Prólogo

Al contrario que el Nilo, que se puede descender llevado por la corriente o remontar a vela, el Tigris es un río de sentido único. En Mesopotamia, los vientos corren, como las aguas, de la montaña hacia el mar, nunca hacia tierra adentro, hasta tal punto que las barcas, a la ida, deben cargar con asnos y mulas que puedan remolcarlas a la vuelta por los secos caminos, como bamboleantes y azarados cascarones, hasta su lugar de atraque.

En el extremo norte, donde nace, el Tigris indómito corre entre las rocas y sólo algunos barqueros armenios se atreven a navegarlo, con los ojos clavados en las efervescencias de las pérfidas aguas. Extraña arteria en la que los navegantes no se cruzan, no se adelantan, no intercambian saludos ni consignas. De ahí esa impresión embriagadora de navegar solo, sin demonio protector, sin otra escolta que las palmeras de las orillas.

Luego, al llegar a la ciudad de Ctesifonte, metrópoli del país de Babel y residencia de los reyes partos, el Tigris se calma, la gente puede acercarse a él sin respeto, ya no es más que un gigantesco brazo fluido que se puede cruzar de una orilla a otra en unos serones redondos de fondo plano en los que se amontonan hombres y mercancías y que se hunden hasta la borda y a veces giran como trompos sin que por ello naufraguen, vulgares cestos de junco trenzado que despojan al río del Diluvio de su imponente aspecto. Es entonces tan manso que pueden chapotear en él unas siniestras parejas abrazadas: pellejos de animales decapitados, vaciados, recosidos y luego inflados, a los que se aferran cuerpo a cuerpo los nadadores, como para una danza de supervivencia.

La historia de Mani comienza al alba de la era cristiana, menos de dos siglos después de la muerte de Jesús. A las orillas del Tigris han quedado rezagados multitud de dioses. Algunos emergieron del Diluvio y de las primeras escrituras, otros vinieron con los conquistadores o con los mercaderes. En Ctesifonte, pocos fíeles reservan sus plegarias para un único ídolo, sino que van de templo en templo dependiendo de las celebraciones. Se acude al sacrificio de Mitra para merecer una parte del festín; luego, a la hora de la siesta, se busca un rincón de sombra en los jardines de Istar y, al final del día, se va a merodear por los alrededores del santuario de Nanai para acechar la llegada de las caravanas; es junto a la Gran Diosa donde los viajeros encuentran refugio para pasar la noche. Los sacerdotes los reciben, les ofrecen agua perfumada y luego les invitan a inclinarse ante la estatua de su bienhechora. Aquellos que vienen de lejos pueden dar a Nanai el nombre de una divinidad familiar; los griegos la llaman a veces Afrodita, los persas Anahíta, los egipcios Isis, los romanos Venus, y los árabes Allat; para todos es madre nutricia y su seno generoso huele a la cálida tierra roja regada por el río eterno.

No lejos de allí, sobre una colina que domina el puente de Seleucia, se yergue el templo de Nabu. Dios del conocimiento, dios de lo escrito, vela por las ciencias ocultas y visibles. Su emblema es un estilete, sus sacerdotes son médicos y astrólogos y sus fieles depositan a sus pies tablillas, libros o pergaminos que él acepta más gustoso que cualquier otra ofrenda. En los gloriosos días de Babilonia, el nombre de este dios precedía al de los soberanos, que por eso se llamaban Nabonasar, Nabopolasar, Nabucodonosor… Hoy, sólo los letrados frecuentan el templo de Nabu, el pueblo prefiere venerarle a distancia; cuando la gente pasa por delante de su pórtico para acudir ante otras divinidades, apresura el paso lanzando furtivas y temerosas miradas hacia el santuario, ya que Nabu, dios de los escribas, es también el escriba de los dioses, el único encargado de inscribir en el libro de la eternidad los hechos pasados y venideros. Algunos ancianos, al bordear la pared ocre del templo, se tapan el rostro precipitadamente. Quizá Nabu haya olvidado que están aún en este mundo, ¿por qué recordárselo?

