CAPÍTULO VII

Al dar las doce, William Ireland entró en Paternoster Row; sabía que a esa hora repartían los ejemplares semanales de Westminster Words en las librerías y entre los libreros de la calle. Envueltos con papel de estraza y atados con cuerda, el editor en persona los entregaba desde las profundidades de un cabriolé de alquiler. William lo había visto la semana anterior y la previa, mientras aguardaba con impaciencia para comprobar si habían publicado su artículo sobre el poema perdido de Shakespeare. Conocía al dedillo las librerías del barrio y, en cuanto pasó el cabriolé, compró un ejemplar al señor Love, que regentaba Love Volumes.

– Una hora tranquila para el comercio, ¿no le parece, señor Ireland?

– Señor Love, todas las horas son tranquilas.

– Sí, claro, olvídelo. -Love era un hombre demacrado, de pelo canoso y fino, que tenía la costumbre de mirar de soslayo a su interlocutor-. Señor Ireland, este clima es demasiado cálido para mí. A ellos tampoco les gusta. -Señaló los libros-. Prefieren el fresco. Bueno, olvídelo. ¿Cómo está su padre?

William pagó su ejemplar de Westminster Words y bajó corriendo por Paternoster Row. Buscó un lugar retirado en el que echarle un vistazo. Se detuvo detrás de una pila de toneles, que el transportista había apilado con cuidado hasta formar una pirámide, y abrió el semanario. Era el primer artículo. «Poema desconocido de William Shakespeare», impreso en romana de doce puntos, luego se leía: «por W. H. Ireland». Era su nombre el que aparecía en letras de molde. Jamás lo había visto escrito de ese modo y le resultó curiosamente lejano, como si siempre hubiese albergado una identidad secreta que acababa de revelarse. Leyó las palabras de introducción como si las viera por primera vez y en esa tipografía le resultaron mucho más formales y significativas. Se trataba de un momento que había imaginado con frecuencia, y que por ello le producía un placer más intenso si cabe.


Hasta ahora se había llegado a la conclusión de que ningún ejemplo más de la escritura de Shakespeare sería descubierto, así como que nada nuevo se añadiría a la historia de la poesía dramática que el mundo conoce. Tanto en ésta como en tantas otras cuestiones shakespearianas, se ha demostrado que la opinión al uso estaba en un error…


***

Edmond Malone leía el artículo en un reservado de la cafetería Parker, situada cerca de Chancery Lane; apoyó la espalda en los paneles de roble, adoptó una expresión de sorpresa, se quitó las gafas e inmediatamente pidió la cuenta. Se puso el sombrero y, con Westminster Words apretado bajo el brazo, se dirigió deprisa a la calle. Pocos minutos después, llegó a la librería de Ireland. La campanilla colgada de la puerta alertó a Samuel Ireland, arrodillado tras el mostrador examinando las heces de un ratón.

– Buenas tardes, señor Malone. ¿Ya es de tarde, no?

– Sí. Dígame, ¿qué significa esto? -inquirió, y dejó sobre el mostrador la copia de la publicación semanal.

Samuel Ireland la abrió y hojeó el primer artículo. Levantó el semanario, se lo acercó a la cara y leyó con suma atención a medida que su respiración se aceleraba y se volvía más fatigosa.

– No tengo ni la más remota idea… -Cogió el pañuelo y se sonó ruidosamente la nariz-. Nadie me dijo que… -Volvió a sonarse la nariz-. Se trata de una sorpresa sumamente desagradable.

– Está bien, señor. ¿Dónde está?

– ¿De qué me está hablando?

– Del poema que su hijo ha descrito con tanto lujo de detalles, del original. Señor Ireland, tengo que verlo.

– Señor Malone, no sé dónde está. Por lo visto, a William no le ha parecido oportuno… -A medida que hablaba su cólera iba en aumento-. Mi hijo no ha tenido la gentileza de mencionar este tema. Lo ha ocultado de forma deliberada, me ha traicionado.

– El poema en cuestión no pertenece a su hijo, sino al mundo.

– Bien lo sé, señor Malone.

En ese momento William Ireland entró en la librería. Aún estaba emocionado por haber visto su nombre en Westminster Words y afrontó con ecuanimidad las expresiones hostiles de ambos hombres. Vio el semanario sobre el mostrador.

– Padre, ¿lo has leído?

– ¿Qué significa esto?

– Si lo has leído ya lo sabes. Buenas tardes, señor Malone.

– Por segunda vez te pregunto qué significa esto.

– Te lo diré. He llevado a cabo lo que aseguraste que jamás sería capaz de hacer: he escrito un artículo y lo han publicado.

– ¿Cómo te atreviste a ocultármelo?

– Padre, sabes bien que te lo habrías quedado. Habrías supuesto que carezco de habilidades para la composición. Acabo de demostrar que estabas equivocado, eso es todo.

Samuel Ireland miró furibundo a su hijo, pero guardó silencio.

Entretanto, Edmond Malone perdió la paciencia.

– Esto no tiene nada que ver con el padre ni con el hijo. ¿Dónde está el poema? -Se dirigió a William-. Señor, ha sido muy irreflexivo y temerario de su parte imprimir el artículo antes de saber qué terreno pisa. ¿Cómo sabe que el poema es auténtico?

– Estoy seguro de su procedencia.

– ¿Está seguro? Supongo que cree que la autenticidad se demuestra de modo instintivo y que los eruditos no tienen arte ni parte en el asunto.

– El pordiosero se muestra altanero -intervino el padre de William.

El joven los miró y sonrió.

