CAPÍTULO VIII

– «Eso requiere ciertas lágrimas para su verdadera ejecución. Si corre a mi cargo, cuide el auditorio de sus ojos. Provocaré tormentas…»

Rodeado por el resto de la compañía, Charles Lamb interpretaba a Lanzadera en el jardín de su casa de Laystali Street. Tom Coates hacía de Berbiquí y Benjamin Milton representaba el papel de Cartabón; habían convencido a Siegfried Drinkwater y a Selwyn Onions, dos compañeros de trabajo, para interpretar, respectivamente, a Flauta y Hocico. También alistaron a Alfredjowett, amigo de Siegfried que trabajaba en el departamento de impuestos, a fin de que hiciera de Hambrón. Ese domingo por la mañana se habían reunido a ensayar en la pequeña pagoda que el señor Lamb había construido en el jardín hacía diez años. La construcción, aunque bastante deteriorada, con la pintura desconchada y el metal oxidado, les permitía refugiarse del ligero aguacero estival que caía mientras recitaban sus papeles bajo la dirección de Mary Lamb.

– Entona, Lanzadera -pidió Mary a su hermano-. Da profundidad a tus palabras.

– «No obstante, mi fuerte es el tirano. Representaría a Hércules de un modo formidable, o cualquier papel de rompe y rasga en que hiciera todo trizas.» Luego está el verso. Mary, ¿tengo que declamarlo?

– Por supuesto, querido.

Tom Coates y Benjamin Milton cuchicheaban. Se partieron de risa cuando la joven llamó «querido» a su hermano. Benjamin se tapó la boca con un pañuelo y pareció pasarlas moradas. Charles no les hizo ni caso, pero Mary los fulminó con la mirada antes de preguntar con total indiferencia:

– Caballeros, ¿qué tiene de divertido?

– ¿No se trata de una comedia? -A Tom le costó articular las palabras.

– Querido, tu interpretación de Lanzadera es excelente -susurró Benjamin antes de desplomarse a causa de la risa contenida.

Siegfried Drinkwater, cada vez más impaciente, estaba a la espera de dar entrada a su personaje.

– Por favor, ¿podemos ensayar lo que dice Flauta? De lo contrario, olvidaré mis parlamentos, estoy convencido de que los olvidaré.

– Tus textos son cortos -precisó Alfred Jowett-. Apenas si son nada.

– Fred, te garantizo que me olvidaré.

Siegfried Drinkwater, un joven impulsivo, soñaba constantemente con las antiguas glorias familiares. Comunicó al mundo que era el séptimo en la línea de sucesión al trono de Guernsey y ni se inmutó por el hecho de saber que dicho trono ya no existía. Su amistad con Alfred Jowett desconcertaba a los demás porque Jowett era un hombre pragmático, realista y un tanto mercenario. En este sentido, había dividido su salario por el año laboral y calculó que ganaba cinco peniques y tres cuartos por cada hora trabajada. Guardaba una tabla con las cuentas en su escritorio y, cada vez que conseguía dedicar al ocio una de aquellas horas de oficina, añadía la suma a sus beneficios. Una vez concluida la jornada laboral, Alfred y Siegfried solían visitar los teatros más modestos. Siegfried observaba el pequeño escenario con sincero deleite y a menudo lloraba ante un giro desafortunado del drama, mientras Alfred contemplaba con placidez a las actrices y a las «extras» de las compañías.

– No tiene sentido interpretar esta comedia si va a estar plagada de risillas -advirtió Mary.

– En los sermones de Barrow -replicó Selwyn Onions-, «risillas» equivale a menear los pulmones como si fuesen un fuelle. También se conoce como zumbido.

Aquello fue demasiado para Tom Coates, que se retorció de risa en su silla. Selwyn era famoso por sus explicaciones útiles… y también por estar casi siempre errado, sobre todo en lo referente a los hechos y los detalles. En la East India House, «Selwyn dice…» se había convertido en una muletilla con la cual daban a entender que alguien estaba a punto de pronunciar una soberana tontería.

Habían llegado al momento de la escena en el que Siegfried, en el papel de Flauta, aparece ante la llamada de Pedro Cartabón: «¡Francisco Flauta, el remiendafuelles!».

– ¿Soy un remiendafuelles? Creía que tenía algo que ver con las flautas, que es a lo que alude mi apellido.

– No, Siegfried. -Por un momento Benjamin Milton se despojó del papel de Cartabón-. Guarda relación con el timbre de tu voz, que ha de ser aflautado.

– ¿Qué quieres decir?

– Que tu voz tiene que ser aguda y ligera.

– ¿En vez de suave y cantarina?

– El texto no lo menciona. Las flautas isabelinas eran célebres por su sonido débil y agudo.

– Si me lo permites, debo aclararte que no existe un solo Drinkwater que sea débil. Pregunta a los habitantes de Guernsey.

– Señor Drinkwater, sólo le pido que levante un poco la voz.

