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De modo que el secuestro de los periodistas fue una reacción a la idea que atormentaba al presidente César Gaviria desde que era ministro de Gobierno de Virgilio Barco: cómo crear una alternativa jurídica a la guerra contra el terrorismo. Había sido un tema central de su campaña para la presidencia. Lo había recalcado en su discurso de posesión, con la distinción importante de que el terrorismo de los traficantes era un problema nacional, y podía tener una solución nacional, mientras que el narcotráfico era internacional y sólo podía tener soluciones internacionales. La prioridad era contra el narcoterrorismo, pues con las primeras bombas la opinión pública pedía la cárcel para los narcoterroristas, con las siguientes pedía la extradición, pero a partir de la cuarta bomba empezaba a pedir que los indultaran. También en ese sentido la extradición debía ser un instrumento de emergencia para presionar la entrega de los delincuentes, y Gaviria estaba dispuesto a aplicarla sin contemplaciones.

En los primeros días después de su posesión apenas si tuvo tiempo de conversarlo con nadie, agobiado por la organización del gobierno y la convocatoria de una Asamblea Nacional Constituyente que hiciera la primera reforma de fondo del Estado en los últimos cien años. Rafael Pardo compartía la inquietud sobre el terrorismo desde el asesinato de Luis Carlos Galán. Pero también él se encontraba arrastrado por los atafagos inaugurales. Su situación era peculiar. El nombramiento como consejero de Seguridad y Orden Público había sido uno de los primeros, en un palacio sacudido por los ímpetus renovadores de uno de los presidentes más jóvenes de este siglo, devorador de poesía y admirador de los Beatles, y con ideas de cambios de fondo a los que él mismo había bautizado con un nombre modesto: El Revolcón. Pero Pardo andaba en medio de aquella ventisca con un maletín de papeles que llevaba a todas partes, y se acomodaba para trabajar donde podía. Su hija Laura creía que él se había quedado sin empleo porque no tenía horas de salida ni llegada en la casa. La verdad es que aquella informalidad forzada por las circunstancias estaba muy de acuerdo con el modo de ser de Rafael Pardo, que parecía más de poeta lírico que de funcionario de Estado. Tenía treinta y ocho años. Su formación académica era evidente y bien sustentada: bachiller en el Gimnasio Moderno de Bogotá, economista en la Universidad de los Andes, donde además fue maestro de economía e investigador durante nueve años, y postgraduado en Planeación en el Instituto de Estudios Sociales de La Haya, Holanda. Además era un lector algo delirante de cuanto libro encontraba a su paso, y en especial de dos especialidades distantes: poesía y seguridad. En aquel tiempo sólo tenía cuatro corbatas que le habían regalado en las cuatro Navidades anteriores y no se las ponía por su gusto, sino que llevaba una en el bolsillo sólo para casos de emergencia. Combinaba pantalones con chaquetas sin tomar en cuenta pintas ni estilos, se ponía por distracción una media de un color y otra de otro, y siempre que podía andaba en mangas de camisa porque no hacía diferencia entre el frío y el calor. Sus orgías mayores eran partidas de póquer con su hija Laura hasta las dos de la madrugada, en silencio absoluto y con frijoles en vez de plata. Claudia, su bella y paciente esposa, se exasperaba porque andaba como sonámbulo por la casa, sin saber dónde estaban los vasos o cómo se cerraba una puerta o se sacaba el hielo de la nevera, y tenía la facultad casi mágica de no enterarse de las cosas que no soportaba. Con todo, su condición más rara era una impavidez de estatua que no dejaba ni el mínimo resquicio para imaginar lo que estaba pensando, y un talento inclemente para resolver una conversación con no más de cuatro palabras o ponerle término a una discusión frenética con un monosílabo lapidario.

Sin embargo, sus compañeros de estudio y de trabajo no entendían su desprestigio doméstico, pues lo conocían como un trabajador inteligente, ordenado y de una serenidad escalofriante, cuyo aire despistado les parecía más bien para despistar. Era irritable con los problemas fáciles y de una gran paciencia con las causas perdidas, y tenía un carácter firme apenas moderado por un sentido del humor imperturbable y socarrón. El presidente Virgilio Barco debió reconocer el lado útil de su hermetismo y su afición por los misterios, pues lo encargó de las negociaciones con la guerrilla y los programas de rehabilitación en zonas de conflicto, y con ese título logró los acuerdos de paz con el M-19. El presidente Gaviria, que competía con él en secretos de Estado y silencios insondables, le echó encima además los problemas de la seguridad y el orden público en uno de los países más inseguros y subvertidos del mundo. Pardo tomó posesión con toda su oficina en el maletín, y durante dos semanas más tenía que pedir permiso para usar el baño o el teléfono en oficinas ajenas. Pero el presidente lo consultaba a menudo sobre cualquier tema y lo escuchaba con una atención premonitoria en las reuniones difíciles. Una tarde se quedó solo con el presidente en su oficina, y éste le preguntó con su aire despistado:

– Dígame una cosa, Rafael, ¿a usted no le preocupa que uno de esos tipos se entregue de pronto a la justicia y no tengamos ningún cargo contra él para ponerlo preso?

Era la esencia del problema: los terroristas acosados por la policía no se decidían a entregarse porque no tenían garantías para su seguridad personal ni la de sus familias, y d Estado, por su parte, no tenía pruebas para condenarlos si los capturaban. La idea era encontrar una fórmula jurídica para que se decidieran a confesar sus delitos a cambio de que el Estado les diera la seguridad para ellos y sus familias. Rafael Pardo había pensado el problema para el gobierno anterior, y todavía llevaba unas notas traspapeladas en el maletín cuando Gaviria le hizo la pregunta. Eran, en efecto, un principio de solución: quien se entregara a la justicia tendría una rebaja de la pena si confesaba un delito que permitiera procesarlo, y otra rebaja suplementaria por la entrega de bienes y dineros al Estado. Eso era todo, pero el presidente la vislumbró completa, pues coincidía con su idea de una estrategia que no fuera de guerra ni de paz sino de justicia, y que le quitara argumentos al terrorismo sin renunciar a la amenaza indispensable de la extradición.

El presidente Gaviria se la propuso a su ministro de justicia, Jaime Giraldo Ángel. Este captó la idea de inmediato, pues también él venía pensando desde hacía tiempo en una manera de judicializar el problema del narcotráfico. Además, ambos eran partidarios de la extradición de nacionales como un instrumento para forzar la rendición.

Giraldo Ángel, con su aire de sabio distraído, su precisión verbal y su habilidad de ordenógrafo prematuro, acabó de redondear la fórmula con ideas propias y otras ya establecidas en el Código Penal. Entre sábado y domingo redactó un primer borrador en su computadora portátil de reportero, y el lunes a primera hora se lo mostró al presidente todavía con tachaduras y enmiendas a -mano. El título escrito a tinta en el encabezado era un embrión histórico: Sometimiento a la justicia.