– Señor Malone, tenga la amabilidad de esperar un poco. -Subió la escalera a la carrera y regresó poco después con un sobre de gran tamaño-. Señor Malone, lo dejo a su cuidado y custodia. Sométalo al escrutinio que quiera. Si tiene la menor duda de que se trata de Shakespeare, proclámelo a los cuatro vientos.

Malone cogió el sobre con impaciencia y extrajo el original.

– Señor, en su artículo afirma que se trata de versos amorosos.

– Lea, lea.

– Ya he tenido ese placer. Lo he visto en Westminster Words. -Volvió a leer el poema-. Me alegro de que no haya indelicadezas. Albergaba el temor de que…

– ¿Ha dicho indelicadezas?

– Shakespeare era muy soez. Vivimos con el temor a que se descubra algo y que semejante procacidad mancille su poesía.

– Le garantizo que el poema es muy puro. Señor Malone, debe darme su palabra de que lo devolverá en menos de un mes.

– Señor Ireland, tardará mucho menos en regresar a sus manos. Le doy mi palabra de honor de que no sufrirá daños ni deterioro alguno.

– Será mejor que firmemos un recibo.

De repente, Samuel Ireland se puso en movimiento y buscó tinta y papel detrás del mostrador.

– Compréndalo, en cuestiones de este tipo, mi padre se pone nervioso enseguida.

– William, se trata de algo precioso, no de una bagatela.

Una vez firmado el escueto documento, Edmond Malone abandonó Holborn Passage con el sobre pegado al pecho.


***

Tras despedirse en la puerta, Samuel Ireland entró en la librería.

– William, no tendrías que haberle dado el documento.

– ¿Por qué?

– Piensa por un momento en su valor. Es como si le hubieses entregado una bolsa repleta de guineas.

– El señor Malone es un hombre honrado, ¿no?

– El honor se compra y se vende. -Samuel Ireland parecía arrepentido de lo que había dicho. Cogió el ejemplar de Westminster Words y, sin decir esta boca es mía, leyó el artículo de su hijo. En cuanto terminó se lo entregó a William-. ¿Por qué no me informaste de la existencia del poema? ¿Por qué he tenido que leerlo en una publicación?

– Ya te lo he dicho. Quería que fuese un secreto, era mi deseo.

– ¿Tu deseo? ¿Acaso no tienes obligaciones para con tu padre?

– Por supuesto, tantas como reclama la naturaleza. Me comunicaste que no tenía aptitudes para escribir y declaraste explícitamente que sólo servía como dependiente.

– En modo alguno quise referirme a nada semejante.

– Padre, dime una cosa. ¿No tienes obligaciones para con tu hijo? Podrías haberme alentado.

– Éste no es el momento de…

– Nunca ha habido un momento para mí. Podrías haber fomentado mis ansias de aprender, pero he tenido que educarme yo solo.

– Igual que en mi caso. La mejor educación…

– …es la que cada uno se provee. Te lo he oído decir infinidad de veces. Bueno, ya has leído el artículo. Piensa si me he educado bien o mal a mí mismo.

Después de la cena, la discusión continuó en el comedor. Rosa Ponting se había retirado tras asegurar que el tema de «los condenados papeles» no le interesaba en absoluto, aunque, en realidad, nada más cerrar la puerta pegó la oreja a la madera. Oyó que Samuel Ireland entrechocaba el vaso con el plato: evidente muestra de contrariedad.

– En esta cuestión el señor Malone no tiene derechos. Esos papeles son como joyas. No puedes entregárselos a quien te dé la real gana.

– ¿Los reclamas para ti? ¿Por eso los pregonas por ahí como si fueran artículos de empeño? Yo los encontré y soy su dueño. No tienen nada que ver con Samuel Ireland.

– William, no hay derecho. No es justo. Si no supiera que trabajas en mi comercio, tu mecenas no te habría mirado dos veces.

– No es cierto.

– Déjame terminar. El mundo te conoce como hijo mío y mi reputación está tan en juego como la tuya.

– En ese caso, te libero de toda responsabilidad. Firma un documento en el que niegues tu interés por esta cuestión. Estoy seguro de que Rosa actuará de testigo de buena gana.

– ¿Por qué dices eso? Los vínculos que unen a padres e hijos son sagrados.

– ¿Lo mío es tuyo?

– Eso no tiene nada que ver. Es un golpe bajo. -Samuel Ireland abandonó la mesa y respiró agitado-. Es posible que necesites mi ayuda y mis consejos. Quién sabe qué más podrías encontrar.

– Por ejemplo, ¿una carta de amor a Anne Hathaway?

– ¿Cómo dices? -Samuel se sentó a toda velocidad.

– No es exactamente una carta, sino una nota, una esquela amorosa. No podía permitir que el señor Malone se lo llevase todo.

Samuel Ireland rió con cordialidad.

– William, eres admirable. Me has aventajado. Tráela. Quiero verla.

William abrió su libreta de piel. Constaba de un trozo de papel al que con un hilo delgado habían atado un mechón de pelo. El joven había protegido el objeto con papel de seda y, cuando lo depositó sobre la mesa, su padre lo desató con gran cuidado.

Samuel Ireland leyó la inscripción:

– «Te aseguro que ninguna mano tosca lo ha anudado. Solamente tu Will ha hecho el trabajo. Encontró la manera. Ni las baratijas doradas…», algo… algo… Perdona, estoy abrumado. -El mechón era rojizo y en un extremo se rizaba. A Samuel le dio miedo tocarlo-. ¿Es…, es de verdad? Me refiero al pelo.

