, de que él dio la voz de ‘Adelante’. Lo mismo el capo que ha lanzado a sus matones: lee o le informan de que éstos se han sobrepasado, de que no se han limitado a cargarse a unos cuantos, de acuerdo con sus indicaciones, sino que además les han cortado la cabeza y los testículos y se los han metido en la boca; se estremece un instante al figurárselo y piensa que esos esbirros suyos en verdad son unos sádicos, ya no recuerda que les dejó la imaginación y las manos libres y que les dijo: ‘Que la cosa espante a todo el mundo. Que sirva bien de escarmiento. Que con esto cunda el pánico’.

Díaz-Varela se detuvo, como si esta enumeración lo hubiera dejado momentáneamente exhausto. Se sirvió otra copa y bebió un buen trago, sediento. Encendió otro pitillo. Se quedó mirando al suelo, absorto. Durante unos segundos vi la imagen de un hombre abatido, abrumado, quizá lleno de remordimientos, quizá arrepentido. Pero no había habido nada de eso hasta ahora, en su relato ni en sus digresiones. Más bien lo contrario. ‘¿Por qué se asocia a sí mismo con estos individuos?’, pensé. ‘¿Por qué me los trae a la memoria, en vez de ahuyentármelos? ¿Qué gana con que yo vea sus actos a esta luz tan repugnante? Siempre puede hallarse alguna que embellezca el crimen más feo, que lo justifique mínimamente, una causa no del todo siniestra que al menos permita entenderlo sin náusea. “Así funciona, yo lo he comprobado personalmente”, ha dicho incluyéndose en la nómina. Se comprende en el caso de los divorciados y los toreros, no en el de los políticos cínicos y los criminales de oficio. Es como si no buscara paliativos, como si quisiera horrorizarme todavía más, a ratos. Tal vez sea para predisponerme a abrazar cualquier excusa, las que vengan luego, tienen que llegar pronto o tarde, no es posible que me reconozca sin más su egoísmo y su vileza, su traición, su falta de escrúpulos, ni siquiera hace mucho hincapié en su enamoramiento de Luisa, en su apasionada necesidad de ella, no se ha rebajado a decir frases ridículas pero que emocionan a veces y ablandan, como “No puedo vivir sin ella, ¿comprendes? No aguantaba más, para mí es como el aire, me ahogaba sin ninguna esperanza y ahora en cambio tengo una. No le deseaba a Miguel mal alguno, al contrario, era mi mejor amigo; pero estaba en medio de mi única vida, de la única que quiero, mala suerte, y lo que nos impide vivir hay que quitarlo”. Se aceptan los excesos de los enamorados, no todos, claro, pero en ocasiones basta con decir que alguien lo está mucho o lo estuvo para ahorrarse otras razones. “Es que la quería tanto”, se dice, “que no sabía lo que hacía”, y la gente asiente y se hace cargo, como si se le hablara de algo conocido por todos. “Vivía por y para él, no había nadie más en la tierra, habría sacrificado lo que fuera, el resto no le importaba”, y con eso ya se entienden tantos actos innobles y ruines, y hasta se disculpan algunos. ¿Por qué no insiste Javier en su condición enfermiza que cree poder padecer todo el mundo? ¿Por qué no se escuda más en ella? La da por supuesta pero no la subraya, no la pone por delante, y, en contra de lo que le convendría, se vincula con personajes despreciables y fríos. Sí, quizá sea eso: cuanto más me espante y me someta el pánico, cuanto más sienta el arrastre del vértigo, más proclive seré a aferrarme a cualquier atenuante. No le faltaría razón, de ser ese su propósito. Estoy deseando que aparezca alguna, alguna explicación o atenuante que me levante un poco de peso. Ya no puedo más de estos hechos, tal como son y me los imaginaba desde el maldito día en que escuché tras esa puerta. Estaba al otro lado aquel día, donde ya nunca más volveré a estar, ahora es seguro. Aunque se me acercara Javier y me abrazara por la espalda, y me acariciara con dedos y labios. Aunque me susurrara al oído palabras que jamás ha pronunciado. Aunque me dijera: “Qué ciego he estado, cómo es que no he sabido verte, pero aún estoy a tiempo”. Aunque tirara de mí hacia esa puerta, y me lo suplicara.’


Nada de eso iba a suceder en ningún caso. Ni siquiera si le hacía chantaje, si lo amenazaba con contarlo o era yo quien le suplicaba. Seguía metido en sus pensamientos, extrañamente ajeno, continuaba con la vista fija en el suelo. Lo saqué de su ensimismamiento en vez de aprovechar para largarme, ya era tarde: habría preferido quedarme con mis conjeturas sombrías y no saber nada seguro, después de haberle escuchado; pero ahora quería que terminara, por ver si su historia era algo menos mala, algo menos triste de lo que sonaba.

– Y tú, ¿qué es lo que pensaste? ¿De qué lograste convencerte? ¿De que no tenías arte ni parte en el asesinato de tu mejor amigo? Resulta difícil de creer, ¿no? Por mucha autosugestión que le echaras.

Alzó los ojos y se bajó de nuevo las mangas hasta los antebrazos, como si le hubiera entrado frío. Pero no lo abandonó del todo aquella especie de abatimiento o cansancio que parecía haberlo asaltado. Habló más despacio, con menos seguridad y menos brío, la mirada posada en mi rostro y a la vez un poco perdida, como si yo estuviera a gran distancia.