Gavina es muy meticuloso con sus proyectos, y no los llevaba a los Consejos de Ministros hasta no estar seguro de que serían aprobados. De modo que examinó a fondo el borrador con Giraldo Ángel y con Rafael Pardo, que no es abogado, pero cuyas pocas palabras suelen ser certeras. Luego mandó la versión más avanzada al Consejo de Seguridad, donde Giraldo Ángel encontró los apoyos del general Osear Botero, ministro de la Defensa, y el director de Instrucción Criminal, Carlos Mejía Escobar, un jurista joven y efectivo que sería el encargado de manejar el decreto en la vida real. El general Maza Márquez no se opuso al proyecto, aunque consideraba que en la lucha contra el cartel de Medellín era inútil cualquier fórmula distinta de la guerra. «Este país no se arregla -solía decir- mientras Escobar no esté muerto. «Pues estaba convencido de que Escobar sólo se entregaría para seguir traficando desde la cárcel bajo la protección del gobierno.

El proyecto se presentó en el Consejo de Ministros con la precisión de que no se trataba de plantear una negociación con el terrorismo para conjurar una desgracia de la humanidad cuyos primeros responsables eran los países consumidores. Al contrario: se trataba de darle una mayor utilidad jurídica a la extradición en la lucha contra el narcotráfico, al incluir la no extradición como premio mayor en un paquete de incentivos y garantías para quienes se entregaran a la justicia.

Una de las discusiones cruciales fue la de la fecha límite para los delitos que los jueces deberían tomar en consideración. Esto quería decir que no sería amparado ningún delito cometido después de la fecha del decreto. El secretario general de la presidencia, Fabio Villegas, que fue el opositor más lúcido de la fecha límite, se fundaba en un argumento fuerte: al cumplirse el plazo para los delitos perdonables el gobierno se quedaría sin política. Sin embargo, la mayoría acordó con el presidente que por el momento no debían ir más lejos con el plazo fijo, por el riesgo cierto de que se convirtiera en una patente de corso para que los delincuentes siguieran delinquiendo hasta que decidieran entregarse. Para preservar al gobierno de cualquier sospecha de negociación ilegal o indigna, Gaviria y Giraldo se pusieron de acuerdo en no recibir a ningún emisario directo de los Extraditables durante los procesos, ni negociar con ellos ni con nadie ningún caso de ley. Es decir, no discutir nada de principios, sino sólo asuntos operativos. El director nacional de Instrucción Criminal -que no depende del poder ejecutivo ni es nombrado por él- sería el encargado oficial de cualquier contacto con los Extraditables o sus representantes legales. Todos sus intercambios serían por escrito, y así quedarían consignados.

El proyecto del decreto se discutió con una diligencia febril y un sigilo nada común en Colombia, y se aprobó el 5 de setiembre de 1990. Ése fue el decreto de Estado de Sitio 2047: quienes se entregaran y confesaran delitos podían obtener como beneficio principal la no extradición; quienes además de la confesión colaboraran con la justicia, tendrían una rebaja de la pena hasta una tercera parte por i entrega y la confesión, y hasta una sexta parte por colaboración con la justicia con la delación. En total: hasta la mitad de la pena impuesta por uno o todos los delitos por los cuales fuera solicitada la extradición. Era la justicia en su expresión más simple y pura: la horca y el garrote. El mismo Consejo de Ministros que firmó el decreto rechazó tres extradiciones y aprobó tres, como una notificación pública de que el nuevo gobierno sólo renunciaba a la extradición como un beneficio principal del decreto.

En realidad, más que un decreto suelto, era una política presidencial bien definida para la lucha contra el terrorismo en general, y no sólo contra el de los traficantes de droga, sino también contra otros casos de delincuencia común. El general Maza Márquez no expresó en los Consejos de Seguridad lo que en realidad pensaba del decreto, pero años más tarde -en su campaña electoral para la presidencia de la república- lo fustigó sin misericordia como «una falacia de este tiempo». «Con él se maltrata la majestad de la justicia -escribió entonces y se echa por la borda la respetabilidad histórica del derecho penal. «El camino fue largo y complejo. Los Extraditables -ya conocidos en el mundo como una razón social de Pablo Escobar- repudiaron el decreto de inmediato, aunque dejaron puertas entreabiertas para seguir peleando por mucho más. La razón principal era que no decía de una manera incontrovertible que no serían extraditados. Pretendían también que los consideraran delincuentes políticos, y les dieran en consecuencia el mismo tratamiento que a los guerrilleros del M-19, que habían sido indultados y reconocidos como partido político. Uno de sus miembros era ministro de Salud, y todos participaban en la campaña de la Asamblea Nacional Constituyente. Otra de las preocupaciones de los Extraditables era una cárcel segura donde estar a salvo de sus enemigos, y garantías para la vida de sus familias y sus secuaces.

Se dijo que el gobierno había hecho el decreto como una concesión a los traficantes por la presión de los secuestros. En realidad, el proyecto estaba en proceso desde antes del secuestro de Diana, y ya había sido proclamado cuando los Extraditables dieron otra vuelta de tuerca con los secuestros casi simultáneos de Francisco Santos y Marina Montoya. Mis tarde, cuando ocho rehenes no les alcanzaron para lograr lo que querían, secuestraron a Maruja Pachón y a Beatriz Villamizar. Ahí tenían el número mágico: nueve periodistas. Y además -condenada de antemano- la hermana de un político fugitivo de la justicia privada de Escobar. En cierto modo, antes de que el decreto demostrara su eficacia, el presidente Gaviria empezaba a ser víctima de su propio invento.

Diana Turbay Quintero tenía, como su padre, un sentido intenso y apasionado del poder y una vocación de liderazgo que determinaron su vida. Creció entre los grandes nombres de la política, y era difícil que desde entonces no fuera ésa su perspectiva del mundo. «Diana era un hombre de Estado -ha dicho una amiga que la comprendió y la quiso-. Y la más grande preocupación de su vida era una obstinada voluntad de servicio al país. «Pero el poder -como el amor- es de doble filo: se ejerce y se padece. Al tiempo que genera un estado de levitación pura, genera también su contrario: la búsqueda de una felicidad irresistible y fugitiva, sólo comparable a la búsqueda de un amor idealizado, que se ansia pero se teme, se persigue pero nunca se alcanza. Diana lo sufría con una voracidad insaciable de saberlo todo, de estar en todo, de descubrir el porqué y el cómo de las cosas, y la razón de su vida. Algunos que la trataron y la quisieron de cerca lo percibieron en las incertidumbres de su corazón, y piensan que muy pocas veces fue feliz.

No es posible saber -sin habérselo preguntado a ella- cuál de los dos filos del poder le causó sus peores heridas. Ella debió sentirlo en carne viva cuando fue secretaria privada y brazo derecho de su padre, a los veintiocho años, y quedó atrapada entre los vientos cruzados del poder. Sus amigos -incontables- han dicho que era una de las personas más inteligentes que han conocido, que tenía un grado de información insospechable, una capacidad analítica asombrosa y la facultad divina de percibir hasta las terceras intenciones de la gente. Sus enemigos dicen sin más vueltas que fue un germen de perturbación detrás del trono. Otros piensan, en cambio, que descuidó su propia suerte por el afán de preservar la de su padre por encima de todo y contra todos, y pudo ser un instrumento de áulicos y aduladores. Había nacido el 8 de marzo de 1950, bajo el inclemente signo de Piscis, cuando su padre estaba ya en la línea de espera para la presidencia de la república. Fue un líder nato donde quiera que estuvo: en el Colegio Andino de Bogotá, en el Sacred Heart de Nueva York y en la Universidad de Santo Tomás de Aquino, también en Bogotá, donde terminó la carrera de derecho sin esperar el diploma.