– ¿Cómo dice, señorita Lamb?

– Le ruego que suba una escala el tono de su voz. Señor Milton, le agradeceré que repita su frase.

– «¡Francisco, el remiendafuelles!»

– «¡Presente, Pedro Cartabón!»

– «Flauta, vos tenéis que cargar con Tisbe.»

– «¿Qué es Tisbe? ¿Un caballero andante?»

– «Es la dama a quien debe amar Píramo.»

– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer.» No pienso interpretar a una mujer. -Siegfried se mostraba indignadísimo-. Charles, dijiste que me tocaría el papel de un honrado trabajador.

– Y así es.

– No pienso ponerme un vestido.

Selwyn Onions intervino por enésima vez:

– Bastará con que luzcas una bata corta o un mandil.

– ¿Cómo dices? ¿He entendido bien? ¿Has mencionado un mandil? Los Drinkwater no conocemos el significado de esa palabra.

Benjamin Milton y Tom Coates asistían a la conversación con intenso regodeo. Benjamin cogió la petaca de cerveza negra que llevaba en la cadera y, subrepticiamente, echó un trago al coleto. Se la pasó a Tom, que para beber le volvió la espalda. Alfred Jowett se inclinó junto a sus amigos y comentó:

– ¡Vaya juerga para una mañana de domingo! ¿Han ido a la iglesia? -preguntó mientras señalaba la casa de los Lamb.

– Me parece que no -replicó Tom-. Aunque la señora Lamb es creyente, o al menos eso es lo que me han dicho.

– He oído que papá está tocado del ala.

– ¿Qué?

– Que está loco. -Se apoyó un dedo en la sien-. Viene de familia.

Mary Lamb repitió la frase que le tocaba a Siegfried:

– «No, a fe mía, no me deis papeles de mujer. Me está saliendo la barba.» Señor Drinkwater, como puede ver es usted un hombre. No cabe la menor duda.

– ¿Lo sabrá el público?

– Por descontado. Le pondremos un sombrero de bocací. Nadie se confundirá con relación a su sexo.


***

Mary se había hecho enormes ilusiones con esa obra. Quedó encantada cuando Charles le pidió que apuntara y dirigiese a sus compañeros. A lo largo de las últimas semanas había experimentado un exceso de energías interiores, un entusiasmo difícil de contener, y ansiaba desviarlo. Por eso estudió con impaciencia el entremés interpretado por los artesanos contenido en la comedia Sueño de una noche de verano. Había ayudado a Charles a enlazar las diversas escenas e incluso había incorporado textos adicionales y acotaciones a fin de otorgarle continuidad. Sin embargo, no había comentado el proyecto con William Ireland. Estaba convencida de que el joven se habría sentido excluido y también tenía la seguridad de que habría llegado a conclusiones erróneas. Se trataba de una de esas complicadas situaciones humanas que Shakespeare era capaz de explicar con maestría. William Ireland habría estimado que se le rechazaba por su condición de comerciante. El hecho de que además tuviera aspiraciones literarias no habría hecho más que acrecentar la ofensa. Era un advenedizo y no le correspondía codearse con caballeros. A decir verdad, su oficio no había tenido nada que ver.

– ¿Invitamos al señor Ireland a participar? -había preguntado Charles a su hermana.

– ¿A William? Claro que no -replicó Mary sin perder un segundo-. Es demasiado… -Por su cabeza pasó la palabra «sensible»-. Es demasiado serio.

– Sé a qué te refieres. Nuestra modesta diversión no le causaría la menor gracia.

– En su caso, Shakespeare se ha convertido en una causa sagrada.

– Sin duda se daría cuenta de que nuestras intenciones son buenas.

– Desde luego, pero William dedica tanto tiempo y atención a los papeles que…

– …que no ve el lado alegre de las cosas.

– Todavía no. De momento no se da cuenta. Resérvalo para tus amigos.

Charles Lamb sospechaba que su hermana estaba más pendiente de William Ireland de lo que estaba dispuesta a reconocer. Sus afanes y aquella trémula atención a lo que Mary percibía como los sentimientos del joven confirmaron su interés por él. Charles evocó la súbita imagen de un ciervo abatido…, pero no supo si se trataba de William o de Mary.


***

– «¿Tenéis escrita la parte del León?» -Tom Coates ensayaba el papel de Berbiquí-. «Os ruego que me la deis, si la tenéis, porque aprendo despacio.»

– Hay que reconocer que es cierto.

– Señor Jowett, le ruego que no interrumpa. Señor Milton, continúe con su papel.

– «Podéis improvisar, pues no habéis de hacer más que rugir.»

– Señor Milton, ¿se ve capaz de adoptar un tono más vulgar? -Mary estaba concentrada en el texto y no levantó la cabeza-. ¿Puede expresarse con tosquedad?

– Señorita Lamb, eso me parece dificilísimo.

– Por favor, inténtelo. No puede sonar como un empleado de banco. Debe hablar como un carpintero.