Los letrados se ríen de los temores de la multitud. Ellos, que aman la sabiduría más que el poder o la riqueza, más incluso que la felicidad, se jactan de venerar a Nabu más que a cualquier otro dios. El miércoles, día consagrado a su ídolo, se reúnen en el recinto del templo. Copistas, negociantes o funcionarios reales forman pequeños corros animados y locuaces que deambulan, cada uno según sus costumbres. Unos toman la avenida central y rodean el santuario para desembocar en el estanque oval donde nadan los peces sagrados. Otros prefieren la avenida lateral, más umbría, que lleva al cercado donde están encerrados los animales para el sacrificio. De ordinario, gacelas, corderos, pavos reales y cabritos andan sueltos por los jardines; sólo permanecen encerrados algunos toros y dos lobos cautivos; pero la víspera de las ceremonias, los esclavos que dependen del templo reúnen a los animales para dejar libres las avenidas y prevenir la caza furtiva.


Entre los paseantes del miércoles, se reconoce fácilmente a Pattig. Unas piernas enfundadas en un pantalón con forma de tubo, plisado a la moda persa, unos brazos delgados que revolotean bajo una capa de brocado y, coronando esta silueta endeble, envuelta en colores vivos, una cabeza que parece robada a una estatua de gigante: barba oscura abundante, rizada como un racimo de uvas, y cabellera espesa y esponjada, sujeta en la frente por una banda de sarga bordada con la insignia de su casta, la de los guerreros, que es sólo una reliquia, ya que Pattig no ejerce ya ni la guerra ni la caza. En sus ojos se ha apagado toda violencia y sus labios están constantemente agitados por un temblor, como si una pregunta, contenida durante mucho tiempo, se dispusiera a brotar.

Aunque apenas tiene dieciocho años, este hijo de la alta nobleza parta estaría rodeado de una gran consideración si su mirada no trasluciera un candor infantil que le despoja de toda majestad. ¡Cómo no recibir con sonrisas condescendientes a aquel que irrumpe ante un desconocido y se presenta en estos términos: «Soy un buscador de la verdad»!

Precisamente con estas palabras se ha dirigido Pattig, este miércoles, a un personaje totalmente vestido de blanco que se mantiene apartado, inclinado sobre el estanque oval, y que lleva en la mano un largo bastón nudoso, rematado por una empuñadura colocada de través que golpetea con un movimiento protector.

– Buscador de la verdad -repite el hombre sin burla aparente-. ¡Cómo no serlo en este siglo en el que tanta devoción se codea con tanta incredulidad!

El joven parto se siente en terreno amigo.

– Mi nombre es Pattig. Soy originario de Ecbatana.

– Y yo soy Sittai, de Palmira.

– Tus ropas no son las de la gente de tu ciudad.

– Tus palabras no son las de la gente de tu casta.

El hombre ha acompañado su réplica con un gesto de irritación. Pattig, que no ha notado nada, prosigue:

– ¡Palmira! ¿Es verdad que han erigido allí un santuario sin estatua, consagrado «al dios desconocido»?

El otro deja transcurrir un largo rato antes de responder con evidente desgana:

– Eso dicen.

– ¡Así que jamás has visitado ese lugar! Sin duda hace mucho tiempo que abandonaste tu ciudad.

Pero el palmireno se contenta con un carraspeo. Sus rasgos se han endurecido y mira a lo lejos como para divisar a un amigo que se hubiera retrasado. Pattig no insiste. Susurra una palabra de despedida y se une al corro más próximo sin dejar de vigilar al hombre con el rabillo del ojo.

Aquel que se ha identificado como Sittai permanece en el mismo lugar, solo, jugueteando con su bastón. Cuando le ofrecen una copa de vino, la toma, aspira su perfume y hace ademán de llevársela a los labios, pero Pattig observa que en cuanto el sirviente se aleja, derrama la bebida al pie de un árbol hasta la última gota; cuando le presentan una brocheta de langostas asadas, la actitud es la misma: comienza por rechazarla y, puesto que insisten, toma una y pronto la deja caer por detrás de él, hundiéndola luego en el suelo de un taconazo antes de inclinarse sobre el estanque para enjuagarse los dedos.

Absorto en ese espectáculo, Pattig no escucha a sus interlocutores que, irritados, se apartan de él. Sólo le distrae la voz de un joven sacerdote clamando que la ceremonia va a comenzar e invitando a los fieles a apresurarse hacia la gran escalinata que lleva al santuario. Algunos tienen aún en la mano una copa o un vaso y conversan mientras caminan, pero sus pasos pronto se aceleran, ya que nadie quiere perderse los primeros momentos de la celebración.

