2. Del Tigris al Indo

Mi esperanza ha llegado hasta el oriente del mundo,

y a todos los lugares de la tierra habitada.

Mani


Uno

Fue en el mes de abril del año 240 cuando abandonó para siempre el palmeral de los Túnicas Blancas. Había vuelto una página de su historia: hasta entonces había vivido sedentario y oculto; en lo sucesivo, viviría por los caminos.

Su primera etapa fue Ctesifonte. Cuando Mani nació, la gran ciudad del valle del Tigris era la residencia de los reyes partos, y aunque después su imperio había desaparecido, barrido por el de los persas sasánidas, los nuevos señores del país se habían establecido en la misma capital, que de ese modo había conservado su prestigio y su prosperidad.

Hoy, el nombre de Ctesifonte está borrado del mapa. Sin embargo, fue una de las grandes metrópolis del mundo antiguo, cuna del maniqueísmo y también un importante lugar de la cristiandad oriental. No lejos del emplazamiento donde, cinco siglos más tarde, los árabes fundarían la ciudad de Bagdad, se pueden admirar aún los vestigios del palacio donde Mani consiguió su más espectacular conquista.

Pero al día siguiente de su partida del palmeral aún no había llegado ese momento. Aunque el hijo de Babel tenía un alma de conquistador, su apariencia era distinta, la de un monje errante vestido con unas extrañas ropas de colores.

Iba a pie, con la cabeza protegida por un pañuelo, y debería haber llegado a la ciudad en cuatro o cinco días; pero el viaje se había prolongado a causa de una crecida del río Tigris que había roto los diques e inundado los caminos. Hasta el décimo día, a la puesta del sol, no llegó a la ciudad, y pronto se vio arrastrado por el cotidiano barullo. En efecto, los habitantes más ricos de Ctesifonte tenían por costumbre poseer multitud de animales, monturas y grandes rebaños, que los pastores esclavos llevaban a pacer todas las mañanas fuera de las murallas, hacia los pastos de Nassir o de Mahozé, y traían de regreso por la tarde, obstruyendo las puertas de la ciudad con una nube de lana, de cayados y de olores.

Como muchos otros viajeros, el hijo de Babel tuvo que entrar tras sus huellas, tosiendo, soportando empujones y aturdido por un alboroto más urbano, ya que las calles, adormiladas a mediodía, se animaban al acercarse el crepúsculo cuando el sol se ponía. Empleados, porteadores, pregoneros, soldados, camelleros, que a la hora de la siesta habían desaparecido, recomenzaban su ajetreado bullicio al cual se unían los paseantes, cada hora más numerosos a lo largo de las orillas, donde les esperaban las barcas de los vendedores ambulantes para ofrecerles esteras, gorros y chucherías de gran precio. Las monedas caían a puñados ruidosamente de una bolsa a otra. Ctesifonte era así. No se deambulaba por la ciudad para respirar aire fresco, sino para presumir, para exhibir a los niños rollizos y a los sirvientes, a las esposas sobre todo, preferentemente regordetas y de tez lechosa, cargadas de collares sobre la piel de los escotes y de pulseras ensartadas de dos en dos y de cuatro en cuatro hasta el codo. En esa ciudad, la gente llevaba encima todo lo que poseía, todo lo que era o pretendía ser. Y si, a veces, alguien tiraba una de esas pulseras a un mendigo desplomado contra la pared de un templo, lo hacía para que la multitud se quedara boquiabierta.

Cuando el cielo se iba oscureciendo y se terminaba el paseo, todo el mundo se retiraba a su casa con sus animales y su familia, para comer y beber, ya que las tabernas sólo eran para los viajeros y para algunos granujas. En efecto, todo ciudadano que se respetara se emborrachaba en su casa y acostado; siempre debía beber acostado y rodeado de los seres queridos o gratos. También en esto había que saber alardear, probar que se tenían los medios para embriagarse, ofrecer el vino en odres panzudos a los amigos, a los vecinos, a los clientes, y emborracharse hasta perder el sentido. ¿No era así como se comportaba el rey de reyes? ¿No tenía, además de sus catadores y de sus coperas, un escribano encargado de la embriaguez que llevaba un registro de todo lo que el soberano decretaba en estado de soberana borrachera, a fin de recordárselo cuando se despertaba y así lo pudiera reparar? Si la víspera había tenido el vino pródigo y había abolido cuatro años de impuestos, era necesario que los restaurara; si había tenido el vino colérico y había despojado de su cargo al jefe de los magos, culpable de haberse negado a bailar, era necesario que le rehabilitara.

Ctesifonte. La embriaguez ordenada, la grandeza meticulosa. Ctesifonte, heredera de Babilonia y rival de Roma; entre sus murallas dormiría Mani aquella noche.

Pero primero, para dar un rostro a la ciudad, había que encontrar al amigo. Mani interrogó a un transeúnte que parecía tener menos prisa que los demás. ¿Conocía, por casualidad, a un tirio llamado Maleo? ¿Maleo?, repitió el hombre entornando exageradamente los ojos. Por lo menos hay diez o doce que llevan ese nombre. Y dices que su mujer es griega…

Y fue así como Mani llegó al barrio del templo de Nabu, no lejos de la plaza de los Relieves, ante una casa de dos pisos, recién encalada y reluciente, detrás de una fila de palmeras. El portero condujo al visitante ante su señor, que apareció al final de la avenida, abriendo exageradamente los brazos.

– No es el palacio que había prometido, pero ya me he construido esta choza -dijo modestamente Maleo con su voz de trueno, satisfecho y próspero, orondo y resplandeciente.

Cloe, incrédula, vino corriendo. Había cambiado poco. Si no fuera por la criatura rolliza que llevaba con soltura en la cadera, sujetándola con un brazo, sería la misma chiquilla alegre y traviesa por la cual Mani había conservado el mismo cariño. Sus cabellos claros estaban, como siempre, despeinados. En la fugaz mirada que intercambiaron se podía descubrir una alegría verdadera; también, sin duda, un resto de pena, pero ninguna ambigüedad.

– ¿Y esa ropa? -dijo ella.

– Sí, he abandonado a los Túnicas Blancas.

– ¿Para siempre?

– E incluso más allá.

Dio un paso hacia ella y con una mano emocionada rozó las mejillas de la criatura, una niña de apenas dos años que se dejó acariciar por el visitante desconocido y que, incluso, le regaló una sonrisa antes de agarrarse tímidamente a la blusa de su madre.

– Aquí eres bienvenido -dijo Maleo-, esta casa es la tuya, bien lo sabes.

– Si alguna casa en el mundo pudiera ser la mía, sería ésta; pero sólo estoy de paso.

– ¿Adonde vas?

– Eso aún lo ignoro. Mientras tanto, ¿me ofreces alojamiento para esta noche?

– Para esta noche, para mañana por la noche y para todas las noches de mi vida.

– Para mañana, te lo pediré de nuevo mañana.

Maleo hubiera querido protestar, pero reconoció en su amigo ese tono lejano, súbitamente desinteresado y como sonámbulo. No servía de nada insistir, más valía cambiar de tema.

– Mañana te llevaré a ver mis almacenes y mis talleres, luego, el palacio y el nuevo hipódromo…

Pero su amigo le interrumpió, cogiéndole la mano con gesto de excusa,

– No, Maleo, lo que más necesito es callejear por esta ciudad sin rumbo fijo. Ya es hora de que contemple cómo vive el mundo.

Al día siguiente, al regresar a su casa para comer y dormir, Maleo llevaba su mula, como todos los días, por un atajo a través de un jardín baldío, especie de huerto abandonado, cuando vio a Mani sentado en una piedra, en medio de un pequeño grupo. Al acercarse, advirtió que su amigo tenía sobre las rodillas un libro abierto en el que parecía dibujar algo, a la vez que conversaba con las personas que le rodeaban. El tirio se disponía a echar pie a tierra cuando, al reconocer a las cinco o seis cabezas que se apiñaban alrededor del pintor, cambió de parecer y reanudó su camino mirando a otra parte.

Ya en su casa, se sentó a la mesa sin decir palabra.

– ¿No quieres esperar a Mani? -le preguntó Cloe con tono de reproche.

– Ya comerá cuando venga. Tengo hambre.

Cuando se le ponía cara de mal humor, Maleo parecía más rollizo aún que de ordinario y su barba redonda se le encrespaba.

– Otra vez problemas con los caravaneros -concluyó ella…

Pero su marido callaba y devoraba su comida bocado tras bocado, mirándose los dedos fijamente. Cloe no insistió más y continuó trajinando a su alrededor.

Después de las frutas, Maleo no se fue a dormir la siesta, sino que se sentó en un cojín desgranando con rabia su rosario de ámbar. Una hora más tarde llegó Mani. Maleo no levantó los ojos.

– Al pasar por el jardincillo, te vi… Estabas en plena conversación con ciertos individuos… ¿Los conoces?

– No. Estaba dibujando una guirnalda con tinta roja, se acercaron y yo les hablé.

– ¿Sin conocerlos?

– Fuera de tu casa, no conozco a nadie en esta ciudad.

– Voy a decirte quiénes son esos individuos: ociosos golfos, chiflados, borrachos, todos aquellos que no tienen otra cosa que hacer por la mañana que vagabundear por los descampados… ¡No dices nada! ¡Te es indiferente que tus oyentes sean los peores granujas del barrio!

Mani callaba. Pero había tanto candor en el mutismo de ese niño de veinticuatro años, ese niño grande, barbudo y vestido de colorines, que Maleo no insistió más. Dejó caer los brazos y con los ojos entornados se fue a echar la siesta inútilmente retrasada.

Durante los días siguientes, el tirio evitó pasar por el jardín. Prefería obligarse a dar un gran rodeo antes que encontrarse de nuevo con las malas compañías de Mani. ¿Fue por curiosidad, por cansancio o por simple inadvertencia por lo que, una semana más tarde, tomó de nuevo su antiguo camino? Había por lo menos quince personas rodeando al pintor, entre ellas dos o tres de los mirones del primer día, pero también individuos de toda condición, y uno de ellos era un vecino, tirio como Maleo, rico y respetado. Sentado, como tenía por costumbre, sobre la pierna izquierda doblada, el hijo de Babel tenía su libro abierto ante él, pero había dejado de pintar y se había colocado el pincel detrás de la oreja. Echando pie a tierra, su amigo se acercó para escucharle, medio escondido detrás de un ciprés joven. Mani no dio la impresión de haber notado su presencia y prosiguió su discurso:

– … en los comienzos del universo existían dos mundos, separados uno del otro: el mundo de la Luz y el de las Tinieblas. En los Jardines de Luz se encontraban todas las cosas deseables, en las tinieblas residía el deseo, un intenso deseo, imperioso, rugiente. Y de pronto, en la frontera de los dos mundos, se produjo un choque, el más violento, el más aterrador que el universo haya conocido. Las partículas de Luz se mezclaron entonces con las Tinieblas de mil formas diferentes y fue así como aparecieron todas las criaturas, los cuerpos celestes y las aguas, y la naturaleza y el hombre…

Su palabra se interrumpió, como para buscar la inspiración. Luego, fluyó de nuevo.

– En todos los seres como en todas las cosas se rozan y se entremezclan Luz y Tinieblas. Cuando os coméis un dátil, la pulpa nutre vuestro cuerpo, pero el sabor dulce, el perfume y el color alimentan vuestro espíritu. La Luz que está en vosotros se nutre de belleza y de conocimiento, tenéis que alimentarla sin cesar, no os contentéis con atiborrar vuestro cuerpo. Vuestros sentidos están concebidos para captar la belleza, para tocarla, respirarla, saborearla, escucharla, contemplarla. Sí, hermanos, vuestros cinco sentidos son destiladores de Luz. Ofrecedles perfumes, músicas, colores. Evitadles la pestilencia, los gritos roncos y la suciedad.

Cuando su auditorio esperaba la continuación, Mani se levantó apoyándose en el palo que llevaba constantemente en la mano y todos se apartaron con respeto para dejarle partir, aún pendientes de su rostro demacrado de adolescente huraño. Luego, como si unos tenues hilos los ataran a él, uno tras otro le siguieron pisándole los talones, subyugados y mudos.

Sin duda, Maleo se había tranquilizado con respecto a las compañías de su amigo, pero no por ello se habían disipado sus temores. Ayer temía que un guardián celoso le confundiera con los golfos del barrio; hoy, le aterraba verle preso por razones más serias. No se podía reunir todos los días en las calles de Ctesifonte a decenas de ciudadanos, quizá pronto a cientos de ellos, sin despertar sospechas de estar urdiendo alguna conspiración. Ciertamente, lo que acababa de oír de la boca de su amigo no contenía ninguna palabra sediciosa. Pero Maleo desconfiaba. Conocía suficientemente a Mani para adivinar que su enseñanza no había hecho más que comenzar, para presentir que no se limitaría indefinidamente a consideraciones idealistas sobre los comienzos del mundo. Un día, que podría estar cercano, su amigo pronunciaría la frase de más que provocaría lo irreparable. A medida que el tirio daba vueltas en la cabeza al asunto, el peligro le parecía más evidente, más inminente. Él mismo se veía ya preso por complicidad en cualquier calabozo, su comercio arruinado, todas sus ambiciones aniquiladas y a su mujer, reducida a la mendicidad…

– Tengo que hablarte, Mani -le dijo bruscamente.

El tono no era hostil, sólo quería que fuera grave y franca El hijo de Babel comenzó por sonreír.

– No frunzas el ceño, entonces. Ese aire sombrío no concuerda con tu cara mofletuda. Pero habla, dime lo que tienes en el corazón…

– Tú y yo vivimos toda nuestra juventud en aquel palmeral, apartados del mundo, de sus alegrías y de sus obligaciones, y tú, mucho más que yo, viviste en tus libros, nadie conoce mejor que tú la medicina y la teología; admiro tu ciencia, tu talento, tu entusiasmo, los hombres como tú dejan huellas en la tierra que han pisado y en el corazón de sus allegados. Pero hay muchas cosas que se te escapan y que el más zafio de los hombres captaría mejor que tú. ¿Estás dispuesto a admitirlo?

Mani asintió y su amigo se animó a proseguir.