Bastante sorprendido, Charles había reparado en la intensidad e impaciencia con las que su hermana dirigía el ensayo. En ese momento tuvo la sensación de que todos sus actos eran extremos. En las últimas semanas también se había mostrado nerviosa e inquieta… y autoritaria, en particular, con su madre.


***

Tres días antes, la señora Lamb había regañado a Tizzy porque llevó a la mesa tostadas quemadas.

– ¿Qué te pasa? -reprendió a la vieja criada-. El señor Lamb no soporta la corteza dura.

Mary arrojó sobre el mantel la cucharadilla llena de azúcar que sostenía sobre la taza.

– Madre, esta casa no es un reformatorio ni nosotros somos tus internos.

El señor Lamb miró a su hija con ternura y admiración, y musitó:

– En el rellano a la izquierda. Es la última puerta.

La señora Lamb permaneció muda y, azorada, comprobó que Mary abandonaba su sitio y la estancia. Charles untó la tostada con mantequilla y adoptó una actitud reflexiva.

– No entiendo a esa muchacha -reconoció la señora Lamb-. Es tan voluble… Señor Lamb, ¿tú qué opinas?

– Norte cuarta al nordeste -replicó, ante lo cual su esposa se mostró en apariencia satisfecha.

Charles era propenso a atribuir la conducta excéntrica de Mary a su amistad con William Ireland; aquel joven se las apañaba para inquietarla. No lo censuraba por ello porque, a juzgar por lo que sabía, el comportamiento de Ireland era impecable. No obstante, Mary jamás había establecido una relación de confianza con alguien relativamente desconocido. Era así de simple… y de grave.


***

– «Pues no habéis de hacer más que rugir» -Benjamin Milton interpretaba ahora el papel de Cartabón con un marcado acento barriobajero.

– Así está mejor, señor Milton, pero, ¿no le parece que un dialecto rural sería más adecuado?

– Señorita Lamb, ¿con modismos campesinos? ¿Se le ocurre algo?

– ¿Alguna vez ha asistido a las clases del profesor Porson sobre antigüedad clásica?

– Por supuesto, en el Masonic Hall.

– ¿Podría emplear una voz como la del profesor?

Tizzy salió al jardín y anunció que «el joven» esperaba a la señorita Mary en la puerta.

– ¿Ha dicho «el joven»? -preguntó Benjamin con gran alborozo.

Charles lo fulminó con la mirada mientras, presa de la confusión, Mary seguía a Tizzy por el jardín bajo la iluminada lluvia estival.


***

Mary contuvo el impulso de mirarse al espejo cuando entró en la casa.

– Tizzy, ¿lo has hecho esperar en la calle?

– ¿Dónde más podía dejarlo? Su madre está en el salón y el recibidor está lleno de zapatos.

Mary se dirigió a la puerta y saludó a William que, sombrero en mano, aguardaba en el umbral.

– Señor Ireland, no sabe cuánto lo lamento. Le pido mil disculpas porque…

– Mary, no puedo quedarme. El miércoles por la mañana visitaré Southwark. -De pronto William titubeó-. Por si no lo recuerda, usted dijo que deseaba venir conmigo.

– Claro que lo recuerdo. Le estaré muy agradecida. -Ése no era un comentario adecuado y durante unos segundos Mary dejó de mirarlo-. Iré encantada. ¿Ha dicho el miércoles por la mañana? -William asintió-. Lo apuntaré en mi diario. ¿Quiere pasar?

Más allá de las palabras, existe una comunicación muda y William supo que la muchacha no quería que entrase en la casa. Además, vio que el señor Lamb atisbaba desde el otro lado de la cortina, como el guardián de un castillo presto a repeler un ataque.

– Es muy amable de su parte, pero no, no puedo hacerlo. El tiempo apremia. -William extendió la mano y Mary la cogió-. Vendré a recogerla. ¿Le parece bien a las nueve de la mañana?

William se alejó, con el sombrero en la mano, y Mary lo contempló mientras bajaba por Laystall Street en dirección al corrillo de mujeres formado alrededor de la bomba de agua.

Mary se dio media vuelta, suspiró y oyó que su madre se acercaba con rapidez a la chimenea. No tenía la menor intención de dirigirle la palabra, pero la señora Lamb la llamó con aquel tono quejumbroso que tan bien conocía:

– Mary, ¿puedes venir un momento?

– Sí, mamá, ¿qué quieres?

– Ese jovencito…

– El señor Ireland.

– A él me refería. Ese jovencito debe haber abierto un camino hasta esta casa. Se presenta constantemente.

– Mamá, ¿qué tiene de malo?

– Nada, sólo era un comentario. -Mary guardó silencio-. Mary, ¿te parece correcto interpretar un drama de Shakespeare un domingo por la mañana?

– No estamos actuando, mamá. Tan sólo leemos algunas partes.

