CAPÍTULO II

A la mañana siguiente, Charles Lamb salió de la casa de Holborn en dirección a la East India House de Leadenhall Street. Al dejar atrás Holborn Passage, se unió al numeroso grupo de peatones que esa deliciosa mañana de otoño se dirigían al corazón financiero de la ciudad. Sin embargo, como estaba convencido de que había visto algo, decidió dar la vuelta. Había madrugado y disponía como mínimo de una hora antes de cumplir con la obligación de ocupar su alto escritorio en la oficina de dividendos. Holborn Passage era poco más que un callejón, uno de esos hilos oscuros incorporados a la trama de la ciudad que, con el transcurso de los siglos, acumulan hollín y polvo. Albergaba una tienda de pipas, el taller de una modista, otro de carpintería y una librería. Todos soportaban con resignación la deslustrada pátina de los años y el abandono. Los vestidos estaban descoloridos, las pipas en exposición jamás se encenderían y el taller parecía desocupado. Pues sí, eso era lo que había visto. El escaparate de la librería exhibía un documento redactado con caligrafía isabelina del siglo xvi. Charles adoraba las muestras de la antigüedad. Se había detenido en el emplazamiento de la vieja bomba de Aldgate e imaginado cómo salía el agua de la tubería de madera hacía cinco siglos; había recorrido el trazado de la muralla romana y reparado en que las calles se adaptaban naturalmente a esa configuración; se había demorado junto a los relojes de sol del Inner Temple y seguido los lemas con el dedo. En cierta ocasión, en un momento de ebria inspiración, había dicho a Tom Coates: «El futuro es como la nada porque lo es todo. El pasado lo es todo por ser la nada».

El documento isabelino parecía un testamento; aunque no era paleógrafo, entendió la frase «Yo lego». El joven que se encontraba de pie en el oscuro interior de la librería lo observó desde el otro lado del escaparate. Debido a su cara pálida y a su cabello intensamente rojo, a Charles le dio la impresión de que se trataba de un aparecido. Sonrió solícito y abrió la puerta.

– ¿Señor Lamb? -preguntó el joven.

– El mismo. ¿Cómo sabe mi apellido?

– Alguien me lo ha dicho en la Salutation and Cat. A veces ocupo una mesa del fondo. Es probable que jamás haya reparado en mí. Pase, por favor.

En cuanto entró en la librería, Charles percibió el olor de las cubiertas apolilladas de los viejos folios y pliegos en cuarto; aspiró el polvo del saber, delicioso en su particularidad. A dos lados de la tienda se levantaba un mostrador de madera, sobre el cual se encontraban manuscritos, hojas sin encuadernar y rollos de pergaminos. En los estantes vislumbró las obras escogidas de Drayton, Drummond de Hawthornden y Cowley.

El joven reparó en su mirada y comentó:

– En algunos aspectos, cuanto mejor es un libro, menos requiere de la encuadernación. El lomo resistente y una buena encuadernación son el desiderátum de cualquier volumen.

– ¿La magnificencia ocupa el siguiente lugar?

– Sólo en el caso de que esté presente. Señor Lamb, me llamo Ireland, William Henry Ireland. -Se estrecharon las manos-. Por ejemplo, jamás se me ocurriría ataviar con traje de gala una colección de revistas. Tampoco tiene sentido un Shakespeare con espléndido atavío.

Charles quedó sorprendido por la pericia del joven.

– Tiene toda la razón. El verdadero amante de la lectura, señor Ireland, desea hojas moteadas y aspecto desgastado.

– Señor Lamb, conozco la diferencia, sé lo que significan las páginas vueltas con deleite más que por obligación.

– ¿Lo sabe?

Charles llegó a la conclusión de que, ciertamente, se trataba de un joven peculiar. Dedujo que William Ireland rondaba los diecisiete años, aunque con la corbata, la camisa y aquel chaleco de color amarillo intenso parecía una figura chapada a la antigua. Tendría que haber lucido una peluca empolvada. Aun así, su intensidad era tal que Charles se sintió atraído por su persona.