El arribo tardío al periodismo -que por fortuna es el poder sin trono- debió ser para ella un reencuentro con lo mejor de sí misma. Fundó la revista Hoy x Hoy y el telediario Criptón como un camino más directo para trabajar por la paz. «Ya no estoy en trance de pelear con nadie ni tengo el ánimo de armarle broncas a nadie -dijo entonces-. Ahora soy totalmente conciliadora». Tanto, que se sentó a conversar para la paz con Carlos Pizarro, comandante del M-19, que había disparado un cohete de guerra casi dentro del cuarto mismo donde se encontraba el presidente Turbay. La amiga que lo contó dice muerta de risa: «Diana entendió que la vaina era como un ajedrecista y no como un boxeador dándose golpes contra el mundo».

De modo que era apenas natural que su secuestro -además de su carga humana- tuviera un peso político difícil de manejar. El ex presidente Turbay había dicho en público y en privado que no tenía noticia alguna de los Extraditables, porque le pareció lo más prudente mientras no se supiera qué pretendían, pero en verdad había recibido un mensaje poco después del secuestro de Francisco Santos. Se lo había comunicado a Hernando Santos tan pronto como éste regresó de Italia, y lo invitó a su casa para diseñar una acción conjunta. Santos lo encontró en la penumbra de su biblioteca inmensa, abrumado por la certidumbre de que Diana y Francisco serían ejecutados. Lo que más le impresionó -como a todos los que vieron a Turbay en esa época- fue la dignidad con que sobrellevaba su desgracia. La carta dirigida a ambos eran tres hojas escritas a mano en letras de imprenta, sin firma, y con una introducción sorprendente: «Reciban de nosotros los Extraditables un respetuoso saludo». Lo único que no permitía dudar de su autenticidad era el estilo conciso, directo y sin equívocos, propio de Pablo Escobar. Empezaba por reconocer el secuestro de los dos periodistas, los cuales, según la carta, se encontraban «en buen estado de salud y en las buenas condiciones de cautiverio que pueden considerarse normales en estos casos». El resto era un memorial de agravios por los atropellos de la policía. Al final planteaban los tres puntos irrenunciables para la liberación de los rehenes: suspensión total de los operativos militares contra ellos en Medellín y Bogotá, retiro del Cuerpo Élite, que era la unidad especial de la policía contra el narcotráfico; destitución de su comandante y veinte oficiales más, a quienes señalaban como autores de las torturas y el asesinato de unos cuatrocientos jóvenes de la comuna nororiental de Medellín. De no cumplirse estas condiciones, los Extraditables emprenderían una guerra de exterminio, con atentados dinamiteros en las grandes ciudades, y asesinatos de jueces, políticos y periodistas. La conclusión era simple: «Si viene un golpe de Estado, bien venido. Ya no tenemos mucho que perder».

La respuesta escrita y sin diálogos previos debía ser entregada en el término de tres días en el Hotel Intercontinental de Medellín, donde habría una habitación reservada a nombre de Hernando Santos. Los intermediarios para los contactos siguientes serían indicados por los mismos Extraditables. Santos adoptó la decisión de Turbay de no divulgar el mensaje ni ningún otro siguiente, mientras no tuvieran una noticia consistente. «No podemos prestarnos para llevar recados de nadie al presidente -concluyó Turbay- ni ir más allá de lo que el decoro nos permita»…

Turbay le propuso a Santos que cada uno por separado escribiera una respuesta, y que luego las fundieran en una carta común. Así se hizo. El resultado, en esencia, fue una declaración formal de que no tenían ningún poder para interferir los asuntos del gobierno, pero estaban dispuestos a divulgar toda violación de las leyes o de los derechos humanos que los Extraditables denunciaran con pruebas terminantes. En cuanto a los operativos de la policía, les recordaban que no tenían facultad ninguna para impedirlos, ni podían pretender que se destituyera sin pruebas a veinte oficiales acusados, ni escribir editoriales contra una situación que ignoraban.

Aldo Buenaventura, notario público, taurófilo febril desde sus años remotos del Liceo Nacional de Zipaquirá, viejo amigo de Hernando Santos y de su absoluta confianza, llevó la carta de respuesta. No acababa de ocupar la habitación 308, reservada en el Hotel Intercontinental, cuando lo llamaron por teléfono.

– ¿Usted es el señor Santos?

– No -contestó Aldo-, pero vengo de parte de él.

– ¿Me trajo el encargo?

La voz sonaba con tanta propiedad, que Aldo se preguntó si no sería Pablo Escobar en vivo y en directo, y le dijo que sí. Dos jóvenes con atuendos y modales de ejecutivos subieron al cuarto. Aldo les entregó la carta. Ellos le estrecharon la mano con una venia de cortesía, y se fueron.

Antes de una semana Turbay y Santos recibieron la visita del abogado antioqueño Guido Parra Montoya, con una nueva carta de los Extraditables. Parra no era un desconocido en los medios políticos de Bogotá, pero siempre parecía venir de las sombras. Tenía cuarenta y ocho años, había estado dos veces en la Cámara de Representantes como suplente de dos liberales, y una vez como principal por la Alianza Nacional Popular (Anapo), que dio origen al M-19. Fue asesor de la oficina jurídica de la presidencia de la república en el gobierno de Carlos Lleras Restrepo. En Medellín, donde ejerció el derecho desde su juventud, fue arrestado el 10 de mayo de 1990 por sospechas de complicidad con el terrorismo, y liberado a las dos semanas por falta de méritos. A pesar de esos y otros tropiezos, se le consideraba como un jurista experto y buen negociador.

Sin embargo, como enviado confidencial de los Extraditables parecía difícil concebir a alguien menos indicado para pasar inadvertido. Era un hombre de los que toman en serio las condecoraciones. Vestía de gris platinado, que era el uniforme de los ejecutivos de entonces, con camisas de colores vivos y corbatas juveniles con nudos grandes a la moda italiana. Tenía maneras ceremoniosas y una retórica altisonante, y era, más que afable, obsequioso. Condición suicida si se quiere servir al mismo tiempo a dos señores. En presencia de un ex presidente liberal y del director del periódico más importante del país se le desbordó la elocuencia. «Ilustre doctor Turbay, mi distinguido doctor Santos, dispongan de mí para lo que quieran», dijo, e incurrió en un descuido de los que podían costar la vida:

– Soy el abogado de Pablo Escobar.

Hernando agarró al vuelo el error.

– ¿Entonces la carta que nos trae es de él?

– No -remendó Guido Parra sin pestañear-: es de los Extraditables, pero la respuesta de ustedes debe ser para Escobar porque él podrá influir en la negociación.

La distinción era importante, porque Escobar no dejaba rastros para la justicia. En las cartas que podían comprometerlo, como las de negociaciones de secuestros, la escritura estaba disfrazada con letras de molde, y firmadas por los Extraditables o cualquier nombre de pila: Manuel, Gabriel, Antonio. En las que se erigía en acusador, en cambio, usaba su caligrafía natural un tanto pueril, y no sólo firmaba con su nombre y su rúbrica, sino que los remachaba con la huella del pulgar. En el tiempo de los secuestros de periodistas hubiera sido razonable poner en duda su misma existencia. Era posible que los Extraditables no fueran más que un seudónimo suyo, pero también era posible lo contrario: tal vez el nombre y la identidad de Pablo Escobar no fueran sino una advocación de los Extraditables. Sus comunicados de estilo ejemplar y cautelas perfectas llegaron a parecerse tanto a la verdad que se confundían con ella.

