CAPÍTULO I

– Detesto el hedor de los caballos. -Mary Lamb se acercó a la ventana y rozó con gran delicadeza el gastado ribete de encaje de su vestido. Se trataba de una prenda anticuada que lucía sin inmutarse, como si la manera en la que elegía vestirse no tuviera la menor importancia-. La ciudad es una gran letrina.

Estaba sola en el salón de su casa y ladeó la cara hacia el sol. Tenía el cutis picado por la viruela que había sufrido hacía seis años, y con el rostro dirigido hacia la luz, imaginó que era la agujereada luna.

– Querida, lo he encontrado. Estaba escondido en A buen fin. -Charles Lamb entró en el salón con un delgado libro verde en la mano.

Mary se volvió sonriente. No se resistió al entusiasmo de su hermano, que le permitió dejar de pensar en la perforada luna.

– ¿Qué es?

– Querida, ¿a qué te refieres?

– ¿A buen fin no hay mal principio?

– Espero con fervor que así sea. -Llevaba desabrochados los botones superiores de la camisa de hilo y el cuello flojamente anudado-. ¿Puedo leértelo? -Charles se dejó caer en el butacón y se apresuró a cruzar las piernas. Fue un movimiento rápido y preciso, al que su hermana ya se había acostumbrado. Sujetó el libro con el brazo estirado y recitó un fragmento: «Dicen que los milagros pertenecen al pasado; contamos con filósofos que consiguen que lo sobrenatural y sin causa parezca moderno y familiar. De ahí que restemos importancia a los terrores y nos escondamos en el presunto conocimiento, cuando lo cierto es que deberíamos someternos al miedo a lo desconocido». Lo comenta Lafeu a Parolles. Es ni más ni menos el pensamiento de Hobbes.

Por regla general, Mary leía lo mismo que su hermano, aunque más despacio. Quedaba absorta con más profundidad; se sentaba junto a la ventana, en la que pocos instantes antes la luz la había acariciado, y analizaba las sensaciones que la lectura le producía. Tal como había explicado a su hermano, en esos momentos sentía que formaba parte del espíritu del mundo. Leía para poder sostener con Charles esas conversaciones que se habían convertido en el gran consuelo de su vida, cuando hablaban aquellas noches en las que Charles regresaba sobrio de la East India House. Cada uno confiaba en el otro, pues observaban que un alma gemela resplandecía en sus expresiones.

– ¿Qué significa «presunto conocimiento»? Charles, qué bien te expresas. Me encantaría poseer tus dones.

Mary admiraba a su hermano en la idéntica y exacta medida en la que no se quería a sí misma.

– Palabras, palabras, palabras.

– ¿Se aplica a las personas que conocemos? -preguntó a su hermano.

– Querida, ¿a qué te refieres?

– Al presunto conocimiento y al miedo a lo desconocido.

– Es algo complicado.

– Creo conocer a papá, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido en lo que a él concierne?

Esa mañana de domingo, sus padres regresaban de la capilla de los Disidentes, situada en la esquina de Lincoln's Inn Lane y Spanish Street. Sólo estaban a cien yardas de la casa y Mary comprobó que cruzaban con lentitud la calle. El señor Lamb se encontraba en las primeras fases de la decadencia senil, pero la señora Lamb lo mantenía erguido gracias a su potente brazo derecho.

– Por no hablar de Selwyn Onions -acotó Mary. Onions era uno de los compañeros de trabajo de Charles en Leadenhall Street-. Creo conocer sus bromas y travesuras, pero ¿debería someterme al miedo a lo desconocido con relación a su espíritu malévolo?

– ¿Onions? Es muy buen tipo.

– Tal vez.

– Querida, te metes en demasiadas honduras.

El otoño tocaba a su fin y el sol poniente teñía de rojo los ladrillos de las casas de enfrente. La calle estaba salpicada de mondaduras de naranja, trozos de periódico y hojas secas. Una anciana cubierta con un grueso chal accionaba la bomba de agua de la esquina.

– ¿Qué quieres decir con eso de «demasiadas honduras»?

Mary se había sorprendido de la frivolidad de su hermano. Había sido insensible y contaba con la sutileza de Charles para dar sentido a su propia existencia.