– Prefiero las ediciones comunes de Shakespeare, sin notas ni grabados -prosiguió Ireland-. Rowe o Tonson me encantan. Por otro lado, soy incapaz de leer a Beaumont y a Fletcher, salvo en folio. ¿No le parece que es difícil mirar las ediciones en octavo? No me agradan, las detesto. -Sus ojos eran de color verde claro y los abrió cada vez más a medida que modulaba la voz; al hablar cruzó las manos como si librase una violenta lucha interna-. Señor Lamb, ¿le gusta Drayton?

– Muchísimo.

– Pues esto le interesará. -Retiró del estante un libro en cuarto, encuadernado con primor en piel de becerro-. Se trata de Pandosto, de Greene. Fíjese en la inscripción. -Abrió el libro y se lo entregó a Charles.

En el frontispicio, escritas con tinta ahora descolorida, se leían las siguientes palabras: «Entregado a mí, Mich. Drayton, por Will Sh.».

Charles sabía muy bien que Pandosto había servido de fuente de inspiración de Cuento de invierno. Y allí estaba el volumen propiamente dicho, el libro que Shakespeare había sostenido con sus manos…, de la misma forma que él lo cogía ahora. La reciprocidad absoluta del ademán estuvo a punto de provocarle un vahído.

William Ireland lo escrutaba con atención, a la espera de que tomase la palabra.

– Es de lo más extraordinario. -Charles cerró el libro y lo depositó con sumo cuidado sobre el mostrador-. ¿Cómo lo consiguió?

– Procede de la biblioteca de un caballero que murió el año pasado. Mi padre y yo viajamos a Wiltshire. Albergaba tesoros, señor Lamb, tesoros insospechados. -Volvió a dejar el libro en su estante y añadió, todavía de espaldas-: Mi padre es el dueño de este negocio.


***

Hacía tres semanas había viajado con su padre en la diligencia de Salisbury. Fueron los últimos pasajeros, ya que habían comprado los billetes con sólo dos días de antelación, por lo que les pidieron que ocupasen los asientos descubiertos, situados detrás del cochero y los tres caballos.

– No y no -había dicho Samuel Ireland-. Debo viajar en el interior. El aire de septiembre es cortante.

– Señor, no creo que sea posible.

Al igual que todos los que se topaban con Ireland padre, el cochero pronto se vio abrumado por su actitud imperiosa.

– Le aseguro que es posible. Es tan fácil como hacerlo. -El señor Ireland subió a la diligencia y se volvió hacia su hijo-. William, vete a la parte de arriba, te reanimará. -Se quitó el gorro de piel de castor, dirigió toda clase de cumplidos a la única dama que ocupaba el vehículo y, como un corcho que vuelve a tapar la botella, se insertó lentamente entre dos pasajeros, a los que pidió disculpas-. Señor, le ruego que se mueva una pulgada más. Le presento mis más sinceras disculpas.

William Ireland ya había escalado hasta lo alto de la diligencia y se acomodó en el asiento mientras el vehículo traqueteaba por Cornhill y Cheapside en dirección a Saint Paul. Miró el edificio cuando los caballos pasaron junto a la catedral. Fue incapaz de concebir sobre qué base se había construido y de imaginar la serenidad del alma del arquitecto que la había creado. En su opinión, la gran cúpula era un objeto extraño.

Ya se había acostumbrado al egoísmo de su padre, aunque lo cierto es que jamás habría empleado esa palabra. Samuel Ireland era un hombre perentorio, magistral y convincente, pero se trataba de un librero, otro simple comerciante más. William sabía que por ello sufría exquisitamente. El respeto que su padre sentía por sí mismo era su única manera de soportar la existencia.

En Ludgate Hill se produjo un atasco de caballos y vehículos, por lo que la diligencia aminoró la velocidad hasta detenerse. William volvió la vista atrás y contempló la cúpula de Saint Paul. Nunca realizaría nada que pudiese rivalizar con ese templo. Él era lo que era y nada más. En medio del atasco y por encima de los sonidos de Londres, oyó la voz de su padre en el interior del vehículo. Su progenitor hablaba de las virtudes de las trufas.

La diligencia se detuvo en una posada de Bagshot para que los pasajeros que viajaban en el exterior entrasen en calor. William se sentó junto al pequeño fuego de carbón de la sala y cogió un vaso de cerveza negra caliente; se encontraba al lado de Beryl que, como ya había averiguado, era doncella de una señora, pero había perdido su empleo y regresaba con su familia, que vivía en el campo.

