4. El destierro del sabio

Contempladme, saciaros de mi imagen,

ya que no me volveréis a ver bajo esta apariencia.

Mani


Uno

El rey de reyes comenzó su campaña militar sin Mani. Con cuarenta mil brazos de arqueros, con los Inmortales de su guardia que alineaban diez mil gorros de esparto de color rojo sangre; con la noble caballería provista de corazas de hierro, tanto los cuerpos como las monturas, y también con la embarrada infantería de los campesinos sujetos a trabajos obligatorios, descalzos, con las manos varías, sin otro escudo que una piel de cabra extendida sobre dos cañas cruzadas; con la tropa abigarrada de las tribus sometidas, gelos, cadusianos, vertios, dailamitas, hunos, albanos; con los elefantes y sus guías, con los tambores, las trompas y los abanderados, Sapor se puso en movimiento, izado en su trono de combate por sesenta hombros, llevando tras él a sus mujeres, sus músicos, sus médicos, sus cocineros, sus bufones, sus adivinos, sus escribas, sus aduladores y sus consejeros. Pero sin Mani.

La hueste tomó primero el camino del norte, hacia Armenia. No se trataba aún, en su sentido pleno, de una guerra de conquista, ya que el César de Roma había concedido a los persas la autoridad sobre aquel país y la nobleza local se había doblegado a ello. Sin embargo, Armenia seguía siendo un reino, vasallo pero distinto, adherido, pero a la espera de que se aflojara un día la tenaza de los sasánidas.

La gesta antigua de los armenios cuenta en qué circunstancias el venerable rey Josrov, en el cuadragésimo noveno año de su reinado, fue atraído fuera de su palacio de Jaljal, con el pretexto de una montería, y traidoramente apuñalado por dos agentes a sueldo de Ctesifonte; qué sangrientas disensiones siguieron a este suceso, y cómo Sapor, con sus tropas situadas oportunamente en las fronteras, se consideró obligado a invadir el territorio para poner fin al intolerable desorden; cómo la dinastía reinante fue desposeída de su feudo, que fue rápidamente anexionado a los dominios sasánidas; cómo, también, los magos de Atropatena, que llevaban los altares del fuego montados en carros de oración, penetraron en el país tras los jinetes y, recorriendo una a una las satrapías armenias, se dedicaron encarnizadamente a extinguir las creencias locales y a humillar a las divinidades disidentes; cómo, finalmente, las más ilustres familias del país eligieron entonces el exilio, y se marcharon primero a Melitene y a Ponto y luego hasta la misma Roma, para intentar conmover al Pretorio y a los senadores con el relato de sus sufrimientos. Se les escuchó, se les compadeció y todo el mundo se indignó y prometió, pero nadie movió una lanza.

Precisamente de eso quería asegurarse Sapor antes de llevar a sus hombres a través de los montes Amanus y las fuentes del Éufrates hasta Capadocia, Cilicia y la Siria romana. Conquistó fácilmente a los romanos treinta y siete ciudades y sus campos, entre las cuales estaban Batna, Barbalisos, Hierápolis y Alejandreta, así como Hama, Calcis y Germanicia; y sobre todo, Antioquía, la más populosa, la más próspera de todas, que fue horriblemente saqueada. Devastaron sus huertos, raptaron a las mujeres y deportaron a miles de artesanos a Ctesifonte, donde se les asignó un suburbio.

Un procónsul romano que no tuvo tiempo de embarcarse hacia Egipto, tuvo que figurar, con los pies encadenados, en el cortejo triunfal que el rey de reyes hizo desfilar por las pavimentadas avenidas de la capital. De todos los confines del Imperio sasánida afluían las delegaciones, cargadas de regalos, para aclamar al vencedor.

Mani no participaba en esa fiesta. A lo largo de aquellos años de guerra, caminaba por sus propios senderos, con sus propias tropas, llevado por la ambición de una conquista diferente. Más tarde, los historiadores supondrían que, en aquel tiempo, se había preocupado de edificar piedra a piedra su Iglesia; una palabra que le incomodaba, ya que prefería hablar de «mi Esperanza», o de «los míos», y, afectuosamente, de «mi Caravana» o de «los hijos de la Luz». Sin embargo, para aquellos que le observaban desde fuera, se trataba evidentemente de una Iglesia, con pastores Elegidos y rebaño adepto; pero en ella, la autoridad pertenecía solamente a los que vivían como mendigos y también a aquellos cuyas manos y cuyo espíritu prodigaban la belleza. Una jerarquía de la indigencia y de la inspiración que excluía cualquier otro mérito. Así era, así habría debido perpetuarse la Iglesia concebida por Mani.

La Esperanza del hijo de Babel florecía a lo largo de los caminos y su creencia conquistaba sin armas ni fuego ni castigos. Cuando los cautivos romanos originarios de Nórico, de Mauritania o de las Galias eran conducidos a tierra sasánida, los discípulos del Mensajero iban a su encuentro para hablarles de la vanidad de las fortunas guerreras y para ofrecer a cada uno de ellos su parte de consuelo en la humana confusión de las divinidades y de las lenguas; y un gran número de artesanos, de mujeres y de legionarios derrotados abrazaron la generosa fe.

Igualmente, entre los súbditos de Sapor eran muchos los que sufrían a causa de la guerra, ya fuera porque habían perdido a algún pariente o porque les perjudicaba que las rutas de las caravanas estuvieran interceptadas durante tanto tiempo. En ellos también resonaba la palabra de Mani. Sorprendentes años aquellos en que el rey de reyes estaba constantemente guerreando, mientras que su protegido hacía el elogio de la paz en todas las provincias del Imperio y predicaba nada menos que «el desprecio a las espadas y a los brazos que las han blandido».

Unas palabras sediciosas, insoportables a los oídos de los caballeros y de los magos. Pero ¿qué hacer? «A cada rey su loco», se burlaba Kirdir en la discreción de sus templos del fuego. «¡Cuanto más grande es el rey, más grande es su locura!» Y es que Sapor se negaba a castigar, aunque sólo fuera con un reproche público, los extravíos de Mani. Si alguien se atrevía a tocar ese tema delante de él, se mostraba ostensiblemente contrariado y hasta amenazador; entonces, el atrevido cortesano se callaba y se refugiaba tras su tembloroso padham.

Así las cosas, ni que decir tiene que en aquellos años de guerra el hijo de Babel no ocupaba ya su lugar en la corte. El monarca había tomado nota y había renunciado a consultarle, pero sin retirarle su protección. ¿Por fidelidad a la palabra dada? Ésa no era la única razón. Desde que se había lanzado a sus campañas, el soberano se veía rodeado de magos fanfarrones, belicosos de boquilla, que ocupaban a su alrededor la totalidad del espacio respirable y que habían sitiado su consejo privado, su cancillería y su casa militar, donde las opiniones de Kirdir, convertido en mobedhan-mobedh, es decir, jefe supremo de los magos, prevalecían ahora sin debate, ya que los caballeros y los escribas rara vez se atrevían a contradecirle. Si de algo era culpable Mani a los ojos de Sapor, era de haberle dejado así solo con unos personajes a los que aborrecía, de no estar ya a su lado para hacer contrapeso, para permitirle escuchar, a veces, una voz diferente.

Cuando entre dos expediciones el monarca se concedía algunas semanas de descanso, solía preguntar a alguno de sus allegados, a su hijo Ormuz o a su hermano Peroz, o también a Zerav, su tañedor de laúd favorito, tres fieles admiradores de Mani, si habían tenido noticias recientes de él; generalmente, le respondían que se encontraba de viaje con sus adeptos en Characena, en Pérsida o cerca de Arbashahr. ¿Había que convocarle? El soberano desviaba el tema castañeteando los dedos desenfadadamente y enseguida se alejaba de su interlocutor hablando de otra cosa, como si las idas y venidas del hijo de Babel no le interesaran en modo alguno, como si jamás hubiera formulado la menor pregunta sobre ese personaje.

Hacia el cuarto año de guerra, el rey de reyes recibió de uno de sus espías, que había recorrido algunas provincias romanas disfrazado de mercader, un informe inquietante. Las legiones que luchaban entre ellas para imponer cada una a su imperator habían resuelto bruscamente, según parecía, sus sangrientas rivalidades; de los cuatro pretendientes al trono, tres habrían sido asesinados por sus propias tropas. El Imperio Romano, fustigado por las humillaciones que había tenido que soportar en Oriente, se encontraba, de la noche a la mañana, milagrosamente unido en torno a un César único, un patricio septuagenario llamado Valeriano, antiguo presidente del Senado y político sagaz, pero también un soldado de grandes virtudes, quien, desde su ascensión a la dignidad imperial se había fijado como objetivo poner fin al avance sasánida.

Esperando desanimar así a sus enemigos de todo afán de desquite, Sapor dirigió sus tropas por segunda vez hacia la Siria romana, ocupó otras ciudades, devastó algunas regiones que hasta entonces se habían salvado y reforzó la guarnición de Antioquía. Luego, de regreso a Ctesifonte, desfiló en un nuevo cortejo triunfal y esta vez en primera fila y llevando como trofeos a seiscientos legionarios encadenados de dos en dos tras el carro del vencedor.

Más seguro que nunca de sí mismo, planeaba el rey de reyes lanzarse sin tardanza al asalto de Grecia, o quizá de Egipto, cuando un acceso de fiebres cuartanas le obligó a postergar sus proyectos hasta el año siguiente. En el intervalo, decidió dejar a sus hombres libres.

Acababa de enviar a sus casas a las tropas auxiliares, satisfechas y ricas de botín, y había ordenado igualmente que algunos regimientos de élite se dirigieran hacia Drangiana, a fin de someter a algunas poblaciones turbulentas, cuando le llegaron nuevos mensajes de sus espías: ¡Valeriano se acercaba a la cabeza del más poderoso ejército romano jamás reunido! Acababa de cruzar el Cuerno de Oro y avanzaba a través de Asia Menor. Su vanguardia había sido avistada en Comagena. Sus legiones intentaban agruparse bajo las murallas de Samosata, desde donde podrían desplegarse en diez días por las llanuras costeras, o incluso dirigirse hacia los valles del Cáucaso.

Estaba aún preguntándose Sapor qué crédito se podría dar a unos informes tan alarmistas, cuando le anunciaron la repentina caída de Antioquía y la masacre de su guarnición sasánida. Convocó entonces apresuradamente al consejo de los grandes del reino, insistiendo esta vez en que se buscara al hijo de Babel.

El paje que acudió en una litera oficial al domicilio de Maleo se enteró por los vecinos de que Mani había partido aquella misma mañana hacia su pueblo natal. Su padre, Pattig, había fallecido durante la noche, después de haber expresado su voluntad de ser enterrado en Mardino, en el jardín de su casa abandonada, al lado de aquella que había sido, demasiado brevemente, su esposa adulada y después la víctima de sus piadosas locuras. Mani iba, pues, a ver de nuevo el pueblo de su primera infancia, una íntima peregrinación a la cual habían deseado unirse muchos fieles.

A decir verdad, resultaba desconcertante que el padre de un mensajero, de un profeta, de un fundador de creencia, hubiera vivido durante tanto tiempo. En la vida de Moisés, de Buda, de Jesús o de Zoroastro, el progenitor estaba ausente, era como un fantasma o había desaparecido prematuramente, como si las sienes de los huérfanos fueran más aptas para recibir la unción del Cielo. No fue éste el caso de Mani. Su padre estuvo constantemente a su lado, pisándole los talones hasta la edad adulta; aventurero de la fe rígida y luego discípulo y apóstol, su trayectoria fundamenta, aclara e ilustra la de su hijo y maestro.

De pie junto a la tumba de Mariam y de Pattig, mirando a veces a la de la fiel y olvidada Utakim que estaba situada a algunos surcos de allí, Mani parecía despojado de su natural aplomo y había perdido su apariencia de conductor o de guía. Su pensamiento, como una frágil barca, se encontraba sumergido en la ola caótica de las sensaciones y de los recuerdos, y apenas pudo articular unas palabras para pedir al Elegido más cercano, un discípulo de Edesa llamado Sisinios, que dirigiera la oración en su lugar y que pronunciara el sermón. Una elegía corta y sobria que el hijo de Babel no pudo seguir hasta el final porque se sintió desfallecer. Denagh acudió presurosa, así como Maleo y Cloe, y luego Sisinios y algunos más, que le sostuvieron y le llevaron con precaución hasta la casa, hasta el lecho que había sido el de sus padres, donde se tendió, aún deslumbrado y con la mente tan nublada como el alba al caer las brumas sobre las ciénagas de Mesana.

Al día siguiente, aunque había pasado una noche inquieta, Mani insistió en partir de nuevo. Quería abandonar lo antes posible aquel lugar en el que se sentía tan vulnerable, tan poco dueño de sí mismo, y aseguró a sus amigos que soportaría sin problemas las dos jornadas que les separaban de Ctesifonte. Pero al cabo de tres horas de marcha por caminos pedregosos, se sintió desfallecer una vez más y tuvo que proseguir el viaje tendido en un carricoche bajo un baldaquino de mujer, protegido del sol y de las miradas de los suyos. Sólo Denagh permaneció a su cabecera, rociándole sin cesar la frente, la nuca y los labios con agua fresca y perfumada.

Mucho antes de que divisaran la capital, el emisario del palacio fue a su encuentro para notificar a Mani la convocatoria imperial. El hijo de Babel le rogó con voz débil que transmitiera al soberano sus excusas y la promesa de que obedecería en cuanto estuviera algo restablecido y en estado de presentarse ante el rey de reyes. El paje se dispoma a insistir, pero al comprobar por sí mismo el estado de agotamiento en que se encontraba Mani, volvió grupas y se alejó, tan contrariado que descuidó despedirse con cortesía.

