Epílogo

El monarca se negó a que el cuerpo de Mani fuera entregado a los suyos, por miedo a que su sepultura se convirtiera en un lugar de peregrinación; ordenó también que antes de hacer desaparecer su cadáver, lo embalsamaran y, desnudo para que se le reconociera por su pierna torcida, lo colgaran a la entrada de Beth-Lapat, a fin de aportar a todos la prueba de su muerte.

Pero el lienzo de muralla se convirtió en lugar de peregrinación, gigantesca lápida sepulcral de la que era imposible arrancar la sombra del Mensajero. Y para desafiar a la muerte, los fieles se juraron no llamarle ya de otro modo que «Mani-Hayy», Mani el Vivo, términos que se volvieron inseparables en sus relatos y en sus oraciones, hasta tal punto que los griegos sólo oían una única palabra que transcribieron como «Manichaios». Otros decían «Maniqueas» o también «Maniqueo».

¿Deformaron su nombre?

¡Si no fuera más que eso!

De sus libros, objetos de arte y de fervor, de su fe generosa, de su búsqueda apasionada, de su mensaje de armonía entre los hombres, la naturaleza y la divinidad no queda ya nada.

De su religión de belleza, de su sutil religión del claroscuro sólo hemos conservado estas palabras: «maniqueo», «maniqueísmo», que en nuestras bocas se han convertido en insultos. Y es que todos los inquisidores de Roma y de Persia se aliaron para desfigurar a Mani, para destruirle. ¿En qué era tan peligroso para tener que perseguirle así hasta en nuestra memoria?

«He venido del país de Babel -decía-, para hacer resonar un grito en todo el mundo.»

Su grito se oyó durante mil años. En Egipto se le llamaba «el apóstol de Jesús»; en China le denominaban «el Buda de Luz»; su esperanza florecía al borde de los tres océanos. Pero pronto llegó el odio, el ensañamiento. Los príncipes de este mundo le maldijeron, para ellos se convirtió en «el demonio mentiroso», «el recipiente rebosante de Mal» y, en su furor, también le llamaban «el maníaco»; su voz era «un pérfido encantamiento»; su mensaje, «la innoble superstición», «la pestilente herejía». Luego, las hogueras cumplieron su cometido, consumiendo en un mismo fuego tenebroso sus escritos, sus iconos, a los más perfectos de sus discípulos y a aquellas altivas mujeres que se negaban a escupir sobre su nombre.


Este libro está dedicado a Mani. He querido contar su vida, o lo que aún puede adivinarse de ella después de tantos siglos de mentira y de olvido.

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