– No se trata tanto de mi partida, como de la manera en la que me echaron -explicó Beryl con tono desafiante-. «Aquí tienes dos guineas y ahora, lárgate.» -William no quiso indagar en los motivos de su despido, aunque por su actitud dedujo que habían tenido que ver con ciertos comportamientos lascivos en las escaleras de servicio-. De todos modos, me llevé su chal. No lo echará de menos. ¿De dónde has sacado ese pañuelo?

– Es de mi padre.

– ¿Es ése de ahí que no deja de hablar?

Eran los únicos que viajaban en lo alto de la diligencia y habían establecido una alianza, implícita contra los que iban cómodamente sentados.

– Me temo que sí. -En ese momento Samuel Ireland entretenía a sus compañeros de viaje con los auténticos componentes de la bebida llamada Stingo, aunque más bien parecía que evaluaba los méritos de Shakespeare. Cuanto refería se volvía sin remedio importante-. ¿Cómo sabes que es mi padre?

– Porque tiene tus facciones, aunque tu cara es más bonita. ¿Cómo te llamas?

– William.

– ¿Bill, Will… o acaso Willy?

– En realidad, William.

– William, como Guillermo el Conquistador. -Beryl miró fugazmente la bragueta del joven, lo que bastó para excitarlo. William se sintió tenso y enardecido, como si estuviese a punto de llevarse un susto mayúsculo. Aferró el vaso para evitar que le temblasen las manos-. William, ¿estás levantándote?

– Sí, está contenta.

– ¿Se ha puesto gorda?

– No lo sé. No tengo ni la más remota…

William se dio cuenta de que jamás lo habían abordado de esa forma. Hasta las prostitutas callejeras le volvían la espalda por considerarlo un niño y, si a eso vamos, un niño pobre; él solía afirmar que se había proporcionado placer, pero, en realidad, nunca lo había hecho.

Los demás pasajeros disfrutaban de los olores y las sensaciones de la taberna, como si fuesen personajes de una obra de teatro titulada La sala. Estaban de buen humor y se mostraban tolerantes y dispuestos a reír. Con un brazo en alto, Samuel Ireland aludió en tono modesto a su amistad con Richard Brinsley Sheridan. A William se le aceleró el pulso. Tras recoger dos chelines de manos del dueño de la taberna, el cochero se acercó a la puerta de la sala y pidió a los viajeros que regresasen a la diligencia. Antes de que lo vieran, William salió a la carrera y subió hasta el techo del vehículo. Reparó en que Beryl cruzaba con lentitud el patio. William se puso las manos entre las piernas. La doncella subió al techo de la diligencia, esbozó una sonrisa y se sentó lo más lejos que pudo del joven. El cochero se instaló en el pescante, levantó el látigo y azuzó a los caballos. Cuando abandonaron el patio de la taberna, Beryl se acercó a William y apoyó su mano en la bragueta. A renglón seguido le masajeó la cara interior de los muslos. La diligencia traqueteó por la calzada irregular de High Street de Bagshot, que más bien se trataba de un camino rural pavimentado a costa del dueño de la taberna. Desde abajo nadie podía ver la mano de Beryl y el cochero miraba hacia delante, por lo que la doncella meneó el miembro de William con creciente vigor. Cuando salieron a campo abierto y pasaron junto a arroyos, arboledas, campos de cultivo y setos, Beryl se arremangó las faldas y se tumbó en el techo de la diligencia. En lo alto volaron las ocas salvajes. William se desabrochó la bragueta y se tendió sobre la muchacha. Notó el viento frío sobre su cara y suspiró encantado. La penetró con delicadeza. Su miembro creció y se movió con más energía; se corrió dentro de Beryl al tiempo que el cochero gritaba «¡arre!». Atravesaban el caserío de Blackwater, por lo que permanecieron inmóviles a fin de que no reparasen en ellos. William se subió el pantalón y lo abrochó antes de ponerse de pie. Beryl siguió tumbada en el techo de la diligencia y contemplando el cielo.

La primera y principal sensación de William fue de alivio. Había hecho esa cosa desconocida y no había titubeado. Beryl se subió los calzones antes de ocupar su asiento. Luego sonrió y extendió la mano. El gesto resultó inequívoco.

– Sólo tengo un puñado de monedas de seis peniques -se justificó el joven.

– Ya me apañaré.