– ¿Acaso puede ser de otra manera? Cuando Eduardo IV fue exhumado, su cabello todavía era fuerte y presentaba un color intenso, pese a que había muerto en 1483.

– ¿Encontraste la carta con los demás papeles? ¿Estaba en la casa de tu benefactora?

– Por supuesto. ¿Dónde querías que estuviese? Algún día, esa casa se convertirá en un santuario para los verdaderos admiradores de Shakespeare.

– Siempre y cuando alguien logre dar con ella. -Ante la mención de la esquela amorosa, Rosa Ponting había vuelto al comedor-. Sammy, William, convertís todo en un misterio. Resulta irritante. De verdad que es muy molesto. ¿Sigues negándote a decir a tu padre dónde vive esa persona?

– Rosa, ¿quieres que te cuente lo que ella me planteó?

– Adelante, los relatos me gustan.

– No está dispuesta a someterse a preguntas impertinentes de nadie. Su marido ha muerto hace poco tiempo y no dejó la más mínima explicación con respecto a los papeles que coleccionaba. Mi mecenas no tiene nada más que decir y, como corresponde a una dama, no desea ser reconocida en público.

Rosa se sorbió los mocos y retiró los platos.

Samuel Ireland volvió a llenarse el vaso.

– Sin duda, todo eso está muy bien de su parte -opinó-, pero la gente hará muchas preguntas.

– A las que yo contestaré.

– Su marido tuvo que ser un coleccionista francamente extraordinario.

– Ya lo creo. No se dedicó a acumular fruslerías insignificantes. Padre, estoy a punto de llegar a una conclusión sobre este asunto. Shakespeare no menciona libros ni papeles en su testamento.

– Ya lo sé.

– Es de suponer que legó sus pertenencias a su hija Susannah, junto con la casa y las tierras.

– Y ella se casó con el doctor Hall.

– Eso es. A su vez, ellos legaron cuanto tenían a Elizabeth, su única hija, que todavía vivía en Stratford.

Rosa Ponting regresó al comedor.

– Supongo que nos dirás dónde está su casa.

– También sabemos que esa casa fue tomada por los soldados de Cromwell durante la guerra civil y que los papeles no vuelven a mencionarse.

– ¿Supones que los cogieron los soldados o los usaron para encender sus trabucos naranjeros?

– No, no es exactamente lo que creo. Entre los partidarios del Parlamento se hallaban anticuarios. En cuanto alguno se enteró de que los soldados habían ocupado la casa que perteneció a Shakespeare, todo les debió resultar muy fácil. Bastó hablar con el comandante de las fuerzas locales para que…

– Para que les permitieran entrar en la casa. ¿A quién le importaba el destino de los garabatos de un dramaturgo? ¿A alguien de ese diabólico bando enemigo?

– Así lo creo, padre. Sea como sea, se conservaron. Papeles de un tesoro privado que nunca se descubrieron al mundo. Se transmiten hasta que, al final, fueron rastreados por el marido de mi benefactora.

– ¿Puede existir mejor compra? Me gustaría saber cuánto le costaron.

Samuel Ireland se acercó al ventanuco que daba a Holborn Passage y contempló el adoquinado.

Rosa Ponting, apoltronada en un sillón, echaba un vistazo a su labor de costura.

– Bueno, Sammy, por lo que me has explicado, su valor no puede sino aumentar. A alguien le va a ir muy bien.


***

Una semana después, Edmond Malone devolvió la pieza de Shakespeare. Confirmó su autenticidad más allá de toda duda razonable y se ocupó de entregársela en mano a William más que a Samuel Ireland.

– Señor, quiero felicitarlo por su perseverancia. Todos le estamos agradecidos.

– ¿Qué opina de los versos?

– Que encarnan el genio sublime del poeta. En ocasiones Shakespeare oscurece sus intenciones. Suele decirse que combina un exceso de farsa con sus asuntos trágicos. Sitúa a los tontos junto a los sepulcros y mezcla reyes y bufones.

– ¿Existe alguna diferencia?

Malone pasó por alto la pregunta.

– Sin embargo, este poema es la pureza personificada.

La satisfacción de William era evidente. Estrechó la mano de Malone y subió la escalera a la carrera, al tiempo que comentaba:

– Me gustaría que evaluase algo más. -Cuando regresó, entregó al erudito la breve esquela amorosa y el mechón-. Señor Malone, toque el pelo.

El estudioso se negó. Estiró los brazos como si se defendiera. Había leído de inmediato la inscripción y comprendido su importancia.

– Está demasiado próxima al bardo. En mi imaginación resulta algo cálido y palpable.

– ¿Sería algo así como tocarle?

– Exactamente.

La situación pareció causar gracia a William.

– Señor Malone, he mostrado el mechón a un fabricante de pelucas antiguas y me ha asegurado que es auténtico. Se trata de pelo de la época, un poco más grueso que el nuestro.

– No me cabe la menor duda. Ya nada me sorprende. Es como un mar de gozo.

– Hay algo más. -Samuel Ireland se agachó al otro lado del mostrador y reapareció con un fajo de papeles-. Un manuscrito completo. -Las hojas estaban dobladas en cuatro y atadas con un hilo de seda. La caligrafía resultaba visible-. Se trata de El rey Lear. -Entonó el título como si anunciara la representación en el escenario-. No es la copia de un amanuense, sino la letra original.

– La he cotejado con el texto -añadió William-. Lo más sorprendente es que sea igual en todo sentido al Folio, si bien aquí no aparecen los juramentos y las blasfemias.

Su padre le siguió la corriente:

– Señor, el bardo ha retirado con suma discreción aquellas faltas de delicadeza a las que usted aludió.