– No lo sé -dijo-. Sí, es verdad que uno sabe, sabe la verdad en el fondo, cómo no, cómo va a ignorarla. Sabe que uno ha puesto en marcha un mecanismo y que además podría pararlo, nada es inevitable hasta que ha sucedido y el ‘más adelante’ con que todos contamos deja de existir para alguien. Pero hay algo misterioso en la delegación, ya te lo he dicho. Yo le hice un encargo a Ruibérriz, y desde ese momento siento que la maquinación ya no es tan mía, por lo menos está compartida. Ruibérriz le ordenó a otro que le consiguiera un móvil al gorrilla y le hiciera llamadas, los dos se las hicieron, turnándose, dos voces convencen más que una y le pusieron la cabeza como un bombo; ni siquiera sé bien cómo se lo proporciona ese otro, el móvil, se lo deja en el coche en el que vivía, creo, le aparece allí como por ensalmo, y lo mismo la navaja luego, para no ser visto, era imposible anticipar el resultado de todo eso. En cualquier caso ese otro, ese tercero, no conoce mi nombre ni mi cara ni yo tampoco los suyos, y con su intervención desconocida se me aleja todo un poco más, es menos mío, y mi participación se difumina, ya no está todo en mis manos sino cada vez más repartido. Una vez que uno activa algo y lo entrega es también como si lo soltara y se deshiciera de ello, no sé si eres capaz de entenderlo, quizá no, nunca has tenido que organizar y preparar una muerte. -Reparé en la expresión empleada, ‘tenido que’; esa idea era absurda, él no había ‘tenido que’ hacer nada, nadie lo había obligado. Y había dicho ‘una muerte’, el término más neutro posible, no ‘un homicidio’ ni ‘un asesinato’ ni ‘un crimen’-. Uno recibe sucintos informes de cómo marchan las cosas y supervisa, pero no se ocupa directamente de nada. Sí, se produce un error, Canella se confunde de hombre y a mí me llega la noticia, hasta Miguel me menciona el percance sufrido por el pobre Pablo, sin sospechar que tuviera que ver con su petición, sin relacionar una cosa con otra, sin imaginarse que yo estuviera detrás, o disimuló muy bien, cómo voy a saberlo. -Me di cuenta de que me estaba perdiendo (¿qué petición? ¿qué relación? ¿qué disimulo?), pero él siguió como si hubiera tomado carrerilla de pronto, no me dejó interrumpirlo-. El idiota de Ruibérriz no se fía del tercero a partir de eso, le pago bien y me debe favores, así que toma las riendas y se presenta ante el aparcacoches, con precaución, a escondidas, es verdad que no hay nadie en esa calle de noche, pero se deja ver por él con su abrigo de cuero, espero que los haya tirado todos, para asegurarse de que no va a equivocarse de nuevo y a acabar acuchillando al pobre chófer, a Pablo, y echándolo todo por tierra. Sí, ese incidente me llega, por ejemplo, pero para mí es solamente un relato que me cuentan en mi casa, yo no me muevo de aquí, nunca piso el terreno ni me mancho, así que no siento que nada de eso sea enteramente responsabilidad ni obra mía, son hechos remotos. No te sorprenda, los hay que aún van más lejos: hay quienes ordenan la eliminación de alguien y luego ni siquiera quieren enterarse del proceso, de los pasos dados, del cómo. Confían en que al final venga un mandado y les comunique que ese alguien ha muerto. Ha sido víctima de un accidente, les dicen, o de una grave negligencia médica, o se ha tirado por el balcón, o lo han atropellado, o lo han atracado una noche, con tan mala pata que forcejeó y se lo cargaron. Y, por extraño que parezca, el que dictaminó esa muerte, sin especificar cómo ni cuándo, puede exclamar con sinceridad relativa, o con cierta dosis de asombro: ‘Vaya por Dios, qué tragedia’, casi como si él fuera ajeno y el destino se hubiera encargado de cumplir sus deseos. Eso procuré yo, verme lo más ajeno posible, aunque hubiera trazado el cómo en parte: Ruibérriz averiguó cuál era el drama en la vida de ese indigente, el motivo de su mayor rabia, su afrenta, por casualidad o no tanto, no sé, me vino un día con la historia de sus hijas metidas a putas a la fuerza o con engaños, él toca todas las teclas, no le faltan conexiones en ningún ámbito, y en consecuencia el plan era mío, o bueno, era de los dos, era nuestro. Pero aun así yo me mantenía lejos, apartado: estaba el propio Ruibérriz en medio, y su amigo, ese tercero, y sobre todo estaba Canella, que no sólo decidía cuándo, sino que podía decidir no hacerlo, en realidad nada estaba en mi mano. Y entonces hay tanta delegación, tanto dejado a la acción de otros, tanto al azar, tanta distancia, que uno es medio capaz de decirse, una vez que ha sucedido: ‘¿Qué tengo que ver yo con esto, con lo que ha hecho un trastornado en la calle, a una hora y en una zona seguras? Ya se ve que era un peligro público, un violento, no debería haber andado suelto, aún menos tras el aviso con Pablo. La culpa es de las autoridades que no tomaron medidas, y también de la pésima suerte, que todavía sigue existiendo’.

Díaz-Varela se levantó y dio una vuelta por el salón hasta volver a pararse detrás de mí, me puso las manos en los hombros, me los apretó suavemente, nada que ver con la que me había plantado dos semanas atrás, antes de irme, él y yo de pie, reteniéndome, era una losa. Ahora no tuve temor, lo noté como un gesto de afecto, y además su tono había cambiado. Se había teñido de una especie de pesadumbre o de leve desesperación ante lo irremediable -leve por ser ya retrospectiva- y se había desprendido del cinismo, como si éste hubiera sido impostado. También había empezado a mezclar tiempos verbales, presente de indicativo, pretérito indefinido e imperfecto, como le ocurre a veces a quien revive una mala experiencia o se está recontando un proceso del que sólo cree haber salido y no es cierto. Había adquirido un acento de verdad poco a poco, no de golpe, y eso lo hacía más creíble. Pero tal vez eso era lo fingido. Es detestable no saberlo, también todo lo anterior me había sonado a verdadero, había tenido el mismo acento o no el mismo sino otro distinto, pero igualmente de verdad en todo caso. Ahora se había callado y podía preguntarle por lo que me había resultado incomprensible, por lo que se le había escapado. O quizá no se le había escapado en absoluto, lo había introducido a conciencia y aguardaba mi reacción a ello, confiaba en que lo hubiera cazado.