William se llevó la mano al bolsillo del pantalón y le entregó las monedas. Contemplaron juntos el paisaje mientras viajaban hacia Stonehenge y Salisbury.


***

– ¿Qué clase de tesoros? -preguntó Charles a William en la librería.

– Un De Sphaera original de la imprenta de Manuzio. Una segunda edición de Erasmo impresa en Francia.

Esos libros no despertaron la imaginación de Charles. Se sentía más cómodo con los viejos autores ingleses, por lo que cogió el Pandosto de Greene del estante en el que William lo había guardado y preguntó:

– ¿Es muy caro?

– Tres guineas.

Charles se percató de que el joven hablaba ahora con actitud brusca e impetuosa, como si pretendiera desafiarlo.

– Tres guineas permiten comprar muchos libros.

– Pero no volúmenes que han tenido dueño tan ilustre.

Esa cifra equivalía al salario de una semana. Por otro lado, poseer un libro que había pertenecido a Shakespeare valía más que una semana de su vida.

– Le dejaré una guinea y pagaré el resto cuando venga a buscar el libro.

– Señor Lamb, no se tome tantas molestias. Yo mismo se lo llevaré encantado.

William Ireland caminó hasta detrás del mostrador y cogió un libro de contabilidad encuadernado en piel. Para sorpresa de Charles, sacó el tintero y la pluma del bolsillo de la chaqueta y se dispuso a escribir el recibo. Charles reparó en que utilizaba la primorosa letra chancilleresca, distinta a la isabelina que él empleaba en las cuentas de la compañía para la que trabajaba, y lo felicitó.

– Verá, señor Lamb, la aprendí de mi padre. Me produce un gran placer. Para determinadas transacciones, empleo la caligrafía cortesana y reservo la de texto para los asuntos generales.

– Tendré que darle mis señas.

– Sé dónde está su casa -replicó sin mirarlo a la cara.


***

Hacía dos noches, William Ireland había acompañado a Charles de la Salutation and Cat a su casa. Charles bebía solitario en la taberna. Ocupaba la vieja mesa de ébano de un rincón y en la pared, a sus espaldas, colgaba un pañuelo bordado y expuesto en una vitrina. El lema se había desdibujado, pero todavía se leía la frase «Bien vale un pastel».

Charles estaba en las nubes y se rascaba el mentón con el índice. Con frecuencia había pensado en la posibilidad de atrapar sus pensamientos esquivos y ordenar esas impresiones y asociaciones, las divagaciones de su mente, pero aún no lo había conseguido. Bebió otra copa de curaçao y el dulzor le revolvió el estómago. No tenía ganas de volver a Laystall Street. Le desagradaba aquel olor nocturno de la casa que le recordaba las lavazas de la cocina. No le apetecía ver a sus padres, quienes parecían haberse cerrado del todo a las posibilidades de la vida. En cuanto a Mary…, bueno, indudablemente disfrutaba de su compañía, aunque en ocasiones le repugnaba esa atención, intensa y sensible, que su hermana le prodigaba. Necesitaba que las compañías de Mary se expandiesen, florecieran y se volviera como él; su hermana lo aplaudía porque lo comprendía, pero cuando lo reclamaba en exceso, por ejemplo, cuando lo interrogaba con demasiada insistencia sobre sus amistades, Charles se replegaba y guardaba silencio. En esos casos Mary se sentía humillada y rechazada. Por eso había noches en las que Charles bebía en solitario.

La suposición de que el alcohol representaba una fuente de inspiración le parecía una insensatez. Sabía que eso violentaba su imaginación y la reducía a los límites de una percepción ebria. Cuando se embriagaba no tenía en cuenta los detalles ni la perspectiva, pero a pesar de ello, acogía de buena gana ese estado y lo buscaba con premeditación.

Lo liberaba de miedos y responsabilidades. ¿A qué le temía? Lo asustaban su fracaso y su futuro. Tobias Smith, uno de sus compañeros de escuela, había dejado Christ's Hospital sin puesto ni vocación. Durante una temporada había vivido con su madre en Smithfield y, tanto en la taberna como en el teatro, se mostró tan alegre y vivaz como siempre, pero, en verdad, iba de capa caída. Sus ropas acabaron andrajosas y, a la muerte de su madre, lo expulsaron de su habitación de inquilino. En apariencia, había desaparecido, pero hacía tres semanas Charles lo vio mendigar en la esquina de Coleman Street. Cuando se cruzó con él, no mostró el menor indicio de reconocimiento. Charles se asustó y por eso ahora bebía curaçao.