Sobre todo, hoy. En efecto, se ha corrido el rumor de que, la víspera, Nabu se había agitado en su pedestal, señal manifiesta de su deseo de moverse. Hasta parece que se vieron gotas de sudor que le corrían por las sienes, la frente y la barba, y que el Gran Sacerdote le había prometido de rodillas organizar una procesión ese miércoles a la puesta del sol. Según una antigua tradición, Nabu conduce él mismo sus cortejos; los sacerdotes se contentan con llevarlo, con los brazos estirados, muy alto por encima de sus cabezas, y el dios, con imperceptibles empujones, les indica la dirección que deben tomar. Algunas veces, les hace ejecutar una danza, otras, un largo trayecto rectilíneo que les lleva a un lugar donde exige que se le deposite. Sus menores movimientos son otros tantos oráculos que los adivinos tonsurados se comprometen a interpretar; porque el ídolo habla de cosechas, de guerras y de epidemias, dirigiendo a veces a este o a aquel personaje unas señales de alegría o de muerte.

Mientras los fieles penetran por grupos en el santuario y el canto de los oficiantes va ganando en amplitud, Sittai, que se ha quedado solo afuera, pasea de un lado a otro por el atrio que lleva desde la gran escalinata a la puerta oriental.

El sol no es ya más que una cresta de ladrillo ardiente, lejos, más allá del Tigris; los portadores de antorchas forman un semicírculo en torno al altar, los sacerdotes inciensan la estatua de Nabu, los chantres recitan un encantamiento, acompañándose de un monótono timbal:

¡Nabu, hijo de Marduk, esperamos tus palabras!

¡De todas las regiones, hemos venido a contemplarte!

¡Cuando preguntamos, eres tú quien responde!

¡Cuando buscamos refugio, eres tú quien protege!

¡Tú eres el que sabe, tú eres el que dice!

¿Quién más que tú merece que le sigan?

¿Quién más que tú merece nuestras ofrendas?

Nabu, hijo de Marduk, planeta resplandeciente,

Grande es tu lugar entre los dioses.

Nabu sonríe a la luz temblorosa de las antorchas, sus ojos parecen clavados en la afluencia de fieles, sobre los que reina de pie, con su larga barba que le llega hasta la mitad del pecho, enfundado en una ceñida coraza y en su túnica de madera veteada que se ensancha formando un pedestal. Se acercan seis sacerdotes, desplazan la estatua y la instalan sobre unas andas de madera que izan hasta sus hombros y luego más alto, por encima de sus cabezas. Mientras se forma la procesión, el dios se eleva a cada paso hasta flotar en el aire. Sus porteadores le encuentran muy ligero; con las manos extendidas, apenas le rozan y el dios parece flotar por encima de la multitud que se apretuja con gritos de éxtasis. Los porteadores giran sobre sí mismos, luego dibujan un círculo más amplio antes de dirigirse hacia la salida. Los fieles se apartan.

Ahora la procesión está fuera, en el pequeño atrio. El dios efectúa una corta danza alrededor del pozo de las aguas lustrales y avanza hacia la escalinata. En ese momento, un sacerdote tropieza y se esfuerza por recobrar el equilibrio, pero ya el siguiente se tambalea a su vez y se desploma. La estatua, sin sujeción, parece saltar hacia la monumental escalera por la que rueda dando brincos, seguida por las miradas de la multitud petrificada.

Por muy guerrero, por muy parto que sea, Pattig no puede contener las lágrimas. No es el funesto presagio lo que le abruma. Para él se trata de otra cosa: es su fervor el que ha sido insultado. Ha querido creer en Nabu; semana tras semana, experimentaba la necesidad de contemplarle, macizo en su trono, infalible, sin edad, sonriendo a la decadencia de los imperios, haciendo caso omiso de las calamidades. ¡Y, bruscamente, esta caída!