– Mary, existen algunos temas que no tienen hondura ni profundidad. Onions es uno de ellos. -Incómodo ante esa deslealtad hacia su amigo, se apresuró a cambiar de asunto-. ¿Por qué el domingo es tan horrible? Se trata de mi día de descanso, pero resulta muy aburrido y desolado. Me arrebata la vida. No hay nada en qué pensar. -Abandonó el butacón de un brinco y permaneció de pie junto a su hermana, en el hueco de la ventana-. Sólo cobra vida con el crepúsculo, si bien para entonces ya es demasiado tarde. Iré a mi habitación y estudiaré a Sterne.

Ya estaba acostumbrada. Como la propia Mary solía decir, «ser dejada por Charles» era un verbo compuesto que aludía a una sensación coherente y absoluta de pérdida, decepción y expectación. No se sentía lo que se dice abandonada. En verdad, casi nunca estaba sola en casa. Sus padres acababan de llegar. Oyó cómo su madre introducía la llave en la cerradura y de forma instintiva se incorporó, igual que si se defendiese de un peligro. El señor Lamb se limpió las botas en el felpudo de paja mientras la señora Lamb pedía a Tizzy, la criada, que barriese las hojas secas. Mary se dio cuenta de que Charles se arrellanaría en el asiento y de que, con la ayuda de Sterne, se aislaría de los ruidos del hogar. Mientras sus padres entraban en la sala, se volvió otra vez hacia la ventana y se dispuso a desempeñar de nuevo su papel de hija.

– Mary, haz compañía a tu pobre padre mientras preparo el ponche de huevo. Tal vez ha cogido frío. -El hombre meneó la cabeza y rió-. ¿Cómo dices, señor Lamb? -El marido le miró los pies-. Tienes toda la razón. Todavía llevo chanclos. Ya veo que no se te escapa nada.

– Quítatelos -aconsejó el señor Lamb, y volvió a reír.


***

Mary Lamb había observado con interés la lenta decadencia de su padre. Éste había sido un hombre de negocios rápido y eficaz en sus tratos con el mundo. Había dirigido sus asuntos como si estuviera en guerra con un enemigo invisible y cada noche regresaba a la casa de Laystall Street con actitud triunfal. Sin embargo, un anochecer retornó con la mirada demudada por el terror y se limitó a comentar que no sabía dónde había estado. Poco a poco empezó a desvariar. Había sido el padre de Mary; más tarde se convirtió en su amigo y, finalmente, en su niño.

En apariencia, Charles Lamb no hacía caso del estado de su padre; lo evitaba siempre que podía y no hacía el menor comentario sobre su creciente incapacidad. Cada vez que Mary planteaba el tema, Charles la escuchaba con paciencia, pero no decía nada. Se negaba a abordar el problema.


***

A la espera del ponche de huevo, el señor Lamb se frotó las manos con impaciencia.

En cuanto su madre abandonó la estancia, Mary tomó asiento junto a su padre en el desteñido diván verde.

– Papá, ¿has cantado durante el oficio?

– El ministro se equivocó.

– ¿En qué?

– En Worcestershire no hay conejos.

– ¿No hay conejos?

– No… y tampoco panecillos.

La señora Lamb gustaba de pensar que había sabiduría en las divagaciones de su esposo, pero Mary sabía que no era así. De todos modos, ahora su padre le interesaba más que nunca; sentía curiosidad por las frases extrañas y azarosas que emitía. Era como si el idioma hablase por sí mismo.

– Papá, ¿tienes frío?

– Sólo ha habido un error en las cuentas.

– ¿Supones que es eso?

– Un día memorable.

La señora Lamb regresó con un cuenco de ponche de huevo.

– Mary, querida, impides que el calor del fuego llegue a tu padre. -La señora Lamb permanecía eternamente atenta, como si alguna cosa en este mundo estuviese intentando sin cesar eludirla-. ¿Dónde se ha metido tu hermano?

– Está leyendo.

– ¡Vaya sorpresa! Señor Lamb, bebe con cuidado. Mary, ayuda a tu padre.

A Mary su madre no le caía demasiado bien. Era una mujer inquisitiva y fisgona o, al menos, eso le parecía; consideraba que su estado de alerta era una forma de hostilidad. En ningún momento se le cruzó por la cabeza la posibilidad de que se tratase más bien de una variante del miedo.

– Señor Lamb, no hagas tanto ruido al beber. Te mancharás la ropa.