– Primero, pareces haber olvidado que el señor de Ctesifonte y de todo este imperio es Artajerjes el Sasánida, rey de reyes. Tengo empeño en recordarte su nombre y el de su dinastía, y que ha instituido su poder borrando de la faz del mundo el imperio de los partos y matando a Artabán, su último soberano. Te lo repito, por si no lo hubieras comprendido: los sasánidas han establecido su reino sobre las ruinas de los partos, los han perseguido por toda esta tierra de Mesopotamia, en Media y hasta las puertas de Arabia y de la India. Y tú, Mani, tenlo constantemente en cuenta, eres parto. A los ojos de los nuevos señores eres, en primer lugar, un príncipe parto. No solamente tu padre es de la noble familia de los Haskaniya, sino que tu madre, según dicen, pertenece a la de los Kamsaragán, aún más noble y más antigua, que se aliaron con el reino de los partos.

– He ignorado durante mucho tiempo esta ascendencia y cuando me enteré no le di importancia. Sabes bien que a mis ojos no existen razas ni castas.

– Lo sé, Mani, y te respeto por ello, pero el mundo no ve las cosas así. Esta noche, una mano malintencionada puede presentar un informe al rey de reyes sobre un príncipe parto llamado Mani que organiza reuniones en las calles de su capital. Y eso será el fin de tus locuras.

– ¿Por qué habrían de inculparme? No me ocupo de los asuntos del Estado, sólo hablo del Cielo, no incito a la sedición.

– ¿No acabas de decirme que no creías en razas ni en castas? Bastaría con que pronunciaras en público esas palabras para ser culpable de lesa majestad, ya que nuestro rey de reyes está orgulloso de su casta y de su raza. Y aunque sólo hablaras del Cielo, ¿crees que eso bastaría para declararte inocente? Quizá no tengas consciencia de ello, pero los tiempos han cambiado. En la época de tus parientes partos se toleraban todas las creencias. Entre mis vecinos hay cristianos que practicaban su culto sin esconderse. El patriarca de los judíos en el exilio tenía acceso libre al palacio, y ni siquiera se sabía cuál era la religión del príncipe. Pero Artajerjes es diferente. Está rodeado de un grupo de magos que intentan imponer el culto del fuego en toda la extensión del imperio. En un palmeral olvidado a la orilla de un canal del Tigris se puede practicar aún la religión elegida. Pero aquí, en la capital, hay que callarse, esconderse, y si se quiere invocar a Jesús, o a Baal, o a Nabu, o a Moisés, se hace al amparo de las propias paredes.

– Tus palabras no me asustan, Maleo. Si vienen a detenerme tendré la oportunidad de exponer mi mensaje ante el señor del imperio.

– En esto reconozco tu ingenuidad. Recuerdas haber leído en tus libros alguna fábula antigua sobre un acusado que comparecía ante el rey y ya te imaginas tú frente al monarca, dialogando con él, subyugándole y convirtiéndole. ¡Despierta, Mani! ¡Abandona ya esos sueños de adolescente! No te conducirán ante el rey de reyes, desgraciado, te meterán en algún calabozo cenagoso y sólo podrás discutir con las ratas y los parásitos.

– En eso te equivocas. Yo sé que algún día hablaré a los reyes…

Maleo observaba a su amigo, intentando discernir las razones de semejante seguridad, cuando apareció Cloe, con la mirada vacilante del que no sabe si la noticia que trae va a suscitar alegría o fastidio.

– Pattig está aquí -dijo.

Mani se levantó y dio un paso hacia la puerta; por el contrario, su anfitrión lo hizo de mala gana, preocupado aún, inquieto, pero cuando Pattig entró en la habitación, vestido todavía a la manera de los Túnicas Blancas, le tendió los brazos efusivamente. El viejo «hermano» no le concedió más que un abrazo apresurado; sólo tenía ojos para su hijo, al que, sin embargo, no se acercaba, contemplándole a distancia como a una aparición ardiente e incierta, un poco peligrosa.

– ¡Estaba convencido de que jamás volvería a verte! Cuando te fuiste, lloré, quise ayunar hasta la muerte. Y Sittai también lloró como si hubiera perdido a su verdadero hijo. Luego llegaron unos hermanos que te habían visto cruzar el puente de Seleucia y supuse que habías venido a casa de Maleo, ya que no conoces a nadie más en estas ciudades. Por lo tanto, te seguí. Todos los hermanos deseaban acompañarme en cortejo. Tu partida les ha apenado y conmovido. Si al menos pudiera llevarte de regreso a nuestro palmeral, toda la Comunidad exultaría. Nadie, ¿me oyes?, nadie pensaría en reprocharte nada, podrías hablar en voz alta, exponer tus ideas…

El rostro de Mani se iba endureciendo a cada palabra de su padre.

– Si has venido para decirme esto, más te habría valido quedarte con los Túnicas Blancas. Entérate de una vez por todas, no volveré jamás a tu palmeral, ya no pertenezco a esa religión.

– ¿Y yo, Mani? ¿Has pensado un instante en mí? Abandoné el mundo y sus placeres, abandoné a mi mujer para vivir en esa comunidad, creyendo encontrar allí pureza y fraternidad, y ahora resulta que mi propio hijo me dice que el sacrificio de toda mi vida ha sido inútil. Si te escucho, reniego de todo a lo que me había consagrado, y si permanezco unido a la Comunidad, pierdo al único ser que está emparentado conmigo. Sólo te tengo a ti en este mundo.

– Entonces quédate conmigo. Escucha mis palabras. Si responden a tus esperanzas, me seguirás en mi camino, como en el pasado seguiste a Sittai. Si no, volverás al palmeral.

Mani había hablado a su padre como a un extraño. O a un rival. Sentía las efusiones de Pattig como agresiones y toda alusión a su lazo de parentesco le parecía fuera de lugar. Maleo y Cloe observaban la escena con pudor, testigos azarados de un arreglo de cuentas entre dos destinos. El padre había sometido a su hijo y a todos los suyos a los caprichos de un piadoso extravío, y ahora sobrevenía el irreal desquite: de pronto, Pattig cayó de rodillas, como bajo el efecto de una exhortación divina,

– Me quedaré contigo, Mani, escucharé tus palabras esforzándome para que penetren en mi corazón. Impónme las manos, seré tu primer discípulo.

Mani no respondió. Con los ojos cerrados, vagaba en medio de sus recuerdos a la búsqueda de alguna señal, de algún presagio que hubiera podido anunciarle esta extraña escena que estaba viviendo. Jamás habría podido imaginar que las cosas sucederían así. Luego, abriendo lentamente los párpados, puso la palma de la mano derecha sobre la cabeza de su padre arrodillado. De este modo, reproducía sin saberlo, y de alguna manera borraba, el gesto con el que, antaño, Sittai había adquirido tanta influencia sobre Pattig en el jardín del templo de Nabu.

Los siguientes días, Maleo refunfuñaba, echaba pestes, se embrollaba e iba de un lado a otro por sus talleres, impotente para realizar cualquier trabajo útil. Ciertamente, Mani le había intrigado siempre, pero jamás le había parecido tan desconcertante, tan incomprensible. A veces, tenía gestos de maestro rodeado de sus discípulos y, al instante siguiente, gestos de niño; a veces, Maleo le admiraba, casi le veneraba y, al instante siguiente, sólo sentía deseos de protegerle como a un hermano menor.

Sobre todo, el tirio no cesaba de dar vueltas en la cabeza a los acontecimientos de la víspera: una curiosa Iglesia había visto la luz en su propia casa, nacida del vasallaje antinatural de un padre ante su hijo. ¿Qué papel le hacían representar a él, Maleo de Tiro, dedicado a comerciante, sectario arrepentido que había huido de Iglesias y de Comunidades?

En sus relaciones con su amigo, había un malentendido cuya amplitud y consecuencias no había valorado hasta entonces. Uno y otro habían abandonado con alivio el palmeral de los Túnicas Blancas, pero sus motivaciones eran muy diferentes. Él había sabido siempre con certeza lo que quería de la vida: la fortuna, la mujer amada, la vivienda confortable a la espera de construirse un palacio… ¿Y Mani? ¿Con qué soñaba al abandonar la secta? ¿Con una nueva religión? Seguramente había en él ese deseo de predicar, y ahora hacía frecuentes alusiones a una voz celeste… Pero entonces, cómo explicar que, la misma noche de la llegada de Pattig, Maleo hubiera oído de su boca esta frase desconcertante: «¡A veces me pregunto si no será el señor de las Tinieblas el que inspira las religiones, con el único fin de desfigurar la imagen de Dios!».

¿Eran éstas las palabras de un nombre de religión?

Dos

Fue durante esta primera estancia fuera del palmeral cuando el padre y el hijo hablaron de Mariam. Anteriormente, jamás la habían mencionado e incluso ese día Mani consiguió no pronunciar su nombre. Dijo simplemente:

– ¿Supiste alguna vez qué fue de ella?

Caminaban juntos por una tranquila alameda de Ctesifonte, ambos pensativos, desde hacía un rato. Amanecía y el sol no había lanzado aún su hoguera sobre la ciudad que se despertaba lentamente envuelta en la dulzura de una brisa fluvial. Pattig no vaciló, como si estuviera convenido que la sombra que flotaba entre ellos desde hacía un cuarto de siglo debiera unirse al fin a esa reunión tardía.

– Hace algunos años, volví a pasar por Mardino. Me mostraron su tumba en el jardín de nuestra antigua casa. Quisiera explicarte algunas cosas, Mani…

Pero el hijo se había inmovilizado tan bruscamente que su bastón se había clavado en el suelo. Con la palma levantada, muy cerca del rostro de Pattig, hizo ese gesto que este último empleaba antaño para someter a su esposa, un gesto que quería decir «ni una palabra más».

Pattig obedeció. Fuera de su casa, siempre había sabido obedecer. Y cuando Mani reanudó su marcha a grandes zancadas, le siguió en silencio a dos pasos de él.

En lo sucesivo, nunca se volvería a tocar ese tema, pero la herida seguía abierta y algunas torpes palabras la reavivarían a veces.


Entre Pattig y Mani iba a entablarse la más extraña relación que pueda concebirse entre un padre y su hijo. A lo largo de los años, nacería y crecería una amistad, un afecto real, profundo, que, sin embargo, no se debería a su lazo de sangre. Muy al contrario, se formaría a pesar de ese lazo y como para negarlo. Pattig sería hasta su muerte un discípulo inseparable de Mani, su más fiel compañero de viaje, su oyente más asiduo.

Asiduo, pero muy circunspecto durante los primeros tiempos. Cada vez que Maleo cruzaba el jardín donde su amigo solía pintar y enseñar, veía al padre sentado a distancia sobre el tronco de un árbol caído, aguzando el oído hacia el orador y constantemente absorto y como atormentado. El tirio iba a veces a sentarse a su lado, saludándole con un gesto rígido y una débil sonrisa y evitando pronunciar la menor palabra que pudiera distraerle. Él mismo se ponía a escuchar el discurso de Mani, a la vez que permanecía atento a las reacciones del auditorio entre el cual intentaba divisar algunos rostros familiares. A alguien que le estuviera observando le habría parecido tan atormentado como Pattig, aunque fuera por razones diferentes.

Los temores que abrigaba desde la llegada de su amigo iban a revelarse plenamente fundados, puesto que un día, cuando Mani estaba hablando con voz potente ante una multitud más numerosa que de ordinario, un ruido de pasos distrajo a Maleo, unos pasos fuertes que hacían crujir la hierba seca. Al volverse, sus ojos se cruzaron con los de un gzyr, un guardián del orden, que le llamó con un gesto.

– ¿Quién es aquel hombre?

– Un joven sacerdote del país de Babel. Su nombre es Mani.

– ¿De qué está hablando?

– De oración y de ayuno.

– ¿Qué religión profesa?

¡También Maleo habría querido saberlo! Pero juzgó prudente responder con una mueca:

– Creo que la del Nazareno.

El oficial inscribió la respuesta en el registro de su cabeza.

– ¿Y tú quién eres? Te he visto ya por este barrio.

– Mi nombre es Maleo. Soy negociante, originario de Tiro. Pasaba…

Irritado por el murmullo que se estaba produciendo tras él, Pattig se volvió con mano amenazadora, dispuesto a imponer silencio a los perturbadores; pero la mano cayó cuando el hombre divisó al gzyr de uniforme, que le ordenó acercarse.

– ¿Le conoces? -preguntó el oficial señalando a Mani.

– ¡Es mi hijo!

– ¿Cuál es tu nombre?

– Pattig.

– Si no me equivoco, es un nombre parto.

– Si, soy parto, originario de Ecbatana.

– ¿Y cómo es que tu hijo y tú habláis tan bien el arameo?

– Vine muy joven al país de Babel y mi hijo nació por aquí, en el pueblo de Mardino.

– ¿A qué clan perteneces?

– A los Haskaniya -dijo Pattig, recobrando de pronto un orgullo de ordinario enterrado.

– ¡Un linaje de valerosos guerreros, cuyos hechos de armas están en todas las memorias! -dijo el oficial súbitamente admirativo y deferente.

La actitud complaciente fue efímera, ya que Pattig dio a conocer inmediatamente sus creencias, con un tono poco conciliador.

– Jamás en mi vida he tomado parte en una batalla. Mi religión me prohíbe llevar un arma, cualquiera que sea el motivo.

– Así que, a tus ojos, si yo esgrimo esta espada para imponer el orden y combatir a los enemigos de nuestro soberano, apenas valgo más que un asesino o un bandolero.

Maleo juzgó que había llegado el momento de intervenir:

– El príncipe Pattig y su hijo han vivido siempre retirados en un palmeral; se dedican a la lectura de los antiguos libros santos y no comprenden muy bien lo que pasa en este mundo.

El oficial se dejó ablandar por esta explicación, así como por el guiño insistente que le hizo Maleo. Pero Pattig juzgó indispensable añadir:

– Vivíamos felices en ese palmeral hasta el día en que mi hijo decidió venir a Ctesifonte. Yo tuve que seguirle.

– ¿Qué ha venido a hacer aquí?

– Quiere predicar a los pueblos una nueva religión.

– ¡Sólo eso! ¿Y por cuánto tiempo nos vais a honrar con vuestra presencia?

Pattig habló en voz baja, como para sí mismo.