Sin embargo, se le ocurre una idea que le impide abandonarse a las lamentaciones. Arrodillándose en el lugar del drama, no tarda en descubrir, clavado entre dos losas de mármol, un trozo de bastón. Lo extrae, lo examina y no le cabe la menor duda de que la punta superior ha sido aserrada. «¡Maldito palmireno!», murmura Pattig que recuerda a Sittai paseándose por el atrio, deteniéndose y clavando su bastón en el suelo antes de retorcerlo y arrancarlo como se haría con una mala hierba. Pattig se levanta y busca inútilmente con los ojos, a su alrededor, al hombre del traje blanco. «¡Maldito palmireno!», refunfuña una vez más, tentado de gritar «al asesino», «al deicida», de lanzar a la exaltada muchedumbre en persecución del sacrilego.

Pero los sacerdotes suben ya, llevando con inútiles precauciones las piezas rotas de la estatua, un trozo de brazo pegado aún al hombro, un mechón de barba colgado de un lóbulo de la oreja… La cólera de Pattig se transforma en tristeza resignada. Casi le reprocha a Nabu ofrecer semejante espectáculo. Se aleja, dispuesto a vagar hasta el alba por los senderos del templo. Por instinto, sus pasos toman de nuevo el camino del estanque oval y, con los ojos aún llenos de lágrimas, mira hacia el lugar donde se encontraba aquel hombre maldito.

Allí está Sittai. En la misma losa. En la misma postura. Tan blanco como siempre, desde el gorro hasta las sandalias, golpeando con la mano la empuñadura de un bastón singularmente corto. Pattig se planta ante él, le coge por la túnica y le zarandea:

– ¡Ay de ti, palmireno! ¿Por qué has hecho eso?

El hombre no deja traslucir ni sorpresa ni inquietud y tampoco intenta soltarse. Su elocución es tranquila y firme.

– Si es verdad que Nabu ha guiado los pasos de sus sacerdotes, es él quien les ha hecho tropezar. ¿O bien ignoraba, a pesar de su omnisciencia, que yo había roto mi bastón en aquel lugar?

– ¿Por qué le guardas rencor al dios Nabu? ¿Te ha castigado de alguna manera? ¿Se ha negado a salvar a un hijo enfermo?

– ¿Guardar rencor a esa viga esculpida? No puede ni afligir ni curar. ¿Qué podría hacer Nabu por ti o por mí si no puede hacer nada por él mismo?

– ¡Y ahora blasfemas! ¿No respetas la divinidad?

– El dios que yo adoro no se cae, no se rompe, no teme ni mi bastón ni mis sarcasmos. Sólo él merece un fervor como el tuyo.

– ¿Cuál es su nombre?

– Es él quien da los nombres a los seres y a las cosas.

– ¿Y por él has roto la estatua?

– No, la he roto por ti, hombre de Ecbatana. Tú que buscas la verdad, ¿la esperas aún de la boca de Nabu?

Pattig abandona la lucha y con aire ausente va a sentarse, ya vencido, en el borde del estanque. Sittai avanza hacia él y le pone la mano abierta sobre la cabeza. Un gesto de posesión al que acompañan estas palabras:

– La verdad es una amante exigente, Pattig, no tolera ninguna infidelidad; a ella le debes toda tu devoción, todos los momentos de tu vida son suyos. ¿Es realmente la verdad lo que buscas?

– ¡Nada más que eso!

– ¿La deseas hasta el punto de abandonar todo por ella?

– Todo.

– Y si fuera a ti a quien se le pidiera mañana romper un ídolo, ¿lo harías?

Pattig se sobresalta y se echa atrás.

– ¿Por qué tendría que ofender a Nabu? En este templo me han recibido como a un hermano, he compartido su vino y su carne y, a veces, alrededor de este estanque, las mujeres me han abierto los brazos.

– A partir de este día, no beberás vino, no volverás a comer carne y no te acercarás a ninguna mujer.

– ¿A ninguna mujer? ¡He dejado una esposa en mi pueblo de Mardino!

Es una súplica, Pattig está desconcertado, pero Sittai no le deja un instante de respiro:

– Tendrás que abandonarla.

– Va a dar a luz dentro de unas semanas. ¡Estoy impaciente por ver a mi primer hijo! ¿Qué padre sería si los abandonara?

– Pattig, si realmente es la verdad lo que buscas, no la encontrarás en el abrazo de una mujer ni en los vagidos de un recién nacido. Ya te lo he dicho, la verdad es exigente; ¿la deseas aún o has renunciado ya a ella?