Saboreó las sensaciones de sumirse en la borrachera. Aunque no recordaba su infancia, imaginó que debió de ser algo parecido: la bienaventurada acogida de las circunstancias, la dichosa aceptación de cuanto sucedía en el mundo. Se acercó a la barra y pidió otra copa. Sintió que necesitaba hablar incluso mientras preguntaba al dueño por los clientes de la noche. Quería divulgar noticias sobre sí mismo y desternillarse de risa ante el ingenio de un tercero.

– Señor Lamb, ésta es la última copa.

– Desde luego que sí.

Después se encontró ya espatarrado en la cama y totalmente vestido. No recordaba nada de la víspera. Vislumbró imágenes de sombras de gigantes convertidas en un torbellino, de una mano extendida y de una palabra susurrada. No se acordaba de William Ireland, que permaneció sentado ante la mesa contigua a la puerta de la Salutation and Cat; a decir verdad, Ireland estaba en parte oculto por una columna de madera en la que habían pegado anuncios de representaciones de escenas cómicas y exhibiciones acrobáticas.

Charles había vuelto de la barra a su asiento, echado la cabeza hacia atrás y vaciado la última copa de curaçao. Se había puesto en pie sin tenerlas todas consigo y, con los ojos desmesuradamente abiertos, había caminado en dirección a la puerta. Recitó en voz alta:

– «Quedaos vosotros; marchaos vos.»

William Ireland había dejado su asiento y, con suma delicadeza, ayudado a Charles a salir a la calle. Como el embriagado se habría convertido en víctima inmediata de los carteristas o de gente de peor calaña, William lo alejó de Lincoln's Inn Fields.

– Señor, ¿dónde se aloja?

Al oír la pregunta Charles rió.

– Me alojo en la eternidad.

– Tal vez sea difícil encontrarla. -Charles caminó por King Street y Little Queen Street hacia Laystall Street, por lo que de manera instintiva se dirigió hacia su casa. William Ireland retomó la palabra-: Acaba de citar a Shakespeare. «Quedaos vosotros; marchaos vos.» Pertenece a Trabajos de amor perdidos.

– ¿Lo he citado? Ahora por aquí.

Pasó un miembro de la policía local que con el candil iluminó el rostro de William.

– Mi amigo está cansado -comentó Ireland-. Lo acompaño a casa.

Llamar amigo a Charles dio pie a cierta intimidad. Lo cogió de bracete y lo ayudó a permanecer erguido mientras giraban por Laystall Street.

William ya lo había visto y escuchado antes en la Salutation and Cat. Charles solía acudir acompañado a la taberna. Comentaba con sus amigos las últimas obras de teatro y publicaciones, y discutía sobre filosofía o los méritos de determinadas actrices. Ireland siempre estaba solo y, desde su asiento habitual junto a la puerta, los escuchaba con impaciencia. A sus oídos llegaban ráfagas y fragmentos de conversaciones; en concreto, había quedado impresionado por un discurso de Charles sobre las virtudes de Dryden en contraposición con las de Pope. También se había enterado de que Charles escribía para algunas publicaciones periódicas, ya que había oído la conversación sobre un futuro artículo acerca de los parientes pobres. «No cesan de sonreír y siempre se sienten incómodos», explicó a Tom Coates y Benjamin Milton. «Además, resultan un quebradero de cabeza para los criados, que temen mostrarse demasiado obsequiosos o descorteses.»

«Pero si no tienes criados…»

«Y Tizzy, ¿qué es? ¿No existe? ¡Un brindis por Tizzy! ¡Un brindis por la inexistente!»

El propio William había presentado a la Pall Mall Review un artículo sobre encuadernaciones renacentistas, pero lo rechazaron con el argumento de que se trataba de «un tema demasiado específico para la mayoría de los lectores». La respuesta no lo había sorprendido. Su ambición sólo estaba a la altura de lo poco que confiaba en sí mismo, por lo que aspiraba al éxito pero esperaba el fracaso. Por eso escuchaba a Charles con envidia y admiración; asimismo envidiaba a cuantos rodeaban al señor Lamb, que también parecían sentirse del todo a sus anchas en el mundo de la literatura y el periodismo. Si conseguía establecer una relación de amistad con Charles Lamb, tal vez podría entrar a formar parte de esa fraternidad encantadora.