Cuando, al cabo de algunas horas, la caravana llegó por fin ante la casa de Maleo, el emisario del palacio estaba allí esperándola. Pero no estaba solo. Sapor había enviado con él al drusbadh, jefe de los médicos del Imperio, importante dignatario, enfundado en sus atavíos reglamentarios y acompañado de todo un ejército de sangradores, boticarios, encargados de los incensarios y expertos en colocar sanguijuelas, que llevaban a la vista sus instrumentos para sanar o para martirizar. Insistiendo hasta la bufonada, el monarca había ordenado que se unieran a esta comitiva tres adivinos sacrifícadores y el coro titular de las suplicantes curanderas.

Mani debería haberlo sospechado; cuando el que convoca es el divino Sapor, rey de reyes, dios entre los hombres y hombre entre los dioses, hermano del Sol y de la Luna, ni el duelo, ni la enfermedad, ni la invalidez son excusas admisibles… Acogió, pues, a toda esa gente con una sonrisa lívida pero cortés.

– Id a decir al señor del Imperio que su solicitud me ha sanado sin tener que recurrir a vuestra medicina. Iré esta misma tarde a prosternarme a los pies del trono, pero es posible que necesite a dos guardias vigorosos que me ayuden a levantarme.

Dos

Antes que nada, Sapor ordenó que le dejaran solo con Mani; Mani, al que miraba fijamente desde lo alto de su asiento monumental, en medio de un silencio compartido.

Luego, habló.

– En otro tiempo, yo tenía un amigo -dijo el rey de reyes apartando la mirada de su pálido visitante vespertino-. Le había tomado cariño y le trataba con consideración, aunque, por su edad, habría podido ser mi hijo. Pero cuando llegó el día en que no seguí uno de sus consejos, me abandonó, huyó, dejó de interesarse por mi suerte como si jamás le hubiera amado ni protegido, como si este palacio estuviera ocupado por el usurpador bárbaro de un reino sin ley.

El monarca calló. El silencio ocupó el espacio. Luego pudo oírse débilmente la respuesta de Mani.

– A lo largo de estos años, he rezado constantemente para que el Cielo concediera larga vida al señor del Imperio.

Desde el fondo de la garganta de Sapor brotó una especie de risa áspera y llena de sarcasmo.

– ¡Qué caiga sobre ti el oprobio, mensajero de paz! ¿Rezas para que viva aquel que manda en todas las espadas del Imperio, rezas para que mi vida se prolongue, cuando sabes que voy a proseguir la guerra y que por mi causa miles de hombres perecerán? ¿No es contrario a tu fe contribuir así con tus oraciones a la continuación de esta matanza?

El tono de Mani se hizo neutro y didáctico, como si se esforzara por responder a las preocupaciones sinceras de un discípulo escrupuloso.

– A un médico que cuida a un paciente, ya sea rey o camellero, no le interesa lo que haga ese hombre una vez repuesto. Lo mismo sucede con mis oraciones.

– ¡Rezas, pues, por mi salud, pero no llegarías a rezar para que pueda rechazar al enemigo que amenaza hoy al Imperio!

– Mi deseo es que todos los invasores sean rechazados, que todos los lugares de este universo, las casas, los templos, los hombres, los árboles, así como todos los cuerpos celestes, sean preservados de toda brutalidad y de toda humillación, que los soberanos encuentren el camino del sosiego, tanto para ellos mismos como para aquellos cuya suerte depende de sus actos.

– ¿Para qué sirven tus deseos cuando el enemigo está a las puertas?

– ¿Para qué han servido las empresas guerreras si el enemigo está ahora a las puertas?

Sapor hizo una mueca de dolor y un estremecimiento recorrió su rostro demacrado por las fiebres. Sin embargo, su expresión se suavizó.

– Es verdad que de todos aquellos a quienes consulté, tú fuiste el único que predijo que los romanos no tardarían en recobrarse y que entonces lucharían encarnizadamente para vengarse de las humillaciones que habrían tenido que soportar. ¡Ahora puedes vanagloriarte de haber tenido razón!

– Haber tenido razón o haberse equivocado, ¿qué importancia tiene? Apenas recuerdo los consejos que pude dar. Los consejeros sólo hablan y el señor es el único que decide y manda.

– Acuérdate, médico de Babel, que durante mucho tiempo dudé, sopesé y contemporicé. Tu insistencia me hizo retractarme de las decisiones que ya había anunciado y hasta he vacilado tanto que mi autoridad ha estado a punto de verse comprometida. La corte se levantaba y se acostaba al son del descontento. Tuve que tomar una decisión, era mi deber soberano y mi prerrogativa. Tu deber era permanecer a mi lado.

El tono de su voz había ido subiendo con estas últimas palabras, antes de bajar de nuevo, como por hastío.

– Sí, Mani. No te escuché lo bastante antes de lanzarme a esos tiempos de guerra, pero a pesar de todo, tú deberías haberme acompañado en cada etapa de mi camino, ya que quizá en Armenia y ante Antioquía te habría escuchado y, seguramente, gracias a ti, habría frenado el celo demoledor de Kirdir y habría impedido a los magos que martirizaran a las poblaciones, provocando que se levantaran contra nosotros. En tu ausencia, mi hijo Ormuz y todos los cortesanos que solían escucharte estaban como huérfanos de ti y mudos. Yo también echaba de menos tu voz justa y franca. Maldito seas Mani, ¿es así como demuestras tu gratitud a aquel que te ha protegido siempre y que te sigue protegiendo a pesar de tu traición? Si cualquier otro de mis súbditos se hubiera comportado así, si cualquier otro hombre hubiera proferido las frases sediciosas que vas propagando por el Imperio, le habría hecho empalar. ¿Por qué tengo que ceder así cuando se trata de ti, médico de Babel?

Guardó silencio, como sorprendido por su propia interrogación, como si un extraño acabara de hacerle una pregunta que nunca se le había ocurrido y que le turbaba a la vez que le desafiaba.

– Quizá… -comenzó. Una vez más se interrumpió antes de proseguir con voz entrecortada-. Cuando estoy sentado en este trono, entre las miles de miradas que se cruzan con la mía o que la esquivan, siempre hay una en la que vuelvo a descubrirme mortal. Esa mirada es la tuya.

Los dos hombres se contemplaron. Ambos se veían avejentados, lívidos, y tan parecidos… Sapor hizo una seña a su amigo para que subiera los primeros peldaños del trono monumental y fuera a sentarse en el cojín tapizado que ocupaba, de ordinario, el encargado de la cortina cuando el soberano deseaba hablarle largamente al oído. Con un gesto que jamás había hecho anteriormente, el rey de reyes puso la mano en el hombro del Mensajero y le confió:

– Hay tantos hombres que intentan halagar mis peores inclinaciones… y las voces amigas se apagan.

Sus palabras permanecieron en suspenso. Tenía el busto inclinado, como postrado sobre su pedestal.

– He perdido Antioquía, donde había dejado mi única guarnición importante. De ahora en adelante los romanos van a recuperar una a una todas las ciudades que he conquistado; y esta misma tarde han venido a notificarme que la vanguardia romana ha cruzado el Eufrates y se encuentra ya al norte de Mesopotamia. ¡Dentro de veinte días Valeriano irrumpirá en este lugar, al pie de las murallas de Ctesifonte!

El hijo de Babel no creía que la situación estuviera hasta tal punto degradada. Apartó los ojos por temor a que Sapor adivinara en él cierta irreverente compasión.

– Es necesario que conduzca al ejército a Edesa lo más rápidamente posible. Hay que salvar a Mesopotamia y, si es posible, conservar Armenia. Si tú me acompañaras ahora, me ayudarías quizá a tomar las decisiones justas.

Mani hizo un gesto imperceptible como para separarse, pero el cuerpo de Sapor se apoyaba cada vez más sobre su nombro.

– Esta mañana -dijo el rey de reyes- he firmado un decreto confiando a mi hijo Ormuz el gobierno de Armenia, con el título de gran rey. Va a ordenar a los magos que abandonen el reino. Todas las creencias, antiguas o recientes, serán respetadas de nuevo. ¿No es eso lo que deseabas?

El tono de Mani se hizo apenas interrogativo.

– ¿Se reconstruirán todos los lugares de culto? ¿Se colocarán de nuevo las divinidades en sus pedestales?

– Así se hará.

El rey de reyes hizo una nueva mueca de dolor y pareció vacilar, como si sólo pudiera sostenerse apoyándose en su visitante. A cada palabra, su voz sonaba más cansada.

– Se me venera de sol a sol como a un ser divino. Dime entonces, Mani, ¿es conforme a los decretos del Cielo que los seres divinos sufran de las fiebres cuartanas?

Mani dio un suspiro de impotencia.

– Esos médicos que se ocupan de mí -prosiguió Sapor-, se reúnen en torno a mi lecho hasta siete u ocho al mismo tiempo y esparcen humo de alcanfor y de incienso farfullando algunas fórmulas sagradas; luego, me sangran y me sangran hasta que me pongo lívido y comienzo a temblar. ¿Es así como se tratan las fiebres cuartanas?

Mani se indignó.

– ¡Pero qué medicina es ésa! ¿En qué manual de brujería se enseñan semejantes prácticas?

– ¿Cómo quieres que lo sepa yo? Kirdir me repite que esa medicina es la única conforme a la Ley y la única que puede curarme; pero cada vez me siento más débil. ¡Ay, Mani, médico de Babel! ¡Tú que posees los secretos de las plantas! Si quisieras quedarte a mi lado, si pudieras prodigarme tus cuidados, me libraría al instante de todos esos envenenadores.

– ¿Puede el señor dudar un momento de mi respuesta?

Apenas hubo pronunciado Mani estas palabras, Sapor se incorporó, recuperando súbitamente su estatura imperial. Y también el acento.

– Sabía que podía contar con tu adhesión. Mañana, al alba, partiré hacia el norte al encuentro de los romanos, y tú serás el único médico de mi séquito.

Sólo en ese instante comprendió Mani adonde había querido arrastrarle el monarca. Pero era demasiado tarde para desdecirse y tuvo que poner buena cara.

– ¿No ha estado siempre mi humilde medicina al servicio de la dinastía?

Sapor se había levantado ya y se dirigía hacia la puerta que llevaba a los aposentos de sus mujeres.

– ¡Qué sumisas son tus palabras, Mani, y qué rebeldes son tus pensamientos!


* * *

Si bien durante la audiencia imperial Mani se había esforzado por olvidar su propia dolencia para mostrarse sólo preocupado por la de Sapor, a la salida su debilidad se agudizó hasta tal punto que hubo que sostenerle y llevarle casi hasta la litera, a él, que unos minutos antes sostenía al monarca. Y cuando llegó a casa de Maleo, hubo que llevarle también hasta su habitación, donde durmió con un sueño febril y agitado, sin haber dicho una sola palabra de su entrevista.

Cuando al día siguiente el tirio fue a buscar noticias, la puerta de la habitación estaba entreabierta. La empujó lentamente con una mano, llamando tímidamente con la otra, mientras contemplaba una escena que no se borraría jamás de su memoria.

Denagh estaba arrodillada y sentada sobre los talones, dándole la espalda a Mani, quien, con una mano que denotaba la costumbre, rehacía su trenza deshecha. Maleo se quedó sin voz. De ordinario -se dijo-, son las jóvenes las que hacen las trenzas de los guerreros. ¿Quién es este descendiente de guerrero parto que se aplica así en hacerle la trenza a una mujer? ¡Hacía más de treinta años que se conocían y Mani aún conseguía asombrarle! Cuando Denagh se percató de su presencia, enrojeció, y él dio un paso hacia atrás, pero Mani le llamó, obligándole casi a sentarse y a hacer sus preguntas, a las que él respondió mientras proseguía, como por desafío, su curiosa ocupación.

– Sapor ha terminado por conseguir de mí, astutamente, lo que yo siempre le había negado: seguir a su ejército en sus campañas. Y ya ves, me siento más avergonzado de eso que de estar haciendo esta trenza.

Maleo no pudo evitar contar esa escena a los fieles, quienes, desde aquel momento, sintieron hacia Denagh y su cabellera un respeto que, en algunos, rayaba en la veneración. Y fue a fuerza de contemplar la trenza día tras día cómo descubrieron que tema su propio lenguaje: cuando la compañera de Mani estaba tranquila y serena, se colocaba la trenza, como por instinto, hacia adelante, en el lado derecho; cuando sentía alegría, pero una alegría teñida de espera, de impaciencia, se la echaba sobre el hombro izquierdo; finalmente, cuando estaba inquieta, angustiada, cuando se sentía desgraciada, su trenza permanecía hacia atrás.

Durante el periodo que se avecinaba, la trenza de Denagh no permanecería durante mucho tiempo en el mismo lugar.

Tres

Frente a frente en la región de Edesa, los dos grandes imperios se acechaban; los romanos dominaban la ciudad fortificada y los sasánidas la asediaban a distancia sin decidirse a llevar a cabo el asalto, ya que a su retaguardia, tanto por el norte como por el sur y el oeste, estaban los legionarios de Valeriano; unos legionarios que se desplazaban permanentemente, ocultando así sus intenciones y su número.