– Si sólo dependiera de mí, me iría al instante. Cuando se tiene la suerte de vivir lejos de esta corrupción, de esta podredumbre, de estas tabernas…

– Era mucho mejor en el pasado -sugirió el oficial.

– Sin duda.

– Todo iba mejor en tiempos de los partos.

A pesar de su inconmensurable ingenuidad, Pattig terminó por darse cuenta de que le estaban tendiendo una trampa. Pero Maleo le salió al paso inmediatamente:

– ¡Que el Cielo prolongue la vida de nuestro divino señor Artajerjes y de su bienamado hijo Sapor que comparte con él el poder! Jamás esta ciudad ha sido tan próspera y tan civilizada como desde que la tomaron bajo su protección. ¡Ojalá permanezcan siempre sobre nuestras cabezas!

El oficial levantó la nariz y se retorció el espeso bigote como diciendo «Ya veo, tirio, que conoces las fórmulas usuales, pero esto no bastará para sacarte del apuro». Sin embargo, tuvo que recitar a su vez:

– ¡Que sean eternos!

Un silencio de veneración sucedió a la réplica consagrada. Luego, el oficial miró otra vez a Pattig de arriba abajo, disponiéndose a formular una nueva pregunta que sería una nueva trampa; pero la voz de Mani se elevó, atrayendo hacia él los oídos y las miradas.

– … Dios, que es Luz pura, conocía mal el mundo de las Tinieblas, por lo que llamó al primer hombre y le dijo: «Tú, en quien están mezclados la Luz y las Tinieblas, eres el mejor aliado que yo pueda tener. Sí, hombre, eres la trampa que la Luz tiende a las Tinieblas. A ti te confío la tarea de dominar la Creación y de preservarla».

Mientras, el oficial se iba acercando a él. Contoneando su barriguda silueta, con un corto bastón en la mano y su sable al costado, cruzó el estrecho y pedregoso paso que separaba a la asistencia de Mani. Cuando se encontró justo delante de él, se detuvo y resopló. El mensaje fue comprendido inmediatamente, puesto que todos los oyentes, sin excepción, apartaron los ojos del orador para clavarlos en el gzyr, se levantaron uno tras otro y fueron retirándose, andando hacia atrás con torpes precauciones. Luego, en cuanto pudieron, dieron media vuelta y salieron corriendo.

El oficial se sentó con cara de regocijo, orgulloso de haberse convertido él solo, por el milagro de la autoridad, en la totalidad del auditorio.

Se oyó una última frase de Mani:

– Enseñaré la religión de la belleza a los pueblos de los cuatro climas.

Luego calló, pero no por ello se movió de su sitio. Se diría que proseguía para sus adentros el sermón interrumpido. El oficial le observaba enjuiciándole y luego se mostró preocupado como si buscara inútilmente las palabras que podría dirigir a aquel hombre extraño. Finalmente, renunció a hablarle y le dejó levantarse y alejarse con su andar renqueante.

El oyente solitario permaneció en su sitio, envarado, casi adormecido y no volvió en sí hasta que Mani hubo desaparecido. Sólo entonces se levantó y, corriendo, alcanzó a Maleo a la puerta de su casa.

– Diles a esos partos que no quiero volver a ver sus túnicas arrastrándose por las calles de Ctesifonte. ¡Que vuelvan a su pueblo y que se entierren allí para siempre! ¡Recuérdame sus nombres!

– Pattig y Mani.

– Y el tuyo es Maleo, ¿no? ¿Es aquí donde vives? ¡Hermosa casa!

Mientras el oficial recorría lentamente la propiedad con una mirada envidiosa y amenazadora, Maleo se sorprendió contemplando las paredes de su casa con nostalgia, como si las viera de pie por última vez.

Entró tambaleándose y fue a tenderse en el umbrío patio donde Cloe le preparó un jarabe de moras. Se lo tomó de un trago y reclamó otro antes incluso de secarse el sudor. Si quería proteger a su familia y sus bienes, sabía lo que estaba obligado a hacer, sabía que tenía que hacerle a Mani una petición odiosa. Pero ¿cómo podrían salir de sus labios esas palabras? Pattig fue a hacerle compañía, pero él sólo le habló con gestos y ahogados cuchicheos.

Hasta una hora más tarde no se les unió Mani, resplandeciente, sereno, inspirado.

– He reflexionado -dijo-. Tengo que irme de esta ciudad.

Al principio, Maleo sintió un alivio que se esforzó en no dejar traslucir. Mientras, el hijo de Babel añadía con un tono algo afectado, pero que no estaba exento de malicia:

– He pedido consejo a mi Compañero celeste, que me ha respondido: «Ctesifonte es una puerta gigantesca, si no puedes forzarla, trata de obtener la llave». Partiré esta misma noche y si mar Pattig lo desea, podrá acompañarme.

A modo de respuesta, el padre se levantó y se desató la cuerda de su túnica blanca para atársela más apretada.

Maleo había encontrado de nuevo el uso de las palabras corteses.

– ¿No sería más razonable esperar al alba?

Más allá de la fórmula de educación, estaba sinceramente confuso y cada instante que pasaba, un poco más. Se sentía avergonzado de haber deseado que Mani partiera, incluso de haber estado a punto de pedírselo. La escena que estaba viviendo le llenaba de amargura, una amargura que, lo presentía, arrastraría hasta el fin de su vida. ¿No había conservado en su memoria durante años la imagen reconfortante de su amigo escamoteando esos huesos de dátil en el refectorio del palmeral? Ahora estaba persuadido de que dentro de diez años, de veinte años, recordaría aún con una vergüenza intacta y con la misma amargura el día que le había expulsado de su casa. ¿Expulsado? No le había expulsado y en los ojos de Mani no se leía ningún reproche; pero el tirio no se perdonaría jamás su falta de magnanimidad. ¿Qué hacer entonces? ¿Retener al hijo y al padre? ¿Arriesgarse a perderlo todo, su casa, su comercio, todo lo que había construido desde su llegada a Ctesifonte?

Así, poco a poco, sin que se lo confesara a sí mismo, iba surgiendo en su mente una idea descabellada, una monstruosa idea, que se apresuró a borrar de su pensamiento, pero que volvía, insistente.

Y allí estaba Maleo, lívido, abrumado, lamentable, mirando cómo sus huéspedes recogían su pobre equipaje, cuando llegó Cloe. De una ojeada, y sin haber oído la menor palabra de explicación, comprendió lo que estaba pasando: la partida de los invitados y el dilema del esposo. Los envolvió a todos con una amplia mirada de ternura y luego llevó a este último aparte.

– Si estás pensando en acompañarlos una parte del camino, no lo dudes más. A pesar de su edad, estos hombres no son más que niños; no saben nada de caminos ni de viajes y sin ti estarían perdidos.

Como si sólo esperara estas palabras de ánimo, Maleo se puso de pie, repentinamente henchido de energía. Y además, alegre.

– ¡Vámonos! Voy a pedir a los sirvientes que preparen las monturas.

¿Una parte del camino, había dicho su mujer? Años más tarde, Maleo seguiría preguntándose cómo había podido embarcarse con tanta ligereza en aquella aventura.


* * *

Mani parecía no conocer la meta de su viaje. Cada mañana se abría camino, sin tenderse jamás dos noches en la misma estera. Sus compañeros le seguían. Hacia Ganazak, en Atropatena, hacia Armenia, hacia los montes de Media o las ciénagas de Mesena y, finalmente, a Kashgar, a orillas del Tigris, donde se embarcaron.

– ¿Y ahora, adónde vamos?

Maleo no esperaba respuesta, pues no la había recibido a sus veinte preguntas anteriores. Se había desplomado a popa, al lado de Pattig, con la cabeza envuelta en un pañuelo mojado. El sol estaba tan cerca que le oía latir en las sienes. Sólo Mani estaba de pie, con su sombra agazapada a sus pies. Sin volverse, anunció como si estuviera hojeando el diario de a bordo:

– La próxima noche dormiremos en Charax. Luego, un navío nos llevará por el Gran Mar hasta la India.

Maleo había perdido la costumbre de argumentar. Se acostaba, se levantaba, escuchaba, andaba. Sin embargo, detrás de sus ojos demasiado sumisos, jamás cesaba de echar sus cuentas. Estamos en ayar, último mes de la primavera, se decía, y es el comienzo de los monzones que empujan los barcos hacia Oriente; los marineros lo saben, así como los mercaderes que hacen largas travesías. ¿Pero cómo puede tener Mani esos conocimientos profanos? Maleo se incorporó, apoyándose en un codo, con la esperanza de ver más claro. ¿Habría estudiado su amigo el régimen de los vientos? ¿Le habría arrastrado a ese periplo errante previendo desde el principio llegar a Charax en el momento preciso en que se abren los caminos estacionales de la India? ¿O sería su «Gemelo» el que sabía y el que le guiaba? ¿Su «Gemelo»? Pero ¿quién era Mani y quién era su «Gemelo»? Con la misma mano nerviosa, Maleo espantó sus dudas y los mosquitos de los pantanos.

Tres

En Charax, almacén de Mesopotamia, los viajes se preparaban en los tugurios situados a lo largo del estuario. Fletadores, marineros, cambistas, traficantes honorables, rufianes, echadoras de suertes… Toda una fauna entre la que resonaban risas estrepitosas y dichos atrevidos y de la que Mani y Pattig permanecieron apartados e incluso prudentemente lejos, en una calle umbría y de mucho tránsito. Maleo tenía que hacer solo las maniobras de aproximación; Maleo, cuya mirada buscaba ya a un compatriota. Estaba seguro de encontrar alguno o varios, ya que los tirios recorrían desde siglos atrás la ruta del clavo y del cardamomo.

De hecho, en un pequeño grupo, uno de los menos ruidosos, divisó un rostro, un corte de barba, un gorro, un anillo. Se acercó y consiguió que le ofrecieran un asiento y cerveza de cebada. Se hablaba de dracmas y de dinares, de talentos y de áureos, y luego de marejadas, arrecifes y piratas. Maleo evocó Ctesifonte, jactándose de sus talleres, de su buena reputación, de sus proezas comerciales y de su clientela, seduciendo a su interlocutor con el señuelo de lucrativos negocios en común. Una hora más tarde, los dos tirios se ponían de acuerdo con un apretón de manos.

– ¿Cuándo partiremos?

– La mercancía está a bordo, así como el agua dulce; sólo esperamos los augurios. La pasada noche, nuestro carpintero vio en sueños un rebaño de cabras, negras como un violento temporal, y los marineros no quisieron embarcarse. Mañana por la mañana ofreceré un toro en sacrificio en el templo del malecón. Si es aceptado, zarparemos por la tarde, antes de que los dioses cambien de opinión.

Se levantaron riéndose con crispación. Un viaje por mar no se emprende jamás sin angustia. Luego, Maleo fue a encontrarse con sus amigos para anunciarles que todo estaba arreglado.

Mani y Pattig estaban en medio de un corro de oyentes, del mismo modo que en cada una de las localidades que habían visitado. ¿Los interrumpiría para gritarles su éxito? Pero ¿para qué? Sabía por adelantado su reacción; le mirarían con ojos de cordero degollado, como si estuviera convenido desde siempre que al entrar en aquella taberna encontraría a un armador tirio que partía, precisamente, hacia la India, y que, precisamente, había retrasado un día su viaje y aceptaría gustoso llevarlos a bordo a los tres. No, Maleo no diría nada, prefería dejar que los dos partos se dedicaran a sus celestes misiones, mientras que él se ocupaba de una tarea menos elevada: los víveres, ya que si bien su compatriota había insistido cortésmente en llevarlos gratis, era evidente que, al igual que todos los pasajeros, ellos deberían sufragar su comida.

¿Puede uno imaginarse la montaña de provisiones que había que reunir para avituallar a tres hombres durante toda la travesía? Maleo se dirigió a grandes zancadas hacia el bazar del puerto, y mientras andaba, no cesaba de rezongar; sin darse cuenta, las palabras le subían de las entrañas, como esas burbujas de los peces en la superficie del agua. Al partir de Ctesifonte, había previsto llevarse uno o dos criados, como lo habría hecho cualquier hombre sensato, pero Mani no había querido ni oír hablar de ello.

– ¿Quién se ocupará de levantar nuestras tiendas y de cocinar para nosotros?

– No tendremos tiendas ni cocina. En cada etapa, unos seres generosos nos ofrecerán alojamiento y subsistencia.

– ¿Iremos solos por los caminos como si fuéramos mendigos?

Mani se echó a reír.

– ¿Quién merece más que un mendigo guiar al mundo?

Esta reflexión resultaba irritante para un hombre de negocios.

– Hay días, Mani, en que no comprendo nada de lo que dices. Me pregunto si sólo hablas así guiado por el deseo de confundirme.

Pero el hijo de Babel había adoptado su expresión más seria para explicar:

– Aquellos que han elegido conducir a los demás deben renunciar a todo poder, a toda riqueza, sólo deben poseer la ropa que llevan, nada más, ni siquiera la comida del día siguiente. Así es como se podrá distinguir a los sabios de los falsos devotos vendedores de creencias.

– Pero ¿cómo sobrevivirán esos sabios?

– El pueblo los alimentará cada día.

– ¿No podría cansarse el pueblo un día de alimentarlos?

– Cuando en toda la superficie de la Tierra no se encuentre ya a un solo ser que quiera alimentar a un sabio, el mundo no merecerá a los sabios y les habrá llegado la hora de partir.

– ¿Se dejarán morir?

– Cuando el mundo haya abandonado a los sabios, los sabios lo abandonarán. Entonces el mundo se quedará solo y sufrirá por su soledad.

Maleo daba vueltas al gorro entre sus manos.

– En pocas palabras, emprenderemos el viaje sin comida y sin oro.

– Sí, sin nada de todo eso. Partiremos como sabios.

El tirio habría dicho «como locos», pero cuando la incomprensión es tan grande, ¿cómo tender un puente?, ¿por dónde empezar a argumentar?