Guido Parra parecía siempre preparado para ir más allá de lo que los Extraditables proponían por escrito. Pero había que leerlo con lupa. Lo que en realidad buscaba para su clientela era un tratamiento político similar al de las guerrillas. Además planteaba de frente la internacionalización del problema de los narcóticos con la propuesta de apelar a la participación de las Naciones Unidas. Sin embargo, ante la negativa rotunda de Santos y Turbay, les propuso diversas fórmulas alternativas. Así se inició un proceso tan largo como estéril, que terminaría por enredarse en un callejón sin salida.

Santos y Turbay hicieron contacto personal con el presidente de la república desde la segunda comunicación. Gaviria los recibió a las ocho y media de la noche en la salita de la biblioteca privada. Estaba más sereno que de costumbre, y con deseos de conocer noticias nuevas de los rehenes. Turbay y Santos lo pusieron al comente de las dos cartas de ida y vuelta y de la mediación de Guido Parra.

– Mal enviado -dijo el presidente-. Muy inteligente, buen abogado, pero sumamente peligroso. Eso sí, tiene todo el respaldo de Escobar.

Leyó las cartas con la fuerza de concentración que impresionaba a todos: como si se hiciera invisible. Sus comentarios estaban listos y completos al terminar, y con las conjeturas pertinentes a las que no les sobraba una palabra. Les contó que ningún cuerpo de inteligencia tenía la menor idea de dónde podían tenerlos. Así que lo nuevo para el presidente fue la confirmación de que estaban en poder de Pablo Escobar. Gaviria dio aquella noche una prueba de su maestría para poner todo en duda antes de adoptar una determinación final. Creía en la posibilidad de que las cartas fueran falsas, de que Guido Parra estuviera haciendo un juego ajeno, e inclusive de que todo fuera una jugada de alguien que no tenía nada que ver con Escobar. Sus interlocutores salieron menos alentados que cuando entraron, pues, -al parecer, el presidente consideraba el caso como un grave problema de Estado con muy poco margen para sus sentimientos personales. Una dificultad principal para un acuerdo era que Escobar iba cambiando las condiciones según la evolución de sus problemas, para demorar los secuestros y obtener ventajas adicionales e imprevistas, mientras la Asamblea Constituyente se pronunciaba sobre la extradición, y tal vez sobre el indulto. Esto nunca estuvo claro en la correspondencia astuta que Escobar mantenía con las familias de los secuestrados. Pero sí lo estaba en la muy secreta que mantenía con Guido Parra para instruirlo sobre el movimiento estratégico y las perspectivas a largo plazo de la negociación. «Es bueno que tú le transmitas todas las inquietudes a Santos para que esto no se nos enrede más -le decía en una carta-. Esto debido a que tiene que quedar escrito y decretado que no se nos extraditará en ningún caso y por ningún delito y a ningún país. «También exigía precisiones en el requisito de la confesión para la entrega. Otros dos puntos primordiales eran la vigilancia en la cárcel especial, y la seguridad de sus familias y sus secuaces.

La amistad de Hernando Santos con el ex presidente Turbay, que se había fundado siempre sobre una base política, se volvió entonces personal y entrañable. Podían permanecer muchas horas sentados el uno frente al otro en absoluto silencio. No pasaba un día sin que se intercambiaran por teléfono impresiones íntimas, suposiciones secretas, datos nuevos. Llegaron a elaborar todo un código cifrado para manejar noticias confidenciales. No debió ser fácil. Hernando Santos es un hombre de responsabilidades descomunales, que con una sola palabra podría salvar o destruir una vida. Es emocional, de nervios crispados, y con una conciencia tribal que pesa mucho en sus determinaciones. Quienes convivieron con él durante el secuestro de su hijo temieron que no sobreviviera a la aflicción. No comió ni durmió una noche completa, se mantuvo siempre con el teléfono al alcance de su mano y le saltaba encima al primer timbrazo. Durante aquellos meses de dolores tuvo muy pocos momentos sociales, se sometió a un programa de ayuda siquiátrica para resistir la muerte del hijo, que creía inevitable, y vivió recluido en su oficina o en sus habitaciones, entregado al repaso de su estupenda colección de estampillas de correos y de cartas chamuscadas en accidentes aéreos. Su esposa, Elena Calderón, madre de sus siete hijos, había muerto siete años antes, y estaba realmente solo. Se le agravaron los problemas del corazón y la vista, y no hacía ningún esfuerzo por reprimir el llanto. Su mérito ejemplar en circunstancias tan dramáticas, fue mantener el periódico al margen de su tragedia personal.

Uno de sus soportes esenciales en aquella época amarga fue la fortaleza de su nuera María Victoria. El recuerdo que a ella le quedaba de los días inmediatos al secuestro era el de su casa invadida por parientes y amigos de su marido que tomaban whisky y café tirados por las alfombras hasta muy tarde en la noche. Hablaban siempre de lo mismo, mientras el impacto del secuestro y la imagen misma del secuestrado iban volviéndose cada vez más tenues. Cuando Hernando regresó de Italia fue directo a la casa de María Victoria, y la saludó con una emoción que acabó de desgarrarla, pero cuando tuvo que tratar algo confidencial sobre el secuestro le pidió dejarlo solo con los varones. María Victoria, que es de carácter fuerte y reflexiones maduras, tomó conciencia de haber sido siempre una cifra marginal en una familia de hombres. Lloró un día entero, pero salió fortalecida por la determinación de tener su identidad y su lugar en su casa. Hernando no sólo entendió sus razones, sino que se reprochó sus propios descuidos, y encontró en ella el mejor apoyo para sus penas. A partir de entonces mantuvieron un vínculo de confianza invencible, ya fuera en el trato directo, por teléfono, por escrito, por interpuesta persona, y hasta por telepatía, pues aun en los consejos de familia más intrincados les bastaba con mirarse para saber qué pensaban y qué debían decir. A ella se le ocurrieron muy buenas ideas, entre otras la de publicar en el periódico notas editoriales sin claves para compartir con Pacho noticias divertidas de la vida familiar.

Las víctimas menos recordadas fueron Liliana Rojas Arias -la esposa del camarógrafo Orlando Acevedo y Martha Lupe Rojas -la madre de Richard Becerra-. Aunque no eran amigas cercanas, ni parientas -a pesar del apellido-, el secuestro las volvió inseparables. «No tanto por el dolor -ha dicho Liliana- como por hacernos compañía». Liliana estaba amamantando a Erick Yesid, su hijo de año y medio, cuando le avisaron del noticiero Criptón que todo el equipo de Diana Turbay estaba secuestrado. Tenía veinticuatro años, se había casado hacía tres, y vivía en el segundo piso de la casa de sus suegros, en el barrio San Andrés, en el sur de Bogotá. «Es una muchacha tan alegre -ha dicho una amiga- que no merecía una noticia tan fea». Y además de alegre, original, pues cuando se restableció del primer impacto puso al niño frente al televisor a la hora de los noticieros para que viera a su papá, y siguió haciéndolo sin falta hasta el final del secuestro.