* * *

Cuando, corriendo a su encuentro hasta el camino alto se lanza a su cuello, jadeante, y él la rechaza fríamente con las dos manos, Mariam se dice que su marido, por pudor, no quiere que el extranjero que le acompaña sea testigo de sus efusiones.

Con todo, se siente un poco herida, pero se guarda de demostrarlo y ordena que lleven a los dos hombres unos lebrillos de agua y toallas para que puedan lavarse el polvo de los caminos. Ella se escabulle tras una colgadura. Cuando reaparece, una hora más tarde, es un verdadero festín lo que lleva a la terraza. Mientras ella avanza con las primicias, dos copas del mejor vino de la tierra de Mardino, un sirviente la sigue cargado con una gran bandeja de cobre donde se superponen platos y escudillas. Totalmente concentrado en escuchar al hombre de blanco que le habla a media voz, Pattig no les ha oído acercarse.

Mariam hace señas al sirviente de que no haga ningún ruido al colocar los manjares sobre la mesa baja. Si dos platos se entrechocan, esboza una mueca, pero inmediatamente se tranquiliza con el espectáculo de esas golosinas a las que Pattig es tan aficionado: yemas de huevo duro rematadas con una gota de miel, lonchas finas de faisán con puré de dátiles… Los días en que su hombre va a Ctesifonte, Mariam ocupa así su tiempo, ingeniándose en prepararle los más sabrosos manjares; de esa manera, él tendrá siempre prisa por volver, y si está con amigos, antes que ir a una taberna descuidando sus obligaciones, los traerá orgullosamente a su casa, seguro de que allí estarán mejor atendidos que los comensales de un rey.

Después de una última ojeada para verificar que todo está en su sitio, Mariam va a sentarse en un cojín al otro extremo de la habitación. A veces, cuando su marido está solo, cena con él; nunca cuando tiene invitados, pero apenas se aleja, preocupada en comprobar a cada instante que a los comensales no les falte de nada.

Transcurren unos largos minutos. Absortos en su charla, Pattig y Sittai no han tendido aún la mano hacia la mesa. ¿Se han dado cuenta siquiera del festín que se les ofrece? ¿Han olido el aroma que invade la terraza? Mariam se apena en silencio. Aunque se hubieran parado en el camino para comer, deberían al menos, por pura cortesía, tomar una albóndiga, una aceituna, un sorbito de esas copas que ha colocado justo delante de ellos.

Pero ahora el invitado saca de debajo de su túnica una especie de chal que extiende sobre sus rodillas, extrae de él un pan negruzco, lo parte y se lleva un trozo a la boca. Mariam contiene la respiración. ¡Así que ese individuo desdeña todo lo que ella ha preparado para mordisquear un vulgar pedazo de pan! Y eso no es todo. Ahora desenrolla más el chal, saca de él dos pequeños pepinos arrugados y los moja en una garrafa de agua antes de darle uno a su anfitrión. Pattig, visiblemente azarado, se queda con la hortaliza en la mano, pero el palmireno mastica la suya ostensiblemente.

No pudiendo aguantar más, Mariam se acerca al extraño personaje.

– ¿Hay algo en esta comida que incomode a nuestro invitado?

El hombre no dice nada y aparta la mirada. Pattig interviene:

– Nuestro huésped no puede comer estos alimentos.

Mariam contempla la mesa con desolación.

– ¿De qué alimentos hablas? Hay aquí tantas cosas diferentes. Platos cocinados con aceite, otros con grasa, otros asados o cocidos, carnes, verduras crudas e incluso pepinos. ¿Nuestro invitado no puede tocar nada de todo esto?

– No insistas, Mariam, vete, estás importunando a nuestro huésped.

– ¿Y tú, Pattig, no tienes hambre después de haber caminado?

Con un movimiento de la mano, su marido repite el mismo gesto de alejamiento que hizo al llegar y añade:

– Llévate todo esto, Mariam, ni él ni yo tenemos hambre, no deseamos ningún alimento. ¿No puedes dejarnos solos?

Mariam no ha esperado a salir de la habitación para estallar en sollozos. Corre hacia su cuarto sujetándose el vientre como si éste fuera a rodar a sus pies. La anciana Utakim, su sirvienta, su única amiga, que se ha apresurado a reunirse con ella, la encuentra sentada en el suelo aturdida, respirando agitada y quejumbrosamente.