Habían partido, pues, Mani, su padre y su amigo sin otro equipo que sus monturas. Sin embargo, Maleo no había podido por menos de llevarse una bolsa escondida entre sus ropas, aunque no había tenido nunca la ocasión, a lo largo del recorrido, de aflojar su cordón. En cuanto cruzaban la puerta de una ciudad, ya fuera Holvan, Kengavar o Artaxata, o la más modesta aldea, la gente se agrupaba a su alrededor, primero por curiosidad hacia el forastero; luego, en cuanto Mani comenzaba a predicar, se congregaba una multitud para escucharle. Cuando el hijo de Babel ignoraba el habla del lugar, un hombre de entre los asistentes se proponía como intérprete, y al final del día, ese mismo hombre o cualquier otro suplicaba a los viajeros que le hicieran el honor de pasar la noche en su casa.

A la hora de comer, los notables se disputaban sentar a su mesa a los visitantes y, a lo largo de los días, mientras Mani hablaba, las mujeres llegaban con frutas y bebidas frescas para él, sus compañeros y sus oyentes.

Antes de partir el pan, Mani tenía la costumbre de rezar esta corta oración: «Señor, para preparar esta comida, ha sido necesario ofender a la tierra, a las plantas y a otras criaturas. Pero aquellos que lo han hecho no tenían otra intención que alimentar la Luz que está en el hombre y dejar vivir Tu palabra».

Luego, distribuía los alimentos a su alrededor como si fuera el señor de la casa, contentándose él con un poco de pan y algunas frutas. Le gustaba particularmente la sandía, y si alguien le preguntaba la razón, explicaba que en ningún otro alimento se concentraba tanta Luz: «Observad la sandía, vuestros ojos gozan con su color, vuestra nariz, con su discreto perfume, vuestra mano acaricia su piel firme y lisa; no necesitáis beber al mismo tiempo, ya que el agua está en ella; no tenéis que abrirla en un plato, puesto que madura y se ofrece en su propio recipiente. Comenzad por los extremos e iros acercando al corazón, y cada bocado os acercará a los Jardines de Luz».

Apreciaba igualmente el pan caliente, los pepinos y los dátiles, sobre todo los más límpidos, aquellos a través de los cuales se ve la luz. Por el contrario, apartaba con un gesto apenas cortés todos los platos de carne. En cuanto al vino y a las bebidas fermentadas, no los probaba; solamente simulaba mojarse los labios al principio de las comidas para que los comensales se sintieran libres de beberlos; pero no toleraba la embriaguez y bastaba que un hombre entre los asistentes mostrara alguna señal de ella para que Mani se levantara y se alejara, sin consideración para sus anfitriones.

A menudo, en el momento de ponerse de nuevo en camino, Mani había conquistado ya a algunas personas que no querían separarse de él. Pero él les decía: «No me sigáis aún, no ha llegado la hora. Esperadme, sed mi esperanza en esta ciudad, propalad a vuestro alrededor lo que habéis oído de mi boca y decid a todos que volveré».

A veces también, los notables del lugar iban a ofrecerle regalos, ropas nuevas y monedas de oro. Éstas brillaban en los ojos de Maleo, pero Mani, levantando las cejas, le advertía que no las tocara. Luego, se dirigía a sus bienhechores: «Acepto vuestro presente con gratitud; guardadlo en vuestra casa, bien a la vista, os recordará cada día mi paso y os anunciará mi regreso».


De este modo, habían llegado a Charax alimentados y atendidos cada día, no más ricos que a la ida, pero tampoco más pobres, puesto que Maleo no había tenido que echar mano de su bolsa ni una sola vez. Habría admitido de buen grado que su precaución había sido inútil si no hubiera sido por ese proyecto de viaje por mar para llegar a la India. Por los caminos se puede encontrar alojamiento y pitanza en todas las etapas; en eso Mani había tenido razón y las dudas de Maleo se habían revelado injustificadas. Pero en el mar, las cosas no podían presentarse de la misma manera; cada cual llegaba con sus provisiones, sobre todo en esa travesía hacia la India, donde el litoral estaba a menudo desierto y rara vez era hospitalario.

¿Para cuánto tiempo habría que prever el avituallamiento? Maleo se lo había preguntado al armador tirio. Si se navega a lo largo de las costas en contra de los vientos, el viaje puede prolongarse durante meses. Si uno se deja llevar por el monzón, se puede llegar al valle del Indo en sólo tres semanas. Digamos treinta días para tener en cuenta las inclemencias.

Treinta días de víveres imperecederos para tres personas, calculaba Maleo, y, dirigiendo su mirada hacia la plazoleta más próxima, llamó a dos porteadores que estaban sentados al pie de una fuente. Tenían costumbre de servir a los viajeros y le condujeron directamente al bazar del puerto, a la tienda de su proveedor habitual que, seguramente, tema unos precios más ajustados, un nabateo natural de Petra, quien, con un guiño, confirmó a sus ganchos su acostumbrada comisión.

Después de preguntar acerca del trayecto, él mismo hizo la lista de los comestibles necesarios. Para la primera mitad del viaje, huevos duros, tortas de pan, queso y pescado seco o prensado; para después, cebada, espelta, lentejas, habas, judías y garbanzos; y por supuesto, dos tinajas de dátiles prensados, unas ristras de cebollas y de ajos, aceitunas, miel, albaricoques secos, aceite, sal y diversos condimentos; sin olvidar el vino -dijo-, hay que llevar algunos pellejos que el capitán, si quiere agradaros, guardará semienterrados en la arena mojada que lastra la bodega, y que habrá que beber en su compañía.

– En cuanto a utensilios y recipientes, supongo que habréis comprado ya lo necesario para el viaje.

– No -se lamentó Maleo-, sólo teníamos un cántaro para beber.

– ¿Y cómo cocinabais?

– No sería sencillo de explicar. Contábamos con la bondad del Cielo.

– Una forma como cualquier otra de viajar -comprobó el nabateo, acostumbrado a la mayor circunspección en materia de creencias-. ¡Tomad, a pesar de todo, una olla y algo de leña!

Cuando después de mucho regateo terminó de comprarlo todo, Maleo tuvo que recurrir a un tercer porteador y luego a un cuarto; él mismo no se contentó con ir abriendo paso y, al reunirse con sus compañeros llevaba los brazos cargados de paquetes hasta la barbilla. Mani hablaba y hablaba y Pattig le escuchaba atentamente. El tirio hizo señas a los mozos de cuerda de que tuvieran paciencia y ellos depositaron su carga sin refunfuñar esperando un aumento de la propina.

Cuando por fin se terminó el discurso, Mani contempló sin entusiasmo la mercancía alineada.

– Te has esforzado para nada.

Maleo prefirió callarse, no como lo habría hecho un discípulo ante su maestro, sino todo lo contrario, como un hermano mayor muy decidido a no contrariar más a su inmaduro hermano menor. Y además, sin ser más supersticioso que cualquier otro, sabía que dos amigos no deben nunca pelearse en el momento de hacerse a la mar.


¿Quién sería el marinero desengañado que dio un día a los tres escollos más asesinos del Gran Mar el nombre inimitable de «Mi Seguridad y sus Hijas»? La denominación había pasado de boca en boca en las truculentas leyendas de todos los que navegan desde Cantón a la Escalas de Abisinia. Son tres picachos sombríos que atraviesan la superficie del mar como una horca infernal, a menudo oculta por la oscuridad y la bruma. Los juncos los rodeaban prudentemente y algunas barcas de menor calado se escurrían entre ellos, audacia suicida de la que el fondo próximo guarda como recuerdo tantos restos de naufragios.

Para los compañeros de Mani, la travesía era una sucesión de sustos. Apenas rebasado el estrecho que lleva el divino nombre de Ormuz, un alarido interrumpió con sobresalto la siesta de los viajeros:

– ¡Ballenas! ¡Ballenas!

Era un marinero natural de Susa quien había dado la alerta, con la mano extendida hacia alta mar. El armador corrió junto a él y luego el capitán, preocupado ante todo de evitar que cundiese el pánico entre los pasajeros y se precipitaran todos en tumulto hacia el mismo sitio, desequilibrando mucho más el barco que las dos ballenas que venían directamente hacia ellos.

– ¡Que todos permanezcan en su sitio, al primero que se levante le tiro por la borda!

Sin creer realmente en la amenaza, los viajeros se quedaron inmóviles. Después de asegurarse de que había sido obedecido, el capitán añadió:

– No perdáis la calma, el casco es seguro. ¡En todos los viajes nos atacan las ballenas y seguimos a flote!

Como para desafiarle, los animales rozaron la embarcación, que cabeceó.

– ¡Que traigan los batintines! -gritó el capitán.

¿Los batintines? De todos los pasajeros, nadie se sentía tan desamparado como Pattig. Siempre había sabido que esos instrumentos se utilizaban en las iglesias a modo de campanillas, por lo que cayó de rodillas con las manos juntas, murmurando: «¡Recemos, recemos, sólo nos queda la oración!». Sin embargo, la docena de batintines que trajo el carpintero debían de servir para otro oficio muy diferente. Los distribuyó entre la tripulación y como quedaron dos, le dio uno a Maleo, recomendándole que se indinara por la borda y que golpeara el mazo contra el casco haciendo el mayor ruido posible. El cocinero del capitán vino en su auxilio blandiendo una bandeja de cobre que golpeaba con un cucharón. Poco a poco, todos se pusieron a hacer lo mismo, convirtiendo cada superficie en un gong sobre el que golpeaban y tamborileaban, al mismo tiempo que ululaban, silbaban y daban alaridos con tanto regocijo como terror. El estrépito resultó eficaz. Al cabo de unos minutos, observaron un chorro de agua que brotaba, a una milla aproximadamente, a estribor. Las ballenas habían huido y ya no las volverían a ver.


Más inquietante fue la tromba que surgió al crepúsculo del tercer día. Al principio, no se vio más que una nube blanca, pero minuto a minuto, fue creciendo, hinchándose y haciéndose más densa, hasta que empezó a girar cada vez más deprisa, imitando el aspecto de un inmenso cuerno a punto de hundirse en el mar. Sin embargo, se produjo lo contrario, ya que, repentinamente, en aquel lugar preciso, el mar se puso a borbotar como una olla sobre el fuego, y, ¡oh, prodigio!, la superficie del agua se levantó, atraída, aspirada por el remolino; ahora, se alzaba una columna de agua negra que subía y subía retumbando, y parecía que todo el mar iba a ser aspirado hacia el cielo.

Los pasajeros estaban petrificados. Verdad es que, a causa de la oscuridad, la tromba evocaba mucho más a un monstruo del apocalipsis, una especie de gigantesco dragón suspendido entre el cielo y el mar, que a un trivial fenómeno acuático. El propio armador estaba asustado y fue a sacar de su maleta un collar hecho con monedas de oro ensartadas que se puso alrededor del cuello. Un joven marinero desenvainó un puntiagudo puñal y lo apuntó hacia su garganta, como si sólo esperara una señal para darse muerte. Y Pattig, prosternado de nuevo, comenzó a rezar otra vez.

Aquella noche, nadie durmió. Todo el mundo aguzaba el oído y escrutaba el horizonte sin descanso para comprobar si el peligro se acercaba. Dos hombres, sólo dos hombres no se sentían dominados por el miedo. Primero el capitán, un viejo marino de Charax. Si para alejar a las ballenas había tocado zafarrancho, cuando apareció la tromba se contentó con arriar velas. ¿Qué más podía hacer? Sabía que la tromba se desplomaría, cerca o lejos, quizá en golpes de mar que harían zozobrar al barco o quizá en finas gotitas, salpicaduras inofensivas. A la espera del desenlace, deambulaba con paso apaciguador entre su inquieta grey. Todos le agarraban, le suplicaban, le apostrofaban y él se contentaba con prodigarles palabras de calma y a veces alguna mirada de altiva compasión.

En un momento dado, sus pasos le condujeron hacia Mani, y ya se disponía a soltarle la palabra precisa para reconfortarle, cuando fue el hijo de Babel quien le interpeló:

– ¿Serás tú el único hombre en esta cubierta que comparte mi serenidad?

En los ojos del capitán apareció una especie de vacilación. Esa inversión de papeles convertía de pronto en superfluas todas las fórmulas que tenía preparadas.

– ¡Ésas son palabras valientes que te honran! ¿Quién eres tú, noble pasajero?

Le habían dicho ya el nombre de ese personaje, como el de cada uno de los otros veinte pasajeros, pero se suponía que esa pregunta devolvería la autoridad al hombre que mandaba.

Mani no se entretuvo en presentaciones.

– Tengo una misión que cumplir en la India y este barco me conduce a ella. Ninguna tromba, ningún escollo, ninguna ballena, ningún remolino interrumpirá mi viaje. Es así y el mar no puede impedirlo.

– ¡Qué alegría oír en semejante noche a un hombre tan seguro de sí mismo! Se dice a menudo que el mar es asesino; yo jamás le he tenido miedo. El día en que me muera, lo haré en mi casa de Charax, fulminado por alguna maldita fiebre. Pero en el agua, permanezco de pie, escupo sobre los peligros, sé que no me puede pasar nada.

El hijo de Babel y el capitán, de pie y apoyados en la borda, continuaron hablando durante toda la noche, ya fueran relatos de gente de mar o prédicas de letrados, cada uno de ellos escuchaba los discursos del otro sin cansancio y ambos prodigaban las mismas palabras de ánimo a los pasajeros que iban hacia ellos, ya que, en cubierta, todos seguían nerviosos y atemorizados. Sin embargo, la primera claridad del día trajo el consuelo; la tromba se había desvanecido a lo lejos sin dejar rastro ni causar estragos. El silencio azul de los mares del sur se alzaba al fin sobre la reverberación de las olas, ahora arrepentidas.

Todo el mundo respiró y las lenguas se desataron; ya podían permitirse hacer preguntas que, la víspera, habrían parecido indecentes o de mal augurio. El armador tirio explicaba el motivo por el que llevaba al cuello el collar de oro.

– Cuando estoy en el mar y la muerte amenaza, me pregunto siempre con terror qué será de mi cuerpo si, por desgracia, me ahogo. Sin duda, será arrastrado hacia la playa donde alguien lo descubrirá y no sabrá qué hacer con él; si encuentra todas estas monedas de oro, se juzgará generosamente recompensado y, por gratitud, ofrecerá a mi cadáver la sepultura más conveniente.

Habló también el joven marinero aparentemente decidido a matarse. Decía que si tenía que sobrevenirle la muerte, prefería que su alma se separara al aire libre y partiera hacia los cielos, antes que se la tragaran las olas y permaneciera prisionera de los genios maléficos que reinan en las profundidades.