El otoño tocaba a su fin, y al estar tan lejos del mar y tan cerca de las montañas, las noches eran gélidas. Los víveres escaseaban, las tierras de los alrededores eran áridas, o se habían incendiado, o estaban ya cosechadas. Sapor sentía que la impaciencia de los caballeros iba en aumento y, de cuando en cuando, suscitaba una escaramuza sabiamente circunscrita. Se regresaba al campamento con un cadáver heroico e imberbe, en torno al cual todo el mundo se reunía para una fiesta mortuoria. Lo cotidiano de la guerra estaba servido y el minotauro alimentado. Si fuera necesario, se le alimentaría de nuevo mañana y cada vez que la sangre de los guerreros estuviera pronta a desbordarse. Pero nadie podía obligar al rey de reyes a entablar el combate antes del minuto elegido con detenimiento. Por el momento, mantenía sus tropas en las colinas en posición defensiva; iba apretando la tenaza en torno a Edesa… y esperaba.

¿Qué esperaba, exactamente? Nadie lo sabía con certeza, ni siquiera sus allegados. Verdad es que había subido hacia el norte con las únicas tropas disponibles, a las que se había unido Ormuz a la cabeza de su caballería armenia. Sin duda, el soberano esperaba refuerzos, pero nada probaba que Valeriano no los recibiera por su lado, procedentes de Emesa, de Gaza, de Palmira o de Ponto. Sapor sabía todo esto e intentaba elaborar una estrategia, pesando y sopesando las diferentes opciones que se le ofrecían. Los escasos momentos en que una chispa de excitación animaba sus ojos era cuando su chambelán hacía entrar en su tienda a un oficial de exploradores o a algún espía disfrazado de cabrero de Osroena. El soberano podía pasar largas horas a solas con ellos, interrumpiendo rara vez sus relatos e interrogándolos febrilmente y, a veces, incluso, los honraba invitándolos a su mesa.

Mani jamás había visto a Sapor en campaña. Él, que le había seguido para velar, en principio, por su salud, le encontraba de pronto vigorizado, rejuvenecido; sus fiebres se habían evaporado. El rey de reyes daba a todos la impresión de dominar el menor elemento de la situación y de saber cada día con certeza lo que sucedería al día siguiente. Impresión excesiva, sin duda, pero así era como le veían todos los combatientes en ese instante y por eso le reconocían como jefe y contaban con él para la vida y para la muerte. Mani le observaba, pues, no sin admiración, y aunque se encontraba con el soberano en diversas ocasiones, principalmente en la ceremonia del despertar, éste rara vez le consultaba.

Un día, sin embargo, a la hora habitual de la siesta, un guardia fue a convocarle con urgencia a la tienda imperial, donde se encontraban ya reunidos en torno a Sapor y a sus dos hijos, Bahram y Ormuz, el comandante de la caballería, el encargado del arsenal, los principales dignatarios de la cancillería y Kirdir, el jefe de los magos, y en medio de este Consejo, un romano, oficial de alto rango, centurión, o quizá incluso tribuno de cohorte, vestido con su uniforme.

Todas las miradas estaban clavadas en este último y las lenguas permanecían atadas a la espera de que fueran reveladas su identidad y la razón de su presencia. La primera idea que vino a la mente de todos fue que Valeriano había enviado un emisario con una conminación o alguna proposición de tregua. Pero el hombre no tenía el porte ampuloso de los embajadores y estaba junto a los dignatarios sasánidas como si fuera uno de ellos.

Por otra parte, el rey de reyes comenzó a hablar sin tomarse la molestia de presentar al intruso, y dada la naturaleza de los temas que trataba, la asistencia se quedó petrificada. Y es que Sapor anunciaba con la mayor tranquilidad del mundo que tenía la intención de atacar a los romanos por sorpresa aquella misma noche, al rayar el alba, y que había convocado a los hombres del más alto rango y del mejor criterio para escuchar su opinión. Se expresaba con tanta serenidad que nadie osó preguntar, ni siquiera con un gesto, quién diablos podía ser ese oficial romano al cual el soberano incluía así entre sus allegados y los grandes del Imperio, y con el que compartía un secreto tan grave.

Una vez revelada su decisión, el monarca precisó el lugar del ataque, un terreno elevado en el camino de Harrán, que los militares llamaban «la meseta de la torre vigía» porque los romanos habían construido allí un andamio desde lo alto del cual observaban los movimientos de las tropas sasánidas. Sapor precisó además que la caballería, provista de corazas de hierro, sería la única que atacaría, ya que los arqueros sólo tenían por misión cortar el camino a cualquier refuerzo enemigo.

Después de proporcionar esta información, el monarca se volvió hacia Kirdir:

– ¿Qué dicen los astros?

La respuesta fue inmediata:

– Esta noche, mañana y toda la semana próxima serán días fastos para la empresa.

– ¿Y los augurios?

– Todas las mañanas ofrezco sacrificios por si el señor me hace esta pregunta tan esperada, y los augurios nunca han sido tan claros como hoy; parece que todos los caminos se allanan ante los ejércitos de Ahura Mazda y de la divina dinastía.

– ¿Y a ti, Mani, qué te han dicho esas voces celestes que te hablan?

– No las he interrogado.

En el rostro de Kirdir se manifestó una alegría de chiquillo al ver a su rival cogido en flagrante delito de indiferencia por los asuntos del Imperio. Pero Sapor acudió en ayuda de su protegido.

– Si el médico de Babel necesita retirarse unos momentos para solicitar una respuesta, le esperaremos.

No era una sugerencia y Mani tuvo que hacer inmediatamente lo que se le ordenaba.

Una vez fuera, vio un sendero que llevaba hacia un árbol solitario bajo el cual fue a sentarse. Generalmente, en un entorno como aquél, conseguía abstraerse de los murmullos cercanos y de la algarabía lejana, a fin de invocar a aquel a quien llamaba su «Gemelo».

Pero aquel día, no apareció ningún rostro ni se oyó ninguna voz familiar.

Habían transcurrido treinta años desde su primer encuentro cara a cara en el agua del canal, en la época del palmeral, y su compañero celeste siempre le había respondido. Entre Mani y ese otro yo podía haber crisis y tensiones, ya que su doble le ocultaba a veces ciertas verdades, rayando en el engaño y la burla, pero siempre aparecía, sin fallar, en el instante en que Mani le llamaba.

Hasta aquel día, en la región de Edesa.

Privado de su reflejo celeste, el Mensajero tuvo la sensación de haber dejado de existir. De pronto, todo le pareció irrisorio, superfluo, ni siquiera se acordaba de la pregunta que quería formular. Permaneció sentado en la roca, inmóvil, postrado, anonadado, hasta que un guardia fue a zarandearle y le arrastró por el brazo. El soberano se impacientaba.

– ¡Y bien, médico de Babel! ¿Tienes la respuesta?

– No.

Sapor esperó la continuación, pero ésta no llegó.

– ¿Qué ha respondido la voz celeste?

– Nada. Ni siquiera ha querido escuchar mi pregunta.

– ¡Mucho hemos esperado para tan poco!

A pesar de la importancia de los personajes que le rodeaban, Mani habló principalmente para sí mismo.

– ¡Este silencio! ¡Nada me inquieta más que este silencio! Un silencio de oscuridad y de cólera infinita.

Había perdido su porte habitual, parecía asustado, y sin duda daba la impresión a los que le observaban de haber tenido una visión de desgracia que no osaba describir. La angustia de Mani hizo vacilar a Sapor, que hasta ese momento se había mostrado confiado.

Obedeciendo a una discreta invitación de Kirdir, Bahram intentó que su padre volviera a sus disposiciones anteriores.

– Todos los adivinos y los astrólogos han percibido la bendición de Ahura Mazda para esta empresa. ¿Acaso el médico de Babel tiene un Cielo diferente al nuestro?

Sapor ni siquiera le oyó. Preocupado, confuso, miraba fijamente a Mani, y cuanto más le contemplaba, más se turbaba.

– ¿Crees que nuestras tropas van a caer en alguna trampa?

Mani reaccionó rápidamente, pero apenas menos confuso:

– No lo sé, no tengo ninguna respuesta. El Cielo se ha negado a escucharme y no tengo ninguna certeza, ningún argumento, ninguna opinión, sólo recelo.

El romano, hasta entonces silencioso, juzgó necesario intervenir en un griego muy cuidado.

– Si el divino señor teme alguna trampa, yo respondo con mi vida. Permaneceré aquí mientras se desarrolla el ataque y que mi cabeza sea el precio de la menor sospecha de traición.

Uniendo el gesto a las palabras, se cogió la cabeza cubierta por el casco entre las manos y la inclinó hacia el soberano como si fuera un cántaro. El gesto era grotesco, bufo, pero ¿quién tenía humor para sonreír? Sapor había cruzado los brazos con las manos apoyadas en los hombros y mientras se interrogaba así, evaluaba y dudaba, todos a su alrededor permanecían recogidos, conteniendo la respiración. Por fin llegó la decisión:

– Nuestro ataque no se retrasará. Que se desplieguen los estandartes color de fuego, pero en picas clavadas a ras de suelo. Es necesario que el enemigo no pueda verlas de lejos.

El oficial romano fue de nuevo objeto de algunas miradas inquietas, pero Sapor las ignoró. Dirigiéndose a Ormuz, dijo:

– Tú que sientes tanto afecto por el médico de Babel, tú que compartes con tanta frecuencia sus opiniones, ¿no estás turbado por sus inquietudes?

– Me harán más vigilante, pero no menos audaz. Lucharé como lo he hecho siempre, como mi divino padre me ha enseñado a hacerlo.

Sapor movió la cabeza varias veces, muy lentamente, como si siguiera reflexionando aunque admitiera los argumentos de su hijo menor.

– Mañana, tu audacia te será más útil que tu vigilancia, ya que serás tú quien dirija la primera carga. Volverás triunfante o mártir. Ordena que distribuyan a todos tus soldados doble ración de pan, de leche y de carne, y luego reúne a los caballeros de alto rango, tengo que hablarles. En cuanto a ti, Bahram, mi primogénito, ocuparás mi asiento en el estrado imperial para presidir el recuento de los hombres.

Tal como lo exigía el ritual de los combates, los guerreros sasánidas desfilaron ante el representante del soberano, tirando, uno tras otro, una flecha en unos inmensos cestos de mimbre que se cerraron y se sellaron inmediatamente. Despues del combate se abrirían con un ceremonial parecido y cada soldado iría a recoger una flecha, permitiendo así al monarca saber con precisión el número de sus hombres muertos o capturados.


Las pérdidas no fueron muy grandes en el combate de Edesa. Se esperaba un enfrentamiento titánico entre los dos grandes imperios del siglo, entre los dos ejércitos más temidos, entre dos hombres excepcionales. ¿No era Sapor el verdadero fundador del Imperio sasánida, el señor de todas las tierras que se extendían desde el desierto de Arabia hasta la India? ¿No era Valeriano el que había unificado providencialmente a los romanos, el salvador que debía conjurar la decadencia y continuar la época gloriosa de las conquistas y de la prosperidad? Todo se resolvió con un golpe de mano audaz, minucioso y afortunado: cuando la caballería, provista de corazas de hierro y conducida por Ormuz, se abalanzó sobre el campamento romano situado en el camino de Harrán, una de sus primeras presas fue Valeriano en persona, capturado en su tienda con su prefecto del Pretorio, su tesoro de campaña y la flor de su Estado Mayor, así como cierto número de senadores que se habían unido a su séquito. Desprovisto de sus jefes, el ejército romano estaba vencido antes, incluso, de haber combatido, y cuando algunas cohortes y algunas centurias acudieron corriendo, fueron aniquiladas una tras otra a medida que se presentaban; el resto prefirió cruzar el Eufrates lo más rápidamente posible para escapar al desastre.

Sapor hizo grabar en la roca, con palabras e imágenes, el recuerdo de su triunfo. El texto se complace en precisar que las tropas del cesar Valeriano venían de «Germania, de Retia, de Nórico, de Istria…» y también de «Frigia, de Fenicia, de Judea y de Arabia; una fuerza de setenta mil hombres» que el rey de reyes había hecho trizas. Un bajorrelieve representaba a Sapor a caballo, con la mano izquierda en la empuñadura de una espada aún en su vaina y el brazo derecho extendido en señal de clemencia hacia Valeriano, representado de rodillas, implorante, vestido con el manto romano y con la cabeza aún ceñida por una corona de laureles.

Al lado del César vencido, otro romano, de pie y con porte altivo, aunque sometido al rey de reyes. Se trataba del oficial tránsfuga, llamado Ciriades. Merecía figurar en la estela del triunfo, ya que a su ayuda se debía haber cercado a Valeriano y haber conseguido una victoria tan fácil.

A cambio de su valiosa traición, había pedido que Sapor le reconociera como el nuevo emperador de Roma. Cumpliendo esta promesa, se le entronizó solemnemente en Edesa en cuanto la ciudad hubo capitulado, y cuando, con el impulso de su victoria, Sapor invadió por tercera vez las provincias romanas de Oriente, Ciriades intentó ganar para él la sumisión de las autoridades locales. Tiempo perdido, ya que jamás consiguió que se le aceptara como emperador. Algunos meses más tarde cuando las tropas sasánidas se retiraron, él partió con ellas.

Debía proseguir su carrera en una villa de Ctesifonte rodeado de una corte de pacotilla, antes de caer en las mazmorras de la Historia.