Mary tomó con delicadeza el cuenco de las manos de su padre y le dio de beber con la cuchara de porcelana. Dedicaba su vida a realizar esas tareas. La vieja Tizzy era demasiado débil como para ocuparse de la totalidad de la limpieza y la cocina de la casa, por lo que Mary se encargaba de las faenas más pesadas. Podrían haber pagado una criada joven, que no les habría costado más de diez chelines a la semana, pero por principio, la señora Lamb se resistía a la introducción de otra persona, temerosa de que destruyese la tranquilidad y la compostura que la familia preservaba con tanto primor.

Mary aceptaba de buena gana su papel. Charles acudía al despacho y ella «se encargaba» de la casa. Sería siempre así. Además, desde su enfermedad se había vuelto más reservada. Las cicatrices que surcaban su rostro se habían convertido en tema de compasión o disgusto, o al menos eso pensaba, y no le apetecía dejarse ver.

Oyó que Charles deambulaba de un extremo a otro de la habitación de la planta alta. Se había acostumbrado al sonido de los pasos de su hermano y sabía cuándo se disponía a escribir; Charles ordenaba sus pensamientos antes de comenzar. Recorrería una delgada tira de la alfombra extendida a los pies de la cama y, al cabo de tres o cuatro «giros» más, se sentaría ante el escritorio y empezaría. Le habían presentado a Matthew Law, director de Westminster Words, que se mostró encantado con su discurso sobre el estilo interpretativo en el Old Drury Lane; le había encargado un artículo sobre el tema y Charles terminó de redactarlo en sólo tres días. Su ingenioso remate aludía a las dotes teatrales de Munden al decir que: «Contemplado por él, un tarro de mantequilla equivale a una idea platónica. Comprende la pierna de cordero en toda su esencia. Se hace preguntas, en medio de los elementos corrientes de la vida, a semejanza del hombre primitivo ante el sol y las estrellas que lo rodean». Según Matthew Law, ese comentario se consideró un «poderoso arrebato», y desde entonces Charles se había convertido en colaborador habitual del semanario. En ese momento redactaba un artículo en el que elogiaba a los deshollinadores. Había leído a Sterne para saber si su novelista preferido había abordado alguna vez el tema.

Por insistencia de su madre, Charles seguía ganándose la vida como escribiente de la East India House, pero lo cierto es que prefería considerarse a sí mismo escritor. Desde su época de alumno pobre en Christ's Hospital, había encaminado sus esperanzas y ambiciones hacia la literatura. Leía sus poemas a Mary, que lo escuchaba con gran atención, casi con solemnidad. Daba la impresión de que ella misma los había escrito. Charles había compuesto un drama en el que interpretó a Darnley y su hermana hizo de María, la reina de Escocia; se había sentido muy entusiasmada con su papel y aún recordaba fragmentos del texto.


***

– Mary, dile a tu hermano que baje a comer.

– Mamá, está ocupado con el artículo.

– No creo que las chuletas de cerdo afecten su artículo.

El señor Lamb hizo un comentario acerca del cabello pelirrojo, pero las mujeres no se dieron por aludidas.

Cuando Mary se acercó a la puerta, Charles ya estaba a mitad de la escalera.

– Querida, el olor a cerdo impregna el aire. El hombre fuerte se deleita con él y el débil no rechaza sus sabrosos jugos.

– ¿Francis Bacon?

– No, Charles Lamb. Como el apellido indica, se trata de cordero [1], un plato más sutil. Buon giorno, mamá.

La señora Lamb guió a su esposo hacia el pequeño comedor situado en la parte trasera de la casa; daba a un jardín estrecho, al fondo del cual se encontraban una pagoda de hierro colado y los restos de una hoguera de hojas. La mañana anterior, Mary y ella habían recogido a brazadas las hojas caídas sobre la hierba cortada y el caminito de pizarra y las habían quemado; Mary había aspirado el aroma del humo dulzón que se elevó hacia el encapotado cielo de Londres. Fue como si realizara un sacrificio… ¿a qué extraña divinidad? ¿Acaso al dios de la niñez?

Tizzy dejó una salsera sobre la mesa; como sufría una pequeña parálisis, derramó parte del líquido sobre la lustrosa superficie encerada. Charles pasó el dedo y se lo chupó.

– Yo diría que está preparada con pan rallado mezclado con hígado y una pizca de delicada salvia. Es el éxtasis.

– Charles, déjate de tonterías -reconvino la señora Lamb, que formaba parte de la Comunión Fundamental de Holborn y tenía ideas muy claras sobre el tema del éxtasis.