Tanto a ella como a Martha Lupe les avisaron del noticiero que seguirían ayudándolas, y cuando el niño de Liliana se enfermó se hicieron cargo de los gastos. También las llamó Nydia Quintero para tratar de infundirles una tranquilidad que ella misma no tuvo nunca. Les prometió que toda gestión que hiciera ante el gobierno no sería sólo por su hija sino por todo el equipo, y que les transmitiría cualquier información que tuviera d? los secuestrados. Así fue.

Martha Lupe vivía con sus dos hijas, que entonces tenían catorce y once años, y dependía de Richard. Cuando él se fue con el grupo de Diana le dejó dicho que era un viaje de tres días, de modo que después de la primera semana empezó a inquietarse. No cree que fuera una premonición, ha dicho, pero lo cierto es que llamaba al noticiero a cualquier hora, hasta que le dieron la noticia de que algo raro había sucedido. Poco después se hizo público que habían sido secuestrados. Desde entonces dejó el radio encendido todo el día, a la espera del regreso, y llamó al noticiero cada vez que el corazón se lo indicó. La inquietaba la idea de que su hijo era el más desvalido de los secuestrados. «Pero no podía hacer nada más que llorar y rezar», dice. Nydia Quintero la convenció de que había otras muchas cosas que hacer por la liberación. La invitaba a sus actos cívicos y religiosos, y le inculcó su espíritu de lucha. Liliana pensaba lo mismo de Orlando, y eso la encerró en un dilema: o bien podía ser el último ejecutado por ser el menos valioso, o bien podía ser el primero porque podría provocar la misma conmoción pública pero con menos consecuencias para los secuestradores. Este pensamiento la sumió en un llanto irresistible que se prolongó durante todo el secuestro. «Todas las noches, después de acostar al niño, me sentaba a llorar en la terraza mirando la puerta para verlo llegar», ha dicho. «Y así seguí durante noches y noches hasta que volví a verlo. «

A mediados de octubre, el doctor Turbay le pasó por teléfono a Hernando Santos uno de sus mensajes cifrados en su código personal. «Tengo unos periódicos muy buenos si te interesa la cosa de toros. Si quieres te los mando». Hernando entendió que era una novedad importante sobre los secuestrados. Se trataba, en efecto, de una casete que llegó a casa del doctor Turbay, franqueada en Montería, con una prueba de supervivencia de Diana y sus compañeros, que la familia había pedido con insistencia desde hacía varias semanas. La voz inconfundible: Papito, es difícil enviarle un mensaje en estas condiciones pero después de solicitarlo mucho nos han permitido hacerlo. Sólo una frase daba pistas para acciones futuras: Vemos y oímos noticias permanentemente.

El doctor Turbay decidió mostrarle el mensaje al presidente y tratar de obtener algún indicio nuevo. Gavina los recibió justo al final de sus labores del día, siempre en la biblioteca de la casa privada, y estaba relajado y de una locuacidad poco frecuente. Cerró la puerta, sirvió whisky, y se permitió algunas confidencias políticas. El proceso de la entrega parecía estancado por la tozudez de los Extraditables, y el presidente estaba dispuesto a desencallarlo con algunas aclaraciones jurídicas en el decreto original. Había trabajado en eso toda la tarde, y confiaba en que se resolviera esa misma noche. Al día siguiente, prometió, les daría la buena noticia.

Al otro día volvieron, según lo acordado, y se encontraron con un hombre distinto, desconfiado y sombrío, con quien entablaron desde la primera frase una conversación sin porvenir. «Es un momento muy difícil -les dijo Gaviria-. He querido ayudarlos, y he estado haciéndolo dentro de lo posible, pero está llegando el momento en que no pueda hacer nada». Era claro que algo esencial había cambiado en su ánimo. Turbay lo percibió al instante, y no habrían transcurrido diez minutos cuando se levantó del sillón con una calma solemne. «Presidente -le dijo sin una sombra de resentimiento-. Usted está procediendo como le toca, y nosotros como padres de familia. Lo entiendo y le suplico que no haga nada que le pueda crear un problema como jefe de Estado». Y concluyó señalando con el dedo el sillón presidencial.

– Si yo estuviera sentado allí haría lo mismo.

Gavina se levantó con una palidez impresionante y los despidió en el ascensor. Un edecán descendió con ellos y les abrió la puerta del automóvil en la plataforma de la casa privada. Ninguno habló, hasta que salieron a la prima noche de un octubre lluvioso y triste. El fragor del tráfico en la avenida les llegaba en sordina a través de los cristales blindados.

– Por este lado no hay nada que hacer -suspiró Turbay después de una larga meditación-. Entre anoche y hoy pasó algo que no puede decirnos.

Aquella dramática entrevista con el presidente determinó que doña Nydia Quintero apareciera en primer plano. Había sido esposa del ex presidente Turbay Ayala, tío suyo, con quien tuvo cuatro hijos, y entre ellos Diana, la mayor. Siete años antes del secuestro, su matrimonio con el ex presidente había sido anulado por la Santa Sede, y se casó en segundas nupcias con el parlamentario liberal Gustavo Balcázar Monzón. Por su experiencia de primera dama conocía los límites formales de un ex presidente, sobre todo en su trato con un antecesor. «Lo único que debía hacerse -había dicho Nydia- era hacerle ver al presidente Gaviria su obligación y sus responsabilidades». De modo que fue eso lo que ella, misma intentó, aunque sin muchas ilusiones.

Su actividad pública, aun desde antes de que se oficializara el secuestro, alcanzó proporciones increíbles. Había organizado la toma de los noticieros de radio y televisión en todo el país por grupos de niños que leían una solicitud de ruego para que liberaran a los rehenes. El 19 de octubre, «Día de la Reconciliación Nacional», había conseguido que se dijeran misas a las doce del día en ciudades y municipios para rogar por la concordia e los colombianos. En Bogotá el acto tuvo lugar en la plaza de Bolívar, y a la misma hora hubo manifestaciones de paz con pañuelos blancos en numerosos barrios, y se prendió una antorcha que se mantendría encendida hasta el regreso sanos y salvos de los rehenes. Por gestión suya los noticieros de televisión iniciaban sus emisiones con las fotos de todos los secuestrados, se llevaban las cuentas de los días de cautiverio, y se iban quitando los retratos correspondientes a medida que eran liberados. También por iniciativa suya se hacía un llamado por la liberación de los rehenes al iniciarse los partidos de fútbol en todo el país. Reina nacional de belleza en 1990, Maribel Gutiérrez inició su discurso de agradecimiento con un llamado a la liberación de los secuestrados.

Nydia asistía a las juntas familiares de los otros secuestrados, escuchaba a los abogados, hacía gestiones secretas a través de la Fundación Solidaridad por Colombia que preside desde hace veinte años, y casi siempre se sintió dando vueltas alrededor de nada. Era demasiado para su carácter resuelto y apasionado, y de una sensibilidad casi clarividente. Estuvo pendiente de las gestiones de todos hasta que se dio cuenta de que estaban en un callejón sin salida. Ni Turbay, ni Hernando Santos, ni nadie de tanto peso podría presionar al presidente para que negociara con los secuestradores. Esta certidumbre le pareció definitiva cuando el doctor Turbay le contó el fracaso de su última visita al presidente. Entonces tomó la determinación de actuar por su cuenta, y abrió un segundo frente de rueda libre para buscar la libertad de su hija por el camino recto.