Valeriano también terminaría su vida en tierra sasánida. Sapor hubiera querido sacar buen partido de su liberación, tanto más cuanto que el poder de Roma estaba en manos del propio hijo del emperador cautivo, Galieno. Pero éste se negó a toda negociación, afirmando que no se prestaría a ningún regateo, que nunca consentiría en ceder una provincia o en vaciar las arcas del Imperio para pagar el rescate de un hombre, aunque fuera su propio progenitor. Lo que presentó ante los senadores como el colmo de la abnegación fue interpretado, sin embargo, por la mayoría de los romanos como un odioso abandono, casi como un parricidio.

Cuando Sapor perdió la esperanza de sacar provecho de su captura, mandó trasladar a Valeriano a Pérsida con el resto de

los prisioneros, sin consideraciones especiales, pero sin excesiva crueldad. Allí pasaría el emperador derrocado los últimos tiempos de su vida, mejor dispuesto, según parece, hacia su vencedor que hacia su indigno hijo.

El rey de reyes le confió la construcción de una presa en el río Karun, no lejos de Beth Lapat, utilizando como mano de obra a los legionarios apresados con él. Se aplicó a ello con rigor y abnegación. Diecisiete siglos después, esta obra sigue en pie. Lleva el nombre de Band-e-Kaisar, el Dique del César.


* * *

El otro perdedor de la batalla de Edesa fue Mani.

Sapor le había ofrecido su última oportunidad y él no la había aprovechado. Cuando hubo que decir al monarca que la fortuna estaba de su lado, que se le prometía la victoria y que podía sin temor dar la orden de asalto, la voz profética en él había elegido guardar silencio. Había complacencias que él no se permitía, ni siquiera por el cómodo subterfugio de los astros y de los augurios. ¿No era él quien enseñaba a sus discípulos: «Sé traidor al Imperio si es necesario, y rebelde a los decretos del Cielo, pero fiel a ti mismo, a la Luz que está en ti, porción de sabiduría y de divinidad»?

Sin embargo, los ideales mueren cuando no se les falsea, y es por los púdicos compromisos de los maestros y por la traición de los discípulos como sobreviven y prosperan las doctrinas en medio del mundo y de sus príncipes.

Cada religión habrá tenido sus legiones. No así la de Mani. ¿Se equivocaría de época? ¿Se equivocaría de planeta?

Cuatro

Más aún que el título de conquistador, los grandes reyes sasánidas codiciaban el de fundador, ansiosos de imitar en eso, como en tantos otros actos, el ejemplo inmortal de Alejandro. ¿No había sembrado en tierra antigua innumerables «Alejandrías»? Sapor hubiera querido perpetuar su gloria de la misma manera, llenando las regiones sumisas de ciudades homónimas, todas dedicadas a él. Si conseguía una victoria, quería conmemorarla inmediatamente, colocando en la hierba recién devastada la primera piedra de una ciudad a la que bautizaba «Triunfo de Sapor», «Honor a Sapor», o también «Valiente Sapor». A quien quisiera establecerse en ella le concedía pródigamente títulos, privilegios y exenciones, y si volvía a pasar por el lugar uno o dos años más tarde, se enfurecía al ver que «su» ciudad crecía muy lentamente, como si el augusto nombre con que la había gratificado fuera una garantía de inmediata prosperidad.

Entretanto, a cada campaña sucedía otra y las victorias se multiplicaban. Como otras tantas amantes, cada ciudad se sentía celosa de los esplendores de la que le había precedido. Tan pronto fundadas como abandonadas, muchas de ellas, destinadas a la perennidad, volvían a ser huertos o pastos. Señaladas sólo con una estela, esperaban en el tiempo inmóvil la pala hábil de algún arqueólogo.

Ésa fue la suerte de la nueva metrópoli proyectada en las inmediaciones de Edesa, en el mismo lugar donde Valeriano fue apresado.

Al día siguiente del combate, tuvo lugar una ceremonia para consagrar el sitio, presenciada, como invitado fetiche, por el César cautivo en persona atado a un poste, anonadado, tembloroso, ignorante aún del epílogo de su destino y temeroso quizá de que la ceremonia preludiara su inmolación. Llevaba enrollada al cuello una cadena de plata que iba a perderse bajo el estrado donde Sapor se pavoneaba.

Los magos oficiaban, después de llegar en procesión. Incienso, danzas, salmodias relativas al Avesta para los oídos iniciados, murmullos de encantamientos para domeñar a los profanos, cada soplo estaba inscrito en las tablillas de los precursores. La asistencia se dejaba hechizar.

Fue a Kirdir, el primero de los magos, a quien le correspondió pronunciar el sermón. Dio gracias a Ahura Mazda por haber concedido la victoria a sus adoradores y al primero de entre ellos, al más noble, al más piadoso, al más sagaz.

– ¡Gloria al ser divino que ha conducido a nuestra raza hacia este triunfo y ha degradado a los infieles!

– ¡Gloria! -aullaban todos los pechos.

– ¡Que sea eterno aquel que se ha elevado por esta victoria al rango de los más majestuosos soberanos del pasado!

– ¡Que sea eterno!

E1 monarca estaba radiante, altanero, seguro de haber merecido ese triunfo y esas ovaciones.

Pero la homilía se había convertido en arenga.

– ¿Qué victoria habríamos conseguido si, ¡no lo quiera el Cielo!, el divino señor del Imperio en lugar de escuchar a las voces sabias de la Religión Verdadera hubiera prestado oídos a la palabrería de los herejes, de los renegados y de los traidores? ¡Bendito sea el oído que sabe distinguir en todas las cosas lo verdadero de lo falso!

– ¡Bendito sea!

Los ojos de Mani buscaron los de su protector. Sólo él podía, con un gesto o con una simple mueca de irritación, imponer silencio a Kirdir, pero los ojos de Sapor estaban clavados en el mago y parecía que, por una vez, le escuchaba sin disgusto.

Alentado, el predicador se ensañó:

– ¡Maldita sea la boca venenosa que ha intentado sembrar la confusión en las almas nobles en el momento de la decisión suprema!

– ¡Maldita sea!

Los rasgos del monarca seguían sin mostrar la menor señal de irritación. Ahora el hijo de Babel le miraba de frente, con un resto de imploración y un comienzo de rebeldía. Como desfilan los recuerdos a la hora de la muerte, las imágenes de su amistad desfilaban por su mente, confesiones, promesas, confidencias, un mundo que iban a construir juntos, juntos contra los magos. Y ahora, este silencio. Y sus ojos que le abandonaban.

– ¡Condenado sea el traidor hereje, enemigo de la dinastía y de la Religión Verdadera!

– ¡Condenado sea!

– ¡Que sean aniquiladas las bestias maléficas que reptan a los pies de los seres divinos!

De pronto, resonó una voz como un trueno:

– Mago de Media, ¿tendré que hacerte tragar tu padham para no oír más tus imprecaciones?

No era Sapor quien había hablado y aún menos el hijo de Babel; ese lenguaje no era el suyo. Kirdir interrumpió súbitamente su perorata. Su mirada vagaba de un lado a otro.

– No busques a derecha e izquierda -dijo la voz-, soy yo, Ormuz, hijo del divino Sapor y uno de los que han combatido. Esa victoria que tanto celebras, fui yo quien la consiguió, fueron mis caballeros, mis compañeros de armas, que murieron como mártires. Y tú te sirves de su sangre para saciar tus mezquinas venganzas. Así es como sois, magos de Media; como los buitres esperáis a que los guerreros sean expuestos en las torres mortuorias para saciaros con sus cadáveres. ¿Cómo osas ofender los oídos de nuestro señor con esas palabras infames con respecto a un hombre que él ha tomado bajo su divina protección?

Ahora era el turno de Kirdir de implorar con la mirada una reacción de Sapor, quien al fin se decidió a intervenir. A una señal suya, el encargado de la cortina se inclinó y escuchó. Luego se incorporó para comunicar las frases del soberano.

– No es el momento de disputas sino de celebraciones. Hemos conseguido una victoria que nuestros hijos evocarán con orgullo hasta la trigésima tercera generación. El señor ordena que se festeje durante diez días en el ejército y en todo el Imperio. Que todos olviden las vanas rivalidades y cualquier palabra hiriente que haya podido proferirse en un momento de abandono. Nuestro señor se ha mostrado clemente hacia todos vosotros en este día de felicidad, pero que vuestras lenguas no se arriesguen más a ofender sus oídos.

La corte entera tenía el rostro contra el suelo. Sólo Valeriano estaba de pie, de pie entre sus cadenas.


Sapor jamás perdonó a Mani que hubiera estado a punto de privarle de la más hermosa victoria de su reinado, como Mani no perdonó a Sapor su mutismo frente a las invectivas de Kirdir. La amistad entre ellos se había roto. Sin duda era antinatural, sin duda nunca había estado exenta de cálculo. Sin embargo, no sería justo pensar que el rey de reyes había permanecido siempre insensible a los ideales del hijo de Babel. ¿Convergencia de intereses? Sí, pero también encuentro de esperanzas y un verdadero afecto.

Por otra parte, de todo ello quedaría algún rastro. A pesar de la ruptura, el soberano no retiró su protección a Mani y a los suyos. Cuando un Elegido era condenado después de un breve proceso por herejía o apostasía ante un tribunal de magos, cuando los fieles eran expulsados de una ciudad y sus casas incendiadas, lo que ocurría cada vez con mayor frecuencia, el hijo de Babel encargaba a alguno de sus allegados que efectuara una gestión urgente en la cancillería o ante el darbadh que dirigía la casa imperial. En cuanto le llegaba el mensaje, el rey de reyes recordaba en público su edicto de protección. Entonces, la represión se suavizaba, aunque poco después se reanudara bajo otras formas o en otras regiones del Imperio. No cabía la menor duda de que el soberano habría podido actuar con más rigor y con más firmeza, mediante algún castigo ejemplar, como el que infligió antaño a su hijo Bahram, y poner así fin a las persecuciones en lugar de contentarse con atemperarlas, pero su entusiasmo protector se había entibiado y la culpa debía atribuirse tanto a la vejez como al resentimiento.

El propio Mani tampoco acudía ya al palacio. Por otra parte, rara vez estaba en Ctesifonte. Había reanudado sus periplos de Mensajero a través del Imperio. Iba con frecuencia a Armenia, donde Ormuz seguía teniendo para él las mismas atenciones filiales. El hijo de Babel jamás volvió a pedir audiencia al rey de reyes y Sapor tampoco le volvió a convocar.

Sin embargo, hubo una excepción. Habían pasado once años y Mani se encontraba en Susa cuando un emisario fue a llamarle para que acudiera ante el monarca, quien había instalado sus cuarteles de invierno en su residencia de Beth-Lapat


No sin nostalgia volvió Mani a la ciudad por la que había comenzado en otro tiempo su periplo por el Imperio sasánida. La aldea conservaba entonces su viejo nombre bíblico y su irrisoria fortificación de adobe que había que consolidar cada vez que llovía. Fuera de las murallas se extendían hasta perderse de vista los campos de pistacheros que constituían su modesta riqueza. Los proyectos del señor del Imperio apenas eran más que un rumor que los habitantes propalaban con entusiasmo y orgullo, sin atreverse a creer demasiado en semejante bendición.

Cuando el hijo de Babel volvió allí, el lugar estaba irreconocible. ¿Qué quedaba de la antigua aldea? Un bosque de ladrillos desportillados y renegridos, como acurrucado en un pequeño espacio, carcomido por todos lados, desmoronado. A su alrededor, una construcción sin fin, palacios con sus dependencias para los animales, templos para los altares del fuego, avenidas pavimentadas y bordeadas de arbolillos desmedrados, cuarteles para la tropa… y todo el conjunto rodeado por una muralla con torres almenadas, nueva y blanqueada como para una fiesta.

La ciudad se llamaba ahora Gundeshabuhr. En todo caso, éste era el nombre oficial, pero los nativos se resistían a llamarla así. Para ellos, su pueblo sería siempre Beth-Lapat. En cuanto a la ciudad nueva, donde sólo se aventuraban a ir por necesidad, la llamaban «Bil», por el nombre del arquitecto que la había concebido. Denominación socarrona y reprobadora que nadie habría osado repetir ante el rey de reyes.

Si la orgullosa hospitalidad de la gente de Beth-Lapat se había transformado en hostilidad era porque su terruño estaba ahora hollado por dos razas de animales de rapiña. Los soldados primero -¿cómo sacar adelante una familia, cómo comerciar honradamente, teniendo por vecindad unos campamentos de barracas que todas las noches vomitaban sus cohortes de borrachos?-. Y luego los grandes del reino, ya que apenas el soberano reveló sus deseos con respecto a la ciudad, los príncipes, los ministros, los secretarios, los grandes eunucos y los decanos de las castas acudieron en tropel y se apropiaron a mísero precio de las mejores tierras. El capital estaba donde estaba el soberano y los cortesanos lo seguían, con sus murmullos, sus intrigas y sus prelaciones.