También abrigaba la esperanza de seguir los pasos de Charles Lamb. Ambicionaba escribir y que lo publicasen. Su artículo para la Pall Mall Review era, de momento, su único intento de publicar, aunque también había compuesto diversas odas y sonetos. Tenía una gran opinión de su «Oda a la libertad con motivo del retorno de Napoleón de Egipto a Francia», si bien sabía que, dadas las circunstancias, no aparecería en la prensa inglesa. En otras odas había despotricado contra la «fangosa oscuridad» y los «sombríos límites» de Inglaterra. En los sonetos había buscado una vía para la expresión de sentimientos más personales y en una secuencia resumía la historia de un «hombre sentimental» que era olvidado y ridiculizado por «la masa bruta de la humanidad». Jamás había mostrado a nadie sus escritos, que guardaba bajo llave en su escritorio, del que de vez en cuando los sacaba para releerlos. A pesar de que los consideraba el eje de su vida auténtica, no había nadie sobre la tierra con quien pudiese compartirlos. En una ocasión había escrito:


Quietas e inertes permanecen mis capacidades mentales sin la chispa estimulante de la comprensión ajena.


Estaba convencido de que obtendría esa chispa de Charles Lamb y sus amigos. En la taberna jamás se habría atrevido a salvar la distancia que los separaba porque se trataba de una brecha demasiado profunda: el abismo de la abnegación.


***

William guió a Charles por la calle estrecha, esquivó la bomba de agua y se cercioró de que no cayera sobre la pared de ladrillos, húmeda y cubierta de hollín, de la panadería de la esquina, llamada «Stride, nuestro panadero». Cada mañana laborable, a la que denominaba «mañana escolar», Charles compraba una hogaza de un penique y la comía de camino a Leadenhall Street. En ese momento pasó ante la panadería y no la reconoció. Sólo por pura intuición subió los escalones desde el adoquinado hasta la puerta de su casa. William permaneció tras él mientras buscaba las llaves y fue entonces cuando una joven abrió la puerta. William bajó a toda velocidad por Laystall Street ya que, por alguna razón, temió que la mujer lo viese.

Mary Lamb no reparó en él; sólo se preocupó de ayudar por enésima vez a su hermano a franquear el umbral de su pequeña casa.


***

– ¿Cómo lo sabe?

– Señor Lamb, ¿me está preguntando como sé las señas de su casa? La otra noche lo acompañé. No hay motivos por los cuales deba recordarlo.

William logró dar a entender que, más que la ebriedad de Charles, su propia insignificancia era lo que había provocado ese fallo de memoria.

– ¿Desde la Salutation?

William movió de modo afirmativo la cabeza.

Charles demostró la elegancia suficiente como para ruborizarse, aunque su voz sonó serena. Mantenía una relación extraña con su yo borracho: lo consideraba un conocido desgraciado y desafortunado al que se había habituado. No lo defendería ni se disculparía en su nombre. Lisa y llanamente, reconocería su existencia.

– Le estoy muy agradecido. ¿Puede traer el libro esta noche?

Se despidieron con un apretón de manos. Charles abandonó la librería y miró a derecha e izquierda antes de recorrer el pasaje oscuro hasta High Holborn. Se unió a la retahíla de vehículos y peatones que se desplazaban hacia el este, rumbo al corazón financiero de la ciudad. Para él se trataba de un abigarrado desfile, mitad procesión fúnebre, mitad pantomima, que revelaba la plenitud y la variedad de la vida en todos sus aspectos…, hasta que la ciudad se lo tragaba. El sonido de pasos en los adoquines se mezclaba con el retumbo de las ruedas de los vehículos y el eco de los cascos de los caballos, y creaba lo que Charles consideraba un sonido exclusivamente urbano. Se trataba de la música del movimiento. A lo lejos se balanceaban gorras, tocados y sombreros; estaba rodeado de levitas moradas, chaquetas verdes, gabanes a rayas, capotes a cuadros, paraguas y enormes y multicolores chales de lana. Charles siempre vestía de negro y, al ser tan anguloso, se asemejaba a un clérigo joven y torpe. El vendedor ambulante de pasteles, que lo conocía de vista, le vendió un pastelillo relleno de carne.