– Supongo que es la copia que Shakespeare redactó para el maestro de ceremonias festivas. No quiso verse sometido a la pluma reprobadora de dicho maestro.

– Es muy probable. Solían hacerlo así. Durante la representación recuperaban las frases transgresoras. -Malone estudió la caligrafía con mucha atención-. Por lo tanto, aquí está el bardo libre de blasfemias, algo que demuestra, sin lugar a dudas, que se trata de un escritor mucho más redomado incluso de lo que suponíamos.

– Confío en que así sea -apostilló William-. Eso creo yo también.

– Tengo en mis manos los papeles con los que Shakespeare trabajó. Me cuesta admitirlo.

– Pero es así, señor Malone.

– Jamás imaginé que en mi vida… -Se hizo el silencio y, de repente, lo embargó un ataque de llanto. William lo ayudó a tomar asiento y el erudito se enjugó las lágrimas con el pañuelo-. Les pido mil disculpas. Perdonen.

– Señor, no hace falta que se disculpe. -Samuel Ireland sonrió de oreja a oreja-. Nos pasa a todos. Se trata de una reacción natural e inevitable. Yo también he llorado muchas veces. -Miró a William con expresión alegre-. No he podido ocultar mis sentimientos. Al parecer, mi hijo es más resistente que yo.

– No, padre, te equivocas. A lo largo de los últimos meses, me habría puesto a llorar de alegría en cualquier momento. Lo que ha ocurrido es abrumador.

– Me parece una excelente definición. -Malone abandonó la silla-. Es abrumador…, en efecto. Algo que me permite volver a preguntarle acerca de la procedencia de semejantes tesoros.

– No estoy autorizado a dar esa información.

– Tendré que insistir. ¿Puede decirnos cuál es el origen de los papeles? ¿De qué fuente manan?

– Sólo puedo responder lo mismo que he dicho a mi padre. Mi mecenas no desea que el público conozca su identidad ni su nombre, ya que despertaría demasiado interés y especulaciones con relación a alguien que prefiere mantenerse al margen de la sociedad.

– Ese personaje cuenta con nuestra lealtad y confianza más plenas -añadió Samuel Ireland. Sorprendido, William miró a su padre-. Nuestro benefactor nos ha pedido la discreción más absoluta y cuenta con ella. Señor, se trata de un honor sagrado que se nos recompensa con estos obsequios.

– No saben cuánto lo lamento. A pesar de ello, estoy convencido de que la gente educada elogiará sus sentimientos. -Malone estaba a punto de marcharse cuando titubeó-. Señor Ireland, ya que hablamos de la gente me gustaría hacerle una propuesta. No basta con leer estos textos de Shakespeare. El público también debería verlos. Tendrían que exponerlos.

– Señor, en esto le llevo cierta ventaja. Mi hijo y yo hemos tomado la decisión de exhibirlos aquí en la librería. -William miró de nuevo a su padre con cara de sorpresa-. Este humilde local se convertirá en un santuario shakespeariano. William, ¿no fue ésa la palabra que empleaste?

– Padre, de momento no se me ocurre ni una sola palabra.

– Mencionaste un santuario en honor del bardo.

– No saben cuanto me alegro. Estoy encantado. -Malone secó las últimas lágrimas que mojaban su rostro-. Deberían publicar un anuncio en el Morning Chronicle. Todos lo leemos. Señor Ireland, ¿me permite enviar a uno o dos idólatras al santuario antes de que se anuncie su existencia?

– Por supuesto, señor. Los recibiré con sumo gusto.


***

En cuanto Edmond Malone se fue, William se volvió hacia su padre e inquirió:

– ¿Desde cuándo mi mecenas es un caballero? Padre, te estás metiendo en camisa de once varas.

– Al señor Malone le complace pensar que cuenta con nuestra confianza.

– Me importa un bledo lo que le complazca al señor Malone. -William asestó un puñetazo a un estante bajo-. ¿A qué diantres te referías? ¿Qué es eso del santuario?

– No te lo dije por miedo de echar a perder la sorpresa. -William no se percató de que su padre acababa de responderle con sus mismas palabras-. ¿No lo entiendes? Despertará un interés tan grande que tendremos incontables visitantes.

– No vendrán si no saben adónde tienen que ir.

– William, seamos serios. Debemos prepararnos. Tenemos que exponer las pruebas de manera que todos aquellos que estén interesados las examinen con tranquilidad.

– ¿Aquí? ¿En la tienda?

– En el local. ¿Acaso existe algún lugar más adecuado? El mostrador dispone de cristal, lo mismo que los estantes. En el escaparate podríamos colgar un letrero que anuncie la existencia del «Museo de Shakespeare». Por una módica suma…

– ¡No! ¡Lo prohíbo!

– Hay que cobrar una modesta entrada. Rosa hará guardia junto a la puerta.

– ¡Me niego rotundamente! Ningún dinero pasará de mano en mano. ¡Nunca!

Samuel Ireland se asombró de la vehemencia de su hijo.

– Si es lo que deseas…

– Así es.

– En ese caso, no se hable más.

– Me alegro.

– Sólo quiero añadir una cosa. William, no soy rico, ya sabes a cuánto ascienden nuestras ganancias. Uno no puede hacerse rico únicamente con los libros.

– Padre, no estoy dispuesto a atenerme a razones.

– Si alguna vez existió la ocasión de cambiar nuestra fortuna, aquí la tenemos. El propio Shakespeare era hombre de negocios y vivía de sus ganancias. ¿Supones que condenaría nuestra conducta?

– Padre, nada de esto se hizo por dinero.