En esos días la Fundación Solidaridad por Colombia recibió en sus oficinas de Medellín una llamada anónima de alguien que decía tener noticias directas de Diana. Dijo que un antiguo compañero suyo en una finca cercana a Medellín le había puesto un papelito en la canasta de las verduras, en el cual le decía que Diana estaba allí. Que mientras veían el fútbol los guardianes de los secuestrados se ahogaban con cerveza hasta rodar por el suelo, sin ninguna posibilidad de reacción ante un operativo de rescate. Para mayor seguridad ofrecía mandar un croquis de la finca. Era un mensaje tan convincente que Nydia viajó a Medellín para responderlo. «Le pedí al informante -ha dicho- que no comentara con nadie su información y le hice ver el peligro para mi hija y aun para sus guardianes si alguien intentaba el rescate».

La noticia de que Diana estaba en Medellín le sugirió la idea de hacer una visita a Martha Nieves y Angelita Ochoa, hermanas de Jorge Luis, Fabio y Juan David Ochoa, acusados éstos de tráfico de droga y enriquecimiento ilícito, y conocidos como amigos personales de Pablo Escobar. «Yo iba con el deseo vehemente de que me ayudaran en el contacto con Escobar», ha dicho Nydia, años después, evocando aquellos días amargos. Le hablaron de los atropellos que habían padecido sus familias por parte de la policía, la escucharon con interés y mostraron compasión por su caso, pero también le dijeron que no podían hacer nada ante Pablo Escobar.

Martha Nieves sabía lo que era el secuestro. Ella misma había sido secuestrada por el M-19 en 1981 para pedir a su familia un rescate de muchos ceros. Escobar reaccionó con la creación de un grupo brutal -Muerte a Secuestradores (MAS)- que logró su liberación al cabo de tres meses en una guerra sangrienta contra el M-19. Su hermana Angelita también se consideraba víctima de la violencia policial, y entre las dos hicieron un recuento agotador de los atropellos de la policía, de violaciones de domicilio, de atentados incontables a los derechos humanos.

Nydia no perdió el ímpetu de seguir luchando. En última instancia, quiso que al menos le llevaran una carta suya a Escobar. Había mandado una primera a través de Guido Parra, pero no obtuvo respuesta. Las hermanas Ochoa se negaron a enviar otra por el riesgo de que Escobar pudiera acusarlas más tarde de haberle causado algún perjuicio. Sin embargo, al final de la visita se habían vuelto sensibles a la vehemencia de Nydia, quien regresó a Bogotá con la certeza de haber dejado una puerta entreabierta en dos sentidos: una hacia la liberación de su hija y otra hacia la entrega pacífica de los tres hermanos Ochoa. Por eso le pareció oportuno informar de su gestión al presidente en persona.

La recibió en el acto. Nydia fue directo al grano con las quejas de las hermanas Ochoa sobre el comportamiento de la policía. El presidente la dejó hablar, y apenas si le hacía preguntas sueltas pero muy pertinentes. Su propósito evidente era no darles a las acusaciones la trascendencia que Nydia les daba. En cuanto a su propio caso, Nydia quería tres cosas: que liberaran a los secuestrados, que el presidente tomara las riendas para impedir un rescate que podría resultar funesto, y que ampliara el plazo para la entrega de los Extraditables. La única seguridad que le dio el presidente fue que ni en el caso de Diana ni en el de ningún otro secuestrado se intentaría un rescate sin la autorización de las familias.

– Ésa es nuestra política -le dijo.

Aun así, Nydia se preguntaba si el presidente habría tomado suficientes seguridades para que nadie lo intentara sin su autorización.

Antes de un mes volvió Nydia a conversar con las hermanas Ochoa, en casa de una amiga común. Visitó asimismo a una cuñada de Pablo Escobar, que le habló en extenso de los atropellos de que eran víctimas ella y sus hermanos. Nydia le llevaba una carta para Escobar, en dos hojas y media de tamaño oficio, casi sin márgenes, con una caligrafía florida y un estilo justo y expresivo logrado al cabo de muchos borradores. Su propósito atinado era llegar al corazón de Escobar. Empezaba por decir que no se dirigía al combatiente capaz de cualquier cosa por conseguir sus fines, sino a Pablo el hombre, «ese ser sensitivo, que adora a su madre y daría por ella su propia vida, al que tiene esposa y pequeños hijos inocentes e indefensos a quienes desea proteger». Se daba cuenta de que Escobar había apelado al secuestro de los periodistas para llamar la atención de la opinión pública en favor de su causa, pero consideraba que ya lo había logrado de sobra. En consecuencia -concluía la carta- «muéstrese como el ser humano que es, y en un acto grande y humanitario que el mundo entenderá, devuélvanos a los secuestrados». La cuñada de Escobar parecía de verdad emocionada mientras leía. «Tenga la absoluta seguridad de que esta carta lo va a conmover muchísimo -dijo como para sí misma en una pausa-. Todo lo que usted está haciendo lo conmueve y eso redundará en favor de su hija. «Al final dobló otra vez la carta, la puso en el sobre y ella misma lo cerró.

– Váyase tranquila -le dijo a Nydia con una sinceridad que no dejaba dudas-. Pablo recibirá la carta hoy mismo.

Nydia regresó esa noche a Bogotá esperanzada con los resultados de la carta, y decidida a pedirle al presidente lo que el doctor Turbay no se había atrevido: una pausa en los operativos de la policía mientras se negociaba la liberación de los rehenes. Lo hizo, y Gaviria le dijo sin preámbulos que no podía dar esa orden. «Una cosa era que nosotros ofreciéramos una política de justicia como alternativa -dijo después-. Pero la suspensión de los operativos no habría servido para liberar a los secuestrados, sino para que no persiguiéramos a Escobar».

Nydia sintió que estaba en presencia de un hombre de piedra al que no le importaba la vida de su hija. Tuvo que reprimir una oleada de rabia mientras el presidente le explicaba que el tema de la fuerza pública no era negociable, que ésta no tenía que pedir permiso para actuar ni podía darle órdenes para que no actuara dentro de los límites de la ley. La visita fue un desastre.

Ante la inutilidad de sus gestiones con el presidente de la república, Turbay y Santos habían decidido llamar a otras puertas, y no se les ocurrió otra mejor que los Notables. Este grupo estaba formado por los ex presidentes Alfonso López Michelsen y Misael Pastrana; el parlamentario Diego Montaña Cuéllar y el cardenal Mario Revollo Bravo, arzobispo de Bogotá. En octubre, los familiares de los secuestrados se reunieron con ellos en casa de Hernando Santos. Empezaron por contar las entrevistas con el presidente Gaviria. Lo único que en realidad le interesó de ellas a López Michelsen fue la posibilidad de reformar el decreto con precisiones jurídicas para abrir nuevas puertas a la política de sometimiento. «Hay que meterle cabeza», dijo. Pastrana se mostró partidario de buscar fórmulas para presionar la entrega. ¿Pero con qué armas? Hernando Santos le recordó a Montaña Cuéllar que él podía movilizar a favor la fuerza de la guerrilla.