Formaba parte del gentío. En ocasiones esa situación lo reconfortaba y se consideraba un elemento más de la urdimbre de la vida. En otras sólo servía para reforzar su sensación de fracaso. La mayoría de las veces acicateaba su ambición. Imaginaba los días en los que, desde su cómoda biblioteca o despacho, oiría pasar a la muchedumbre.

Conocía tan bien el trayecto que apenas se fijó en lo que hacía; fue arrastrado por Snow Hill, Newgate, Cheapside y Cornhill hasta llegar a Leadenhall Street, casi como si lo hubiesen disparado desde un cañón hasta el pórtico con columnas de la East India House. Se trataba de una antigua mansión de ladrillo y piedra, de los tiempos de la reina Ana, reforzada con firmeza por una gran cúpula que arrojaba sombras en la oscura y polvorienta Leadenhall Street. Al pasar junto al portero, Charles le apretó el brazo y murmuró: «Vida campestre vermiculada». El sábado anterior habían hablado del nombre del adorno con forma de gusano que decoraba la unión de la base del edificio con la calle. El portero se llevó la mano a la frente y simuló que, sorprendido, caía de espaldas.

Charles franqueó el vestíbulo, de modo que el acelerado tamborileo de su calzado provocó sonoros estremecimientos entre las columnas de mármol, y ascendió por la gran escalera ornamental, salvando los escalones de dos en dos.

En la oficina de dividendos, que era donde trabajaba, había seis empleados. Los escritorios estaban colocados en forma de uve invertida o, según prefería decir, «como el vuelo de una bandada de gansos», cuyo vértice ocupaba el jefe. En el centro de dicha formación se encontraba una mesa larga y baja sobre la que reposaban diversos tomos de contabilidad y registro, encuadernados en piel. Cada escribiente utilizaba una silla de respaldo alto y sobre el escritorio se encontraban la pluma, la tinta y el papel secante. Benjamin Milton se sentaba delante de Charles y Tom Coates lo hacía detrás.

Benjamin se volvió al oír el arrastre de una silla.

– Buenos días, Charlie. No había alegría en Inglaterra hasta que naciste.

– Lo sé, lo sé. Soy una persona ingeniosa y motivo de ingenio para los demás.

Benjamin era un joven bajo, delgado, apuesto y de pelo oscuro. Charles lo llamaba «Garrick de bolsillo» en honor del difunto actor y director teatral. Al igual que Garrick, Benjamin siempre parecía contento.

Tom Coates se presentó canturreando la última balada. Siempre estaba enamorado y tenía deudas. Lloraba con desconsuelo durante los romances de obruchas del tres al cuarto y constantemente se burlaba de su sentimentalidad.

– Quiero mucho a mi madre -comentó-. Me ha tejido estos guantes.

Charles no se volvió para admirarlos. El jefe, Solomon Jarvis, había abandonado su silla y se disponía a repartir los libros mayores de una y dos columnas. Jarvis, un hombre serio, empleado de la compañía desde hacía cuarenta años, se sentía honrado de ser escribiente en la East India House. Fueran cuales fuesen las ambiciones o aspiraciones que antaño había albergado, todo había quedado en agua de borrajas. No por ello era un desengañado…, se trataba de un hombre serio y solemne, pero no estaba amargado. Era uno de los pocos que llevaban el pelo empolvado y rizado a la vieja usanza; no se sabía muy bien si prefería la moda del reinado anterior por empecinada fidelidad a lo antiguo o al bendito recuerdo de su aspecto de «galán» o «petimetre». Como solía decir Benjamin, parecía «un obelisco viviente». También era adicto al rapé, que retiraba en grandes cantidades de los bolsillos de su anticuado chaleco color de orín. A decir verdad, Charles aseguraba que su cabello estaba cubierto de rapé más que de polvos, pero nunca se atrevió a someter a prueba su teoría.

– Caballeros, no tardará en llegar el día de los dividendos -informó Jarvis-. ¿Elaboramos los cálculos? ¿Redactamos los documentos?