Sin embargo, la austera piedad de la señora Lamb no ejercía efectos notorios en su apetito. Bendijo la mesa, a la que sus hijos se sumaron, y sirvió las costillas de cerdo.

En cierta ocasión Charles había preguntado a su hermana por qué el acto de comer requería una bendición. ¿Qué lo diferenciaba del agradecimiento mudo? ¿Por qué no daban las gracias antes de emprender un paseo a la luz de la luna? ¿Las gracias ante Spenser? ¿Las gracias antes de un encuentro entre amigos? Desde la infancia, Mary había detestado la ceremonia de las comidas familiares. El reparto de los platos y de la comida, así como el entrechocar de los cubiertos provocaban en ella una suerte de cansancio. En esas ocasiones, sólo Charles era capaz de animar su espíritu.

– Me pregunto quién es el tonto más tonto que ha existido -quiso saber Charles-. ¿Will Somers? ¿El magistrado Shallow?

– Ya está bien, Charles. No te propases -advirtió la señora Lamb, y miró hacia su marido, sin que éste advirtiese que lo vigilaba.

Mary rió y, a resultas de un movimiento brusco, se atragantó con un trozo de patata. Se puso rápidamente en pie e intentó tomar aire; su madre también se incorporó, pero ella la apartó con energía. No quería que su progenitora la tocase. Tosió hasta expulsar el trozo de patata en su mano y suspiró.

– ¿Quién me comprará naranjas dulces? -preguntó su padre.

La señora Lamb volvió a tomar asiento y siguió comiendo.

– Charles, regresaste muy tarde a casa.

– Mamá, estuve cenando con amigos.

– ¿Ahora lo llamas así?


***

Charles había regresado muy borracho a Laystall Street. Como de costumbre, Mary lo aguardó levantada y, en cuanto oyó que su hermano intentaba de forma infructuosa meter la llave en la cerradura, abrió la puerta y lo sujetó antes de que se desplomase. Dos o tres noches por semana Charles bebía en exceso; al día siguiente, a modo de disculpa decía que «había cogido una trompa», pero Mary jamás lo regañaba. Estaba convencida de que entendía las razones por las que su hermano bebía e incluso las compartía. De haber tenido el valor o la posibilidad de hacerlo, Mary se habría emborrachado cada día de su vida. Estar enterrada en vida…, ¿acaso no era motivo suficiente para beber? Por añadidura, Charles era escritor y los escritores son conocidos por su desenfreno. ¿Qué decir de Sterne o Smollett? Claro que su hermano no era gritón ni beligerante; se mostró tan delicado y afable como de costumbre, con la salvedad de que fue incapaz de permanecer de pie y hablar con un mínimo de precisión. «Eso es la causa, eso es la causa», le había dicho a Mary la noche anterior. «Guíame.»

En compañía de Tom Coates y de Benjamin Milton, dos colegas de la East India House, había bebido vino dulce y cerveza en la Salutation and Cat de Hand Court, cerca de Lincoln's Inn Fields. Sus compañeros eran muy bajos, atildados y de pelo oscuro; hablaban deprisa y se reían con descaro de sus respectivos comentarios. Charles era un poco más joven que Coates y un tanto mayor que Milton, por lo que se consideraba, tal como lo había expresado, «el medio neutral que conduce las fuerzas galvánicas». Coates hablaba de Spinoza, Schiller, la inspiración bíblica y la imaginación romántica; Milton peroraba sobre la geología, las edades de la tierra, los fósiles y los mares muertos. A medida que se emborrachaba, Charles imaginó que se encontraba en la infancia del mundo. ¿Qué podía conseguir una sociedad que albergaba tamaños intelectos?


***

– Mamá, ¿anoche te desperté?

– Ya estaba despierta. El señor Lamb se encontraba inquieto.

Su marido tenía la costumbre de tratar de orinar desde la ventana del dormitorio a la calle, hábito al que la señora Lamb se oponía con firmeza.

– Charles, casi no hiciste ruido. -Mary ya se había recuperado del ataque de tos-. Te fuiste derecho a la cama.

– Mary, vivo por siempre en tus buenas palabras. Que los cielos iluminen a semejante hermana.

– Pues de tu habitación me llegó claramente un ruido. -La señora Lamb no se dejó impresionar por aquel intercambio de afecto fraternal-. Oí un estrépito.