– Has hablado de una petición de Deverne, y de un posible disimulo suyo. ¿Qué petición es esa? ¿Qué iba a disimular él? No he entendido. -Y al decir esto pensé: ‘¿Qué diablos estoy haciendo, cómo puedo referirme con civilidad a todo esto, cómo puedo hacerle preguntas sobre los pormenores de un asesinato? ¿Y por qué estamos hablándolo? No es tema de conversación, o sólo cuando ya han transcurrido muchos años, como en la historia de Anne de Breuil muerta por Athos cuando éste ni siquiera era Athos. En cambio Javier es Javier todavía, no le ha dado tiempo a convertirse en otro’.

Volvió a apretarme con suavidad los hombros, era casi una caricia. Yo había hablado sin darme la vuelta, ahora no necesitaba tenerlo a la vista, no me era desconocido ni preocupante ese tacto. Me invadió una sensación de irrealidad, como si estuviéramos en otro día, un día anterior a mi escucha, cuando aún no había descubierto nada ni había ningún espanto, sólo placer provisional y resignada espera enamorada, espera a ser dada de baja o despedida de su lado cuando fuera Luisa quien se le enamorara, o por lo menos le consintiera dormirse y despertarse a diario en su cama. Ahora se me antojó figurarme que no faltaba tanto para eso, hacía mucho que no la veía, ni de lejos siquiera. Quién sabía cómo había evolucionado, si se había ido recuperando del golpe, hasta qué punto Díaz-Varela se le había inoculado, se le había hecho indispensable en su solitaria vida de viuda con niños que le pesaban a veces, cuando quería encerrarse a llorar y no hacer nada. Lo mismo que yo había intentado con él en su solitaria vida de soltero, sólo que tímidamente y sin convencimiento ni empeño, desde el principio derrotada.


En otro día habría sido posible que las manos de Díaz-Varela se hubieran deslizado desde mis hombros hasta mis pechos, y que yo no sólo lo hubiera permitido, sino que lo hubiera alentado con el pensamiento: ‘Desabróchame un par de botones y mételas bajo mi jersey o mi blusa’, ordena uno mentalmente, o suplica. ‘Vamos, hazlo ya, ¿a qué esperas?’ Me atravesó el impulso de pedírselo así, en silencio, la fuerza de la expectativa, la persistencia irracional del deseo, que a menudo hace olvidar cuáles son las circunstancias y quién es quién, y borra la opinión que uno tiene de la persona que le provoca el deseo, en aquel momento lo que me predominaba era el desprecio. Pero él no iba a ceder hoy a eso, conservaba más conciencia que yo de que no estábamos en otro día, sino en el que él había elegido para contarme su conspiración y sus actos y luego decirme adiós para siempre, después de aquella conversación no podríamos seguir viéndonos, no era posible, los dos lo sabíamos. Así que no bajó las manos lentamente sino que las levantó como quien ha sido recriminado por tomarse confianzas o aun por propasarse -pero yo no había dicho nada, ni mi actitud tampoco- y volvió a su sillón, se sentó de nuevo enfrente de mí y me miró fijamente con sus ojos nebulosos o indescifrables que jamás lograban mirar fijamente del todo y con aquella pesadumbre o desesperación retrospectiva que le había aparecido en la voz poco antes y que ya no se le iría, ni del tono ni de la mirada, como si me dijera una vez más: ‘¿Por qué no me entiendes?’, no con impaciencia sino con lástima.

– Todo lo que te he contado es cierto, en lo relativo a los hechos -me respondió-. Sólo que lo principal aún no te lo he dicho. Lo principal no lo sabe nadie, o sólo Ruibérriz a medias, que por fortuna ya no hace demasiadas preguntas; sólo escucha, complace, sigue las instrucciones y cobra. Ha aprendido. Las dificultades lo han convertido en un hombre dispuesto a muchas cosas a cambio de un sueldo, sobre todo si se lo paga un viejo amigo que no va a endosarle un marrón, ni a traicionarlo ni a sacrificarlo, hasta ha aprendido a ser discreto. Es cierto cómo lo hicimos, y que no teníamos seguridad de que el plan fuera a salir, en modo alguno, era casi una moneda al aire, pero yo no quería recurrir a un sicario, ya te lo he explicado. Tú has sacado tus conclusiones y no te lo reprocho; o algo sí, pero te comprendo en parte: las cosas pintan como pintan, si uno ignora la causa. Tampoco voy a negar que quiera a Luisa ni que piense permanecer a su lado, estar bien a mano, por si un día se olvida de Miguel y da unos pasos en mi dirección: yo estaré cerca, muy cerca, para que no le dé tiempo a pensárselo ni a arrepentirse durante el trayecto. Creo que eso sucederá antes o después, más bien antes; que se recuperará como le pasa a todo el mundo, ya te dije una vez que la gente acaba por dejar marchar a los muertos, por mucho apego que les tenga, cuando nota que su propia supervivencia está en juego y que son un gran lastre; y lo peor que éstos pueden hacer es resistirse, aferrarse a los vivos y rondarlos e impedirles avanzar, no digamos regresar si pudieran, como pudo el Coronel Chabert de la novela, amargándole la vida a su mujer y causándole un daño mayor que el de su muerte en aquella remota batalla.

– Más daño le causó ella a él -le contesté-, con su negación y sus artimañas para mantenerlo muerto y privarlo de existencia legal, para enterrarlo vivo por segunda vez, sólo que ahora no por error. Él había padecido mucho, lo suyo era suyo y no tenía culpa de seguir en el mundo, menos aún de recordar quién era. Hasta dijo aquello que me leíste, el pobre: ‘Si mi enfermedad me hubiera quitado todo recuerdo de mi existencia pasada, eso me habría hecho feliz’.

Pero Díaz-Varela ya no estaba para discutir de Balzac, quería continuar con su historia hasta el final. ‘Lo que pasó es lo de menos’, me había dicho al hablarme de El Coronel Chabert. ‘Es una novela, y lo que ocurre en ellas da lo mismo y se olvida, una vez terminadas.’ Quizá pensaba que con los hechos reales no sucedía así, con los de nuestra vida. Probablemente sea cierto para el que los vive, pero no para los demás. Todo se convierte en relato y acaba flotando en la misma esfera, y apenas se diferencia entonces lo acontecido de lo inventado. Todo termina por ser narrativo y por tanto por sonar igual, ficticio aunque sea verdad. Así que prosiguió como si yo no hubiera dicho nada.