– Pues tu padre se pone nervioso. Basta mirarlo para verlo. -El señor Lamb estaba tumbado en el diván y contemplaba las idas y venidas de una mosca. Desde el estallido colérico de Mary a la hora del té, la señora Lamb se había mostrado más circunspecta con su hija; sólo se permitía comentarios y «observaciones» amplios o aludía a los sentimientos del señor Lamb sobre cuestiones concretas-. Tu padre siempre ha respetado el día del Señor.

– En ese caso, ¿por qué no habéis ido a la capilla?

– Por los pies del señor Lamb. Quizá se curen a tiempo para asistir al oficio vespertino.

Mary ya no la escuchaba. Experimentó un extraño mareo que la llevó a aferrarse al brazo de un butacón. Fue como si alguien hubiese abierto un agujero en su cráneo e introducido aire caliente.

– Nunca dice nada, pero yo me doy cuenta de que cojea como el caballo de un cervecero. ¿No es así, señor Lamb? -Mary reparó en los sonidos que se produjeron a su alrededor y se restregó la cara con impaciencia-. Pase lo que pase, el señor Lamb no se queja. Mary, ¿te ocurre algo?

La muchacha se arrodilló en la alfombra y apoyó la cabeza en un costado de la silla.

Su padre la miró y sonrió encantado.

– El Señor te lo quita -declaró.

– ¿Se te ha caído algo?

– Sí. -Mary comenzó a recuperarse y clavó la mirada en la alfombra, pero sin verla-. Enseguida voy. Se me ha caído una horquilla.

– Me gustaría ser lo bastante joven como para agacharme. ¡Hablando del ruin de Roma y por aquí asoma! Charles, ayuda a tu hermana a buscar una horquilla. La ha extraviado.

Al entrar desde el jardín, Charles se sorprendió de que lo llamasen ruin.

– Querida, ¿dónde la dejaste?

– No sé. -Aferró la mano de su hermano, que la ayudó a ponerse en pie-. Me equivoqué. No he perdido nada.

– El señor Ireland acaba de presentarse -informó la señora Lamb a su hijo con una actitud que resultó harto significativa.

– ¿De verdad? ¿No se ha quedado?

– Mary habló con él en la puerta.

– Mamá, tenía cosas que hacer.

La muchacha se apoyó en el brazo de su hermano.

– Por lo que parece, es un joven muy ocupado.


***

Lo cierto es que Charles empezaba a envidiar a William Ireland. En un mes, el director de Westminster Words ya había publicado dos artículos suyos, «El humor en El rey Lear» y «Los juegos de palabras en Shakespeare»; también le había propuesto escribir una serie de esbozos sobre personajes shakespearianos. En cambio, el artículo de Charles sobre los deshollinadores todavía no había visto la luz, aunque Matthew Law también le había pedido que redactase un texto sobre los mendigos de la metrópoli. El director había aconsejado que se centrase en los mendigos más pintorescos o excéntricos en lugar de en los más necesitados o depravados, pero Charles sólo se había topado con dos o tres de ese tipo: el enano que pedía limosna en la esquina de Gray's Inn Lane con Theobald's Road y que en alguna ocasión se deslizaba entre los caballos con el propósito de espantarlos, y la calva de Saint Giles, que se desplomaba en plena calle a cambio de monedas de medio penique. Charles no estaba para nada seguro de que semejantes personajes dieran lugar a reflexiones profundas sobre la vida vagabunda de la ciudad.

En cualquier caso, ¿podía considerarse él un escritor? En modo alguno era un autor profesional, ya que su cargo en la East India House lo imposibilitaba para ello. Además, carecía de los arrestos necesarios para hacer frente a las dificultades y las decepciones de la vida literaria. Comparó su situación con la de William Ireland, que había encontrado un gran filón gracias a su descubrimiento de los papeles shakespearianos. Incluso cabía la posibilidad de que Ireland escribiese un libro.


***

– ¿Quieres continuar? -preguntó Mary.

– Querida, no te entiendo.

– ¿Quieres continuar en el jardín o hemos terminado el ensayo?

– Eso parece. Yo diría que hemos terminado. -Charles se dejó llevar por el tono implícito en las palabras de su hermana, que parecía deseosa de estar a solas.

– Tenemos que volver a reunimos todos una noche de esta semana. -Apartó su mano del brazo de Charles y se dirigió a la puerta-. Pídeles que preparen la próxima escena.


***

La mañana del miércoles siguiente, Mary Lamb y William Ireland bajaban los escalones de Bridewell Wharf rumbo al río. Había llovido y la madera estaba gastada por el uso constante, por lo que William la tomó del brazo y la sostuvo hasta llegar a la orilla. Mary se disculpó por su lentitud.

– Lo siento. Me temo que mi actitud no es muy elegante.

– Mary, tampoco deja de serlo. La necesidad tiene su propia elegancia.

– A veces dice cosas de lo más sorprendentes.

– ¿En serio? -William se mostró en verdad halagado-. Vaya, allí están.