Al cabo de un intercambio largo y bien informado, López Michelsen hizo la primera conclusión. «Vamos a seguirles el juego a los Extraditables», dijo. Y propuso, en consecuencia, hacer una carta pública para que se supiera que los Notables habían tomado la vocería de las familias de los secuestrados. El acuerdo unánime fue que la redactara López Michelsen.

A los dos días estaba listo el primer borrador que fue leído en una nueva reunión a la que asistió Guido Parra con otro abogado de Escobar. En ese documento estaba expuesta por primera vez la tesis de que el narcotráfico podía considerarse un delito colectivo, de carácter sui generis, que señalaba un camino inédito a la negociación. Guido Parra dio un salto.

– Un delito sui generis -exclamó maravillado-. ¡Eso es genial!

A partir de allí elaboró el concepto a su manera como un privilegio celestial en la frontera nebulosa del delito común y el delito político, que hacía posible el sueño de que los Extraditables tuvieran el mismo tratamiento político que las guerrillas. En la primera lectura cada uno puso algo suyo. Al final, uno de los abogados de Escobar solicitó que los Notables consiguieran una carta de Gaviria que garantizara la vida de Escobar de un modo expreso e inequívoco.

– Lo lamento -dijo Hernando Santos, escandalizado de la petición-, pero yo no me meto en eso.

– Muchísimo menos yo -dijo Turbay.

López Michelsen se negó de un modo enérgico. El abogado pidió entonces que le consiguieran una entrevista con el presidente para que les diera de palabra la garantía para Escobar.

– Ese tema no se trata aquí -concluyó López.

Antes de que los Notables se reunieran para redactar el borrador de su declaración, Pablo Escobar estaba ya informado de sus intenciones más recónditas. Sólo así se explica que le hubiera impartido orientaciones extremas a Guido Parra en una carta apremiante. «Te doy autonomía para que busques la forma de que los Notables te inviten al intercambio de ideas», le había escrito.

Y enseguida enumeró una serie de decisiones ya tomadas por los Extraditables para anticiparse a cualquier iniciativa distinta.

La carta de los Notables estaba lista en veinticuatro horas, con una novedad importante con respecto a las gestiones anteriores: «Nuestros buenos oficios han adquirido una nueva dimensión que no se circunscribe a un rescate ocasional sino a la manera de alcanzar para todos los colombianos la paz global». Era una definición nueva que no podía menos que aumentar las esperanzas. Al presidente Gaviria le pareció bien, pero creyó pertinente establecer una separación de aguas para evitar cualquier equívoco sobre la posición oficial, e instruyó al ministro de Justicia para que emitiera una advertencia de que la política de sometimiento era la única del gobierno para la entrega de los terroristas.

A Escobar no le gustó ni una línea. Tan pronto como la leyó en la prensa el 11 de octubre, le mandó a Guido Parra una respuesta furibunda para que la hiciera circular en los salones de Bogotá. «La carta de los Notables es casi cínica -decía-. Que soltemos a los rehenes pronto porque el gobierno se demora para estudiar lo de nosotros. ¿Será que están creyendo que nos vamos a dejar engañar otra vez?» La posición de los Extraditables, decía, era la misma de la primera carta. «No tenía por qué cambiar, ya que no hemos obtenido respuestas positivas a las solicitudes de la primera misiva. Esto es un negocio y no un juego para saber quién es más vivo y quién es más bobo».

La verdad era que ya para esa fecha Escobar estaba varios años luz adelante de los Notables. Su pretensión de entonces era que el gobierno le asignara un territorio propio y seguro -un campamento cárcel, como él decía- igual al que tuvo el M-19 mientras se terminaban los trámites de la entrega. Hacía más de una semana que había mandado a Guido Parra una carta detallada sobre la cárcel especial que quería para él. Decía que el lugar perfecto, a doce kilómetros de Medellín, era una finca de su propiedad que estaba a nombre de un testaferro y que el municipio de Envigado podía tomar en arriendo para acondicionarla como cárcel. «Como esto requiere gastos, los Extraditables pagarían una pensión de acuerdo a los costos», decía más adelante. Y terminaba con una parrafada despampanante: «Te estoy diciendo todo esto porque deseo que hables con el alcalde de Envigado y le digas que vas de mi parte y le explicas la idea. Pero yo quiero que hables con él para que saque una carta pública al ministro de Justicia diciéndole que él piensa que los Extraditables no se han acogido al 2047 porque temen por su seguridad, y que el municipio de Envigado, como contribución a la paz del pueblo de Colombia, está capacitado para organizar una cárcel especial que brinde protección y seguridad a la vida de quienes se entreguen. Háblales de frente y con claridad para que hablen con Gaviria y le propongan el campamento». El propósito declarado en la carta era obligar al ministro de Justicia a responder en público. «Yo sé que eso será una bomba», decía la carta de Escobar. Y terminaba con la mayor frescura: «Con esto los vamos llevando a lo que queremos». Sin embargo, el ministro rechazó la oferta en los términos en que estaba planteada, y Escobar se vio obligado a bajar el tono con otra carta en fe cual, por primera vez, ofrecía más de lo que exigía. A cambio del campamento cárcel prometía resolver los conflictos entre los distintos carteles, bandas y pandillas, asegurar la entrega de más de un centenar de traficantes conversos, y abrir por fin una trocha definitiva para la paz. «No estamos pidiendo ni indulto, ni diálogo ni nada de lo que ellos dicen que no pueden dar», decía. Era una oferta simple de rendición, «mientras todo el mundo en este país está pidiendo diálogo y trato político». Inclusive, menospreció hasta lo que le era más caro: «Yo no tengo problemas de extradición, pues sé que si me llegan a agarrar vivo me matan, como lo han hecho con todos».

Su táctica de entonces era cobrar con favores enormes el correo de los secuestrados. «Dile al señor Santos -decía en otra carta- que si quiere pruebas de supervivencia de Francisco, que publique primero el informe de America's Watch, una entrevista con Juan Méndez, su director, y un informe sobre las masacres, las torturas y las desapariciones en Medellín». Pero ya para esas fechas Hernando Santos había aprendido a manejar la situación. Se daba cuenta de que aquel ir y venir de propuestas y contrapropuestas estaban causándole a él un gran desgaste, pero también a sus adversarios. Entre ellos, Guido Parra, que a fines de octubre estaba en un estado de nervios difícil de resistir. Su respuesta a Escobar fue que no publicaría ni una línea de nada ni volvería a recibir a su emisario mientras no tuviera una prueba terminante de que su hijo estaba vivo. Alonso López Michelsen lo respaldó con la amenaza de renunciar a los Notables.

Fue efectivo. Al cabo de dos semanas Guido Parra le habló a Hernando Santos de alguna fonda de arrieros. «Llego por carretera con mi mujer, y estaré en su casa a las once -le dijo-. Le llevo el postre más delicioso, y usted no tiene idea lo que he gozado y lo que va a gozar usted». Hernando se disparó pensando que le llevaba a Francisco. Pero era sólo su voz grabada en una minicasete. Necesitaron más de dos horas para oírla, porque no tenían el magnetófono apropiado, hasta que alguien descubrió que podían escucharlo en el contestador automático del teléfono.