– Sí, Luisa saldrá de su abismo, no te quepa duda. De hecho ya está saliendo, cada día que pasa un poco más, yo lo percibo y eso no tiene vuelta de hoja una vez iniciado el proceso de la despedida, de la segunda y definitiva, de la que es sólo mental y nos trae mala conciencia porque parece que nos descargamos del muerto, lo parece y así es. Puede haber un retroceso ocasional, según cómo le vaya a uno en la vida o por algún azar, pero nada más. Los muertos sólo tienen la fuerza que los vivos les dan, y si se la retiran… Luisa se soltará de Miguel, en mucha mayor medida de lo que es capaz de imaginarse ahora mismo, y eso él lo sabía muy bien. Es más, decidió facilitárselo dentro de sus posibilidades, y fue por eso por lo que en parte me hizo su petición. Sólo en parte. Desde luego, había una razón de más peso.

– ¿De qué petición me estás hablando otra vez? ¿Qué petición? -No pude evitar impacientarme, tenía la sensación de que quería enredarme a base de curiosidad.

– A eso voy, esa es la causa -dijo-. Escucha bien. Meses antes de su muerte, Miguel sentía cierto cansancio general no muy significativo, algo insuficiente para acudir al médico, no era aprensivo y se encontraba bien de salud. Al poco le apareció un síntoma no preocupante, visión levemente borrosa en un ojo, pensó que sería pasajero y tardó en ir al oftalmólogo. Cuando por fin lo hizo, al no ceder por sí sola esa visión, éste le hizo una detenida exploración y le vino con un diagnóstico muy malo: un melanoma intraocular de gran tamaño, y lo remitió a un médico internista para un estudio general. El internista lo repasó de arriba abajo, le hizo TAC y resonancia magnética de todo el cuerpo, así como una analítica extensa. Su diagnóstico fue aún peor, fue el peor: metástasis generalizada en todo el organismo, o, como me dijo que le dijo en su jerga aséptica, ‘melanoma metastático muy evolucionado’, pese a estar Miguel por entonces casi asintomático, no había notado ningún otro malestar.

‘Así que Desvern no le pudo decir a Javier, como yo me había figurado en una ocasión: “No, no preveo que me pase nada, nada inminente ni tan siquiera próximo, nada concreto, estoy bien de salud y todo eso”, sino lo contrario’, pensé. ‘O bueno, eso dice ahora Javier.’ Todavía lo llamaba así aquella tarde, pronto cambiaría, aún no había decidido recordarlo y referirme a él por el apellido, para distanciarme de nuestra proximidad pasada o hacerme esa ilusión.

– Ya, y todo eso, ¿qué significaba exactamente, aparte de ser algo muy malo? -le pregunté, y procuré que hubiera en mi tono escepticismo o incredulidad: ‘Cuenta, cuenta y sigue contando, no me voy a tragar fácilmente esta historia tuya de última hora, me huelo por dónde vas’. Pero al mismo tiempo estaba ya interesada en lo que me había empezado a relatar, fuera verdad o no. Díaz-Varela lograba divertirme a menudo e interesarme siempre. Así que añadí, y ahora me salió un tono de preocupación sincera, luego también de credulidad-: ¿Y eso puede ocurrir, tener algo tan grave sin presentar casi síntomas? Bueno, ya sé que sí, pero ¿tanto? ¿Y tan sin aviso? ¿Y tan avanzado? Es para echarse a temblar, ¿no?

– Sí, puede ocurrir, y le ocurrió a Miguel. Pero no te alarmes, por fortuna ese melanoma es muy infrecuente y muy raro. A ti no te va a pasar nada parecido. Ni a Luisa, ni a mí, ni al Profesor Rico, sería mucha casualidad. -Había advertido mi instantánea aprensión. Esperó a que su vaticinio sin fundamento surtiera su efecto y me tranquilizara como a una niña, esperó unos segundos para continuar-. Miguel no me dijo una palabra hasta que tuvo todos los datos, y a Luisa ni siquiera le comunicó el principio, cuando no había qué temer: que iba al oftalmólogo, ni que veía un poco borroso, lo último que quería era inquietarla por nada, y ella se inquieta con facilidad. Aún menos le contó después. De hecho no le contó nada a nadie más, con una excepción. Desde el diagnóstico del internista sabía que la cosa era mortal, pero éste no le dio toda la información, o no con detalle, o quizá se la suavizó, o él no se la preguntó, no lo sé, prefirió preguntarle a un médico amigo que no iba a ocultarle nada si él se lo pedía: un antiguo compañero de colegio, cardiólogo, que le efectuaba controles periódicos y con quien tenía toda la confianza del mundo. Fue a verlo con su diagnóstico en firme y le dijo: ‘Dime lo que me aguarda, dímelo a las claras. Cuéntame los pasos. Dime cómo va a ser’. Y su amigo le dibujó un panorama que no pudo soportar.

– Ya -repetí, como quien se afana en dudar, en no creer. Pero en ese registro no me salió nada más. Lo intenté, me forcé, por fin conseguí pronunciar esta frase, completamente neutra en realidad-: ¿Y cuáles eran esos pasos terribles? -Aunque aquello fuera mentira, me atemorizaba la narración del proceso, del descubrimiento.