– En ese caso, ¿por qué se hizo?

– Por ti.

– Debo admitir que no lo entiendo.

Algo avergonzado por ese reconocimiento, William dejó escapar una risilla.

– Eres como el ciego Tiresias, que se dejó conducir por un joven.

– Me has quitado las palabras de la boca.

– Padre, eso es algo a lo que ya estoy acostumbrado. -De pronto William bajó la cabeza-. Está bien, no pongo reparos a que los papeles se exhiban aquí. Con mucho gusto los expondré aquí bajo supervisión…, siempre y cuando acuerdes conmigo que nadie pagará por ello.

Su padre desvió la mirada hacia una distancia media. El aumento cuantitativo de visitantes podía significar el crecimiento de la clientela; impulsados por la curiosidad o la obsesión, muchos eruditos y admiradores literarios acudirían por primera vez a Holborn Passage y no sólo estudiarían los papeles shakespearianos, sino el contenido de la librería. La empresa merecía la pena.

– De acuerdo, William -accedió Samuel Ireland-. Me inclino ante tu sensatez, que es mayor que la mía.


***

Esa misma tarde, previa recomendación, se presentó uno de los íntimos amigos de Edmond Malone. El pintor y caricaturista Thomas Rowlandson, un jadeante hombre de edad madura, entró en la librería aturullado y pidiendo disculpas. Vestía chaqueta azul cielo, chaleco marrón y pantalón de cuadros de color verde.

– ¿Es éste el lugar, el suelo en el que Shakespeare acaba de ser plantado? Si me permiten, el señor Malone me ha guiado hasta aquí. ¿Es usted el señor Ireland?

William extendió la mano, pero Samuel Ireland dio un paso al frente antes de responder:

– Señor, ambos ostentamos el honor de compartir ese apellido.

– Me alegro. ¿El señor Malone ha mencionado mi visita? Señor, soy Rowlandson.

– Caballero, todos los admiradores de Shakespeare lo conocen. -Samuel Ireland aludió a la serie de grabados que Rowlandson había ejecutado, donde se representaban escenas de las obras del bardo y publicados con el título de The Shakespeare Gallery.

– Fueron dictados por una potencia superior. Ya sabe a quién me refiero.

– Señor Rowlandson, su presencia nos honra. -Samuel Ireland estrechó la mano del artista.

– Llámeme, simplemente, Tom.

– Es usted el primero en visitar nuestro museo y, por desgracia, todavía no estamos preparados.

Rowlandson sudaba copiosamente.

– ¿Tiene limonada o refresco de jengibre? Verá, tengo mucha sed.

– ¿No prefiere algo más fuerte? -sugirió William, que había detectado indicios de debilidad en su rostro-. Señor, ¿qué tal un whisky?

– Sólo un dedito, una gota… y, si es tan amable, con soda, pero que apenas sea una cantidad mínima.

William subió la escalera que conducía al comedor y del bargueño decorado retiró una botella de cristal; sirvió una medida generosa, se dirigió a la cocina contigua y añadió un poco de agua de la jarra. Rowlandson lo aguardaba con impaciencia y sólo tomó la palabra después de beber.

– Malone afirma que tienen una carta dirigida a la señora Hathaway.

– Y un mechón de cabellos del bardo. -William tomó el vaso vacío de manos de Rowlandson.

– ¿Me permite?

– Señor, no lo comprendo.

– Solamente quisiera tocar los cabellos.

– Adelante.

William fue en busca de la prueba a un cajón del mostrador y se la entregó al visitante.

– ¿Ésta es la carta, la verdadera misiva shakespeariana? Señor, el pelo se parece al suyo, castaño tirando a rojizo fuego. -Observó al joven extrañado, casi con timidez, pero William ya se dirigía al primer piso, donde se llenó el vaso con whisky y un dedo de agua antes de regresar a la tienda. Allí, Samuel Ireland permanecía de pie en una de sus posturas habituales: con las piernas separadas, la espalda muy recta y los pulgares en los bolsillos del chaleco. Rowlandson leía la nota a Anne Hathaway-. Es muy tierna, exacta…, un amor juvenil… -Leyó de viva voz la frase que parecía referirse al mechón de pelo propiamente dicho-: «Ni las baratijas doradas que rodean la majestuosa cabeza ni los honores más excelsos me proporcionarían la mitad del gozo que me causó este modesto trabajo para ti». -Devolvió el texto a William y cogió el vaso con impaciencia-. Señor, una delicia. Me refiero a la misiva. Resulta conmovedora. Contiene el auténtico espíritu del poeta. Una vez más, me gustaría… -Rió a carcajadas-. La nota transmite autenticidad. Le agradeceré un poco más, realmente muy poco, sólo un dedito.

Samuel Ireland continuaba en la misma posición.

– Tenemos otro tesoro -afirmó-. Me refiero al manuscrito completo de El rey Lear.

– ¿De su puño y letra?

– Es lo que suponemos. -William volvió a llenarle el vaso-. Ha quitado las blasfemias.

Rowlandson recordó un fragmento de la obra:

– «¡Oh, dioses benditos!» Figura en el acto segundo, escena dos. -El artista se dejó caer sobre la silla.

– Creo, señor, que es Regania quien pronuncia esas palabras.

Rowlandson contempló a William con profunda admiración.

– Señor Ireland, posee una mente sagaz…, para no hablar de su encantadora sonrisa.

– Se trata de una de las expresiones que, a fin de respetar la métrica, el bardo ha modificado y convertido en «¡Oh, benditos poderes!».