El palacio encargado por Sapor fue terminado en veinte meses. Verdad es que miles de prisioneros trabajaron en su construcción, no solamente peones, sino también hábiles artesanos, maestros albañiles, maestros soladores, ebanistas, grabadores y tapiceros, capturados la mayoría en Nisibe, Hatra y Singare, así como en otras ciudades comerciales, en el transcurso de las diversas campañas que efectuaron las tropas sasánidas en los confines del Imperio Romano. Gracias a esos constructores que fueron llevados a la fuerza, pero que, a pesar de todo, trabajaron concienzudamente, el palacio podía compararse sin desdoro con el de Ctesifonte. Quizá la bóveda del salón del Trono fuera algo más baja, pero estaba adornada más delicadamente, y las hendiduras por las que pasaba la luz eran un prodigio de fineza y de habilidad, al destilar, cada hora del día, los rayos más brillantes que avivaban todos los colores sin deslumbrar, iluminaban sin calentar y dejaban que entrara permanentemente una brisa fresca y susurrante. Antes de acudir al palacio, Mani comenzó por visitar, en la ciudad vieja, el lugar de culto donde se reunían ahora sus fieles. Los artistas locales habían pintado las paredes a la manera del Mensajero, cuyo arte creaba ya escuela, y en el ábside, a modo de altares, había tres libros sobre sus atriles, abiertos como unas manos con las palmas hacia el cielo. En cuanto hubo terminado las plegarias y el sermón, la gente se apresuró a presentarle su rosario de infortunios, a fin de que los transmitiera al soberano. Mani se compadeció con un suspiro de impotencia. «El amor de los reyes es apenas menos devastador que su odio -murmuró-. ¡Dichosa el agua que nadie bebe! ¡Bienaventurado el árbol que florece lejos de los caminos! Pero ¿cómo podría conocer él su felicidad?»


El monarca recibió a Mani en una estancia a la que se accedía por una puerta baja, réplica fiel de aquélla donde se vieron por primera vez a solas. Tenía una manta de lana sobre las rodillas. Sus cabellos largos y rizados y su barba eran de ese tono rojo anaranjado de la vejez camuflada. Sus primeras palabras exhalaron una solemnidad más conforme al lenguaje de los escribas que al del rey de reyes; quizá fuera ésa su manera de ocultar la emoción del reencuentro.

– Nuestra costumbre, desde los tiempos antiguos, exige que cada soberano mande hacer su retrato al más hábil de los pintores de su reino. Me dicen que ése eres tú, médico de Babel. ¿Tienes aún la mano firme?

– Mi mano sigue obedeciéndome.

– He ordenado que me traigan aquí el libro que reúne las imágenes de mis predecesores, a fin de que veas de qué manera tienes que hacerlo.

– Tengo mi propia manera de pintar.

– Creía haberte oído que tu mano obedecía.

– Mi cabeza dibuja y mi mano obedece. Cualquier pintor sabría imitar la manera de los antiguos, pero entonces no se distinguiría un soberano de otro más que por el tamaño de la barba o de la corona. Si el señor desea que le pinte tal como es para que se reconozcan para siempre los rasgos que son los suyos y el valor que se disimula bajo esos rasgos, le pintaré a mi manera.

– ¡Haz lo que quieras! ¿Tengo que posar o bien sigues teniendo mis rasgos en la memoria?

– Mi memoria ha guardado muchas imágenes, pero no son las que mis ojos ven.

– Quizá valdría más que me representaras según las imágenes del recuerdo, pero ésa no es la tradición de mis divinos antepasados. Posaré.

Y así, durante siete días y dos horas al día, Sapor posó con traje de gala. Inmóvil. Mudo. Mani tampoco dijo una palabra. Cuando terminó su obra se la mostró al soberano, que sonrió despechado.

– Por desgracia, es así como soy ahora.


En esta etapa del recorrido de Mani debe abrirse un paréntesis. Enigmático en si mismo, pero quizá la clave de un antiguo enigma.

Érase una vez una reina… ¿No es así como se cuentan las leyendas? Bella, rica, culta, sumamente ambiciosa y dotada de una brillante inteligencia, pero minada por un mal que ningún remedio conseguía curar. Un día se quejó a su hermana, quien le contó los relatos de los caravaneros sobre los prodigios de un médico del país de Babel. La reina expresó su deseo ardiente de conocerle y aquella misma noche, durante el sueño, vio su imagen y oyó su voz. Cuando se despertó, estaba curada… y convertida.

Ésta es la historia consignada en los escritos maniqueos. Mil milagros similares salpican el recorrido de los profetas y, a veces, se propagan los mismos relatos sobre diferentes personajes, como si los mitos pertenecieran a un fondo común de donde se sacaran de un siglo a otro, de un pueblo a otro y de una creencia a otra. Pero a veces se encuentra en ellos una pequeña parte de verdad, el reflejo embellecido de un acontecimiento real.

Hoy se sabe que la reina se llamaba Zenobia, que su reino era Palmira, que abrazó la fe de Mani y acometió la empresa de difundirla hacia Egipto e incluso más allá. ¿Se sabrá alguna vez qué encuentro la impulsó a ello? Sea como fuere, otros misterios se han disipado. Así, durante mucho tiempo el mundo se preguntó cuáles podrían ser las creencias de la gran dama del desierto, ya que acogía en su corte a los filósofos, a los judíos, a los nazarenos, y dejaba que se honraran en los templos de su capital a las divinidades de todas las naciones. Este soplo de tolerancia era el de Mani.

Palmira era en su siglo mucho más que una rica ciudad caravanera. Tenía la ambición de convertirse en la metrópoli universal y, por el espacio de una década, estuvo a punto de eclipsar a Roma y a Ctesifonte. Por lo tanto, en la persona de Zenobia, Mani había ganado para su causa a la rival común de los emperadores de Oriente y de Occidente. Reina libre de una ciudad libre, sucumbiría, al final de su vida, a la ley de los dos colosos.

Pero su nombre ha permanecido, más luminoso que el de los vencedores.


Algunas semanas separaron la caída de Zenobia de la desaparición de Sapor. Si Moni hubiera tenido que elegir alguna vez entre dos lealtades, el dilema habría estado resuelto.

Corría el año 272. El hijo de Babel tenía entonces cincuenta y seis años. ¿Se sentía cansado, débil, herido? Su entusiasmo estaba intacto.

Cinco

Cuando los heraldos fueron gritando por las calles de Ctesifonte que ningún habitante debía recurrir a la medicina en los días venideros, a fin de que el Cielo no estuviera solicitado para otras curaciones que no fuera la del rey de reyes y la Gracia no se dispersara, todo el mundo comprendió que Sapor se moría.

Al día siguiente se proclamó el luto. Solemne y reverente, pero sin lágrimas ni lamentaciones y sin tristeza aparente. Llorar una muerte, según el Avesta, es dudar de la Salvación, es la más vulgar expresión de la incredulidad. La gente piadosa se obligaba, incluso, a hacer alarde de su alegría, puesto que el soberano, como ser divino, tendría en el Más Allá más privilegios que en este mundo. El monarca yacía aún muy cerca del trono, en medio de un denso humo de enebro que, según dicen, es agradable al olfato de los muertos. Antes de que llegara la noche, sería conducido a la cúspide de una torre de ladrillo y abandonado a las aves de presa, ya que la tierra no debía mancillarse jamás con un cuerpo descompuesto. Cuando los huesos del difunto señor del Imperio estuvieran despojados y blanqueados, los magos los depositarían en la urna que hacía las veces de ataúd.

Antes incluso de que el soberano hubiera abandonado por última vez su palacio, tres hombres se reunieron en una habitación contigua al salón del Trono. Representaban a las tres castas que se ocupaban de los asuntos de Estado: los magos, los guerreros y los escribas. El soberano les había entregado en mano a cada uno de ellos una carta sellada en la que expresaba su voluntad con respecto a la transmisión del trono. Tres documentos que serían, por supuesto, idénticos y duplicados, con el único fin de evitar las falsificaciones.

El mensaje era un misterio hasta el último instante, ya que, si bien su formulación se conformaba siempre con ciertos convencionalismos de estilo, el contenido obedecía únicamente a los deseos del soberano, que podía limitarse a enumerar las cualidades requeridas en su sucesor, «rectitud», «valentía», «piedad», sin nombrar a nadie; los dirigentes de las castas se transformaban entonces en electores para nombrar al miembro de la dinastía que juzgaran más conforme a esas vagas exigencias; si no conseguían ponerse de acuerdo, el jefe de los magos tenía la última palabra, «después de consultar con los ángeles». Ésta era la tradición consignada en los escritos santos y confirmada por el fundador del Imperio.

Tratándose de Sapor, se habría esperado que designara en vida a su sucesor y que, incluso, le dejara participar en el poder, como Artajerjes había actuado con él. Pero no lo había hecho. Sin duda porque había guardado un recuerdo amargo de aquella época en la que entre su padre y él se había instalado una solapada aversión; apenas le nombró, Artajerjes comenzó a odiarle, como si leyera en su mirada su propia muerte, y es posible imaginar que Sapor temiera vivir la misma experiencia con su propio heredero. Quizá también dudara hasta el final con respecto a la persona que debía designar. ¿No decían que, durante su última enfermedad, había convocado a los tres futuros electores para retirarles los mensajes que les había confiado unos años antes y reemplazarlos por otros, más conformes a su reciente cambio de sentimientos?

En el salón del Trono, la cortina estaba cerrada para ocultar la corona suspendida. En el lugar donde acostumbraban a prosternarse los visitantes se levantó un túmulo funerario algo inclinado, a fin de que la cabeza del soberano permaneciera en alto. A su alrededor estaban los magos, incensando y rezando, y en sus sitios acostumbrados, la gente de la corte. La multitud estaba fuera, en los jardines del palacio y cerca de la verja. Los ciudadanos contemplaban la sigilosa agitación de los poderosos y se divertían intentando adivinar el nombre de su futuro señor.

Por fin se abrió la sala de los conciliábulos. Los tres dignatarios salieron en el orden que convenía a su rango, primero el gran mago Kirdir, luego el decano de los guerreros y a continuación el jefe de los escribas. Cada uno de ellos llevaba sobre las palmas de las manos abiertas un cilindro de pergamino con los sellos rotos que desenrollaron a la vez, aunque sólo Kirdir lo leyó en voz alta, mientras sus compañeros se contentaban con verificar su copia con los ojos.

– «Yo, el adorador de Ahura Mazda, Sapor, rey de reyes del Irán y del No Irán, hijo del divino Artajerjes, he conquistado más regiones de las que pueda nombrar y he servido a la divinidad con dedicación. Quiera el Cielo que permanezca mi recuerdo.

»En esta hora en que me dispongo a partir a la réplica celeste de mi Imperio, junto a mis gloriosos predecesores, he elegido confiar el cetro y la corona al más merecedor de los miembros de la dinastía, mi hijo bienamado…»

El mago se aclaró la garganta y el silencio, ya total, se hizo más resonante.

– «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz, gran rey de Armenia, que ojalá adquiera el mismo renombre de valentía…»

Las últimas palabras se perdieron en la algarabía de las aclamaciones. Los cortesanos no tuvieron ojos más que para la fila de los príncipes, primero el nuevo soberano que, instintivamente, dio dos pasos hacia adelante, y luego su hermano mayor Bahram, que se apoyó sobre el hombro más cercano, intercambiando una breve mirada con Kirdir, que esbozó un rictus de impotencia.

Mani también estuvo a punto de desfallecer, pero por otras razones. Hasta ese instante, estaba persuadido como todos los súbditos del Imperio, de que el trono correspondería a Bahram, quien recientemente se había acercado a su padre y que gozaba del apoyo de los magos, mientras que Ormuz vivía casi en desgracia en su lejano reino de Armenia, en tan malos términos con el rey de reyes que no habría pensado siquiera en venir a verle si no se hubiera enterado de que estaba moribundo.

Aquella misma mañana, al ser informado de la desaparición del anciano soberano, Mani había tenido la impresión de que el mundo que le rodeaba se ensombrecía. Las persecuciones se habían intensificado a lo largo de las semanas anteriores, incluso en la capital, aprovechando la enfermedad de Sapor, quien seguía siendo la última defensa frente a los fanáticos, poco efectiva, pero siempre leal a su promesa de protección.

Antes de acudir al palacio, el hijo de Babel había comunicado sus inquietudes a su «Gemelo» celeste, que apenas había intentado tranquilizarle. «Si el fin está próximo -le había dicho-, hay que resignarse a ello y preparar a tus discípulos para afrontarlo. ¿Acaso has escrito, pintado y enseñado sólo para tus contemporáneos?»

Y ahora la pesadilla se disipaba, ahora la esperanza renacía, gracias a unas palabras que habían salido, ¡oh paradoja!, de la propia boca de Kirdir: «… mi hijo bienamado, el divino Ormuz…».

Por otra parte, el despechado mago proseguía su oficio sin alterar el ritual consagrado.

– Los ángeles han aceptado por soberano al divino Ormuz, hijo del divino Sapor. ¡Someteos a él, criaturas, y regocijémonos!

Hizo una seña al príncipe electo para que se acercara y le tomó la mano, interrogándole en voz alta:

– ¿Aceptas del Altísimo la religión de Zoroastro, que Vishtaspa consolidó y Artajerjes reanimó?

– Serviré a la divinidad y haré el bien a mis súbditos.

El nuevo soberano fue llevado hasta el trono sin gran pompa, en una apresurada ceremonia que estaba destinada solamente a no prolongar el vacío del poder. La verdadera solemnidad tendría lugar el día de la coronación, por lo demás, mucho más tarde. La costumbre exigía que se celebrara en la próxima fiesta del Noruz, comienzo del año nuevo, lejos de Ctesifonte, en un lugar consagrado de Pérsida, cuna de la dinastía sasánida.

Sin embargo, para Ormuz, el poder estaba ya en sus manos. Sus súbditos se precipitaron a sus pies. El propio Bahram se obligó a prosternarse y su hermano le invitó a subir los peldaños del trono para estrecharle contra él en medio de las ovaciones. En el bullicio de las felicitaciones cortesanas, Mani permanecía inmóvil. Sin embargo, en otros lugares, sus fieles y todos aquellos que participaban de la misma esperanza sentirían deseos de celebrarlo, de cantar, de regocijarse; Denagh, para quien el nuevo soberano era un segundo padre, echaría hacia adelante, sobre el hombro izquierdo, su trenza salpicada de largos hilos de plata… Allí mismo, en el palacio, entre los dignatarios del Imperio, la felicidad de los amigos del Mensajero tenía acentos diferentes.