– No era sólo que no hubiera curación, dada la extensión por todo el organismo. Apenas si había tampoco tratamiento paliativo, o el que había era casi peor que la enfermedad. El pronóstico del fallecimiento, sin ese tratamiento, se establecía en unos cuatro a seis meses, y con él en no mucho más. Poco tiempo iba a ganar, y malo, a cambio de una quimioterapia de extraordinaria agresividad con efectos secundarios devastadores. Pero había más: el melanoma en el ojo hace que éste se deforme y duela espantosamente, el dolor es por lo visto inaguantable, es lo que le anunció su amigo cardiólogo, que cumplió con sus deseos y no le ahorró nada de lo que quería saber. La única medida contra eso consiste en resecar el ojo, es decir, en extirparlo, lo que los médicos llaman ‘enucleación’, según dijo Miguel, por el gran tamaño del tumor. ¿Te das cuenta, María? Un tumor enorme en el interior del ojo, que empuja hacia fuera y hacia dentro, supongo; un ojo protuberante, una frente y un pómulo que se abomban, crecientes; y después un hueco, una cuenca vacía que tampoco es la última metamorfosis, eso en el mejor de los casos y sin que sirva de gran cosa. -Aquella breve descripción gráfica me causó más recelo, era su primera concesión a la truculencia y a la imaginación, hasta entonces había contado con sobriedad-. El aspecto del paciente se va haciendo horroroso, su deterioro progresivo es lamentable y no sólo en la cara, claro está, todo se va viendo minado con cada vez mayor rapidez, y lo único que obtiene con esa extirpación y esa quimioterapia brutal son unos meses más de vida. De vida así, de vida muerta o premuerta, de padecimiento y deformidad, de no ser ya quien es sino un espectro angustiado que se limita a entrar y salir de un hospital. La transformación del aspecto, eso era lo único, no tenía por qué ser inmediata, no lo sería: contaba con mes y medio o dos meses antes de que los síntomas en el rostro aparecieran o resultaran visibles, antes de que los demás se dieran cuenta, disponía de ese tiempo para ocultárselo a todo el mundo y fingir. -La voz de Díaz-Varela sonaba en verdad afectada, pero acaso afectaba la afectación. He de reconocer que no me lo pareció cuando añadió, con un timbre de amargura o de fatalidad-: Un mes y medio o dos meses, ese fue el plazo que me dio.


Más o menos sabía la respuesta, pero aun así se lo pregunté, hay relatos a los que les cuesta continuar sin alguna pregunta retórica por medio. Este habría continuado de todas formas, solamente lo agilicé un poco, quería terminar lo antes posible pese a mi interés. Oírlo todo para marcharme a mi casa y entonces dejar de oír.

– ¿A ti? ¿Para qué? -Sin embargo no supe quedarme con las ganas de decirle que era previsible lo que me iba a contar-. Ahora vas a venirme con que él te pidió que le hicieras lo que le hiciste como un favor: un montón de navajazos a cargo de un energúmeno en mitad de la calle, ¿verdad? Una manera alambicada y desagradable de suicidarse, habiendo pastillas y tantas cosas más. Y muy engorrosa para vosotros, ¿no?

Díaz-Varela me lanzó una mirada de fastidio y reprobación, mis comentarios le habían parecido fuera de lugar.

– Que te quede una cosa clara, María, escúchame bien. No te estoy contando lo que pasó para que me creas, me trae sin cuidado que tú me creas o no, otra historia sería Luisa, con la que espero no tener nunca una conversación semejante, en parte va a depender de ti. Yo te lo cuento por las circunstancias y ya está. No me hace gracia, como podrás imaginar. Lo que hicimos entre Ruibérriz y yo no fue plato de gusto y es tan delito como un asesinato, en cualquier caso. Es más, técnicamente eso es lo que fue, y a un juez o a un jurado no les importaría lo más mínimo la verdadera causa que nos movió a cometerlo, y tampoco podríamos probar que fue la que fue. Ellos juzgan hechos y éstos son los que son, por eso nos alarmamos cuando Canella empezó a hablar, de las llamadas al móvil y demás. Tuvimos la mala suerte de que tú nos oyeras ese día, o mejor dicho, yo fui un imprudente y lo propicié. A raíz de eso tú te has hecho una falsa, una inexacta composición de lugar. No me gusta, como es natural, ni que te falte el dato decisivo, cómo me va a gustar. Por eso te lo cuento, a título personal, porque tú no eres un juez y puedes entender lo que hubo detrás. Luego, tú verás. Y tú sabrás lo que haces con la información, eso también. Pero si no quieres no sigo, tampoco te voy a obligar. Que me creas o no no está en mi mano, así que tú dirás si ponemos fin ahora mismo a esta conversación. Ahí tienes la puerta, si crees que ya te lo sabes todo y no deseas oír más.

Pero sí deseaba oír más. Como he dicho, hasta el final, para terminar.

– No, no, continúa. Disculpa -rectifiqué-. Continúa, haz el favor, todo el mundo tiene derecho a ser escuchado, faltaría más. -Y procuré que aún hubiera un dejo de ironía en estas últimas palabras, ‘faltaría más’-. ¿Te dio ese plazo para qué?

Noté que me entraban leves dudas, ante el tono ofendido o dolido de Díaz-Varela, aunque ese tono sea uno de los más fáciles de aparentar o imitar, casi todos los culpables de algo recurren a él en seguida. Claro que los inocentes también. Me di cuenta de que cuanto más me contara más dudas tendría, y de que no lograría salir de allí sin ninguna, es lo malo de dejar que la gente hable y se explique y por eso trata de impedirse tantas veces, para conservar las certezas y no dar cabida a las dudas, es decir, a la mentira. O es decir, a la verdad. Tardó un poco en contestar o reanudar, y cuando lo hizo volvió a su tono anterior, de pesadumbre o desesperación retrospectiva, en realidad ni siquiera lo había abandonado del todo, sólo le había agregado un momento el de persona herida.