Samuel Ireland hizo aparecer el manuscrito de El rey Lear. Se lo entregó a Rowlandson con un atisbo de reverencia. El artista dejó el vaso y se puso en pie. Le temblaron las manos al tocar las hojas del original.

– Como pueden ver, mi frente está ardiendo y encendida. Fíjense bien. El fuego del poeta me consume. -Para desconcierto de William, Rowlandson se arrodilló-. Ya puedo morir feliz y tranquilo. Beso las letras del bardo y doy gracias a Dios por haber vivido para verlo.

– Le ruego que se siente -lo apremió Samuel Ireland-. Se hará daño, el suelo es muy irregular.

William llegó a la conclusión de que Rowlandson ya estaba medio borracho cuando se presentó, y a trancas y barrancas lo ayudó a incorporarse.

El artista le aferró el brazo con firmeza.

– Ay, señor -musitó-. ¡Cuánta energía y gracia! Señor Ireland, me ha honrado con la contemplación de sus joyas.

– Señor, es usted quien nos honra -insistió Samuel Ireland, empeñado en que no lo pasasen por alto.

– Señor, es usted artista y, por lo tanto, entiende cuánto significa -apuntó William.

– Lo sé -confirmó Rowlandson sin desprenderse de su brazo.

– ¿Puede aclararme una duda? El bardo asegura que la poesía más verídica es la más fingida…

Trabajos de amor perdidos, según creo recordar.

– ¿Acaso afirma con ello que admiramos lo falso?

– Se trata de una simple agudeza de Shakespeare. -Rowlandson apretó la mano de William con ademán juguetón-. Lo fingido nunca llegará a ser más verídico que lo real. Volvería a reinar el caos. -Se desplomó con pesadez en la silla y derramó el vaso-. Además, no es una cuestión que me interese demasiado.

– Yo sólo planteaba una pregunta.

– Señor Ireland, usted no debe plantear preguntas. Limítese a darnos respuestas. ¡Traiga más papeles!


***

A lo largo de las semanas siguientes, se sucedieron los visitantes, que aumentaron cuando Samuel Ireland publicó en el Morning Chronicle un anuncio acerca del «Museo de Shakespeare».

William encontró más documentos: una carta del conde de Southampton a Shakespeare, un requerimiento al dramaturgo por no haber pagado su diezmo a la Iglesia y una breve nota de Richard Burbage sobre accesorios teatrales. Fue así como la librería acabó por parecer una vitrina de objetos curiosos pertenecientes a Shakespeare. William no deseaba encargarse de esas actividades ni supervisarlas. Delegó esa función en su padre, que se había comprado una chaqueta de color verde botella en la casa Jackson and Son, situada en Great Turnstile Street. Provista de su labor de costura, Rosa Ponting se sentaba en una silla colocada junto a la puerta. En apariencia, su función allí era la vigilancia de paraguas y abrigos, si bien Samuel Ireland albergaba la esperanza de que la confundiesen con una cobradora de entradas: Rosa no puso reparos a que depositaran monedas de plata en su mano, dinero que guardaba sin perder un segundo en un voluminoso bolso de labores que también contenía su abanico, la caja de rapé, el monedero y el pañuelo. Recibía de la misma forma a todos los visitantes: «La obra de teatro está en la vitrina de la izquierda, junto a las cartas. Los recibos y las facturas se encuentran en el mostrador contiguo. Prohibido tocar el cristal y escupir en el suelo».

La mujer disfrutaba con su cometido. De pequeña había ayudado a su madre en el puesto de frutas del mercado de Whitefriars y se había sumado con entusiasmo a la algarabía de voces que acompañaban el comercio diario, pregonando manzanas hasta quedarse ronca. Justo es decirlo: custodiaba con cuidado ejemplar la librería y los objetos expuestos. Conocía cada huella de las tablas de madera y reparaba de inmediato en si alguien intentaba subir la escalera o colarse detrás del mostrador. Si un visitante echaba el aliento sobre el cristal, Rosa giraba con brusquedad la cabeza y lo miraba de mala manera. No sentía interés ni curiosidad alguna por Shakespeare, pero se alegraba de que William aumentase de manera tan inesperada la fortuna familiar.

Por descontado, a ella no le cabía la menor duda de que formaban una familia. De hecho, Rosa se había casado en secreto con Samuel Ireland; los había unido, sin cumplidos, un capellán naval de Greenwich y sólo accedió a mudarse a Holborn Passage cuando se cumplió esa condición. La madre de William había muerto de parto y la comadrona se lo llevó a su hermana, que vivía en Godalming, y el pequeño vivió en el seno de esa familia hasta los tres años. William no recordaba nada de ello y su padre tampoco se tomó la molestia de iluminarle al respecto. Regresó a Holborn Passage poco después de su tercer cumpleaños y Rosa lo recibió con los brazos abiertos. El crío, por su parte, miró para otro lado y lloró. Eso sí, la librería pareció gustarle y, como comentó Rosa a su marido, «los libros le agradan más que las personas». Rosa se sintió zaherida y perpleja. William mostró un tajante desinterés ante sus muestras de afecto. A medida que el niño creció, Rosa le preguntaba por los acontecimientos cotidianos, pero William se limitaba a responder sucintamente, en ocasiones con un mero movimiento afirmativo o negativo de la cabeza. Jamás conversó con ella y, en las contadas ocasiones en las que estuvieron a solas, William se limitó a coger un libro o mirar por la ventana. Con el paso de los años nada cambió.

Un mes después de la inauguración del «Museo de Shakespeare», mientras estaban a la mesa del desayuno, Rosa comentó con su marido:

– Cabría pensar…, pásame las ciruelas…, cabría pensar que, en realidad, no vive aquí.