– Entonces es verdad lo que dicen de los hombres; ¡basta un maleficio, un encuentro, un elixir, para que su amor aparezca, para que su amor se vaya!

Utakim ha visto nacer a Mariam. Cuando su madre murió de parto, fue ella quien la amamantó, y la víspera de su boda, fue ella quien la vistió y la maquilló. ¿Quién mejor que ella podría consolarla?

– Ya conoces a tu hombre; en cuanto una idea le preocupa, se olvida de comer, comienza a palidecer, a adelgazar, como si estuviera enamorado. ¿Acaso no sabes que es así? Hoy tiene a ese visitante y se alimenta de sus palabras, pero mañana lo habrá olvidado y será de nuevo un amante insistente, un padre impaciente. Así es como siempre ha sido y así es como lo has amado.

– ¡Sus ojos, Utakim, tú no has visto sus ojos! Por lo general, me basta con que se crucen con los míos un instante para olvidar dolores e inquietudes. Si sus ojos me hubieran hablado, habría ignorado las palabras de su boca y los gestos de sus manos. Pero esta noche, sus ojos no me han dicho nada.

Utakim la reprende con desenvoltura:

– ¿No sabes que un hombre nunca es cariñoso en presencia de un extraño? El huésped se irá pronto a dormir y nuestro señor vendrá a reunirse contigo. ¡Vamos, déjame deshacerte las trenzas!

Mariam se abandona a las manos que no han cesado de acunarla. La noche está cayendo y su hombre vendrá. Jamás en el pasado abandonó su lecho. La muchacha se ha recostado apoyando la cabeza en un cojín y los pies descalzos en otro más alto. Utakim se sienta justo al borde de un cofre situado a su cabecera y toma entre sus manos los dedos de su señora, que acaricia lentamente y se lleva a los labios de cuando en cuando. Su mirada llena de amor envuelve el rostro rosáceo enmarcado por una cabellera con reflejos malva. Desearía decirle: «Te conozco bien, Mariam. Tienes las manos lisas de las hijas de los reyes y el corazón frágil de aquellas a las que un padre ha amado demasiado. Cuando eras niña, te rodearon de juguetes; ya núbil, te cubrieron de joyas y te entregaron al hombre que habías elegido. Luego, viniste a vivir a esta tierra de abundancia y tu marido te cogió de la mano. Como el primer día, camináis juntos por los huertos que os pertenecen donde, cada estación, hay mil frutos que recoger. Y tu vientre lleva ya al hijo. Pobre niña, vives tan feliz desde hace tanto tiempo que te basta con sospechar en los ojos de tu hombre la menor ausencia, el alejamiento más pasajero, para perder pie y que a tu alrededor el mundo se ensombrezca».

Utakim dibuja de nuevo con los dos pulgares las cejas sudorosas de la que, para ella, será siempre una niña, y Mariam, que comenzaba a adormecerse, abre los ojos e implora a la sirvienta, que se va a buscar noticias.

– Están hablando, no paran de hablar. O más bien, es el visitante quien diserta y nuestro señor evita interrumpirle.

Si Mariam no hubiera tenido la mente tan ofuscada, habría descubierto en la voz de Utakim el temblor de la mentira. Era verdad que la sirvienta había oído un rumor de conversación, pero los dos hombres no estaban ya en la terraza y Pattig había ordenado que le extendieran una estera en la habitación de los invitados para pasar allí la noche.

A su vez, Utakim está tan preocupada que no puede conciliar el sueño, pero finge que duerme, una vieja treta de nodriza que daba muy buenos resultados cuando Mariam era niña y que sigue siendo eficaz. Verdad es que, por muy esposa y futura madre que sea, su señora apenas tiene más de catorce años. Muy pronto, su respiración se hace más lenta, más reguiar, aunque, de cuando en cuando, un hipido hace recordar que la niña se ha dormido desconsolada.

El aceite de la lámpara colgada de la pared acaba de consumirse, cuando Mariam se incorpora de un salto.

– ¡Mi hijo! ¡Me han quitado a mi hijo!

Grita y se agarra con rabia a las sábanas. Utakim la sujeta firmemente por los hombros.