Pacho Santos hubiera podido ser bueno para muchos oficios, menos para maestro de dicción. Quiere hablar a la misma velocidad de su pensamiento, y sus ideas son atropelladas y simultáneas. La sorpresa de aquella noche fue por lo contrario. Habló despacio, con voz impostada y una construcción perfecta. En realidad eran los dos mensajes -uno para la familia y otro para el presidente- que había grabado la semana anterior.

La astucia de los secuestradores de que Pacho grabara los titulares del periódico como prueba de la fecha de grabación fue un error que Escobar no debió perdonarles. Al redactor judicial de El Tiempo, Luis Cañón, fe dio en cambio la oportunidad de lucirse con un golpe de gran periodismo.

_Lo tienen en Bogotá -dijo.

En efecto, la edición que Pacho había leído tenía un titular de última hora que sólo había entrado en la edición local, cuya circulación estaba limitada al norte de la ciudad. El dato era de oro en polvo, y habría sido decisivo si Hernando Santos no hubiera sido contrario a un rescate armado.

Fue un instante de resurrección para él, sobre todo porque el contenido del mensaje le dio la certidumbre de que el hijo cautivo aprobaba su comportamiento en el manejo del secuestro. Además, en la familia se había tenido siempre la impresión de que Pacho era el más vulnerable de los hermanos por su temperamento fogoso y su ánimo inestable, y nadie podía imaginarse que estuviera en su sano juicio y con tanto dominio de sí mismo al cabo de sesenta días de cautiverio.

Hernando convocó a toda la familia en su casa y les hizo escuchar el mensaje hasta el cansancio. Bailaron a pierna suelta, hablaron a gritos para oírse los unos a los otros por encima del estruendo de la música, aplaudieron la luz del amanecer. Sólo Guido sucumbió en sus tormentos. Lloró. Hernando se le acercó a animarlo, y en el sudor de su camisa empapada reconoció el olor del pánico.

– Acuérdate que a mí no me va a matar la policía -le dijo Guido Parra a través de las lágrimas-. Me matará Pablo Escobar, porque ya sé demasiado.

María Victoria no se conmovió. Le parecía que Parra jugaba con los sentimientos de Hernando, que explotaba su debilidad y le concedía algo por un lado para sacarle más por el otro. Guido Parra debió percibirlo en algún momento de la noche, porque le dijo a Hernando: «Esa mujer es como un témpano».

En ese punto estaban las cosas el 7 de noviembre, cuando secuestraron a Maruja y a Beatriz. Los Notables se quedaron sin piso. El 22 de noviembre -tal como lo había anunciado- Diego Montaña Cuéllar planteó a sus compañeros de fórmula la liquidación del grupo, y éstos entregaron al presidente, en sesión solemne, sus conclusiones sobre las peticiones de fondo de los Extraditables.

Si el presidente Gaviria esperaba que el decreto de sometimiento provocara una rendición masiva e inmediata de los narcotraficantes, debió sufrir un desencanto. No fue así. Las reacciones de la prensa, de los medios políticos, de juristas distinguidos, y aun algunos planteamientos válidos de los abogados de los Extraditables, hicieron patente que el decreto 2047 debía ser reformado. Para empezar, dejaba demasiado abierta la posibilidad de que cualquier juez interpretara a su modo el manejo de la extradición. Otra falla era que las pruebas decisivas contra los narcos estaban en el exterior, pero todo el elemento de cooperación con los Estados Unidos se había vuelto crítico, y los plazos para obtenerlas eran demasiado estrechos. La solución -que no estaba en el decreto- era ensanchar los plazos y trasladarle a la presidencia de la república la responsabilidad de ser el interlocutor para traer las pruebas al país.

Tampoco Alberto Villamizar había encontrado en el decreto el apoyo decisivo que esperaba. Hasta ese momento, sus intercambios con Santos y Turbay y sus primeras reuniones con los abogados de Pablo Escobar le habían permitido formarse una idea global de la situación. Su impresión de primera vista fue que el decreto de sometimiento, acertado pero deficiente, le dejaba muy poco margen de acción para liberar a sus secuestradas. Mientras tanto, el tiempo pasaba sin ninguna noticia de ellas ni una ínfima prueba de supervivencia. Su única oportunidad para comunicarse había sido una carta enviada a través de Guido Parra, en la que les daba a ambas el optimismo y la seguridad de que él no volvería a hacer nada diferente de trabajar por liberarlas. «Yo sé que su situación es terrible pero esté tranquila», le escribió a Maruja.

La verdad era que Villamizar estaba en las tinieblas. Había agotado todas las puertas, y su único asidero en el largo noviembre era la promesa de Rafael Pardo de que el presidente estaba pensando en un decreto complementario y aclaratorio del 2047. «Eso ya está listo», le decía. Rafael Pardo pasaba por su casa casi todas las tardes y lo mantenía al comente de sus gestiones, pero él mismo no estaba muy seguro de por dónde continuar. Su conclusión de las lentas conversaciones con Santos y Turbay era que las negociaciones estaban empantanadas. No creía en Guido Parra. Lo conocía desde sus merodeos por el congreso y le parecía oportunista y turbio. Sin embargo, buena o mala, era la única carta, y decidió jugársela a fondo. No había otra y el tiempo apremiaba.

A solicitud suya, el ex presidente Turbay y Hernando Santos citaron a Guido Parra, con la condición de que asistiera también el doctor Santiago Uribe, otro abogado de Escobar con una buena reputación de seriedad. Guido Parra inició la conversación con sus frases habituales de alto vuelo, pero Villamizar lo puso con los pies sobre la tierra desde la primera con un capotazo a la santandereana.

– A mí no me venga a hablar mierda -le dijo-. Vamos a lo que se trata. Usted tiene todo empantanado por andar pidiendo huevonadas y aquí no hay sino una vaina: simplemente, los tipos tienen que entregarse y confesar algún delito por el cual se les puedan meter doce años. Es lo que dice la ley y punto. A cambio de eso les dan una rebaja de penas y se les garantiza la vida. Lo demás son puras pendejadas suyas. Guido Parra no tuvo ningún reparo para ponerse a tono.

– Mire, mi doctor -le dijo-, aquí lo que ocurre es que el gobierno dice que no los van a extraditar, todo el mundo lo dice, pero ¿dónde lo dice taxativamente el decreto?

Villamizar estuvo de acuerdo. Si el gobierno estaba diciendo que no iba a extraditar, puesto que ése era el sentido de la ley, la tarea era convencer al gobierno de que se corrigieran las ambigüedades. Lo demás -las interpretaciones amañadas del delito sui generis, o la negativa a confesar, o la inmoralidad de la delación- no era más que distracciones retóricas de Guido Parra. Pues era claro que para los Extraditables -como su propio nombre lo indicaba- la única exigencia real y perentoria en aquel momento era la de no ser extraditados. De modo que no le pareció imposible obtener esa precisión para el decreto. Pero antes le exigió a Guido Parra la misma franqueza y determinación que los Extraditables exigían. Quiso saber, primero, hasta dónde estaba Parra autorizado para negociar, y segundo, cuánto tiempo después de arreglado el decreto liberarían a los rehenes. Guido Parra fue formal.

– Veinticuatro horas después están fuera -dijo.

– Todos, por supuesto -dijo Villamizar.

– Todos.

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