En el muelle se veían tres o cuatro barqueros junto a las embarcaciones amarradas. Cuando William pidió que los cruzaran, los barqueros los remitieron a un tal Giggs, que había llegado primero, si bien no parecía muy dispuesto a interrumpir su alegre charla. En su gorra de lana el hombre lucía la insignia dorada de su oficio y, con un gesto típico, la abrillantó con la manga.

– Le costará seis peniques.

– Me habían dicho que valía tres.

– Es por la lluvia. Hace mucho daño a la barca.

– Podríamos haber cruzado por el puente -le comentó a Mary con tono bajo mientras se acercaban al amarradero.

– William, por el puente es muy aburrido. Esto es emocionante, es de verdad.

Subieron a la modesta embarcación. William cogió a Mary de la mano y la condujo hasta la banqueta de madera de la popa. Al grito ritual de «¡Todo bien!», Giggs soltó amarras y empujó el bote de remos.

– ¿Nos llevará hasta Paris Stairs? -preguntó William a gritos.

– Allá voy.

Mary nunca había atravesado el Támesis en barca y perdió el sentido de las proporciones en ese entorno desconocido.

– En el agua me siento muy pequeña -reconoció.

– No es por el tamaño, sino por el pasado que entraña.

En el centro del río el viento pareció soplar con más fuerza.

– William, pero eso no explica esta clase de aire, tan fresco y vivificante.

– Es el mismo recorrido que él hacía. Cuando vivía en Shoreditch, cruzaba desde esta orilla al Globe en una embarcación como ésta. Nada ha cambiado.

Se cruzaron con un balandro, que se dirigía río abajo con un cargamento de cenizas, y las aguas turbulentas rompieron en sus proas. Mary pareció disfrutar de la sensación de verse sacudida en medio del río.

– Huelo a mar -aseguró la muchacha-. ¡Ojalá pudiésemos dar la vuelta y navegar hacia el mar!

Aunque Giggs no entendió lo que decía la joven, al ver su expresión de contento y entusiasmo comenzó a entonar una de las canciones marineras que conocía desde su más tierna infancia:


Desde el sur mi amada llegó,

de la costa de Berbería,

donde con valerosos galanes de guerra se topó

de uno en uno, de dos en dos y de tres en tres.


También entonó el estribillo, que aludía al arriado de una vela e incluía juegos de palabras subidos de tono, con vocablos como «corte», «raja» y «agujero». William lo miró consternado y no se atrevió a regañarlo, mientras Mary parecía a punto de desternillarse de risa; se regodeó con la canción y hundió la mano en el agua.

– ¡Hemos llegado a Paris Stairs! -anunció Giggs antes de que tocaran la orilla. Los pasajeros disfrutaron del poderoso aroma de la brea de calafateo, que se mezclaba con el de las cazuelas de pescado y la madera en descomposición. Para Mary supuso un extraordinario instante de descubrimiento. Al aproximarse a la orilla sur contempló toda la vida fluvial que se desparramaba por las callejas estrechas extendidas tras los cobertizos y las barracas que bordeaban el Támesis. Arribaron al amarradero de Paris Stairs y, sin dirigirse a nadie en concreto, el barquero gritó-: ¡Atención, atención, atención!

Giggs lanzó la amarra hacia el noray de hierro y acercó el bote al pequeño embarcadero de madera, al que Mary saltó con impaciencia. Cuando William pagó los seis peniques del trayecto, la muchacha ya se había adentrado por una callejuela empedrada en la que el barro discurría con plena libertad.

– El foso de los osos estaba allí -explicó William-. La audiencia del Globe los oía a la perfección. Lo llamaban «el canto del oso».

– Aquí sigue habiendo mucho ruido.

– Los habitantes del río tienen fama de ser ruidosos. El ruido discurre por sus venas.

– Yo diría que es el agua la que fluye por sus venas.

– Es probable.

Caminaron hacia Star Shoe Alley y William percibió el excelente estado de ánimo de Mary.

– Más que a agua huelo a lúpulo -reconoció la muchacha.

El viento del sudeste arrastraba hasta ellos el aroma embriagador de la destilería Anchor.

– Mary, el sur abunda en olores y también ha sido un lugar de placeres. ¿Acaso existe mayor placer que el que proporciona la cerveza?

– Me temo que Charles estaría de acuerdo con usted.

– ¿Lo teme? No hay nada que temer. -De repente, Mary se dio cuenta de que a William le costaba contener su entusiasmo-. Tengo algo que decirle -añadió el joven.

– ¿De qué se trata?

– De momento no debe contárselo a nadie. -William vaciló unos segundos-. La he encontrado. He encontrado una obra perdida. Hace mucho tiempo que se la dio por perdida y ahora la he encontrado.

– Creo que comprendo lo que está diciendo…

– Entre los papeles encontré una obra de Shakespeare, un texto entero, completo. -Atravesaron Star Shoe Alley y se cruzaron con dos mujeres reclinadas en un portal con los postigos rojos. William no les hizo el menor caso y Mary las observó sorprendida-. Se titula Vortigern.