Ormuz en persona, emergiendo del torbellino, buscó con los ojos a aquel que llamaba en privado «Maestro». Le miró fijamente un momento e intentó hacerle señas discretamente, pero el hijo de Babel sólo miraba dentro de sí mismo, preocupado y como torturado en ese minuto de felicidad.

Sus pasos le condujeron hacia los restos mortales de Sapor, de los que todos se habían apartado excepto los encargados de los incensarios. Hubiera deseado descubrir en los rasgos petrificados de aquel por quien había sentido tanto afecto la clave del misterio que se desarrollaba ante sus ojos. Estuvo un tiempo inmerso en esa contemplación, sordo a todo, ausente… Luego, sin una mirada para el nuevo rey de reyes, se escabulló hacia la salida.

El encargado de la cortina le alcanzó jadeando al final de la antesala. El soberano deseaba recibirle al día siguiente al amanecer.


– ¿Habré perdido ya al maestro y al amigo? -dijo Ormuz al recibirle-. Ayer se habría dicho que la cara de onagro de Kirdir estaba más alegre que la tuya y mi hermano Bahram menos desolado. ¿Tienes miedo de todas las victorias? ¿Desconfías de todas las dichas?

Mani se mostró contrito y lo estaba, ya que desde su primer encuentro, treinta años antes, a las orillas del Indo, Ormuz jamás había tenido para él otra cosa que el más sincero afecto, aunque tuviera que pelearse por su causa con la tierra entera.

– Mi actitud no tiene otra explicación que la extrema sorpresa. El Cielo nos ha hecho un regalo, a mí, a Denagh, a todos los míos y al Imperio entero. Temíamos el reinado de la persecución y obtenemos el de la generosidad. ¿No hay motivo para aturdimos de felicidad?

– ¿Tu compañero celeste no te había advertido?

– No me había dado ninguna esperanza.

– Sin duda no querría privarte de la alegría de la sorpresa.

Aunque hubiera cumplido ya cincuenta años, Ormuz tenía en los ojos un candor de niño que suscitaba una inmensa ternura en el hijo de Babel.

– ¡Ahora que ya pasó la sorpresa, podrás manifestarme tu alegría!

– ¿Acaso puede dudar de ella el señor del Imperio?

Ormuz paseó su mirada ostensiblemente por la habitación vacía.

– ¿Es a mí a quien hablas así, Mani? ¡El señor del Imperio! En las sesiones públicas es conveniente que te dirijas a mí con esas palabras, pero cuando estemos solos te ordeno, como señor del Imperio, que me hables como siempre lo has hecho. ¡Por todos los Cielos! ¿Intentas realmente alejarte de mí en el momento en que más necesito tu presencia, tu amistad y tus consejos? Mi padre tenía razón en llamarte desertor, eso es lo que eres. Pero yo no tendré tanta paciencia como él, ni el mismo dominio de mí mismo. Quiero que me digas en este instante, por tu honor, y en nombre de Aquel que te ha hecho Mensajero, si vas a ser o no el amigo, el sostén, la inspiración y la Luz de mi reinado, hasta el último balbuceo de tu vida. ¡Respóndeme o desaparece para siempre y que yo no vuelva a oír jamás tu nombre ni el de tus allegados!

– Ormuz, tú eres el amigo que me ha defendido contra la injusticia del mundo. Aunque tu mano me golpeara de muerte, no la maldeciría.

– ¿Golpearte? ¿Mi mano?

El rey de reyes tenía los ojos llenos de lágrimas.

Tomó la mano de Mani y se la llevó a los labios, como lo había hecho ya algunas veces en el pasado. ¡Pero entonces no era el rey de reyes!

– ¿Tu compañero celeste te dijo que desconfiaras de mí?

– No, Ormuz, con que sólo hubiera mencionado tu nombre, mis inquietudes se habrían calmado.

– ¿Y ahora sigues estando inquieto?

– Jamás he dudado de ti.

– La hora de la duda ha pasado, Mani, y también la de la indecisión. Tenemos que construir juntos. Desde esta noche, haré anunciar por la voz de los heraldos que el rey de reyes abraza la fe de Mani.

– ¡No, Ormuz! Así fue como erramos el camino tu padre y yo. Esperé demasiado de él y él esperó demasiado de mí. Ése no es el camino razonable. Un día, tú querrás hacerme tomar decisiones de rey y yo querré hacerte adoptar escrúpulos de Mensajero. Y vendrá la amargura, y nos convertiremos en extraños el uno para el otro, quizá en enemigos. Sin haberlo deseado jamás, te encontrarás matando a aquel que amas. Luego, me llorarás con lágrimas sinceras. No, Ormuz, no me empujes a cometer dos veces el mismo error, el Cielo no me perdonaría un nuevo fracaso.

– Un día me dijiste que el reinado de la Luz no había podido coincidir con el de Sapor; esperaba que coincidiera con el mío.

– No se trata de ti, Ormuz, ni de Sapor ni de mí. La culpa es del siglo. Por todas partes se alzan a nuestro alrededor los sectarios de los dioses celosos, y mi voz es la de la divinidad generosa. Durante mucho tiempo aún, mi fe será la de un puñado de Elegidos desprendidos de las cosas del mundo. El Imperio no puede abrazarla. Pero podemos construir muchas cosas juntos si cada uno de nosotros desempeña su cometido: si tú gobiernas con justicia, si actúas por el bien de tus súbditos, como lo has jurado, y preservas la libertad de creencia para todos; y si yo, por mi parte, con los discípulos que se han unido a mi Esperanza, me esfuerzo en enseñar la Luz a las naciones.

– ¿Eso nos impedirá seguir siendo amigos?

– Fui el amigo del gran rey de Armenia, ¿por qué no puedo ser el amigo del señor del Imperio? Cada vez que lo desees, nos veremos a solas como esta mañana, hablaremos del mundo y de los Jardines de Luz, de pintura, de medicina y de armonía, pero en el mismo instante en que abandone el palacio volveré a ser el Mensajero y nada más, y tú volverás a ser el rey de reyes, cada uno por su camino, con sus propias armas y sus propias cargas.


En los meses que siguieron, la fe de Mani tuvo una espectacular expansión por todo el Imperio y más allá. Un gran número de caballeros, magos hostiles a los dogmas de Kirdir y gentes de todas las castas se unieron a los Elegidos, como adeptos o como simples oyentes. El Mensajero no se explicaba este súbito progreso. La simpatía evidente de Ormuz era una de las razones, unida al afecto de la gente por su nuevo soberano que se había revelado clemente y firme al mismo tiempo, y cuya presencia en el trono parecía derramar, por algún sortilegio bendito, abundancia y felicidad. No había epidemias, ni hambre, ni inundaciones destructoras, ni ninguna de esas calamidades que causan tantos estragos. Anunciaban el reinado los mejores augurios.

Los preparativos de la coronación habían sido generosos, incluso dispendiosos, pero el pueblo no se quejaba; se había tenido cuidado de distribuir entre los pobres lo suficiente para festejarla dignamente. Al acercarse el Noruz, Ormuz se impacientaba. Todas las mañanas, antes de las audiencias, llamaba a Mani para confiarle sus entusiasmos de la víspera y sus esperas. ¡Hubiera deseado tanto que hiciera el viaje hasta Pérsida junto a él! Pero el hijo de Babel le persuadió de que le dispensara de ello; su sitio no estaba en semejante ceremonia.


El lugar era una garganta entre dos acantilados. Allí era donde Artajerjes y luego Sapor habían hecho grabar en la roca las imágenes de su coronación. A algunos pasos de los fundadores, una superficie virgen y lisa estaba preparada para conservar la marca del nuevo soberano, el tercero del linaje sasánida. De una punta a otra del corredor sagrado, el suelo pedregoso estaba cubierto de alfombras, y la pared rocosa, hasta la altura de tres hombres, revestida con colgaduras de seda estampada con los emblemas de la dinastía: sol, fuego, luna, machos cabríos, onagros, perros, leones y jabalíes. En medio, en un lugar donde el desfiladero se ensanchaba haciéndose más luminoso, se había levantado un estrado, cuyos lados formaban una suave pendiente hasta llegar al suelo. Y sobre el estrado, un trono vacío.

Desde ambos lados del desfiladero, avanzaba un cortejo. Uno conducido por Ormuz, a caballo. Su larga cabellera rizada se desbordaba bajo una corona en forma de casco, rematada por una esfera a la que estaban atadas cintas de colores que revoloteaban hacia atrás, el aro que ceñía su barba era ahora de oro y perlas. Le seguían, pero a distancia, los oficiales de su guardia, los príncipes de sangre real, los familiares y los músicos, y después, todos los cortesanos; del otro lado llegaban los magos con Kirdir a la cabeza. Sería él quien, en el espacio de una unción, sustituiría al Altísimo, a Ahura Mazda, para conferir al monarca la dignidad suprema.

Los dos cortejos iban al paso, su lentitud prolongaría la ceremonia. Perfumes, afeites, inciensos, cantinelas. Cantos épicos en el camino del soberano, danzas sagradas al paso del gran mago. Al final de la procesión, algunos excesos esperados: riñas sin importancia, borracheras… Pompa envuelta en carnaval.

Y todo siguió así hasta el encuentro de los dos caballos que iban a la cabeza sobre el estrado. Hasta un súbito silencio. En la mano derecha, Kirdir sostiene el aro de cintas, símbolo de la realeza divina, y en la izquierda, el cetro. Ormuz toma entonces el aro con la mano izquierda y alarga hacia adelante la derecha con el dedo índice curvado en señal de sumisión a Ahura Mazda; luego, coge el cetro, y ahora le toca a Kirdir, que vuelve a ser un simple mortal, ejecutar el gesto de sumisión en dirección a aquel que, desde ese momento, está investido de la divinidad.

El rey de reyes suelta entonces la brida de su montura y el jefe de los magos salta a tierra, la recoge y hace girar a Ormuz sobre sí mismo entre las aclamaciones de los súbditos. Luego, el soberano va a sentarse en el trono. Kirdir le ofrece con gran solemnidad un vaso de oro que el monarca se lleva a los labios. Es el último gesto de la ceremonia pública. Los dos cortejos se retiran, esta vez apresuradamente, y el lugar se queda desierto. El monarca está solo. Solo con su vaso y con un único compañero, un viejo esclavo sordo provisto de un espantamoscas. Frente al soberano, a su alrededor, y pronto dentro de él, los antepasados y las divinidades.

Y es que el vaso contiene la bebida de los dioses, el haoma, preparado la víspera por Kirdir y sus ayudantes según un ritual milenario. Las ramas de la planta haoma han sido purificadas, reducidas a polvo en un mortero bendito y luego mezcladas con leche y con unas hierbas, cuyo secreto sólo poseen y se transmiten los magos de rango superior. Un brebaje sagrado de la India antigua y de Persia que hace que el ser divino que lo beba, entre en el éxtasis místico por el cual se unirá a las divinidades.

Bajo el efecto del haoma, el soberano sufre convulsiones, pero se supone que ningún mortal va a interrumpir esos excesos milagrosos. El soberano se abandona al delirio, pero se supone que ningún mortal oye lo que grita o balbucea; los creyentes dicen que mantiene una conversación sibilina con sus antepasados.


El rey de reyes ha entregado el alma en el ejercicio de su divinidad, bajo la mirada impasible y benévola del viejo servidor sordo.

Aquella noche, cuando el pueblo y los dignatarios se embriagaban aún a la salud del divino Ormuz, los tres jefes de las castas, reunidos en cónclave, designaron un nuevo rey de reyes: Bahram. Aquel a quien los magos preferían.

¿Quién podría equivocarse sobre la identidad de los envenenadores? ¿Pero quién, también, podría castigarlos o aportar la prueba de su culpabilidad? Se decretó que el soberano no había podido soportar la bebida de los dioses, quizá porque no era digno de beberla o quizá el ángel del haoma no había aceptado su coronación. La evidencia del crimen proporcionó, incluso, un argumento a los asesinos: si Kirdir hubiera querido matar, ¿habría actuado con sus propias manos y ante todo el país reunido?

Seis

Si a Ormuz lo asesinaron, fue porque su subida al trono les parecía a los magos y a los guerreros como un preludio al triunfo de Mani. Pero este último nunca había querido creer en semejante milagro. Cuando Denagh se mostraba ebria de esperanza y de felicidad, él se esforzaba en hacerle comprender que la perversidad del mundo no se dejaría aniquilar así y le hablaba de sufrimiento, de paciencia y de pruebas. Los largos años pasados cerca de Sapor le habían enseñado a precaverse contra todas las ilusiones. ¿Para qué había servido la prometedora alianza con el gran sasánida, puesto que el Mensajero no había podido impedir las guerras ni las persecuciones, puesto que el soberano más poderoso de su siglo no se había atrevido a desafiar a las castas ni a mantener su promesa de convertirse?

En aquel agitado año, había en Mani mucha amargura, y también cansancio, pero una constante lucidez. El reinado de Ormuz jamás había sido a sus ojos otra cosa que un claro en un cielo tenebroso, y si bien al enterarse de su desaparición se sintió triste, afligido y lleno de rebeldía, quiso impedir que sus allegados se abandonaran a las lamentaciones.