Desde aquel momento, Mani tuvo derecho a todas las atenciones. Más venerado aún que en todas las ciudades que había atravesado, constantemente rodeado, seguido y escuchado, estaba invitado a compartir todas las comidas y todas las veladas del capitán, y sus dos compañeros gozaban del mismo privilegio. Las provisiones acumuladas por Maleo permanecerían casi intactas hasta el final del viaje.

El capitán sólo revelaba a veces su itinerario a Mani, a sus compañeros y al armador. Por eso, cuando Maleo se dio cuenta de que el navío, en lugar de ir recto hacia el sol naciente se desviaba hacia el mediodía, el capitán consintió en informarle:

– Los que no conocen el mar, sólo ven una inmensa extensión de agua. Pero aquí, como en tierra firme, hay senderos, caminos tortuosos, callejones sin salida, y también amplias avenidas que trazan las corrientes y los vientos. Como ésta, que en esta estación, va desde la punta de Arabia hasta la India. Debemos ir hacia el sur para poder tomarla y nos internaremos por ella. Sólo entonces iremos rumbo a Oriente, a toda marcha, como por la ruta mejor balizada. Llegaremos a Deb sin haber atracado ni una sola vez, sin ni siquiera haber visto tierra, sólo a veces algunas islas sobre las que existen leyendas espantosas y en las que ningún marino se atreve a fondear.


¿El capitán había dicho Deb? La ciudad se elevaba en el delta del Indo y sobre un brazo que, poco a poco, los aluviones arrastrados desde las montañas más altas habían cubierto de arena. Cada año había menos barcos capaces de llegar hasta allí y, una mañana, el puerto se despertó rodeado de tierras, naufragado. Entonces los hombres lo abandonaron por otros lugares de los alrededores, Tatta, Sindi, Lahri y, más tarde, Karachi.

¿Qué ha quedado de Deb? ¿Qué ha quedado de sus palacios, de sus templos sobre las colinas, de su aduana de color ladrillo, aquella construcción puntiaguda que los marinos avistaban desde lejos como un faro? Hasta el siglo xvii, los viajeros señalaban aún su existencia. Luego, todo desapareció. Ni el menor rastro de un nombre, ni la sombra de una ruina. Nadie sabe ya nada. En el momento en que se escriben estas líneas, los arqueólogos realizan excavaciones en las bocas del Indo a la búsqueda de un vestigio de vestigio.

Los contemporáneos de Mani no podían ignorar a Deb. Sobre todo los más aventureros. Ese nombre resonaba en sus oídos como una ahogada llamada y hada nacer en ellos el deseo de partir. En aquel entonces se conocía el mundo por sus murmullos, se le recorría a tientas, ya que los planisferios eran muy confusos y se inspiraban en relatos fantásticos que convertían las islas en continentes y los brazos de mar en océanos de donde surgían monstruos que los geógrafos dibujaban; sobre la montaña que domina Deb, un escriba meticuloso había trazado como si indicara el nacimiento de un río: «En este lugar se supone que nacieron los escorpiones».

En cada etapa del viaje, la gente esperaba cruzarse con la peste, las fieras, el hambre, la guerra y los saqueadores, pero también con los cíclopes, los dragones y toda clase de sortilegios, aunque no por ello renunciaban a él. La muerte era una ortiga familiar. La aventura se vivía así: uno decía adiós y se iba. Sin fecha ni seguridad de regreso. Y si tenía de su parte la audacia, la suerte y los vientos, conseguía llegar a Deb.

Mani escribió que, en su tiempo, el mundo se dividía en cuatro grandes imperios: el de los romanos, el de los persas sasánidas, el de los chinos y el de los axumitas del mar Rojo, herederos del reino de Saba. En ninguna otra parte como en Deb se frecuentaban tan estrechamente los súbditos de esos imperios; para los juncos de Cantón era la última escala antes de Arabia, y la puerta de la India para el que venía de Occidente, ya que a esta última palabra se le daba el sentido con el que el propio Mani la utilizaba, abarcando Italia, Grecia y Cartago, pero también Egipto, Fenicia y el conjunto del país de Aram, esas tierras que, por un deslizamiento de la Historia, llamamos ahora el Cercano Oriente.

Entre los numerosos relatos de viajes que el hijo de Babel había leído en la biblioteca de los Túnicas Blancas, había uno en particular que había excitado su imaginación: el de Tomás, del que se decía que era el gemelo de Jesús y que había ido a propagar por la India la palabra del Nazareno. Probablemente, Mani había querido seguir su ejemplo al decidir efectuar esa travesía.

Ahora bien, según la tradición, fue en Deb donde Tomás fondeó.

Cuatro

En el siglo de Mani, todas las iglesias de la India llevaban el nombre de Tomás. Todas proclamaban haber sido fundadas por el apóstol en persona y conservaban leyendas y reliquias suyas. Con frecuencia, esos santuarios eran muy modestos y algunos estaban situados en las grutas del Gandhara; bastaba con una cruz y tres antorchas para animar esa devoción aún reciente.

No sucedía lo mismo en Deb. Como es de rigor en una ciudad de comerciantes, la prosperidad iluminaba lugares y objetos de culto, ya que el oro honrado afluía por gratitud y el oro sospechoso por arrepentimiento. La iglesia se había adornado y agrandado, y los ciudadanos se cruzaban allí con la gente de paso, como podía ser un marinero convertido de Alejandría o un catecúmeno de Ostia, encantados de poder, al fin, vivir su fe a plena luz.

La ciudad, conviene decirlo, había vivido mucho tiempo bajo la benevolente férula de los Kushanas, herederos del gran Kaniska, uno de los reyes más justos cuyo recuerdo haya guardado Oriente, el sublime Kaniska, quien, en la cima de su poder, se sentía honrado acogiendo bajo su techo a cualquier monje mendicante. Los príncipes Kushanas habían tenido siempre el cuidado de no desmentir la fama de su antepasado, revelándose en todas las circunstancias magnánimos y justos y apadrinando todas las creencias. Sus monedas llevaban en el reverso los símbolos de veintiocho cultos diferentes.

Así, bordeando la plaza de los mercaderes extranjeros se encontraban la iglesia de Santo Tomás, los templos de Poseidón, de Anahíta y de Visnú, los santuarios de Allat y de Yam, una sinagoga que, según decían, había sido construida en tiempos de Alejandro y, en el camino de Taxila, el stupa de los budistas con su monasterio.

Estos cultos se observaban aún, el uno junto al otro a la llegada de Mani, y su primer gesto al poner pie en tierra firme fue dirigirse a la iglesia, bien visible desde los muelles. Era domingo y la gente se apresuraba hacia el atrio. Tomás había enseñado a los indios lo que Jesús enseñó a los apóstoles: observar el sabath cada semana con un fervor ejemplar y, al día siguiente, reunirse de nuevo para sus propios ritos, sobre todo para la enseñanza, la lectura de los textos sagrados, del comentario de los ancianos y de las epístolas que llegaban de las comunidades extendidas por todo el mundo; y a veces, cuando un fiel eminente pasaba por la ciudad, ofrecerle la palabra.

Por la manera de abrirse paso entre el gentío y por su altiva cojera, Mani supo manifestarse desde el primer momento como un hombre al que había que escuchar. El sacerdote le cedió el pulpito de buen grado, aunque de pie en el ábside, permanecía vigilante. Había tantas voces herejes, reconocidas o solapadas, que era necesario saber intervenir en el momento oportuno, imponer silencio y, a veces incluso, expulsar al corruptor de las almas solicitando la ayuda de algunos valientes descargadores del puerto que se encontraran entre los asistentes y que se sacrificarían por tan piadosa tarea.

Mani se expresaba en arameo y no eran muchos los que podían comprender todo lo que decía: el oficiante, dos o tres letrados… Y sin embargo, todo el mundo le escuchaba. ¿No era la lengua de Jesús y de Tomás la que resonaba? La emoción era intensa. El contenido importaba poco. Todo residía en la entonación, en algunos nombres benditos que flotaban en el aire, en el rostro demacrado de aquel hombre con la pierna lisiada que venía de tierras santas.

Él no intentaba violentar a su auditorio. Al considerarse verdadero sucesor de Jesús, repetía fielmente sus palabras tal como las había relatado Tomás. Su método no era único. Los cristianos del Imperio Romano actuaban así en las sinagogas de la diáspora. Se presentaban, anunciaban que llegaban directamente de Jerusalén, evocaban los acontecimientos recientes que concernían a la comunidad, informaban de la miseria y de la espera de la gente de Judea, hablaban de la Biblia citando de memoria los textos que predecían un Mesías y luego sugerían que, quizá, dado el infortunio en el que se encontraban en aquel momento los judíos, las profecías se estuvieran cumpliendo. Los más astutos conseguían hablar durante largo rato y cuando, finalmente, eran desenmascarados, habían logrado ya seducir a una parte del auditorio o, por lo menos, suscitar el deseo de saber algo más. Algunas personas los seguían al exterior y a veces incluso los invitaban a continuar su enseñanza en su propia casa. Por lo tanto, un apóstol se distinguía por su habilidad de esos exaltados que, desde su entrada en la sinagoga, gritaban su nueva creencia, por lo que, inmediatamente, se encontraban de nuevo fuera, solos y aveces apaleados, antes incluso de que los asistentes hubieran comprendido por qué se les expulsaba.

Según este criterio, Mani tenía el temple de los grandes apóstoles, Pablo, Marcos o Tomás, y actuaba en las iglesias como sus predecesores en las sinagogas. Y con la misma convicción. Del mismo modo que los primeros cristianos de Palestina se consideraban mejores judíos que los judíos, quizá los únicos judíos verdaderos, Mani estaba persuadido de que había venido a realizar el mensaje de Cristo, a consumarlo con una fe universal, capaz de reunir todas las creencias sinceras de los hombres.

En la iglesia de Deb, mientras él comenzaba su sermón, Maleo y Pattig miraban a su alrededor con ansiedad, espiando las reacciones de unos y de otros al acecho del más imperceptible guiño del sacerdote ya fuera de enfado o de aprobación. ¿Escucharía hasta el final? O gritaría de pronto: ¡Al hereje! ¡Al blasfemo!

Curiosamente, nada se produjo. Ni entusiasmo, ni admiración, ni tampoco indiferencia. Se podía leer el fervor en todos los ojos, pero un fervor teñido de tristeza. En cuanto al sacerdote, escuchó con una gravedad impasible hasta que el visitante se hubo callado; entonces se levantó, pronunció una fórmula de agradecimiento, alabó la erudición de Mani, su amplio conocimiento de los textos y luego, después de una corta oración repetida a coro por el auditorio, despidió a los fieles deseándoles la paz.

Después de la genuflexión y la señal de la cruz, la gente se retiró andando hacia atrás, mientras el sacerdote invitaba a Mani y a sus compañeros, así como a un notable de la comunidad, a seguirle a su casa, una modesta construcción de ladrillo contigua a la iglesia.

– Perdonadnos, nobles hermanos, si el recibimiento que os hemos dispensado no es digno de vuestro rango y de vuestra sabiduría; pero quizá hayáis percibido en los fieles el miedo que los domina.

El más asombrado por este preámbulo fue Pattig.

– Sin embargo, vuestra comunidad parece feliz en comparación con todas las demás. Hemos estado con vuestros hermanos en Ctesifonte, en Kashgar y en veinte ciudades más, y en ninguna de ellas resonaban sus oraciones.

Maleo insistió:

– Es raro encontrar una felicidad como la vuestra. En las provincias romanas los cristianos son perseguidos, y en el imperio sasánida el culto al fuego se ha convertido en la religión oficial y sólo se tolera a las otras comunidades si han renunciado a ganar adeptos. Se las vigila de cerca, se las oprime con tributos y se las confina en sus barrios, obligándolas a llevar la ropa que las diferencia.

El sacerdote se mostró conmovido y avergonzado.

– Vuestras palabras son la pura verdad, quizá no hayamos dado gracias al Padre suficientemente por los años de clemencia que hemos conocido… En efecto, nada de lo que describís existía en Deb. Vivíamos en medio de la gente, llevábamos la misma ropa y hablábamos en voz alta.

Dijo esto con voz ahogada y se le saltaron las lágrimas. Mani, Maleo y Pattig evitaron mirarle, desconcertados. Sólo el notable colocó una mano filial y consoladora sobre su hombro súbitamente abatido. En el momento de las presentaciones, el sacerdote le había llamado Bar-Turna, describiéndole como el comerciante cristiano más respetado de la ciudad. Tenía la tez muy morena y mate y los lóbulos de las orejas perforados a la manera de los indios; sin embargo, dado su nombre, típico del país de Aram, se trataba seguramente de un mestizo.

Hasta entonces, había permanecido silencioso, pero adivinando el gran malentendido que estaba adueñándose de ellos, se esforzó por disiparlo.

– Nobles visitantes, ¿seréis los únicos hombres en esta ciudad que ignoran que nuestros soberanos, los príncipes Kushanas, acaban de ser derrotados por el ejército persa y que se han retirado más allá de los cinco ríos?

Hablaba un arameo bastante correcto, pero acentuando erróneamente la mayoría de las sílabas, como tantos creyentes que consideraban un deber aprender la lengua litúrgica, pero que no tenían ocasión de usarla en los intercambios cotidianos. Cuando le faltaba una palabra, la reemplazaba con soltura por su equivalente griego, convencido de que todas las personas presentes le comprendían.

– Nobles hermanos -insistió con una impaciencia que seguía siendo respetuosa-, ¿no habéis observado que no hay ni un soldado en las calles de Deb?

– Efectivamente, lo he observado -respondió Maleo-, pero sólo he visto en ello la prueba de que en esta ciudad reina la paz y la seguridad.

– La serenidad de tu alma ha enmascarado la triste realidad. En realidad, nuestra ciudad ha sido abandonada a su suerte, la guarnición se ha marchado, así como el gobernador; antes de irse, convocó a los jefes de todas las comunidades y de los gremios para aconsejarles que ofrecieran su sumisión a los nuevos señores del país.

– ¿Y dónde están esos nuevos señores?