– Rosa, tiene anhelos de inmortalidad.

– ¿Y eso qué significa cuando está en casa?

– Shakespeare se le ha metido en la cabeza y a partir de ahora ya nada lo satisfará.

– Sammy, habla claro.

– Cree que aquí, con nosotros, no está en su sitio. Se encuentra en un nivel superior.

– Me figuro que con Mary Lamb. ¿Sabes que esta semana ha venido dos veces? Para ver a Shakespeare…, o eso dice ella.

– Rosa, se trata de una dama.

– ¿Yo no lo soy?

– De una joven dama.

– Y muy poco agraciada, si quieres que te dé mi opinión.

– Lo sé, pero William no es un joven al uso. Él ve su alma.

– Me gustaría saber qué tipo de gafas usa.

– La ha distinguido del resto. Considera que esa muchacha es su salvación.

– ¿De qué tiene que salvarlo?

– De nosotros. Cuidado, William ha vuelto.

Samuel oyó cómo su hijo introducía la llave en el cerrojo de la puerta de la librería.


***

En los últimos días Samuel había prestado atención a las idas y venidas de su hijo. La mañana anterior había salido de la tienda inmediatamente después de William. Lo había visto girar en la esquina de Holborn Passage y lo había seguido sin perder un instante. Supuso que se dirigía a casa de su benefactora, donde se encontraban los papeles shakespearianos. Samuel estaba deseoso de dar con la mecenas de su hijo e interrogarla. William caminaba hacia el sur por una de las estrechas calles que conducían directamente al Strand; su paso era vivo y decidido y serpenteó con habilidad los tenderetes, los vendedores ambulantes y los carros que siempre se apiñaban en las cercanías del Drury Lane. A Samuel le costó no perderlo de vista mientras a duras penas se abría paso entre la población itinerante del barrio, rodeaba las montañas de basura y de estiércol, se deslizaba entre los niños que jugaban en la calle y esquivaba las cestas y los barriles que acarreaban aquí y allá. De pronto, observó que William cruzaba el Strand y aprovechaba la aglomeración de carruajes parados en la calle para acortar distancias. De camino al Támesis, William se internó por Essex Street, pero enseguida giró a la izquierda y desapareció.

Samuel lo siguió tan rápido como pudo; aunque fornido, era un hombre veloz y flexible, en parte gracias a las múltiples clases que un maestro francés de baile le había impartido en Russell Square hasta que dominó el cotillón y la polonesa. William había recorrido Devereux Court en su totalidad cuando su padre alcanzó la esquina de Essex Street; Samuel se asomó por el enladrillado justo en el momento en el que su hijo abría el portón que daba acceso al Middle Temple. Al otro lado se extendía un gran patio abierto. ¿Podía arriesgarse a que su hijo lo viera? No es que apenas llamase la atención. Por otro lado, tampoco podía dar media vuelta, pues cabía la posibilidad de que los tesoros shakespearianos estuvieran guardados en cámaras del Middle Temple propiamente dicho.

Samuel abrió la puerta y echó un vistazo a su alrededor. Su hijo se hallaba de espaldas, junto a una fuente, por lo que se refugió en un portal adyacente para que no pudiese verlo. Samuel percibió el sonido del rocío del agua que caía en el cuenco de la fuente y el arrullo de las palomas congregadas a su alrededor. No tuvo que esperar mucho para saber a qué obedecía la presencia de William en el Middle Temple. Una mujer con chal y tocado pasó cabizbaja a su lado. Samuel reconoció de inmediato que se trataba de Mary Lamb. De modo que ése era su lugar de encuentro.

Lanzó otro vistazo desde su refugio. Los jóvenes estaban junto a la fuente y William señalaba el Middle Temple Hall. Aquel era el lugar en el que habían representado Noche de Reyes poco después de que Shakespeare escribiera su obra. Caminaron alrededor de la fuente y hablaron con voz queda. Samuel Ireland tomó la decisión de alejarse. Había visto lo suficiente como para saber que su hijo no se disponía a visitar a su benefactora; más bien estaba ocupado con una búsqueda de tipo más personal. La delicadeza o los remordimientos de conciencia lo llevaron a suspender su persecución. No quería ver a su hijo en pleno cortejo y coqueteo.


***

Mary y William giraron por Pump Court y se detuvieron a contemplar el antiguo reloj de sol con el emblema de piedra «El tiempo devora todas las cosas».

– Estoy convencido de que Shakespeare no tenía el menor deseo de parecerse a su padre -aseguró William-. Lo apreciaba, pero no quería ser como él.

– Me parece natural que no quisiera ser carnicero.

– No, a lo que me refiero es a que escapó del fracaso. Un fracaso alegre, pero fracaso de todos modos. Detestaba las deudas y la compasión ajena. -Cruzaron la plaza, con la iglesia redonda de los templarios a un costado-. Era lúcido y decidido, pletórico de energía.

– ¿También era ambicioso?

– Por descontado. ¿Cómo es posible que haya logrado tanto? Mire la gárgola que hay sobre la puerta.

– Charles afirma que esa iglesia es como el telón de fondo de una pantomima.

– Su hermano tiene debilidad por las comparaciones fantasiosas. ¿Entramos?

Se internaron en el frío espacio de la nave circular, donde las figuras de los caballeros yacían boca arriba y formaban un redondel en torno a ellos.