– La gran prueba va a comenzar -les dijo-. Mi deseo es que ninguno de vosotros me acompañe en esta penosa parte del camino que mi cuerpo debe recorrer aún.

Maleo no quería alejarse, pero Mani le pidió firmemente que se llevara a Cloe y a toda su descendencia a vivir a Tiro. Fueron muchos los que volvieron así a su país de origen.


Cuando Bahram, ya coronado, regresó a Ctesifonte, un paje fue a comunicar al Mensajero el edicto que le concernía. «Mani, hijo de Pattig, de la raza de los partos y de la casta de los guerreros, médico de oficio, ha profesado diversas opiniones contrarias a la Religión Verdadera, por lo que a partir de este día será desterrado de las tierras de Mesopotamia, de Armenia, de Pérsida…»

¿Desterrado? ¿Sólo desterrado? Denagh y todos aquellos que habían elegido permanecer junto a Mani fueron a tocarle el hombro y la rodilla y luego se llevaron a los labios sus dedos crédulos. Ellos, que habían pasado días enteros suplicándole que huyera; ellos, que le veían ya asesinado por el monarca fratricida, le habían recuperado.

Y lo más importante era que el hijo de Babel pronunciaba palabras de desafío que les llenaban de alegría. ¿Abandonar Mesopotamia, Armenia y Pérsida? ¿Y por qué sólo esas regiones? -les decía-. ¡Se alejaría del Imperio entero! ¡Había estado demasiado tiempo a la sombra de los sasánidas, malgastando su vida en sus tierras! No había querido ir a Palmira por no irritar a Sapor. A Roma tampoco, y sin embargo, sentía que le llamaban. Ni a Egipto, ni al país de los axumitas. De ahora en adelante no permitiría que las promesas de los reyes se interpusieran en su camino. ¡Partiría! Primero a la India, cuyo suelo prometedor sólo había rozado, y luego al Tíbet, a Turfán, a Kashgaria, a China.

¿Desterrado? Liberado más bien de las ocultas cadenas que lo ataban a un único Imperio, a una dinastía.

Seguido de los más fieles, se puso de nuevo en camino. No como un condenado que huye, sino con el paso de un conquistador. Sólo se detenía a las horas del sueño, y en cada etapa encontraba, como en el pasado, una casa abierta, orgullosa y agradecida por brindarle refugio.

Había tomado la dirección del Oriente, rebasando Kengavar y Ecbatana y se había internado ya por la ruta de las caravanas hacia Abarshahr cuando a mitad de la jornada, durante un alto cerca de un curso de agua, se retiró a meditar y se encontró frente a frente con su «Gemelo».

«Corres y corres -le dijo el Otro-. ¿Es así como piensas escapar de tu hastío?»

– Tengo prisa por descubrir todas esas naciones a las que aún no he llevado mi mensaje. ¿No fuiste tú quien me dijo…?

«No, Mani, ya es tarde. Tu camino se ha perdido. Tienes que regresar.»

– ¿Hacia las regiones de donde acaban de desterrarme?

«Cruzarás la ciudades donde tu nombre es el más venerado, Kerja, Susa, Gaujai, Jolasar… Por todas partes la gente se congregará a tu paso, miles de hombres y mujeres querrán unirse a tu comitiva, pero tú les dirás solamente: Contempladme, saciaros de mi imagen, ya que no me volveréis a ver bajo esta apariencia.»


* * *

La multitud, la acostumbrada multitud de las despedidas se había congregado al pie de las murallas de Jolasar, a ambos lados de la puerta de Susa. Las ovaciones de la víspera se habían convertido ahora en lágrimas, en dignidad. Pasó el Mensajero, y después su séquito. Una escuadra de caballeros los esperaba desde el alba. El oficial se acercó.

– Tengo orden de conducir a Mani, hijo de Pattig, ante el divino Bahram, rey de reyes.

– ¿Dónde está tu señor?

– En su residencia de verano.

– ¿En Beth-Lapat? Precisamente allí se termina mi viaje. ¡Ve a decir a tu señor que Mani está en camino!

El hijo de Babel había hablado con un tono que no tenía réplica. Dando una palmada en la ijada de su montura, reanudó su marcha sin preocuparse más de su interlocutor. Este último, estupefacto, después de un inútil minuto de vacilación, volvió grupas con sus hombres. Había venido a prender al Mensajero rebelde y se consideraba satisfecho con una promesa de su boca.

Y Mani llegó libre a Beth-Lapat. Libre recorrió las calles bordeadas de fieles, libre llegó hasta la verja del palacio y hasta los aposentos del monarca. Un viejo escriba de la cancillería se había contentado con abrirle paso a través de los vestíbulos custodiados; luego, con voz deferente, le rogó que se sentara mientras iba a advertir al rey de su presencia.

Bahram estaba sentado a la mesa con sus allegados para la comida del crepúsculo. El funcionario se inclinó hasta las losas de mármol.

– Que Su Divinidad me perdone mi intrusión. Mani acaba de llegar.

El primer movimiento del monarca fue apoyarse en el brazo de su asiento para levantarse, pero sus ojos se encontraron con los de Kirdir, su consejero de siempre, y se sentó de nuevo.

– Sé que el señor había expresado el deseo de recibirle. ¿Debo hacerle entrar?

– ¿Hacerle entrar? ¿Obligar a desplazarse hasta aquí a un personaje tan célebre? ¡Qué imperdonable falta de juicio! ¡Seré yo en persona quien vaya a verle!

Para el caso en que su almibarado sarcasmo hubiera podido confundir al escriba, añadió:

– ¡Que ese hombre espere donde está! Lo veré cuando haya terminado de comer. Y no voy a apresurarme.

Cuando se presentó ante Mani, el monarca había tenido tiempo de comer y de beber demasiado. Con los años había engordado y su paso se había hecho más pesado, sin conferirle, no obstante, la dignidad espontánea de Sapor ni la soltura seductora de Ormuz. Con el brazo izquierdo, rodeaba los hombros de su amante adolescente, la que las crónicas llaman «la reina de los sakas», cuarenta años más joven que él y casada, por su mediación, con su propio nieto. Dos pasos más atrás, se perfilaba la túnica amarilla del jefe de los magos.

– ¡No eres bienvenido!

Éstas fueron las primeras palabras de Bahram. Evidentemente, Mani le inspiraba un verdadero espanto que superaba a fuerza de agresividad. El hijo de Babel observó largamente a aquel gordo niño viejo mal amado, tan cruel como digno de compasión, y le respondió sin rabia:

– Algunas personas se han mostrado siempre hostiles hacia mí, sin que yo haya hecho ningún mal.

– Antes de que hablemos del mal que has causado, dime qué bien has hecho a nuestra dinastía. ¡No eres de ninguna utilidad en la guerra ni en la caza! ¡Pretendes ser médico y jamás has curado a nadie!

– Todos saben que he tratado y sanado…

– Mi padre, el divino Sapor, te nombró médico del palacio, pero no conseguiste evitarle las fiebres y los sufrimientos. ¡Y cuando te llamó en su lecho de muerte, no juzgaste oportuno venir!

Así que Sapor había querido verle una última vez y alguien se había interpuesto para impedir que le llegara el mensaje. ¿Quién habría podido cometer tan abyecta felonía, sino Kirdir, Bahram y sus cómplices? Mani sentía que el asco y la rabia le invadían y se obligó a dominarlos. Guardó silencio. El monarca se sintió alentado a proseguir.

– ¿Y mi hermano, el divino Ormuz? Tú eras su médico, pretendías ser su amigo, pero cuando se sintió mal, tampoco estabas a su lado porque no habías juzgado útil acompañarle como te lo había pedido. Quizá habrías podido aliviar sus dolores.

Hasta Kirdir se mostró turbado por esa alusión, esa nueva confesión enmascarada, pero Bahram le hizo un guiño confiado. ¿Qué podían temer? Uno era el jefe de los magos, que tenían vara alta en la justicia; el otro era el soberano.

– ¡No respondes!

Mani suspiró.

– Otros tienen las respuestas. En su corazón y en sus manos.

No dijo más. Si había que instruir el proceso de los asesinos de Ormuz, no sería ante semejante tribunal. Bahram pareció decepcionado de que Mani se hubiera contentado con una réplica tan alusiva y le lanzó una mirada en la que quiso poner todo el desprecio posible. Luego, se orientó hacia otras quejas.

– Cuando el rey de reyes te llama, jamás estás aquí; pero cuando te prohíbe visitar tal o cual región, te diriges inmediatamente a los lugares de los que acabas de ser desterrado. ¡Curiosa manera de servir a tus señores!

Mani dejó que hablara. Tenía de nuevo en la mente la imagen de Sapor agonizando y murmurando su nombre, mientras a su cabecera, unos seres de sombra simulaban no haber oído. Imagen angustiosa, pero también intensamente reconfortante. En ese instante, el hijo de Babel dejó de lamentar los años transcurridos junto al gran sasánida.

Entretanto, Bahram seguía farfullando:

– ¡He decidido tu destierro y tú me has desobedecido!

– He obedecido a una voz celeste que me ordenaba efectuar un último periplo.

– ¡Una voz celeste! ¡Es lo que pretendes desde siempre! ¿Por qué te tendría que hablar el Cielo? ¿Por qué escogería en este Imperio a un miserable súbdito con la pierna torcida en lugar de dirigirse directamente al rey de reyes?

Desde el principio de la entrevista, a cada pregunta de Bahram, Mani se había reservado algunos segundos de espera antes de contestar. Era su manera de indicar que había querido entregarse a la autoridad terrenal, y no al lamentable personaje que la encarnaba. Pero esta vez esperó más tiempo, con los ojos clavados en los del monarca.

– El Cielo debe de tener sus razones, Él, que conoce a los hombres más allá de sus adornos.

Bahram no reaccionó. De pronto parecía quebrantado, desengañado. Kirdir quiso reanimar su cólera:

– ¿Este hombre no intenta decir que es más digno de honor que los divinos miembros de la dinastía?

El monarca no dijo nada. Permanecía ensimismado. El mago se acercó a él y, como inadvertidamente, le dio un golpe en el hombro con el suyo. Mani sonrió. ¡Jamás habría osado nadie actuar de esa manera con Sapor ni con Ormuz! Pero Bahram sacudió la cabeza como si emergiera de una siesta y reanudó su interrogatorio donde lo había dejado.

– Así, sería esa voz la que te habría ordenado que desobedecieras al rey de reyes y que te rebelaras.

– ¡Nadie ha blandido jamás la espada de la rebelión en mi nombre!

– Has sembrado el desorden. Has apartado a los guerreros de su deber y a los artesanos de su oficio. Has hecho un llamamiento a las gentes para que desprecien las barreras de las castas y de las razas. Ahora, los comerciantes miran a los ojos a los caballeros. Ya no se escucha a los magos. ¿No es esto una rebelión?

– El divino Sapor no juzgó nefastas mis enseñanzas, puesto que me autorizó a difundirlas, puesto que escribió a los dignatarios de todas las provincias para que me ayudaran. ¿Habría favorecido unas actuaciones contrarias a los intereses del Imperio y de la dinastía?

– Habías acallado su desconfianza.

– ¿Durante treinta años? ¿Él, el conquistador, el monarca más temido de su época, se habría dejado engañar durante treinta años y luego, en su lecho de muerte, me habría llamado? En su último soplo de vida y de poder terrenal, ¿habría designado como legítimo sucesor al hijo que era mi amigo y mi protector, como todos sabían, aquel a quien temían mis enemigos? ¿Es mi nombre el que se está intentando mancillar hoy o el de los grandes soberanos?

– ¡Ni una palabra más!

Bahram avanzó hacia Mani como para agarrarle, pero recordando su dignidad imperial se contentó con escupir una imprecación inaudible. Para dar tiempo a que el monarca se calmara, Kirdir tomó el relevo para formular una acusación precisa.

– Mani, hijo de Pattig, al abandonar la Religión Verdadera que es la de nuestros antepasados, te has hecho culpable de apostasía. Al profesar ideas innovadoras que han perturbado a los creyentes, te has hecho culpable de herejía. Dos crímenes contra el Cielo.

– Ciertamente, estoy alejado de las opiniones de Kirdir, pero sigo siendo fiel a Zoroastro.

El monarca se serenó bruscamente.

– Lo que acabo de oír me basta. La acusación es clara y la defensa también. Si Mani es encontrado culpable de herejía y de apostasía, su castigo es la muerte. Si es aún fiel a la enseñanza de Zoroastro como él afirma, renuncio a castigarle y me comprometo a perdonarle su desobediencia a mis órdenes. ¿No es esto conforme a nuestra ley?

Kirdir asintió. El hijo de Babel guardó silencio. No comprendía cuál era el trato que le proponían. Por lo demás, el monarca no esperó su consentimiento.

– Juzguémosle.

Luego, fue a sentarse e invitó a Mani a tomar asiento en un diván frente a él. Había alguien a quien comenzaba a divertirle la escena, la joven amante del rey. Se acercó a él pidiéndole que le explicara cómo iban a desarrollarse las cosas.

– El honorable médico de Babel va a exponer sus ideas y si se las juzga leales a la Religión Verdadera, saldrá de aquí libre y gozará de nuestra protección. Mani, te escuchamos.

Pero la adolescente no había comprendido bien.

– Cuando este hombre haya hablado, ¿quién juzgará si es fiel o hereje?

– La única persona que es capaz de resolver en esas materias: el gran mago Kirdir que tenemos la suerte de tener entre nosotros.

Mani tuvo aún el recurso de la risa.