– Dicen que su ejército está acampado a una jornada de aquí, en las colinas del Taran, y que está mandado por un príncipe muy joven, Ormuz, nieto de Artajerjes, rey de reyes. ¿Qué piensa hacer? ¿Cuándo tomará nuestra ciudad? ¿Por qué ese príncipe sasánida no ha exigido aún nuestra rendición teniendo a sus tropas tan cerca? El Altísimo no se ha dignado aclararnos estas preguntas. De ahí esta angustia que nos invade a todos, incluso a los más creyentes, a los que más confían en Su sabiduría. ¿Habéis visitado los mercados de la ciudad?

– No -respondió Mani-. ¡En cuanto pusimos un pie en el muelle, el otro tomó el camino de este lugar santo!

El sacerdote, que se había recobrado un poco, dijo con fervor:

– ¡Benditos seáis! ¡Que el Padre llene la tierra de gente a vuestra imagen!

Bar-Turna prosiguió:

– Cuando hayáis recorrido la ciudad, lo comprenderéis. Los puestos están vacíos; el oro, las telas de valor, las especias raras y las joyas han desaparecido. La hospedería de la gente de Cantón está desierta y cada junco que atraca parte de nuevo cargado de mercancías y de mercaderes. En los barrios bajos, los pobres también tienen miedo, hasta tal punto que los hombres han readmitido a sus mujeres.

Temiendo haber sido poco claro, se apresuró a añadir:

– Aquí es la tradición. Cada mes, cuando la mujer está impura, su marido la expulsa de la casa para demostrar a todos que no la ha tocado; ella, durante una semana, se instala en la calle bajo un cobertizo. Pero ahora, mancilladas o no, las han trasladado de nuevo a sus casas por miedo a que los soldados, al llegar, se las lleven cautivas.

– Ese terror me parece excesivo -intervino Maleo-. La tropa no puede entrar en una ciudad conquistada sin que se produzca algún saqueo, hay que resignarse a ello; pero se puede evitar lo peor. No dejéis los puestos vacíos, si no queréis que los soldados, frustrados, se venguen en los habitantes. Dejadles algo para que puedan saquear sin empobreceros y mostraos afligidos sin protestar. Si la ciudad está decidida a entregarse sin lucha, si ofrece suntuosos regalos al príncipe, habrá poca depredación y, muy pronto, las mercancías escondidas podrán volver a los escaparates. Yo mismo soy mercader en Ctesifonte y consigo ejercer mi comercio sin demasiados contratiempos. A lo largo de los últimos años, los sasánidas han ocupado varias ciudades portuarias como Charax de donde venimos; esa ciudad no ha sufrido demasiado por su dominación. Son gente de orden, os harán pagar unos impuestos, pero os dejarán trabajar y os protegerán de los piratas.

Estas palabras de Maleo tuvieron la virtud de reconfortar a sus interlocutores que, antes que complacerse en lamentaciones, comenzaron a considerar el envío de una delegación al encuentro del conquistador. El sacerdote sugirió que estuviera formada por los mercaderes más notables llevando presentes, y que un hombre respetado hablara en nombre de los ciudadanos.

– Se puede pensar en mejores soluciones -protestó cortésmente Bar-Turna-. Un montón de mercaderes rollizos, envueltos en chales de brocado y con las orejas cargadas de perlas y esmeraldas, ¿no será una incitación al saqueo y al asesinato?

El sacerdote reflexionaba. Deseaba ir él mismo con aquellos que guiaban a las otras comunidades, pero si era verdad que esos sasánidas sentían tanta hostilidad hacia las diversas religiones, temía que su presencia no sirviera más que para irritarlos.

A lo largo de esas discusiones, Mani había permanecido silencioso, encerrado en sí mismo, tan ausente que los demás casi le habían olvidado. Quizá le juzgaran demasiado ajeno a esas preocupaciones terrenales. Por eso, se sorprendieron al verle tomar la palabra súbitamente, en el más ingenuo de los tonos:

– Seré yo quien vaya al encuentro de ese príncipe.

– ¡Ah, no! -se sobresaltó Maleo-. ¡Tú desde luego que no!

Buscó un argumento plausible que encubriera su demasiado espontánea reacción.

– Tú también eres un hombre de religión y, además, acabas de llegar a esta ciudad. ¿Cómo podrías hablar en su nombre?

– Soy de Babel -prosiguió Mani como si no hubiera oído-. ¿No sería prudente que el hombre que hable en nombre de esta ciudad sea un súbdito de los sasánidas y que se dirija a ellos en un lenguaje que comprendan?

El tono de Maleo se volvió suplicante. Aún tenía presente en sus ojos la imagen de aquel oficial que merodeaba alrededor de su casa.

– ¡Hemos abandonado Ctesifonte para huir de los soldados de Artajerjes y tú quieres correr a su encuentro!

– ¡Pero yo jamás he tenido la intención de huir! -dijo cándidamente Mani-. He venido con una misión.

– ¿Ante el ejército sasánida?

El hijo de Babel no respondió inmediatamente. Pareció ausente de nuevo, pero su rostro revelaba una inmensa plenitud.

– Hasta hoy -dijo al fin-, yo ignoraba con qué misión había sido conducido hasta la India. ¡Ahora, ya lo sé!

Cinco

Ormuz, nieto del señor del Imperio, se pavoneaba en su asiento de madera labrada en el interior de una inmensa tienda, verdadero palacio de lona con algunos lienzos recogidos para que penetraran el viento y la luz. Oficiales y escribas se afanaban junto a él, pero con la cabeza inclinada y los brazos a lo largo del cuerpo, y sin una entonación fuera de lugar.

Antes de conceder audiencia al visitante, su secretario le había informado: «Un hombre con la pierna lisiada, procedente del país de Babel. Su navío atracó hace tres días en el puerto de Deb».

– ¿Qué carga has traído? -preguntó el príncipe a Mani.

– Sólo mis palabras.

– ¡Curiosa mercancía!

Cuando Ormuz se reía a carcajadas, el aro de plata que sujetaba la extremidad de su barba saltaba y sus cortesanos se alborotaban, pero sin dejarse llevar por la alegría, ya que en cuanto recuperaba su aspecto serio, estaban obligados a imitarle al instante, so pena de parecer libres y arrogantes. El propio príncipe sólo se reía con mesura y con la mirada constantemente al acecho.

– Admirable mercancía es la palabra -prosiguió como si, decididamente, la expresión le complaciera-. No pesa nada en las bodegas y, si sabes sacar partido de ella, puede enriquecerte.

Y para el caso en que sus allegados no hubieran comprendido sus alusiones, explicó:

– ¡Este hombre es un narrador! Le haré venir para las veladas de los oficiales. ¿Conoces las epopeyas antiguas de Ciro y de Darío, las hazañas de los aqueménidas y las de nuestra dinastía?

– También conozco otras historias que nadie ha oído jamás.

– Tus otras historias no me interesan. A mis hombres sólo les gusta escuchar las epopeyas que conocen, o si no, relatos de caza. Si conoces alguno, si sabes hacérnoslo revivir, no te marcharás de aquí con la bolsa vacía.

– Yo no vendo mis palabras, las regalo.

– Así que no eres ni comerciante ni narrador.

El príncipe estaba irritado por haber comprendido tan mal a su visitante y los cortesanos bajaban los ojos cuando un hombre se acercó. Una barba rubia cuidadosamente peinada adornaba su rostro sin arrugas y llevaba un abrigo de brillante seda amarilla que llegaba hasta el suelo, adornado en el cuello con bordados negros. Inclinándose con toda confianza sobre Ormuz, cuchicheó a su oído unas palabras antes de volver a su sitio.

– Mi fiel consejero, el respetado mago Kirdir, cree que tú eres uno de esos nazarenos que se multiplican en las regiones de Mesopotamia y que has venido a Deb para difundir tu herejía.

– No he venido al encuentro del príncipe para hablar de religión. Se trata de la ciudad…

Ormuz le interrumpió,

– Primero quiero saber si Kirdir ha acertado.

– El honorable mago sólo se ha equivocado a medias. Venero a Jesús, pero también a Buda y a nuestro señor Zoroastro.

Kirdir se sobresaltó como si acabara de ser abofeteado y dio un paso hacia Mani.

– ¡Con qué arrogancia este nazareno se permite mezclar el nombre de nuestro santo profeta con el de los impostores!

– Que nuestro respetado mago vuelva a su sitio -prosiguió Ormuz-. Seguramente el visitante no ha querido insultar a nadie. Por otra parte, esta discusión ha terminado; los debates sobre religión me dan sueño y me entristecen. He tenido un día magnífico, estoy en la mejor disposición y supongo que nadie querría que mi humor se alterara.

Como todos los cortesanos se apresuraron a aprobarle, se lanzó a un exaltado y meticuloso relato sobre la caza del día.

– … Les dije a los guardias que se alejaran, que me dejaran ese león, que no quería que hubiera en su cuerpo otras huellas que las de mi lanza. Y lo perseguí solo. El animal no corría mucho y de pronto se detuvo e hizo un movimiento hacia mí. Mi yegua se asustó y entonces salté a tierra para que pudiera huir.

»Nos quedamos solos, frente a frente, la fiera y yo. Avanzábamos el uno hacia la otra, con calma. Ninguno de los dos quería escapar de una muerte tan noble. Menos de sesenta pasos nos separaban. Entonces, mis compañeros, haciendo caso omiso de mis órdenes, vinieron a rodearme con sus lanzas. La fiera se detuvo, se volvió y se alejó sin correr, conservando su dignidad. Ahora todos querían alcanzarla, pero yo grité tan fuerte que se quedaron todos clavados en el sitio: "Os prohibo que persigáis a ese león, venía hacia mí como un valiente y sólo se alejó porque vosotros malograsteis nuestro duelo. ¡Dejadle vivir!".

Mani no preveía semejante desenlace de la caza principesca. Su reacción fue espontánea.

– ¡Ésta es una historia que contaré a la gente de Deb! Así sabrán que pueden esperar magnanimidad y demencia del conquistador y que éste tomará la ciudad sin matanza ni destrucción.

Aún absorto en sus recuerdos, Ormuz no reaccionó. Fue el mago Kirdir quien respondió a Mani.

– El león quiso luchar, por eso mereció la gracia del príncipe. La gente de Deb no quiere combatir, no son más que corderos, y como los corderos, su destino es que los esquilen y los degüellen.

– ¡Son mercaderes a quienes la ley del Imperio prohíbe llevar armas! -gritó Maleo, quien, con Pattig, se mantenía a la entrada de la tienda y comenzaba a inquietarse del cariz que estaba tomando el debate.

– ¿No tenía la ciudad una guarnición? -interrogó el mago.

– ¡Los soldados partieron con el gobernador! -dijo de nuevo Maleo.

– Los ciudadanos deberían haberlos retenido. ¿No tienen suficiente oro para pagarlos? ¿Por qué el príncipe habría de mostrarse noble con esos mercaderes grasientos y llorosos?

– ¿Quién salió glorificado por la clemencia del príncipe hacia el león, este último o el primero? -preguntó Mani.

Emergiendo al fin de su ensueño, Ormuz se dignó conceder con un movimiento de cabeza que era a él a quien le correspondía la gloria. Pero Kirdir tomó de nuevo la palabra:

– El príncipe es un guerrero, como todos los miembros de la divina dinastía. Para él, cada combate es una oportunidad de demostrar su valor. La gente de Deb le ha decepcionado. Sólo merecen su desprecio.

En la sala, una verdadera ovación saludó esta declaración. Mani no comprendía en absoluto ese ensañamiento.

– Resulta que hay una ciudad que acepta la autoridad del príncipe, que le abre sus puertas, que se dispone a recibirle con sumisión y a ofrecerle presentes, ¡y se pretende castigarla!

Pero de la boca de Ormuz se escapó cándidamente la verdad.

– Desde que nuestros soldados se pusieron en marcha, sólo piensan en las riquezas de Deb, en sus mercados, en sus almacenes, en sus mujeres. Cada vez que debían cruzar una montaña o un desierto de sal, les hablábamos de Deb.

– ¡Pero si la ciudad abre sus puertas, la ley del Imperio exige que no sea saqueada!

Precisamente. En el mismo momento en que hablaba, Mani comenzó a comprender. A los mercaderes de Deb no se les reprochaba su pusilanimidad, sino su sabiduría. ¡Al negarse a combatir, privaban a los saqueadores del botín! El hijo de Babel percibió más claramente la importancia de la gestión que efectuaba en nombre de la ciudad y habló en alta voz:

– Las puertas de Deb están abiertas y así permanecerán. La guarnición se ha marchado y ninguna otra la reemplazará. No hay ni un arma en la ciudad, ¡la gente ha roto hasta los cuchillos de cocina! Los soldados pueden entrar y podrían matar, saquear, violar e incendiar, pero, según las leyes del Imperio y las leyes del Cielo, sería una felonía. Y no puedo imaginar ni por un instante que un valiente hijo de la gran dinastía lo permitiera.

Ormuz pareció turbado y Mani prosiguió:

– La gente de Deb sólo desea que se respeten sus exenciones y sus tradiciones y que se preserven su vida y sus bienes. No piden más que vivir en paz bajo la autoridad de un príncipe recto y sagaz. Eso es lo que les conviene, pero también es lo que conviene al príncipe. Esa ciudad es la joya del país que él tiene la obligación de conquistar y de gobernar. ¿Por qué iba a querer arruinarla?

Sintiendo que su señor dudaba, Kirdir replicó:

– No es competencia de los comerciantes de la India interrogarse sobre la rectitud de nuestros príncipes y aún menos sobre los intereses del Imperio. El ejército ha luchado, se le ha prometido una recompensa y es justo que se le conceda.

De la fila de los oficiales surgieron gritos de apoyo.

– Por más que Deb abra sus puertas y oculte sus armas, sigue siendo una ciudad impía. Nuestras tropas victoriosas partieron a la guerra para someter a las regiones infieles, para castigarlas, para imponerles la Religión Verdadera. Eso es justo y agradable al Cielo. Deb será entregada a los soldados durante tres días, todos los lugares de culto impíos serán derribados y luego se organizará una ceremonia de acción de gracias en el puerto, como lo ha ordenado el divino Artajerjes, rey de reyes, el señor de todos nosotros.