– ¿No es el nombre de un rey?

– Es un monarca de la antigua Britania. Mary, ¿no se ha dado cuenta de lo que estoy diciendo? Se trata de una obra desconocida de Shakespeare, de la primera en dos siglos. Es un gran acontecimiento, algo trascendental.

De modo inesperado, Mary se detuvo en medio de la calle.

– Todavía no lo asimilo. Discúlpeme, pero no soy capaz de considerarlo en toda su magnitud.

– No es inferior a El rey Lear ni a Macbeth. -William se paró junto a ella-. Al menos eso creo. Venga, estamos llamando la atención.

Varios niños andrajosos y descalzos se aproximaron a ellos con las manos extendidas.

Mary y William se dirigieron a George Terrace, una hilera de casitas en avanzado estado de deterioro. En lugar de ventanas había tablones clavados y el olor a aguas residuales invadía la atmósfera.

– Mary, quiero que sea la primera en verla, antes que nadie. Ni siquiera mi padre conoce su existencia.

– William, me asustaría tocarla por temor a que…

– ¿Por temor a que se le deshaga en las manos? De eso no tiene por qué preocuparse. He realizado una transcripción.

– Por supuesto que la leeré. ¿Mantendrá el secreto durante mucho tiempo?

– No, claro que no. Debe publicarse para que el mundo entero la conozca. Debe representarse. -El joven miró hacia el río-. Mi padre conoce al señor Sheridan, por lo que albergo la esperanza de que la programen en el Drury Lane.

– Nunca antes había mencionado a Sheridan.

– ¿Está segura? -William rió-. Supuse que mi padre había hablado largo y tendido con usted sobre el empresario. Es su tema preferido. Hemos llegado. -Se detuvieron poco más allá de la hilera de casitas-. Si los cálculos del señor Malone son correctos, el Globe original se alzaba justo en este punto y formaba un polígono. Aquí estaba el escenario.

El joven Ireland se aproximó a un cobertizo de madera que albergaba sacos blancos de harina o de azúcar; en la entrada remoloneaba un chiquillo con una pipa de arcilla en la boca.

– ¿Qué lo trae por aquí? -preguntó el crío cuando William acortó distancias.

– Nada. Solamente estoy paseando.

El niño se quitó la pipa de la boca y miró a William con recelo.

– Si silbo vendrá mi papá.

– No hace falta, no hace falta. -Ireland regresó junto a Mary-. Ese era el patio, el foso en el que la audiencia permanecía de pie. ¿Sabe que éste es el origen de la palabra understanding, que significa «comprensión» o «entendimiento»? Los presentes se encontraban debajo, under, y de pie, standing, en el patio, y de ahí deriva la palabra.

– Se lo ha inventado.

– Nada de eso, es verdad. Las galerías rodeaban tres de los lados del polígono. Pregonaban frutos secos, tordos asados al espetón y cerveza embotellada. Las trompetas sonaban tres veces para anunciar la primera escena y, a continuación, vestido de negro de la cabeza a los pies, entraba el Prólogo. -Señaló al chiquillo de la pipa-. Lo más seguro es que tanto él como yo hubiéramos estado aquí. Habríamos asistido juntos a la representación de Vortigern. -William tenía la mirada encendida. El barrio entero está encantado más allá de cualquier justificación racional-. Mary, la razón no puede explicarlo. ¿No se da cuenta? El Globe sigue aquí, todavía ocupa este espacio.

Mary dirigió su mirada al solar en el que se alzaban dos o tres ahumaderos de pescado, así como los restos de un montículo de ceniza que ya ni siquiera interesaba a traperos y pordioseros.

– Me temo que la orilla sur ha dejado de ser gloriosa -comentó-. William, por desgracia no poseo su imaginación.

– Quizá no sea gloriosa…

– …pero resulta intensamente interesante -se apresuró a añadir Mary.

– Es tan interesante como la vida misma. Mary, ¿a eso se refería?

– Supongo que no aludía a algo tan grandioso. De todas maneras, el polvo me gusta, lo mismo que el aroma de este barrio. Aquí nada existe para cubrir las apariencias.

Ireland se apresuró a mirarla y preguntó:

– ¿Emprendemos el regreso al río? Parece cansada.

– ¿No hay nada más que merezca la pena explorar?

– Siempre hay algo más que explorar. Al fin y al cabo, estamos en Londres.

Así fue como caminaron hacia el este, rumbo a Bermondsey, y en su lento recorrido por las calles ribereñas pasaron frente a la fábrica de vinagre y a la maternidad. Dieron la vuelta a la altura del puente porque William advirtió que no era seguro seguir adelante y cogieron otro camino a través del enjambre de callejuelas secundarias construido sobre las marismas de Southwark. De sopetón William se detuvo.

– ¡Mary, párese a pensarlo! ¡Una nueva obra de Shakespeare! ¡Todo cambiará!

– ¿Usted también?