– Antes que someterme a vuestra mascarada, prefiero recibir de vuestras manos una copa de haoma con acónito. ¿O era cicuta?

– Esta frase te ha condenado -decretó Kirdir.

– ¿Acaso antes de pronunciarla estaba perdonado?

– No -confesó Bahram sin rodeos-. Había jurado por mis antepasados que morirías. Pero tu perfidia te valdrá tener que sufrir.

Siete

Mani fue condenado al suplicio de los hierros. Una pesada cadena sellada alrededor del cuello, otras tres alrededor del busto, tres en cada pierna y tres más en cada brazo, sin ninguna otra violencia, ni sevicia. Tampoco le encerraron en un calabozo, sino que simplemente le dejaron en un patio enlosado, cerca de un puesto de guardia. Su vida iba a agotarse gota a gota bajo aquel peso. Se dio orden de alimentarle para que sobreviviera más tiempo, para que sufriera más tiempo.

Las visitas no le estaban prohibidas. Apenas se conoció la sentencia en los barrios de Beth-Lapat, comenzó el desfile. Allí fueron los discípulos, que se acercaban tanto como los guardias se lo permitían, para lanzar una flor a los pies del Mensajero. Pero sobre todo, acudió una multitud de mirones como en todos los suplicios públicos. Ni uno solo de los habitantes de la ciudad y de los alrededores habría querido perderse el espectáculo que ofrecía el ajusticiado. Venían familias enteras, y si los niños se asustaban, los padres los tranquilizaban con una risa ligera.

Algunos consideraban un deber insultar al condenado o sermonearle, por celo, por animosidad innata, otros por simple escrúpulo de honestidad, ya que no podían decidirse a gozar así de la distracción ofrecida por el rey sin pagarla con una palabra.


El tercer día de la última pasión de Mani los ciudadanos siguieron desfilando hasta la puesta del sol, cuando se cerró el portón de madera de su prisión a cielo abierto. Entonces quedó bajo la vigilancia de dos imberbes soldados que le flanqueaban evitando que sus miradas se cruzaran. De pronto, se tiraron cara al suelo tan violentamente que se despellejaron las palmas de las manos. Ante ellos acababa de aparecer el monarca en persona. Solo.

Con un carraspeo de garganta, les ordenó que se marcharan. Luego, después de algunos pasos vacilantes, fue a sentarse al borde de un friso de piedra cerca de Mani y sus cadenas.

– Quería hablarte, médico de Babel. Hay una cuestión que me intriga desde nuestro encuentro.

Por extraño que pudiera parecer, el tono de Bahram estaba desprovisto de animosidad; era casi amistoso. El prisionero se dignó levantar los ojos.

– Esa voz celeste que te habla, Mani…

Sus palabras denotaban confusión y como una súplica de niño.

– Ya me respondiste el otro día, pero no he saciado mi curiosidad.

Mani le contempló de nuevo, sin miramientos, pero sin destellos de hostilidad. Luego, pacientemente, se puso a contarle los comienzos de su misión, el «Gemelo», el palmeral, la India, hasta el primer encuentro con Sapor. Hablaba con la voz exhausta del que lleva la cruz. El monarca se acercó y se inclinó para oír mejor, y cuando le interrumpió fue con el cuchicheo de un íntimo.

– ¿Pero por qué tú, Mani? ¿Por qué el Cielo no habría hablado directamente al divino Sapor?

– ¿Cómo habría comprendido la gente que la majestad que emanaba de él venía del Cielo y no de su propio poder terrenal? Mientras que cuando el hombre humilde resplandece, está dando testimonio.

Bahram movió la cabeza con aire sosegado antes de proseguir:

– Me preocupa otra cuestión. ¿Qué has podido decirles a mi padre, a mi hermano Ormuz, a mis tíos y a esa mujer, Denagh, para que sientan por ti tanta veneración? ¿No les habrás revelado algún secreto del universo?

– Han oído de mi boca las verdades que estaban en ellos. Jamás se escucha otra voz que la propia.

Mani había murmurado esta frase con el tono de una confesión y Bahram se inclinó más aún. Tenían casi la misma edad, pero el hijo de Babel seguía siendo muy delgado. Al verlos conversar así, ¿quién habría sospechado que el que buscaba consuelo era el carcelero y que su víctima pudiera replicar con tan poco resentimiento? Aunque lo hiciera sin complacencia y sin ninguna palabra que intentara suscitar la compasión ni la gracia. Se habría dicho que, aquella tarde, el suplicio de Mani no era un tema digno de ser abordado por aquellos dos hombres.


El octavo día, el Mensajero recibió la visita de Zerav, el tañedor de laúd, que había sido durante cuarenta años el músico favorito de Sapor, y antes, de Artajerjes. Era un hombre orgulloso, alto, esbelto, y aunque sus dedos de octogenario estaban ya nudosos, al contacto con las cuerdas recobraban su juventud.

Siempre había apreciado la sabiduría del hijo de Babel y había tenido con él, en otro tiempo, largas y sosegadas discusiones. Su condena le ofendía. A modo de protesta, se había presentado con su laúd. Su entrada fue notable. Caminó directo hacia Mani, le besó la mano prisionera y luego se sentó cerca de él en el suelo, con las piernas cruzadas, y se puso a tocar un aire lastimero. El silencio se apoderó de la multitud.

Desconcertados por su porte principesco, los jóvenes soldados no habían osado interponerse. Inmediatamente vino en su ayuda un dignatario de la corte, quien también se sintió confuso frente a ese monumento vivo del Imperio. Es inconveniente -balbuceaba-, para un hombre de la fama de Zerav, venir a tocar a un lugar tan vil.

– ¿Acaso no estoy en el recinto del palacio? -se asombró el anciano músico.

– Sin duda. ¡Pero es el patio de los suplicios!

– Para mí, este lugar es hoy el más respetable del palacio y el más perfumado.

– ¡Aquel que ha tocado para los reyes no puede tocar para un ajusticiado!

Antes de que Zerav respondiera, se oyó la voz jadeante de Mani, pero en modo alguno estaba interviniendo en la discusión. Ni siquiera daba la impresión de haberla oído. Parecía que estaba prosiguiendo con el músico una lejana conversación.

– ¿Sabes, Zerav? Al alba del universo todos los seres estaban inmersos en una melodía suprema, el caos de la creación ha hecho que lo olvidemos; pero un laúd en comunión con el alma del artista puede despertar esas armonías originales…

– ¡Gratas son a mis oídos las palabras del sabio!

Y olvidando amenazas y argucias, comenzó a tocar de nuevo, ardiente e inspirado, hasta la noche.

Dicen que Bahram estaba aquel día de caza y que, en su ausencia, nadie se atrevió a asumir la responsabilidad de maltratar al venerable músico de los reyes.

Cuando al día siguiente regresó el monarca, unos soldados fueron a casa del tañedor de laúd con el fin de interpelarle, y descubrieron que, aquella misma noche, se había apagado en la estrecha serenidad de su lecho, como última protesta.

El decimocuarto día los mirones se habían cansado y los fieles eran cada vez más numerosos. Los guardias les prohibieron sentarse, obligándolos a desfilar en silencio; larga vela diurna, durante la cual Mani se mostró agitado. Se adormilaba y luego se despertaba y se movía, intentando estirar sus miembros anquilosados; pero apenas había encontrado una postura, quería volver a la anterior. En un momento dado, creyeron oírle decir:

– Has escrito y no te han leído. Has dicho una cosa y han comprendido otra. Los hombres han querido otra cosa.

Derramaba lágrimas y los fieles se miraron, preguntándose si estaría hablando de ellos.


El decimoséptimo día creyeron el fin inminente y los guardias dejaron a sus discípulos acercarse. Había que formular una pregunta entre todas, pero el corazón de Mani latía en su labio inferior y los fieles renunciaron a hacerle hablar para que no se ahogara aún más.

Como si hubiera oído sus angustias inexpresadas, abrió los ojos para murmurar con tono de seguridad:

– ¿Después? Lo que en mí era Tinieblas volverá a las tinieblas, lo que en mí era Luz seguirá siendo Luz.

Todos ansiaban saber más, pero la palabra de Mani era tan vacilante que los discípulos se resignaron.

Sin embargo, por la tarde, poco antes de que se cerraran las puertas, recuperó el vigor bruscamente. Irguió la cabeza y su voz sonó fuerte. ¿O sería la voz del «Gemelo»?

– Cuando cierres los ojos por última vez, volverán a abrirse inmediatamente, sin que tú lo hayas querido. Y tu primer instante será de incredulidad, cualquiera que haya podido ser tu fe. En el más firme de los creyentes subsiste la duda y en el más obcecado de los descreídos habita la esperanza no confesada. Frente al Más Allá, los hombres no hacen más que interpretar papeles, su creencia común está inscrita en la fatiga de sus cuerpos.

Esperaron a que recuperara con dificultad el aliento, pero él prosiguió:

– A continuación viene la prueba.

Alguien a su alrededor había murmurado la palabra «juicio» y Mani se sobresaltó como si le hubieran ofendido.

– ¿Qué juicio? ¡Cuando cierras los ojos, la sentencia ha sido ya pronunciada! ¡Por tus propios labios!

Todo su rostro se había animado, así como las palmas de sus manos, sus dedos, su garganta, su busto.

– Pasado el instante de incredulidad, cada uno vuelve a sus pequeños defectos, a sus costumbres, y se opera la selección entre los seres humanos sin necesidad de tribunal. El que ha vivido para la dominación sufrirá porque ya no se le obedece; el que ha vivido en la apariencia, pierde toda apariencia; el que ha vivido para la posesión, ya no posee nada, su mano se cierra en el vacío. Lo que era de él, pertenece desde ese momento a los demás. Vagará para siempre por los lugares donde transcurrió su vida terrenal, como un perro atado a su correa. Un mendigo ignorado allí donde fue amo.

«Los Jardines de Luz pertenecen a aquellos que han vivido con desprendimiento.»

Guardó silencio. Sus ojos se cerraron. Luego, como si prosiguiera su sermón para sí mismo, comenzó de nuevo a mover los labios en un rostro iluminado. De cuando en cuando, un fragmento de frase sin coherencia se escapaba de ellos.

«… el sol no te herirá más los ojos… tú que sabes contemplar la felicidad de los demás… todos los perfumes de la amante… esa mujer no envejecerá… allí encontrarás todos los libros… y los que nadie ha escrito… aprenderás las edades del universo… te irás hacia el Egipto del Más Allá…»

Sus discípulos se inclinaban sobre él para recoger esas frases. Todos codiciaban el instante que él había comenzado a vivir.


El vigésimo día ordenó a sus fieles que partieran. Todos los hombres y todas las mujeres jóvenes, aquellos sobre quienes podía abatirse la persecución.

Se produjo entonces aquel sublime alboroto. Se propaló una consigna sin que nadie supiera jamás qué boca la había susurrado. No fue la del hijo de Babel, ya que él sólo había murmurado: «Alejaos, dispersaos, dejad pasar el torrente de la venganza, más tarde os volveréis a levantar». Pero los adeptos propagaron otra muy diferente: «¡Hay que escribir el nombre de Mani por todas partes!».

Escribir con carbón, con tiza, pero más que eso, grabar. Grabar profundamente, en la madera, en el hierro, en la piedra, las letras corrosivas. En los mojones de las encrucijadas, en las murallas de las ciudades, en todos los edificios del Imperio, las prisiones, los palacios, los cuarteles, en todos los lugares de culto, innumerables manos trazaron, cada una en su lengua, el nombre de Mani. Con fervor, para que nadie lo pudiera borrar.

Así se manifestó la inmensa rabia de la gente de paz. Contra su siglo y contra los milenios venideros; contra las divinidades celosas y las espadas absueltas; contra los cuatro imperios, las cuatro castas, las razas, la sangre; contra los magos avariciosos y los soberanos verdugos.

Contra la muerte. Contra las cadenas. Contra las cadenas de Mani.


* * *

La vigésima sexta mañana acabó el último acto de su pasión. Sus discípulos hablarían pronto de suplicio, de martirio, de crucifixión; Mani habría dicho simplemente «mi destierro».

Sólo le velaban ya unas mujeres de cabellos grises. Sobrecogidas, mudas, abrumadas, inmersas ya en el duelo que se aproximaba. Mani no conseguía ya moverse y respiraba ruidosamente, pero la mirada sobrevivía.

Sus ojos se cruzaron con los de Denagh. Ésta comprendió y fue a murmurar algo al oído de las mujeres, que se incorporaron e intentaron serenarse.

Entre ellas se encontraba una discípula a la que llamaban la hija de Atimar. Con voz dulce, se puso a cantar las palabras aprendidas.

Noble Sol que prodiga el calor

y con el mismo gesto pródigo, la sombra que nos protege.

Sol que hace madurar los racimos y los cuerpos para la fiesta y

luego se retira para que podamos celebrarla.

Sol que cierra los ojos a nuestros excesos, a nuestras locuras de mortales

y que está allí al día siguiente con el mismo talante y la misma generosidad.

No espera de nosotras gratitud ni sumisión.

Noble es nuestro Sol cuando sale

y noble cuando se pone…

La hija de Atimar estaba pronunciando estas palabras cuando Mani cesó de sufrir. Denagh, que era la que estaba más cerca de él, le cerró los ojos. Luego, puso sobre sus labios un último beso de vida. Las otras mujeres la imitaron.

Era el año 584 de los astrónomos de Babel, el cuarto día del mes de Addar para la era cristiana, el dos de marzo del año 274, un lunes.

Desde entonces, la pasión de Mani se confunde con la nuestra.

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