– Miguel no tenía demasiado reparo en morir, si eso puede decirse, entiéndeme, de alguien a punto de cumplir cincuenta años y a quien la vida iba bien, con hijos pequeños y una mujer a la que quería, o bueno, sí, de la que estaba enamorado, sí. Claro que era una tragedia, como para cualquiera. Pero él siempre fue muy consciente de que si estamos aquí es por una inverosímil conjunción de azares, y que del término de eso no se puede protestar. La gente cree que tiene derecho a la vida. Es más, eso lo recogen las religiones y las leyes de casi todas partes, cuando no las Constituciones, y sin embargo él no lo veía así. ¿Cómo va a tenerse derecho a lo que uno no ha construido ni se ha ganado?, solía decir. Nadie puede quejarse de no haber nacido, o de no haber estado antes en el mundo, o de no haber estado siempre en él, así que, ¿por qué habría de quejarse nadie de morir, o de no estar después en el mundo, o de no permanecer siempre en él? Lo uno le parecía tan absurdo como lo otro. Nadie objeta la fecha de su nacimiento, luego tampoco habría de objetar la de su muerte, igualmente debida a un azar. Hasta las violentas, hasta los suicidios, son debidos a un azar. Y si ya se estuvo en la nada, o en la no existencia, no es tan extraño ni grave regresar a ella, pese a que ahora haya término de comparación y conozcamos la facultad de añorar. Cuando supo lo que le pasaba, cuando supo que le tocaba acabarse, maldijo su suerte como cualquiera y sintió desolación, pero también pensó que tantos otros habían desaparecido a edades mucho más tempranas que él; que el segundo azar los había suprimido sin darles apenas tiempo a conocer nada ni brindarles una oportunidad: jóvenes, niños, recién nacidos que ni siquiera recibieron un nombre… Así que fue consecuente y no se desmoronó. Ahora bien, lo que no pudo resistir, lo que lo hundió y lo puso fuera de sí, fue la forma, el detestable proceso, la lentitud dentro de la rapidez, el deterioro, el dolor y la deformación, todo lo que le anunció su amigo médico. Por eso no estaba dispuesto a pasar, menos aún a permitir que sus hijos y Luisa asistieran a ello. Que asistiera nadie, en realidad. Aceptaba la idea de cesar, no la de sufrir sin sentido, la de penar durante meses sin objeto ni compensación, dejando además tras de sí una imagen desfigurada y tuerta, y de absoluta indefensión. No veía la necesidad de eso, contra eso sí cabía rebelarse, protestar, torcer el sino. No estaba en su mano quedarse en el mundo, pero sí salir de él de manera más airosa que la señalada, bastaba con salir un poco antes. -‘He aquí un caso entonces’, pensé, ‘en el que no convendría decir “He should have died hereafter”, porque ese “más adelante” significaría mucho peor, con más padecimiento y humillación, con menor entereza y más horror para sus allegados, no siempre es deseable, por tanto, que todo dure un poco más, un año, unos meses, unas semanas, unas cuantas horas, no siempre nos parece temprano para que se les ponga fin a las cosas o a las personas, ni es cierto que jamás veamos el momento oportuno, puede haber uno en el que nosotros mismos digamos: “Ya. Ya está bien. Es suficiente y más vale. Lo que venga a partir de ahora será peor, un rebajamiento, una denigración, una mancha”. Y en el que nos atrevamos a reconocer: “Este tiempo ha pasado, aunque sea el nuestro”. Y aunque estuviera en nuestras manos el final de todo, no siempre continuaría todo indefinidamente, contaminándose y ensuciándose, sin que ningún vivo pasara nunca a ser muerto. No sólo hay que dejar marchar a los muertos cuando se demoran o los retenemos; también hay que soltar a los vivos a veces.’ Y me di cuenta de que al pensar esto, contra mi voluntad, estaba dando momentáneo crédito a la historia que me contaba ahora Díaz-Varela. Mientras uno escucha o lee algo tiende a creerlo. Otra cosa es después, cuando el libro ya está cerrado o la voz no habla más.

– ¿Y por qué no se suicidó?

Díaz-Varela me miró de nuevo como a una niña, es decir, como a una ingenua.

– Qué pregunta -se permitió observar-. Como la mayoría de la gente, era incapaz. No se atrevía, él no podía determinar el cuándo: por qué hoy en vez de mañana, si todavía hoy no me veo cambios ni me siento muy mal. Casi nadie encuentra el momento, si lo tiene que decidir. Deseaba morir antes de los estragos de la enfermedad, pero le resultaba imposible fijar ese ‘antes’: disponía de un mes y medio o dos, ya te he dicho, quién sabía si de algo más. Y, también como la mayoría, no quería conocer el hecho de antemano y con seguridad, no quería levantarse un día sabiendo a ciencia cierta, diciéndose: ‘Este es el último. Hoy no veré anochecer’. Ni siquiera le servía que se encargaran otros por él, si él sabía a lo que iba, a lo que se prestaba, si tenía el dato con anterioridad. Su amigo le habló de un sitio en Suiza, una organización seria y controlada por médicos llamada Dignitas, totalmente legal, claro está (bueno, allí legal), en la que personas de cualquier país pueden solicitar un suicidio asistido cuando hay suficiente motivo, y esto lo deciden los de la organización, no el interesado. Éste ha de presentar su historial médico en regla y se comprueba su acierto y su veracidad; por lo visto hay un minucioso proceso preparatorio excepto en casos de extrema urgencia, y de entrada se intenta convencer al paciente de que siga viviendo con paliativos, si los hay, que por la razón que sea no se le hayan administrado hasta entonces; se verifica que está en plena posesión de sus facultades mentales y que no atraviesa una depresión temporal, un sitio serio, me contó Miguel. Pese a tanto requisito, su amigo creía que en su caso no habría objeción. Le habló de ese lugar como posible remedio, como mal menor, y Miguel tampoco se sintió capaz, no se atrevió. Quería morir, pero sin saberlo. No quería saber cómo ni cuándo, no al menos con exactitud.

– ¿Quién es ese amigo médico? -se me ocurrió preguntarle de pronto, forzándome a suspender la credulidad que casi siempre invade, poco a poco, a quien está oyendo contar.

Díaz-Varela no se sorprendió demasiado, quizá un poco sí. Pero contestó sin vacilación:

– ¿Quieres decir cómo se llama? El Doctor Vidal.

– ¿Vidal? ¿Qué Vidal? Eso es como no decir nada. Hay muchos Vidal.

– ¿Qué pasa? ¿Quieres hacer comprobaciones? ¿Quieres ir a hablar con él y que te confirme mi versión? Hazlo, es un hombre muy afable y cordial, yo he coincidido un par de veces con él. Doctor Vidal Secanell. José Manuel Vidal Secanell, te será fácil encontrarlo, no tienes más que consultar la lista del Colegio de Médicos o como se llame, seguro que estará en Internet.