Ormuz sabía que su abuelo, el rey de reyes, deseaba que se celebrase esa ceremonia, y conocía, igualmente, los deseos de sus oficiales. Pero él mismo no era insensible a los argumentos de Mani, cuyo apoyo solicitó discretamente:

– Las palabras del mago Kirdir me parecen sensatas, ¿tienes algo que responder, hombre de Babel?

– Tendría que ser muy descarado para atreverme a responder, ya que sólo soy un visitante de paso, mientras que el mago es, evidentemente, un personaje notable, puesto que se permite indicar al príncipe a dónde debe conducir a sus ejércitos y de qué manera debe comportarse en las ciudades conquistadas.

Kirdir dio un brinco con la mano en el corazón:

– ¡Si es un crimen ofrecer consejo a mi rey, que se me castigue! Jamás he hablado ni actuado por otra razón que no fuera el bien de la divina dinastía, para que este Imperio y su religión se extiendan bajo todos los cielos y aplasten a todos los enemigos bajo sus pies como si fueran serpientes, escorpiones, criaturas maléficas. Mi señor, nieto del divino Artajerjes, no se dejará prevenir contra mí, no puede haber olvidado las sabias prescripciones del Avesta. ¿No está dicho en el Libro que los lobos de dos patas deben ser exterminados mucho antes que los lobos de cuatro patas?

– ¿De qué lobos se trata? -interrogó demasiado ingenuamente Ormuz.

– El lobo de cuatro patas salta sobre un cordero para devorarlo; el lobo de dos patas se sirve de la palabra para acallar la desconfianza del pastor y arrastrar a todo el rebaño por el camino de la perdición.

– Los lobos de dos patas -rectificó Mani- son los hombres que consideran a los demás como presas, los que intentan constantemente someter, reducir, castigar, humillar. Hoy se ha elevado una voz para decir que los habitantes de Deb no eran más que corderos y que merecían ser degollados. ¿No es ése el lenguaje de un lobo de dos patas? Si el santo y sabio pastor Zoroastro se expresó como lo hizo en el Avesta, ¿acaso no fue pensando en aquellos que recurren a semejantes matanzas?

– En el fondo, cada cual interpreta el Avesta a su manera.

Con esta observación, Ormuz intentaba atenuar un poco el efecto del ataque proferido directamente contra Kirdir. Pero éste estalló enfurecido:

– ¿De qué interpretación se habla? ¿Así que cada cual tiene derecho a interpretar a su antojo los textos sagrados? ¿Así que la interpretación de un pérfido nazareno sería comparable con la mía? ¿No soy yo el que estudió durante dieciséis años nuestra Religión Verdadera? ¿No soy yo aquí el depositario de la fe de Zoroastro?

– Puede suceder que un hombre se crea depositario de un mensaje cuando no es más que su ataúd.


Kirdir no quería creer que semejantes palabras pudieran serle dirigidas. Se las hizo repetir al oído por un familiar, antes de avanzar hacia el pilar central. Al tumulto provocado por la frase de Mani acababa de suceder un silencio sepulcral. El hijo de Babel leía el ultraje y la indignación en todos los ojos, salvo quizá en los de Ormuz, en los que no faltaba una chispa maliciosa que el mago debió de advertir, ya que comenzó con un tono de reproche:

– ¿El señor sabe de qué calaña son estos nazarenos?

No tendría tiempo de proseguir. Los aullidos de una mujer muy joven que acababa de irrumpir en la sala, abriéndose paso entre el círculo de cortesanos y lanzándose a los pies del príncipe, ahogaron providencialmente sus primeras sílabas.

– ¡Señor! ¡Tu hija! ¡Tu hija!

– ¡Habla, Denagh!

El príncipe zarandeaba por los hombros a la mujer, que se había quedado súbitamente sin fuerzas como un niño agarrado al vestido de su madre.

– ¡Estaba corriendo cerca del arroyo, se cayó y ya no se mueve!

– ¿Está herida?

– ¡No, no se ha hecho sangre!

– ¿Respira?

– Sí -aseguró la mujer, aterrada-. Respira, pero no consigo reanimarla.

Ormuz permaneció postrado en su asiento, olvidando toda majestad; un torbellino de pesadilla arrastraba su mente. Kirdir juzgó propicio el momento para extender un dedo acusador:

– La infidelidad que ha penetrado en este lugar atrae las plagas sobre nosotros. Se han proferido palabras blasfemas. Si a la hija del príncipe le llegara a suceder una desgracia, este maldito nazareno tendría la culpa.

Ormuz había perdido todo discernimiento y toda voluntad. Todos, en su círculo, sabían el cariño que experimentaba por su hija. La esposa preferida del príncipe había muerto al traerla al mundo, y Ormuz había volcado en la niña todo el amor que sentía por su madre. Bastaba, pues, que Kirdir designara a Mani como supuesto responsable de su desgracia para que el príncipe mirara hacia él con rabia. Pero Mani no perdió su seguridad.

– Soy médico. En lugar de utilizar el mal de la niña para iniciar una vil polémica, tratemos mejor de curarla. ¡Que me conduzcan junto a ella!

No queriendo desdeñar ninguna esperanza, Ormuz acompañó a Mani a la cabecera del lecho de la niña.

Ésta se encontraba recostada, con los cabellos tan perfectamente trenzados y los pliegues de su vestido tan bien arreglados que parecía una muerta. Sólo un cofre mal cerrado del que sobresalía un juguete roto daba un toque de desorden y de vida a la habitación; una habitación que no era, sin embargo, más que un sector de la tienda principesca, con, a modo de puerta, unas hileras de cuerdecillas cargadas de conchas de colores, que llegaban a dos codos del suelo para que la princesa fuera la única que pudiera entrar sin hacerlas tintinear.

Mani puso la mejilla sobre la frente de la niña, le tomó el pulso, le levantó el párpado y luego pidió a la joven, a la que el príncipe había llamado Denagh, que cortara cinco trozos de tela blanca y limpia, cada uno del tamaño de la palma de la mano, y que se procurara algunas pulgaradas de alcanfor. Él mismo fue a coger, entre los árboles y en los terraplenes, ciertos tallos, flores, hierbas medicinales y bayas, que eligió uno a uno, tomándose el tiempo de estrujarlos entre los dedos para verificar su naturaleza.

Regresó a la habitación con ese brazado heterogéneo y comenzó a machacar las hierbas hasta formar una pasta color tierra, como turba espesa, que espolvoreó abundantemente de alcanfor, antes de extenderla sobre los trapos. Dobló éstos, los comprimió y los aplastó, y colocó uno de ellos sobre la frente de la niña, tapándole igualmente las orejas; enrolló otros dos alrededor de las muñecas y los últimos en la punta de los pies, apretándole los dedos. A continuación, cogió un cántaro y dejó que fluyera un chorrillo de agua para que empapara las compresas.

A su alrededor, nadie osaba hacer el menor ruido. Cada vez que un trapo se secaba, Mani lo empapaba con un poco de agua, y cuando al cabo de una hora se vació el cántaro, se lo alargó al príncipe diciendo:

– Hay que llenarlo con agua del torrente.

Ormuz cogió el recipiente y se lo entregó, con un gesto natural de autoridad, al ayudante de campo, que estaba de pie tras él.

– ¡No, con la mano del príncipe! -dijo Mani, que habló sin levantar los ojos.

Sorprendido en un primer momento, el sasánida cogió de nuevo el cántaro y fue a llenarlo él mismo, bajo la mirada asombrada de los soldados y de los cortesanos. Supuso, sin duda, que al ser cogida por sus manos principescas, el agua adquiriría virtudes curativas. Lo mismo se cuchicheaba entre la multitud. Maleo fue el único en sospechar que la explicación podría ser diferente. Había observado ya lo bastante a su amigo en las ciudades que habían visitado como para saber que cuando una mujer humilde le daba de comer un tazón de sopa y una cebolla, él los aceptaba con gratitud; que cuando la esposa de un mercader próspero le ofrecía un manjar suntuoso, él mostraba la misma gratitud, aunque sólo probara un bocado; pero que cuando una sirvienta se presentaba provista de una bandeja, Mani la despedía: «Ve a decir a tus señores que me traigan la limosna ellos mismos para que yo pueda bendecirlos y darles las gracias».

Así, quería recibir del príncipe, y no de su ayudante de campo, el agua que había pedido.

Y Ormuz volvió, trayendo el cántaro con las dos manos, pero con tanta torpeza que tropezó con un pilar de la tienda; los cortesanos más cercanos hicieron un movimiento para sostenerle, desviando rápidamente los ojos en cuanto él recuperó el equilibrio, para que no advirtiera que le habían visto tropezar.

Atardecía, y Mani, sentado sobre su pierna doblada, a la izquierda de la niña, continuaba vigilando las compresas y mojándolas en cuanto se secaban. Arrodillada muy cerca de él, Denagh se mostraba inquieta, dispuesta a levantarse en cuanto él se lo pidiera. Ormuz, el más nervioso de todos, estaba sentado al otro lado de la niña.

Súbitamente, cuando todo el mundo guardaba silencio, el príncipe dijo:

– Si mi hija se cura, juro no entregar Deb al saqueo. Los habitantes, las casas, los mercados, los lugares de culto, todo será preservado. Pero que mi hija se salve.

Mani no se movió. Solamente dijo, con el mismo tono la plegaria:

– ¡Que el Cielo oiga tus palabras sabias y generosas!

Luego se hizo de nuevo el silencio. Las horas pasaban y, a pesar de la inquietud, el sueño vencía al nieto del rey de reyes. Denagh le sugirió a media voz que tomara algún descanso, prometiendo despertarle en caso de necesidad. El príncipe se tendió allí mismo, con el brazo a modo de almohada.

La luz del día penetraba ya por un lienzo de la tienda que estaba recogido, cuando Ormuz se incorporó. Habían dado las seis; Denagh estaba sentada en la misma postura y Mani vaciaba la última gota de agua sobre la frente de la niña.

– ¿Quieres que llene de nuevo el cántaro? -murmuró el príncipe.

– No hace falta -dijo Mani en voz alta-. El Cielo te ha oído. Tu hija está curada.

Como si respondiera a su llamada, la chiquilla abrió los ojos y sonrió.

– ¿La has despertado? -preguntó Ormuz aún incrédulo.

– He adormecido su mal.

Sin mostrarse turbado por su éxito, Mani incorporó a la niña para que apoyara la espalda sobre un gran cojín; luego, le quitó una a una las compresas y se las dio al príncipe.

– Hay que tirarlas al torrente, en el lugar donde habéis llenado el cántaro.

Ormuz las tomó con las dos manos abiertas, como si se tratara de una valiosa ofrenda. Tenía los ojos llenos de lágrimas y un nudo en la garganta.

– Llévalas con una sola mano y con la otra coge la de tu hija que desea acompañarte.

La niña estaba de nuevo en pie, risueña, alegre y saltarina.

En el exterior, una ovación saludó al padre y a la hija, y Mani, que seguía sentado en el mismo lugar, escuchaba su eco con serena delectación. Cerca de él, Denagh, agotada, se había adormecido. Por primera vez, pudo contemplarla. Habían pasado una noche entera uno al lado del otro, habían compartido la misma inquietud y la misma esperanza y su presencia abnegada y alerta había sido tan tranquilizadora… Pero aún no la había mirado; ni siquiera había advertido esa única trenza, esa larga trenza negra que le llegaba hasta la rodilla. Mani se sorprendió un poco al descubrirla tan joven. Durante su vela en común, sus gestos habían sido los de una mujer, y ahora, su nariz, su barbilla, sus labios, todo en su rostro parecía infantil, menudo. Y tan bien dibujado… Sólo la alejaba de la infancia su pecho, que parecía haber crecido demasiado deprisa para la tela que lo envolvía. ¿Qué edad podría tener? Trece años, se dijo Mani, quizá doce.

Lentamente, sin un gesto brusco que pudiera despertarla, le levantó la cabeza para apoyársela en un cojín.

Seis

Mani esperó a que se calmaran las aclamaciones de los soldados y de los cortesanos para abandonar la habitación de la niña y, seguido orgullosamente por Maleo y Pattig, ir a despedirse del príncipe.

– Bendito sea el día en que te cruzaste en mi camino, médico de Babel.

Los ojos de Ormuz estaban aún rojos por la emoción y su voz sonaba insegura.

– Te daré el oro suficiente para que pases tu vida entera libre de necesidades.

– No quiero oro. Puesto que he adquirido la facultad de curar, ¿cómo podría dejar que esa niña se apagara sin intentar nada? Si por esa acción aceptara una recompensa, me sentiría indigno de mi ciencia.

– ¡Soy yo quien sería indigno de mi fortuna si te dejara partir sin recompensa!

– No quiero tus riquezas ni los honores que puedas prodigar. Sin embargo…

Se detuvo súbitamente, como si le hubiera llegado una llamada apremiante y hablara bajo su lejano dictado.

– Sin embargo, tengo que hacerte una petición.

– ¡Habla, está concedida de antemano!

– Quiero la más dulce de las muchachas de tu casa.

– ¿Denagh?

– La misma.

Ciertamente, Ormuz estaba sorprendido y claramente molesto. Pero ¿cómo describir la reacción de Maleo y de Pattig? Ambos miraron a Mani como si acabara de ser sustituido por un sosia bromista.

– He dicho que no te negaría nada, pero esa muchacha no forma parte de los bienes que poseo. Es la hija de un oficial al que yo quería y que murió hace cuatro años combatiendo a mi lado. Yo me había aventurado imprudentemente hasta el corazón de las líneas enemigas y él acudió corriendo a salvarme. Yo pude escapar con una herida superficial, pero él dejó allí su vida por mi culpa. Por lo tanto, decidí acoger a su hija única, que tenía nueve años, la tomé bajo mi protección y la he tratado con cariño. Si a veces se ocupa de mi hija es porque ambas se quieren mucho, pero Denagh no es ni sirvienta ni esclava. Pertenece al clan Karen, uno de los más nobles de nuestra raza. En su familia, como en la mía, no se entrega una hija contra su voluntad. ¿Consentirá ella en seguirte?

– Así lo creo.

– ¿Te lo ha dicho?

– No se lo he preguntado.

– Que la hagan venir; voy a interrogarla yo mismo.