– Oh, no, yo soy irredimible.

Ante ellos se extendía un terreno abierto, salpicado de fosos y zanjas, y se detuvieron a observarlo. Mary se giró y miró hacia el río.

– ¿Qué es lo que se vislumbra a lo lejos?

– Una noria. Bombea agua del Támesis a través de delgados cangilones de madera. Mary, Vortigern es temible. Accede al trono mediante el asesinato y la traición; mata a su madre.

– Tuvo que ser muy malvado.

– Luego asesina a su hermano.

– ¿Más o menos como Macbeth?

– Básicamente, sí, aunque Macbeth no liquidó a los miembros de su familia. ¿Me permite citarle un fragmento?

– ¿Puedo cogerlo unos segundos del brazo?

– Por supuesto. ¿Se encuentra bien?

– La visita me ha fatigado. ¿Sabe parte del texto de memoria?

William la tomó del brazo y, con la mano libre, gesticuló mientras caminaban.


¡Ay, si pudiera suavizar esa férrea lengua

y acostumbrarla a la música del tierno amor!

Pero así aprendí, así me enseñaron,

y si semejantes relatos satisfacen tu delicado oído,

por muy tajantes, toscos y verídicos que sean,

contempla al que sobrevivirá a toda una jornada

de asedios persistentes, marchas y batallas; dime,

donde el sediento Marte tan ahíto ha quedado de sangre,

ese ansia enfermiza no esperaba «¡nada más!».


– Es muy sorprendente -comentó Mary, que parecía extrañamente abatida.

– Posee el tono que corresponde a Shakespeare.

Alcanzaron un grupo de casas situado junto a Paris Stairs. A sus oídos llegó el sonido de una discusión encarnizada, como la que tendría lugar entre madre e hija, seguida de gritos y golpes sucesivos. Mary huyó hacia el río y William corrió tras ella.

– Lamento que haya oído esa disputa. Aquí se trata de algo bastante habitual.

Ireland se percató de que la muchacha temblaba de manera notoria. Justo en ese momento, Mary realizó un movimiento raro, como si cayese de lado. Se deslizó o derrumbó desde la orilla al río. Cuando se sumergió, el vestido rojo se arremolinó a su alrededor, como una flor que de súbito alcanzase la plena floración. William se lanzó a rescatarla. La marea era baja y en la orilla de Southwark el río no era profundo ni traicionero. La mujer se hundió cuatro o cinco pies antes de luchar por salir a la superficie. William se las apañó para cogerla en brazos y conducirla hacia el embarcadero de madera. Tocó el fondo con los pies e impulsó a Mary hasta que la mujer sacó la cabeza del agua. Cuando llegaron a la orilla, dos barqueros y una pescadera extendieron los brazos y los acarrearon hasta la ribera seca. Ambos estaban sin aliento y Mary vomitó agua sobre el barro y los guijarros, junto a los botes. La pescadera se situó tras ella y le golpeó la espalda.

– Jovencita, saque el agua. Así me gusta. El río nunca ha sido bondadoso con los que se lo tragan.

Aunque estaba de pie, William quedó sorprendido por la debilidad que experimentaba. Se apoyó en un noray y miró a los barqueros, aunque no los distinguió con claridad: con más intensidad que todo lo demás, todavía contemplaba el vestido rojo que se hinchaba en forma de flor. Llegó a la conclusión de que se trataba de la flor de la muerte.

La pescadera condujo a Mary hasta una cabaña que los pescadores usaban para guardar los aparejos y William la siguió. La anciana encendió el brasero de carbón y la cabaña se llenó de humo, pero Mary no tosió ni se atragantó; permaneció cabizbaja y con la vista clavada en el suelo.

– Debió de resbalar en la madera -explicó William con delicadeza-. Es muy traicionera.

– Lo lamento.

– No hay nada que lamentar. Le podría haber ocurrido a cualquiera, incluso a mí.

– No, fue culpa mía. Tendría que haberme detenido.

William no entendió a qué se refería.

– La ropa de buen hilo seca enseguida -intervino la pescadera, en un intento de consolar a Mary-. Al algodón le cuesta más. -Mary tiritaba y la anciana se quitó el chal y lo dejó caer sobre los hombros de la joven-. No estuvo en el río el tiempo suficiente como para quedar calada. No le ocurre lo que a los cadáveres. -La vieja tomó asiento en una caja de madera, frente a William, y mencionó a los suicidas que saltaban desde el puente de Blackfriars; cuando había mal tiempo, la corriente del río Fleet, que nacía en la orilla de enfrente, hacía que los cadáveres se apiñasen junto a los embarcaderos de París Stairs.

– A buen seguro que el agua los destroza -intervino Mary-. Además, la carne actúa como una esponja.

– Lo sé muy bien, señorita.

William había secado su chaqueta junto al fuego de carbón, pero aún temblaba porque su ropa interior continuaba mojada.

– ¿Cómo llegan a tomar semejante decisión?