– ¿Y el oftalmólogo? ¿Y el internista?

– Eso ya no lo sé. Miguel nunca los mencionó por sus nombres, o si lo hizo yo no los retuve. A Vidal sí lo conozco porque era amigo suyo desde la infancia, ya te he dicho. Pero esos otros no sé. Con todo, supongo que no te sería muy difícil averiguar quién era su oftalmólogo, si es lo que quieres, ¿vas a dedicarte a investigar? Eso sí, mejor que no se lo preguntes a Luisa directamente a menos que estés dispuesta a contárselo todo, a contarle el resto. Ella nunca ha sabido nada de esto, ni del melanoma ni nada, ese era el deseo de Miguel.

– Bastante raro eso, ¿no? Uno diría que para ella era menos traumático saber de su enfermedad que verlo cosido a navajazos y desangrándose en el suelo. Que le costaría más reponerse de una muerte tan violenta y salvaje. O reconciliarse con ella, como dice la gente ahora, ¿no?

– Tal vez -contestó Díaz-Varela-. Pero, con ser importante esa consideración, entonces era secundaria. Lo que horrorizaba a Miguel era pasar por las fases que Vidal le había descrito; también que Luisa lo contemplara, pero eso quedaba ya a cierta distancia, por fuerza era una preocupación menor en comparación. Cuando alguien es consciente de que le toca largarse, está muy metido en sí mismo y piensa poco en los demás, incluso en los más cercanos, en los más queridos, aunque se empeñe en no desentenderse, en no perderlos de vista en medio de su tribulación. Uno sabe que se va solo y que ellos se quedan, y en eso hay siempre un elemento fastidioso que lleva a sentirlos apartados y ajenos, casi a guardarles rencor. Así que sí, quería ahorrarle su agonía a Luisa, pero sobre todo quería ahorrársela él. Además, ten en cuenta que él ignoraba de qué manera repentina iba a morir. Eso me lo dejó a mí. Ni siquiera sabía si iba a haber tal muerte repentina o si no le quedaría más remedio que aguantarse y sufrir la evolución de la enfermedad hasta el final, o esperar a sacar fuerzas para tirarse por una ventana cuando ya estuviera peor y empezara a verse deformado y a sentir mucho dolor. Yo nunca le garanticé nada, nunca le dije que sí.

– ¿Que sí a qué? ¿Nunca le dijiste que sí a qué?

Díaz-Varela volvió a mirarme con aquella fijeza suya que uno nunca acababa de percibir como tal, si acaso como envolvimiento. Ahora me pareció ver en sus ojos un destello de irritación. Pero como todos los destellos fue fugaz, porque en seguida me contestó, y al hacerlo se le fue esa expresión.

– A qué va a ser. A su petición. ‘Quítame de en medio’, me pidió. ‘No me digas cómo ni cuándo ni dónde, que me venga de sorpresa, tenemos mes y medio o dos meses, busca una manera y ponla en práctica. No me importa cuál sea. Cuanto más rápida mejor. Cuanto menos sufra y menos daño mejor. Cuanto menos me la espere mejor. Haz lo que quieras, contrata a alguien que me pegue un tiro, haz que me atropellen al cruzar una calle, que se me derrumbe un muro encima o no me funcionen los frenos del coche, o los faros, no sé, no lo quiero saber ni pensar, piénsalo tú, lo que sea, lo que esté en tu mano, lo que se te ocurra. Tienes que hacerme este favor, tienes que salvarme de lo que me aguarda si no. Ya sé que es mucho pedir, pero yo no soy capaz de matarme, ni de trasladarme a un sitio en Suiza a sabiendas de que voy hasta allí nada más que para morir entre desconocidos, quién podría someterse a un viaje tan lúgubre, camino de su ejecución, sería como morirse varias veces durante el trayecto y la estancia, sin cesar. Prefiero amanecer aquí cada día con una mínima apariencia de normalidad, y seguir con mi vida mientras me sea posible con el temor y la esperanza de que ese día sea el último. Pero sobre todo con la incertidumbre, la incertidumbre es lo único que me puede ayudar; y lo que sé que puedo soportar. Lo que no puedo es saber que depende de mí. Tiene que depender de ti. Quítame de en medio antes de que sea tarde, tienes que hacerme este favor.’ Eso fue más o menos lo que me vino a decir. Estaba desesperado y también muerto de miedo. Pero no estaba fuera de sí. Lo había meditado mucho. Si cabe decirlo, con frialdad. Y no veía otra solución. En verdad no la veía.

– ¿Y tú qué le contestaste? -le pregunté, y nada más preguntárselo volví a caer en la cuenta de que algo de crédito estaba dando a su historia, aunque fuera un crédito hipotético y pasajero, aunque yo me dijera que en realidad mi pregunta había sido: ‘Y en el supuesto de que todo esto hubiera sido así, pongámonos en ello un instante, ¿tú qué le contestaste?’. Pero lo cierto es que no se la formulé de este modo, desde luego que no.

– Al principio me negué en redondo, sin darle opción a insistir. Le dije que eso no podía ser, que en efecto era demasiado pedir, que no podía encomendarle a nadie una tarea que sólo le correspondía a él. Que encontrara valor o contratara él mismo a un sicario, no sería la primera vez que alguien encargase y pagase su propia ejecución. Dijo que sabía de sobra que carecía de ese valor y que tampoco se veía capaz de contratar él a nadie, que eso equivalía a saber con antelación, a estar enterado del cómo y casi del cuándo: una vez que estableciera el contacto el sicario se pondría en marcha, son gente expeditiva y que no se da aplazamientos, hacen lo que tienen que hacer y a otra cosa. Eso no era muy distinto de la visita a Suiza, dijo, seguía siendo una decisión suya, era poner una fecha concreta y renunciar al pequeño consuelo de la incertidumbre, y si de algo se sentía incapaz era de decidir si hoy o mañana o pasado. Iría dejando la cosa de un día para otro, le irían pasando sin atreverse, no vería nunca el momento y entonces acabaría por pillarlo la virulencia de la enfermedad, lo que a toda costa debía evitar… Y sí, yo le entendía, en esas circunstancias es muy fácil decirse: ‘Aún no, aún no. Quizá mañana. Sí, de mañana no pasa. Pero esta noche voy a dormir aún en casa, en mi cama, voy a dormir aún con Luisa. Solamente un día más’. -‘Debería morir más adelante, entretenerme pálidamente’, pensé. ‘Al fin y al cabo, después ya no podré volver. Y aunque pudiera: los muertos hacen mal en regresar’-. Miguel tenía muchas virtudes, pero era débil e indeciso. Posiblemente lo seríamos casi todos en una situación así. Supongo que yo también.