Mary quedó cautivada por esas imágenes de siglos pasados. Se acercó a cada una de ellas y contempló sus pétreos semblantes. No le costó nada imaginar antiguos salones y fuegos parpadeantes. Con seguridad, también había habido humo, perros, juglares y trovadores. Cuando levantó la mirada se percató de que William no estaba a su lado. La esperaba en Pump Court.

– Es muy fácil tener fe en esa atmósfera -comentó William-. Sin embargo, me desagrada la virtud fugitiva y enclaustrada. Esos caballeros deberían estar al aire libre, en el mundo.

– No creo que deba censurarlos por permanecer tumbados. -Mary se dio cuenta de lo poco que sabía acerca del joven-. Sin duda están cansados después de tantas aventuras.

Se internaron por King's Bench Walk.

– Y nosotros, ¿qué conseguiremos? -se preguntó Ireland-. ¿Cómo nos recordarán?

– Estoy convencida de que a estas alturas sabe que su nombre quedará vinculado al de Shakespeare.

William rió ante su comentario.

– ¿Le parece suficiente? ¿Cree que a alguien le basta con eso?

– A muchísimos.

– Mary, todavía no me comprende. Los papeles no son más que un comienzo. Reconozco que se trata de un golpe de suerte, ya que es un gran honor encontrar…, encontrar lo que he encontrado. Ahora bien, en cuanto me haga un nombre, estaré obligado a utilizarlo. Debo dar a conocer mi valía.

– Charles le augura una gran trayectoria. Está convencido de que posee un talento excepcional.

– ¿Para qué exactamente?

– Para la composición. Admira los artículos que usted publica en Westminster Words.

– Sólo han editado uno o dos. El señor Law me ha pedido que escriba acerca de cómo era el distrito Bankside en el pasado.

Pese a haber vivido toda la vida en Londres, Mary no conocía las zonas que se extendían más allá de su barrio. En ese aspecto no se diferenciaba mucho de sus vecinos.

– Creo que no sé a qué se refiere -reconoció.

– Hablo de Southwark, al sur del río, por allí; de la zona en la que antaño se alzaban el Globe y el Bear Garden, donde los osos luchaban con perros. Quiere que trace un esbozo del teatro en la época de los Tudor en contraposición a la era moderna. ¿Sabe que en tiempos de Shakespeare «moderno» significaba corriente o vulgar?

– ¿Puedo acompañarlo?

– Mary, ¿no le resulta significativo? Para el bardo, ser moderno quería decir común y poco interesante. Nosotros pensamos en los isabelinos como parte de un rico y colorico tapiz, pero Shakespeare prefirió remontarse a Lear y a César. Perdone, ¿qué acaba de decir?

– He preguntado si puedo acompañarlo a Southwark. No he estado nunca.

– Por supuesto, Mary, aunque he de recordarle que se trata de una zona algo peligrosa y sucia.

– No me preocupa. ¿Es el lugar donde Shakespeare vivió y se movió?

– Eso dicen.

– Entonces debo verlo.

Desde King's Bench Walk se dirigieron al río.

– Mi padre nos ha estado vigilando -añadió William a continuación.

– ¿Qué ha dicho?

– Que mi padre me siguió. -Con un leve desasosiego, el joven rió.

– Pero si no hay nada…

– ¿Iba a decir que entre nosotros no hay nada? Ya lo sé. No es ése el motivo por el que me siguió. Buscaba a Shakespeare. -Mary permaneció en silencio, tal vez abatida por el reconocimiento explícito de que entre ellos no había «nada más» que amistad-. Pretende rastrear ese río hasta su fuente. No confía en mí.

– ¿Está diciendo que su propio padre no confía en usted?

– Posee un carácter extraño y se pone hecho una fiera cuando hay dinero de por medio. -Caminaron unos segundos en silencio-. Le gustaría saber dónde están los papeles. Lo considera una especie de tesoro escondido en la cueva de un mercader, como en una especie de cuento de hadas.

– Y usted es el príncipe que sostiene la lámpara. -Mary encontró ese comentario peculiarmente gratificante-. Es usted quien invoca la presencia del genio.

– Bueno, bueno; y por si eso fuera poco las monedas de oro se apiñan a mi alrededor. Por eso me sigue, para averiguar dónde está la cueva.

– ¿Por qué no confía en usted?

– ¿Confía usted en mí?

– Por supuesto. Si lo desea, proclamaré aquí mismo su honradez. ¡Juraría donde hiciera falta que dice la verdad!

– No meta la mano en el fuego por mí. -William quedó sorprendido por la vehemencia de la muchacha-. Podría quemarse.

A un lado de la calle, una joven descalza tocaba el violín. Sus labios pálidos parecían moverse al son de la melodía de Esta bendita isla. Había subido desde el río en busca de unas pocas monedas. El lado derecho de su rostro estaba desfigurado a causa de una excrecencia o del bocio. Mary la observó con expresión de sorpresa y, sin la menor vacilación, sacó el monedero de su bolsa de labores y lo depositó a los pies de la joven.

Cuando regresó junto a William, las lágrimas rodaban por sus mejillas.

– Es por la falta de amor -afirmó. Siguieron andando y pasaron junto a los cimientos en ruinas de la puerta de los templarios-. Veamos, ¿qué significado tienen mis palabras para estas piedras? -Las miró como si tuviesen una profundidad insondable.

Cuando emprendieron el regreso, la joven todavía tocaba el violín. En el momento en el que pasaron a su lado, Mary aferró el brazo de William como si temiera un castigo. Se adentraron por Pump Court y, en cuanto desaparecieron de su vista, la joven dejó de tocar y recogió el monedero. Con gran agilidad se quitó el bocio que cubría un lado de su cara y se lo guardó en el bolsillo.

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