– Por las penurias -respondió la pescadera.

– Lo más probable es que se figure que ellos están fuera de sí -reconvino Mary a Ireland-. Pero en su caso, las leyes de la vida convencional no son aplicables.

– Que Dios los perdone, no son más que pobres mortales. -La pescadera se inclinó y tocó los bajos del vestido de Mary-. Han sido poco afortunados. ¿Mas quién no lo es en este mundo perverso? Señorita, el calor no seca su vestido. Regrese a casa antes de que coja frío. Harry Sanderson la cruzará en su bote.

Mary se puso en pie y devolvió el chal a la vieja.

– Como puede ver, me encuentro perfectamente. No tengo fiebre.

– Señorita, ni la mencione. Muchos han caído fulminados aquí mismo a causa de la fiebre.

– William, ¿embarcamos?

Se dirigieron a la orilla y la pescadera llamó al tal Harry.

Durante el cruce del río hasta el Bridewell Wharf, Mary empezó a hablar a gran velocidad:

– William, ¿por casualidad ha leído las novelas de Fanny Burney? Supongo que no. Debe de pensar que son demasiado humildes para usted, demasiado femeninas. Me sorprendería que dispusiera de tiempo para dedicarlo a las mujeres.

– Me avergüenza reconocer que no he leído sus obras. -William quedó desconcertado por el súbito interés de Mary por el tema-. Dicen que Cecilia es altamente recomendable.

– Nada de eso, lea Evelina. La heroína es una incomprendida y nadie la ve como es en realidad. ¿Cómo es posible que alguien así se adapte al mundo?

William estaba desconcertado.

– Conseguiré un ejemplar.

– ¡Le daré el mío! Charles considera que es un libro absurdo pero, ¿a quién le preocupa su opinión? -Mary contempló Lambeth por encima del río-. ¡Cuántas molestias causan las barquitas que se deslizan por el agua! ¿Ha visto que algunas se interponen en la trayectoria de las demás? El mundo es un lugar muy ajetreado. ¿No comparte conmigo que todo es insondable?


***

Mary llegó con William a Laystall Street a bordo de un tílburi. Temblaba de frío y agotamiento. Tizzy abrió la puerta y, sobresaltada, retrocedió unos pasos.

– En nombre de Dios, señorita, ¿qué le ha pasado?

– Tizzy, no te asustes. Estoy bien.

– Se cayó -explicó William-. Desvístala sin más dilaciones y métala en la cama. Necesita un caldo caliente.

La señora Lamb apareció en el recibidor con la cofia puesta y se tapó la boca con la mano.

– Tranquilízate, madre. No estoy herida.

– ¿Fue en el estanque?

– No, mamá, en el río.

Mary entró en su casa, trastabilló y cayó sobre el perchero de los sombreros.

Se desencadenó una gran conmoción mientras, de forma alternativa, Tizzy y la señora Lamb la transportaban y la arrastraban escaleras arriba hasta su cuartito del ático. Mientras William esperaba corroído por los nervios, la madre y la criada la desvistieron y la metieron bajo las mantas. Tizzy bajó la escalera como un suspiro y, sin mirarlo, salió a la calle. El señor Lamb se había enterado de que pasaba algo, ya que abandonó con sigilo el salón y se acercó a William.

– ¿Un indicio de lo que ocurre?

– Señor, Mary no se encuentra bien.

– Exactamente.

En ese momento la señora Lamb tomó la palabra desde lo alto de la escalera:

– Tizzy ha ido a buscar al médico. Señor Ireland, me gustaría hablar con usted. ¿Tendría la amabilidad de poner a calentar el agua?

– Por supuesto.

William se acercó a la chimenea del salón, en la que, incluso en verano, ponían el hervidor a calentar en un trébede de metal que colocaban sobre el carbón. Observó que el agua hervía en el preciso momento en el que la señora Lamb entraba a gran velocidad.

– Creo que lo mejor será ginebra y pipermín calientes. De lo contrario, cogerá fiebre. Señor Ireland, ¿qué ocurrió?

– Mary tropezó y cayó cuando estábamos junto al Támesis.

– ¿Qué hacían a la orilla del río?

– Explorábamos Southwark.

– ¿Exploraban Southwark? -se admiró la señora Lamb, como si se tratase de las estepas rusas.

– Íbamos a la búsqueda de Shakespeare.

– Señor Ireland, Shakespeare acabará por significar la muerte de mi hija. No debería alentarla. Señor Lamb, estoy convencida de que deberías prohibir sus libros en esta casa.

– No fue más que un accidente…

– Accidente o no, jamás tendría que haber ocurrido. ¿Dónde he guardado el pipermín?

La señora Lamb preparó el cordial en un cuenco de barro de grandes dimensiones y, con el recipiente entre las manos, salió con aire majestuoso del salón. William se volvió y comprobó que el señor Lamb bebía un generoso trago de la botella de pipermín.

– Caliente -decretó el buen hombre-. Está caliente como el hielo.

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