Apuntaron los números bajo un fresco de sir James Thornhill, que representaba a la Industria y la Prosperidad recibidas en el golfo de Bengala por tres príncipes indios que llevaban en las manos diversos frutos de la región. A cambio, la Industria ofrecía una azada, mientras que la Prosperidad entregaba una balanza dorada. A Charles lo que más le interesaba de aquel cuadro eran el mar y el paisaje. Cruzaba las manos tras la nuca, contemplaba el techo y recorría con la mirada los azules y verdes lejanos. Imaginaba la rompiente del océano en orillas extrañas y el susurro de la brisa cálida entre los árboles en flor hasta que lo arrancaban del ensueño los arañazos de las plumas de sus compañeros que escribían a su alrededor.

Trazaba tres ceros bien redondeados al final de un cálculo cuando sonó la campana que indicaba el fin de la jornada laboral. Tom Coates se acercó veloz a su silla e inquirió:

– Charlie, ¿qué has dicho? ¿Sólo una?

Benjamin Milton se sumó a ellos, se llevó una mano a la boca e imitó el sonido de un bugle.

– Eso es -respondió Charles-. Sólo una.

Los tres jóvenes abandonaron el edificio por Leadenhall Street. Caminaron rápidamente por el adoquinado, con las manos en los bolsillos y los faldones de las levitas negras aleteando a sus espaldas; giraron por Billiter Street, palmearon las ancas de los caballos a medida que los esquivaban y se adentraron en el calor acogedor de la Billiter Inn, donde resultaron rodeados por el suave murmullo de las voces y el olor dulzón de la cerveza negra. Vieron un reservado vacío y lo ocuparon. Benjamin se acercó a la barra. En momentos como ése, Charles se sentía tal cual un personaje histórico. Cada movimiento y ademán que hacía habían sido repetidos sin cesar en el mismo lugar. El suave murmullo y el olor dulzón eran el pasado propiamente dicho, un ayer que lo cubría y lo reclamaba. Todo lo que dijese ya había sido expresado.

– Lloro ante las cunas y sonrío ante las tumbas. Ben, a tu salud. -Charles cogió la jarra de peltre de manos de su amigo y bebió un generoso trago de cerveza-. Bebo por pura obligación.

– Desde luego. -Tom Coates alzó su jarra-. Lo haces por pura necesidad, no sientes el menor placer.

– Brindo por mi destino -declaró Benjamin, y entrechocó su jarra con la de sus amigos.

– Ay, sí. Las Moiras…, las hermanas. ¡Atropo, te saludamos! -Charles vació su jarra y buscó al camarero con la mirada. Todos lo llamaban «Tío», aunque era un hombre mayor y solemne que todavía vestía pantalón hasta la rodilla y medias de estambre-. Lo mejor de lo mejor, Tío, en cuanto esté libre.

– Anon, señor, me llamo Anon.

– Esa frase figurará en su lápida -cuchicheó Charles a sus amigos-. «Anon, señor, me llamo Anon.» Dios lo dejará por imposible.

Los tres se dedicaron a beber durante más de una hora. Luego serían incapaces de recordar lo que dijeron. Era la experiencia de la charla compartida, el enlace de una voz con otra, la llamada y la respuesta, la confraternización de sentimientos lo que los animaba y tranquilizaba. Charles había olvidado su cita de esa noche con William Ireland. Al final se despidió de sus amigos en la esquina de Moorgate; ellos caminaron hacia el norte, rumbo a Islington, y Charles se dirigió hacia Holborn y su casa.

De repente, le asestaron un brutal golpe en la nuca.

– ¿Qué tienes? ¡Dame lo que llevas!

Al oír la voz, Charles se volvió y recibió otro golpe. Trastabilló junto a la pared y notó que alguien le registraba los bolsillos. Le arrancaron el reloj de la leontina y le sustrajeron la bolsa a toda velocidad, casi con impaciencia; enseguida oyó que el ladrón se alejaba y sus pisadas resonaron en los altos muros de Ironmonger Lane. Charles se apoyó en la pared de la esquina, dejó escapar un suspiro y se sentó en los adoquines. Quiso consultar su reloj y recordó que se lo habían arrebatado; se percató de que no tenía nada grave y, de pronto, se sintió muy cansado. Estaba agotado. Se había convertido en uno más de los incontables asaltados que en el mismo sitio, la esquina de Ironmonger Lane con Cheapside, había decidido sentarse en el suelo. Aún percibía el eco de las pisadas que huían de la escena del crimen.

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