– ¡Has tenido una pesadilla, Mariam! Nadie te ha quitado a tu hijo, está ahí en tu vientre, bien protegido y no sabemos si será un hijo o una hija.

Mariam no se tranquiliza.

– Se me ha aparecido un ángel. Volaba y zumbaba como una enorme libélula y luego se posó delante de mí. Cuando quise huir, me dijo que no tuviera miedo y, por otra parte, parecía tan dulce que le dejé que se me acercara. De pronto, como un relámpago, extendió unas manos que parecían garras y me arrebató el hijo de mis entrañas para volar con él hacia el cielo, tan alto que pronto dejé de divisarlos.

Utakim no encuentra ya palabras que la consuelen. Sabe que un sueño jamás es inofensivo y se promete ir a interrogar sobre su presagio a los ancianos de la región.

Por un tragaluz enrejado entra la primera claridad del día. Mariam solloza. Su hombre no ha venido. La sirvienta se levanta y con paso decidido entra en la habitación de los invitados. Sittai, ya despierto, reza de rodillas; Pattig duerme. La mujer le zarandea, simulando que está enloquecida:

– ¡Mi señora se siente mal! ¡Te necesita!

Aún con cara de sueño, Pattig corre junto a la esposa que, al verle, se abandona al llanto.

– He tenido un sueño horrible, te llamé y no viniste.

– No he oído nada.

– Pattig, ¿por qué te siento tan lejano? ¿Por qué me huyes?

Si bien con la espontaneidad del despertar Pattig se ha precipitado a la cabecera del lecho de su mujer, al recobrar la conciencia recupera toda su frialdad de la víspera. Se ve claramente que está a disgusto en la habitación de Mariam y, de pronto, evita sentarse en el lecho, su propio lecho nupcial, incapaz de apartar la mirada de la puerta, como si temiera ver aparecer a su censor. Y a los reproches de su esposa, se vuelve más duro.

– Cuando se recibe a un huésped -dice-,¡se debe permanecer a su lado, ¿no lo sabes?

– ¿Quién es ese hombre? Me da miedo.

– Te daría menos miedo si fueras capaz de acoger sus palabras de sabiduría.

– ¿De qué palabras se trata? ¡Ese hombre no me ha hablado ni una sola vez!

– Una mujer no puede comprender lo que dice.

– ¿Qué dice tan importante?

– Me habla de su dios, el dios único; ha prometido conducirme hacia él, pero debo merecerlo, expiar mis años de idolatría. No volveré a comer la comida de los impíos, no volveré a beber vino, ni jamás me tenderé junto a una mujer. Ni tú ni ninguna otra.

– ¡Yo no soy un alimento ni una bebida! Yo soy la madre de tu hijo. ¿No decías también que yo era tu compañera, tu amiga? ¿Debo yo igualmente abandonar a todos los humanos para vivir como un ermitaño?

– Yo viviré en una comunidad de creyentes donde sólo hay hombres. No se admite a ninguna mujer.

– ¿Ni siquiera a tu esposa?

– Ni siquiera a ti, Mariam. Es un dios exigente.

– ¿Quién es, pues, ese dios celoso de una mujer?

– ¡Ese dios es mi dios, y si quieres blasfemar me iré de aquí al instante y no me volverás a ver!

– Perdóname, Pattig.

Sus ardientes lágrimas de niña se deslizan en silencio, su alma está vacía de toda espera; tímidamente, pone la cabeza sobre el brazo del hombre, con dulzura, sin apoyar, haciéndose tan ligera como un mechón de sus cabellos. ¿Revivirá alguna vez con el esposo esos momentos de paz en los que el calor es frescor, la transpiración es perfume y el despertar es olvido? Con una mano aún torpe, pero ya enternecida, Pattig le acaricia los cabellos; en el silencio y la penumbra, vuelve a encontrar los gestos de cariño que son naturales en él; de sus ojos se escapan también algunas lágrimas.

Entretanto, a través de la puerta que ha quedado abierta, llega la voz de Sittai, quien, una vez terminado su rezo, reclama a su anfitrión.

– ¡Pattig! -le llama-, tenemos que partir, hay todavía un largo camino.


¿No debería el esposo maldecir al importuno? No, es a Mariam a quien rechaza con brusquedad y corre ya sin volver la cabeza.

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