Díaz-Varela se quedó callado y abstrajo la mirada, como si se estuviera poniendo en el lugar de su amigo o rememorara el tiempo en que lo había hecho. Tuve que sacarlo de su estupor, formara éste parte de una representación o no.

– Eso fue al principio, has dicho. ¿Y después? ¿Qué te hizo cambiar de opinión?

Siguió pensativo unos instantes, se pasó la mano por la cara varias veces, como quien comprueba si todavía le dura el afeitado o la barba ya le ha empezado a crecer. Cuando habló de nuevo, sonó muy cansado, tal vez saturado de sus explicaciones y de aquella conversación en la que él llevaba todo el peso. Mantuvo los ojos idos y murmuró como para sí:

– No cambié de opinión. Nunca cambié de opinión. Desde el primer momento supe que no me quedaba alternativa. Que, por difícil que se me hiciera, debía satisfacer su petición. Una cosa fue lo que le dije. Otra lo que me tocaba hacer. Había que quitarlo de en medio, como él decía, porque él nunca se iba a atrever, ni activa ni pasivamente, y lo que lo aguardaba era en verdad cruel. Me insistió y me suplicó, se ofreció a firmarme un papel asumiendo la responsabilidad, hasta propuso ir a un notario. No se lo acepté. Si lo hacía él tendría la sensación de haber firmado algo más, una especie de contrato o de pacto, lo habría tomado por un sí y eso yo quería evitarlo, prefería que creyera que no. Pero al final tampoco le cerré la puerta del todo. Le dije que lo pensaría un poco más pese a estar seguro de que no iba a cambiar de idea. Que no contara con ello. Que no volviera a hablarme del asunto ni a preguntarme nada al respecto. Que lo mejor sería que no nos viéramos ni nos llamáramos de momento. Le sería imposible no insistirme, si no con palabras, sí con la mirada y el tono y con una actitud expectante, y a eso yo no estaba dispuesto: una vez y no más, aquel encargo macabro, aquella tétrica conversación. Le dije que ya me iría yo poniendo en contacto con él, para saber de su estado, no lo dejaría solo, y que mientras tanto se buscara la vida, es decir, que se buscara la muerte sin contar con mi participación. No podía involucrar a un amigo en algo así, le tocaba resolverlo a él. Pero le introduje la duda. No le di esperanza y a la vez sí se la di: suficiente para que pudiera instalarse en su salvadora incertidumbre, para que no descartara del todo mi ayuda, y tampoco sintiera por ello que había una amenaza real e inminente, que su supresión ya estaba en marcha. Sólo de ese modo sería capaz de seguir viviendo lo que le quedara de vida ‘sana’ con una mínima apariencia de normalidad, como había dicho y pretendía ilusoriamente. Pero quién sabe, quizá lo logró un poco, en la medida de lo posible. Hasta el punto de ni siquiera asociar, acaso, el ataque del gorrilla a Pablo, ni sus insultos y acusaciones, con la petición que me había hecho, no lo puedo saber, no lo sé. Yo acabé por llamarlo de vez en cuando, en efecto, para preguntarle cómo iba, si le habían aparecido el dolor y los síntomas o todavía no. Incluso nos vimos en un par de ocasiones y cumplió a rajatabla con lo que le había pedido, no volvió a sacarme el tema ni a insistirme, hicimos como si aquella conversación no hubiera tenido lugar. Pero era como si confiara en mí, yo lo notaba; como si aún aguardara que yo lo sacara del atolladero, que le diera el golpe de gracia por sorpresa, algún día antes de que fuera tarde, y aún viera en mí su salvación, si es que podía darse ese nombre a su eliminación violenta. Yo no le había dicho que sí en modo alguno, pero en el fondo tenía razón: desde el primer momento, desde que me contó su situación, mi cabeza se puso a funcionar. Hablé con Ruibérriz para que me echara una mano y se ocupara de la puesta en acción, y el resto ya lo conoces. Mi cabeza tuvo que ponerse a funcionar, a maquinar como la de un criminal. Tuve que pensar cómo matar a tiempo, cómo hacer morir dentro de un plazo a un amigo sin que pareciera un asesinato ni se sospechara de mí. Y sí, fui poniendo intermediarios, evité mancharme las manos, intervino la voluntad de otros, fui delegando, fui dejando cabos al azar y alejando el hecho de mí y de mi alcance hasta hacerme la ilusión de que no tenía que ver con él, o sólo en origen. Pero también he sabido siempre que en origen hube de pensar y actuar como un asesino. Así que en realidad no es tan extraño que esa sea la idea que hoy tienes de mí. Lo que tú creas, María, con todo, no tiene demasiada importancia. Como quizá puedas imaginar.

Entonces se levantó como si ya hubiera terminado o no tuviera ganas de proseguir, como si diera por concluida la sesión. Nunca le había visto los labios tan pálidos, pese a habérselos mirado tanto. La fatiga y el abatimiento, la desesperación retrospectiva que le habían aparecido hacía rato se le habían acentuado brutalmente. En verdad ahora parecía exhausto, como si hubiera realizado un enorme esfuerzo físico, el que casi desde el principio llevaban anunciando sus mangas subidas, y no sólo verbal. Quizá se vería igual de agotado a quien acabara de asestarle nueve puñaladas a un hombre, o tal vez diez, o dieciséis.

‘Sí, un asesinato’, pensé, ‘no más.’

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