***

De hecho, Mary había ayudado a su hermano a subir la escalera y lo había conducido a su dormitorio. Lo cogió del brazo con delicadeza y saboreó el efluvio vinoso de su aliento, mezclado con el ligero olor a sudor del cuello y la frente. Disfrutó con la proximidad física de su hermano, sensación que hacía tiempo que no experimentaba. Charles había estudiado interno en Christ's Hospital y su partida al inicio de cada curso desataba en Mary una extraña mezcla de rabia y soledad. Su hermano se iba al mundo de la camaradería y la erudición, mientras ella se quedaba en compañía de su madre y de Tizzy. Fue en esa época en la que, una vez cumplidas las tareas de la casa, comenzó a estudiar. Su dormitorio se encontraba en un cuartito trastero del ático. Allí guardaba los libros de texto que Charles le había prestado; entre otros, una gramática latina, un léxico griego, el Diccionario filosófico de Voltaire y un ejemplar del Quijote. Intentó seguir el ritmo de su hermano y, al regreso de éste, con frecuencia se percató de que lo había superado. Había empezado a leer y a traducir el cuarto libro de la Eneida, que relata el amor entre Dido y Eneas, antes de que Charles dominase los discursos de Cicerón. Le había dicho: «At regina gravi iamdudum saucia cura», pero al oír esas palabras su hermano se había echado a reír y le había preguntado qué significaban.

– Es Virgilio, Charles. Dido está afligida.

Charles volvió a reír y le alborotó los cabellos. Mary intentó esbozar una sonrisa, pero bajó la cabeza porque se sintió vanidosa y necia.

En otras ocasiones, estudiaban juntos por la noche y reflexionaban sobre un texto, con la mirada encendida mientras desentrañaban las mismas frases. Hablaban de Roderick Random y del peregrino Pickle, de las obras picarescas de Tobias George Smollett, el traductor del Quijote al inglés, e inventaban aventuras o escenas nuevas para Lemuel Gulliver y Robinson Crusoe. Imaginaban que estaban en la isla de Crusoe y entre los árboles se ocultaban de los caníbales. Luego retornaban a las complejidades de la sintaxis griega. Charles le dijo a Mary que se había convertido en «una helenista».


***

– Mamá, ¿has dicho un estrépito? -Charles planteó la pregunta con tono de ofendida inocencia porque, en realidad, no sabía a qué se refería.


***

Charles se había desplomado sobre la cama y sumido en el acto en un sueño profundo; parecía que por fin había escapado.

Mary desató los cordones de sus botas y cuando dispuso a quitarle la derecha, tropezó, cayó de espaldas sobre el escritorio y derribó un candelero y un pequeño cuenco de bronce en el que su hermano acumulaba las cerillas usadas. Ese fue el estrépito que, insomne y alerta al otro lado del pasillo, había oído la señora Lamb. Charles no se había despertado. En el silencio que siguió, con gran sigilo Mary volvió a poner en su sitio el candelero y el cuenco; descalzó despacio a su hermano y se tumbó a su lado. Lo abrazó y apoyó la cabeza en su pecho, con tanta delicadeza que subió y bajó al ritmo de la respiración de Charles. Al cabo de unos minutos, sin hacer ruido subió la escalera que conducía a su pequeño cuarto.


***

Los domingos, después de comer, en casa de los Lamb estaban acostumbrados a que Charles leyera la Biblia a sus padres y hermana. No le molestaba. Admiraba los artificios de la versión del rey Jacobo. Su equilibrio, cadencia y eufonía le habían llegado en su infancia cual un soplo de aire fresco.

– «Tuve un sueño que me aterró. Los fantasmas que tuve en mi lecho mientras dormía y las visiones de mi mente me horrorizaron.» -Se habían reunido en el salón, el mismo en el que Mary había tomado el sol; Charles se encontraba tras una pequeña mesa con largueros y sostenía con una mano el texto sagrado-. Papá, ésta es la historia de Nabucodonosor.

– ¿Estás seguro? ¿Sabía cuándo tenía que llorar?

– Pues cuando Dios lo regañaba, señor Lamb. -La señora Lamb hizo hincapié en sus palabras-. Toda la carne es hierba.

Mary se llevó instintivamente la mano a la cara mientras Charles retomaba la lectura de Daniel:

– «Di orden de que vinieran a mi presencia todos los sabios de Babilonia, a fin de que me dieran a conocer la interpretación de mi sueño.»

Загрузка...