Cada instante de espera parecía aumentar la confusión de Ormuz que comenzó a reflexionar en voz alta:

– Mi hermano mayor, Bahram, acudió a visitarme hace un año. Vio a Denagh, le complació y me habló de ella. Como en aquel entonces yo tenía otros proyectos para ella, le dije que no era núbil. ¡Era verdad, no lo era! Pero cuando Bahram se entere de que he dejado marchar a esa muchacha con otro, me guardará un rencor eterno. Él, que mira ya con envidia todo lo que yo poseo…

Sin embargo, al terminar su monólogo, el príncipe se mostró resignado:

– Acabas de devolverme a mi propia hija, médico de Babel, mi deuda contigo no tiene límites. Si hubiera podido pagarla con una simple palabra a mi tesorero, ¿habría tenido la sensación de haberla satisfecho?

Apenas habían cruzado el perímetro del campamento, cuando Maleo se volvió hacia Mani. Había mil preguntas en sus labios, pero se resumían en una sola:

– ¿Qué vamos a hacer con ella?

Hizo un gesto con la cabeza, designando a Denagh, cuya montura estaba justo detrás de la suya. Mani respondió con voz clara, para que la muchacha pudiera oírle.

– Adonde yo vaya, vendrá ella. Los que me den hospitalidad, se la darán a ella también.

– ¡Una mujer! ¡La gente va a hacer mil preguntas!

– ¡Porque necesitan comprender!

¿Comprender? El propio Mani no había intentado comprender. Esa Voz, interior o celeste, que hablaba a veces por su boca, le había ordenado pedir a esa muchacha y él había obedecido. Denagh había venido a unirse a su caravana.

Ese día, Maleo se alejó para ceder el sitio a Pattig, quien rumiaba sus propias inquietudes.

– Hijo mío, ¿has decidido tomar mujer?

Al instante, el rostro de Mani se volvió impasible.

– ¿Para qué ha de tomar mujer un hombre si debe abandonarla después?

La frase no tenía réplica y el padre no se atrevió a defenderse. ¿Iba a justificar su actitud hacia Mariam, su partida de Mardino después del encuentro con Sittai en el templo de Nabu, y a recordar sus votos pronunciados en el palmeral? Demasiado sabía cómo reaccionaría su hijo. Por eso, prefirió apartarse a su vez.

La montura de Denagh fue entonces a cabalgar junto a la de Mani. Ambos jóvenes miraban a lo lejos con asombro y alegría, y también, con una especie de orgullo. A caballo, el hijo de Babel parecía recordar sus orígenes partos, quizá porque como en el suelo cojeaba a causa de su pierna torcida, a lomos de una montura recuperaba su buena presencia. Igualmente, Denagh parecía más bella a caballo; su busto, de ordinario curvado debido a su pudor de adolescente, se enderezaba y mostraba su pleno desarrollo. Su piel tostada, la trenza que le caía sobre el hombro y su perfil tendido hacia el horizonte le daban la apariencia de una viajera de las estepas. Mani posó su mirada sobre ella y su montura se le acercó aún más, hasta tal punto que sus estribos se rozaron.

Aún no habían intercambiado ni una palabra. Su silencio se prolongó, sólo perturbado de cuando en cuando por los gritos de los soldados de la escolta o por algún relincho.

A lo lejos, revoloteaba ya el polvo de la ciudad.


Desde que la antigua guarnición había abandonado la ciudadela y las torres de las murallas, no era raro ver a los hijos de Deb subir hasta el camino de ronda, tanto por el placer de correr a lo largo de una cornisa antaño prohibida, como por escrutar aquel camino del norte hasta que se perdía de vista, por donde se suponía que afluirían los invasores.

Ahora bien, aquel día, un chiquillo comenzó a gritar y los ciudadanos acudieron corriendo y escalaron las más altas construcciones, congregándose en tan gran número que los tejados amenazaban con derrumbarse. También se apiñaban por las callejuelas cercanas a la puerta de Pashkibur que se había mantenido abierta de par en par, como prueba de que no se proyectaba ninguna resistencia.

El rumor corrió más deprisa que los jinetes, que estaban aún a considerable distancia; tanto, que ni siquiera la hija mayor del anciano zapatero, famosa por su larga vista y a la que habían conducido a la torre más alta, pudo distinguir las casacas ni las enseñas. Sólo pudo estimar que, a juzgar por la nube de arena que se elevaba hacia el cielo, no se trataba aún del ejército sasánida, sino de un simple destacamento que venía, quizá, como explorador o portador de una conminación.

Lo que no podía adivinar era que esa nube la formaba la escuadra a la que Ormuz había encargado llevar a Mani de regreso hasta Deb. Se componía de un oficial y diez hombres, los primeros soldados sasánidas que los ciudadanos veían desde que se creían asediados, invadidos ya, y a los que tanto temían. Por otra parte, los jinetes hicieron un alto a tres estadios de las murallas; el oficial saltó a tierra para saludar a Mani, y más apresuradamente a sus compañeros, antes de subir de nuevo al caballo, volver grupas y alejarse, sin que su mirada se detuviera sobre las personas, las almenas o la acogedora puerta. Puerta que Maleo, Denagh y Pattig cruzaron tranquilamente a caballo, antes de apartarse para ceder el paso al héroe del día.

La llegada poco tumultuosa de los militares, su actitud deferente hacia Mani y, finalmente, su pronta partida habían suscitado en la multitud una jovialidad guasona e incrédula. Durante algún tiempo, todos extrajeron su miedo como se hace con una astilla. Abrazaban entusiasmados y con los ojos llenos de lágrimas al desconocido más cercano, invocaban al dios que creían causante del prodigio y bendecían a aquel que parecía ser su instrumento.

Mani penetró en la ciudad con la cabeza erguida, sereno, como si toda su vida hubiera cabalgado triunfalmente y acumulado conquistas. ¿Era el despertar tardío de la sangre principesca que su padre y él mismo habían denigrado constantemente? Los fervientes devotos han buscado con frecuencia en los profetas unos orígenes reales, como si, en la Tierra, la sola unción del Cielo no confiriera suficiente legitimidad. ¿No se ha vinculado a Jesús al linaje del rey David y a Buda al de los príncipes Sakya? Dios encarnado y, mejor aún, incierto vástago de un sátrapa. ¡Hay que suponer que algunos adeptos necesitan esos pobres suplementos! En la misma línea, si hay que prestar fe a las ingenuas declaraciones de los cronistas, Mani llevaba en él desde la infancia, e incluso en la humildad del palmeral de los Túnicas Blancas, ese atributo eminentemente real que es el aplomo, herencia manifiesta de los soberanos partos, cuyo imperio se había extendido antaño hasta Deb. Si no, ¿cómo habría tenido el atrevimiento de dirigirse al nieto de Artajerjes, y más tarde, a otras testas coronadas? ¿Cómo habría podido desfilar con tanta soltura por aquella ciudad delirante?

Los ciudadanos convergían ahora hacia él desde todos los barrios, impacientes por interrogarle, sin que, no obstante, ninguno se permitiera abordarle, ni siquiera aquellos que le reconocían, ni siquiera aquellos que habían escuchado su sermón en la iglesia. Maleo supuso que su amigo se dirigía simplemente a casa del notable cristiano Bar-Turna, quien los había alojado la única noche que habían pasado en la ciudad. Pero tomó otro camino, el de la residencia del antiguo gobernador, cuya verja cruzó sin que la milicia urbana que la guardaba hiciera ademán de interponerse. Y una vez allí, cuando todos pensaban verlo subir los escalones del palacio, se apartó súbitamente de la avenida pavimentada y avanzó a través del jardín hacia una morera blanca, una morera que, según los ancianos, era el árbol más viejo de la región y que, solitario, se erguía sobre una tierra seca y árida, extendiendo a esa hora hacia el Oriente su sombra atormentada.

Mani echó pie a tierra y luego levantó los brazos, a fin de que la comitiva se detuviera para que él pudiera caminar solo hacia la morera, ante la cual se inclinó con las palmas de las manos apoyadas en el tronco. Mientras estuviera en esa ciudad, dijo, pasaría allí su días y sus noches.

Entonces, los ciudadanos se acercaron, formando un halo a su alrededor, y los labios menos tímidos osaron formular las preguntas esperadas: ¿Había hablado con el conquistador? ¿Qué clase de hombre era ese Ormuz? ¿Cuándo tomaría posesión de su ciudad? ¿Qué suerte les reservaba? ¿Podría reanudarse el comercio? ¿Serían respetados los cultos?

– El príncipe que me ha recibido -respondió Mani- no está desprovisto de sabiduría ni de discernimiento. En todos los hombres hay una chispa oculta bajo los cascos, los adornos y las cotas de mallas.

Si bien Mani no quiso prometer nada, estas pocas palabras tranquilizaron a la gente, que le rodeó aún más. ¡Qué extraño era ver a aquella venerable ciudad de mercaderes confortarse así con la compañía de un mendigo recién desembarcado! En realidad, la gente de Deb tenía la ferviente convicción de que mientras Mani estuviera allí apoyado en su árbol, y hablara y rezara, y se dejara alimentar por las mujeres más humildes, ningún ejército del mundo atacaría su ciudad. Por eso, poco a poco, los muelles se fueron reanimando. De nuevo se cargaba y se descargaba, y en los mercados, la gente se aventuraba a adornar los puestos.

Desde aquel momento, los habitantes de la ciudad, en una mezcolanza de clases y de creencias, se reunían bajo la morera. Allí era donde se ponían de acuerdo y arreglaban sus litigios; a veces, sus voces subían de tono, pero bastaba una palabra de la boca de Mani para que el silencio se restableciera y todos los oídos prestaran atención. Para el hijo de Babel, ése era el auditorio sediento de verdad, para seducir al cual había estado preparándose durante mucho tiempo. Había tenido que ir hasta la India para encontrarlo y para descubrir, en ese espejo de múltiples facetas, su propia imagen de mensajero:

– Benditos sean todos los sabios de los tiempos pasados, presentes y venideros, benditos sean Jesús, Sakyamuni y Zoroastro; una Luz única iluminó sus palabras y es esa misma Luz la que hoy resplandece sobre Deb. Aquel de entre vosotros que siga mis enseñanzas no deberá abandonar el templo en el que siempre ha rezado ni el altar sobre el que honra a los manes de sus antepasados.

En Deb, donde florecían tantas creencias, las palabras de Mani eran gratas para los oídos de los hombres conciliadores. En aquellos tiempos de prueba, fueron numerosos los que se aferraron a su fe generosa; pero, al mismo tiempo, aparecían objetores entre el auditorio, a quienes las palabras de Mani escandalizaban y desconcertaban:

– Si dices lo mismo que el Mesías o Buda, ¿por qué intentas crear una religión nueva?

– La esperanza de aquel que se ha alzado en Occidente apenas ha florecido en Oriente; la voz de aquel que se ha alzado en Oriente no ha llegado a Occidente. ¿Es necesario que cada verdad lleve la ropa y el acento de aquellos que la recibieron?

– Maestro, admito que ciertas creencias merecen ser respetadas; pero los idólatras, los adoradores del sol…

– ¿Crees que un rey se sentiría celoso si besaras el faldón de su vestido? El sol no es más que una lentejuela en el vestido del Altísimo, pero mediante esa resplandeciente lentejuela, los hombres pueden contemplar mejor Su Luz. Los seres humanos creen que adoran a la divinidad cuando no han conocido nunca más que sus representaciones; representaciones en madera, en oro, en alabastro, en pintura, en palabras o en ideas.

– ¿Y aquellos que no reconocen a ningún Dios?

– El que se niega a ver a Dios en las imágenes que le presentan está, a veces, más cerca que los demás de la verdadera imagen de Dios.


Un día, le preguntaron:

– ¿Qué nombre lleva aquel del que eres el Mensajero?

– Yo le llamo «el Rey de los Jardines de Luz».

– ¿No es el Padre, el Todopoderoso, el Infinitamente bueno, el Creador de todas las cosas?

– ¿Cómo podría ser a la vez bueno y todopoderoso? ¿Es acaso él quien ha creado la lepra y la guerra? ¿Es él quien deja morir a los niños y que maltraten a los inocentes? ¿Es él quien ha creado las Tinieblas y a su Señor? ¿Ha prometido que este último existe? Si pudiera aniquilarle de un gesto, ¿por qué no lo haría? Si no quiere aniquilar las Tinieblas, es que no es Infinitamente bueno; si quiere aniquilarlas, pero no lo consigue, es que no es Infinitamente poderoso.

Después de un corto silencio, añadió:

– Es al hombre a quien ha confiado la creación. Es a él a quien le corresponde el primero hacer que las Tinieblas retrocedan.


El hijo de Babel llevaba ya diez días junto a la morera blanca, cuando el ejército sasánida tomó posesión de Deb. Se desplegó por las puertas, por la torres de las murallas, por los muelles y por las calles comerciales, sin asesinatos ni saqueos. Después, Ormuz fue a instalarse con sus allegados en la residencia del antiguo gobernador.

Mani permaneció algunos días más en el jardín vecino, rodeado de una multitud ferviente que se confortaba con su presencia, pero que pronto oiría de su boca palabras de adiós.

En efecto, una noche, Ormuz le mandó llamar con urgencia. Mani velaba aún, apoyado en su árbol; el ayudante de campo le ayudó a levantarse con una mano y con la otra sostenía una antorcha.

Junto al príncipe, se encontraba un escriba de alto rango.

– Es Nam Veh, mi hombre de confianza. Acaba de llegar de Ctesifonte.

– Una gran desgracia se ha abatido sobre el mundo. El señor de todos nosotros, el gran Artajerjes, rey de reyes, dios entre los hombres, hombre entre los dioses, ha ido a reunirse con los gloriosos soberanos… -comenzó el escriba.

– Mi abuelo ha muerto -le interrumpió Ormuz.

En sus ojos, se había apagado un terror. En los de Mani, se perfiló el camino de regreso.

El encuentro con aquel príncipe sasánida no dejó de tener un mañana. Entre Mani y la dinastía más poderosa de su tiempo acababa de nacer una relación que se revelaría tormentosa, intensa y a veces cruel; y constantemente ambigua, como deben ser las relaciones entre los portadores de ideas y los portadores de cetros.

La existencia del hijo de Babel se vería conmocionada por ella. Pero también la del Imperio.

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